PASE DE DIAPOSITIVAS

BECKER era el segundo orador del programa, de modo que esperó pacientemente.

El hombre que lo precedía era un doctor, jefe de alguna especie de clínica de caridad en una de las subciudades. Alto, adusto y avejentado, hablaba con un zumbido monótono y no cesaba de pasar nerviosamente los dedos por su escaso cabello blanco. La audiencia, unas treinta y pico de rollizas matronas del nivel alto, trataba de prestar atención, pero Becker podía percibir su desencanto.

No las culpaba. La presentación no era muy efectiva. El doctor relataba historias de horror médico acerca de los chicos de la subciudad que eran demasiado pobres como para acceder a los cuidados hospitalarios, muertes innecesarias y enfermedades erradicadas que seguían floreciendo allí abajo. Pero su voz y sus modales socavaban el efecto de sus palabras, y las diapositivas, al tiempo que eran del viejo tipo, chatas, habían sido perfectamente mal elegidas. En lugar de fotos móviles de niños enfermos y de la miseria de las subciudades, eran tediosas escenas de la clínica y de su staff, e incluso planos de la remodelación que se proponían hacer.

Becker luchaba por controlar sus propios bostezos. Sintió un poco de pena por el doctor, pero sólo un poco. En realidad sentía pena por si mismo.

Al final el doctor concluyó su presentación con una petición de fondos vacilante y autoconsciente. Las damas le brindaron una ronda de educados aplausos. Luego la presidenta se dirigió a Becker.

—Guando usted disponga, Comandante —le dijo, con placer.

Becker se levantó de su silla redonda y dispensó una sonrisa de plástico.

—Gracias —dijo, mientras se dirigía al frente del salón de estar, elegantemente amueblado. Esperó un momento mientras el doctor sacaba el viejo proyector de diapositivas de la mesa de los oradores, y luego puso la holovisión portátil en su lugar.

—Pueden sacar la pantalla, señoras —dijo—. Mi aparato no la necesita. Y dejen un espacio, oh, allí —y señaló un sitio.

Las mujeres se apresuraron a cumplir. Becker las miró y les sonrió. Pero en el fondo, como siempre, sólo sintió un vago desagrado por toda la situación.

Incluso en la habitación a oscuras se recortaba su figura, mucho más imponente que la del doctor, y él lo sabía. Él era fuerte y ancho de espaldas, y el uniforme gris claro que llevaba resaltaba su complexión atlética. Tenía un perfil clásico, un mentón decidido, y espeso cabello negro con un toque de gris en las sienes. Sus ojos de azul acero hacían juego con sus botas y cinturón de cuero, y la bufanda se anudaba al cuello de manera casual, bajo la camisa abierta.

Se parecía mucho a un cartel de reclutamiento de SPACE. Últimamente, lamentaba eso. Hubo momentos, en los años recientes, en que hubiera dado cualquier cosa por una nariz de gancho, un mentón débil o entradas en la frente.

La holovisión ya estaba zumbando, y la audiencia impaciente. Becker dejó de lado sus pensamientos y pulsó la primer diapositiva.

En el círculo que habían dejado las mujeres, apareció un cubo de profunda oscuridad. Una oscuridad tachonada de estrellas. En un rincón del cubo flotaba la Tierra con toda su majestad de verde y azul. Pero el centro de la holografía estaba ocupado por la nave. Un grueso cigarro plateado con una panza de marmita. O un torpedo encinto. Había muchas maneras de describirlo, y la mayoría habían sido utilizadas en un momento u otro.

Se escucharon murmullos de aprobación en la audiencia. La holodiapositiva era muy real, y muy impactante. Becker, sonriendo, comenzó suavemente:

—Éste el Starwind, uno de los cuatro cruceros de SPACE. Los cruceros son naves de exploración estelar, cada uno con una tripulación de más de cien personas. Los generadores de salto antiespacial les permiten velocidades varias veces superiores a la de la luz. Estos cuatro frágiles navíos, mientras yo hablo, acarrean el destino de nuestra especie, y están realizando el sueño secular del hombre: están alcanzando las estrellas. —En su voz resonó una nota estudiada de cálido orgullo, y luego señaló la forma plateada en el cubo de oscuridad—. El Starwind fue mi nave —dijo—. Fui uno de los miembros de la tripulación durante su último viaje. Las diapositivas que van a ver fueron tomadas durante ese viaje, un viaje que debe calificarse entre los más emocionantes de la historia. Por lo menos, así lo califico yo —sonrió—. Claro que no soy imparcial.

