DESOBEDIENCIA

EL crepúsculo caía con suavidad sobre los Altos Lagos mientras Kabaraijian y su cuadrilla regresaban desde las cuevas. Era un crepúsculo calmo y tranquilo. Un crepúsculo de aguas verdes, y suaves brisas nocturnas, y la lenta puesta del delicado sol de Grotto. Desde la parte trasera de su lancha, Kabaraijian la observó, y escuchó los sonidos del atardecer por encima del ronroneo del motor.

Grotto era un mundo sereno; pero los sonidos estaban allí. Sólo era preciso saber oírlos. Kabaraijian sabía cómo hacerlo. Se irguió en la parte trasera de la embarcación. Una figura delgada de piel morena, con largo cabello negro y ojos castaños que vagaban a la deriva, soñadores. Una mano de dedos afilados descansaba sobre su rodilla; la otra permanecía olvidada sobre el motor. Y sus oídos escuchaban el burbujeo del agua en la estela de la lancha, y el chasquido de las paletas que rompían la superficie, y el viento que hacía ondular las colgantes ramas verdes de los árboles que se alineaban a lo largo de la costa. A su debido tiempo, también oiría los insectos nocturnos que aún no estaban despiertos.

Había cuatro personas; sin embargo, sólo Kabaraijian escuchaba u oía. Los otros, hombres más robustos que él, de rostros pálidos y ojos vacíos, estaban más allá de eso. Vestían los monos de color gris opaco de los muertos y tenían una placa de acero en la parte posterior de su cabeza. A veces, cuando su controlador de cadáveres estaba en funcionamiento, Kabaraijian podía escuchar con sus oídos y ver con sus ojos. Pero resultaba trabajoso, muy trabajoso, y no valía la pena hacerlo. Las visiones y los sonidos que un jefe de cadáveres recibía de su cuadrilla eran sólo ecos pálidos de las auténticas sensaciones. Rara vez resultaban útiles y nunca agradables.

Y ahora, bajo el refrescante crepúsculo de Grotto, no tenía sentido. Por consiguiente, el controlador de cadáveres de Kabaraijian estaba apagado, y su mente, desconectada de los muertos, descansaba plácidamente en su propio cuerpo. La lancha se movió intencionalmente hacia la costa, pero los pensamientos de Kabaraijian vagaban con lasitud, mientras reflexionaba en todo aquello. Lo más que hacía era permanecer sentado, mirar el agua y los árboles, y escuchar. Había trabajado muy duro con su cuadrilla de cadáveres aquel día y ahora se sentía agotado y vacío. Pensar —pensar en algo determinado— significaba un esfuerzo que no estaba en condiciones de hacer. Era mejor hundirse en el atardecer.

Fue un viaje largo y tranquilo a través de dos grandes lagos y uno pequeño, a través de una cueva, hasta llegar por fin a un estrecho río que corría velozmente. Kabaraijian conectó entonces los controles y la travesía se volvió más ruidosa mientras la lancha abría un sendero a lo largo del flujo del río. La noche había caído antes de que llegaran a la estación, una ondulante estructura de piedra azul construida a orillas del río. Sin embargo, las ventanas de la oficina todavía brillaban con una acogedora luz amarilla.

Un largo muelle construido con madera de plata del lugar bordeaba el río, y una docena de lanchas idénticas a la de Kabaraijian ya estaban estacionadas para permanecer allí durante toda la noche. No obstante, aún quedaban amarraderos vacíos. Kabaraijian eligió uno y enfiló la embarcación hacia él.

Una vez que la lancha estuvo amarrada, colocó la caja de recolección debajo de su brazo y saltó sobre el muelle. La mano libre se dirigió hacia su cinturón y pulsó al controlador de cadáveres. Unas confusas manchas sensibles se formaron en su cerebro pero Kabaraijian las apartó de inmediato y, con un grito sordo, volvió a la vida a los muertos. Uno a uno, los cadáveres se levantaron y comenzaron a salir de la lancha. A continuación, siguieron a Kabaraijian camino a la estación.

Munson le esperaba en la oficina. Se trataba de un hombre grueso, con cabello gris y arrugas alrededor de los ojos, y un aire paternal. Mientras leía una novela, sus pies descansaban sobre el escritorio. Cuando entró Kabaraijian, sonrió, bajó los pies y apoyó el libro sobre la mesa no sin antes marcar la página con un señalador de piel.

—Hola, Matt —dijo—. ¿Por qué eres siempre el último?

—Porque por lo común soy el último en salir —dijo Kabaraijian con una sonrisa. Se trataba de su respuesta más nueva. Todas las noches Munson le formulaba la misma pregunta y siempre esperaba una contestación original. No pareció muy complacido con ésta.

Kabaraijian colocó la caja de recolección sobre el escritorio de Munson y la abrió.

—No ha sido un mal día —dijo—. Cuatro piedras buenas y doce pequeñas.

Munson cogió un puñado de pequeñas piedras grisáceas del interior de la caja acolchada y las estudió. En realidad no había mucho que mirar. Una vez cortadas y pulidas serían algo más: remolinos. Se tratabas de piedra sin brillo; sin embargo, tenían una auténtica belleza. Las mejores parecían cristales llenos de niebla en movimiento, plenos de colores suaves, de misterios y de sueños más leves aún.

Munson asintió, y volvió las piedras a la caja.

—No está mal —dijo—. Siempre lo haces bien, Matt. Sabes dónde buscar.

—Es el premio de buscar lentamente, sin prisas —dijo Kabaraijian. Miró a todas partes.

Munson guardó la caja debajo de su escritorio y se volvió hacia la consola de computación, un intruso de plástico blanco dentro del cuarto forrado en madera. Colocó los remolinos en los registros y se volvió.

—¿Quieres higienizar a tus cadáveres?

Kabaraijian sacudió la cabeza.

—Esta noche no. Estoy cansado. Sólo les acostaré.

—Claro —dijo Munson. Se levantó y abrió la puerta que se encontraba detrás de su escritorio. Kabaraijian le siguió, y los tres muertos le siguieron a él. Detrás de la oficina se encontraban las barracas, largas y con los techos bajos, con hileras e hileras de simples tarimas de madera. Kabaraijian guió a sus muertos hacia tres de ellas que se encontraban vacías y les hizo entrar. Entonces, pulsó su controlador. Los ecos en su cabeza se desvanecieron y los cadáveres se acostaron pesadamente sobre las tarimas.

Después, durante unos breves minutos, conversó con Munson en la oficina. Por fin, el hombre mayor volvió a su novela y Kabaraijian se sumergió en la fría noche.

Un grupo de patinetes se hallaba en la parte trasera de la estación, pero Kabaraijian no cogió ninguno, prefiriendo la caminata de diez minutos que le separaba del lugar donde se encontraba la colonia. Cubrió la distancia con paso tranquilo y mesurado, deteniéndose aquí y allá para recoger un puñado de hierba o una rama. Era una caminata agradable. Las noches eran serenas; la brisa, sazonada con el aroma espeso de los árboles y cargada con el canto de los insectos nocturnos. La colonia era más grande, más brillante y más ruidosa que la estación del río; un gran coágulo de casas, bares y comercios construidos a la vera del aeropuerto espacial. Había unas pocas estructuras de piedra y madera; sin embargo, la mayoría de los colonos se sentían satisfechos con las casas prefabricadas de plástico que, gratuitamente, les había suministrado la compañía.

Kabaraijian se deslizó sobre las calles recientemente pavimentadas hacia una de las construcciones de madera. Había un pesado cartel de madera con un signo en la puerta de la taberna, pero no había luces. Dentro encontró velas, pesadas sillas acolchadas y un fuego de leños auténticos. El bar más antiguo de Grotto era un lugar cómodo. Y seguía siendo el agujero favorito de los manipuladores de cadáveres, de los cazadores y del resto del personal de la estación.

Al entrar, oyó un fuerte grito de saludo.

—Eh, Matt, ¡aquí!

Kabaraijian descubrió la voz y la siguió hasta una mesa que se encontraba en un rincón. Allí, Ed Cochran acunaba una jarra de cerveza. Cochran, al igual que Kabaraijian, vestía la túnica azul y blanca de los manipuladores de cadáveres. Era alto y delgado, con un rostro alargado y sonriente y una enorme masa de cabello rojo ensortijado.

Kabaraijian se hundió cómodamente en la silla opuesta a la de Ed. Éste sonrió.

—¿Cerveza? —preguntó—. Podríamos compartir un jarro.

—No, gracias. Prefiero vino esta noche. Algo sabroso; denso y suave a la vez.

—¿Cómo te fue? —preguntó Cochran.

Kabaraijian se encogió de hombros.

—Bien —dijo—. Cuatro piedras buenas y una docena de pequeñas. Munson estaba satisfecho. Encontré un lugar nuevo que está bastante bien.

Se volvió hacia el bar e hizo un gesto. El hombre de la barra asintió y, a los pocos minutos, aparecieron el vino y los vasos.

