Día de suerte
(Lucky Day, 1986).
Clarence iba tomando nota de cada detalle para contárselo a Brenda y sus hermanas. La forma en que Kay Crandell había intentado atraer el disparo de Donny Rubel, la forma en que Donny había corrido hacia ella, gritándole. La forma en que aquella joven pareja se estaba abrazando, llorando ahora el uno en brazos del otro. Echó un vistazo alrededor para poder después describir la cabaña. Las mujeres querrían conocer cada uno de los detalles. Su mirada dio con algo en el porche y se apresuró a reclamarlo. Aunque fuese un héroe, sería muy propio de Brenda recordarle que había olvidado llevarse el tostador a casa.
Era un frío miércoles de noviembre. Nora caminaba de prisa, agradeciendo que el Metro estuviese sólo a dos manzanas. Ella y Jack habían tenido la suerte de encontrar un apartamento en la Claridge House cuando se inauguró, hacía seis años. Por la forma en que los precios se habían puesto por las nubes para los nuevos inquilinos, nunca hubieran podido permitirse uno en aquel edificio ahora. Y su situación entre la Ochenta y siete y la Tercera lo hacía accesible a metros y autobuses. También a los taxis, pero los taxis no estaban incluidos en su presupuesto.
Hubiera deseado llevar encima algo más grueso que la chaqueta que había conseguido en la fiesta final de la última película en la que había trabajado. Pero, con el nombre de la película marcado en el bolsillo del pecho, era un recuerdo visible del hecho de que realmente tenía una sólida experiencia como actriz.
Se detuvo en la esquina. El semáforo estaba verde, pero los coches giraban e intentar cruzar era jugarse la vida. A la semana siguiente, sería el Día de Acción de Gracias. Entre el Día de Acción de Gracias y Navidad, Manhattan sería un gran aparcamiento. Intentó no pensar en que ahora Jack no tendría las pagas de Navidad de Merrill Lynch. Durante el desayuno había confesado que había entrado en la reducción de personal de Merrill Lynch, pero aquel día empezaba un nuevo trabajo. Otro trabajo nuevo.
Cruzó corriendo la calle mientras el semáforo se ponía rojo librándose por poco del taxi que embestía por el otro lado del cruce. El conductor le gritó por detrás:
—No conservarás tu buen aspecto si te manchas, chata.
Nora se dio la vuelta. Estaba haciéndole un gesto insultante con el dedo. En una acción refleja, se lo devolvió, y luego, se avergonzó de sí misma. Bajó rápidamente la manzana ignorando escaparates y bordeando a la mendiga que se arrellanaba ante uno de ellos.
Iba a entrar en las escaleras del Metro cuando oyó que pronunciaban su nombre.
—¡Eh!, Nora, ¿no saludas?
Desde detrás del quiosco, Bill Regan le alargó un ejemplar doblado del Times arrugando su correosa cara en una sonrisa que descubría demasiado unos brillantes dientes falsos.
—Estás soñando despierta —acusó.
—Supongo que sí.
Ella y Bill se habían conocido por su diario encuentro matinal. Bill era un mozo de reparto retirado que llenaba sus días ayudando al quiosquero ciego en las horas punta de la mañana y, después, trabajando como mensajero.
—Me mantiene ocupado —había explicado a Nora—. Desde que May murió, estar en casa es demasiado solitario. Esto me da algo que hacer. Me encuentro con mucha gente agradable y me da ocasión de charlar. May siempre decía que yo era un gran charlatán.
Había cometido el error de invitar impulsivamente a Bill a subir a tomar una copa cuatro meses antes, en el aniversario de la muerte de May. Ahora, él había tomado por costumbre visitarla cada semana o cada quince días con cualquier excusa. Jack estaba harto. Una vez en el apartamento, Bill permanecía sin moverse durante al menos dos horas hasta que ella finalmente conseguía que se marchase o bien le invitaba a cenar.
—Tengo un presentimiento, Nora —dijo Bill—. El presentimiento de que es mi día de suerte. Esta tarde sale el gordo.
La lotería estatal ascendía a trece millones de dólares. No había habido ningún billete premiado en seis semanas.
—Olvidé comprar un billete —dijo Nora—. Pero no me siento afortunada. —Buscó unas monedas en su bolsillo—. Será mejor que me dé prisa. Tengo una audición.
—Suerte. —Bill estaba evidentemente orgulloso de su jerga del mundo del espectáculo—. Te lo vengo diciendo. Eres el vivo retrato de Rita Hayworth cuando hizo Gilda. Vas a ser una estrella.
Por un momento, sus ojos se cruzaron. Nora se sintió extrañamente helada. La expresión habitualmente apenada había desaparecido de los ojos azul pálido de Bill. Mechones de un pelo blanco amarillento caían por su frente. Su sonrisa parecía haberse helado.
—De una forma u otra, quizás ambos tengamos suerte —repuso—. Hasta luego, Bill.
En el teatro ya había noventa aspirantes delante de ella. Le dieron un número e intentó encontrar un sitio para sentarse. Un rostro familiar se le acercó. El año anterior, ella y Sam habían hecho unos pequeños papeles en una película de Bogdanovich.
—¿Para cuántos papeles están probando? —preguntó ella.
—Para dos. Uno para ti y uno para mí.
—Muy divertido.
Era la una cuando tuvo la oportunidad de leer. Resultaba imposible saber si lo había hecho bien. El productor y el autor estaban sentados con los rostros impasibles.
Fue a un mostrador a buscar un impreso y, luego, a una audición para una película industrial de J. C. Penney. No estaría mal conseguir eso; al menos significaría tres días de trabajo.
Había pensado pasarse todavía por otro sitio para dejar una fotografía, pero a las cuatro y media decidió olvidarlo y volver a casa. El inexorable sentimiento de inseguridad que la había acompañado durante todo el día se había convertido en una negra nube de aprensión. Fue andando hasta el Metro; llegó al andén justo cuando el tren salía y se acomodó, con cansada resignación, en un banco lleno de inscripciones.
Tuvo tiempo de hacer lo que no había querido hacer en todo el día: pensar. En Jack. En el hecho de que el apartamento iba a venderse y no podían comprarlo. En que Jack había cambiado de empleo otra vez. Incluso en Manhattan había muchas empresas de inversión. Nunca había oído hablar de aquella… como se llamara.
Había que arrostrarlo. Jack odiaba vender acciones. Se había dedicado a ello sólo para poder tener unos ingresos mientras ella intentaba triunfar como actriz, y escribía durante los fines de semana. Habían llegado a Nueva York con los diplomas escolares todavía húmedos, los anillos de boda aún nuevos, segurísimos de resplandecer en Manhattan. Y, ahora, seis años más tarde, la frustración de Jack se revelaba de mil maneras.
Un tren atestado entró pesadamente en la estación. Nora subió, abriéndose paso con dificultad hasta más allá de la puerta y cogiéndose a una anilla. Mientras se mantenía firme en el oscilante vagón, observó que debía haber comenzado a llover. Las personas junto a las que se hallaba tenían los abrigos húmedos y el fuerte y rancio olor de los zapatos mojados impregnaba el vagón del Metro.