Su voz prosiguió, detallando el tamaño, diseño y capacidad de la nave estelar y de su tripulación. Pero nunca llegaba a ser demasiado técnico, y había siempre un toque humano e incluso algunos toques poéticos que aderezaban la exposición. Becker era demasiado bueno en su trabajo como para cansar a su audiencia.

Pero cuando su lengua transitaba por los senderos conocidos, su mente estaba en otro lugar. Allá, con el Starwind, en el vacío sin luz del antiespacio; allá, entre las estrellas.

Dónde estará ahora —pensó—. Hace casi un año que salió. En este nuevo viaje. Sin mí. Dios sabe qué mundos nuevos habrán encontrado mientras yo sigo aquí pegado, alimentando con esta basura a estas viejas damas.

Y hubo un sentimiento de amargura en sus pensamientos, y un antiguo ardor en su estómago. Y se dio cuenta, por millonésima vez, de cuanto odiaba esto en lo que se había convertido su vida. Pero ni una señal de este fuego apareció en su suave, cálido y muy profesional discurso.

Accionó la holovisión, y cambió la diapositiva. Ahora el cubo era de una cegadora blancura, salpicada de hoyos de un negro pulsante. En el centro de la proyección había algo que parecía un pulpo flotante, negro con brillantes venas rojas.

—Esto es el antiespacio —dijo Becker simplemente—. O, por lo menos, ésta es la manera cómo los ojos humanos perciben el antiespacio. Los matemáticos todavía tratan de descifrar su verdadera naturaleza. Pero cuando entran en funcionamiento nuestros generadores de salto, así es como los vemos. Casi como un negativo fotográfico: oscuridad blanca, y centelleantes estrellas negras.

Hizo una pausa, esperando la pregunta inevitable. Como siempre, llegó.

—Comandante —dijo una de las mujeres—. ¿Qué es esa... esa cosa en el medio?

Sonrió, y luego dijo:

—Usted no es la única que quisiera saberlo. Sea lo que sea, no tiene contraparte en el espacio normal. O por lo menos, ninguna que podamos observar. Pero ésta y cosas como ésta han sido observadas muchas veces por los cruceros en el antiespacio. Esta diapositiva, tomada por el Starwind en su último viaje, es la mejor que se ha logrado sacar de eso. La criatura (si es una criatura, lo que es un albur) es mayor que una nave, bastante más. Pero parece no ser dañina.

Su voz era tranquilizadora. Su mente vacilaba. Parece no ser dañina —pensó—. Sí. Pero ésta parece seguir a la nave. Todavía se discute si podría habernos hecho daño si nos alcanzaba. Tal vez los cogió esta vez, en este viaje. Siempre dije que era posible. A los jefes no les gustaba la idea. Tienen miedo que haya recortes al presupuesto si admiten que el programa es peligroso. De modo que pretenden que todo es sano, salvo y tranquilo allí afuera, tal como en la Tierra. Pero no lo es. No lo es. La Tierra se murió de aburrimiento hace muchos años. Allí afuera un hombre todavía puede vivir, sentir y soñar.

Terminó su relato acerca del antiespacio. Su índice se movió. El cubo de blanco se desvaneció. En su lugar, un inmenso globo rojo apareció, ardiente, en el centro de la habitación.

—La primera parada del Starwind fue esta gigante roja, todavía sin nombre —dijo Becker a las mujeres—. La tripulación la llamó Luz Roja, porque nos obligó a detenernos. Y también, porque es una luz roja. No tenía planetas, pero navegamos a su alrededor durante un mes, tomando registros y enviando sondas. La información que reunimos debería decirnos mucho acerca de la evolución de las estrellas.

