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Mark Jervann d’Angun vivió por primera vez en el siglo XXII de la era terrestrecristiana, es decir, hace poco más de treinta mil años. En dicha época, había dado ya comienzo la construcción de la Esfera, puesto que existían las «islas de la luna» o «ciudades del espacio»: Lagrangia I, II, III y IV. La idea de la Esfera de Dyson era conocida desde el siglo XX. Pues antes de Govan había habido Dyson…
Mark era ciudadano de la Rueda: Republic of United Europe. Era por lo tanto europeo. El Orbe designaba por entonces otra gran potencia económica de la Tierra: la Alianza u Órbita del Pacífico, en particular los Estados Unidos de América del Norte, la Unión de América del Sur, Japón, China, Indonesia… En teoría, el Orbe era diez veces más importante que la Rueda. Se trataba, sin embargo, de una alianza bastante laxa, roída por las rivalidades y las disensiones internas. Pese a su dilatada amistad previa, el Orbe y la Rueda se enfrentaron a finales del siglo XXII y emplearon la «bomba de estructura». A consecuencia de ello, ambos sufrieron un gran debilitamiento y misteriosas transformaciones. Era uno de los efectos de la bomba.
Luego se convirtieron en potencias espaciales y transfirieron su rivalidad entre Tierra y Luna. Se aliaron de manera definitiva y perdieron poco a poco su vinculación con las naciones terrestres que los habían creado. Conservaron los nombres que tenían entre la Tierra, aunque con un sentido nuevo, cada vez más alejado del original,
Desde el nacimiento de la era govaniana, la Rueda fue la sociedad de los Ingenieros que habían construido la Esfera y que garantizaban su funcionamiento. Y sobre ese fabuloso imperio se extendió el reino de los Soberanos Señores del Orbe y de los Mapas.
Extraído de los Archivos de Faüde:
Antes de la Expansión
Mark Jervann dio un rodeo por el barrio de ocio, con la esperanza secreta de ver a las nuevas chicas. Éstas no se encontraban allí, sin embargo. Estaban en la cama con alguien. Entonces tomó el ascensor Moonsea II y se detuvo en la explanada Ediston, desde la que se divisaba el lago interior Indimara, situado a unos doscientos pies de profundidad. Se apoyó en la barandilla. Una corriente de aire casi fresca soplaba sobre la pasarela. Los lumiduques difundían una claridad invernal crepuscular y en la superficie del agua verde discurrían unas laminillas grises.
Mark se llenó los pulmones y se inclinó para observar el lago. Vasto y vacío… Ningún pez podía vivir en las aguas de Indimara, a causa de su exceso de pureza. Indimara era una «piscina», una base para las armas secretas de la Rueda. Tal vez la bomba de estructura se encontrara en el fondo… Mark se dispuso a reproducir el célebre gesto del rey Polícrates de Samos, que arrojó a modo de sacrificio al mar su más preciado anillo. «El anillo, todavía no lo tengo —pensó, con una sonrisa—. Además, es puramente simbólico». Acababa de enterarse de su promoción a un nuevo grado. A partir de ese momento era un oficial de rango superior de la Rueda, pero no poseía las insignias de su nueva posición. Al plantearse qué objeto podía sacrificar, se dio cuenta de que no tenía nada. Nada propio… Nada que mereciera ser ofrecido a los dioses. Lanzar una cosa sin valor habría constituido una ofensa a su elevada mansedumbre. No podía permitirse irritar al destino.
«De todos modos —se dijo—, el sacrificio no tiene por qué ser material…».
Con las dos manos abiertas, dejó caer en las aguas del lago Indimara el recuerdo de Aslana y de su amor perdido. Luego se alejó a grandes zancadas hacia el ascensor.
Un cuarto de hora después, se hallaba en su puesto. Durante veinticuatro horas iba a ser el amo de la base. En esas veinticuatro horas, no obstante, encontraría sin problema varias decenas de minutos para interesarse por las nuevas chicas. Además, iba a pasar unos agradables ratos charlando con el ordenador Fusar I1. Al poco rato, un ordenanza humano le llevó el anillo azul y rosa de la Rueda, que se prendió de inmediato al hombro. «Todo va bien», se dijo. En realidad, no estaba muy seguro de ello. Sabía que había asumido un terrible riesgo. Era mejor no jugar con ciertos símbolos, no divertirse despertando sin necesidad las potencias inmemoriales que duermen en los viejos mitos.
