16. LA CONFESIÓN
Si, la noticia estaba ya en la calle. ¿Qué pasaría a partir de ahora?
Jonás agitó las manos.
—De hecho, algo…
—Aún es demasiado pronto para opinar —dijo David pensativo.
—Esto puede provocar una terrible inquietud en el pueblo —dijo Annika.
Los tres contemplaban inclinado un periódico que había sobre la mesa del cuarto de Jonás. Lo acababa de traer David, que se estaba frotando la cabeza con una toalla. Le había sorprendido un aguacero cuando se dirigía a casa de los Berglund.
—Eso dependerá del interés que haya en el pueblo por las estatuas egipcias —apuntó Annika.
David no creía que tal interés fuera demasiado grande. Pero el nombre de Ringaryd había aparecido en el periódico de Smaland, y aparecer en el periódico, por el motivo que sea, despierta siempre interés en un pueblo.
—Por la noticia, parece como si todos los pueblos de Smaland estuvieran llenos de estatuas —dijo Annika indignada—. Y eso no es posible.
No, no era posible, pero ¿cómo se habría enterado el Museo Británico de la existencia de la estatua?
—Pásame un momento ese periodicucho —dijo Jonás. Lo agarró y comenzó a leer.
Pero el periódico sólo decía que había llegado una solicitud del Museo Británico y que se había iniciado un trabajo conjunto con el Museo Provincial. Todo lo demás eran afirmaciones vagas.
¿Habría alguna otra persona, aparte de David, Annika y Jonás, que conociera el estuche y hubiera leído las cartas?
No, Jonás aseguró que no era posible. Él había metido una pastilla de regaliz en la rendija de las tablas siempre la había encontrado en el mismo sitio. No podía garantizar que no había entrado nadie en la casa; pero sí podía apostar su cabeza a que nadie había tocado el estuche. Annika cogió el periódico.
—¡Qué palabrería! ¡No consigo sacar nada en limpio!
Jonás le echó una mirada compasiva.
—Tampoco es eso lo que se pretende. ¡Eso es el periodismo! Lo ha escrito un gran periodista, Harold Hjärpe.
—¡Ese tipo no sabe de qué habla! —Annika estaba indignada y tiró el periódico.
—¡Oh, claro que sí, Harold Hjärpe sabe muy bien lo que hace! —replicó Jonás con énfasis—. Hjärpe escribe así para despistar, en el caso de que se compruebe que ha intervenido una banda de ladrones internacionales. Acordaos del que anduvo por el desván.
Sonó el teléfono. Jonás corrió hacia él y descolgó el auricular. Era el pastor Lindroth; había recibido un montón de interesantes papeles del archivo provincial en Vadstena, y quería que Annika fuese a verlo lo antes posible. Estaba muy nervioso.
—¿No le habrás dicho algo sobre las cartas? —preguntó Jonás.
—No.
Annika no le había dicho nada. Pero muchas veces había pensado que tal vez sería mejor no cargar ellos solos con un secreto tan grave. Y, de compartirlo con alguien, no cabía pensar en nadie mejor que Lindroth.
—Es párroco y tiene que guardar el secreto profesional —dijo ella.
—Esto es muy peligroso —replicó Jonás.
Pero David no estaba de acuerdo con él. Quizá podría ser una ventaja hablar con Lindroth a través de su padre, pues trabajaban juntos en el coro.
—El viejo tiene ideas —exclamó David—, y podemos confiar en él.
—¡Hemos prometido mantener las cartas en secreto! —Jonás parecía impresionado.
—Por supuesto —confirmó David—. Pero ahora, al intervenir la prensa, ha cambiado la situación. Va a ocurrir algo, y nosotros cargamos con una gran responsabilidad si seguimos trabajando por nuestra cuenta. Creo que deberíamos dejar a Annika las manos libres para que haga lo que crea conveniente.
Se produjo un silencio, Jonás y Annika reflexionaban sobre lo que David acababa de decir.
—¿Es de confianza? —preguntó Jonás.
—Si, totalmente —contestó David.
—Entonces, se lo puedes contar. Pero sólo en caso de absoluta necesidad. ¿Me oyes, Annika?