Kabaraijian vertió el líquido y bebió mientras Cochran le contaba sus actividades del día. No había marchado muy bien; sólo seis piedras, ninguna de ellas demasiado grande.

—Tienes que ir más lejos —le dijo Kabaraijian—. Las cuevas que se hallan por aquí ya han sido explotadas. Sin embargo, los Altos Lagos se extienden más y más allá. Busca algún lugar nuevo.

—¿Para qué molestarse? —dijo Cochran frunciendo el ceño—. No ganas nada con alejarte. ¿Cuál es el porcentaje que te dan si produces más?

Kabaraijian hizo girar el vaso con una de sus delgadas manos y observó las lágrimas rojas que el vino dejaba sobre el cristal.

—Pobre Ed —dijo con una voz que era mitad triste y mitad burlona—. Sólo te interesa el trabajo. Grotto es un planeta muy bello. No me importan las millas de más, Ed; me gustan. Con toda seguridad, viajaría en mi tiempo libre si no me pagaran por hacerlo. El hecho es que obtengo mejores remolinos y mi cotización aumenta... y bueno, es una recompensa extra.

Cochran sonrió y sacudió su cabeza.

—Estás loco, Matt —dijo con afecto—. El único manipulador de cadáveres del universo que se conforma con que le paguen con escenografías.

Kabaraijian también sonrió, levantando levemente las comisuras de sus labios.

—Filisteo —dijo acusadoramente.

Cochran ordenó otra cerveza.

—Mira, Matt, debes ser práctico. De acuerdo, Grotto está muy bien, pero no vas a quedarte aquí el resto de tus días.

Dejó la jarra de cerveza sobre la mesa y se levantó la manga de la túnica. Un pesado brazalete quedó al descubierto. El oro brilló suavemente a la luz de las velas, y los zafiros danzaron con una llama azul oscura.

—Basura como ésta fue valiosa alguna vez —dijo Cochran—, antes de que aprendiéramos a sintetizarla. También acabarán con los remolinos, Matt. Sabes bien que lo harán. Ya hay gente trabajando en ello. Por lo tanto, tal vez estemos aquí dos años más, o tres a lo sumo. Y entonces, ¿qué? No necesitarán más manipuladores de cadáveres. Entonces tendrás que irte; y no estará mejor que cuando llegaste.

—No es así realmente —dijo Kabaraijian—. La estación paga bastante bien, y mi cotización no es mala. Tengo algunos ahorros. Además, tal vez no me vaya de aquí. Me gusta Grotto. Tal vez me quede y logre que otros colonos hagan lo mismo, o algo así.

—¿Haciendo qué? ¿Cultivando la tierra y criando animales? ¿Trabajando en una oficina? No seas absurdo, Matt. Eres un manipulador de cadáveres y siempre lo serás. Y en un par de años, Grotto no necesitará cadáveres.

—¿Estás seguro? —suspiró Kabaraijian—. ¿Entonces?

Cochran se inclinó hacia adelante.

—¿Quieres decir que has estado escuchándome y reflexionando sobre lo que te he dicho?

—Sí —dijo Kabaraijian—. Pero no me gusta. En primer término, no creo que dé resultado. Los servicios de seguridad de los aeropuertos son rígidos en lo que respecta al contrabando de remolinos, y eso es lo que pretendes hacer. E incluso, si diera resultado, no quiero mezclarme en ello. Lo siento, Ed.

—Creo que puede funcionar —dijo Cochran con terquedad—. El personal de los aeropuertos es humano. Se los puede tentar. ¿Por qué la compañía ha de quedarse con todos los remolinos si somos nosotros quienes efectuamos todo el trabajo?

—Ellos tienen la concesión —dijo Kabaraijian.

Cochran asintió en silencio.

—Sí, claro. ¿Y qué? ¿Con qué derecho? Merecemos algo más, para nosotros, mientras estas condenadas cosas sigan siendo valiosas.

Kabaraijian se sirvió otro vaso de vino y suspiró.

—Mira —dijo llevándose el vaso a los labios—, no quiero discutir al respecto. Tal vez nos paguen más, o nos den un porcentaje sobre las ganancias. El riesgo no vale la pena. Perderíamos a nuestros hombres si nos descubrieran. Y seríamos expulsados.

»No quiero eso, Ed, y no voy a arriesgarme. Grotto me gusta demasiado y no voy a perderlo. ¿Sabes?, muchos dicen que somos afortunados. Muchos manipuladores de cadáveres jamás han trabajado en un sitio como Grotto. Nos enviarían a Skrakky o a las minas de New Pittsburg. Conozco aquellos lugares. No, gracias. No quiero volver a ese tipo de vida.

Cochran elevó sus ojos implorantes hacia el cielo raso y extendió sus manos en un gesto descorazonado.

—Es inútil —dijo sacudiendo la cabeza—. ¡Es inútil!

Volvió a su cerveza. Kabaraijian sonreía.

Sin embargo, su diversión desapareció unos minutos después, cuando Cochran se puso rígido de repente y murmuró por encima de la mesa:

—¡Maldición! —dijo—. ¡Bartling! ¿Qué demonios quiere aquí?

Kabaraijian se volvió hacia la puerta donde el recién llegado estaba parado y aguardaba a que sus ojos se acostumbraran a la escasa luz. Era un hombre robusto, con un porte atlético que había ido perdiendo a lo largo de los años. Una barriga considerable delataba este cambio. Tenía el cabello negro surcado por hebras grises y una erizada barba negra. Vestía una moderna túnica multicolor.

Otros cuatro tipos había entrado con él y ahora se situaban a sus costados. Eran hombres más jóvenes que él, con rostros inexpresivos. El hecho de que llevara guardaespaldas tenía sentido. Lowell Bartling era conocido por su aversión hacia los manipuladores de cadáveres, y la taberna estaba llena de ellos.

Bartling cruzó los brazos y miró lentamente alrededor de la taberna. Sonreía con seguridad. Comenzó a hablar.

Casi antes de que dijera la primera palabra, alguien le interrumpió.

Uno de los hombres que se encontraba en la barra emitió un ruido fuerte y desagradable y rió.

—Eh, Bartling —dijo—, ¿qué haces por aquí? Pensábamos que no te gustaba mezclarte con esta escoria.

El rostro de Bartling se puso tenso; sin embargo, la sonrisa fatua continuó en su sitio.

—Por lo general, no me gusta. No obstante, quería tener el placer de hacerles un anuncio personalmente.

—¿Te vas de Grotto? —gritó alguien.

La risa estalló en todo el bar.

—Bebamos para festejarlo —agregó otra voz.

—No —dijo Bartling—. No, amigo, el que se va eres tú.

Miró a su alrededor saboreando el momento.

—Bartling y Asociados ha adquirido la concesión de los remolinos. Me alegra comunicároslo. Me haré cargo de la estación del río a finales de mes. Y por supuesto, mi primer acto será cancelar los contratos de todos los manipuladores de cadáveres.

De repente, el cuarto se quedó en silencio. Las implicaciones de lo dicho hicieron mella en los presentes. En la parte más alejada del bar, Cochran se puso lentamente de pie. Kabaraijian, asombrado, permaneció en su silla.

—No puedes hacerlo —dijo Cochran—. Estamos bajo contrato.

Bartling se volvió para replicarle.

—Los contratos pueden ser cancelados —dijo—, y lo serán.

—Eres un hijo de puta —dijo alguien.

Los guardaespaldas se pusieron tensos.

—¡Quién se atreve a insultar! ¡Mentes podridas! —dijo uno de ellos.

En todo el bar, los hombres comenzaron a ponerse de pie.

Cochran estaba lívido a causa de la rabia.

—Maldito seas, Bartling —dijo—. ¿Quién diablos te crees que eres? No tienes derecho a echarnos del planeta.

—Sí, tengo derecho —dijo Bartling—. Grotto es un planeta hermoso y limpio. No hay lugar para vuestra especie. Fue un error traeros, siempre lo dije. Esas cosas con las que trabajáis contaminan el aire. Y vosotros sois aún peores. Trabajáis con esas cosas, con esos cadáveres, voluntariamente, por dinero. Me dais asco. No pertenecéis a Grotto. Y ahora estoy en condiciones de echaros de aquí.

Hizo una pausa y sonrió.

—Mentes podridas —agregó, escupiendo las palabras.

—Bartling, voy a romperte la cabeza —amenazó uno de los manipuladores. Hubo un rugido de asentimiento. Varios hombres se adelantaron al mismo tiempo.

Y se detuvieron al unísono cuando Kabaraijian musitó un suave: «Un momento», por encima del murmullo general. Apenas elevó su voz; sin embargo, concitó la atención de todos los hombres que gritaban dentro del bar.

Caminó a través de la multitud y se enfrentó a Bartling. Parecía más tranquilo de lo que en realidad estaba.