—¿Todo va bien, general Jervann d’Angun? —preguntó Fusar I1.
—Perfectamente, Fu —respondió el general Jervann d’Angun—. ¿Quieres dar una vuelta de horizonte conmigo?
—De acuerdo —aceptó Fu—, ¡así nos distraeremos un poco!
Situación general base Ecu de Sobieski:
Posición del submarino lanzamisiles Aera V.
Interceptación a cargo del subteniente Hassi de un comando ciber del Orbe, en la zona Welles B 6.
Inspección completa de los barrios Moonsea I y II a cargo del ingeniero general adjunto Direl.
Cinco operaciones codificadas por concluir:
Dominio, comandante Azzgan;
Eterna, mayor Walik;
Helioc, comandante Dufresne;
Cefeida, comandante Namsos;
Rugba, mayor Bayerlein…
Lo de siempre, en resumidas cuentas.
Y así mientras dure la guerra. «Aunque yo no tengo prisa de que se termine —reconoció para sí Mark—. Francamente, no tengo ninguna prisa…».
Las doce pantallas de la central de comunicación, las seis pantallas de control técnico y las dos reservadas a Fusar, erigían ante él una brillante muralla curvada, que despedía un sinfín de luces multicolores: cien grados aproximadamente para una altura de unos dos metros. Situado cerca de la esfera de cálculo, el puesto se hallaba en el mismo centro de la base. Mark experimentaba una embriagadora impresión de seguridad y de potencia. Nada podía alcanzarlo desde el exterior. A menos que el enemigo enloqueciera y utilizase la bomba de estructura, lo cual quedaba descartado… Se sentía, en cambio, mas vulnerable en relación al interior. Al interior de la base y al interior de sí mismo… Él era ahora totalmente responsable de lo que pudiera ocurrir,
En ese instante —alrededor de cuarenta minutos después de haber asumido su puesto—, el rostro de Aslana cruzó la pantalla número cuatro. Con el cabello suelto, de medio perfil conmovedor, mirada muy azul, una sonrisa de reproche en los labios entreabiertos… «Perdóname por haberte dejado: ¡Es por la guerra!». No, no lo había soñado. No soñaba. Hizo ademán de volver a pasar la película. No, el 4 estaba en posición de no-impresión. ¡Aslana!
Mark se llevó la mano a la frente. Aquella imagen de Aslana era más o menos —era exactamente— la misma que había simulado proyectar en el lago Indimara a modo de ofrenda. Su retorno significaba sin margen de duda que los dioses habían rehusado el sacrificio. Los dioses de la antigua Grecia habían rehusado también el anillo de Polícrates, que habían devuelto al rey unos pescadores tras haberlo encontrado en el vientre de un pez. Polícrates, el rey bienaventurado, había muerto poco después… Mark indagó en sus recuerdos: crucificado por los invasores bárbaros.
El general Jervann d’Angun se levantó y dio unos pasos en el PC, tratando de calmarse. No iba a pasar nada grave: le costaba reconocer que tenía miedo. El destino… «El destino se está resquebrajando, lo siento. Aslana, perdóname…». Regresó a su puesto y posó una mirada extraviada sobre las pantallas situadas frente a él. «¿De qué tienes miedo, tonto? ¿De los dioses o de los hombres? ¿O de ti mismo?».
Entonces se dio cuenta de que las pantallas estaban vacías. Todas. Vacías y grises. «¿Ha ocurrido algo?». Mark cruzó los brazos. Aguardó, aguzando el oído. Un gruñido sordo, profundo, invadió la base. «¿Viene de la Tierra o está en mi cabeza?». Parecía como si el universo entero se desmoronara. «¡Ah, los muy canallas, se han atrevido! ¡Esos perros rabiosos del Orbe han utilizado las armas de estructura! La famosa bomba de la que disponemos nosotros también…». Reflexionó un instante, sonrió. Los perros rabiosos de la Rueda no desmerecían en nada a los del Orbe.