*****
El apartamento era un agradable puerto al final del día. Su vista abarcaba el East River, el puente Triborough y la Gracie Mansion. Nora no podía ni imaginar que ninguno de los dos hubiese nacido en Manhattan. Ellos, sencillamente, eran neoyorquinos. Si al menos pudiese conseguir un papel continuado en una serie, podría mantener la economía familiar durante un tiempo y darle a Jack la oportunidad de escribir. Había estado a punto un par de veces. Sucedería.
No debería de haberle pinchado aquella mañana. Se había sentido tan avergonzado cuando admitió que había perdido el trabajo de Merrill Lynch… ¿Se había vuelto inconscientemente tan crítica que él ya no podía hablar con ella, o estaría él perdiendo tanto su confianza en sí mismo? Te quiero, Jack, pensó. Entró de prisa en la cocina y sacó de la nevera un trozo de queso de Cheddar y un racimo de uvas. Las tendría preparadas junto con la garrafa de vino para cuando llegase a casa. Preparar la bandeja, sacar las copas de vino, arreglar los cojines del sofá y bajar las luces de modo que tuviesen un brillo suave y subrayasen el panorama de la línea del horizonte alivió la sensación de preocupación de Nora. Fue al entrar en el dormitorio para ponerse una túnica cuando vio parpadear la luz del contestador automático.
Había un mensaje. Era de Bill Regan. Con una voz que era un jadeo excitado y chillón, le dijo:
—Nora, no salgas. Tengo que celebrarlo contigo. Acabaré sobre las siete. Nora, te lo dije. Lo sabía. Es mi día de suerte.
¡Oh, Dios mío! Justo lo que Jack necesitaba, que Bill Regan viniese aquella noche. Día de suerte. Tenía que ser la lotería. Probablemente habría vuelto a ganar algunos cientos de dólares. Ahora, se quedaría con seguridad toda la noche o insistiría en llevarles a una cafetería a cenar.
Cuando Jack iba a llegar tarde, siempre llamaba. Aquella tarde no lo hizo. A las seis, Nora comió un trozo de queso y a las seis y media se sirvió un vaso de vino. Si por lo menos Jack hubiese llegado pronto esta noche. Hubiesen tenido un poco de tiempo antes de que Bill apareciera.
A las siete y media, ninguno de los dos había llegado. No era propio de Bill llegar tarde. Hubiera llamado, con toda seguridad si hubiese cambiado de idea sobre lo de venir. La exasperación se mezcló con la preocupación. Tanto si venía como si no, la tarde estaba ya perdida. ¿Y, dónde estaba Jack?
Sobre las ocho, Nora no sabía qué hacer. No podía recordar el nombre de la nueva empresa de Jack. El servicio de mensajeros del edificio Fisk, en el que Bill trabajaba, en la Calle 57 Oeste, estaba cerrado. ¿Habría habido un accidente? Si, al menos, hubiese visto las noticias locales. Y Bill siempre atravesaba Central Park cuando iba a su casa. Decía que le iba bien el ejercicio. Hasta cuando llovía lo hacía. Treinta manzanas a través del parque. En una noche como aquella no debía haber gente haciendo jogging. ¿Le habría sucedido algo?
Jack llegó a las ocho y media. Su cara delgada e intensa estaba mortalmente pálida y sus pupilas, dilatadas. Cuando corrió hacia él, la abrazó y empezó a mecerla suavemente.
—Nora, Nora.
—Jack, ¿qué ha pasado? ¡Estaba tan preocupada! Tú y Bill, los dos tan tarde.
Él se apartó.
—No me digas que estás esperando a Bill Regan.
—Sí, ha telefoneado. Se suponía que estaría aquí sobre las siete. Jack, ¿qué te pasa? Siento lo de esta mañana. No quería molestarte. Jack, no me importa que hayas cambiado de trabajo. Sólo estoy preocupada por ti… Quizá pudiera dejar de actuar durante un tiempo y conseguir un trabajo con unos ingresos regulares. Te daré tu oportunidad. Jack, te quiero.
Oyó un sonido ahogado y luego sintió que sus hombros empezaban a moverse convulsivamente. Jack estaba llorando. Nora le hizo bajar la cabeza y la acunó contra su rostro.
—Lo siento. No sabía que era tan duro para ti.
Él no respondió, sólo la sostuvo contra él. Nora y Jack. Se habían conocido hacía diez años, en su primer día en Brown. A ella le atrajo la tranquila intensidad que percibía en él, su rostro delgado e inteligente, la rápida sonrisa que hacía desvanecer su expresión normalmente seria. Chico encuentra chica. Ninguno de ellos había prestado atención a nadie más después de aquel primer encuentro.
Entonces, le hizo quitarse rápidamente su «Burberry» de imitación.
—Jack, ¡estás empapado!
—Supongo que sí. ¡Oh, Dios!, cariño, quiero hablar contigo, pero esperaré. Dices que Bill va a venir —empezó a reír y, luego, de nuevo le subieron lágrimas a los ojos.
Como un niño obediente, siguió su orden de tomar una ducha caliente. Algo había sucedido, pero no podrían hablar hasta que Bill Regan hubiese acudido y se hubiese marchado.
¿Y Bill Regan? Vivía en Queens. Les había enseñado unas fotografías de la ruinosa casita. Quizá su número de teléfono estuviera en la guía. Parecía imposible que se hubiera olvidado de ir, pero tenía setenta y cinco años.
Había una docena de William Regan en la guía de Queens. Sin esperanzas, Nora se devanaba los sesos para intentar recordar una dirección. Colgó y buscó su lista de tarjetas de Navidad. El año anterior había pedido a Bill su dirección para poder enviarle una postal. Armada con la información apropiada, marcó de nuevo el número de la operadora y consiguió el número. Pero no hubo respuesta en el teléfono de Bill.
Oyó un agudo ruido metálico en el interior del dormitorio. ¿Qué demonios estaba haciendo Jack? La pregunta atravesó su mente y se desvaneció mientras volvía a marcar el número de Bill. Sencillamente, no estaba en casa.
Jack salió en pijama y con la bata de baño. Parecía más calmado, aunque su intensidad hacía trepidar el aire como si tuviese electricidad estática. Bebió un vaso de vino de un trago y atacó vorazmente la bandeja de queso.
—Debes estar muerto de hambre. Me queda un poco de salsa de spaguetti de la otra noche.
Pidiendo disculpas, Nora se dirigió hacia la cocina.
Jack la siguió.
—No soy un inútil.
Empezó a hacer una ensalada mientras ella ponía a hervir el agua para la pasta. Un instante después, oyó un fuerte resoplido. Se giró en redondo. Jack se había hecho un corte profundo en el dedo y sangraba a borbotones. Le temblaban las dos manos. Intentó disipar su preocupación.
—¡Qué cosa más tonta! Se me ha resbalado el cuchillo. Nora, no es nada. Ponme una tirita o algo.
Ella no pudo persuadirle de que el corte era profundo, de que podía precisar puntos.
—Te digo que no es nada —repetía.
—Jack, algo va mal. Dímelo, por favor. Si has perdido tu maldito trabajo nuevo, olvídalo. Nos las arreglaremos.
Él empezó a reír, con una risa triste que procedía de algún lugar profundo de su pecho, una risa que parecía burlarse de ella y excluirla.