—¿Te das cuenta de que sin el trabajo de los cadáveres los costos subirán considerablemente? —dijo con una voz firme y persuasiva—. ¿Y que las ganancias bajarán?

Bartling asintió.

—Por supuesto que me doy cuenta. Estoy dispuesto a asumir las pérdidas. Emplearemos hombres para buscar los remolinos. De todos modos, son demasiado hermosos para los cadáveres.

—Perderás dinero por nada —dijo Kabaraijian.

—Apenas. Me libraré de vuestros nauseabundos cadáveres.

Kabaraijian esbozó una sonrisa truncada.

—Es posible. Pero no te librarás de nosotros, Barling. Puedes quitarnos el trabajo; pero no puedes echarnos a todos de Grotto. Yo, por ejemplo, me niego a irme.

—Entonces, te morirás de hambre.

—No seas tan melodramático. Encontraré algo para hacer. No eres el dueño de todo Grotto. Y conservaré mis cadáveres. Se puede usar a los muertos para muchas cosas. Lo que ocurre es que hasta el momento no habíamos contemplado esa posibilidad.

La sonrisa de Bartling se desvaneció de repente.

—Si te quedas aquí —dijo mirando fijamente a Kabaraijian— te prometo que lo lamentarás mucho. Muchísimo.

Kabaraijian se rió.

—¿De verdad? Bueno, personalmente te prometo que todas las noches enviaré a tu casa a uno de mis muertos para que te haga caras horribles y muecas por la ventana. —Se rió otra vez, más fuerte. Cochran se le unió y lo mismo hicieron los otros. Pronto, todo el bar reía.

Bartling se puso rojo de indignación. Había venido a burlarse de sus enemigos, a disfrutar de su triunfo, y ahora ellos se estaban riendo de él. Riendo frente al rostro de la victoria. Burlándose de él. Aguardó un largo minuto; entonces se dio la vuelta y caminó con furia hacia la puerta. Sus guardaespaldas le siguieron.

Las risas se mantuvieron durante unos momentos después de la salida y varios manipuladores palmearon a Kabaraijian en la espalda en su camino de regreso a la mesa. Cochran se mostraba contento.

—En verdad, le arruinaste la fiesta —dijo cuando llegaron a la mesa del rincón.

Sin embargo, Kabaraijian ya no sonreía. Se dejó caer y en la silla y se sirvió vino en el vaso.

—Sí que lo hice —dijo lentamente entre trago y trago—. Desde luego que sí.

Cochran le miró con curiosidad.

—No pareces feliz.

—No —dijo Kabaraijian. Estudió su vino.

—Estoy preocupado. Ese fanático me sacó de las casillas, me obligó a intervenir. Sólo me pregunto si podremos hacerlo. ¿Qué podrían hacer los cadáveres en Grotto?

Sus ojos vagaron por el bar, que repentinamente se había vuelto muy sombrío.

—Esto se va a pique —dijo Cochran—. Apuesto a que están hablando acerca de la partida...

Cochran ya no sonreía.

—Algunos nos quedaremos —afirmó con seguridad—. Podemos cultivar la tierra con los cadáveres, o hacer alguna otra cosa.

Kabaraijian le miró.

—Hummm. Las máquinas resultan más eficientes. Y los muertos son demasiado torpes para hacer cualquier cosa, excepto los trabajos rudos. Además, son demasiado lentos para cazar.

—Sirven para los trabajos sencillos de una fábrica, o para conducir un autotopo en una mina. Pero Grotto no tiene nada de eso. Sólo son capaces de extraer remolinos con un taladro vibrátil. Y Bartling está por impedirlo.

Sacudió la cabeza.

—No sé, Ed —continuó—. No resultará fácil. Y tal vez sea imposible. Con la concesión de los remolinos en la manga, Bartling es ahora más fuerte que toda la colonia.

—Ésa era la idea. La compañía nos trajo aquí para que creciéramos y pudiéramos comprarla.

—Cierto. Pero Bartling creció más rápidamente. De verdad, puede echarnos si se le antoja. No me sorprendería que enmendara los estatutos para sacarnos de aquí. Si lo hiciera, tendríamos que irnos.

—¿Crees que lo haría? —la voz de Cochran sonaba enfadada mientras se elevaba cada vez más.

—Tal vez —dijo Kabaraijian—, si se lo permitimos. Me pregunto...

Bebió su vino en actitud pensativa.

—¿Piensas que ya ha cerrado el trato?

Cochran lo miró asombrado.

—Dijo que ya lo había hecho.

—Sí, no creo que se mostrara tan petulante si no lo tuviera en el bolsillo. Sin embargo, me pregunto qué haría la compañía si alguien le hiciera una oferta mejor.

—¿Quién?

—¿Nosotros, quizá? —Kabaraijian sorbió el vino y consideró aquello.

—Une a los manipuladores y que todos pongan lo que tienen. Juntaríamos una bonita suma. Tal vez podamos comprar la estación del río. O algo más, si Bartling tiene todos los remolinos adquiridos.

—No, jamás funcionaría —dijo Cochran—. Tal vez tú tengas algo de dinero, Matt; pero estoy tan seguro como que me llamo Ed de que no tengo un cobre. Además, aunque algunos de los chicos tengan ahorros, nunca lograrás unirles.

—Quizá no —dijo Kabaraijian—. Pero vale la pena intentarlo. El único modo de quedarnos en Grotto es organizamos en contra de Bartling.

Cochran vació su jarra y pidió otra.

—No —dijo—. Bartling es demasiado fuerte. Te destruirá si te atreves a tanto. Tengo una idea mejor.

—Contrabando de remolinos —dijo Kabaraijian con una sonrisa.

—Sí —dijo Cochran asintiendo—. Tal vez ahora reconsideres mi propuesta. Si Bartling nos arroja del planeta, no nos vendría mal llevarnos algunas piedras adonde vayamos.

—Eres incorregible —dijo Kabaraijian—. Sin embargo, apuesto a que la mitad de los manipuladores de Grotto están pensando en lo mismo en este instante. Los controladores de los aeropuertos ejercerán una vigilancia especial cuando llegue el momento de la partida. Te pescarán, Ed. Y perderás a tus muertos, o peor. Bartling puede transgredir las leyes para los cadáveres y comenzará a exportar muertos.

Cochran se mostró incómodo ante esta idea. Los manipuladores de cadáveres habían visto la suficiente cantidad de cadáveres como para gustarles la idea de convertirse en uno de ellos. Preferían vivir en planetas que carecieran de la legislación para cadáveres y en los cuales los crímenes importantes se castigaban con la prisión o con ejecuciones «limpias». Grotto era, por el momento, un planeta limpio. No obstante, las leyes podían cambiar.

—De todas maneras, perderé a mi cuadrilla, Matt —dijo Cochran—. Si Bartling nos echa, tendré que vender alguno de mis cadáveres para pagarme el pasaje.

Kabaraijian sonrió.

—Aún te queda un mes, si es que ocurre lo peor. Y existen muchos remolinos por allí que esperan ser hallados. —Levantó su vaso—. Vamos. Por Grotto. Es un planeta encantador, y debemos permanecer aquí.

Cochran se encogió de hombros y levantó su jarro.

—Sí —dijo; sin embargo, su sonrisa no lograba ocultar la preocupación que sentía.

 

 

 

Kabaraijian se presentó muy temprano en la estación, a la mañana siguiente, cuando el sol de Grotto luchaba por dispersar las neblinas del río. La hilera de lanchas permanecía atada en el muelle, ondulando hacia arriba y hacia abajo entre la niebla.

Como siempre, Munson se encontraba en su oficina. Increíblemente, también se encontraba Cochran allí. Ambos miraron hacia la puerta cuando entró Kabaraijian.

—Buen día, Matt —dijo Munson con gravedad—. Ed me ha estado contando lo que ocurrió anoche.

Por alguna razón, aquella mañana el hombre representaba la edad que tenía.

—Lo siento, Matt. No sabía nada del asunto.

Kabaraijian sonrió.

—Nunca pensé que lo supieras. No obstante, si te enteras de algo, no dejes de decírmelo. No pensamos irnos sin luchar.

Echó una mirada hacia Cochran.

—¿Qué estás haciendo aquí, tan temprano? Por lo general, no te levantas hasta mediodía.

Cochran esbozó una sonrisa.

—Sí. Bueno, pensé que tenía que levantarme temprano. Si pretendo salvar mi cuadrilla, tendré que trabajar duro este mes.

Munson había sacado dos cajas de recolección de debajo de su escritorio. Se las tendió a los dos manipuladores de cadáveres y asintió.

—La puerta trasera está abierta —dijo—. Podéis levantar vuestros cadáveres cuando queráis.

Kabaraijian comenzó a bordear la mesa para salir, pero Cochran le cogió de un brazo.

—Creo que lo intentaré por el este —dijo—. Algunas cavernas no han sido exploradas por aquella zona. ¿Adonde vas tú?