Annika afirmó con la cabeza y se marchó a la parroquia, donde le esperaba el pastor Lindroth. Iba a gusto, pues siempre había sentido afecto por él. Le agradaba su presencia.
Lindroth era un hombre de unos sesenta años. Grande, muy grande y fuerte. Tenía el pelo espeso, gris y un poco rizado; frente alta y grandes ojos, casi cuadrados, de un color azul poco corriente. Era «guapo», como solía decir Annika de pequeña.
Lindroth invitó a Annika a sentarse frente a él, en el escritorio. Durante la conversación, removió los papeles de un lado a otro, como hacía siempre. En su escritorio no había precisamente mucho orden.
—A ver por aquí… ¿Dónde podrá estar…? ¿Dónde los habré colocado…? Pero si estaba aquí…, si lo he tenido en mis manos.
Mientras decía eso, Annika se recostó en su silla y advirtió que su sensación de bienestar cruzaba por encima de la mesa. Sin darse cuenta, estaba sonriendo.
Por fin Lindroth encontró lo que buscaba. Miró a Annika y le devolvió la sonrisa.
—Escucha, Annika —dijo Lindroth, y cogió un papel del montón—. Prepárate a oír algo muy interesante. Tengo que contarte cosas de gran importancia. En primer lugar, he recibido un acta de defunción de Andreas Wiik, fechada el treinta de agosto de mil setecientos cincuenta y nueve. Del documento se deduce que ese día se pegó un tiro y después ardió con la casa en que vivía.
—Si, ya lo sé —dijo Annika.
Lindroth le clavó sus ojos azules.
—¿Cómo te has enterado?
Annika enrojeció. Se había ido de la lengua.
—Bueno, quizá podamos hablar de eso más tarde —dijo tímidamente.
Lindroth asintió con un movimiento de cabeza. Cogió la hoja siguiente y la agitó como si fuera un abanico.
—¿Conoces también esto? Es sorprendente cómo pudo pasar algo así. Aquí, con fecha de dos de junio de mil setecientos sesenta y cuatro se anula la partida de defunción de Andreas Wiik. Así que no estaba muerto. Se encontraba vivo todavía y vivió hasta mil setecientos ochenta y cinco. Incomprensible, ¿no es cierto?
—¿Es eso verdad? —Annika estaba totalmente desconcertada.
—¿No lo sabías? —Lindroth la miró satisfecho—. Y todavía tengo más. Ésta es una carta de Petrus Wiik, es decir, del anciano padre de Andreas, que le sobrevivió. Contiene un relato muy singular escrito por él. ¿Entiendes, Annika? Su lectura es apasionante. Poco a poco se ve y se entiende como unas cosas están relacionadas con otras… Y cuando uno piensa que esta carta ha estado mucho tiempo en el archivo de Vadstena, tan lejos de aquí (tiene que haberse traspapelado), y que aparece precisamente en estos días…, es realmente sorprendente, y uno se pregunta si todo esto es una casualidad o… Bueno, escúchame bien, Annika, aquí está la carta.
Lindroth volvió a clavar sus ojos en Annika. Luego, comprobó que estaba abierta la ventana que daba al jardín. Se levantó y la cerró.
—Cerraremos las ventanas para poder hablar sin que nadie nos moleste —dijo y se sentó de nuevo. Le brillaban los ojos y tenía un aspecto misterioso.
—¿Una carta de Petrus Wiik? —preguntó Annika asombrada—. ¿Cuándo la escribió?
—Está fechada el diecinueve de septiembre de mil setecientos ochenta y cinco, un día después del entierro de Andreas. Empieza diciendo que la carta no se debe abrir hasta que todos los miembros de las familias Wiik, Selander y Braxe hayan dejado esta vida, y hayan transcurrido, al menos, cincuenta años. Esto lo dice aquí, ¿ves? Está escrito con una pluma de ganso, de las que se usaban en aquel tiempo. Después viene su confesión, pues se trata de una verdadera confesión, Annika. Dice así:
Lo que ahora voy a escribir aquí, en este papel, prometí en otro tiempo no confiárselo nunca a nadie.
—Así, pues, va a contar cosas muy importantes, como ves. Después continúa:
El Todopoderoso tenga misericordia de mi alma. Los días de mi vida están contados, por eso mi conciencia me exige que haga esta confesión.