—¡Oh!, cariño, lo siento —consiguió decir, por fin—. ¡Dios mío! qué tarde más loca. Vamos, ponme un par de tiritas y comamos. Hablaremos más tarde. Ahora estamos los dos demasiado nerviosos.
—Pondré tres cubiertos por si Bill aparece.
—¿Y por qué no cuatro? Quizás haya encontrado a una rubia.
—¡Jack!
—¡Demonios! Comamos algo y acabemos con ello.
Comieron en silencio, y el lugar vacío a la derecha de Nora era un silencioso recordatorio del hecho evidente de que Bill debía haber llegado hacía rato. Bajo la temblorosa luz de las velas, la venda del dedo de Jack empezó a adquirir un tono rojo brillante que pronto se convirtió en una mancha marrón oscura.
La salsa boloñesa era la especialidad de Nora, pero su garganta era incapaz de abrirse. Su color resultaba tan parecido a la sangre del dedo de Jack. La sensación de aprensión hacía que la tensión convirtiese los músculos de sus hombros en nudos. Finalmente, echó hacia atrás su silla.
—Tengo que llamar a la Policía y preguntar si se ha informado de algún accidente ocurrido a alguien que responda a la descripción de Bill.
—Nora, Bill hace repartos por todo Manhattan. ¡Por Dios santo!, ¿por qué barrio vas a empezar?
—Con cualquiera que lleve Central Park. Si hubiese tenido algún accidente o se hubiese puesto enfermo mientras trabajaba, alguien le habría llevado al hospital. Pero ya sabes lo absurdo que es con lo de atravesar el parque caminando.
Llamó al distrito local.
—El parque tiene su propio distrito: el vigésimo segundo. Le doy el número.
El sargento de la Comisaría que la atendió era sinceramente tranquilizador.
—No, señora, no nos han informado de ningún problema en el parque. Incluso los asaltantes intentan no mojarse esta noche. —Se rió de su propia ocurrencia—. Por supuesto, estaré encantado de tomar su nombre y descripción y su número de teléfono. Pero no se preocupe. Probablemente, sólo se habrá retrasado.
—Si hubiese ido al hospital porque no se sentía bien, ¿lo sabrían ustedes?
—Debe usted estar de broma. Los únicos pacientes de urgencia que comprobamos son los que llegan con heridas de bala o de cuchillo, o los que llevamos nosotros mismos. No se puede enviar a un policía cada vez que alguien tiene dolor de estómago. ¿De acuerdo?
—Entonces, ¿cree usted que debería llamar yo misma a urgencias?
—No hará ningún daño.
Rápidamente, Nora contó a Jack lo que le había dicho el policía y se dio cuenta de que parecía algo más calmado.
—Yo buscaré los números y tú marcas —propuso.
Empezaron con los principales hospitales de Manhattan. Un hombre cuya descripción parecía coincidir con la de Bill había sido llevado al Roosevelt sin documentos de identificación. Le había atropellado un coche sobre las seis y media en la Calle 57, cerca de la Octava avenida. Si era Bill Regan, ¿podría ir Nora a identificarlo? Estaba en coma y necesitaban ponerse en contacto con familiares suyos para pedir permiso para operarlo.
Estaba segura de que era Bill.
—Tiene una sobrina en alguna parte de Maryland —dijo—. Si es Bill, puedo ir a su casa y buscar su nombre.
Ella no quería que Jack fuese, pero él insistió. Se vistieron en un silencio sombrío, mientras el vendaje, todavía húmedo de sangre, del dedo de Jack iba trazando líneas en su ropa interior, en el suéter y en los téjanos. Al ponerse las «Adidas», él señaló la cama:
—No puedo decirte las ganas que tenía de estar en la cama contigo esta noche.
—¿En pasado?
La respuesta fue automática. El rostro de Bill apareció en su mente. Aquel querido viejo, con la soledad como componente básico de su expresión, con su necesidad de charlar, charlar y charlar, intentando mantener a alguien con él, hacer que alguien le escuchara…
Y Nora, me dije, no puedes quedarte mucho más tiempo en Queens. La casa no es buena sin May. Hay que reparar el tejado y da mucho trabajo. Un poco de suerte y estaré en Florida, con los demás jubilados. Incluso, quizás algún lugar de retiro como Cocoon, donde puedes llegar a hacer muchos nuevos amigos.
Cogieron un taxi hasta el hospital Roosevelt. La víctima del accidente estaba en una zona con cortinas de la sala de urgencias, llevaba tubos en la nariz, la pierna en una tablilla y un suero goteaba líquido en su brazo. Su respiración era violenta y esporádica. Nora buscó la mano de Jack mientras miraba. Los ojos del hombre estaban cerrados y una venda cubría la mitad de su cara. Pero los delgados mechones de pelo gris eran demasiado escasos. Bill tenía una espesa mata de pelo. Debería haber recordado decírselo.
—No es el señor Regan —informó Jack al doctor.
Mientras se apartaban, Nora sugirió a Jack quedarse para que le examinaran el dedo.
—Salgamos de aquí —respondió él.
Se dieron prisa, deseando ambos apartarse del olor a medicina y desinfectante, de la visión de una camilla que entraba.
—Una motocicleta —decía un celador—. El crío tonto pasó muy cerrado por delante de un autobús.
Parecía enfadado y frustrado, como si le venciera el peso de la miseria humana autoimpuesta.
El teléfono estaba sonando cuando llegaron a casa. Nora corrió para cogerlo.
Era el sargento de Policía que había estado tan jocoso cuando había hablado con él anteriormente.
—Señora Barton, temo que su presentimiento era cierto. Hemos encontrado un cuerpo sin vida en Central Park, cerca de la Calle 74. Los documentos de la cartera le identifican como William Regan. Quisiéramos pedirle que efectuara una identificación definitiva.
—Su pelo… ¿Es espeso…? ¿De un blanco amarillento pero abundante, realmente abundante para un anciano? ¿Sabe? Es que no era el otro hombre. Un error. Quizás éste también lo sea.
Pero ella sabía que no era un error. Ella había sabido aquella mañana que algo iba a sucederle a Bill. En el momento en que le había dicho adiós, lo había sabido. Sintió que Jack le cogía el teléfono. Paralizada, escuchó cómo él decía que sí, que ahora mismo iría al depósito de cadáveres para identificarlo.
—No quisiera que mi mujer tuviera que pasar… De acuerdo, lo comprendo —colgó el teléfono y se volvió hacia ella.
Como a través de un cristal hecho añicos, ella vio formarse alrededor de su boca un tinte grisáceo y un pequeño músculo saltarle en la mejilla. Él alargó la mano para calmarlo y, mientras ella le miraba, respingó de dolor. Por la venda salió un chorro rojo. Luego, Jack la rodeó con sus brazos.
—Cariño, estoy seguro de que es Bill. Quieren que vayamos ambos. Me gustaría poder ahorrártelo, pero quieren hablar contigo. Bill tenía la cabeza rota. No hay dinero en su cartera. Creen que fue un ladrón.
Sus brazos eran como vendas de acero aplastándola. Intentó apartarle.
—Me estás haciendo daño…
Él no parecía oírla.