—Hacia el oeste —dijo Kabaraijian—. He encontrado un buen lugar, como ya te he dicho.

Cochran asintió. Juntos se dirigieron al cuarto de atrás y pulsaron sus controladores. Cinco muertos se levantaron de sus tarimas y les siguieron arrastrándose. Kabaraijian le dio las gracias a Munson antes de salir. El anciano había limpiado los cadáveres y los había alimentado.

Cuando llegaron al muelle, la neblina se había desvanecido. Kabaraijian guió su cuadrilla hasta el bote y se dispuso a partir. Pero Cochran le detuvo con un gesto de preocupación en el rostro.

—Eh... Matt —dijo, parándose sobre el muelle y dirigiendo su vista hacia la lancha—. El nuevo lugar... ¿dices que es realmente bueno?

Kabaraijian asintió achicando los ojos. El sol iluminaba la cima de los árboles y enmarcaba la cabeza de Cochran.

—¿Podemos llegar a un acuerdo? —dijo Cochran con dificultad.

Se trataba de una petición poco frecuente. Lo común era que cada manipulador se las arreglara solo, que encontrara y explotara su propia cueva de remolinos.

—Lo que quiero decir es que con sólo un mes por delante, probablemente no tendrás tiempo de extraer todo el material; sobre todo si el sitio es tan bueno como dices. Y yo necesito ganar dinero; de verdad, lo necesito.

Kabaraijian comprendió que al otro le costaba un gran esfuerzo pedir un favor semejante. Sonrió.

—Por supuesto —dijo—. Hay suficiente para los dos. Coge tu lancha y sígueme.

Cochran dijo que sí con la cabeza y se esforzó por sonreír. Se encaminó hacia su lancha con los cadáveres detrás.

Bajar el río resultaba más sencillo que subirlo, y más rápido. Inmediatamente, Kabaraijian puso en marcha su embarcación y la lanzó sobre la centelleante y verde superficie del lago alzando un chorro de espuma a su paso. La mañana era radiante, el sol brillaba con fuerza y una suave brisa formaba leves ondas sobre el agua. Kabaraijian se sentía bien a pesar de los desagradables incidentes de la noche anterior. Grotto lograba el milagro. Allí, en los Altos Lagos, sentía que, de algún modo, sería capaz de derrotar a Bartling.

Se había visto enfrentado a problemas parecidos, en otros mundos. El odio de Bartling no era único. Desde el primer instante en que habían reemplazado el cerebro de un hombre muerto por otro sintético, se habían levantado voces clamando que aquello era una perversión y que los manipuladores de cadáveres eran individuos corruptos y sucios. Estaba acostumbrado a vérselas con el prejuicio; era parte de su tarea. Y había sido vencido en otras oportunidades. Ahora, se sentía en condiciones de vencer a Bartling.

La primera parte de la travesía fue más rápida. Las dos lanchas navegaron sobre los dos grandes lagos locales, atravesaron unas costas cubiertas por espesos bosques de árboles de plata y tupidas enredaderas colgantes. Pero después, comenzaron a deslizarse más despacio, a medida que los lagos se hacían más pequeños y los estáticos árboles de plata y las extrañas enredaderas daban lugar a una maraña roja y negra de zarzales de fuego y a ciertas especies de árboles bajos y retorcidos que nunca habían recibido un nombre determinado. La vegetación se fue tornando arbustiva y, por último, de montaña.

Entonces, comenzaron a atravesar las cuevas.

Había cientos de ellas, literalmente; horadaban como panales las montañas que rodeaban por todas partes la colonia. Nunca se había realizado un mapa exhaustivo de las cuevas. Muchas se hallaban muy lejos y parecían estar conectadas unas con otras, formando una red natural de increíble complejidad. La mayoría aún estaban medio llenas de agua; habían sido cavadas sobre la suave roca de las montañas por las corrientes y los ríos que aún corrían a través de ellas.

Un forastero podía perderse fácilmente allí, pero los forasteros jamás visitaban aquellos lugares. Y los manipuladores de cadáveres nunca se perdían. Estaban en su territorio. En aquellos lugares les aguardaban los remolinos, enterrados en las rocas y en la oscuridad.

Las lanchas estaban equipadas con buenas luces. Kabaraijian encendió las suyas tan pronto como penetraron en la primera caverna y aminoró la marcha. Cochran, que le seguía de cerca, hizo lo mismo. Conocían muy bien los canales que circulaban a través de las cuevas; sin embargo eran muy estrechos y no querían correr el riesgo de destrozar las lanchas contra las paredes circundantes.

Al principio, el canal era muy pequeño y las húmedas y centelleantes paredes de suave piedra verdosa parecían presionarles por ambos lados. No obstante, de forma gradual, las paredes se fueron ensanchando cada vez más hasta retirarse casi por completo mientras la corriente arrastraba a las dos lanchas a una cámara subterránea de gran tamaño. La caverna era casi tan grande como un aeropuerto espacial, su techo se perdía en las tinieblas que se hallaban sobre sus cabezas. Las paredes también se perdían en la oscuridad, y las dos lanchas viajaban en dos burbujas de luz a lo largo de la delicada superficie del lago helado y negro.

Entonces, delante de ellos, las paredes cobraron forma otra vez. Pero, en esta oportunidad, en lugar de un paso, aparecieron muchos. La corriente había cavado una entrada y media docena de salidas.

Sin embargo, Kabaraijian conocía muy bien las cuevas. Sin vacilar, guió su bote hacia el pasaje más estrecho, en el extremo derecho. Cochran siguió su estela. En este punto, las aguas se inclinaban hacia abajo y las embarcaciones comenzaron a ganar velocidad.

—Ten cuidado —avisó Kabaraijian al llegar a este punto—. El techo baja aquí.

Cochran agradeció el grito haciendo un gesto con el brazo.

El aviso llegó justo a tiempo. Mientras que las paredes se alejaban considerablemente, las piedras que conformaban el techo se acercaron a ellos de forma notable. Pareció como si el nivel del agua se hubiera elevado. Kabaraijian recordó el modo en que había sudado la primera vez que pasó por allí; el bote había marchado demasiado velozmente y él había temido que el techo le golpeara y que terminara ahogado en las aguas.

Pero se trataba de un temor sin fundamento. El techo bajó hasta casi rozar sus cabezas, pero no más. Y entonces, comenzó a elevarse hasta alcanzar una altura decente. Mientras tanto, el canal se estrechó todavía más y delicados estantes de arena aparecieron a lo largo de las paredes.

Finalmente, vieron una ramificación en el paso y, esta vez, Kabaraijian optó por el camino de la izquierda. Era pequeño, oscuro y angosto. Sólo permitía el paso de la lancha. Pero era corto; y después de una breve travesía llegaron a otra caverna grande.

Se desplazaron con velocidad a lo largo de la misma y enfilaron los botes hacia una grotesca arcada de piedra. Entraron a continuación en un retorcido pasaje lleno de vueltas y de accidentes. Kabaraijian condujo su vehículo casi sin pensar, casi sin tener que pensar. Eran sus cavernas; esta sección especial del interior de las montañas constituía sus dominios; aquí había trabajado y extraído piedras durante meses. Sabía dónde estaba yendo. Y por fin, llegó a destino.

La cámara era grande, y espectacular. Por encima de las calmas aguas, el techo había sido devorado por la erosión y la luz provenía de tres rajas efectuadas sobre la roca. Este hecho confería a la caverna un leve brillo verdoso que se transmitía a las paredes y al agua.

Las lanchas bordearon una entrada cavada en la pared de la caverna, arrastradas por las ondas del agua negra y fría. El agua se volvió verde al ser tocada por la luz y onduló suavemente. Los botes aminoraron su marcha y se movieron pausadamente a través de la enorme cámara hacia la arena blanca que estaba a ambos lados de la misma.

Kabaraijian se sumergió en el agua y subió su lancha sobre la arena. Cochran siguió su ejemplo. Ambos permanecieron uno junto a otro una vez que las embarcaciones estuvieron amarradas.

—Sí —dijo Cochran mirando a su alrededor—. Es bonito. Y tiene buen aspecto. Tenemos que dejarte a ti para que encuentres buenos sitios mientras el resto estamos sumergidos hasta las pantorrillas en el agua, cogidos de nuestras linternas.

Kabaraijian sonrió.

—La encontré ayer —dijo—. Jamás ha sido trabajada. Mira.

Señaló la pared.

—Apenas he comenzado.

Había un grupo de piedras apiladas en círculo en el lugar donde había estado trabajando y en la pared se veía un gran orificio. Sin embargo, la mayor parte de la misma estaba intacta, extendiéndose en hojas de un verde esplendoroso.

—¿Estás seguro de que nadie conoce este lugar? —preguntó Cochran.

—Es lo más probable. ¿Por qué?

Cochran se encogió de hombros.

—Cuando veníamos hacia aquí me pareció oír el motor de una lancha a nuestras espaldas.

