SERHANE ERA PRÁCTICAMENTE MI PRIMER AMIGO
—Serhane era prácticamente mi primer amigo desde que dejé de ver a Menéndez y a Listerín. El hombre era muy educado, bebía poco y nunca le oí decir groserías acerca de las mujeres. A veces venía a casa y preguntaba por mi madre.
—No está, trabaja hasta la una de la madrugada.
Cuando le hablé del bar El Inca, quiso conocerlo.
—¿Ahora? Es un bar sin ningún interés, acuden emigrantes peruanos sobre todo. Poco ambiente.
—No, en realidad es porque tengo un amigo que va mucho por allí. Era para ver si me encontraba con él.
Me quedé mirando fijamente a Serhane y él se puso colorado. Serhane era muy bueno, muy decente, pero mentiroso, y me acababa de dar cuenta. Un día oí decir a unos amigos suyos —uno era de Ceuta y el otro un marroquí de Almería— que Serhane se había quedado «prendado de las tetas de la madre de ese chico —el chico era yo— el día que la vio con la bata entreabierta».
Después de eso, ya no invité a Serhane a subir a casa; pero una noche nos encontramos con mi madre en la calle, más temprano que de costumbre. Mi madre tenía los ojos rojos y se sonaba la nariz. Las lágrimas le brillaban a la luz de los faroles de la plaza de Fuenlabrada.
—Estoy algo acatarrada —dijo— y me voy a acostar. Hala, acompañadme a casa.
Se puso entre Serhane y yo y anduvimos un rato sin decir nada.
Luego se volvió a Serhane y le dijo algo que no venía mucho a cuento.
—Me alegro mucho de que seáis amigos. Ángel necesita tratar con un hombre decente, porque su padre no lo es.
Comprendí que mi madre había vuelto a hablar con mi padre en algún momento que yo desconocía. La señal era que mi madre sufría, y el sufrimiento tenía que venir del Verraco.
Serhane me pasó un brazo por el hombro.
—Señora, su hijo es un buen hijo y cuidará de usted.
Mi madre se echó a llorar y Serhane le ofreció entrar en un bar a tomar un café.
Mi madre no toma café, por los nervios. Así que se arreó un copazo de whisky. Serhane y yo pedimos cervezas. Yo miraba de reojo a Serhane, porque pensaba que como musulmán no le parecería muy bien que una mujer tomara copas.
Mi madre pensaba en mi padre, Serhane bebía su cerveza y yo los miraba a los dos.
Serhane me preguntó por mi trabajo en la carretera de Toledo, y que cuándo íbamos a ir juntos a la ciudad a ver las murallas y las antiguas mezquitas. Nuevamente exhibió sus conocimientos, con aquella voz profunda, como la tuya, con tonos bajos y graves. De ahí pasamos a que yo contara detalles de mi vida chatarrosa. Empecé a hablar muy rápidamente de las circunstancias del trabajo, sobre todo para distraer a mi madre de la obsesión del Verraco mayor y que se fijara en el joven lechón, o sea yo.
—En mi curro hay problemas, nos quiere cerrar Medio Ambiente. Nos acusan de contaminar el río Tajo. Como si no estuviera ya infectado. Por el río baja de todo, flotan cadáveres y cuerpos extraños, sin forma. Pieles que tiemblan, maderas con ojos, pantalones que parece que andan, camisas que bracean, cosas que parecen otras, indescifrables. A veces llevamos los desechos fuera, a montes lejanos, a sitios escondidos. Allí los incineramos o les damos sepultura anónima. Procuro que no me encarguen eliminar neumáticos y plásticos. Tienen una manera de ser maligna y perversa, mucho peor que la de los metales. Nos sobrevivirán, nos esperarán más allá de la muerte, con sus almas polímeras y venenosas. Lo que nace podrido no acaba de pudrirse nunca.
Martín está mirando fijamente a Ángel cara de bronce y no puede menos de comentar, con algo de extrañeza:
—¿Eso le decías a tu amigo Serhane? ¿Con esas palabras?