Recuerdo la primera vez que la vi —iba pensando mientras hablaba—. ¡Dios! ¡Qué espectáculo! Era mi primera estrella (El Sol no cuenta). Wilson estaba observando conmigo, pero estaba tan malditamente ocupado en sus registros que apenas si la miraba. Sin embargo, allí está él, de nuevo afuera. Y yo aquí. No hay justicia...

Una nueva diapositiva. Esta vez un globo jaspeado de naranja y azul flotaba en el cubo. Detrás de él, un brillante sol amarillo apenas menor que el Sol.

La voz de Becker se tornó solemne.

—Éste es el primer planeta que avistamos —dijo—. Y uno de los momentos más importantes en la historia de la humanidad. Éste el planeta que llamamos Anthill. Estoy seguro que ustedes han leído todo lo concerniente a él, y visto los programas especiales de holovisión. Pero recuerden, para nosotros era algo nuevo y extraño e inesperado. Era el primer contacto de la humanidad con otra raza inteligente.

Pulsó para pasar al siguiente cuadro, uno de los platos fuertes. Cuando apareció, tuvieron lugar los acostumbrados murmullos de sorpresa y admiración. La audiencia contenía su respiración colectiva. Había una vasta planicie oscura en el centro del cubo, bajo un cielo color de sangre en el que negras nubes barrenadas tapaban el extraño sol. De la planicie surgían las torres. Delgadas, negras y sarmentosas, enroscándose una en otra, ramificándose juntas y volviéndose a separar mientras ascendían. Ascendían hasta más de mil metros, y de todas partes surgían los frágiles puentes que ligaban a cada una con sus hermanas como una red, hasta diseñar un intrincado conjunto. Por el medio de la ciudad atravesaba un río, lo que daba una idea del tamaño de la estructura.

—Una de sus ciudades —dijo Becker. La ligera nota de admiración en su voz era real—. El hogar de más de un millón de ellos, según nuestras estimaciones. Los llamamos Spiderantes, porque hay algo de la tela de araña en el diseño de sus ciudades. Y porque... Bueno, miren.

La ciudad se desvaneció. La nueva diapositiva era una ampliación. Un grueso ramal negro cruzaba el cubo. De él colgaba algo que parecía una hormiga de un metro de largo. Pero las apariencias engañan.

Hubo unos murmullos de revulsión, pese a que la mayor parte de la audiencia probablemente había visto fotos con anterioridad. Becker las calmó rápidamente.

—No se dejen confundir —les avisó—. Pese a lo que digan sus ojos, eso no es una hormiga gigante. No es ni siquiera un insecto. No tiene exoesqueleto, por ejemplo, aunque a primera vista lo parezca. Y ese insecto, pensamos, es muy inteligente. Su cultura es bastante distinta de la nuestra, pero tienen su propio sentido de la belleza. Observen su ciudad otra vez.

Tocó el aparato. La Spiderante colgante desapareció, y de nuevo las torres se elevaron sobre la alfombra. El mismo ángulo. Pero esta vez de noche. Había una diferencia.

Las torres estaban iluminadas.

Las torres, que eran negras bajo la luz rojiza del día, brillaban ahora con una suave luz verde.

En un trazado extraordinario, contra la oscuridad, subían y subían girando, y cada giro y cada red adquiría una luminosidad propia. Increíblemente intrincada.

Becker temblaba frente a la diapositiva, pese a sí mismo, del mismo modo en que temblaba la primera vez que lo vio en persona. La holo despertaba sueños y memorias, y redobló su odio por la realidad presente.

Me han sacado esto —pensó—. Para siempre. Y me han dado... ¿Qué? Nada. Nada que quisiera.

Pero lo único que dijo fue:

—Y cuando amanece...

Y cambió la diapositiva.

Ahora un brillo entre rojizo y amarillo bañaba el horizonte, detrás de la ciudad, y la luminosidad de las torres languidecía. Pero algo nuevo y pasmoso tenía lugar. Ahora la trama de la ciudad se llenaba de vida. De cada rama, sección y curva, colgaban Spiderantes. Colgaban incluso de las torres más altas, mil metros sobre el suelo. Apiñados, trepando uno encima de la otro, y sin embargo en cierto orden. La ciudad entera.