—Seguramente se trataba del eco —afirmó Kabaraijian mirando hacia su lancha—. De todos modos, es mejor que comencemos.

Pulsó su controlador de cadáveres y las tres figuras inmóviles que se hallaban en el bote comenzaron a moverse.

Permaneció quieto en la arena, observándolas. Y mientras lo hacía, algo en la parte posterior de su cabeza le observaba a través de los ojos de los cadáveres. Se levantaron rígidamente, y dos de ellos subieron a la playa. El tercero se encaminó hacia la caja que se hallaba en la parte anterior de la lancha y comenzó a desempaquetar el equipo: los taladros vibrátiles, los picos y las palas. Entonces, con los brazos llenos, descendió de la embarcación y se unió a los otros.

Por supuesto, ninguno de ellos se movía realmente. Todo lo hacía Kabaraijian. Era él quien movía sus piernas, y hacía que sus manos cogieran las cosas y que sus brazos las alcanzaran. Era él, por medio de los comandos de su controlador y auxiliado por los cerebros sintéticos, quien daba vida a los cuerpos de los muertos. Los cerebros sintéticos mantenían en marcha las funciones automáticas; pero era el manipulador quien daba sentido a los movimientos de los cadáveres.

No era una tarea fácil, y se estaba muy lejos de haber alcanzado la perfección. Las impresiones sensoriales devueltas al manipulador a menudo resultaban inútiles; y la mayor parte de la veces éste debía mirar a los cadáveres para comprobar qué es lo que estaban haciendo. La manipulación, por lo general, resultaba grotesca; los cadáveres se movían con lentitud, torpemente. Un cadáver era capaz de dar un martillazo pero ni siquiera el mejor manipulador podía hacerle enhebrar una aguja o hablar.

Y si el manipulador no era hábil, el cadáver ni se movía. Un manipulador debía poseer una buena coordinación para manejar un cadáver. Debía mantener separados los comandos del cadáver de sus propios comandos musculares. Para la mayoría no era difícil conseguirlo, pero la tarea se volvía cada vez más compleja a medida que la tripulación aumentaba en número. El récord para un manipulador era de veintiséis cadáveres; sin embargo, todo lo que podía hacer con esta cantidad era obligarles a marchar, marcando el paso. Cuando los cadáveres debían realizar trabajos diferentes, la tarea del manipulador se complicaba considerablemente.

La cuadrilla de Kabaraijian constaba de tres muertos; todos en perfectas condiciones; carne de la mejor calidad. Habían sido hombres robustos, y todavía lo eran. Kabaraijian pagaba buenos precios por los alimentos para mantener sus propiedades en perfecto estado. Uno tenía el cabello negro y una cicatriz surcaba su rostro; el otro era rubio, joven y pecoso; el tercero tenía mechones de cabello arratonado. A pesar de ello, resultaban intercambiables: todos tenían el mismo peso, la misma altura y similar contextura física. Los cadáveres no tenían personalidad. Habían perdido todo lo que alguna vez tuvieron en su mente.

La cuadrilla de Cochran, que ahora ascendía hasta la arena de acuerdo con sus órdenes, resultaba menos impresionante. Estaba formada sólo por dos hombres y ninguno de ellos era de primera clase. El primer cadáver era bastante fornido, con hombros anchos y músculos prominentes. Sus piernas, sin embargo, parecían dos cerillas retorcidas, tropezaba a menudo, y caminaba con más lentitud que la mayoría de sus compañeros. El segundo muerto era delgado y de mediana edad, calvo y enclenque. Ambos eran mugrientos. Cochran no creía que fuera preciso cuidar a la tripulación; Kabaraijian no compartía sus ideas al respecto. Se trataba de un mal hábito. Cochran había comenzado trabajando como manipulador de cadáveres ajenos y el cuidado de los mismos no le preocupaba.

Los cadáveres de Kabaraijian se inclinaron y cada uno cogió un taladro vibrátil de la bolsa donde se encontraba el equipo. Entonces, en formación uniforme, se dirigieron hacia una de las paredes de la cueva. Los taladros comenzaron a perforar la roca porosa y a cada embate, los agujeros se fueron haciendo cada vez más grandes.

Los muertos taladraron al unísono hasta que cada agujero alcanzó el tamaño de un dedo; a continuación, cogieron los picos. Trabajaban con lentitud. Agujero por agujero, los cadáveres perforaron la pared. De forma laboriosa, levantaron una pila de piedra verdosa. Golpeaban cuidadosamente con los picos sin hacer fuerza, incansables, sin pausa. Incapaces de sentir dolor, sus huesos no sentían las sacudidas de los picos.

Los muertos realizaban todo el trabajo. Kabaraijian se quedó de pie detrás de ellos; una estatua oscura y delgada sobre la arena, con las manos en las caderas y los ojos alertas. No hacía otra cosa que observar.

Sin embargo, él lo hacia todo. Kabaraijian era los cadáveres; los cadáveres eran Kabaraijian. Era un hombre en cuatro cuerpos; y era su mano la que guiaba cada movimiento a pesar de que él no tocara las herramientas.

Cuarenta pies más abajo, Cochran y su cuadrilla habían desempacado y comenzaban a trabajar. No obstante, Kabaraijian apenas si estaba consciente ellos, aunque podía oír el rumor de sus taladros vibrátiles y el martilleo de los picos. Su mente estaba en sus cadáveres, trabajando en su pared, atento al brillo mítico de los nudos de remolinos. Era un trabajo desgastador, un trabajo exigente, tenso y nervioso. Era un trabajo que sólo las cuadrillas de cadáveres podían realizar con verdadera eficacia.

Unos cuantos años antes, habían ensayado otros métodos; cuando los hombres habían descubierto Grotto y sus cuevas. Los primeros colonos habían intentado horadar la montaña con autotopos y con erosionantes de roca parecidos a tractores. El problema era que, por lo general, destrozaban los nudos de remolinos que a menudo sólo se podían reconocer cuando ya era demasiado tarde. La compañía descubrió que el trabajo manual era el único medio de preservar de la destrucción los remolinos. Y la mano de obra de los cadáveres era la más barata que se podía obtener.

Aquellas manos se encontraban ocupadas en aquel momento; tensas y sudorosas mientras la cuadrilla arrancaba trozos enteros de roca de la pared.

La división natural de la pared era vertical, lo cual aceleraba la tarea. Encontrar una raja —forzarla con el pico, inclinarlo y empujar— y, con un movimiento rápido, retirar un trozo plano de roca. Después, encontrar una nueva raja, y comenzar de nuevo.

Kabaraijian observaba inmóvil como la pared iba siendo destruida y la pila de piedra verde se acumulaba a los pies de sus muertos. Sólo sus ojos se movían, yendo de aquí para allá sobre la roca, sin descanso, atento a la aparición de los remolinos pero sin encontrar ninguno. Ordenó a los cadáveres que se alejaran unos pasos y se acercó a la pared. La tocó, golpeó la piedra, y frunció el ceño. La cuadrilla había horadado una sección completa de pared y no había hallado nada.

Sin embargo, no se trataba de un hecho inusual, ni siquiera en una de las mejores cavernas de Grotto. Kabaraijian se encaminó hacia el borde de la arena y ordenó a los cadáveres que volvieran al trabajo. Cogieron los taladros vibrátiles y atacaron de nuevo la pared.

De repente, tomó conciencia de que Cochran se hallaba a su lado y le decía algo. Apenas pudo escucharle. No es fácil prestar atención a otra cosa cuando estás manejando a tres muertos. Una parte de su mente se desconectó y comenzó a oír.

Cochran estaba repitiendo lo que había dicho. Y, por lo general, a los manipuladores no les gustaba tener que repetir algo cuando estaban trabajando.

—Matt —decía—, escucha. Creo que he oído algo. A lo lejos, pero lo he oído. Parecía otra lancha.

Era algo serio. Kabaraijian se desconectó de los cadáveres y brindó a Cochran toda su atención. Los tres taladros dejaron de hacer ruido, uno por uno, y de repente el lento golpear del agua contra la arena sonó con fuerza alrededor de ellos.

—¿Una lancha?

Cochran asintió.

—¿Estás seguro? —preguntó Kabaraijian.

—Bueno... no —dijo Cochran—. Pero creo haber oído algo. Lo mismo que antes, cuando veníamos hacia aquí.

—No sé —dijo Kabaraijian sacudiendo la cabeza—. Me parece que no, Ed. ¿Por qué habrían de seguirnos? Hay remolinos por todas partes si te preocupas en buscarlos.

—Sí —dijo Cochran—. Pero he oído algo y pensé que tenía que decírtelo.

Kabaraijian movió la cabeza en señal afirmativa.

—Muy bien —dijo—. Ya me lo has comunicado. Si aparece alguien, le concederemos un trozo de pared y le permitiremos trabajarla.

