Once

—DÉME LAS LLAVES DEL COCHE —me ordenó Rafa, de pie en la vereda de la heladería, con un cucurucho en la mano.

—¿Para qué? ¿A dónde piensa ir?

—Quiero cruzar a Corrientes. Si en algún momento tenemos que rajar de la provincia, el puente es el mejor camino. Pero precisamos que los controles nos conozcan y se familiaricen con el coche.

—De acuerdo, pero por qué quiere ir solo.

—Yo no dije que quiero ir solo. Lo que quiero es manejar ese auto.

—No se ofenda, Rafa, pero manejo yo. El seguro está a mi nombre —y caminé hacia el estacionamiento.

Rafa tiró el helado en un cesto, farfulló algo y me siguió. Podía sentir su odio en mi espalda; estaba profundamente herido.

Conducir el Galaxy era una delicia. Se dejaba llevar como una hija pequeña. El calor del atardecer, húmedo y pesado, se alivió enseguida gracias al aire acondicionado del coche, que puse al máximo. Salimos por la avenida Sarmiento.

El tránsito a esa hora era intenso pero fluido. Resistencia y Corrientes son dos ciudades con vidas paralelas; pero esas paralelas se tocan a primera hora de la mañana y a la del crepúsculo, cuando el puente es una doble víbora de vehículos.

En quince minutos divisamos, a lo lejos, las torres del enorme puente mientras a nuestra derecha comenzaba a acelerarse la caída del sol. A esa altura de fin de año se pone después de las nueve. Hasta ese momento es sólo una noche teórica, virtual.

—¿Puedo preguntarle quién lo llamó por teléfono?

—Mi hermana. Sugirió que hiciéramos lo que estamos haciendo.

—¿Novedades?

—Agarraron a Pura y a Frank en Samuhú, esta tarde. Ya los deben haber traído a Resistencia. Y parece que ella está herida.

Me sentí como si Rafa me hubiera clavado una puñalada en la boca. Quizá era por el whisky con maníes, pero tuve una arcada y por dentro me ganó una horrible sensación de acidez.

—¿Y Victorio y la chica?

—Hasta ahora zafaron.

Encendí un cigarrillo. Estaba tan alterado que me costaba concentrarme en el manejo y en un momento dado me salí del carril. Rafa hizo un comentario irónico acerca de mi estilo de conducir. Yo abrí la ventanilla para que entrara aire puro pero lo que entró fue una vaharada de vapor, caliente y espeso.

—¿No le parece que en lugar de andar paseando deberíamos buscar un abogado para presentar un hábeas corpus?

—Ya lo hice. Llamé a Paco Goldbaum, que es el único abogado en Resistencia que se puede ocupar de un asunto como éste. Lleva cuarenta años defendiendo presos políticos y visitando cárceles.

Cuando llegamos al control de la Gendarmería había una cola de autos inusualmente larga. Los uniformados miraban dentro de cada coche, estudiaban las caras y a algunos, al azar, les pedían abrir el baúl o hacían bajar a los pasajeros. Los autobuses se estacionaban a un costado y dos gendarmes los revisaban exhaustivamente. Cuando nos tocó el turno, un oficial me pidió los documentos del coche y el registro de conductor.

—Dentro de un rato me van a tener que meter en cana, oficial —le dijo Rafa, en tono chistoso—. Este hijo de puta me debe doscientos mangos y si no los recupera en una hora en el casino, lo voy a tirar al río de una patada en el culo.

El tipo se rió.

—Juéguele al 29 y se salva —me dijo a mí, guiñándome un ojo, y me devolvió los papeles. En ese momento se le acercó otro gendarme y le dijo algo.

—¿Todo esto es por el quilombo de los bichos esos? —pregunté.

—Sí, pero no pasa nada... —desdeñó el oficial.

—Entonces larguen todo y vengan al casino, que si no sale el 29 serán testigos de un asesinato —dijo Rafa.

—Calláte, viejo choto —dije, siguiéndole la broma, y puse la primera.

—Que tengan suerte —dijo el oficial, riéndose, y a Rafa—: Y usté, abuelo, cuídese los nervios.

Metros más adelante, en la garita de cobro, pagué el peaje y pregunté a qué hora se encendían las luces del puente. La chica me dijo que en cinco minutos más.

—El abuelo está estrenando coche, ¿sabe? —le dije, y cabeceé hacia Rafa—, pero no sabe manejar.

La chica sonrió. Era preciosa y tenía los dientes chiquitos como granitos de arroz.