—Hacen esto cada amanecer —dijo Becker—. Cuando su sol se eleva, le cantan.

Si se puede llamarle cantar —pensó—. Para mis oídos, esa primer noche fuera de la rampa de aterrizaje, sonaba como un gemido. Pero extraño. Subía y bajaba, arriba y abajo, durante horas y horas. Hasta Wilson estaba asombrado. Un millón de seres gimiendo juntos; gimiendo un himno a su sol.

Movió el dedo hacia abajo, y de pronto estaban mirando una ampliación de un ramal de la red, cargado pesadamente con Spiderantes. Luego movió el dedo una vez más y apareció otra vista de la ciudad. Y luego otra, y otra. Y todo el tiempo su voz continuó explicando acerca de esta curiosa raza y de lo poco que habían aprendido sobre ella.

—El Starwind se estableció fuera de Anthill durante más de seis meses, enviando naves de desembarco regularmente —dijo—. Pero los Spiderantes son todavía una raza de interrogantes irresueltos. No hemos dominado su lenguaje todavía, ni determinado hasta qué punto son inteligentes. No parecen tener tecnología, tal como la entendemos. Pero tienen... bueno... algo distinto.

Aparecieron y pasaron más vistas de la ciudad. Y luego de otras, parecidas a las ciudades, y de algunas no tan parecidas, como la que se elevaba desde el salobre mar del planeta, y otra en la que las torres se desviaban hacia el costado y unían dos montañas en un abrazo entrelazado.

—Llevábamos cerca de un mes allí cuando permitieron que entráramos en las torres —continuó Becker—. Aún entonces nos llevó cierto tiempo darnos cuenta que las ciudades de los Spiderantes no eran construcciones sino desarrollos. Las torres no eran edificios, sino plantas: enormes, de una dureza increíble y de una gran complejidad.

Lawrence fue el primero en darse cuenta —recordó—. Estaba tan excitado cuando volvió que no se le entendía. Pero tenía una razón para hablar de manera incoherente. Era el primer indicio que teníamos. Hasta entonces, nada tenía sentido: torres de mil metros de altura sin máquinas no resultaban lógicas. Por lo menos, así creía yo. Demonios, me pregunto dónde estará Lawrence ahora.

—Cuando descubrimos eso, comenzamos a preguntarnos si los Spiderantes eran inteligentes, después de todo. Tuvimos la respuesta cuando extendimos nuestro campo de operaciones fuera del lugar de aterrizaje. Esto fue una de las cosas que vimos.

Una oscuridad entre rojo y negro llenó el cubo. Atravesándolo aleteaba algo inmenso, verde y triangular. Algo de formas aéreas, del tipo de una manta, con una larga cola que se dividía en dos varias veces hasta reducirse a un delgado zarcillo como un látigo.

Más abajo, una ciudad. Encima de él, Spiderantes.

—Esta es una criatura voladora doméstica, casi tan grande como un jet. Tiene que mantenerse baja, claro está. Y no tiene la velocidad del aeroplano. Pero por el contrario no contamina. Y se desplaza.

Sin embargo, nosotros volamos más rápido —pensó—. Recuerdo aquella tarde que probé uno con un piloto. Dios, qué lentas que son esas cosas. Sin embargo, tienen algo de majestuoso. Y cuando esas alas increíbles se mueven con su extraño movimiento ondulatorio, es digno de verse. Por supuesto, ese estúpido de Donway tenía que intentar azuzarlas. Al menos él también está en tierra. No podría soportar que hubiese subido él también.

—¿Qué es esto? Por supuesto —estaba diciendo— es otra planta. Una planta móvil, volante. Cuando no transporta Spiderantes vuela a las alturas, a recibir los rayos solares. Absorbe su alimento a través de esa estructura en forma de cola, que en realidad es una especie de raíz. Es mucho más complicada que cualquier planta terrestre.

Siguieron otras muchas diapositivas, mostrando otras mantas, y varias de ellas en formación.