—Nora, terminemos con esto. Intenta pensar que Bill ha tenido una larga vida. Mañana… cariño, mañana… Espera y verás. El mundo entero, todo, parecerá distinto…, será distinto.
Incluso a través de las olas de emoción que la embargaban, dándole una sensación de incredulidad y dolor, Nora fue consciente de lo distinta que era la voz de Jack, aguda, casi histérica.
—Jack, déjame ir. —Su propia voz fue un grito.
Él dejó caer los brazos y se quedó mirándola.
—Nora, lo siento. ¿Te estaba haciendo daño? No me daba cuenta… ¡Dios mío!, acabemos con esto.
Por tercera vez en menos de dos horas, llamaron un taxi. Esta vez tuvieron que esperar unos minutos largos y fríos. Doce mil taxis en Manhattan, y todos ocupados.
La lluvia estaba convirtiéndose en aguanieve. Trozos de granizo eludían la protección del paraguas e iban a dar contra el rostro de Nora. Ni siquiera su gabardina, forrada de la piel de borrego de la chaqueta que tenía en la Facultad, podía impedirle tiritar. La gabardina de Jack estaba demasiado mojada como para ponérsela y su abrigo estaba empapándose porque él se movía hacia atrás y hacia adelante inútilmente. Finalmente, un taxi con un letrero de fuera de servicio se detuvo delante de ellos. La ventana se abrió un poco.
—¿Hasta dónde van?
—A… Quiero decir entre la Treinta y uno y la Uno.
—De acuerdo. Suban.
El taxista era locuaz.
—Conducir es un asco. Yo me recojo temprano. Hace una buena noche para estar en casa en la cama.
Ahora, Bill debía estar en su propia casa, en aquella pequeña y gastada casita de madera que él y su May compraron juntos en 1931. Debía haber muerto en su propia cama, pensaba Nora. No se merecía yacer en medio del frío y la lluvia. ¿Cuánto tiempo habría estado allí? ¿Habría muerto instantáneamente? Al menos que así fuera, rogaba.
Era evidente que el hombre que se les acercaba cuando entraron en el edificio estaba esperándoles. Parecía rondar los cuarenta años, tenía el cabello color arena y los ojos pequeños y vivos. Se presentó como el detective Peter Carlson y les condujo a una pequeña oficina.
—Estoy completamente seguro de que van ustedes a confirmar la identificación cuando vean el cuerpo —dijo—. Si se ven con fuerza para ello, me gustaría hacer esa identificación inmediatamente. Si creen que verle va a trastornarles, quizá fuera mejor que hablásemos primero.
»Quiero estar seguro.
Ella sabía que estaba examinándoles. ¿Qué veía? Debían de parecer un par de mojados. ¿Estaría preguntándose por qué había llamado tan insistentemente para informar de una posible víctima, antes incluso de que fuese encontrado? Pero las denuncias de personas desaparecidas siempre eran así, ¿no? Posible víctima de juego sucio.
El pie de Jack golpeaba el suelo —con un ruido entrecortado continuo y molesto—, Jack, que siempre parecía tan tranquilo, que tenía que ser pinchado para admitir dolor o preocupación. El día había empezado con ella riñéndole. ¿Habría penetrado en algún caparazón protector que él necesitaba?
Como a la indicación de algún apuntador escondido, los tres se pusieron en pie.
—No llevará mucho tiempo.
Ella esperaba que les llevase a un sitio donde hubiera hileras de losas. Así lo hacían en las películas. Pero el detective Carlson les condujo por un pasillo hasta una vidriera con cortina. Incongruentemente, a Nora le recordó las vidrieras de las salas de neonatos de los hospitales, de la primera vez que vio al hijo de su hermano. Cuando retiraron la cortina, lo que vio no fue un recién nacido bramando vigorosamente, sino la inmóvil y exangüe cara de Bill Regan. Le habían tapado hasta el cuello con una sábana, le habían cerrado la boca con esparadrapo y un feo golpe cubría su frente, desgreñando el pelo, que, ahora, muerto, parecía fino y lacio.
—No hay duda —dijo Jack. Con sus manos sobre los hombros de ella, intentaba retirarla de la vidriera. Por un momento, parecía haberse quedado helada en el sitio, mirando fijamente la boca de Bill. Era como si le hubiesen quitado el esparadrapo, lo hubiese sustituido la sonrisa demasiado brillante y en sus oídos escuchara de nuevo la voz esperanzada y áspera.
—Tengo un presentimiento, Nora, el presentimiento de que es mi día de suerte.
Arriba, en la oficina, contó al detective Carlson aquella conversación, el hecho de que Bill tenía realmente suerte en la lotería. Varias veces, había ganado algunos cientos de dólares y siempre estaba seguro de que le tocaría el gordo.
—Cuando dijo «día de suerte» quería decir la lotería. Estoy segura. Creo que incluso es posible que fuese uno de los ganadores.
—Sólo hubo un ganador —replicó el detective Carlson—. Por lo que sé, no se ha presentado nadie.
Ella le vio garabatear en su cuaderno, tomando notas.
—¿Está segura de que Bill Regan tenía un billete?
—Me dijo que lo tenía.
—Bueno, no llevaba ninguno cuando le encontramos. Pero quienquiera que robase su cartera pudo llevarse el billete con el dinero y no saber siquiera lo que tenía. Pero supongamos por un momento que fuera uno de los ganadores. ¿Es probable que lo fuese diciendo por ahí? Llevar un billete de lotería es como llevar dinero en efectivo.
Nora no se dio cuenta de que una ligera sonrisa había aparecido en su rostro. Se apartó el pelo de la frente, notándose los rizos producidos por la lluvia.
—Te pareces a Rita Hayworth en Gilda —decía a menudo Bill. En aquel momento, deseaba haberle dicho que había alquilado Gilda y que había comprobado que, por fortuna, había un gran parecido. A Bill le hubiera gustado oír aquello. Pero ¡era tan difícil meter baza con él! Eso era lo que el detective Carlson había preguntado.
—Bill era un charlatán —repuso—. Lo hubiera dicho.
—Pero usted me ha contado que no concretó nada al teléfono. Sólo dijo que era su día de suerte. Eso hubiera podido querer decir un aumento…, una buena propina al entregar algo…, encontrar dinero en la calle. Cualquier cosa, ¿no?
—Yo creo que tenía que ver con la lotería —insistió Nora.
—Lo comprobaremos, pero ha habido una serie de asaltos en esa zona durante las últimas tres semanas. Cogeremos a quien lo esté haciendo, se lo prometo…, y si mató al señor Regan, pagara por ello.
Mató al señor Regan… Ella nunca había pensado en Bill como en el «señor Regan».
Miró a Jack. Estaba observando fijamente el suelo y los golpecitos entrecortados de su pie habían comenzado de nuevo. Y, entonces, empezó a suceder algo. La habitación se cerraba a su alrededor. Se caía y no podía respirar. Intentó decir «Jack», pero no pudo mover los labios. Sintió cómo se deslizaba de la silla.
Cuando abrió los ojos, estaba tumbada sobre el duro sofá de plástico. Jack sostenía un paño frío sobre su cabeza. Desde lo que parecía una distancia inmensa, oyó al detective Carlson preguntar a Jack si quería una ambulancia.