—Que lo disfrute, abuelo —dijo.

Arranqué y Rafa rumió, en voz baja:

—Abuelo y la puta que los parió a todos.

Cruzamos el puente y entramos a Corrientes por la Costanera. Como debíamos quedarnos allí por lo menos una hora, lo invité a un trago en el Hotel de Turismo y a una ficha en el casino.

—Me doy cuenta de que he vivido bastante crotamente toda mi vida —dije en cuanto vaciamos el primer whisky, sentados en la veranda del hotel, frente al río que transcurría plácido y bello a la luz de la luna, detrás de los chivatos florecidos—. Y ahora me parece terrible comprender que quizá uno puede estar haciendo las últimas cosas de su vida sin darse cuenta de que son las últimas.

—Suena espantoso —dijo Rafa.

—Así que bien podemos regalarnos un poquito de vida bacana, ¿no le parece? —y brindé en el aire, encargando la segunda vuelta.

Rafa miró su reloj.

—Son las nueve y cuarto —dijo—. Tenemos tiempo de jugarle una ficha al 29 e incluso si quiere después podemos ir un rato a un burdel.

—No, yo jamás pagué una mina.

—Yo las pagué todas —dijo él, con una sonrisa irónica.

—En el amor siempre se paga.

—Parece Marín, Cardozo. Mejor cállese.

Nos reímos y permanecimos un rato en silencio, bebiendo. La noche era hermosa y había bajado la temperatura. Es lo que me maravilla de Corrientes: en la noche y junto al río siempre refresca. Resistencia, del otro lado del Paraná, sigue siendo un horno.

Al cuarto whisky, Rafa dijo que mejor parábamos la mano por si teníamos que ser útiles en algún momento de esa noche. Entonces lo invité a entrar al casino.

—Si quiere lo acompaño —dijo poniéndose de pie—, pero a mí no me interesa tentar a la fortuna.

—Es que quiero saber a cuál categoría pertenece usted.

Atravesamos el jardín, la piscina y la sala de juegos electrónicos y máquinas tragamonedas.

—Frank una vez me contó cómo era Las Vegas —comenté mientras caminábamos—. Algo así, pero a lo bestia...

—Yo pertenezco a la categoría de los boludos que todavía quieren creer en alguna utopía y mientras tanto les encanta hablar de literatura. Una raza en declive, próxima a la extinción. Una especie final, digamos, darwinianamente destinada a desaparecer.

Pagué las entradas y cambié cincuenta pesos. Me alcanzaron para coronar cuatro veces el 29. Pero el croupier cantó colorado el 5, negro el 8, negro el 11 y negro el 22. Cuando esta última bola estaba rodando Rafa se dirigió al bar, donde en un televisor un noticiero informaba que habían llegado a Resistencia el terrorista norteamericano y su concubina. Se veía una ambulancia llegando al Perrando en medio de la consabida agitación periodística, y se resumía el último parte médico que declaraba el estado estacionario de Pura, quien había recibido un balazo en un pecho. Después de un fugaz fundido se veía a Frank pasando velozmente ante las cámaras en medio de un aparatoso operativo policial: demacrado, exhausto y sucio, y esposado a un par de policías, era zarandeado en el trayecto desde un camión celular al interior de la Jefatura de Policía. Enseguida se pasaba a las declaraciones del juez de la causa y a una serie de miserables pronunciamientos de políticos de todos los partidos.

Salimos del casino y caminamos hacia la playa de estacionamiento sumergidos en un silencio denso.