—Pensamos que estas cosas han sido criadas en forma deliberada por los Spiderantes, tal como las torres. Si la teoría es cierta, nos hemos encontrado con los mayores ingenieros biológicos que se podían suponer. Hay mucho para aprender de ellos, si logramos superar las barreras de comunicación. Anthill será un punto de parada regular para los cruceros a partir de ahora.

Incluyendo el Starwind, claro. Estaba en su programa visitar el planeta en esta misión. Tal vez esté allí ahora. Tal vez Lawrence, Wilson y el resto están escuchando a los Spiderantes en este mismo momento, mientras hablo, o canto. Mi actuación no puede compararse con la de ellos.

Hizo una pausa.

—Pasamos más de seis meses en Anthill, y tuvimos que acortar una buena parte de nuestro programa de viaje a causa de la prolongada estadía. Pero creo que estarán de acuerdo en que valía la pena —dijo, con una sonrisa, y las damas de la audiencia murmuraron su aprobación—. Al fin tuvimos que marchamos. Quedaba justo el tiempo para una nueva parada antes de dar media vuelta y comenzar a saltar hacia casa.

Apretó el botón, y desapareció la última vista de Anthill. La holografía que le había reemplazado era espectacular. Las matronas la recibieron con sofocaciones. La habían visto antes, en las tapas de las revistas y en los noticiarios, pero la diapositiva reflejaba más, mucho más.

—Éste es el mundo que llamamos Tormenta —dijo Becker, muy bajo, y luego calló mientras ellas miraban.

Un mar verde luchaba con el viento. De él surgía el volcán: un tridente de piedra negroazulada, cuyo tres picos arrojaban fuego. El humo crecía mezclándose con el cielo cubierto, y la lava corría en torrente hacia el océano, donde entraba con un siseo.

Y sobre el volcán, cayéndose literalmente encima suyo, una verde pared punteada de espuma. ¿Una ola gigante? No. El vocabulario de la Tierra no se aplicaba aquí. Esto era más grande, más espectacular. Era más grande que la montaña misma, y la habíamos captado segundos antes del impacto.

—No podíamos aterrizar en Tormenta —dijo Becker—. No había ningún lugar a salvo donde desembarcar. Pero enviamos sondas tripuladas a su atmósfera. Esta vista fue tomada por una de ellas —sonrió de nuevo y puso una nota de orgullo en su voz. Pero junto con el orgullo, apenas disimulado, iba un gusto a rabia—. Me alegra decirles que era mi sonda.

Por lo menos no me pueden quitar eso —pensó—. Me quitaron las estrellas, pero no pueden quitarme Tormenta. Yo lo capturé con esta foto. La esencia de un planeta. El alma. Allí, en un holocubo. Y es mío.

Y yo fui el único en ver el resto. Unos segundos después. Cuando la ola salvaje golpeó, y el mundo se llenó de tormenta, vapor y fuego. Yo era el único que estaba observando...

Su voz seguía suavemente sin él.

—Tormenta es un mundo joven —estaba diciendo—. Casi un recién nacido en la escala celestial. Pero es un chico lujurioso. Es casi todo agua, y la poca tierra que tiene es volcánica. Los terremotos y las erupciones son cotidianos, y dan nacimiento a fenómenos como el que han visto en el cubo. El viento desarrolla un promedio de cientos de kilómetros por hora, y las descargas eléctricas dejan a las de la Tierra como pálidas y débiles. Miren.

El tridente y la ola gigantesca se esfumaron, y apareció la imagen de un cielo. Había rayos y relámpagos por doquier, juntándose y estallando con una luz cegadora.

Uno casi puede escuchar los truenos cuando lo mira. Pero en Tormenta, uno no sólo escuchaba. Uno lo sentía. Nos rodeaban por todas partes, y golpeaban la nave, y yo estaba cagado de miedo. Pero al menos estaba vivo. ¿Cómo estoy ahora?

Su dedo se movió por voluntad propia, y una nueva vista de Tormenta ocupó el cubo. Y su voz continuó con el elocuente discurso, pero el resto de sí se hallaba a millones de kilómetros de allí, perdido en una tierra de rayos y olas gigantes.

