La noble viuda de Epulón se levantó del sitial, dio unos pasos hacia el impluvio, regresó bruscamente y dijo:
–Mateo nunca estuvo a mi cuidado. De niño fue enviado a estudiar a Grecia. Su padre quería procurarle una buena educación.
–Ah, sí, es frecuente entre las familias nobles enviar al primogénito a estudiar a Atenas. O a otro lugar, puesto que, como es bien sabido, Atenas ya no es lo que fue en los tiempos gloriosos de Pericles. Hoy en día los preceptores, en vez de inculcar la sabiduría, sólo piensan en dar por el culo a sus discípulos. Estoy seguro de que Mateo fue a Tebas, ciudad culta y virtuosa. Y allí debió de recibir las enseñanzas de Fabulón el tracio, en todo semejante a Sócrates.
–Sí. Ése fue su mentor.
–No existe tal persona, señora, me la acabo de inventar.
La viuda alza el velo que le cubre el rostro y clava en mí unos ojos ardientes enmarcados en un rostro bello y juvenil. Sin darle tiempo a hablar digo:
–El joven Mateo no es hijo tuyo, ¿verdad?
–¿Cómo lo has sabido?
–Por inducción. Y también por mis estudios de fisiognomía.
Hizo una larga pausa que supuse dedicada a dilucidar su próximo acto: ora hacerme expulsar por la violencia, ora tratar de razonar conmigo, y finalmente dijo:
–En verdad no existe razón alguna para ocultar la verdad cuando ésta no es ignominiosa, y si hasta ahora lo hemos hecho ha sido para salvaguardar nuestra intimidad de la curiosidad de los extraños. Pero en realidad el joven Mateo es hijo de un matrimonio anterior de mi difunto esposo. En cambio Berenice, la de ruborosas mejillas, es hija mía. Has de saber que nací en Alepo, en el seno de una familia judía, honrada y temerosa de Dios. Me casé muy joven y tuve una hija a la que pusimos por nombre Berenice. Al cabo de poco tiempo mi marido hubo de hacer un viaje, en el curso del cual cayó en manos de un temible bandido llamado Teo Balas y pereció en el encuentro. Yo tomé a mi hija conmigo y volví a casa de mis padres. Un día vino a visitarnos el rico Epulón, a quien sus negocios habían llevado a aquella ciudad. Acababa de morir su mujer dejando un hijo de corta edad y yo encontré gracia a sus ojos. Contrajimos esponsales y poco después nos establecimos en Nazaret.
–Es triste que una mujer tan joven y virtuosa haya enviudado dos veces -dije-. Se diría que algún dios, atraído lascivamente por tu hermosura, trata de impedir que un mortal se la…
–Esto -interrumpió la hermosa viuda con altanería- es una cosa bien estúpida de decir, Pomponio, y muy cruel. Temo haberte dedicado más tiempo del que determinan las leyes de la cortesía. Te ruego que abandones mi casa, llevándote a tus acompañantes, quienesquiera que sean.
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–Tal vez -le dije-, pero si le ha pasado algo, responderás con tu cabeza de melón.
Salí al jardín pensando que probablemente Jesús habría preferido corretear al aire libre y ahorrarse las baladronadas del legionario, pero por más que busqué, no pude dar con él ni con nadie que me diera razón de su paradero. Un poco inquieto volví a entrar en la casa. El portaestandarte seguía envolviendo en su retórica a la sirvienta. Salí al atrio y allí me topé de improviso con el apuesto Filipo, el cual me dedicó la más dulce de sus sonrisas y dijo:
–Mi querido y fisiológico amigo, nadie me había avisado de tu presencia o habría venido de inmediato a saludarte y a ponerme a tu disposición. Pero tal vez aún pueda serte útil, pues adivino que andas buscando algo.
–Mucho me gustaría en verdad, Filipo, saber qué estoy buscando. De momento, al niño en cuya compañía me has visto varias veces. Hace un rato lo dejé en el vestíbulo y ya no está allí ni en ninguna parte.
–No temas, no le habrá pasado nada malo. Luego nos ocuparemos de su paradero. Antes, permíteme ofrecerte un refrigerio en mi propio aposento como muestra de amistad, como hizo Alcínoo, varón de inspirados consejos, con el ínclito Ulises cuando éste, arrojado a la playa, desnudo y exánime, fue hallado por Nausícaa, etcétera, etcétera.
Y sin darme tiempo a interrumpir la disertación, me tomó del brazo y suavemente me condujo a una de las habitaciones cuyas puertas se abrían al peristilo. Dentro imperaban la frescura y la limpieza, como si el polvo y el calor se hubieran detenido en el umbral, y una fragancia rara y exquisita turbaba los sentidos. En un rincón había un diminuto altar con una estatua de Minerva delicadamente labrada en mármol policromado. Los demás objetos eran suntuosos y de gran belleza. Filipo, advirtiendo mi asombro, sonrió y dijo:
–No te extrañe, Pomponio, tanto boato en la morada de quien sólo es un siervo. Soy amante de la estética y, como nadie depende de mí ni tengo vicios, me sobra el dinero. He amasado una pequeña fortuna y no la oculto, a diferencia de los judíos, entre los cuales la ostentación se considera un defecto. Siéntate, disfruta de estas raras comodidades y bebe de este néctar que refrescará tu cuerpo y endulzará tu espíritu.
Diciendo esto me ofreció una copa de cristal de roca llena de un líquido incoloro aderezado con una rodaja de limón que resultó ligero al paladar y de efecto tónico y embriagador. Cuando hube bebido unos sorbos y expresado mi gratitud, Filipo adoptó un aire grave y circunspecto.
–He sabido, oh Pomponio -dijo-, que anoche visitaste cierta casa situada a las afueras de Nazaret. No estoy enterado de ello por indiscreción de su moradora, de hermosos cabellos, sino por mis propias indagaciones, pues yo también estuve allí por motivos que tal vez te interese saber.
Mordisqueó las uvas de un racimo y prosiguió diciendo:
–Epulón, como todo hombre dotado de raciocinio y riqueza, había anticipado el hecho inexorable de su muerte y previsto algunas acciones que habían de realizarse cuando él dejara este mundo. Entre las medidas previstas, alguna concernía a la mujer que conociste ayer.