—Con esas palabras no. Éstas de ahora son para ti.
Martín asiente pensativamente.
—¿Alguna pregunta más?
—Sigue, por favor. Perdona la interrupción —dice Martín, pero luego se arrepiente y coloca las manos del modo con el que se pide tiempo en el deporte—. Bueno, sí, qué quieres que te diga, para no tener estudios cuentas las cosas con gusto, a veces retorciéndolas un poco, como si no quisieras contar lo que cuentas.
—¿Quién te ha dicho que no tengo estudios? ¿Tú me has oído decirlo?
Guiña un ojo a su compañero.
—Estudié en la Universidad de Alcalá Meco,[1] ya de mayor. Y con el provecho que ves.
Martín se lo queda mirando fijamente, y luego se echa a reír.
—Mi madre vació el vaso de whisky y dijo que yo debía encontrar un trabajo no podrido, que fuera menos contaminante y que me dejara horas libres para estudiar.
Serhane contestó rápidamente que tenía un amigo en Lavapiés que era musulmán y necesitaba un ayudante durante el Ramadán, alguien que no siguiera el ayuno.
—Es un locutorio telefónico, en la calle Tribulete, buen trabajo. Si llegáis a un acuerdo, te quedas incluso después de Ramadán.
—No te cuesta nada ir y hablar con ese señor —sentenció madre.
«Ese señor» era Yugam. ¿Te suena el nombre? Claro que te suena. En la prensa, ¿verdad? Efectivamente, salió mucho en los medios y en la red después de los atentados del 11-M.
Serhane y yo nos citamos con Yugam en un bar de Lavapiés. Un bar muy estrecho con una barra larga y el suelo lleno de cáscaras de cacahuete, la tapa reina del establecimiento. Entrabas pisando cáscaras, chac, chac, y salías con el mismo crujir de pisadas.
Serhane me invitó a una caña, pero él pidió una cerveza sin alcohol. Era la primera vez que le veía pedir expresamente una bebida así. Luego pensé que era por Yugam.
Esperamos un buen rato. La única iluminación del lugar eran unos fluorescentes sobre la barra bruñida. Ese espejo metálico nos devolvía unas caras lívidas. Serhane seguía inusitadamente callado. Tenía el día taciturno.
Pasados unos minutos, busqué algo intrascendente para hablar con Serhane. Pero no se me ocurrió nada, a mí, que soy tan hablador. Con Serhane era muy difícil charlar por charlar. Quizá sobre algo de fútbol, pero él era del Real Madrid.
—Sufrir no nos importa; en el Aleti —aventuré—, estamos acostumbrados, somos sufridores, pero por eso mismo podemos...
Nada. Serhane seguía en sus cosas.
Ensayé algo nuevo, distinto:
—Un perro debajo del carro, vino otro perro y le mordió el rabo...
Serhane me miró con extrañeza, pero enseguida cambió la mirada.
Oí las pisadas de Yugam, chac, chac, antes de verle.
Era alto y ancho de espaldas, con unos labios gruesos y un pelo muy negro.
—Sí, ya me ha hablado Serhane de ti, y que buscas trabajo —dijo—. Pero tengo muchas peticiones de muchachos españoles y marroquíes. Hay cola para rato. Ahora que, si estás muy necesitado, y como amigo de Serhane, te puedo ofrecer un trabajo de limpieza.
Me cabreó el tono displicente del tal Yugam. Aquel jodío moro me trataba como a un pordiosero.
—Yo no busco trabajo. Es Serhane quien me dijo que tú necesitabas a alguien para el locutorio. Yo ya tengo un curro, un buen curro —afirmé.
No nos gustamos mutuamente.
Yugam y Serhane se pusieron a hablar en árabe. Elevaron mucho la voz, como si discutieran. Pero no discutían, simplemente era su forma natural de expresarse. Chac, chac, yo me fui yendo, retrocediendo, pisando cáscaras y más cáscaras, y sin pagar mi cerveza.