Tormenta era mi favorito, pensaba. Luz Roja nos dio un sobresalto, al principio, y Anthill era cautivante, problemática y mágica. Pero aquello lo compartía. Tormenta fue casi enteramente mío. Sólo un puñado de nosotros descendió, después que Ainslie se descuidó y se estrelló contra una montaña. Pero yo fui uno de esos pocos. Tampoco me pueden quitar eso.

Su mente divagó. Pero mientras tanto, nuevas escenas aparecían en el cubo, y su voz continuaba, y las damas respondían oooh y aaah cuando correspondía. Luego se aproximó el final, devolviéndolo a la realidad.

La penúltima diapositiva era igual que la primera: el Starwind en órbita alrededor de la Tierra. En espera de suministros, de fondos y de nuevas misiones. Y de unos pocos hombres.

La última diapositiva era una dirección. Brillantes letras rojas notaban en el cubo blanco. Becker, con odio, acompañaba con la explicación.

—La exploración del espacio es la mayor aventura de la historia del hombre —decía, sonriendo con su sonrisa de plástico y hablando con una afabilidad de plástico—. Las estrellas son nuestra ilusión y nuestro destino. No cualquiera puede viajar a las estrellas, por supuesto. Pero aquellos que lo desean pueden participar de la aventura, y ayudar a construir el destino. El Gobierno Mundial tiene muchos gastos, y muchas causas que requieren prioridad. Sólo puede aportar una pequeña parte de la financiación necesaria para realizar los cruceros por el espacio. El resto, como saben, es provisto por entusiastas ciudadanos. Si ustedes comparten nuestros anhelos, les rogamos que se unan al combate. Por unos pocos cientos de crédito por año, pueden hacerse miembros de los Amigos del Espacio, SPACE. Recibirán credenciales de miembro y una suscripción de regalo a Vuelo a las Estrellas, la revista oficial de SPACE. Y también recibirán un regalo para los niños. Todos sus hijos, y todos los hijos del hombre: les daremos las estrellas. Para un regalo como éste, el precio es bastante bajo. —Señaló la dirección que flotaba en el holocubo—. Si quisieran ayudar, pueden enviar sus contribuciones aquí: SPACE, Box 27, Centro del Gobierno Mundial, Ginebra. —Su sonrisa se hizo más amplia—. Por supuesto, las contribuciones son deducibles de los impuesto.

Hizo una reverencia y luego quitó el aparato de holovisión.

—Se ocupen de contribuir o no, espero que el espectáculo haya sido de su agrado.

Entonces la audiencia comenzó a aplaudir, se encendieron las luces, y la presidenta se puso de pie para anunciar que serían ofrecidos unos refrescos. Mientras preparaban el refrigerio, una rápida marea de mujeres fluyó sobre Becker y le agradeció efusivamente por la presentación y le prometió su apoyo. Él agradeció sus expresiones con gestos, risas y agradables sonrisas.

Mientras tanto, las despreciaba a todos.

Dios —pensó—, odio esto. Me han quitado las estrellas y me han dado viejas damas charlatanas y estúpidos auditorios de alto nivel. Y los odio. No es justo. Demonios, esto no es justo.

Le ofrecieron café sintético y galletas de proteínas, y las aceptó con una sonrisa. Y las odió. Pero las odiaba y seguía allí, charlando de nimiedades. Eso era la política de SPACE. Al final, la audiencia comenzó a marcharse, una por una.

Justo en el momento en que Becker empezaba a pensar en marcharse, el doctor se acercó, con la taza de café en la mano. Bajo la luz no parecía tan viejo. Pero se lo veía cansado.

—Eso sí que fue un espectáculo, Comandante —dijo, con una sonrisa triste—. Me temo que me haya destrozado. Tengo la impresión que usted se llevará todas las contribuciones.

Becker retomó su sonrisa profesional.

—Bueno, su presentación era interesante, doctor. Y seguramente hay necesidad del tipo de trabajo que ustedes hacen allá en las subciudades. Yo no sería tan pesimista.

El doctor frunció ligeramente el ceño, bebió su café, y movió la cabeza.

