Dos

EL MEDIODÍA era un verdadero festival de luz que quemaba los ojos si se miraba el río. En los últimos cuatro días, noviembre había mostrado de lo que es capaz: 40 grados a la sombra con 98 por ciento de humedad durante dos jornadas; la tercera tarde se desató un tornado en Margarita Belén y durante esa noche la tormenta voló techos en toda la costa del Paraná y quebró la antena de la Prefectura. Luego se soltó un aguacero tranquilo pero inquebrantable que duró hasta la madrugada misma del día del arribo, que amaneció con un frío propio de julio hasta que a media mañana el sol radiante empezó a soltar un Norte que para la una de la tarde, hora de la ceremonia y luego de finalizadas las maniobras de amarre del Evita capitana, ya sofocaba a todo el mundo.

Aquel aciago mediodía en que estallaron las bombas y se torció la historia, todo Barranqueras vivía su fiesta mayor, como en los viejos tiempos de gloria cuando el puerto exportaba febrilmente tanino, maderas y algodón. El primer estallido se produjo inmediatamente después de que los animales fueron trasladados, mediante el uso de dos grandes grúas y ante las exclamaciones admirativas del público y los acordes de las bandas de música, de las bodegas del Evita capitana a un enorme camión de tres ejes al que seguía un largo remolque de doce ruedas especialmente acondicionado para transportarlos hasta los piletones de Obras Sanitarias. Estaba previsto que allí iban a ser revisados para su clasificación, vacunación y todo lo que hiciera falta en términos zootécnicos, según nos había explicado Albertito Parodi.

En el palco de honor el gobernador de la provincia, con todo su gabinete y varios representantes del gobierno nacional y del cuerpo diplomático, saltaron espantados mientras el aire se llenaba de esquirlas, humo, olor a pólvora y los primeros gritos de horror de la multitud. El palco se escoró hacia la derecha como un buque bombardeado del que huían y tropezaban funcionarios y cónyuges, el Obispo y sus secretarios, lo más representativo del empresariado chaqueño y las autoridades judiciales, el cuerpo legislativo en pleno y los más altos jefes del Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea, policiales, de Gendarmería y Prefectura, todos vistiendo sus mejores galas, pero ahora sucios y perdidos completamente todo empaque y compostura.

El estruendo de esa primera bomba paralizó todo y a todos, pero lo peor fue que inmediatamente explotaron otras, en una sucesión bastante bien sincronizada. Los bombazos se sucedieron rápidamente y, en medio del desbande, el caos generalizado y los gritos de la gente, todos vimos cómo Victorio se trepaba al camión aprovechando el desconcierto y lo ponía en marcha.

El Scania arrancó tronando casi tanto como la última bomba, que explotó justo debajo de una de las grúas del muelle, a pocos metros del largo remolque ya cargado. La impericia camionera de Victorio sumó confusión al caos: atropelló una barda lateral del palco oficial, provocando la estampida de los caballos de la guardia de honor de la policía; éstos, en su galope, zamarrearon el palco de tal modo que acabó de venirse abajo sobre un puesto de choripanes y hamburguesas, con el consiguiente griterío que se produce cuando se cae una tribuna. El Scania, convertido en un bramante monstruo imparable, arrasó la frutería que está en la esquina de la Prefectura y, de paso, abolló completamente el Mercedes Benz del gobernador y varios otros coches último modelo. El estropicio parecía perfecto y el griterío era ensordecedor, los destrozos causados por las bombas todavía arrojaban una lluvia de esquirlas y escombros desde el cielo, y ya atronaban el aire los histéricos sirenazos de la policía y los bomberos y las primeras ambulancias, cuando el camión consiguió enderezarse sobre la avenida.

Pero al doblar la primera curva y enfilar hacia el camino que lleva al puente Chaco-Corrientes y a la Isla del Cerrito, en medio de la calzada y delante del Scania, de repente se plantó una jovencita de jeans y zapatillas que hizo lo único que en ese momento podía detener a Victorio y al camión: se quitó la camiseta y dejó al descubierto dos pechos magníficos, ofrecidos al radiador de la máquina.

Victorio, que seguro hubiera atropellado a un batallón de infantería, clavó los frenos y empezó a hacerle señas a la muchacha para que se quitara de su camino, mientras la insultaba con su más grosero rosario de imprecaciones.