Lindroth suspiró y sacudió la cabeza.
—Si, presentía que ya no iba a vivir mucho, y tenía en la conciencia algo que le oprimía… ¡Pobre hombre!
El 16 de junio del año 1763, hacia las seis menos cuarto de la tarde, fui llamado a la quinta Selanderschen. Emilie Selander, la señora de Braxe, me recibió en su cuarto de verano, situado en el desván. No había nadie más. Emilie me contó que sabía que iba a morir pronto.
Lindroth hizo de nuevo una pausa y suspiró.
—Ahora viene lo que debes escuchar atentamente, Annika.
Fue una promesa extraña y horrible la que Emilie me obligó a hacerle aquella tarde. Me pidió que, cuando ella muriese enterrara en secreto su cadáver junto al de Andreas, en la tumba del Monte de la Horca, en la que creíamos que descansaban los resto de mi desafortunado hijo. Emilie me hizo jurar que lo haría.
Lindroth se pasó un dedo por las cejas y murmuró:
—A mi entender, entre Emilie Selander y el joven Andreas Wiik tuvo que existir algo; algo, según parece, muy serio. Pero ella estaba casada y…, bueno, si, ése era asunto suyo, pero… aquí hay muchas cosas oscuras… Y prepárate a oír lo que dice a continuación. Creo que es una coincidencia muy extraña, si se piensa en lo que decía el periódico esta mañana. Escucha:
Emilie deseaba también que aquella funesta estatua de madera que ella misma guardaba en el banco de su cuarto fuera enterrada con ella…
—¿En el Monte de la Horca? —exclamó Annika asombrada—. ¿Podría estar la estatua en el Monte de la Horca? ¡Eso tendría que haberlo pensado Jonás!
Lindroth continuó leyendo:
Pero yo me negué con todas mis fuerzas a enterrar la estatua de madera junto a Andreas y Emilie. Porque estoy convencido de que la estatua que Andreas trajo de una tumba en Egipto fue la raíz de todas sus desgracias posteriores. No se profana impunemente algo que ha sido destinado al reposo sepulcral.
Lindroth hizo de nuevo una pausa y reflexionó.
—Bueno, ahora entra en acción Petrus Wiik —comenzó, y continuó leyendo con voz profunda:
El 1 de julio del año del Señor de 1763, Emilie dejó esta vida terrena, y yo cumplí mi promesa, lo reconozco aquí humildemente. Con la colaboración del ayudante del verdugo, Knut Mattson, la noche siguiente al día del entierro fui a la iglesia de Ringaryd, abrí la tumba de los Selander, saqué del ataúd el cuerpo de Emilie, puse en su lugar un objeto pesado, coloqué el cadáver en una sencilla caja de pino y lo enterré en el Monte de la Horca. Con la imagen, procedí de forma diferente.
—¿Has oído, Annika? —Lindroth la miró con los ojos muy abiertos.
—Si, es horrible —susurró ella.
—Y eso no es todo. Todavía vas a oír más. Realmente, la vida no fue fácil para ese pobre hombre. Después, escribe… Bueno, a lo mejor es demasiado largo para leerlo… Te lo resumiré. Viene a decir que Andreas no estaba en el Monte de la Horca. No había muerto; fue otro el que se suicidó y ardió en la casita de Andreas y fue enterrado después en ese monte. Pero eso no lo sabía nadie, pues Andreas no estaba en Suecia, sino que se encontraba en Suramérica haciendo un viaje por encargo de Linneo. Y no se enteró de nada hasta que regresó. Para entonces, Emilie ya había muerto.
Lindroth hizo una pausa y se sumergió en sus pensamientos. Annika esperó en silencio.