—Venga, Comandante. No se burle de mí. Soy nuevo en este juego, y lo hice muy mal. Usted sabe lo bastante como para darse cuenta de eso.

Becker, que estaba muy ocupado empaquetando su holovisión, dirigió una aguda mirada al doctor, junto con una mueca genuina. Miró a los lados para asegurarse que ninguna de las mujeres estaba al alcance de la conversación, y asintió rápidamente.

—Usted es perspicaz. Y tiene razón. Su presentación fue de tercera categoría. Pero mejorará con el tiempo. Entonces comenzarán a llegar las contribuciones.

—Hmmmm. Sí. —El doctor lo miró fijamente. Parecía estar decidiendo acerca de algo. Agregó—: Mientras tanto, por supuesto, hay miles de niños en las subciudades que tienen hambre y están enfermos. Y se quedan así. Y tal vez mueran. ¿Por qué? Porque no tengo tanta labia como usted. —Su boca dibujó una línea severa—. Dígame con honestidad, Comandante: ¿Nunca se siente culpable?

El estuche de la holovisión se cerró con un clic seco, y la mueca de Becker se trasmutó.

—No —dijo. Su tono se hizo penetrante—. Doctor, usted sabe que hay cuatro cruceros. Deberían haber cuarenta. O cuatrocientos. Podría haberlos. Pero el Gobierno Mundial no nos da el dinero. Los comentarios como el suyo nos están costando las estrellas.

Me están costando las estrellas, se estaba diciendo a sí mismo, y su mente hervía. Tan pocas naves, tantos voluntarios. Y esa maldita lista de espera...

¿Qué era lo que dijo el General Henderson? Miles, ¿verdad! Sí. «Comandante, hay miles de candidatos para cada puesto en el crucero estelar. Y su desempeño en su primer viaje fue... bueno, adecuado. Pero no sobresaliente. Me temo que tendré que rechazar su solicitud para integrar la tripulación permanente. Lo siento».

Y yo dije... ¿Qué? Dije: «Me quita mis estrellas» por primera vez, pero no por última.

«Lo siento», dijo. El bastardo. Nunca navegó en un crucero estelar en su vida. Ese culo-gordo seguro que nunca abandonó la Tierra. «No hay nada que yo pueda hacer», dijo. «Sin embargo, Comandante, todavía hay un lugar para usted. Usted tiene buena presencia y articula bien, y cree en lo que hace. SPACE necesita hombres como usted. Lo promovemos a las relaciones públicas. Sin las cuales, debo agregar, los cruceros estelares serían imposibles».

—Tengo tanta compasión como cualquiera —dijo Becker, colgando el aparato de un brazo—. Pienso que su trabajo es vital; me preocupan esos chicos. Pero usted también debería intentar la empatía, y tratar de comprender lo que nosotros estamos haciendo.

—Lo que ustedes hacen es un lujo mientras los niños pasan hambre en la Tierra —dijo el doctor.

Becker sacudió la cabeza.

—No. Tiene que haber lugar para ambas cosas. Usted dice que salva a un niño de la muerte, doctor. Muy bien. Pero, ¿qué clase de vida va a ofrecerle? Una vida muy pobre, sin las estrellas. Una vida sin esperanza, a largo plazo. Tal vez el hombre puede sobrevivir solo sobre la Tierra. Creo que podría. Pero sus sueños no, y sus mitos tampoco. Hay demasiada gente, y han superpoblado todos los sueños. Y no queda vida para nadie. Sólo sobrevivir día a día.

Se detuvo aquí. Era una buena tirada, su propia síntesis de los argumentos que había escuchado centenares de veces en SPACE. Era suficiente. Pero quería agregar algo más. Tenía rabia y resentimiento, y continuó:

—Le diré algo más, doctor. Creo que necesitamos tanto su trabajo como el mío, tanto la Tierra como las estrellas. Pero creo que no están equilibrados en la balanza. Creo que necesitamos más las estrellas.

Golpeó la caja con su mano libre.