Recordé al hilo de esas palabras que Zara la samaritana había aludido a un probable cambio de residencia a causa de la muerte de su protector. Pregunté a Filipo si esta posibilidad tenía algo que ver con lo que me acababa de decir y respondió:
–Eso deberás preguntárselo a ella. Por lo demás, yo no puedo obligar a una persona a tomar una decisión u otra. A lo sumo, puedo aconsejar el modo de proceder más conveniente o, según las circunstancias, el menos perjudicial.
–Tus explicaciones me plantean más incógnitas de las que despejan. Te ruego, Filipo, que seas más explícito.
El radiante efebo me miró con una expresión afable no exenta de ironía y dijo:
–No conviene a un filósofo dejarse dominar por las pasiones. No niego que éstas, a veces, también son un método de conocimiento, pero es preciso subordinarlas a la razón. Sobre todo en asuntos como éste. Las aguas impetuosas de un arroyo pueden ocultar fondos legamosos.
–Estoy acostumbrado a las aguas mefíticas en sentido literal, y, a la vista de sus efectos, dudo que sean peores en sentido metafórico. De todos modos, te agradezco la advertencia y la tomaré en consideración. Sólo quisiera hacerte, si me lo permites, una pregunta más: ¿te preocupa lo que a mí me ocurra por razones de filantropía o interviene en tus preocupaciones alguna otra causa?
–Yo soy un pobre forastero, Pomponio, y en estas tierras, donde todos creen pertenecer al pueblo elegido por Dios, soy doblemente forastero. Debido a mi situación me siento solidario de tu suerte, aunque no responsable. No obstante, cuando todo haya terminado, te revelaré un secreto que aclarará la razón de mi conducta. Y ahora, vete. Tu pueril amigo te debe de andar buscando y el tiempo no se detiene.
Dejé al enigmático efebo retocándose los bucles de su rubia cabellera frente al espejo y salí al peristilo, donde encontré a Jesús, el cual vino directamente a mí y dijo:
–¿Dónde estabas? Hace rato que te busco.
–Insoportable criatura, estaba trabajando para ti. ¿A qué viene tanta impaciencia?
–Ya te lo contaré cuando salgamos de esta casa.
–Está bien. En el vestíbulo, Quadrato se había quedado dormido. Al parecer los intentos de seducción no habían llegado a buen puerto. Lo dejamos entregado a un sonoro sueño y salimos sin encontrar a nadie. Cuando nos hubimos alejado un trecho, dijo Jesús:
–No te enfades conmigo, raboni, pero mientras tú estabas hablando con los familiares de Epulón, y Quadrato con la fámula, he intentado meterme en el aposento donde se produjo el asesinato.
–¡Por Hércules, eres tan obstinado como imprudente! Ya lo intentaste una vez y por poco te matan a latigazos. Espero que esta vez hayas tenido más suerte.
–En parte, creo que sí -dijo Jesús-. La ventana es en verdad demasiado pequeña para que por allí pueda entrar o salir una persona, incluso un niño. Pero esto no es lo importante. Lo importante es que mientras examinaba la ventana desde el exterior, oí rumor de voces y me oculté tras unos matorrales. Desde allí vi acercarse a Mateo y a Berenice, enzarzados en una violenta disputa. Al principio no entendí lo que decían. Ellos estaban muy nerviosos y hablaban precipitadamente, y yo también estaba nervioso por el temor a ser nuevamente descubierto. Sin embargo, al cabo de poco oí al joven Mateo pronunciar estas palabras: ¡No, no! Así dijo, raboni. ¡No, no! Y luego añadió: No permitiré que nada se interponga en el camino de mis verdaderos sentimientos. No me importa la ley ni el honor. No me importa perder la herencia y ser rechazado por mi familia y por mi pueblo. Mi amor es más fuerte que todas las amenazas. Parecía muy apesadumbrado.
–¿Y Berenice, la de cándidos brazos? ¿Cuál fue su respuesta?
–Apenas la escuché, porque hablaba muy bajo y su discurso se veía interrumpido continuamente por los sollozos. Aun así, le oí decir: No puedo permitirlo. Es una locura. Eres mi hermano. Luego se alejaron y ya no oí más.
–Vaya. Parece una trifulca de enamorados.
–Pero eso sería una abominación, ¿verdad, raboni?
–Sólo si fueran hermanos, pero Mateo y Berenice no lo son, según acabo de saber.
Y a continuación le referí la conversación con la viuda del difunto Epulón. Al concluir el relato, dijo Jesús:
–En verdad, en verdad, no me extraña que la viuda se ofendiera. ¿Cómo pudiste decirle una cosa tan hiriente? Además, tú no crees en los dioses ni, por consiguiente, en sus maldiciones.
–Es cierto, yo no creo, pero la gente sí, y consideré interesante ver su reacción. Gracias a esta hábil estrategia se van aclarando poco a poco fragmentos de este jeroglífico. En cuanto a ti, debo reprenderte severamente por haber escuchado un diálogo en el que no estabas invitado a participar, por más que la información pueda resultarnos útil. Tanta ley de Moisés y tanto Levítico y luego te dedicas al espionaje.
–No me reprendas, raboni, mi intención no era espiar. Además, Yahvé es el primero en espiar, pues conoce todos nuestros actos y nuestros pensamientos.
–Yahvé no sabe nada de nada, y tú eres un maldito sofista -respondí-. Sin embargo, una vez más se nos echa el tiempo encima y si ha regresado el mensajero que envió a Jerusalén, no hay razón alguna para que hoy Apio Pulcro vuelva a aplazar la ejecución de tu padre.
Jesús se encogió de hombros y replicó:
–Esto no me preocupa. Estoy seguro de que tú puedes conseguir un nuevo aplazamiento. Nadie se resiste a tu elocuencia.
–Ni a la tuya. Pero no abuses de la adulación. Es tan eficaz que quien la usa pronto olvida otros recursos y luego, cuando falla el halago, sobreviene una hecatombe.