Entonces me acordé de un sueño horroroso que había tenido la noche anterior, y lo evoqué en voz alta: una señora viene a una fiesta en mi casa, y yo sé que es La Muerte. Negra y vieja, arrugada como una tortuga, huesuda y hasta maloliente, sin embargo es majestuosa en su andar. Es evidente que anda buscando a alguien a quien llevarse esa noche. No es a mí, pues ni me mira, lo cual de todos modos no me tranquiliza. Pasa a mi lado y huelo su perfume ácido, azufrado, y me distraigo pensando en otras cosas. De pronto cambia la música de la fiesta y se me acerca otra mujer, ésta bastante mayor pero todavía lozana y muy elegante, con un hermoso chal de hilos de plata bordados cubriéndole los hombros, y me da charla. Es culta, le sobra clase y me resulta muy agradable. Mientras charlamos animadamente, veo cómo La Otra sale por la puerta principal con una muchacha joven que llora pero no puede resistirse a su magnetismo. Me enfurezco y, alterado por la rabia que siento, protesto y grito que esas no son formas de proceder. La que está a mi lado se ríe entonces con muchísima gracia, como una mujer española, y me dice: “Hombre, tú sí que tienes estilo...”. Luego se acaba la fiesta y en la siguiente escena estamos ella y yo solos, y cuando esta mujer me abraza yo la veo más joven y más guapa. De pronto la deseo y cuando nos vamos a besar y ella se me entrega y me dice “tómame, hombre”, algo me ordena que no acepte el convite, y empiezo a sentir frío, y un olor raro, y me pregunto qué me pasa y me descuido, me distraigo, y entonces ella me besa en la boca pero yo cierro los labios justo cuando los va a atravesar una lengua metálica, helada y larguísima, como un sable, y aprieto la boca, desesperado, y sacudo a la mujer y la empujo hacia la ventana, y ella cae al vacío y lo que escucho es una escalofriante carcajada que se pierde en el aire y en la noche, y me despierto sofocado, jadeante y con unas palpitaciones que parecen de perro.

—Un sueño fálico —dijo Rafa—. Esa lengua...

—No, la suya, es un estilete que hincha las pelotas.

—Las pinchará, en todo caso.

—No me bastardee el sueño, viejo, que fue bastante interesante.

Rafa entonces dijo “está bien, disculpe” y como para cambiar de tema me preguntó cuál había sido la última bola.

—Negro los dos patitos.

—Entonces lo voy a asesinar arriba del puente.

AL LLEGAR A RESISTENCIA le dije que iba a pasar por el diario unos minutos, para ver si estaba todo en orden con el cierre de mi página.

—No pienso esperarlo ni un segundo —dijo él—. Quédese usted y al coche me lo llevo yo. Nos vemos a las once en punto en la barra, junto al teléfono. No creo que pueda bancarme los comentarios de la mesa.

—Está bien, pero mire por dónde va —repliqué secamente—. Mucho ojo.

No había problemas con el cierre de mi página, así que me dediqué a repasar las informaciones que la gente leería al día siguiente: desde la primera plana y hasta la página 5 se contaba que los delincuentes —tal la categoría aplicada a los miembros de “la banda”— habían protagonizado un feroz tiroteo cerca de Quitilipi, con fotos de un jeep incendiado sobre un puente. Se desarrollaban la fuga por la ruta 89, la caída de Pura y Frank en Samuhú, se informaba que ella había resultado herida y que en efecto estaba grave, se narraba la huida de Victorio y Clelia y había una sucesión de detalles como el robo de varios automóviles, asaltos a armerías, estaciones de servicio, bares, hoteles y hasta comisarías. Un poco más y se los acusaba de haber matado a millones de judíos en las cámaras de gas.

En las páginas 6 y 7 se aseguraba que habían abandonado a los hipopótamos bebés en algún punto de la Cañada Rica, pero nadie podía precisar el sitio exacto, si bien se calculaba que entre Charadai y Samuhú. Había mapas de la región y fotos de los bichos. En cuanto a Alberto y Lidia, se los seguía buscando por toda la zona del Cerrito, sin resultados. Había un recuadro alarmista sobre las denuncias de hipopótamos vistos en el Club de Regatas, en la costanera correntina y en Paso de la Patria. En otro se recogía la versión de que la hembra estaba preñada de mellizos; en otro se advertía sobre la peligrosidad de estos animales. En la 8 y 9 se conjeturaba acerca de la inexplicable actitud de la joven Clelia Riganti, de quien en un principio se dudó que estuviera implicada voluntariamente en el atentado, pero a la luz de los acontecimientos no quedaba duda, etcétera, etcétera. Se ilustraba con fotos del padre, la madre y los hermanos Riganti, todos llorando e incapaces de explicar “lo que le pasó a la nena”. Y así todo el diario: en la 10 los prontuarios subversivos de Pura y de Victorio, seguramente exhumados de alguna oficina de espionaje de la época de los militares; en la 11 una nota sobre “la azarosa vida de Frank Woodyard: de Vietnam a Barranqueras” plagada de fantásticas andanzas y con singular ensañamiento por el hecho de haber abandonado los hábitos y la fe católica. Después se sucedían notas llegadas de Buenos Aires, con opiniones diversas. El presidente de la república, que siempre hacía declaraciones sobre cualquier cosa, evitaba referirse a estos hechos. En las páginas centrales, el gobernador y su gabinete se resistían a presentar sus renuncias ante la Legislatura provincial, lo que generaba una crisis sobre la que oficialistas y opositores discutían a lo largo de medio diario.

