7
Mark erró un momento tratando de delimitar el pedazo de Lodiale que había viajado con él. Un gran paquete de mar había debido de materializarse en ese mundo desconocido al mismo tiempo que el fragmento de isla. Se había derramado sobre la arena de Lodiale, formando una pequeña marisma en la tierra de acogida. Mark vadeó un pantano de fango antes de refugiarse en terreno seco. Había abandonado el María 3. El viento soplaba en los cerezos en flor. Los blancos pétalos partían volando ante su ojos. Levantó la cabeza. El camino de noche, bastante bajo en el horizonte, tenía un raro color rojizo. Aquél solo hecho demostraba que ese planeta no era el María 3.
¿El camino de noche? Mark buscó en su memoria programada. El camino —de noche o de día— era el anillo ecuatorial que rodeaba la Esfera de Govan, un mundo inmenso por sí solo, todavía esquelético en su mayor parte…
En el cielo se encendieron unas luces, por otro lado. Se aproximaban unos ingenios voladores. Mark pensó con alivio que había ido a parar a un mundo de alta tecnología y no a uno de los salvajes. Podría explicar su aventura y tomar el veator para regresar a su casa. Advirtió dos formas principales de aparatos voladores. En primer lugar, unos grandes conos oscuros, con la punta encarada hacia abajo… ¡unos trompos! Luego unas bolas brillantes, multicolores… Distinguió asimismo unas siluetas humanas, suspendidas en el aire, en la claridad de las lunas y del camino. Aquellos hombres parecían provistos de equipos de contragravedad. Debía de ser un planeta relativamente antiguo, ya que los nuevos mundos creados por los Señores y los Ingenieros no recibían nunca tecnología del más alto nivel. A tenor de ello, el María 3 no superaría en principio el siglo XX terrestre…
Los hombres voladores, envueltos en una especie de saco luminoso, se desplazaban casi tan deprisa como los ingenios: esferas y trompos.
El macrolicto había sido descubierto. Las autoridades locales enviaban a sus representantes al lugar. Los curiosos llegaban también, en gran número. Todo muy normal… Mark contó una docena de aparatos y varias decenas, un centenar quizá, de hombres voladores.
Un gran trompo azulado rodeaba ahora el caos a media altitud, como para asegurarse de que no había ningún peligro. Después dos grandes bolas se adelantaron y se precipitaron sobre los detritos de la isla. Mark retrocedió a la sombra de los densos cerezos. Su primer impulso había sido el de volver a su cabaña, con los brazos en alto para indicar su presencia a los equipos de rescate. No necesitaba que lo rescataran, no obstante. Había naufragado en buen estado de salud. Su cuerpo no presentaba el menor asomo de herida. Sólo su alma sufría. No tenía ganas de que lo curaran de ese sufrimiento. No tenía ganas de reunirse con esos desconocidos, de soportar un largo y pesado interrogatorio. ¿Cómo podía describir el fenómeno macrolicto a unas personas que lo ignoraban tal vez? ¿Qué sospechas iba a suscitar?
Seguía retrocediendo al amparo de los árboles. Las brillantes bolas efectuaban las rondas de reconocimiento cada vez más cerca del suelo. De improviso, un trompo descendió en medio de los iglús. Los hombres voladores se posaron alrededor, como una bandada de predadores. Mark les volvió la espalda y huyó corriendo. Quizás había esperado demasiado.
Los músculos y los pulmones respondían sin problema a su voluntad. Disfrutaba del placer de disponer de nuevo de un cuerpo. Con cada paso se alejaba más de Grace, sin embargo. «¡No, no! —se dijo—. Grace está en cualquier lugar del universo. ¡Nunca volveré a alejarme de ella!». Y seguía corriendo.
Tenía un cuerpo y vivía. No pensó más que en poner el máximo de distancia entre él y los visitadores del macrolicto. Sentía el suelo blando, un poco mojado, bajo los mocasines. La tierra desnuda, la hierba y el musgo se sucedían. De vez en cuando, había una piedra o una roca. Las ramas de los cerezos lo azotaban al pasar. Pronto llegó al borde de un boquete. La arboleda era menos densa y los árboles más grandes. En un claro del camino, vio que los cerezos más próximos tenían racimos de fruta. ¿Se debería su color a la claridad rojiza del camino de noche o estarían maduras tal como parecía? Cogió una y la probó. Deliciosa… Se trataba de una cereza de verdad, semejante a las de la vieja Tierra. Tal vez podría vivir en aquel mundo… Tenía sed y un poco de hambre. Aquélla era una buena señal para un nuevo vivo. Una vez ahíto de cerezas, reanudó la fuga.