A pesar de esta sabia reflexión, cuando regresamos a la ciudad dejé a Jesús entre la muchedumbre congregada frente al Templo y yo entré en busca de Apio Pulcro. Del ara de los sacrificios llegaba un delicioso tufo de carne asada. El tribuno estaba en el patio, dormitando a la sombra de una higuera. Al oír mis pasos en el empedrado abrió los ojos. Me interesé por su salud y por sus ocupaciones y su rostro mostró contrariedad.
–Una vez más, Pomponio -dijo-, el hado entorpece mis planes. El emisario que envié por un empréstito ha vuelto con la suma solicitada y a estas horas la cruz ya debe de estar lista. Nada me impediría cerrar el trato, proceder a la ejecución del carpintero y regresar de una maldita vez a Cesarea. Pero, como si un dios se divirtiera poniendo obstáculos a mis planes, ha surgido una nueva complicación. Esta mañana los guardias del Sanedrín han arrestado a dos cabecillas del movimiento rebelde. Son dos mozalbetes a los que apenas despunta el bozo. Ambos, por supuesto, han negado las acusaciones, lo cual, a mis ojos, es prueba inequívoca de culpabilidad. De modo que he dispuesto que les corten la cabeza sin dilación. Una sentencia excesiva, ya lo sé. En el último momento pensaba conmutársela y demostrar al mismo tiempo mi autoridad y mi generosidad. Lo mejor para estos jóvenes alocados es enviarlos diez o quince años a galeras. Se les quitan las ganas de delinquir y con el ejercicio y el aire del mar se broncean y desarrollan una musculatura que hace perder el oremus a cualquier varón. Pero el Sanedrín se ha empeñado en darles un castigo ejemplar, lo que implica la manufactura de otras dos cruces. Según ellos, tres cruces en lo alto de un cerro es una imagen muy bien compuesta. Por mi gusto los habría mandado a paseo, pero no me puedo indisponer con el Sumo Sacerdote sin haber formalizado la compra del terreno. Estos judíos son muy estrictos en todo lo que concierne a la ley y los contratos. En resumen, un nuevo aplazamiento. Con éste ya van dos y empiezo a tener una desagradable sensación de ridículo. También lo lamento por ti, Pomponio.
–No importa. Esta ciudad brinda muchos temas de interés.
–Sí, ya me han dicho que frecuentas a la puta del pueblo. Y a la viuda del difunto. Ya me contarás tu método. Ahora bien, si te metes en líos por culpa de la lascivia, no me vengas a pedir auxilio. Bastantes preocupaciones tengo ya con los asuntos oficiales.
Sonrió por lo bajo y añadió alegremente:
–Ya que has hecho tantas amistades entre la fauna local, te interesará saber que uno de los mozalbetes detenidos es pariente de José, el manso homicida, y de tu acólito Jesús. Un rufián en ciernes, de nombre Juan, hijo de Zacarías. El otro es un tal Judá, desconocido hasta hoy en la región. Probablemente un agitador enviado por los celotes de Jerusalén. En fin, sean lo que sean, pronto dejarán de serlo.
Jesús me esperaba en la calle. En cuanto me vio me preguntó si había conseguido un nuevo aplazamiento.
–Sí, lo he conseguido -dije-, pero de un modo muy inconveniente.
Le referí la detención de su primo Juan y el castigo que le aplicarían en breve y se puso a llorar. Traté de consolarle, pero no era tarea fácil tratándose de alguien que ve inminente la ejecución ignominiosa de dos miembros de su familia.
–No te desanimes -le dije-, el tiempo sigue jugando a nuestro favor.
–El tiempo sí -respondió Jesús-, pero todo lo demás nos va en contra.
Nos habíamos apartado un poco de la muchedumbre, que se arremolinaba a la espera del anuncio de las ejecuciones, y entretenidos en nuestro fúnebre coloquio no advertimos que nos seguía sigilosamente un personaje singular, el cual, colocándose a nuestro lado, llamó nuestra atención extendiendo el remedo de una mano al extremo de un brazo esquelético. Le indiqué con un ademán desabrido que nos dejara en paz y respondió el mendigo:
–¿No te acuerdas de mí, Pomponio? Soy el pobre Lázaro. Nos vimos ayer y mi aspecto no es de los que se olvidan.
–Ah, Lázaro, que los dioses te confundan. ¿No tienes bastante con lo que te dimos de resultas de tus malas artes?
–Eso fue ayer, y a cambio de una revelación útil. Hoy traigo otra.
–La bolsa está vacía.
–Algo quedará si además de acordaros de mi humilde persona os acordáis de dos mujeres hermosas y desamparadas -dijo torciendo la boca y guiñando un ojo.
–¿Te refieres a…?
–Calla, no emitas nombres impronunciables. Y mira si tienes ocho sestercios.
–Dos.
–¿Cuatro?
–O dos, o nada.
–La otra vez me disteis más.
–Sí, pero ahora ha estallado la guerra civil y se ha hundido el mercado.
Se resignó, se embolsó las monedas que le dio Jesús, y dijo:
–Las dos mujeres cuyos nombres no conozco, ni vosotros tampoco, están en peligro. Hay un tiempo para vivir y un tiempo para morir y ahora estamos en el segundo tiempo.
–Si lo sabes de fijo, ¿por qué no avisas a los guardias del Sanedrín?
–Los guardias actúan cuando se les ordena actuar. Si no se les ordena actuar, no actúan. El resto es vanidad y yo me voy. No me conviene ser visto con forasteros. La gente es muy celosa de sus pobres.
Se fue apoyándose en el leño podrido que le servía de muleta y Jesús dijo:
–¿Qué hacemos?
–Ir en socorro de Zara la samaritana y de su hija. Volveré a hablar con Apio Pulcro y le pediré algunos legionarios para formar una expedición de rescate.
–No hará falta -dijo Jesús-, por allí veo venir a Quadrato.
El fornido legionario venía calle abajo enarbolando la insignia. Cuando nos vio vino derechamente a mí y me dijo en tono encendido:
–Eres un canalla, Pomponio. Si no me llega a despertar un sodomita griego llamado Filipo, aún estaría roncando en la villa del difunto. El tribuno me va a diezmar.
–No temas, Quadrato, pues acabo de hablar con Apio Pulcro y he elogiado tanto la inteligencia y el arrojo con que has desempeñado la misión que se nos confió, que no ha dudado en encomendarte otra de mayor riesgo, pero también de mayor gloria. Acompáñanos y apréstate al combate por el honor de Roma.