La chica aprovechó ese frenazo para correr hacia la puerta derecha del camión, trepó los dos escalones y dando un portazo se sentó junto a Victorio y le dijo algo, tan imperativa que él soltó a un tiempo freno y embrague y el Scania dio un salto hacia adelante para empezar a perderse velozmente por la avenida.

—Carajo, es la Clelia Riganti —dijo Rafa, espantado—. Esa chiquilina está completamente loca.

—Dát’s it —dijo Frank Woodyard, escupiendo el pucho. Y agarrando a Pura Solanas de un brazo, los dos salieron disparados hacia el viejo Citröen azul.

CON EL SCANIA a noventa kilómetros por hora, Victorio atraviesa la avenida del mercado y dobla por el camino que lleva al Club Náutico. Calcula que podrá sacar una ventaja de veinte minutos hasta que se organice la persecución.

—Todo el mundo va a venir detrás, piba. No sabés en qué lío te metiste.

—El que está en un lío sos vos —replica ella—. Yo después puedo decir que me secuestraste y me tenías de rehén.

Victorio hace una mueca de asombro mientras encaja un cambio y lanza la máquina a más de cien kilómetros por hora.

—Además de linda, inteligente —dice.

—Además de tarado, machista —dice ella.

—Ponéte la camiseta, hacéme el favor.

La chica lo hace. Victorio acelera a fondo. El pavimento está destrozado y a cada barquinazo el camión se ladea y el remolque es zarandeado como la cola de un barrilete. Un par de veces choca contra el terraplén de defensa levantado años antes, cuando las últimas inundaciones en tiempos de la dictadura.

—Vas a matar a esos pobres animales —dice ella.

—Peor hubiera sido dejarlos en manos de esos buitres.

—¿Cómo te llamás?

—Lagomarsino, Victorio.

—Uy qué solemne. Ahora decíme el número de tu D.N.I.

—¿Y vos?

—Yo me llamo Clelia —y sonríe sentándose sobre su pierna derecha, de espaldas a la ventanilla y mirando fijamente a Victorio—. Riganti, Clelia. D.N.I. número 24.388.333. Veintiún años, lee y escribe, sin profesión conocida, digamos estudiante. ¿Algo más?

—Sí, fijáte si nos siguen por aire.

—¿Helicópteros y esas cosas?

—Sí. Por tierra todavía no me van a alcanzar. Lo jodido es que me marquen por aire.

Clelia se asoma por la ventanilla y mueve la cabeza barriendo el cielo con la mirada.

—Lo único que vuela son mosquitos y alguaciles —dice—. Y podrías empezar a usar el plural, que no estás solo.

—¿Y cuál se supone que es tu papel en esta milonga?

—La chica que acompaña al héroe. Desde que me subí a esta cosa soy tu cómplice.

—¿Puedo saber por qué lo hiciste?

Clelia no responde. Saca una gomita de un bolsillo, con ambas manos en la nuca hace un mazo con su larga cabellera castaña y se la ata en forma de cola de caballo.

EL VIEJO CITRÖEN AZUL tarda unos segundos en arrancar. Sólo después del tercer intento, tose un par de veces y enseguida empieza a moverse hacia los costados, roncando como un gasolero de juguete.

Frank pone la primera y lo lanza hacia adelante tocando bocinazos para que la gente se aparte. Todo Barranqueras ha enloquecido. Diez minutos después de la sucesión de bombazos —una docena que Victorio había colocado estratégicamente— todavía el desconcierto es tal que nadie sabe qué hacer más que gritar y atropellarse como ganado.

—Será mejor que maneje yo, Frank —dice Pura—. Estás demasiado nervioso.

—¡Hijos de puta, sánof ebích! —grita él, enganchando la cuarta con el autito exigido al máximo a través de la avenida y sacando la cabeza por la ventanilla—. ¡Fáquiu, ásjol!

Y el Citröen toma el mismo rumbo que un poco antes tomó el camión.

Cinco minutos después, en la curva de Villa Rossi, estacionan junto a un paraíso, se bajan con toda naturalidad y abordan una F-100 verde que Frank ha robado en la ciudad esa misma mañana. Está estacionada a un costado del camino, bajo un frondoso jacarandá florecido, y al paragolpes trasero tiene enganchado un remolque de cuatro ruedas completamente entoldado, en cuyos flancos y en gruesas letras rojas reza: “Carnicerías La Libertad”.

Pura Solanas se pone al volante y los dos se colocan sendos sombreritos blancos.

—¡Jíer uí góu, Piura! —grita Frank cuando la camioneta salta hacia adelante.