Ahora los árboles eran menos tupidos. El fresco viento soplaba en torbellinos, transportando efluvios imposibles de identificar. La noche le habría parecido sin duda fría a un sufridor. Cansado, aminoró la marcha, tratando de orientarse. El anillo —que la gente de la mayor parte de los mundos denominaba «camino de día», «camino de noche»— bajaba en el horizonte, pero ofrecía aún un magnífico punto de referencia. Justo enfrente, se elevaba una luna blanca. Mark caminaba por terreno despejado y a su alrededor se balanceaban cuatro sombras imprecisas y desiguales. A lo lejos divisaba los picos de una cadena de montañas muy altas, que los reflejos del camino teñían de púrpura y malva.
Un animal desconocido surgió a sus pies y se fue saltando entre los troncos. Era una mezcla de canguro enano y ciervo, con un pelaje muy claro, casi blanco. La hierba era un hervidero de animalillos invisibles. Unos mamíferos voladores pasaban a toda velocidad por encima de los árboles. De vez en cuando sonaba, detrás de Mark, el grito de una rapaz nocturna, como si el ave se divirtiera siguiendo al recién llegado. Una vida animal diversa y ardiente poblaba la noche.
Mark se miró de modo maquinal la muñeca. No llevaba reloj. Se acordaba, no obstante, del que le había regalado Laura para su cumpleaños. ¿Qué edad tenía ya? ¿Treinta mil años? Ese reloj era una auténtica joya, en cualquier caso. ¿Lo habría perdido en la cabaña o más tarde, cerca del cuerpo de Grace? ¿O bien no lo había tenido nunca realmente? ¿Porque no hubiera efectuado el viaje con el macrolicto, por una razón u otra, o porque los creadores del María 3 lo hubieran olvidado? De todos modos, no era algo importante. Ese objeto tendría poco valor en un mundo para el que no había sido concebido.
Un bosquecillo de frenoaks había sucedido a los cerezos silvestres. Un ave nocturna lanzó su carcajada desde una alta rama. Mark respiró tan hondo que se le saltaron las lagrimas. Se sentía vivo en un mundo vivo. Un mundo que Grace no conocería nunca.
Ante él se abría un valle. Después de franquear un minúsculo arroyo, volvió sobre sus pasos para tomar unos cuantos tragos de agua que recogió con el cuenco de las manos. Aquellas manos tan rojas… A su derecha espejeaba una superficie, en la dirección del camino de la noche. ¿Sería el mar? Más bien un lago. ¿Adónde convenía ir? Hasta entonces sólo había pensado en alejarse del macrolicto. Ahora debía dejarse guiar por el instinto. Torció a la izquierda, hacia los frenoaks y la luna blanca.
Una vez atravesado el bosquecillo, se halló en un terreno despejado: una vasta pradera, de hierba rasa, salpicada de arbustos enanos pero tupidos. Una mancha clara, al pie de un solitario frenoak, le llamó de improviso la atención. ¿Un animal dormido? ¿Un objeto abandonado? Parecía una especie de bolsa que el viento levantaba de manera intermitente. Una prenda de ropa tal vez… Se acercó. Iluminó el objeto con el engaste de la linterna. Temiendo que aquella luz delatara su presencia, se apresuró a apagarla.
Había tenido la impresión de que la cosa se había aplastado bajo el haz luminoso. ¿Sería algo ilusorio? ¿Era peligroso? Mark debía aprender a conocer el mundo en el que había naufragado. Por encima del bosque apareció un resplandor blanco. Emanaba de un trompo que se deslizaba en el cielo, en paralelo a la pista del fugitivo. En el lugar donde Mark se había desviado, se detuvo.
Se lanzó al suelo, a dos o tres metros del misterioso objeto blanquecino. La hierba era demasiado corta para ocultarlo, pero la sombra del frenoak lo cubría… Estuvo a punto de renunciar, de levantarse para entregarse a quienes buscaban tal vez a los supervivientes del macrolicto. Luego resolvió fiarse del instinto que lo guiaba, un instinto que le dictaba esconderse y huir.
No se movió. Ya no veía el trompo seguidor. Un ligero roce lo impulsó a volver la cabeza. Sintiendo el cosquilleo de la hierba en la cara, se contuvo para no estornudar. La bolsa blanca se había deslizado cerca de él, empujada por el viento quizá. La tocó con prudencia. Al instante, la cosa saltó y lo recubrió.
«¡Una trampa!», pensó. Había caído en ella. Se debatió en vano. La bolsa se cerraba sobre él, lo envolvía, se soldaba de manera hermética para formar una especie de capullo, un huevo flexible, muy alargado… ¡en el interior del cual él cumplía el papel de pollito! Sintió que lo elevaban y trasladaban en el aire. Buscó con la mirada el trompo seguidor, suponiendo que la bolsa era en realidad un gancho lanzado por un aparato volador. La transparencia de la pared del capullo le permitía distinguir el cielo, las lunas, el camino y el bosque. El trompo, sin embargo, había desaparecido.