Mientras hablaba procuraba tapar con la toga al niño Jesús, cuyo rostro expresaba la máxima desaprobación por mis embustes. Por fortuna, el portaestandarte estaba concentrado en mi arenga, al término de la cual dijo:
–Si he de entrar en combate como dices, Pomponio, deberé ir a buscar el resto de la impedimenta de un soldado en campaña, a saber, una espada o gladius y un puñal o pugio, una lanza, una jabalina, un escudo, una sierra, una cesta, una piqueta, un hacha, una correa, una hoz, una cadena y provisiones para tres días.
–No te harán falta. No vamos lejos y tu valor y tu fama bastarían para poner en fuga a un ejército entero, cosa que, por otra parte, no será necesaria. En cambio sí es conveniente no perder ni un instante en digresiones.
Emprendimos un trote rápido en dirección a la casa de Zara la samaritana, precedidos por Quadrato, ante cuya presencia formidable, acompañada por el ruido de las muchas piezas metálicas que lo conformaban, la gente nos dejaba paso franco con una mezcla de temor y estupefacción. Debido a su elevada estatura, a menudo daba con el penacho del casco contra los postigos abiertos de las ventanas y en una ocasión rajó el toldo de una frutería ambulante. Aparte de estas incidencias, hubimos de interrumpir varias veces la carrera por mi causa, pues el calor del mediodía, cuando el sol está en su cénit, y los desarreglos de mi organismo me hacían resollar y trastabillar, y por tres veces di con mi cuerpo en tierra. Cuando esto ocurría, Jesús me tiraba de la manga o del faldón instándome a levantarme y a proseguir la marcha.
–Cuando seas mayor -le dije-, ya verás tú lo que es ir por un camino empinado sin que te den respiro.
–No hay nadie -dijo-, o, al menos, nadie vivo. Pero todo indica que acaba de suceder un hecho sangriento.
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En el suelo, junto a la puerta, está la llave, pero la puerta no parece haber sido forzada. Probablemente quien perpetró el crimen llamó y Zara la samaritana le abrió, tal vez porque conocía a su visitante o tal vez no, pues las mujeres de su oficio han de abrir la puerta a todo el que llama. Entonces el criminal empuja la puerta con violencia, haciendo caer la llave de la cerradura o de la mano de la mujer. Una vez dentro, lleva a término su malévola acción de un modo rápido y expeditivo, porque las muestras de lucha no van más allá de la entrada. Si Zara gritó pidiendo auxilio, nadie la oyó debido a la distancia que media entre su casa y las primeras de la ciudad. Y aunque alguien hubiera oído los gritos, al advertir su procedencia, los habría atribuido al desenfreno orgiástico y no les habría prestado atención. Quizá los gritos despertaron a la niña y entonces el asaltante, percatándose de su presencia, la mató para no ser identificado o simplemente llevado por la furia homicida.
Cuando hube concluido las pesquisas, y advirtiendo que Quadrato también rebusca por todos los rincones, le pregunto si ha encontrado algo de interés.
–No -responde-. En realidad hago esto para no faltar al deber de un soldado, pero es evidente que poco podremos saquear. Si algo de valor había, el que las mató se lo habrá llevado. Estas mujeres son codiciosas y suelen obtener regalos valiosos, a menudo por medio de la extorsión. Pero poco les duran, porque los regalos son comprometedores para quien los hizo, de modo que por las buenas o por las malas acaban regresando a manos del oferente.
–¿Conocías a esta mujer, Quadrato?
–Sólo de oídas. Cuando un soldado llega a una población lo primero que pregunta es dónde están las putas. Me hablaron de ésta, pero sus emolumentos eran demasiado elevados para la exigua paga de un legionario. Y como no había otra cosa disponible, opté por masturbarme leyendo la Guerra de las Galias.
–Yo sí tuve trato con ella. Por su hermosura y temperamento era divina entre las diosas -dije-. Según me contó, tenía por costumbre cambiar de población con cierta frecuencia. En esta ocasión tardó demasiado. O algún motivo poderoso la retuvo más tiempo del aconsejable. Pobre mujer.
–No te apenes, Pomponio. Las hetairas suelen acabar así. Tratan a muchos hombres y con el tiempo acaban almacenando demasiado secretos. En mi pueblo las matan para que no engorden. También es posible que haya sido un bandido o un simple vagabundo. Sea como sea, convendría salir de aquí. La sangre está fresca, quien hizo esto todavía puede merodear por las proximidades, y si se le ocurre volver y nos ataca, prefiero estar fuera. Si es uno solo, no habrá problema. Pero si son varios, es mejor hacerles frente en campo abierto, donde podamos desplegarnos en orden de batalla. Yo ocuparé el centro y tú puedes elegir el ala derecha o la izquierda.
–Antes deberíamos incinerar los cuerpos. O enterrarlos. No es piadoso dejar que sean pasto de las alimañas.
–No hay tiempo de hacer una pira y no tenemos instrumentos para cavar. Regresemos, Pomponio. Aquí ya no podemos hacer nada. Daremos parte de lo sucedido al tribuno y al Sanedrín y ellos se ocuparán de las exequias.
En parte por sus argumentos y en parte para no dejar solo a Jesús, hice lo que decía Quadrato. Jesús nos esperaba en el prado. Ajusté la puerta de la casa y emprendimos tristemente el camino de regreso.
Anochecía cuando llegamos. Quadrato fue a reunirse con los suyos y yo acompañé a Jesús a su casa. Nos recibió María, nos hizo entrar apresuradamente y cerró la puerta a sus espaldas. En torno a la mesa familiar estaban sentados José y una pareja de ancianos. El hombre peroraba con agitación y la mujer asentía con tanta lealtad como poco convencimiento. Al advertir mi presencia calló el anciano y me miró con desconfianza. José le indicó por señas que podía seguir hablando, pero el anciano se encogió de hombros y afirmó haber dicho cuanto quería decir. Me fui a un rincón y Jesús, colocándose a mi lado, me susurró al oído:
–Son mis tíos, Zacarías, del grupo de Abías, e Isabel, los padres de Juan, a quien ya conoces. Zacarías se quedó mudo una temporada. Luego Yahvé le devolvió la voz y ahora no hay quien le haga callar. Isabel cuidó de mi madre durante el embarazo.