Alcancé a comer un par de empanadas de carne en el bodegón de la vieja Grossi, al lado del diario, y a las once menos diez llegué a La Estrella. Rafa estaba tomando un whisky en la barra, y charlaba animadamente con el viejo Terada y con Yoshio. A pocos metros, en la mesa del fondo, el contador Fagúndez, de pie a espaldas de Santoro, sostenía a los gritos que nada de lo que decía no sé quién tenía asidero y que él tenía la posta de que esa misma noche se acababa la joda porque si no se acaba ya van a ver yo sé lo que les digo.

Me di cuenta enseguida de que todos habían visto y oído los noticieros de la noche, por los horribles comentarios que se escuchaban. Los Juanes, Cortito, los hombres de Derecho y Klimovsky me llamaron con grandes aspavientos. Les devolví una sonrisa y con la palma de la mano les dije que más tarde estaría con ellos, mientras pensaba que la miseria humana, realmente, a veces no tiene límites.

ESTUVIMOS ACODADOS en la barra hasta pasada la medianoche. De un par de mesas se nos reclamaba con insistencia, obviamente para que Rafa y yo nos pronunciáramos en el mismo asqueroso sentido que la mayoría, o bien para que desnudáramos nuestro miserable apoyo a “esos canallas que habían traicionado las ilusiones de la gente y puesto en ridículo el hasta ahora impoluto nombre de la provincia y de la Argentina misma”, como cacareaba Bilangieri acomodándose el parche.

Entonces, no sé cómo hizo Rafa pero cuando no tuvimos más remedio que sentarnos elaboró un comentario vago, ni comprometedor ni condenatorio, y mientras le pasaba un brazo por el hombro a Cortito Domínguez le preguntó sobre su experiencia en problemas con el público. Cortito adora ocupar el centro de la atención narrando sus historias de empresario cinematográfico, así que se lanzó como un caballo a recordar el episodio de la señora de Flores Sánchez, en el ‘72, cuando el auge de la literatura, el cine y el arte comprometidos. Aquello provocaba que hasta la gente mayor fuera llevada, a veces por hijos o por nietos, a cierto tipo de manifestaciones culturales que se suponía les eran ajenas. La señora de Flores Sánchez había arribado de España en el ‘32, recién casada con Don Manuel, y había sido una mujer encantadora y salerosa hasta que se enteró de que toda su familia había muerto al final de la guerra civil. Por supuesto, cuando dieron Morir en Madrid en el “Café Cinema Lumiére”, por entonces una de las últimas invenciones de Cortito, sus hijos la llevaron, acaso para que ella se reencontrara con su propio pasado. Fue una inconsciencia: porque sucedió que en la famosa escena en que aparece el cura, la señora de Flores Sánchez empezó a gritar, repentinamente enloquecida: “¡Ése es mi hermano, ése es mi hermano, ése es mi hermano!”.

Tan fuerte fue la impresión que le produjo a la pobre mujer ver a su hermano sacerdote, cuarenta años después y en un film y joven y aún vivo, que sufrió un infarto y cayó desplomada a los pies de su butaca.

La pequeña sala se conmovió, alguno le gritó a Cortito que detuviera la proyección y encendiera las luces, mientras alguien salía corriendo a buscar un médico. Por suerte, en la fiambrería de enfrente estaba el Doctor Matta comprando butifarras y chorizos, y alcanzó a atender a la infartada. El asunto fue comidilla de la ciudad durante varios días y en La Estrella hubo una riquísima discusión sobre los vínculos entre ficción y realidad, cine-verdad, cine-testimonio y demás.

Rafa, y me pareció admirable su dominio escénico, retomó su tono más profesoral:

—Como ustedes ven, en la historia, al igual que en la poesía y la literatura en general, hay la corriente de los sentidos y la corriente de las ideas. La primera es el arte y la segunda buenas intenciones. Pero éstas sólo serán arte si provienen de los sentidos...

Eso es lo grandioso de Rafa: es capaz de concitar la atención del auditorio con cualquier discurso. Y es capaz de hacer pensar, o al menos les crea la ilusión de que piensan, a tipos de esa calaña.

—La idea, que es buenísima —continuó—, no es mía. Es de Nabokov hablando de Proust. Stevenson también hablaba de los sentidos. Y desde luego Borges, que siempre repetía todo lo de Stevenson.

—Bueno, pero que ahora diga qué quiere decir todo eso —Juan el peluquero al Perro—. Porque si no, no se entiende un carajo.