—Sí —dijo Cochran de nuevo. Pero de alguna manera no parecía satisfecho. Sus ojos se movían de un lado a otro con agitación. Se desplazó bajando hacia el sector de pared en el cual sus propios cadáveres permanecían rígidos.

Kabaraijian se volvió a la roca y sus muertos volvieron a cobrar vida. Los taladros funcionaron nuevamente y se abrieron otras rajas. Después, cuando las rajas fueron lo suficientemente grandes, fueron reemplazados por los picos y otro sector de la pared se vino abajo.

Pero esta vez, algo apareció frente a sus ojos.

Los pies de los cadáveres estaban enterrados en montones de piedra cuando Kabaraijian se dio cuenta del hallazgo; un trozo del tamaño de un puño de piedra gris en medio del verde. Se puso rígido a la vista de aquello, y los cadáveres iniciaron un movimiento de balanceo y se quedaron congelados. Kabaraijian caminó alrededor de ellos y estudió el nudo de remolinos.

Era hermoso, dos veces más grande que cualquier otro que hubiera encontrado con anterioridad. Aunque estuviera dañado, debía de valer una fortuna. Sin embargo, si lograba extraerlo intacto, su valor sería un récord. Estaba seguro de ello. Lo cortarían en una pieza. Podía verlo. Un huevo de niebla cristalina, humeante, misterioso, cubierto por unos velos de neblina de colores jamás vistos.

Kabaraijian reflexionó durante unos momentos y sonrió. Tocó el nudo con delicadeza y se volvió para llamar a Cochran.

Este hecho salvó su vida.

El pico, arrojado al aire, pasó por el lugar donde segundos antes había estado su cabeza y se estrelló contra la roca a escasos milímetros del nudo de remolinos. Trozos de piedra volaron por el aire. Kabaraijian se quedó inmóvil. El cadáver volvió a coger otro pico y se preparó para arrojarlo de nuevo.

Kabaraijian retrocedió sorprendido. El pico volvió a volar. El objetivo no era la roca sino su cabeza.

Entonces se movió. Justo a tiempo se arrojó a un lado. El disparo erró por unos milímetros, y Kabaraijian se incorporó a medias sobre la arena y comenzó a correr. Agazapado y cauteloso, comenzó a retroceder.

El cadáver avanzó hacia él, con el pico levantado sobre su cabeza.

Kabaraijian apenas podía pensar. No comprendía nada. El cadáver que le atacaba tenía el cabello negro y una cicatriz en la cara; era su cadáver. SU cadáver. ¡SU CADÁVER!

El muerto se desplazó con lentitud. Kabaraijian se mantuvo a una distancia prudencial. Los otros dos cadáveres avanzaban desde distintas direcciones. Uno de ellos llevaba un pico; el otro, un taladro vibrátil.

Kabaraijian tragó saliva nerviosamente y se quedó quieto. Los cadáveres formaron un círculo estrecho a su alrededor. Gritó.

Abajo, en la playa, Cochran miraba el espectáculo. Dio un paso hacia Kabaraijian. Detrás de él se oyó el sonido de algo que caía al agua y un ruido sordo. Cochran giró como un trompo y se acostó boca abajo en la arena. No se levantó. Su cadáver esmirriado se detuvo frente a él con un pico que oscilaba en una de sus manos. Su otro cadáver se dirigió hacia Kabaraijian.

El eco del grito aún resonaba en la cueva, pero ya Kabaraijian estaba en silencio. Observó el modo en que Cochran se tumbaba en la arena y, repentinamente, se movió, arrojándose hacia el muerto de pelo oscuro. El pico descendió, agresivo y torpe al mismo tiempo. Kabaraijian hurtó el cuerpo frente al golpe. Se tiró encima del cadáver y ambos cayeron a tierra. El cadáver fue mucho más lento en incorporarse. Cuando lo logró, Kabaraijian ya estaba detrás de él.

Paso a paso, el manipulador de cadáveres se fue retirando del campo del otro. Su propia cuadrilla se encontraba frente a él y, tambaleando, se le aproximaba con las armas en alto. Era un visión estremecedora. Sus brazos se movían y caminaban. Pero sus ojos no tenían expresión y sus rostros estaban muertos... ¡MUERTOS! Por vez primera, Kabaraijian experimentó el horror que otros sentían en presencia de los cadáveres.

Miró por encima de su hombro. Los dos muertos de Cochran se aproximaban hacia él, armados. Cochran aún no se había levantado. Yacía con el rostro en la arena, el agua lamía sus botas.

Su cerebro comenzó a funcionar de nuevo durante el corto período en que había logrado recobrar el aliento. Una de sus manos se dirigió hacia su cinturón. El controlador seguía allí, caliente, en funcionamiento. Lo probó. Lo dirigió en dirección a sus cadáveres. Les ordenó detenerse, arrojar las armas, quedarse quietos.

Ellos continuaron avanzando.

Kabaraijian tembló. El controlador todavía funcionaba; pudo sentir los ecos en su cabeza. Pero, por alguna razón, los cadáveres no respondían. Sintió que un frío helado le recorría la espalda.

Y sintió más frío cuando descubrió lo que estaba ocurriendo. Los cadáveres de Cochran tampoco respondían. Ambas tripulaciones estaban desconectadas de sus manipuladores.

¡Desobediencia!

Había oído que a veces ocurrían cosas semejantes. Pero nunca había sido testigo de una. Las cajas de desobediencia eran muy caras e incluso constituían un contrabando ilegal en aquellos planetas en que la manipulación de cadáveres era permitida.

Sin embargo, ahora veía una en acción. Alguien quería asesinarle. Alguien estaba tratando de hacer justamente eso. Alguien estaba usando sus propios cadáveres en su contra, por medio de una caja de desobediencia.

Se arrojó mentalmente hacia sus cadáveres, luchando por ganar el control, peleando con lo que fuera que les tenía dominados. Pero, era una batalla perdida. Simplemente, los muertos no respondían.

Kabaraijian se inclinó y cogió un taladro vibrátil.

Se incorporó rápidamente y giró para enfrentar a los cadáveres de Cochran. El grandote, el de las piernas como cerillas, se acercaba a él con un pico entre las manos. Kabaraijian detuvo el golpe con el taladro, empleándolo como un escudo. El muerto volvió a llevar el pico hacia atrás.

Kabaraijian activó el taladro y lo dirigió hacia el estómago del cadáver. En un segundo, se oyó un ruido de carne desgarrada y comenzó a brotar la sangre. Se tendría que haber oído también un grito de agonía, pero nada del eso se produjo.

Y el pico descendió de todos modos.

La agresión de Kabaraijian había desviado el golpe del cadáver; sin embargo, el arma le rozó rasgando su túnica a la altura del pecho y trazando un sendero sanguinolento desde su hombro hasta el estómago. Tambaleando, retrocedió hasta la pared con las manos vacías. El cadáver volvió con el pico que oscilaba entre sus manos, con los ojos en blanco. El taladro lo traspasó todavía zumbando, y la sangre saltó en rojos borbotones húmedos. No obstante, el cadáver seguía avanzando.

No hay dolor, pensó Kabaraijian, con la parte de su mente que no estaba paralizada por el terror. La estocada no había resultado irremediablemente fatal y el cadáver no podía sentirla. Está desangrándose, pero no lo sabe, no le preocupa. No parará hasta que esté muerto. ¡El dolor no existe para él!

El cadáver estaba ya casi encima de él. Se arrojó sobre la arena, cogió un trozo grande de roca, y rodó. El disparo llegó tarde, sin puntería. Kabaraijian se acercó al cadáver y le tiró al suelo. Una vez encima de él martilló una y otra vez su cabeza con la piedra que apretaba en el puño con el objeto de destruir el cerebro sintético.

Por fin, el cadáver dejó de moverse. Pero los otros ya llegaban hasta él. Dos picos lanzados casi al mismo tiempo. Uno erró el blanco. El otro le causó una profunda herida en su hombro.

Asió el segundo pico y lo retorció, luchando por detenerlo. Perdió. Los cadáveres eran más fuertes que él, mucho más fuertes. El cadáver cogió el pico y volvió a elevarlo hacia atrás para amagar otro golpe. Kabaraijian se puso de pie chocando contra el cadáver y golpeándole al mismo tiempo. Los otros saltaron hacia él tratando de asirle. No se detuvo a luchar. Corrió. Le persiguieron, lenta y torpemente. De alguna manera, la situación era horrorífica.

Llegó hasta la lancha, la cogió con ambas manos y empujó. Ésta apenas si se movió sobre la arena. Empujó de nuevo y, esta vez, la embarcación se movió con mayor facilidad. Estaba empapado en sangre y sudor y exhalaba el aliento en breves jadeos. No obstante, siguió empujando. Su hombro le produjo unos dolores terribles. No prestó atención al dolor y, con él, ejerció presión sobre la lancha. Por fin, el bote abandonó la arena.