En aquel momento oí decir a José con su habitual aplomo:
–El Sumo Sacerdote no nos ha dado autorización para desobedecer. Nos han enseñado a cumplir la ley y es demasiado tarde para proceder de otro modo.
–Una cosa es cumplir la ley -repuso Zacarías- y otra soportar las injurias mansamente. Moisés nos dio las leyes, pero también nos dio su ejemplo, rebelándose contra las injusticias del Faraón y guiando al pueblo de Dios en la conquista de la tierra prometida. Moisés nos enseñó a no ser un pueblo de esclavos, sino un pueblo guerrero y orgulloso.
José puso las manos sobre la mesa y fijó la mirada en ellas. Luego, en un tono de voz pausado y firme, dijo:
–Me sorprende oír estas palabras de tu boca, Zacarías. ¡Orgullo y guerra! Éstos han sido nuestros mayores pecados. El orgullo nos ha conducido ciegamente a la guerra. Hemos antepuesto el orgullo a la cordura y por creernos mejores hemos derramado sangre inocente. ¿Y adonde nos han conducido tanto orgullo y tanta guerra? Al sufrimiento, a la diáspora y a la humillación. Nunca más. ¿Acaso no dijo el profeta: No vociferará ni alzará el trono ni hará oír en las calles su voz?
Advertí que Jesús ya no estaba a mi lado. Miré a María y ella señaló hacia el patio con un movimiento de cabeza. Fui allí y lo encontré sentado en el banco, balanceando las piernas, mirando al cielo estrellado y llorando desconsoladamente.
–No llores -le dije sentándome a su lado-. Los hombres no deben llorar. ¿Sabes por qué? Porque es signo de debilidad y la debilidad invita al abuso o a la compasión, dos cosas dignas de ser evitadas.
Se enjugó las lágrimas y yo proseguí diciendo:
–Ya te advertí en su momento que no debías hacerte ilusiones con esa clase de mujeres. No obstante, comprendo tu dolor y en buena medida lo comparto, pues, a pesar de mi razonamiento, también yo me sentía atraído por aquella mujer dulce e infortunada. Ya ves, si nuestros deseos se hubieran cumplido, yo me habría podido convertir en tu suegro. Pero el hado ha dispuesto que nuestras vidas tomaran otros derroteros, y ¿quién es el hombre para oponerse a los dictados del hado?
–¿Todo lo que ocurre, ocurre por voluntad de Dios, raboni?
–No lo sé. Pero si es así, debemos perdonarle, porque Dios o los dioses del Olimpo no conocen el dolor de perder a las personas queridas, y esto los hace inferiores a nosotros.
Jesús me miró intensamente y exclamó:
–¿Eso que dices no es una blasfemia?
–Seguramente sí. Blasfemar es otro privilegio privativo de los hombres. No sirve para mucho, pero, en ocasiones como la presente, no viene mal.
Jesús inclinó de nuevo la cabeza y guardó silencio. Al cabo de un rato preguntó:
–Pero algún día volveremos a verlas, ¿verdad, raboni? Quiero decir que todos nos volveremos a encontrar en la vida eterna. Porque está escrito que el alma es inmortal.
–De las muchas cosas escritas, muy pocas están verificadas. Sócrates estaba convencido de la inmortalidad del alma, así como Platón. Pero en esto, con toda humildad, disiento de tan grandes maestros, por las razones que a continuación expondré. Ante todo, partamos del supuesto de que el hombre se compone de dos partes bien diferenciadas, esto es, la materia y el espíritu, o, lo que es lo mismo, el cuerpo y el alma. El alma es lo que infunde vida al cuerpo, de tal modo que cuando lo abandona, el cuerpo deja de funcionar y decimos que el hombre a quien pertenecía ha muerto. En cambio el alma sí puede existir sin el cuerpo, como demuestra el hecho de que cuando el cuerpo está inanimado, ya cuando duerme, ya cuando por alguna otra causa ha perdido el conocimiento, el alma lo abandona y va a su antojo, liberada de toda atadura, por lo que puede salvar las mayores distancias en un instante, incluso desplazarse en el tiempo, transmutarse en otra
persona sin perder por ello la conciencia de su propia identidad, y tener contacto con seres vivos o muertos, humanos o animales, incluso con monstruos o quimeras, así como acometer hazañas que el cuerpo sería incapaz de realizar, o disfrutar de deleites que al cuerpo le resultarían inalcanzables, por no hablar de todo tipo de perversiones. A estas experiencias las llamamos sueños. No obstante, si los analizamos un poco, veremos que en estos episodios el alma obtiene más pesares que alegrías, a menudo sufre persecuciones, opresiones, angustias y tristezas, y se halla siempre en un estado de gran confusión, como si hubiera perdido el juicio. Por eso, al cabo de muy poco tiempo, regresa al cuerpo y lo despierta con gran prisa y agitación, y cuando de nuevo se une a él, se tranquiliza y experimenta tal bienestar que los problemas y molestias de la vida real le parecen nimios en comparación con los apuros que ha pasado en sus correrías. Y si es así, ¿qué sucederá si después de la muerte el alma se ve obligada a vagar eternamente, sabiendo que nunca podrá regresar al cuerpo que la contuvo, puesto que éste se ha reducido a polvo? Por esta razón, muchos pueblos embalsaman y momifican a sus muertos, procurando conservar lo mejor posible el cuerpo, para que el alma no se vea del todo privada de él. Pues si bien el alma, por su capacidad, parece pertenecer al mismo orden natural que los dioses, en realidad es inferior al cuerpo, y está subordinada a él, y sólo con él consigue protección y sosiego. Por todo ello, no me parece lógico que los dioses nos hayan condenado a un suplicio semejante, y prefiero creer que una vez apurados los trabajos y sinsabores de esta vida, cuando nuestro cuerpo deje de sentir, el espíritu también encontrará su descanso regresando a la nada en la que estaba tan plácidamente antes de haber nacido.