MIENTRAS TANTO, Victorio ha hecho todo el camino del Club Náutico, paralelo al río y con rumbo aparente a la Isla del Cerrito. Pero al llegar a la rotonda disminuyó la velocidad al ver que el paso estaba cerrado por una camioneta de la policía y dos motocicletas. Vio que le hacían señas para que se detuviera. Contó cuatro tipos. No tenían armas en las manos. Sacó el pie del acelerador para que los policías creyeran que iba frenando el camión.

De refilón vio que a unos trescientos metros, en la entrada al puente sobre el Paraná, había un camioncito de la Gendarmería y algunos gendarmes controlaban el paso hacia Corrientes. Pero él jamás había pensado cruzar el río, precisamente porque era obvio que sería el paso más custodiado.

Entonces, cuando estaba a cincuenta metros de la camioneta, de repente aceleró a fondo. El Scania se lanzó como una locomotora y los policías se apartaron de su camino mientras desenfundaban sus armas y rodaban por la tierra. El camión pasó entre la camioneta y las dos motos dejando a los tres vehículos inservibles. Y en la rotonda se metió cincuenta metros de contramano y tomó la vía de acceso a Resistencia. Clelia iba, a todo esto, a los gritos, excitada y feliz como si estuviera en Disneylandia. Se oyeron varios disparos, pero muy atrás.

—¡Grande, ídolo! —grita ella cuando Victorio consigue estabilizar el camión sobre el pavimento, a ciento diez kilómetros por hora y después de provocar un choque múltiple en la rotonda distribuidora. Concentrado en el volante, rápidamente lleva la máquina hasta el cementerio privado de Monte Alto, unos seis kilómetros más adelante. Ahí sale de la carretera principal, toma un caminito de grava rodeado de malvones y petunias, destroza un pedazo de mampostería del arco de entrada —por el que jamás nadie imaginó que pasaría un camión de semejante tamaño— y arrastrando ladrillos y canteros, y pisando tumbas y lápidas, llega hasta el fondo del cementerio. Allí frena violentamente junto a la cerca de alambre tejido que limita el camposanto. Del otro lado transcurren, plácidas y cubiertas de carrizales y camalotes, las aguas del río Tragadero.

Victorio mide el terreno durante un par de segundos, y enseguida pone la primera y arranca, de modo que el camión tira abajo el alambrado. Luego da marcha atrás y ordena:

—Ahora bajemos, piba, que enseguida nos vienen a buscar.

Y en efecto, por la entrada del cementerio llega la F-100 verde. Pura la pone cola con cola con el camión. Sacan del remolque un chapón de acero y lo tienden a manera de puente que lo une al tráiler. Abren la compuerta y empiezan a golpear con palos los flancos del enorme acoplado. Los dos hipopótamos bebés cruzan el chapón, un poco abombados, y se meten en el remolque. Frank cierra la puerta, baja y ata la lona y dice:

—¡Biútiful bichitos! ¡Jíer uí ár!

Enseguida separan la camioneta y colocan el chapón a modo de rampa que desciende del tráiler hasta el suelo, para que los dos grandes hipopótamos puedan bajar, y todos menos Pura trepan a la F-100. Victorio se pone al volante, a su lado Clelia y después Frank, que mantiene la puerta abierta.

En cuanto Victorio engancha la primera y acelera en falso, Pura se mete adentro del tráiler y destraba la puerta del segundo compartimiento, en el que están Alberto y Lidia. Se asegura de que con sólo empujar podrán salir, y regresa corriendo y se trepa a la camioneta, junto a Frank.

—Listo. Ya se las van a arreglar para llegar al agua.

—Nunca los van a encontrar en estos pantanos —dice Victorio—. En cuanto rumbeen para la Isla del Cerrito y se hagan baqueanos en los bajos del Paraná y del Paraguay, ni Cristo los podrá encontrar.

—Dát’s it —dice Frank.

—¿Están seguros de que no hubiera sido mejor dejar a los cachorros con los padres, ché? —duda Pura súbitamente.

—Es mejor repartirlos, quedáte tranquila. Y además son cachorros pero sabrán sobrevivir donde los dejemos. Agua y verde es lo que no les va a faltar.

Arrancan y vuelven hacia la ruta, la cruzan y se internan por un caminito de tierra que atraviesa un tupido y vasto palmeral.

Veinte minutos después salen del otro lado del campo de golf, y a una cuadra del estadio de Chaco For Ever toman la avenida 9 de Julio, que conduce al centro mismo de la ciudad de Resistencia.