Se inclinó hacia delante, extendió los brazos de modo reflejo y se halló en la posición de un nadador celeste. La bolsa-trampa funcionaba siguiendo el principio de un traje de vuelo, pero su pasajero era un preso. De su memoria brotó una palabra que significaba antorcha. Alguien le ofrecía un viaje en una antorcha-collar… Su postura le resultaba cada vez más incómoda. El collar lo arrastraba. Poco a poco se acostumbró y consiguió enderezar el busto para encontrar un mejor equilibrio. Ahora tenía la impresión de caminar sobre el agua, en el agua… Algunos marianos de su planeta podían realizar esa clase de ejercicio, ¡pero no en el cielo!
Seguía sin poder orientar la antorcha según su voluntad. No desistía de llegar a lograrlo o de liberarse de una manera u otra. Aquel nuevo Mark Jervann no se desanimaba con mayor facilidad que el antiguo, el soldado de la Rueda, muerto treinta mil años atrás. «¡Pero no voy a ser nunca más un soldado de la Rueda!», pensó. En ese momento, por primera vez desde la resurrección, algo se movió en su cabeza. Ésa fue exactamente la impresión que tuvo. En él se manifestó una presencia que no era él. Le transmitió un impulso, cargado del deseo de combatir. Durante una fracción de segundo tuvo unas ganas locas de apretar un fusil en las manos… Después la presencia se borró. Le había quedado, con todo, la conciencia de que no estaba solo.
Lucharía si era preciso. No tenía nada que perder, puesto que ya lo había perdido todo.
La bolsa se pegaba a su cuerpo, y cuanto más se resistía, mayor era su presión. Aquél no era el método indicado. Le pareció que se adentraba en una ola. Advirtiendo que bajaba en picado hacia el suelo, se quedó sin aliento un instante. El vuelo de la antorcha se había efectuado a una altura mucho más elevada de lo que había imaginado. Ahora descendía a toda velocidad en dirección a una mancha de luz, en la que aparecieron edificios y árboles. Un pueblo situado en medio de un bosque.
Mark distinguió unas casas altas, con techos puntiagudos, torres y agujas: un conjunto barroco que recordaba un poco la Europa central de treinta mil años atrás. El vértigo de la bajada barrió las demás sensaciones. Unos pinos reales rodeaban los edificios del pueblo, construido en un vasto claro. Entre los árboles y las viviendas aparecieron unas siluetas humanas. Mark advirtió que la antorcha había frenado el descenso. Gracias a ello, flotaba mansamente en el viento mientras el suelo aumentaba de tamaño con cautelosa lentitud.
Había vuelto a adoptar una postura casi horizontal. El vértigo cesó. Era una ilusión de sufridor, porque él no tenía ningún motivo para experimentarlo. Se dispuso a liberarse en cuanto aterrizara, excitado por la perspectiva del combate. Consiguió ponerse de rodillas en la bolsa, que enseguida se readaptó a él arrugándose. Iba a caer en una plaza o en un patio, encajado entre altos edificios, con forma de garrafa. En el nivel de los techos, un poco más abajo de las agujas, se vio como repelido hacia arriba. Se mantuvo allí un par de segundos, encogido, viendo cómo varias personas lo observaban, con la cabeza levantada. Había tres caballos atados delante de la escalinata de una vasta residencia de piedra blanca.
El descenso volvió a reanudarse y la antorcha se posó en los lisos adoquines de la plazuela. Mark se enderezó con esfuerzo. La bolsa se le pegaba al cuerpo y no podía mover los brazos. Los hombres que lo esperaban se precipitaron, como si quisieran prenderlo. Tenían un aspecto parpadeante que recordaba las siluetas intermitentes utilizadas para los entrenamientos de tiro.
Tres hombres armados, tan pronto de un gris metálico, como luminosos y desdibujados. Entre las dos fases, se esfumaban por completo durante dos o tres segundos… Mark se acordó de que, en algunos mundos de la Esfera, las fuerzas de policía utilizaban ese sistema para protegerse.
¿Creerían los agentes de seguridad de ese planeta que habían capturado en su bolsa-trampa a un espía enemigo o un peligroso invasor? ¿Habría llegado a un mundo en guerra? Los policías llevaban en la cabeza una deslumbrante corona que proyectaba una mancha violeta al apagarse y servía de complemento a su camuflaje. Mark pensó —sin comprender bien el motivo de aquella curiosa asociación de ideas— en el tirador de élite de la Rueda. ¿El hombre del fusil habría tenido una posibilidad con unos objetivos tan huidizos? «Tal vez… ¡tal vez!», dijo una voz en su interior.
¿Cuál era el misterioso compañero que le había otorgado la resurrección?
En todo caso, Mark no poseía ninguna arma y no tenía ningunas ganas de tirar contra aquellos hombres que lo amenazaban Sólo le quedaba esperar una ocasión para huir.