—¿Usted cree que me gusta esta mierda? La odio, doctor. Tal como la odiaría usted si tuviera que hacer lo mismo todo el tiempo. He soñado con las estrellas durante toda mi vida, y ahora me dicen que no soy lo suficientemente bueno como para ocupar un puesto permanente en un crucero. No que soy malo, fíjese. Sólo que no sobresalgo lo suficiente. Y hay tan pocas plazas. Dígame, doctor, ¿qué sentiría usted si el Gobierno Mundial de pronto le anunciara que sólo los mejores cuatrocientos doctores en medicina estarían autorizados para ejercer de médicos? ¿Pasaría la prueba? ¿Qué haría? ¿Puede imaginar cómo sería eso? Transitar la vida, día a día, sabiendo lo que usted quería hacer, y sabiendo que le fue negado, tal vez para siempre. Trate de imaginarlo, si puede. Trate de saborearlo. Así es para mí, ¿sabe usted?. No se puede vivir en la Tierra, doctor. Yo no puedo, de cualquier forma. Yo puedo existir, pero no llamo a eso vivir. He visto las olas salvajes de Tormenta y escuchando a los Spiderantes cantando a su amanecer. ¿Se supone que me tengo que contentar con travesías en velero y partidos de fútbol? —bufó.

El doctor había continuado bebiendo su café con calma durante el estallido de Becker. Ahora había bajado su taza, suspiró, y dio otra cansada sacudida a su cabeza.

—Comandante, lo siento por usted —dijo—. Suena muy amargo. Como que lo hubieran engañado. Pero usted ha tenido una suerte increíble, y no se da cuenta de ello. Ha hecho cosas que la mayoría de la gente sólo soñó, y sin embargo se queja de una vida vacía. No me trago eso. Usted ha volado en un crucero estelar, aún si fue una vez sola. Comandante, déjeme decirle algo. Allá abajo, en la subciudad, tengo pacientes que nunca han visto las estrellas. Usted ha estado allí.

Becker, con la furia calmada, sonrió melancólicamente, en un gesto que parecía no concordar con su carácter, pero que era auténtico.

—He pensado acerca de eso —dijo, con tristeza— a veces. Tal vez tenga razón. Pero no ayuda, doctor. Ojalá lo hiciera. Pero no es así —pensó un minuto—. Lo siento por sus pacientes que no han visto nunca las estrellas —dijo luego—. Sabe, pienso que eso es casi peor que el hambre. Aunque no es justo que yo lo diga, ya que nunca ha pasado hambre. Espero que algún día lleve a esos chicos al nivel superior, para que puedan echar un vistazo a través del smog. Pero no son los únicos que me dan pena. Me apenan todos aquellos que han visto las estrellas y no pueden visitarlas. O no pueden volver. Supongo que esto es egoísmo. Pero así es y así será, me temo. Trato de vivir con esto. Y claro que creo en lo que hago, de un modo u otro. Acaso un día el Gobierno Mundial cambie de idea y tengamos más cruceros estelares, y yo podré viajar nuevamente, llevando algunos de sus chicos conmigo, ¿quién sabe? También es para ellos.

Becker quería terminar aquí. Pero el doctor, que seguía sin convencerse, volvió a la carga.

—Es muy generoso de su parte —dijo—. Pero antes de darle las estrellas, ¿por qué no prueba de darles un poco de comida, o un ambiente sano?

Becker miró a su alrededor. Era tarde, y la mayoría de la audiencia se había ido a casa.

Es hora de terminarla —pensó—. Mañana otra maldita conferencia.

—Podría responder a eso —dijo—. Pero no lo haré. No voy a convencerle, doctor. Y usted tampoco me va a convencer, me temo. Así es que dejémoslo aquí. ¿En paz?

Sonrió y le ofreció la mano. El doctor la estrechó. Luego Becker se dirigió a la presidenta y a las pocas matronas que quedaban, y les dirigió un buenas noches, y se fue.

Afuera, en el nivel superior, hacía frío, y soplaba un gélido viento nocturno entre las cimas de las torres. Becker se detuvo un breve momento en su camino hacia los ascensores interniveles y miró hacia arriba. El smog era muy denso, y no pudo ver las estrellas.

Tal vez fuera mejor así.