—Puedo imaginarme lo que debió de sentir el anciano Petrus Wiik al verse obligado a guardar su horrible secreto mientras contemplaba como Andreas visitaba afligido la tumba de Emilie en la iglesia, donde ella no estaba. Esto tuvo que…, bueno, al fin ya no pudo aguantar más y le contó a Andreas lo que le había pasado a Emilie. Le contó que, convencida de que él se había suicidado y estaba enterrado en el Monte de la Horca, había querido ser enterrada junto a él y… ahora estaba junto a un hombre desconocido… y no en la iglesia. Fuera de sí, Andreas pidió a su pobre padre que, cuando le llegara la hora, se encargara de sepultarlo junto a Emilie. Él sabía que ya no le quedaba mucho tiempo de vida, pues había contraído en las lejanas tierras tropicales una enfermedad que en aquellos tiempos era casi incurable. De hecho vivió hasta 1785; pero, cuando regresó tan enfermo y desdichado, no creía que iba a vivir tanto tiempo…, pensaba que pronto se reuniría otra vez con Emilie. Si, realmente Petrus Wiik tuvo un destino cruel. Así lo escribe en su confesión: «Por tanto, hice otra vez la horrible promesa».
Lindroth se frotó la nuca y dijo con énfasis:
—Sin duda enloquecieron los dos, el uno después del otro. No me explico cómo Petrus logró resolver la situación. Primero, Emilie quiso que la enterraran en el Monte de la Horca porque creía que Andreas estaba sepultado allí; después, Andreas quiso descansar allí porque ella yacía en aquel lugar. Tuvo que ser muy penoso para el pobre Petrus satisfacer semejantes deseos. La carta termina de la forma siguiente:
En el día de hoy, 19 de septiembre de 1785, he cumplido también esta promesa y, con el ayudante del verdugo, Knut Mattson, he prestado a mi hijo Andreas el mismo servicio que en otro tiempo presté a la pequeña Emilie.
Lindroth enmudeció y se secó una lágrima sin tratar de disimularlo.
—Si, este anciano es conmovedor. A fin de cuentas no era ya un muchacho cuando solucionó esas difíciles situaciones… Pero tenía corazón…, era un hombre bondadoso. Entiendo su proceder. A veces, las personas tienen un último deseo en su lecho de muerte… y es muy difícil decir que no al… que va a partir enseguida, ¿sabes, Annika? La letra refleja cómo le temblaba la mano. Sin duda estaba muy impresionado. Su letra es temblorosa, y resulta difícil leer las últimas líneas. Más adelante dice:
¡Pido a dios que se apiade de mi pobre alma en la eternidad! Amén.
—¡Pobre Petrus Wiik!
Ambos meditaron un rato en silencio.
Annika pensó que Lindroth debía leer las cartas.
—Bueno —dijo ella—. Hay una cosa que…
—Si, Annika…
Lindroth se inclinó hacia ella por encima del escritorio para oír mejor, y Annika le habló de las cartas del estuche y le explicó su contenido en pocas palabras.
—Si quiere, las puede leer usted mismo —le ofreció con entusiasmo—. Puedo traérselas ahora mismo.
—Si, por favor. Me gustaría leerlas…
Lindroth la miró con ojos expectantes. Annika se levantó. El pastor la acompañó por el jardín hasta la puerta.
—Bien, Annika, estas cosas son apasionantes. Ahora sabemos dónde se encuentra su tumba, cosa que siempre había deseado saber. Pero imagínate: tenemos a un discípulo de Lineo en el Monte de la Horca… Debemos resolver todavía varias cosas en relación con este asunto y colocar allá arriba algo que recuerde su memoria. Pondremos una lápida… Imagínate el valor de Petrus Wiik al atreverse a hacer una cosa así. Eso le honra, creo yo; fue un gesto valeroso y demuestra que tenía buen corazón.
Estaba junto a la puerta del jardín. Annika se encontraba ya en la calle:
—Adiós, volveré enseguida con las cartas.
Lindroth asintió con la cabeza. Mientras tanto, él prepararía todo para fotocopiar las cartas, le explicó. Después… Bajó el tono y susurró:
—Y luego, ¿no podríamos bajar tú y yo a la vieja cripta de la iglesia y examinar las sepulturas de los Selander? Podríamos bajar y orientarnos un poco, digo yo. Tengo la llave.
Annika se dio prisa y pedaleó con todas sus fuerzas. No vio a Jonás ni a David. En cierto sentido, eso era una ventaja. Pero, al llegar a la quinta Selanderschen, se encontró allí con los dos. Ella creía que Jonás se opondría a que le llevara el estuche a Lindroth, pero resultó que no fue difícil convencer a David y Jonás de que el pastor debía compartir el secreto de las cartas.