Sin embargo, los cadáveres ya estaban sobre él, balanceándose, en el momento en que subió a la lancha. Puso en marcha el motor y lo llevó a la máxima velocidad. El bote respondió. Se lanzó a toda marcha en una repentina explosión de espuma, deslizándose sobre las verdes aguas rumbo a la oscura raja de seguridad que se hallaba en la pared más lejana de la caverna. Suspiró... y fue entonces que vio al cadáver.

Estaba en el bote. Su pico inútil yacía enterrado en la madera; pero aún tenía sus manos, y le eran suficientes. Con ellas le rodeó el cuello y apretó. Kabaraijian se revolvió como un loco, tirando golpes hacia aquel rostro calmo e inexpresivo. El cadáver no hizo esfuerzo por esquivar los golpes. Los ignoró. El manipulador le golpeó una y otra vez lacerando los ojos vacíos y martillando su boca hasta que los dientes se le hicieron astillas.

Sin embargo, los dedos que rodeaban su cuello apretaban cada vez más y todo su esfuerzo por librarse resultaba vano. Ahogándose, dejó de darle puntapiés al cadáver y lanzó una patada hacia el timón de la embarcación.

La lancha viró bruscamente y se inclinó hacia un lado y hacia el otro. Las paredes de la cueva estuvieron muy pronto encima de ellos. Entonces, sobrevino un feroz impacto, se oyó el crujido de las maderas y la lancha se detuvo de repente sobre el agua. Kabaraijian trató de mantener el equilibrio, pero ambos cayeron al agua... El cadáver mantenía aún sus manos alrededor del cuello del manipulador mientras éste seguía luchando por liberar su garganta.

Sin embargo, Kabaraijian logró tomar aliento antes de que el agua verde le cubriera por completo. El cadáver intentó respirar debajo del agua. El manipulador le ayudó en la tarea. Le metió ambas manos en la boca y se la mantuvo abierta para asegurarse de que tragara una buena cantidad de líquido.

Finalmente, el muerto murió. Y sus dedos se aflojaron.

Con los pulmones a punto de estallar, Kabaraijian se liberó y nadó hacia la superficie. El agua le llegaba sólo hasta el pecho. Se paró encima del cadáver para mantenerlo sumergido mientras bebía enormes tragos de aire con desesperación.

La lancha se había incrustado en una cresta de rocas punzantes que se alzaba del agua a uno de los lados de la salida. Ésta se hallaba a pocos metros, cubierta por las sombras. Pero ahora, ¿era segura? ¿Sin una lancha? Kabaraijian pensó en salir de allí a pie y de inmediato abandonó la idea. Le separaban muchas millas de la seguridad que significaba la estación del río. Podría ser capturado, en la oscuridad de las cuevas, por los que quedaban de la tripulación. La amenaza se hallaba a sus espaldas. No, sería mejor permanecer allí y enfrentarse a su atacante.

Con una patada, se libró del cadáver que mantenía aprisionado contra el suelo del lago y se encaminó hacia los restos de su lancha que todavía estaba encallada entre las rocas. Amparado por las ruinas, tendrían dificultades para hallarle, e incluso para verle. Y si su enemigo no sabía dónde estaba tendría dificultades para lanzar a los cadáveres en su persecución.

Mientras tanto, tal vez él encontrara a su atacante.

Su atacante. ¿Quién? Bartling, por supuesto. Tenía que ser Bartling o uno de sus mercenarios. ¿Qué otro?

Pero, ¿dónde? Tenían que estar muy cerca; dentro del radio de la playa. No se puede manipular un cadáver por control remoto; la respuesta sensorial no sería buena. Las únicas sensaciones que se perciben son visuales y las auditivas, y aún así, son borrosas. Tienes que ver al cadáver, ver lo que está haciendo, y qué es lo que quieres que haga. Por lo tanto, los hombres de Bartling debían de estar por allí. En la cueva. Pero, ¿dónde?

¿Y cómo? Kabaraijian pensó en ello. Debía de tratarse de la otra lancha que Cochran había oído. Alguien les había seguido, alguien con una caja de desobediencia. Tal vez Bartling había colocado un seguidor en su lancha durante la noche.

El único problema se presentaba al intentar descubrir cómo sabía Bartling qué lancha debía seguir.

Kabaraijian se inclinó lentamente, de modo que sólo asomara su cabeza por encima de los restos de la lancha y miró a su alrededor. La playa era una mancha blanca de arena que rodeaba la superficie verdosa de la enorme cueva. No había ruidos, pero el agua golpeaba con suavidad el costado del bote. Sin embargo, se percibían movimientos. La otra lancha había sido liberada de la arena, y uno de los cadáveres se hallaba a bordo de la misma. Los otros, lentamente, se sumergían en la piscina subterránea. Los picos descansaban sobre sus hombros.

Venían por él. El enemigo sospechaba que todavía se encontraba allí. El enemigo no abandonaba la caza. Otra vez se sintió tentado de dirigirse hacia la salida, nadar y correr hacia la luz del sol, fuera de esa terrible penumbra donde los cadáveres le acechaban con sus fríos rostros y sus manos más frías aún.

Controló el impulso. Dentro de la caverna tenía algunas posibilidades mientras le buscaban. Si huía, lo cogerían rápidamente con su lancha. Debía intentar perderles en el laberinto de las cavernas. Pero, si se les adelantaba, le esperarían al final de las cuevas. No, no. Tenía que quedarse allí y encontrar a su enemigo.

Pero, ¿dónde? Escudriñó la cueva y no vio nada. Una gran extensión de un verde tenebroso, piedra, agua y playa. La piscina estaba moteada por unas pocas piedras grandes que se elevaban por encima del agua. Un hombre podía esconderse detrás de ellas. Pero no una lancha. ¿Emplearía su enemigo instrumentos submarinos? Sin embargo, Cochran había oído una lancha...

El bote del cadáver estaba en medio de la caverna y se encaminaba hacia la salida. En los controles estaba sentado su muerto, el de cabellos arratonados. Los otros dos cadáveres rastreaban la superficie del agua mientras caminaban pesadamente tras la estela de la embarcación.

Tres muertos, acechándole. Pero en alguna parte se hallaba oculto su manipulador. El hombre con la caja de desobediencia. La mente y la voluntad de los cadáveres. Pero, ¿dónde?

La lancha se aproximaba. ¿Se alejaría? Tal vez pensaran que él había huido. O... no, lo más probable era que el enemigo bloqueara la salida para luego registrar la caverna.

¿Le habían visto? ¿Sabían dónde estaba?

De repente, se acordó de su controlador de cadáveres, y su mano se introdujo en el agua para asegurarse de que seguía intacto. Lo estaba. Y los controladores eran sumergibles. Dadas las circunstancias, no le servía para controlar nada. Pero igual podría serle útil...

Kabaraijian cerró los ojos y procuró desconectar sus oídos. Con deliberación, bloqueó sus sentidos y se concentró en los distantes ecos sensoriales que murmuraban en su cerebro. Más vagas que de costumbre, menos confusas, recibió dos grupos de imágenes. Su tercer cadáver flotaba en el agua a pocos pasos de donde se encontraba, y no le enviaba ninguna señal.

Tensó su mente y escuchó, y trató de ver. Las imágenes comenzaron a definirse por sí mismas. Dos cuadros, ambos ondulantes, cobraron forma, superpuestos uno con otro. Una sensación mezclada; pero Kabaraijian se esforzó por percibirla. Las imágenes se aclararon.

Un cadáver estaba sumergido en el agua hasta la cintura, moviéndose lentamente, sosteniendo el pico. Podía ver el mango de la herramienta y la mano que la aferraba, y el agua que cada vez se hacía más profunda. Pero no miraba en dirección a Kabaraijian.

El segundo muerto estaba en la lancha con una mano sobre los controles. Tampoco miraba hacia él. Miraba hacia abajo, a los instrumentos. Le costaba un gran esfuerzo de concentración controlar la máquina. Por lo tanto, el manipulador estaba con los ojos fijos en el motor.

Sólo podía ver la máquina. Tenía una excelente visión de la lancha.

Y de repente todo tuvo sentido. Ahora estaba seguro de que los restos de su lancha le ocultaban de sus perseguidores. Kabaraijian se movió en las sombras, arrojó una mano hacia el borde de la embarcación subió a bordo y se agazapó para que no le vieran. Las rocas habían hecho un agujero en el fondo del bote. Pero la caja de las herramientas estaba intacta. Los cadáveres habían desempacado el equipo más útil, pero los avíos de reparación seguían allí. Kabaraijian cogió una llave inglesa y un destornillador. Metió el segundo en su cinturón y asió la llave fuertemente. Y esperó.

La otra lancha se hallaba casi encima de él y pudo oír el ronroneo de su motor y el agua que se movía alrededor de ella. Aguardó hasta que estuvo junto a su bote. Entonces, se puso de pie repentinamente y saltó.