—Estoy bien.
Ahora podía hablar, con una voz tan baja que Jack tuvo que agacharse para oír sus palabras. Sus labios rozaron su mejilla.
—Quiero ir a casa —murmuró.
Aquella vez no tuvieron que esperar un taxi. Carlson, ahora con unos modales menos formales, mandó a buscar un coche patrulla. Nora intentó disculparse:
—Creo que no me había desmayado en la vida… Es este horrible presentimiento que he tenido todo el día y que después se ha convertido en realidad…
—Ha sido usted de gran ayuda. Me gustaría que todo el mundo se preocupase del mismo modo por estos ancianos.
Se dirigieron hacia la puerta principal, de nuevo formando un curioso trío. Ambos hombres la sujetaban, con una mano firme bajo cada brazo. Fuera, estaba dejando de llover, pero la temperatura había bajado bruscamente. Ahora, el aire frío era bien recibido. ¿Se imaginaba solamente que había olido a formaldehído dentro de aquel edificio?
—¿Y qué pasará a continuación? —preguntó Jack a Carlson mientras el coche patrulla arrancaba.
—Depende mucho de la autopsia. Aumentaremos la vigilancia del parque. Es un disparate que cualquiera camine esa distancia en una noche como ésta. Sólo teníamos coches patrulla, no agentes de paisano. Estaremos en contacto.
Aquella vez fue Jack quien insistió en que tomase una ducha caliente, Jack quien esperaba con una limonada y un somnífero cuando salió del cuarto de baño.
—Un somnífero. —Nora miró la cápsula roja y amarilla—. ¿Cuándo has tomado somníferos?
—¡Oh! en la revisión del mes pasado mencioné que tenía problemas para dormir.
—¿Y a qué crees que es debido?
—A un poco de depresión. Nada importante, pero no quería que te preocupases. Venga, métete en la cama.
Un poco de depresión. Y no se lo había dicho. Nora pensó en todas las noches que había estado hablándole de los buenos papeles que había conseguido… «Sólo son un par de días de trabajo pero, escucha, Mike Nichols la dirige…» las reseñas críticas de su primer papel decente fuera de Broadway la primavera anterior. Jack había compartido su satisfacción, le había preguntado si seguiría aguantándole cuando se convirtiera en estrella y había vuelto a su sucesión de trabajos de venta de bonos de inversión. La novela que finalmente había terminado casi había tenido éxito en varias editoriales.
—No es exactamente lo que nosotros queremos, pero pásese otra vez por aquí.
El desaliento en sus ojos cuando dijo:
—Después de todo el día de intentar vender cuando sé que no soy un vendedor, de intentar alegrarme si la cotización sube o si alguna condenada emisión consigue triplicar la cotización cuando me importa un comino, no sé, Nora, es como si los jugos se hubieran gastado. Voy a la máquina de escribir y nada de lo que intento poner en el papel sale como yo quiero. Pero sé que está ahí. Sólo que no puedo encontrar mi propia voz sabiendo que el lunes volveré a ese zoo.
Ella no le había escuchado realmente. Le había dicho lo orgullosa que estaba de que su primera novela no hubiese sido rechazada del todo, que algún día, cuando fuera famoso, explicaría la historia de esos primeros rechazos; todo formaba parte del juego.
El dormitorio también le servía a Jack de despacho. Su máquina de escribir estaba en la maciza mesa de roble que habían comprado de segunda mano. Había botellines de tinta correctora, una jarra sin asa para poner los lápices y rotuladores brillantes, el montón de papel que era su nuevo manuscrito, el montón que ella veía que ya no crecía.
—Venga, bebe esta limonada y los dos nos tomaremos un somnífero.
Ella obedeció, sin confiar en sí misma para hablar, preguntándose si su amor por él estaba desbordándose ante sus ojos.
No era de extrañar que Bill hubiese necesitado tanto la compañía. Si le sucediera algo a Jack, ella no querría despertarse.
Jack se metió al otro lado de la cama, le cogió el vaso y apagó la luz. Sus brazos la buscaron.
—¿Cómo es aquella canción de «dos personas soñolientas»? Si me hubiese dicho alguien que este día iba a resultar así…
Nora durmió profundamente y se despertó por la mañana con la sensación de haber experimentado sueños que no recordaba. Le costaba abrir los ojos, sus párpados parecían estar pegados. Cuando, finalmente, consiguió apoyarse en un brazo, fue para darse cuenta de que Jack ya se había levantado. Las agujas del reloj estaban ambas en el nueve. Las nueve menos cuarto. Nunca dormía hasta tan tarde. Intentando sacudirse la modorra, se puso la bata y fue a la cocina. El café la reanimó, Jack había hecho zumo de naranja, otro de las docenas de pequeños gestos que ella daba por descontados. Sabía lo mucho que le gustaba el zumo recién hecho, aunque él se conformaba con el zumo envasado.
Ya se había vestido para ir a trabajar. No parecía haber perdido en absoluto la tensión de la noche anterior. Oscuros círculos bajo sus ojos sugerían que el somnífero le había hecho poco efecto. Cuando la besó, sus labios estaban secos y febriles.
—Ahora sé cómo conseguir paz y tranquilidad aquí por las mañanas. Tómate una dosis que te deje fuera de combate.
—¿A qué hora te has levantado?
—Sobre las cinco. O quizás a las cuatro. No lo sé.
—Jack, no vayas a trabajar. Siéntate y hablemos. Hablemos de verdad. —Intentó sofocar un bostezo—. ¡Oh, Dios mío!, no puedo despertarme. ¿Cómo se toma la gente esas cosas cada noche?
—Escucha, tengo que irme. Tengo que ocuparme de algunas cosas… De todos modos, tú vuelve a la cama y duerme. Yo vendré pronto a casa, no más tarde de las cuatro, y esta noche nosotros… Esta noche será especial.
Otro bostezo y la sensación de que sus ojos querían cerrarse hicieron a Nora comprender que aquél no era el momento de intentar sondear a Jack.
—Pero si vas a llegar tarde llama. Anoche estuve preocupada.
—No llegaré tarde, te lo prometo.
Nora apagó la cafetera, bebió el vaso de zumo de naranja camino de la cama y al cabo de tres minutos estaba de nuevo dormida. Aquella vez durmió sin soñar y cuando el teléfono la despertó, dos horas después, sentía la cabeza más despejada.
Era el detective Carlson.
—Señora Barton, pensé que quería saberlo. Llamé a la empresa de mensajeros en la que trabajaba Bill Regan. Volvió allí sobre las seis de la tarde, justo antes de cerrar. Un par de hombres estaban casi terminando. Estaba nervioso, feliz. Habló de que era su día feliz, pero cuando le preguntaron qué quería decir, no quiso contestar. Sólo estaba misterioso. La autopsia está prevista para esta tarde, pero creemos que, por el golpe que tenía en la cabeza y la cartera vacía, probablemente fue atacado por el asaltante que estamos intentando atrapar.
«Se equivocan», pensó Nora. Intentó no parecer crítica cuando dijo:
—Lo que me extraña es que si fue asaltado, ¿por qué no le quitaron la cartera? No creo que Bill llevase más que unos cuantos dólares. ¿Tenía muchas monedas en los bolsillos o fichas?
