Capítulo 9
Lizzie se fue a casa. Podría haberse quedado en el trabajo, pero no tenía sentido. Y aún menos ahora que habían dejado de pagarle. Pasó el resto del día tumbada en el sofá viendo telebasura. Oprah, Countdown y Home and Away.
Pasarse el día así era algo que había soñado hacer cuando estaba hasta las cejas de trabajo. Y ahora que disponía de toda la eternidad para hacerlo ya no le parecía tan atractivo. Tenía que reconocer que estar muerta no era muy divertido que digamos.
Pero no todo era malo. Había descubierto que no necesitaba su bici para desplazarse. Podía aparecer en cualquier lugar que decidiera su mente. Podía ir a Italia o a la India. Si quisiera, podría aparecer de repente en el dormitorio de Brad Pitt. Pero no le apetecía. Quería permanecer cerca de lo que conocía. La situación ya era suficientemente difícil para complicarla aún más.
Ese mismo día, en cuanto tuvo ánimo para ello, fue a ver a sus padres. Observó que su madre lloraba como si le estuvieran arrancando el corazón. El sentimiento de culpa era abrumador.
—Es antinatural —sollozaba la mujer— que una madre entierre a una hija.
Como la mayoría de la gente, Lizzie no siempre se había llevado bien con sus padres. Eso no quería decir que hubiesen andado siempre a la greña. Pero ahora se daba cuenta de que podría haber pasado más tiempo con ellos. Que debió pasar más tiempo con ellos. Pero siempre andaba demasiado ocupada. Siempre había algo que hacer…
Ahora lo lamentaba. Lo lamentaba profundamente. Contempló a su madre con enorme ternura. Odiaba ese llanto que le salía de las entrañas, pero cuando intentó abrazarla, la mujer se estremeció, como si estuviera congelada.
Pasado un rato, Lizzie volvió a casa para esperar a Neil. Se había pasado el día con Sinead organizando el entierro, corriendo de un lado a otro.
Cuando regresó por la noche, Lizzie trató de acurrucarse con él en la cama, pero Neil se removió tanto que llegó a la conclusión de que era mejor no tocarle.
El caso es que olvidaba constantemente que estaba muerta. Cuando veía lo triste que estaba Neil por su fallecimiento, no podía evitar pensar que era para bien. Que era exactamente lo que necesitaba para sentar la cabeza. Seguro que ya no dudaba en comprometerse. Quizá pudieran casarse la próxima primavera.
Luego se decía: un momento, estoy muerta. ¿Cómo vamos a casarnos si estoy muerta?
Y entonces se enfadaba. Todavía no había llegado su final. No se sentía preparada para abandonar esta vida. Aún tenía mucho que hacer. Se suponía que debía vivir hasta los setenta y, sin embargo, aquí estaba, ni siquiera a mitad de camino y ya eliminada del juego.
Al día siguiente, para pasar el rato, visitó la funeraria a fin de ver su cuerpo. El cráneo hecho trizas la impresionó.
—¡Buf! —exclamó con una mueca de dolor—. ¿Tensión, dolor de cabeza? Apuesto a que dolió.
Mientras se examinaba, se dio cuenta de otra cosa. Había sido una chica atractiva. En vida nunca estuvo contenta con su aspecto. La típica lista de quejas. Trasero demasiado grande, tetas demasiado pequeñas, pelo demasiado encrespado, orejas demasiado salidas. Nunca fue consciente de lo afortunada que era. Dejando aparte lo del trasero, el pelo y todo lo demás, al menos no había tenido en vida el cráneo partido en veintisiete pedazos.
Después se pasó por el trabajo. Siempre había deseado ser una mosca en la pared para averiguar quiénes eran realmente sus amigos. Mas no le sirvió de nada. Le fue imposible averiguar qué pensaban de ella sus compañeros de trabajo porque estaban demasiado ocupados diciendo todas esas cosas que dice la gente de los muertos. «Era una chica adorable». «Dios enseguida se lleva a los buenos». «Al menos supo vivir intensamente». «Este lugar ya no será el mismo sin ella».
Cuando le quedó claro que nadie iba a criticarla, escondió un par de carpetas importantes. Pero no estaba de humor.