30. REFLEXIONES NOCTURNAS
—Pasará mucho tiempo antes de que vuelva a poner los pies entre los muertos —aseguró Lindroth, encendiendo la lámpara de encima de la mesa de la cocina.
—Lo mismo digo yo —añadió Annika. Estaba junto al fogón y preparaba un cazo de cacao, mientras Jonás abría una lata de mermelada de albaricoque y David ponía las tazas en la mesa de la cocina de Lindroth.
En el viejo fogón chisporroteaba el fuego.
—Yo me encuentro muy a gusto entre los vivos —bromeó Lindroth—. Creo que aquí arriba hay algo más de variedad —abrió la nevera y sacó algunos dulces—. Realmente nos hemos ganado un poco de cacao y pan con mantequilla —comentó—. Eso sienta bien a estas horas. Lo tomaremos mientras resumimos y comentamos los hechos…
—¿Puede estar la estatua en algún otro lugar de la cripta? —preguntó Annika, y quitó del fuego el humeante cacao. Lo sirvió en las tazas, y se sentaron todos alrededor de la mesa.
—No, imposible —dijo David.
—¿Lo dices porque encima de la tapa estaba el escarabajo?
—Si, también por eso. Todas las pistas apuntan hacia ese ataúd, y, desde luego, tenemos la prueba de que ha estado allí.
—Tal vez el escarabajo pelotero sólo quería indicarnos dónde estaba el escarabajo sagrado —dijo Annika—. Es posible que no haya nada más.
Pero Jonás no estaba de acuerdo. El escarabajo sagrado indicaba que la estatua estuvo allí. Tenían que continuar en esa dirección.
Lindroth se dirigió sobre la mesa una mirada satisfecha.
—Es auténtico queso noruego, muy suave; tenéis que probar también este embutido. Está ahumado con ramas de enebro. Te gustará, Jonás. Lo compré en Liared el sábado pasado.
—¡Tiene un olor delicioso! Creo que voy a empezar por el embutido —dijo Jonás cortándose un trozo.
—No comprendo por qué no dejaron a la estatua descansar en paz allí —exclamó Annika.
—¡Está claro! Si alguien hubiera descubierto la pista de un objeto tan valioso… —respondió Jonás, y se llevó a la boca otro trozo de embutido.
Lindroth estaba sentado y se tomaba el cacao con expresión ausente.
—¡Está delicioso, Annika! ¿Qué le has puesto?
—Dos cucharadas de cacao; pero colmadas. Y sólo una de azúcar. De otro modo estaría demasiado dulce.
—Está en su punto; ¡menuda cocinera…! ¿Puedes pasarme el embutido, Jonás? Gracias, gracias —Lindroth cortó dos grandes rodajas de embutido y se las llevó a la boca. Después se lo pasó otra vez a Jonás, que hizo lo mismo.
—Las cosas están así —dijo Lindroth pensativo—. Por lo que se refiere al pasado lejano, sólo podemos basarnos en suposiciones. Pero tenemos que intentar ponernos en el lugar de las personas que vivieron entonces, procurar averiguar qué pensaban y qué sentían. Es la única manera y, además, resulta interesante.
—¡Oh, si! —confirmó Annika entusiasmada—. Yo creo que en lo específicamente humano, las personas han cambiado muy poco a lo largo de los siglos. Si no nos apegamos demasiado a lo externo, a cosas episódicas como la moda, podremos entendernos mutuamente en lo esencial, en lo más íntimo, sin que importe el siglo en que vivamos.
—Soy de la misma opinión —dijo David—. Yo, por ejemplo, no tengo ninguna dificultad para comprender a Andreas, entiendo perfectamente su forma de razonar.
—¡Lo sé, no hace falta que lo digas! —comentó Annika un poco agresiva.
—¡No empecéis otra vez con vuestras aburridas discusiones sobre esa vieja historia de amor! —Jonás dirigió a los dos una mirada cargada de reproches—. Quiero escuchar la opinión de Lindroth y no vuestra charla insípida. ¿Cómo demonios se atrevió Carl Andreas a tocar la estatua, cuando todos hablaban de una maldición? ¿Y cómo averiguó dónde estaba?
Lindroth bebió un gran sorbo de cacao. Luego, dejó de comer, se recostó en la silla y razonó así:
—Hombre, se me ocurren varias cosas. En primer lugar, siempre circulan rumores, ya se sabe. Por precavido que se quiera ser, siempre se escapa algo. Es muy difícil mantener algo en secreto. En este caso de la estatua, la gente de pueblo estaba asustada por el ídolo que, pensaban, iba a acarrear desgracias. Sin duda, muchos se preguntarían por su paradero, y ya en vida de Petrus Wiik circularían rumores y suposiciones sobre el lugar donde se encontraba. Aunque seguramente, él no diría ni una palabra.
»Ahora bien, nosotros sabemos lo que ocurrió después; Andreas, el hijo perdido que todos daban por muerto, regresó a Ringaryd. Un buen día se presentó sano y salvo en casa de su padre y preguntó… Cuando supo lo que le había pasado a Emilie y dónde estaba enterrada, Petrus Wiik pensó, creo yo, que ya no habría inconveniente en decirle qué había hecho con la estatua. Sí, podemos suponer que Andreas supo dónde se encontraba la estatua. Y cuando su hijo Carl Andreas fue mayor y se dedicó a la pintura, al arte, Andreas le hablaría de la maravillosa obra de arte que había traído de Egipto, y le indicaría el lugar de la iglesia en que estaba enterrada.
