Capítulo 7
Una espesa niebla envolvía la mañana cuando Lizzie se dirigió en bici al trabajo. Tuvo que hacer más de un viraje para no chocar con la gente, que insistía en cortarle el paso, como si no la viera. Desconcertada, lo atribuyó a la niebla.
Una vez en la oficina dedicó un sombrío «Buenos días» a Harry, el portero. Él, sin embargo, la ignoró por completo. Lizzie notó la presión de las lágrimas en la garganta.
Era evidente que algo pasaba. Brenda, su secretaria, tenía la cabeza sobre la mesa y lloraba desconsoladamente.
Al final del pasillo divisó a Julie, su jefa. ¿Eran imaginaciones suyas o parecía terriblemente afligida? De hecho, en el aire se respiraba una tristeza diferente de la tristeza habitual. Como más profunda. Pero bueno, pensó Lizzie con sarcasmo, ni que hubiera muerto alguien.
Abrió la puerta de su pequeño despacho y se detuvo en seco. Dentro había dos individuos. Asistentes sociales, seguramente. El hombre llevaba barba y un jersey marrón de pelo largo. La mujer lucía un cabello morado muy rizado y unos pendientes que parecían hechos por ella misma. Probablemente con el tapón de una botella de leche.
—Disculpen —comenzó Lizzie, pero el asistente social la interrumpió.
—Hola, Lizzie —dijo afablemente—, me llamo Jim. ¿Por qué no te sientas? Me temo que lo que vamos a contarte te va a causar cierta impresión.
—¿Qué ocurre aquí?
—Te lo ruego, Lizzie, siéntate —insistió Jim.
Temblando, Lizzie obedeció.
—¿Se trata de Neil? ¿Le ha ocurrido algo?
—No, Lizzie. Me temo que se trata de ti.
—¿De MÍ?
—Sí, Lizzie —habló por primera vez la mujer de los tapones de botella de leche—. Por cierto, yo soy Jan. ¿No te has notado algo… algo extraña ayer y hoy?
—No —respondió rotundamente Lizzie.
—¿Seguro? —insistió Jan, como si no la creyera.
—Vale, supongo que me he notado un poco extraña —reconoció Lizzie a regañadientes—. Pero sólo porque me caí de la bici y estaba en estado de choque.
—Lizzie, me temo que ayer, cuando caíste de la bici, moriste —dijo Jim.
—Bueno, admito que la vergüenza fue tremenda —convino Lizzie—. Pero cualquiera habría sentido lo mismo.
—No me refiero a que moriste de vergüenza —dijo Jim—. Me refiero a que moriste. A que estás muerta.
Lizzie se echó a reír.
—¡Venga ya!
—Tu reacción es muy normal.
A Lizzie se le agotó la paciencia. La tontería ya había durado demasiado.
—¿De qué demonios están hablando? —preguntó elevando la voz—. ¿Quiénes son ustedes? ¿Quién les dejó entrar?
—Somos lo que podríamos llamar tu comité de bienvenida —explicó Jan—. Nuestro trabajo consiste en darte la bienvenida a tu nuevo plano y resolver los problemillas que puedas tener mientras te habitúas a él. Y nadie nos ha dejado entrar. No necesitamos que nadie nos deje entrar porque podemos aparecer donde queramos. Y no estoy alardeando —se apresuró a añadir—. Sencillamente es así.
—Ignoro con qué se drogan, juro por Dios que lo ignoro.
Lizzie ya tenía bastante con un novio fugado y se sentía incapaz de tratar con estos dos lunáticos. Se levantó de un salto, caminó hasta la puerta y gritó:
—¡Brenda!
—Por favor, no lo hagas —suplicó Jim. Caray, había presenciado esto antes y le seguía afectando. Incluso después de tantos siglos.
—¡Brenda! —insistió Lizzie.
Pero Brenda, que ahora estaba tecleando con los ojos enrojecidos y sorbiendo como un rinoceronte, no parecía oírla.
—¡BRENDA!
Lizzie sacudió el hombro de su secretaria y comprobó estupefacta que temblaba como un flan. Pero eso fue todo. Ni siquiera se giró. Sencillamente, siguió tecleando.
¡Maldita sea! Lizzie siempre había sabido que Brenda no era demasiado avispada, pero casi se hubiera dicho que estaba en trance.
¡Se acabó! ¡Hora de actuar! Furiosa, echó a andar por el pasillo en dirección al despacho de Julie. Nadie mejor que Julie. Si alguien podía cantar las cuarenta a esos intrusos, era ella. Después de llamar con suavidad, abrió la puerta. Julie estaba conversando con Frank, otro jefe.
—Lamento interrumpir —dijo Lizzie—, pero tenemos un problema.
Su voz se apagó al reparar en varias cosas simultáneamente. Primero, advirtió que Julie y Frank la ignoraban por completo. En segundo lugar, vio su agenda sobre la mesa abierta de par en par. En ese momento Julie decía a Frank:
—Cancelaremos todas las reuniones que tenía programadas para esta semana. Luego podemos poner a Nick al corriente para que se haga cargo.
—¿Qué haces con mi agenda? —La voz de Lizzie era fina y aguda a causa de la indignación… y el miedo—. ¿Y por qué vas a cancelar todas mis reuniones? ¿Y dar mis casos a Nick? ¿Qué demonios está pasando aquí? ¿Eh?
Las cabezas de Julie y Frank permanecieron inclinadas sobre la agenda. Ni siquiera se molestaron en levantar la vista.
—¿Y bien? —preguntó de nuevo, pero había empezado a temblar.
—¿Cómo se ha abierto esa puerta? —murmuró Julie atravesando el despacho. Se detuvo delante de Lizzie, la miró directamente a los ojos y… directamente a través de ella. Luego le cerró la puerta en las narices.
Lizzie permaneció inmóvil unos segundos. Su nariz casi rozaba la puerta de madera chapada. La habían despedido. Era eso, ¿verdad?
No obstante, una sospecha espantosa empezaba a crecer en su mente. Una sospecha que iba ganando fuerza y tamaño. Algo estaba pasando. E intuía que, fuera lo que fuese, era mucho peor que un despido.
Presa del pánico, giró sobre sus talones y echó a correr por el pasillo. En todos los despachos que encontraba a su paso se detenía. Y en todos ocurría lo mismo. Nadie podía verla y nadie podía oírla. Cuando posaba una mano sobre alguien, la persona se estremecía.
Sudando de miedo, girando de un lado a otro, retrocedió. La sensación de pánico y náuseas empezaba a adquirir sentido.