Las paredes de la sala se pusieron negras. Ahora en las pantallas aparecían signos y trazos móviles. Mark no sabía qué significaban. Todo giraba de manera vertiginosa en torno a él. Lo único que veía era los misteriosos signos rojos sobre fondo de terciopelo negro. Se produjo un relámpago blanco, cegador, seguido de un lento y prolongado choque. Mark sintió que se sumía en una oscuridad densa y viscosa.
El tiempo se detuvo. Aunque no, el tiempo no se detiene jamas, Sin embargo, alguien había dicho, en otro tiempo: «En lo más hondo del hombre, existe un núcleo ajeno al tiempo». Durante un tiempo indeterminado, Mark permaneció ajeno al tiempo. Se sabía herido en sus estructuras profundas. La realidad misma estaba herida. Aguardó.
Poco a poco, la noche se iluminó. Vio un cilindro de luz blanca que se elevaba en el cielo, muy alto, muy distante, hasta un disco pardo, de la dimensión del sol. La luz parecía emanar de ese sol oscuro, en forma de rayo cilíndrico. Mark pensó que acababa de pasar al otro lado de la cortina y que veía quizá las cosas del revés. «¿Pero acaso tienen un lado derecho las cosas?».
Se encontró tumbado de espaldas en el polvo de una ciudad devastada, en la superficie. O lo que, a partir de entonces, cumplía las veces de superficie en el planeta muerto… Habían dicho que la bomba de estructura modificaba las leyes fundamentales del universo. Mark supo que había sido proyectado a una realidad diferente, inmaterial o simplemente distinta. Al ponerse de rodillas, advirtió en torno a sí unas ruinas muy antiguas, con manchas de moho sobre las piedras desmenuzadas, el hormigón triturado, el metal corroído. A continuación distinguió otra ciudad sobreimpresa, las siluetas vitrificadas, transparentes, indefinidas y móviles de unas gigantescas torres… ¿Acaso el arma de estructura había hecho estallar el tiempo?
Mark se levantó. Delante de él había un hombre, armado con un fusil-máser. Pese a que estaba cubierto de polvo de pies a cabeza, aún se reconocía su uniforme naranja y negro, el de los tiradores de élite de la Rueda.
«¿Qué utilidad puede tener un tirador de élite en la guerra que llevábamos a cabo?». Mark recordó entonces que los hombres de uniforme naranja y negro eran mucho más que excelentes tiradores, ya fuera con fusil, pistola o cualquier arma pasada o presente. Eran máquinas de matar perfectas, guerreros absolutos. Cyborgs, sin duda. Seres semihumanos… ¿Pero qué parte de humanidad quedaba en ellos?
En cualquier caso, era un agente al servicio de la Rueda. Mark efectuó un gesto amistoso, entre saludo y llamada, antes de dirigirse a él. El hombre lo miró y, aunque no respondió a su gesto, caminó despacio a su encuentro… Una nube de polvo amarillento se levantó entre ambos, a la vez que se expandía en el aire un olor a cadáver.
—¡Camarada! —gritó Mark.
El otro se echó a reír y se encaró el fusil. Mark veía tan sólo su boca rojísima, en medio de una barba muy negra, y los ojos brillantes, algo demenciales. Se llevó la mano a la cintura y cogió la culata del masercolt.
No había sol. El cielo estaba opaco, sin luminosidad. Era como si la atmósfera estuviera embadurnada con un fino polvo grasiento. No se oía casi ningún ruido.
—¡En nombre de la Rueda! —gritó Mark.
—¡Muere! —chilló el hombre.
Y disparó. La bala alcanzó a Mark en plena cara, como una bofetada de una extrema violencia. El general Jervann d’Angun sintió que le estallaban los huesos, pero tuvo tiempo de replicar. El dolor viajó como una hoguera a lo largo de los nervios, y el arma se deslizó de las manos. Vio cómo el individuo del fusil caía a su vez. Le pareció que el cuerpo se le licuaba, como si le aplastaran cada célula del cerebro. Ah, la muerte, era preferible que viniera enseguida la muerte, en lugar de sufrir aquella tortura indecible. De rodillas, vio que su adversario se arrastraba hacia él, hasta alcanzarlo.
Después murieron los dos. Juntos…