Hice una pausa y concluí diciendo:
–Hoy ha sido un día fatigoso, ya es tarde y hemos de descansar. Entra y acuéstate, que yo me ocuparé de las cosas que todavía están a nuestro alcance.
Cuando volví a entrar, Zacarías y su esposa se disponían a partir.
–Yo también me voy -dije- y si mi compañía no os incomoda, podemos ir juntos. No conozco la ciudad y de noche me puedo perder. En cambio, no estoy tan caduco como vosotros. Quizás podamos ayudarnos mutuamente.
Los dos ancianos me miraron con desconfianza. Intercedió María diciendo:
–Pomponio es un amigo. Id tranquilos. Además, siendo romano y del orden ecuestre, las patrullas no se atreverán a molestaros.
Salimos los tres y empezamos a caminar muy despacio. Soplaba un viento seco que levantaba torbellinos de polvo y traía olor a hierba y a camello.
–¿Es tu primera visita a Israel, Pomponio? – preguntó cortésmente Zacarías para romper el silencio.
–En efecto -respondí-, y me parece un lugar muy agradable.
–¿Agradable? No. Es la tierra prometida, amigo gentil. ¡La Tierra Prometida! Lo malo es que nadie sabe en qué consiste la promesa ni cuándo se cumplirá. Y mientras tanto, va pasando el tiempo y vamos perdiendo paulatinamente la esperanza. La gente joven se impacienta. Unos emigran a Roma, bien a la metrópolis, bien a las provincias más ricas, y allí abjuran del dios de sus antepasados y ofrecen sacrificios a los ídolos, procuran por todos los medios asimilarse a la gentilidad y se avergüenzan de su pueblo y de su nariz. Otros se quedan de mala gana y quieren resolver los problemas por su cuenta y sin tardanza, en vez de esperar al Mesías, que lo arreglará todo en un decir amén.
–Por tu tono, oh venerable Zacarías, intuyo que además de la esperanza has empezado a perder la fe -dije.
–Oh, no. Todo lo contrario. Estoy persuadido de que el verdadero Mesías se manifestará dentro de muy poco. Otra cosa es que la gente sepa reconocerle y comprender su mensaje. Porque no vendrá como un guerrero poderoso, sino como un maestro cuyas enseñanzas iluminarán el camino a judíos y gentiles por igual. Él nos traerá la paz.
Entretenidos en este diálogo el trayecto se nos hizo corto. Sólo en una ocasión nos detuvo una patrulla y al instante nos dejó seguir advirtiendo nuestro aspecto inofensivo. A la puerta de su casa, Isabel me dio instrucciones sobre la manera de llegar a la mía y nos despedimos. Había andado unos pasos cuando oí su voz de nuevo. Retrocedí y me preguntó si había cenado. Le dije la verdad y me invitó a entrar. Era muy de agradecer, siendo yo romano y por consiguiente compatriota de quienes se disponían a ejecutar a su hijo.
Mientras dábamos cuenta de unos sencillos y frugales alimentos, comentamos los sucesos de la jornada. Les referí la muerte de Zara la samaritana y de su hija. El viejo cascarrabias escuchó la historia atentamente y después de reflexionar un rato, dijo:
–Nunca había oído hablar de esa mujer. Ni siquiera de joven frecuenté la compañía de pecadoras. No me arrepiento de haberme abstenido de contactos impuros, pero ahora, cuando la ancianidad cubre el pasado con el manto de lo irremediable, a veces pienso que en alguna ocasión Dios habría sido misericordioso mirando hacia otra parte. En fin, alabemos al Señor y no divaguemos. Lo que quería decir era esto: que lo que me cuentas me ha recordado la historia de Amram.
Le rogué que me la refiriera y lo hizo Zacarías del siguiente modo:
–Con gusto atenderé tu ruego, amigo gentil, aunque mi capacidad para los nombres y los datos ya no es la de mis años mozos. Amram era rey de Edom o de Moab o de un lugar parecido. Cuando supo llegado el término de sus días, llamó a su primogénito y le dijo: Hijo mío, has de saber que desde hace muchos años tengo una concubina a la que siempre he amado con todo mi corazón. Cuando yo muera, quiero que te hagas cargo de ella y la proveas de lo necesario para su sustento. Prométeme que así lo harás. El primogénito prometió cumplir la voluntad de su padre y salió de la habitación. Entonces Amram llamó a su hijo menor y le dijo: Hijo mío, hace años que tengo una concubina a la que he amado mucho. Cuando yo me muera, ve a su casa y mátala. De este modo cumplió con su deber de hombre bueno y tierno amante y, al mismo tiempo, con su deber de rey, eliminando a quien pudiera de algún modo obstaculizar la sucesión. Ahora no te sabría decir si los hijos cumplieron el encargo o no, porque el resto de la historia se me ha borrado de la memoria, pero mañana, cuando vaya a la sinagoga, consultaré las Escrituras.
Concluida la parva cena, y después de reiterar profusamente mi agradecimiento a los dos ancianos, emprendí el regreso a mi alojamiento. La calle estaba desierta y en el silencio de la noche el viento traía el ruido de las armas y los pasos de las patrullas en el empedrado. El mismo viento disipaba la peste de mis constantes ventosidades. Este grosero detalle, bien lo sé, no incrementa el mérito del relato, pero soy un estudioso de la Naturaleza y sus fenómenos, no de la Poesía y sus formas, y he creído que, de haber estado en mi lugar, ni Arquímedes, ni Tales de Mileto, ni Estrabón, en sus doctos tratados, habrían omitido por motivos estéticos esta incidencia.
Cuando llevaba caminado un trecho, tuve la sensación de ser seguido. Me di la vuelta y me pareció percibir una sombra que desaparecía en una esquina. Pensé que tal vez era el pobre Lázaro en busca de limosna a cambio de información. Luego, viendo que mi seguidor ni reducía la distancia ni desistía de su empeño, recordé el sangriento suceso vivido aquel mismo día y el truculento relato de Zacarías y tuve miedo. Impelido por este sentimiento, empiezo a caminar más deprisa, doblo una esquina, después otra y finalmente, confiando en haber desorientado a mi seguidor, me oculto en un soportal. Al cabo de un rato, salgo y trato de rehacer el camino, pero no lo consigo. No sólo me he extraviado, sino que ni siquiera he conseguido librarme del hombre que me sigue, cuya silueta amenazadora se alza ante mi vista. Doy un paso atrás, tropiezo y caigo al suelo. El hombre se me acerca, se inclina sobre mí y dice:
–No grites, Pomponio, y dame la mano. No te haré ningún daño.