No dijo, en cambio, que Lindroth y ella pensaban bajar al panteón de los Selander. Sabía que Jonás no podría dominarse, por lo que no era conveniente que la acompañara.
Lindroth la esperaba delante de la iglesia. Primero, dejaron el estuche en la sacristía. Luego, bajaron la escalera de la cripta. En la iglesia, el padre de David tocaba al órgano una triste melodía que los acompañó mientras se dirigieron al panteón.
Lindroth sentía curiosidad y estaba nervioso.
—Te confieso, Annika —observó—, que no me dan miedo los muertos. Son más impresionantes las leyendas, creo yo.
Metió la llave en la cerradura de una vieja puerta de hierro, que se abrió. Abajo no había luz eléctrica, y tuvieron que contentarse con un viejo farol que Lindroth guardaba en un armario de la sacristía. Seguía hablando entre dientes mientras bajaban las estrechas escaleras. Los escalones eran altos y de piedra. Hacía frío y había humedad; una brusca corriente de aire les dio de frente, y la luz osciló. Annika no se atrevía a mirar a los lados. Veía confusamente los contornos de las oscuras sepulturas, que se dibujaban entre las columnas, bajo la bóveda.
—¿No es escalofriante, Annika? —preguntó Lindroth sonriendo.
—Si, un poco…
—Por fin hemos llegado… Ahí al lado tenemos el panteón de los Selander. Creo que yo…
Lindroth tenía que caminar muy encorvado. Se detuvo y alumbró con la linterna. Alargó la mano y golpeó la tapa de una sepultura. El eco resonó.
—Éste es el ataúd de Emilie —dijo—. Aquí es donde debería yacer… Pero aquí no está…, al menos, según la confesión que acabamos de leer. A no ser que volvieran a traerla más tarde. Pero sobre esto no hay ningún documento… De modo que… ¿Cómo decía la confesión? Sí, que el padre de Andreas sacó el cadáver del ataúd y puso en su lugar un… un objeto pesado…
Los ojos de Lindroth brillaban. El resplandor del farol le daba un aspecto extraño y misterioso.
—¿En qué piensa?
—¿Sabes, Annika? —la voz de Lindroth sonó un poco soñadora—. Creo que comprendo lo que Petrus Wiik hizo —fijó sus grandes ojos claros en Annika—. No me sorprendería que ese objeto pesado…
De repente se interrumpió, como si se hubiera mordido la lengua; levantó el farol y dio medio vuelta precipitadamente.
—No, no era nada —dijo—. Vamos, Annika. Tenemos que volver. Ya hemos visto el panteón de los Selander.
Annika suspiró aliviada cuando se encontraron de nuevo en la iglesia. El sol brillaba a través de las cristaleras policromadas, y el padre de David seguía tocando en el órgano la misma triste melodía.
Annika regresó a casa en bicicleta. Unas horas después, Lindroth la llamaba por teléfono. Había leído las cartas y no pudo evitar llamarla. Estaba muy impresionado.
—Si, no he podido interrumpir la lectura, y no me avergüenza admitir que se me han saltado las lágrimas varias veces.
Sin duda, la suerte de Emilie había conmovido a Lindroth.
—Una mujer encantadora, tan fuerte y a la vez tan débil, tan llena de amor. Pero ahí está el secreto, ¿sabes? Los verdaderamente fuertes son los que en esta vida saben ser dulces y están llenos de amor… ¿No lo has observado, Annika?
—Si, bueno, ahora que usted me lo dice, comprendo que el débil está siempre tan ocupado consigo mismo que no presta atención a los demás. Pero ¿qué opina de Andreas?
Lindroth tosió ligeramente.
—Bueno, es, por así decirlo, un espíritu grande, eso se nota. Sus pensamientos son muy profundos y originales, aunque no acabo de entenderle. Andreas Wiik es una persona interesante, pero yo, personalmente, he comprendido mejor a Emilie.
—Yo también. Creo que, de alguna manera, es la más buena —añadió Annika.
—Quizá… De todas formas te agradezco muchísimo que me hayas permitido conocer los extraños destinos de estas personas, Annika. Tengo que admitir que me han dado mucho que pensar…