—Un par de dólares en moneda y unas seis fichas. Señora Barton, sé que no se siente satisfecha porque se preocupaba usted mucho por el señor Regan. Si un asaltante tiene tiempo, deja la cartera en la víctima. De ese modo, si le cogen no la lleva encima. El viejo tenía unos bolsillos muy profundos. Si el asaltante revisó la cartera y obtuvo lo que quería, no perdería el tiempo en buscar monedas. Usted no puede saber con seguridad si el señor Regan llevaba dinero o no, ¿verdad?
—Por supuesto que no.
»¿Y han buscado el billete de lotería?
Entonces la voz de Carlson se hizo más seria, con un indicio de desaprobación claramente evidente.
—No había ningún billete de lotería, señora Barton.
Cuando Nora colgó, se repetía con insistencia una frase de la conversación telefónica. No se siente satisfecha. No, no lo estaba.
Estás loca, se dijo cuándo iba rápidamente calle abajo. El tiempo había cambiado de forma dramática. Aquel día era soleado, la brisa era suave… Un día más apropiado para abril que para noviembre. Mejor así. Estaba encantada de poder llevar la chaqueta de la película. Su gabardina y el abrigo de Jack todavía estaban húmedos del viaje al depósito de cadáveres, la noche anterior. La trinchera que Jack había llevado el día anterior al trabajo también estaba mojada.
Aquella mañana había tenido que ponerse su abrigo viejo. Un vagabundo estaba ordenando la colección de bocadillos a medio comer que había cogido del cubo de la basura. ¿Dónde estaría la mendiga de ayer?, se preguntó Nora. ¿Habría encontrado refugio anoche?
En el quiosco de periódicos desvió la mirada. El ciego propietario del quiosco debía estar sorprendido de que Bill no hubiese aparecido aquella mañana, pero ella no tenía ánimos para contarle lo de Bill en aquel momento.
Tomó el expreso de la avenida Lexington hasta la Calle 59, hizo transbordo al tren RR y se dirigió hacia el edificio Fisk. El servicio de mensajeros «Dynamo Express» se encontraba en una única sala del quinto piso. Los muebles eran solamente una mesa con una centralita, unos cuantos archivadores de tres cajones de color gris ejército y dos largos bancos en los que esperaban varios hombres mal vestidos. Mientras ella cerraba la puerta, el hombre de la mesa gritó:
—Tú, Louey, ve a la Calle 40. Recoger para ir a Broadway y a la Noventa. Ahora, léemelo para que vea que lo has entendido bien. No puedo teneros perdiendo el tiempo en direcciones equivocadas.
El enjuto anciano del centro del banco se puso en pie de un salto, ansioso por agradar. Mientras Nora observaba, leyó con dificultad las instrucciones en un inglés vacilante.
—Muy bien. Adelante.
Por primera vez, el hombre de la mesa miró a Nora. Su cabeza estaba cubierta con un pequeño postizo mal colocado. Unas exageradas patillas cubrían sus rechonchas mejillas, que desentonaban extrañamente con una nariz afilada y pequeña. Los ojos, de un color cobre mugriento, la miraban de arriba abajo, desnudándola mentalmente.
—¿Qué puedo hacer por usted, encantadora dama? —La voz era ahora zalamera, absolutamente distinta al tono sarcástico e intimidante del momento anterior.
Cuando ella se dirigía hacia él, se encendieron las luces de la centralita y sonó un timbre. Tocó varios botones.
—Mensajeros «Dynamo Express», un momento —sonrió a Nora—. Que esperen.
Ya sabía lo de Bill.
—Esta mañana vino un policía por aquí haciendo preguntas. Viejo charlatán. ¡Dios mío! No callaba nunca. Tenía que gritarle para que no perdiera el tiempo en cada sitio al que iba. Tuve quejas.
Nora se dio cuenta de que debía de haber dado un respingo.
—Desde luego, cuando digo «gritar» me refiero a que le decía: «Vamos, Regan, no todo el mundo desea conocer la historia de tu vida. Apuesto algo a que me habló de usted. Usted es la actriz. Dijo que se parecía a Rita Hayworth. Por una vez tenía razón… Espere un momento, tengo que atender algunas de esas llamadas.
Se quedó junto a la mesa mientras él contestaba las llamadas, anotaba información y enviaba mensajeros cuando volvían a la oficina. Entretanto, consiguió hacerle algunas preguntas.
—Ya lo creo, Bill estaba muy nervioso anoche —informó el gerente—. Hablaba de que era su día de suerte, pero no quiso decir por qué. Le pregunté si había encontrado una puta, bromeando.
—¿Cree que pudo habérselo dicho a alguien más?
—Yo también me lo pregunto.
—¿Tiene una lista de los sitios a los que fue ayer? Me gustaría hablar con las personas con las que habló. Si iba generalmente a las oficinas, quizá llegase a conocer a las recepcionistas o algo así.
—Supongo.
Empezaba a sentirse molesto, pero buscó la lista. El día anterior había sido un día atareado. Bill había hecho quince repartos. Nora empezó con el primero: 101 Park Avenue, «Sandrell y Woodworth», recoger un sobre a la recepcionista del piso 18 y entregarlo en el 205 de Central Park South.
La recepcionista del piso decimoctavo, que tenía un agradable aspecto de matrona, recordaba a Bill.
—¡Oh! Claro, es un anciano muy agradable. Le tenemos mucho por aquí. Una vez me enseñó la fotografía de su esposa. ¿Sucede algo?
Nora esperaba la pregunta y sabía cómo iba a contestarla.
—Tuvo un accidente anoche. Quiero escribir a su sobrina. Había dejado un mensaje en mi contestador automático diciendo que era su día de suerte. Me gustaría contarle eso a ella, lo que quería decir. ¿Habló de ello con usted?
La recepcionista se había dado cuenta, evidentemente, de que había sido un accidente mortal y una fugaz preocupación por el hombre a quien había conocido superficialmente pasó como una nube por su cara.
—¡Oh! Lo siento. No. Bueno, sí. En realidad estaba muy ocupada, de modo que sólo le di el sobre y le dije: «Que tengas un buen día, Bill». Y él dijo algo como: «Tengo el presentimiento de que es mi día de suerte».
Sin darse cuenta, la mujer imitó la voz de Bill. Nora sintió un escalofrío al escucharla.
—Eso fue exactamente lo que me dijo.
Su parada siguiente fue el edificio de Central Park South. El conserje recordaba a Bill.
—¡Oh! sí, ya lo creo. Dejó un sobre para el señor Parker. Del contable, creo. Yo llamé arriba por teléfono para ver si tenía que subirlo hasta la puerta, pero el señor Parker dijo que me lo dejase a mí, que él estaba a punto de bajar. No, no habló. Supongo que no le di ocasión. El despacho del correo está lleno a esa hora.
Parecía como si el día anterior todo el mundo hubiese estado demasiado ocupado para Bill. Una secretaria de una oficina de Broadway, delgada como un lebrel, explicó a Nora que ella nunca animaba a los mensajeros a que se quedasen por allí, rondando.