–No sé quién eres -respondo.
–Soy el joven Mateo, hijo del difunto Epulón. Ayer nos vimos en casa de mi padre y te quise matar.
–Ya me acuerdo, y en verdad el recuerdo no me tranquiliza.
–Pues debería tranquilizarte. Llevo espada y daga, si te quisiera matar, te habría matado ya o te estaría matando ahora. Es un argumento a contrario sensu. Me lo enseñaron en Grecia.
–Entonces, ¿para qué me sigues?
–Para dialogar. ¿Está cerca tu alojamiento? No debo ser visto por los guardias del Sanedrín.
Con el ánimo sereno y después de dar unas vueltas, llegamos a la casa de la viuda desdentada, entramos y fuimos al establo donde estaba mi jergón. Una lámpara de aceite proyectaba escasa luz. Aun así, advertí que el joven Mateo presentaba un aspecto demacrado. Esperé en silencio a que él hablase. Finalmente dijo:
–Sé que has estado en casa de Zara la samaritana.
–Llegué tarde. ¿La mataste tú?
–No, ¡qué disparate! Yo la amaba. Zara y yo éramos amantes y tenía pensado desposarla en breve, aun a costa de perder la herencia.
–¿Eras amante de la concubina de tu padre?
–Mi padre no tenía nada que ver con ella -dijo el joven Mateo-. En la ciudad corrían rumores de frecuentes visitas. Mi padre le hizo alguna, por motivos distintos a los que la gente cree. Las demás las hice yo, revestido de la túnica carmesí de mi padre. Al amparo de la noche la confusión era inevitable. También hice correr el rumor de mi adhesión a la causa nacionalista a fin de justificar mis ausencias, mi conducta y la cuantía de mis dispendios.
–¿Por qué tanto secreto? A tu edad y con tu posición, tener amante es lo habitual. Hembra o varón es potestativo.
–A mi padre no le habría importado que conociera mujer, pero yo quería contraer nupcias con Zara y él nunca habría aprobado una relación legítima con una pecadora pública. Además, en una ocasión reciente, sin saber nada de mi trato con Zara la samaritana, mencionó su nombre para prohibirme expresamente cualquier contacto con ella. No me dio ninguna razón ni Zara quiso despejar mi ignorancia cuando le conté la conversación. De su silencio deduje que Zara conocía un secreto concerniente a mi padre y mi padre temía que ella pudiera revelármelo si yo acudía a su casa.
–¿Alguien conocía vuestra relación?
–Sólo Berenice, mi hermana que no es mi hermana. Por supuesto, la desaprobaba, pero su afecto por mí le impidió revelar el secreto, ni siquiera a su madre.
–¿Cuándo viste a Zara por última vez?
–El día que vinisteis por primera vez a la casa de mi difunto padre. Alertado y espoleado por vuestra curiosidad, fui a su encuentro y ya con ruegos, ya con amonestaciones, le pedí una vez más que revelara lo que sabía de mi padre, pero Zara persistió en su negativa. Parecía atemorizada. Me rogó que me fuera y no volviera a verla en unos días, hasta que ella me hiciera llegar un mensaje que pusiera fin a la separación. Obedecí a regañadientes y hoy, incapaz de pasar una hora más sin verla, volví a su casa. Por desgracia, alguien había estado antes allí con otras intenciones y ella se había llevado el secreto a la Gehena.
–¿Cuánto tiempo ha durado vuestra relación?
–No lo he calculado. Por mis circunstancias particulares manejo varios calendarios y me confundo sin remedio. Recuerdo en cambio el momento y las circunstancias de nuestro primer encuentro. Yo aún no había conocido mujer. Sólo aves de corral. Una mañana la vi casualmente en el mercado, me impresionó su belleza, le hablé osadamente y ella, para mi alegría, respondió con palabras aladas. Debo decir que Zara nunca me ocultó su verdadera condición. Quiero decir su oficio. Sin embargo no se comportó jamás con la negligencia y la frialdad de una pecadora profesional, sino todo lo contrario. Con ternura y maestría me demostró el error de Onán. Y muchas otras cosas. No es menos cierto que yo reciproqué sus atenciones con abundantes dádivas en metálico y en especies.
–Convengo contigo en lo que se refiere a su abnegado modo de actuar, del que yo también fui fugaz recipiendario. Pero todo lo que me cuentas no nos ayuda a resolver el enigma. Porque estoy convencido de que su muerte guarda estrecha relación con la del rico Epulón. Por este motivo hemos de hacer un esfuerzo para recordar todo cuanto sabemos de ella y cuanto ella nos dijo. Mi relación fue brevísima, pero algunas cosas alcanzó a contarme. Por ejemplo, que había habitado en varios lugares antes de afincarse en Nazaret. Tal vez en uno de esos lugares coincidió con Epulón, pues éste viajaba con regularidad. O con José el carpintero en su hermético pasado. Mañana hablaré con él, a ver si consigo arrancarle de su mutismo. O con su mujer. Parece más inteligente y más locuaz. Tú, oh infeliz Mateo, trata también de recordar alguna cosa referente a Zara la samaritana, poniendo especial atención en la cronología y en la toponimia. Luego nos reuniremos de nuevo e intercambiaremos nuestras averiguaciones. Ahora, vete. Es tarde y necesito dormir.
–¿Puedo quedarme contigo? Me siento muy solo y soy buena compañía. Estudié en Grecia.
–Entonces sabrás que el mejor remedio en el desconsuelo es la filosofía. Vete y extrema las precauciones.
No sé a quién nos enfrentamos, pero quienquiera que sea, no se detiene ante nada. Eres valiente, fogoso y seguramente hábil en el manejo de la espada. Tres razones poderosas para apuñalarte por la espalda. Ah, una cosa más: ¿conoces la historia del rey Amram?
–No -repuso el joven Mateo-, ¿tiene algo que ver con el caso?
–No lo sé -repuse yo.