Lindroth hizo una pausa y observó a los otros. ¿Estaban de acuerdo? ¿O tenían otros puntos de vista? No, parecía que no. Los tres estaban sentados y seguían merendando. Asintieron interesados y le pidieron que prosiguiera. Lo hizo al cabo de un rato; antes metió la cuchara en el tarro de miel y la chupó. Luego, se recostó otra vez en la silla.
—Carl Andreas, que, por otra parte, debió de ser un calavera durante su juventud, sintió, sin duda, curiosidad. Probablemente no tomó en serio los rumores sobre la maldición, lo mismo que Andreas. De todos modos, yo supongo que a Carl Andreas no se le ocurrió coger la estatua en vida de Petrus Wiik. Pero pasó el tiempo, y murieron Andreas y Petrus Wiik. ¿Qué ocurrió después?
Lindroth hizo una pausa y cogió una galleta. Los otros esperaron.
—¿Qué cree usted que pasó? —le preguntó Annika.
—Bueno, yo pienso en una cosa que debió de tener su importancia. Es posible que, a pesar de todo, la estatua hubiera seguido en su sitio si no se hubiera restaurado la iglesia. En mil ochocientos uno se hizo en la iglesia de Ringaryd una restauración a fondo. Creo que fue entonces cuando se descubrieron los frescos medievales de la bóveda. ¿O fue más tarde? Bueno, eso no interesa a nuestro asunto… En todo caso, aquel año restauraron la iglesia, levantaron el suelo y dejaron al descubierto las bóvedas de la cripta. Como sabéis, esas restauraciones siempre duran mucho. Se hablaría mucho de ellas, y con motivo de eso Carl Andreas volvería a pensar en la estatua. ¡No podía dejarla donde estaba! No olvidemos que se trataba de una obra de arte muy valiosa. Tal vez únicamente pensó en echarle una mirada. ¿Quién sabe? Pero quedó subyugado al verla. Es comprensible. ¡Resplandecería como una maravilla entre los trastos y enseres viejos! Ante una visión así hay que tener mucha fuerza de voluntad para controlar los deseos de poseerla. No es preciso ser un calavera para flaquear en un caso así. Además, había sido su propio padre quién había traído la estatua. Sin duda creyó que era una lástima que permaneciera oculta y que nadie pudiera vela. Yo me lo imagino, reflexionando una y otra vez sobre lo que debía hacer.
—¡Yo también! —exclamó Jonás con convicción. Miró a Lindroth con admiración—: ¡Con qué agudeza razona! ¡Es usted muy inteligente!
—Es cierto —corroboró Annika.
—¿Lo creéis así? —Lindroth se sentía adulado, pero también un poco confuso—. Vosotros decís eso, pero yo no sé… El queso está en su punto —cortó Lindroth, y se sirvió una rebanada—. Probadlo con algo de mermelada inglesa. Es una mezcla rara, pero muy sabrosa.
—Tuvo que suceder más o menos como usted dice —opinó David pensativo—. Pero luego comenzaron las desgracias para Carl Andreas. Y empezó a sentir miedo. Cuando murieron sus hijos, los gemelos, escribió a un amigo y, entre los dos, enterraron la estatua.
—¿Y la copia? —añadió Annika—. ¿La esculpió como vosotros creéis, para conservar la estatua de alguna manera? De una copia no tenía por qué tener miedo.
—Exacto —dijo David.
—Pero ¿qué ocurrió después? ¿Por qué no está en el sepulcro la estatua si Carl Andreas la llevó de nuevo? ¡Ha desaparecido! ¿Qué ha podido pasar? ¿Qué debemos hacer? ¿Debemos abandonar la búsqueda? —preguntó Jonás.
Lindroth cortó lonchas de queso para todos, se llevó una a la boca y masticó lentamente mientras pensaba.
—No, no podemos abandonar la búsqueda —dijo al cabo de un rato—. Hemos encontrado un escarabajo de oro que estuvo engarzado en la estatua, y también un extraño mensaje: gemini geminos quaerunt. Esto puede ser una pista, ¿quién sabe? Creo que debemos seguir indagando.
De pronto, por los ojos del pastor cruzó una sombra de preocupación.
—¿Qué le ocurre?
Lindroth suspiró; parecía sentirse culpable, como un colegial cuando hace novillos o va a clase sin hacer los deberes.
—Mañana tengo que predicar —dijo—. Es domingo.
—¿No se le ocurre nada para el sermón? —preguntó Jonás compadecido.
—No siempre resulta fácil —contestó Lindroth.
—Ya lo sé —Jonás reflexionó y momento; luego, se le ocurrió una idea genial—. ¿Qué le parece el tema «Buscad y hallaréis»? ¿No sería interesante?
Lindroth resplandeció.
—¡Seguro que si, Jonás! ¡Gracias por la sugerencia!