Tardé algún tiempo en volver a ver a Yugam.
Para mí Yugam, más que el asesino convicto que luego fue, el terrorista de los trenes del 11 de marzo, era el moro de Lavapiés, despreciativo y antipático.
El taller de desguace cerró, y yo me quedé en el paro. Un lunes fui a trabajar, y el lugar estaba precintado por la Consejería de Medio Ambiente de Castilla-La Mancha. Liberaban al Tajo de nuestras pestilencias.
El dueño, un hombre cano, con leve cojera, me llamó aparte.
—Chaval, recoge tus cosas. Ya sabes, nos vamos.
Yo no sabía, yo siempre era el último al que comunicaban las cosas. Pero fíjate, dijo «nos vamos», no «cerramos». Porque con los desechos y desguaces pasa lo que con las putas, parece que las suprimen, pero sólo se cambian de sitio.
El dueño era de pocas palabras, trabajaba como uno más de nosotros y manejaba bien las herramientas. Se quedó discapacitado porque le atropelló el Mercedes de un turista danés, y con la indemnización, pues mira, puso aquel taller.
—Hala, te llamaremos. Buena suerte.
Me quedé sin trabajo, y no sabía cuánto iban a tardar en conseguir nuevos permisos ni dónde. Mala cosa.
Tenía a Rosita, la niña peruana de Parque Sur. Ya no era una niña, pero era muy bajita. Una miniatura preciosa.
Ella se ofreció a dejarme dinero si yo lo necesitaba. Gente solidaria la de Fuenlabrada, por si no te lo había dicho.
—Hoy pensaba llevarte a McDonald’s, pero tengo que hacer, Rosita.
—Qué tienes que hacer tú, hombre.
—Verme con una persona, para un trabajo. Me va a hacer una oferta.
—Bueno, si después te queda tiempo, te invito yo.
—Pero tú qué prefieres, ¿que vayamos a McDonald’s, dar una vuelta o que hagamos el amor?
Rosita me miraba y callaba, y yo me reía.
Un día hicimos el amor de verdad, y ya no me reía más cuando se lo proponía.
¿Quería yo a Rosita, flor de la canela?
Serhane me preguntó si estaba dispuesto a ayudarle en las reuniones que celebraba con sus amigos en las orillas del río Alberche. Él iba los fines de semana, con otros musulmanes, a jugar al fútbol y a comer.
—Y mientras jugamos, tú preparas los trozos de pollo y las gambas.
—No sé si yo sé cocinar, pero bueno.
—¿No sabes si sabes? —se rió.
—Quiero decir...
—Sé lo que quieres decir. Mira, tú encárgate de comprar los ingredientes para la paella. Y tu madre...
Serhane hizo un gesto vago.
—¿Qué cosa con mi madre?
—Te puede decir cómo se hace un buen arroz.
—Sí, creo que lo peor es que se quede pegado, con olor a quemado... Depende del fuego y eso.
—Tú lo tienes todo listo, y cuando terminemos el partido y de rezar, pues echas el arroz y hala...
—¿Qué cosa con Alá?
—No, digo que ¡hala!, a comer.
El tema vino y se fue, y volvió otra vez, porque yo seguía sin trabajo.
—Somos un grupo de hermanos musulmanes y algún español amigo, como tú —dijo Serhane en el bar.
—¿No te van a pagar? —preguntó Rosita en el parque.
—No aceptes dinero por eso, hijo —opinó mi madre en casa—. Yo te enseñaré a hacer arroz de paella, aunque no es lo mío.
—Serhane es un amigo —contesté a Rosita—. ¿Tú aceptarías que yo te pagara por que me cocinaras?
—Te agradezco el favor que nos haces, te estaremos siempre agradecidos. Recibirás tu recompensa —prometió Serhane, otra vez en el bar.
A Rosita no le gustaba Serhane. A mi madre sí.