—Lo que quiero significar —y advertí que Rafa escogía con cuidado las palabras, en un alarde de su cinismo— es que en todas las culturas el arte es más importante que la búsqueda de Dios, o que la escisión entre el Cielo y el Infierno. Se trata de buscar la perdurabilidad y no el pronunciamiento eventual, que puede ser vacuo. Y sin embargo, fíjense, también es cierto que todo el arte es resumible de la manera más asquerosa, porque no tiene utilidad, no sirve para nada. Y porque es infinito. Y si encima lo resumimos burdamente (afirmar, por ejemplo, que Buonarroti pintaba ángeles y Rubens puras gordas; o que Mozart o Bartók sólo cumplieron con sus ganas de asociar sonidos; o que el Quijote es un loco que anda a caballo acompañado por un gordo ridículo que monta en burro; o que Madame Bovary y Rojo y Negro son cuentos de señoras infieles y culposas; o que Rayuela, es el enrevesado asunto de un argentino en París que se burla de los argentinos y de los franceses; o que Pedro Páramo es un relato de muertos que hablan o que, vamos, todo Hemingway es un conjunto de matones y borrachos) quiere decir que hay otra cosa que hace grande y necesario al arte, ¿verdad? ¿Y qué sería eso que está más allá de la simplificación, amigos? Ni más ni menos que el sen-ti-mien-to que se produce en la gente, en los artistas: no el cuadro sino la emoción de lo pintado. No la sinfonía sino la vibración que nos conmueve. No el cuento sino la manera como está narrado. El modo, pues, la manera de emerger y de fluir, que tanto tiene que ver con el espíritu y la pasión del productor, con su formación y su habilidad. El estilo, quiero decir, que deviene del sentimiento pero que a su vez lo genera. El arte, por lo tanto, consiste en la seducción y el asombro que produce. En la agonía que sentimos. Eso que nos hace creer que pasa lo que pasa cuando sabemos que no pasó más que en la imaginación del autor. Porque no es lo mismo un escritor que una persona que publica libros, ¡por Dios! Y esto es fundamental, porque así aprendemos a distinguir a los escritores (que no son tantos) de los tipos que publican, que son miles. Y distinguimos la literatura dietética de la densa, que es tensa por definición, yo diría, como una línea de pescar que tiene un dorado en la punta, bien ensartado en el anzuelo. Diferenciamos también a los músicos de los que tocan instrumentos. A los pintores de los que manejan pinceles y colores. Por lo tanto, todo el arte se puede resumir de la manera más grosera, obscena y asquerosa, pero sigue y seguirá siendo más importante e imperecedero que Dios mismo, si existe, y que el Cielo y el Infierno prometidos y temidos en todas las épocas. Y todo esto es lo que no debemos olvidar jamás. De manera que los hipopótamos no dejarán de ser un sueño imposible, claro que frustrado. Y finalmente, y puesto que de sueños se trata, no tiene ningún sentido abrir juicios lapidarios sobre la amistad y mucho menos sobre el comportamiento de los que siempre hemos creído nuestros amigos.

El muy canalla me guiñó un ojo y con un brazo levantado pidió otro whisky y un café y un vaso de soda. Después depositó ese brazo sobre el hombro de Cortito, mientras con el otro fumaba tranquilamente. La mesa permaneció en un desconcertado silencio durante unos segundos y creo que jamás admiré tanto a Rafa. Le pedí a Terada que también a mí me renovara el whisky. Y como yo sabía que Rafa pensaba que con los mediocres y los ignorantes hay que ser implacable, para rematar la burla le tiré un bizcocho:

—¿No le parece peligroso tanto rodeo y prosopopeya, Rafa?

—Sade dice que lo único peligroso que hay en el mundo son la piedad y la beneficencia: Dolmancé en Filosofí dan le buduár, ¿recuerda? —y me obsequió una sonrisa de Tony Curtis.

—Por supuesto —y le devolví la sonrisa más equivalente que me salió.

—La verdá: no entendí ni mierda —dijo Klimovsky, poniéndose de pie.

—La cultura no ocupa lugar —dijo Marín a todos, acaso a García que curiosamente estaba despierto a esa hora, y posado en el respaldar de la silla de la petisa Alicia, quien le daba maníes colocándoselos de a uno en la palma de su mano.

El teléfono no sonó en toda la noche. Pasadas las tres de la mañana yo me fui a dormir, completamente borracho y bastante deprimido.