Aterrizó en medio del otro bote y la lancha se tambaleó ante el impacto. Kabaraijian no le dio tiempo al enemigo para reaccionar... o al menos no le dio tiempo que le hubiera hecho falta para controlar a los cadáveres. Dio un paso hacia adelante y golpeó con fuerza, con la llave, la cabeza del muerto. El cadáver se desplomó. Kabaraijian se inclinó, cogió una de sus piernas y levantó las manos. De repente, el muerto desapareció de la lancha.

Girando, Kabaraijian se enfrentó con el rostro azorado de Ed Cochran. Sostuvo la llave con una mano mientras que, con la otra, trataba de alcanzar los controles y acelerar el movimiento. La lancha ganó velocidad y se dirigió hacia la salida. La cueva y los cadáveres se desvanecieron a su espalda, y la oscuridad les cercó con las negras paredes. Kabaraijian encendió las luces.

—Hola, Ed —dijo, apretando la llave en su mano. Su voz era firme y muy fría.

Cochran respiró aliviado.

—Matt —dijo—. Gracias a Dios, iba a ayudarte. Mis cadáveres... ellos...

Kabaraijian sacudió la cabeza.

—No, Ed. Calla, por favor. No te esfuerces. Sólo entrégame la caja de desobediencia.

Cochran le miró asustado. Entonces, con esfuerzo, esbozó una mueca.

—Oye, estás de broma, ¿no? No tengo ninguna caja de desobediencia. Te avisé que había oído otra lancha.

—No hubo ninguna otra lancha. Era una coartada por si fallaba tu plan. Lo mismo fue el golpe que recibiste en la playa. Era una trampa... lograr que tu cadáver te golpeara con el pico como lo hizo, con el peto, no con la punta. Lo has hecho muy bien. Mis felicitaciones, Ed. Fue una excelente maniobra de manipulación. Y el resto fue igual. No resulta fácil coordinar cinco cadáveres que hacen cosas diferentes a un mismo tiempo. Muy bien, Ed. Te he subestimado. Nunca creí que fueras tan buen manipulador.

Cochran le observó desde el suelo de la lancha. Su sonrisa había desaparecido. Entonces, desvió la mirada y sus ojos vagaron por las paredes que les rodeaban.

Kabaraijian agitó la llave, sudada en el sitio por donde la tenía cogida. Su otra mano tocó su hombro por un momento. La hemorragia había cesado. Se sentó con lentitud y dejó que su otra mano descansara sobre el motor.

—¿No vas a preguntarme cómo me di cuenta, Ed? —preguntó Kabaraijian.

Cochran, taciturno, permaneció en silencio.

—Te lo diré de todos modos. Miré a través de los ojos de mi cadáver, y te vi agazapado aquí en el bote, acostado sobre el suelo y espiando por un costado para tratar de cazarme. No parecías muerto, en absoluto; al contrario, tenías cara de culpable. Y de repente, me di cuenta. Tú eras el único que tenía una visión perfecta de la playa. Tú eras la única persona que se hallaba en la cueva.

Con una sensación de embarazo, hizo una pausa. Su voz se quebró un poco y se suavizó.

—Sólo quiero saber por qué. ¿Por qué, Ed?

Cochran volvió a mirarle. Se encogió de hombros.

—Dinero —dijo—. Sólo dinero, Matt. ¿Por qué otra cosa podría haberle hecho?

Sonrió. No con su sonrisa habitual sino con una mueca tensa y nerviosa.

—Te tengo aprecio, Matt.

—Tienes una forma muy peculiar de demostrarlo —le dijo Kabaraijian. No pudo evitar sonreír mientras agregaba—: ¿De quién es el dinero?

—De Bartling —dijo Cochran—. Realmente me encontraba necesitado. No tenía nada ahorrado. Si tenía que abandonar Grotto, tendría que vender mi cuadrilla para pagarme el pasaje. Y otra vez volvería a trabajar como un mercenario. No lo quería. Necesitaba dinero rápidamente.

Se encogió de hombros.

—Iba a tratar de pasar de contrabando algunos remolinos. Pero te negaste a colaborar conmigo. Y anoche se me ocurrió algo mejor. No creía que aquello de organizamos en contra de Bartling funcionara, pero me imaginé que a él le interesaría saberlo. Por eso fui a verlo después de que nos fuimos de la taberna. Pensé que me pagaría por la información y que tal vez hiciera una excepción y me permitiera quedarme.

Sacudió la cabeza con melancolía. Kabaraijian permaneció silencioso. Por fin, Cochran siguió:

—Fui a verle, a él y a tres de sus guardaespaldas. Cuando se lo dije, se puso histérico. Ya le habías humillado, y ahora descubría que estabas en algo más. Él... él me hizo una oferta. Un montón de dinero, Matt. Un montón de dinero.

—Me alegra saber que valgo mucho.

Cochran sonrió.

—Sí —dijo—. Bartling quería tu cabeza, e hice que la pagara bien. Él me entregó la caja de desobediencia. No quería manejarla por sí mismo. Dijo que la tenía por si las «mentes podridas» y sus «zombis» le atacaban alguna vez.

Cochran metió la mano en un bolsillo de su túnica y sacó un cartucho pequeño, de forma aplanada. Era igual que el controlador que tenía en el cinturón. Lo arrojó por el aire hacia Kabaraijian.

Pero Kabaraijian no hizo ningún esfuerzo por cogerlo. La caja pasó por encima de su hombro y cayó al agua con un ruido sordo.

—Eh —dijo Cochran—. Tienes que cogerla. Tus cadáveres no responderán a menos que los desconectes.

—Mi hombro está rígido —comenzó Kabaraijian. De repente, se quedó mudo.

Cochran se puso de pie. Miró a Kabaraijian como si lo viera por primera vez.

—Sí —dijo, y sus puños se apretaron—. Sí.

Era una cabeza más alto que Kabaraijian y mucho más pesado. De repente se dio cuenta de la magnitud de las heridas del otro.

La llave se hizo más pesada en la mano de Kabaraijian.

—No lo hagas— le avisó.

—Lo siento —dijo Cochran y se lanzó hacia delante.

Kabaraijian alzó la llave por encima de su cabeza, pero Cochran detuvo el golpe. Su otra mano se dirigió al cinturón y cogió el destornillador. Lo empuñó y arrojó una puñalada. Cochran lanzó una exclamación al tiempo que su sonrisa desaparecía. Kabaraijian lanzó otro golpe y movió la mano en una y otra dirección. La estocada arrancó un trozo de túnica y algo de carne del otro.

Cochran giró retrocediendo, agarrándose al estómago. Kabaraijian le persiguió y le apuñaló una tercera vez, salvajemente. Cochran cayó. Trató de levantarse pero no pudo.. Cayó pesadamente sobre el suelo de la lancha. Quedó allí tirado, desangrándose.

Kabaraijian volvió al motor para evitar que la lancha chocara contra las paredes. La guió con suavidad a través de los pasajes, a través de las cuevas, los túneles y las profundas piscinas verdes. Y, a la dura luz del bote, observó a Cochran.

Cochran no volvió a moverse, y sólo habló una vez. En el momento en que dejaban las cuevas y salían a la luz del temprano sol de la tarde de Grotto, echó una mirada a su alrededor. Sus manos estaban mojadas de sangre. Y sus ojos también estaban húmedos.

—Lo siento, Matt —dijo—. Lo siento mucho.

—¡Oh, Dios! —dijo Matt con una voz densa. De repente, detuvo el bote y cogió la caja de primeros auxilios. Se acercó a Cochran y vendó sus heridas.

Cuando volvió a los controles, apretó el acelerador a fondo. La lancha se disparó sobre la superficie de los brillantes lagos verdes.

Pero Cochran murió antes de que llegaran al río.

Kabaraijian volvió a detener la lancha y la dejó inmóvil en el agua. Oyó los sonidos de Grotto que le circundaban: el murmullo del río que se vertía en el lago más grande, el canto de los pájaros y sus aleteos, las paletas de la embarcación que quebraban el aire. Se quedó sentado hasta la caída del crepúsculo, mirando río arriba, y pensando.

Pensó en el día siguiente y en los días por venir. Mañana volvería a las cuevas de remolinos. Le esperaba el huevo de niebla danzante. Tenía que extraerlo; obtendría buenas ganancias de él. Dinero. Debía conseguir dinero; todo el que pudiera reunir. Entonces, podría comenzar a hablar con los otros. Y entonces... y entonces Bartling tendría alguien contra quien luchar. Y también habría traidores. Cochran había sido el primero. Pero no el último. Les contaría a los otros que Bartling había enviado a un hombre con una caja de desobediencia, y que Cochran había muerto por eso. Era verdad. Todo era verdad.

Aquella noche, Kabaraijian regresó con un solo cadáver en su lancha, un cadáver extrañamente quieto e inmóvil. Toda la vida, sus cadáveres le habían acompañado en su camino hacia la oficina. Aquella noche, el cadáver viajaba sobre sus hombros.