—Son como los mozos de reparto. En cuanto les vuelves la espalda te roban el monedero.
Su gesto de hombros como diciendo «ya sabes de qué va» invitaba a Nora a compartir su desprecio por los ladronzuelos que tenía que soportar.
Después de aquella parada, comprendió que nunca conseguiría terminar la lista si no se repartía mejor el tiempo. Bill había cruzado desde el Este al Oeste, había hecho unas cuantas paradas en el centro de la ciudad, tres en las Cincuenta, dos en las Treinta, cuatro en la parte baja de la Quinta Avenida y dos alrededor de Wall Street. En lugar de seguir exactamente su ruta, empezó a agrupar las visitas por zonas. Las dos primeras fueron inútiles. Nadie recordaba siquiera quién había recogido la entrega. La tercera, una autora que había enviado el manuscrito a su agente, habló con Nora, desde el teléfono del vestíbulo de su hotel. Sí, ayer pasaron a recoger un encargo. Por supuesto que no se había puesto a hablar con el mensajero. ¿Había algún problema? No me diga que el manuscrito no fue entregado.
A las tres en punto, Nora vio que no se había preocupado por comer, que era una diligencia inútil, que Jack iba a llegar temprano a casa y que ella quería estar allí para él. Y, entonces, habló con el joven vendedor de la exposición de pianos.
Levantó la vista esperanzadamente cuando ella entró. La exposición estaba vacía a no ser por los pianos y los órganos, que se hallaban esparcidos en ángulos distintos para mostrar sus mejores características. Un cartel:
HAZ DE LA MÚSICA UNA PARTE DE TU VIDA.
Estaba exactamente detrás de un pequeño órgano que tenía una muñeca del tamaño de un niño de cuatro años sentada en el banco, con sus regordetes dedos de algodón reposando sobre las teclas.
La desilusión momentánea del vendedor porque Nora no era un posible cliente desapareció ante la perspectiva de pasar un rato con otro ser humano. No pensaba quedarme en el negocio de la música, le dijo a Nora. Era realmente aburrido. Incluso el director reconocía que los buenos tiempos habían sido hacía seis o siete años. Todo el mundo quería entonces un piano. Ahora, olvídalo.
¿Ayer? ¿Un mensajero? Con unos dientes de aspecto curioso. ¡Oh! sí, un tipo agradable. ¿Que si había hablado? ¡Ya lo creo! Estaba muy nervioso. Me dijo que era su día de suerte.
—¿Quiere decir que dijo que se sentía afortunado? —preguntó rápidamente Nora.
—No, no era eso. Recuerdo que lo que dijo fue que era su día de suerte. Pero eso fue todo lo que dijo y me guiñó el ojo cuando le pregunté qué quería decir.
Sólo había un sitio al que Bill hubiese podido ir después de aquella entrega. Había ido a la tienda de pianos a las cuatro y diez. Justo después de haber dejado el recado en el contestador. Y la parada anterior a la tienda de pianos había sido donde el contable que aceptó la entrega le había explicado a ella:
—Sí, el viejo dijo algo de que se sentía afortunado o algo así. Yo estaba al teléfono y le dije adiós con la mano. Estaba hablando con el jefe y no pude escucharle.
—Estoy seguro de que dijo que se sentía afortunado porque yo recuerdo que pensé que yo me sentía fatal.
Se había sentido afortunado a las cuatro menos cuarto. A las cuatro y diez, en la siguiente parada había tenido suerte. Tengo razón, pensó Nora, lo sabía. La lotería había salido en algún momento entre las tres y media y las cuatro. ¿Tenía Bill uno de los billetes ganadores? Se detuvo para tomar un café rápidamente en un bar de Madison Avenue. La radio estaba encendida. Ayer hubo mil doscientos ganadores de mil dólares, tres ganadores de cinco mil dólares y un ganador de trece millones de dólares. El locutor sugería que todos aquellos que hubiesen comprado un billete en Manhattan comprobasen los números.
Supongamos que Bill hubiese ganado cinco mil dólares. Aquello hubiera sido una fortuna para él. Un par de veces había ganado unos cientos de dólares. Era un disparate cómo a algunas personas parecía tocarles repetidamente. Nora revisó la lista. Podía eliminar todos los sitios a los que Bill había ido antes de las tres y media. Eso hacía que sólo le quedase un lugar más adonde ir. Con consternación vio que era en el World Trade Center. Pero ya que había llegado hasta allí… Lo comprobaría y luego se iría a casa.
Al entrar en el Metro por octava vez durante aquel día, Nora se preguntó cómo había conseguido Bill mantener aquel empleo. ¿Había reconocido alguna vez que la gente no se molestase en escucharle, o que su día se había alegrado por el encuentro con alguien como aquel joven vendedor que había recibido la compañía con agrado?
El Metro iba lleno. Eran las tres y cuarto. Normalmente, no se iba demasiado mal, a mediodía, sólo en las horas punta había que cogerse a una correa o a una barra. El hombre corpulento que iba a su lado se apoyaba deliberadamente contra ella cuando el tren se balanceaba. Ella se apartó rápidamente de él.
La planta baja del World Trade Center se hallaba llena de gente que andaba de prisa, cruzando el vestíbulo con un propósito determinado, desapareciendo por los subterráneos, atajando hacia los otros edificios, metiéndose en restaurantes y en tiendas. La mayoría iba bien vestida. Nora perdió cinco minutos al dirigirse por error al edificio número dos en lugar de al número uno.
El piso cuarenta y dos era su destino. Mientras subía, se preguntó por qué el nombre de la empresa le sonaba familiar.
Probablemente, por haberlo estado mirando todo el día.
«Lyons y Becker» era una firma inversora. No demasiado grande, podía ver. Eso era bueno. La posibilidad de que alguien recordase a Bill sería mayor.
La oficina exterior era pequeñita pero bien dispuesta. Detrás de ella, Nora podía ver el interior de algunos de los compartimientos en los que serios jóvenes de ambos sexos comerciaban con acciones y bonos.
La recepcionista no recordaba haber visto a Bill.
—Pero, espere un momento, yo estaba haciendo un descanso en aquel momento. Déjeme preguntarle a la chica que me sustituyó.
Una rubia de piernas delgadas y pechos excesivamente generosos era la sustituía. Durante un momento, escuchó, perpleja, y luego empezó a mostrar una amplia sonrisa.
—¡Oh! ya lo creo —dijo—. ¿Dónde tengo la cabeza? Claro que me acuerdo de aquel viejo. Casi olvidó su recado.
Nora esperó.
—Estaba entregándoselo cuando se dio la vuelta y reconoció a uno de nuestros vendedores. —Se volvió hacia su compañera—. Ya sabes quién, Jack Barton, el atractivo chico nuevo.
Nora sintió una fría punzada en la boca del estómago. Por eso le había sonado familiar aquel sitio. Era la empresa sobre la que tan de mala gana le había hablado Jack el día anterior. Su nuevo trabajo.
—De lodos modos, el viejo reconoció a Jack y pareció realmente sorprendido. Dijo: ¿es ése Jack Barton? ¿Trabaja aquí? Y yo le respondí que sí. Jack estaba saliendo exactamente por aquella puerta. —Señaló con la cabeza la puerta de un empleado, al otro lado de la sala—. Y el viejo se puso tan nervioso. Dijo: «Tengo que contarle a Jack lo de mi día de suerte». Tuve que gritarle para que cogiera el paquete. Por el amor de Dios, ¿había venido para eso, no?
*****
Tenía que haber una razón por la que Jack no le hubiera dicho que había visto a Bill. ¿Cuál?
Nora intentó dominar el miedo que confirmaba el desasosiego del día anterior comprando un periódico y leyéndolo en el trayecto del Metro, pero las letras bailaban delante de sus ojos. Cuando llegó a casa, lo primero que hizo fue ir al cuarto de baño, donde sus abrigos colgaban de la barra de la cortina de la ducha. El que ella había llevado la noche anterior estaba completamente seco, aunque habían permanecido bajo la lluvia durante diez minutos. El abrigo que Jack se había puesto para ir al hospital y al depósito, su abrigo bueno, estaba todavía ligeramente húmedo. Pero su trinchera, la que vestía cuando había vuelto la noche anterior, estaba aún empapada… No había venido andando solamente desde el Metro. Recordó de nuevo el resplandeciente nerviosismo, la tensión que crepitaba como corriente de energía alrededor de su cuerpo, la forma en que la había abrazado y había llorado.
¿Cuánto había caminado la noche anterior? ¿Por qué había ido caminando? ¿Quién estaba con él…? O, ¿a quién había estado siguiendo?
—¡Dios mío, por favor, no! —murmuró—. No.
Había llegado a casa y ella le había hecho ducharse y había llamado a la Policía. Cuando salió del dormitorio, la había ayudado a hacer las llamadas. Había buscado los números. Pero ella estaba al teléfono cuando él salió. Y, antes de eso había oído aquel extraño sonido, aquel sonido metálico, y sé había preguntado qué estaría haciendo.
Como una prisionera que se encaminara hacia una muerte inexorable, se dirigió al dormitorio y buscó en el armario la caja de metal que contenía sus papeles importantes, su certificado de matrimonio, las pólizas del seguro, los certificados de nacimiento. Llevó la caja a la cama y la abrió. El certificado de nacimiento de Jack estaba encima de todo. Lentamente, levantó los papeles uno por uno hasta que llegó al último, un billete de lotería rosa y blanco. «No, Jack —pensó—. No. Tú no. No por mil dólares. No podrías. No lo harías. Tiene que haber una explicación».
Pero cuando comparó los números con los números premiados que aparecían en el periódico, lo comprendió. Tenía en la mano el billete que valía trece millones de dólares.
Bill Regan sabía que iba a ser afortunado. Ella sabía que algo terrible se cernía sobre ella. Miró alrededor de la habitación a ciegas, intentando encontrar una respuesta. El manuscrito estaba junto a la máquina de escribir de Jack, el manuscrito que no avanzaba porque él estaba quemado. Los somníferos de Jack para «una pequeña depresión». Luego, recordó cómo le había sondeado despiadadamente el día anterior por la mañana hasta que con un susurro embarazado musitó el nombre de su nueva empresa y le dijo que Merrill Lynch le había dejado marchar… y, luego, añadió con un intento de dignidad:
—Parte de la reducción de plantilla. Fue sólo porque yo era de los últimos incorporados. No tenía nada que ver con el rendimiento.
Así que ayer Bill le había contado lo de su billete y algo se había roto en Jack. Debió de esperar que Bill saliera del Fisk Building y le siguió por el parque.
¿Qué iba a hacer? Rechazándolo con violencia, Nora desdeñó el pensamiento de que debía ponerse en contacto con la Policía. Jack era su vida. Se mataría antes que abandonarle.
Es mi día de suerte. Bill quería ir a Florida, donde podría vivir en una residencia con personas interesantes, como las de Cocoon. Se había merecido aquella oportunidad.
*****
Nora estaba sentada en el sofá de la sala cuando la llave giró y Jack llegó a casa. Había conseguido concentrarse en pensar que la tapicería estaba realmente gastada y que unas fundas nuevas no ocultarían los hundidos cojines. Aunque sólo eran las cuatro y cuarto, empezaba a anochecer y recordó que sólo estaban a un mes del día más corto del año.
Se levantó al abrirse la puerta. Jack llevaba los brazos llenos de rosas de tallo largo.
—Nora.
La tensión ya había desaparecido. Él se había afligido con ella por Bill Regan la noche anterior, pero aquélla era su noche.
—Nora, siéntate y espera. Cariño, espera hasta que veas lo que nos ha sucedido. Podré escribir, podrás tener criada, compraremos este piso, compraremos una casa en el Cabo. Estamos arreglados para el resto de nuestras vidas. Arreglados. Quise decírtelo ayer cuando vine a casa. Pero no quería que Bill Regan nos interrumpiese. Por ese esperé. Y luego, con lo que sucedió, me fue imposible decírtelo.
—Viste a Bill ayer.
Jack pareció confundido.
—No, no le vi.
—Te siguió cuando saliste de la oficina, a las cuatro.
—Entonces, no me alcanzó. ¿No lo entiendes, Nora? Oí los números premiados en la lotería de ayer. Y me parecieron conocidos. Era un disparate. Lo escogí al azar. Normalmente, si compro un billete lo hago por nuestro aniversario, tu cumpleaños, o algo así. Y no podía encontrar el maldito billete.
Jack, no mientas, no mientas.
—Me estaba volviendo loco. Y entonces me acordé. Cuando limpiaba mi mesa en Merrill Lynch, la semana pasada, estaba encima de todo. A menos que lo hubieran tirado, tenía que estar en uno de los archivos que estaba ordenando. Corrí hacia allí y los revisé todos y cada uno de ellos. Nora, estaba volviéndome loco. Y entonces lo encontré. No podía creerlo. Creo que me dio un shock. Vine andando hasta casa. Y entonces me ofreciste dejar tu carrera por mí. Debiste pensar que estaba chiflado cuando empecé a llorar. Me moría por decírtelo, pero cuando pensé que el pobre y viejo Bill iba a entrometerse, tuve que esperar. Tenía que ser exclusivamente nuestra noche.
Él no parecía darse cuenta de su falta de reacción. Alargándole las flores, le dijo:
—Espera a que te lo enseñe. —Y entró corriendo en el dormitorio.
El teléfono sonó. Lo cogió de forma automática y luego deseó no haberlo hecho. Pero era demasiado tarde.
—¿Diga?
—Señora Barton, soy el detective Carlson —dijo, con voz afable—. Debo decirle que tenía usted razón.
—¿Tenía razón?
—Sí. Insistió usted tanto que volvimos a revisar su ropa. El pobre viejo tenía un billete de lotería pegado al forro de su gorra. Ganó mil dólares ayer. Y le agradará saber que no fue asaltado. Supongo que la excitación resultó demasiado fuerte para él. Murió de un severo ataque al corazón. Debió golpearse la cabeza contra una piedra al caer.
—No…, no…, no.
El grito de Nora se unió al gemido de Jack, que salía corriendo del dormitorio, con la caja fuerte en la mano y las cenizas del billete de lotería flotando y yendo a la deriva por entre sus dedos.