–Oh, tú, infeliz entre las mujeres, ¿acaso has venido a revelarme la identidad de la persona que puso fin a tus breves días? Porque si es así, hazlo pronto, antes de
que Hades vuelva a reclamarte, y yo te juro por todos los dioses, los tuyos y los míos, falsos o verdaderos, que no cejaré hasta dar con ella y hacerle pagar su crimen. Y si no es venganza lo que buscas, dime, ¿a qué has venido?
Pero la amada sombra persistía en mantener la mirada fija en el suelo, en vista de lo cual agregué:
–Es posible que sólo te sea permitido aparecer ante mis tristes ojos y no comunicarte conmigo por medio de la palabra, o que, en fin de cuentas, sólo seas fruto de mi imaginación, pero aunque así sea, no permitiré que emprendas el odioso sendero que conduce a la noche profunda sin haberte dicho…
Pero ya su figura se desvanecía como se oculta la luna entre las nubes y su desconsolado lamento fue sustituido por una voz desagradable que decía en tono altanero:
–El necio de Pomponio está peor que la última vez que le vimos. Si me hubieras dejado aplicarle un remedio expeditivo, seguramente se habría ahorrado esta adversidad.
–Dime, pues, cuervo presuntuoso -respondió otra voz sarcástica- de qué modo habría evitado la muerte de la mujer amada.
–De ningún modo, zorra incisiva -repuso el cuervo-, pero la habría aceptado con resignación. Cuando al cuerpo le dan por el culo, el espíritu revierte en la metafísica. Así lo afirma Parménides en un texto que, por desgracia, se ha perdido.
A sabiendas de estar sumido realmente en un sueño, pugné por regresar al mundo consciente. Cuando lo conseguí, vi un cuervo que me miraba con el recelo propio de las aves. Comprendí que un cuervo vulgar había entrado por la ventana en busca de comida. Lo ahuyenté y el cuervo emitió un graznido y salió volando. Al hacerlo dejó caer al suelo un objeto metálico que llevaba en el pico. Reconocí la llave de la puerta que la víspera había encontrado en el suelo. La recogí y con la manga de mi toga procuré eliminar el contacto de aquel inmundo animal. Luego quise introducirla en la cerradura, pero por más que probé distintas posiciones, no logré que encajara. Finalmente hube de admitir que la llave pertenecía a otra puerta. En aquel momento se me hizo la luz. Lancé una exclamación y salí de la casa precipitadamente. La luz del día me deslumbró, di un paso, tropecé con algo y a punto estuve de caer.
–¿Qué haces tú aquí? – exclamé irritado.
–Fui a buscarte a tu alojamiento -dijo Jesús- y al ver que no estabas supuse que habrías venido a este lugar. ¿Adónde ibas con tanta prisa? ¿Y por qué gritabas eureka?
–Por nada. Y voy a un lugar al que tú no puedes venir. Déjame tranquilo. Ya estoy cansado de tu compañía y de tus preguntas. A partir de ahora, lo que haya de hacer, lo haré solo.
Mientras decía esto en tono tajante, me iba alejando. Jesús me seguía, pero lo fui dejando atrás, hasta que se convenció de lo inútil de su persecución y se detuvo. Yo no, y llegué sin aliento al mercado, donde ya reinaba una intensa actividad. Entre la gente y las bestias busqué al pobre Lázaro, convencido de que andaría mendigando. No me costó dar con él.
–Lázaro -le digo-, necesito tu ayuda.
–¿Cuánto me pagarás? – responde.
–¿Sólo te mueves por interés?
–La pobreza es mi negocio y no soy negligente. ¿Para qué me quieres?
–Llévame al lugar donde está enterrado el rico Epulón, sin perder un instante y sin hacer preguntas. Si cumples bien tu cometido, te daré cinco denarios. Es mucho, pero no me importa gastarlo en aras de una buena causa. Ahora bien, si en vez de ayudarme me traicionas o tratas de engañarme, te arrepentirás. Antes me has visto en compañía de un legionario. Está a mis órdenes y tiene instrucciones de cortarte las dos manos y las dos piernas si algo me ocurre. Y las orejas. Tú sabrás lo que te conviene hacer.
Medita un rato apoyado en su andadera y luego dice:
–No creo nada de lo que has dicho: no tienes cinco denarios y Quadrato te busca para retorcerte el pescuezo por haberle engañado dos veces. Pero te llevaré adonde quieres ir sin pedir nada a cambio. Yo también tengo una deuda pendiente con Zara la samaritana. En una ocasión fui a su casa a pedir limosna. Ella vendó mis heridas echando en ellas aceite y vino. Luego me dio de comer y de beber. Yo le prometí corresponder a su caridad, pero nunca se me presentó la ocasión de cumplir mi promesa. El resto es vanidad y atrapar viento.
Muy despacio por la suma de nuestras flaquezas, recorrimos la ciudad en dirección opuesta y salimos por un lugar hasta entonces desconocido para mí. Allí el campo era yermo, la tierra blanquecina y cuarteada. Entre breñas crecían cardos y abrojos y en el cielo broncíneo los grajos describían círculos siniestros. Pronto aparecieron a los lados del sendero lápidas torcidas, rotas, que indicaban la presencia de tumbas a cuyos ocupantes había sido negada la entrada en el cementerio: criminales, perjuros y adoradores de divinidades adventicias y deleznables. Las inscripciones, en runas indescifrables, alfabetos foráneos o jeroglíficos extraños, estaban medio borradas por la lluvia, el viento y la profanación. Algunas presentaban signos de haber sido escarbadas por los perros, de resultas de lo cual podían verse huesos esparcidos, resecos por el sol. Más adelante, dispuestas con cierto orden, había tumbas griegas y fenicias y en una loma se alzaban las altas torres rectangulares donde los nabateos entierran a sus muertos.
Finalmente llegamos al cementerio judío, donde reina la soledad, pero no la desolación. En lugar de maleza crecen plantas aromáticas y los sepulcros están limpios y enteros.
Lázaro me conduce ante una cueva cerrada por una gigantesca piedra circular a modo de losa, en torno a la cual la tierra presenta signos de haber sido removida recientemente, y pregunta:
–¿Qué querías ver?
–Lo que hay dentro -respondo.
El pobre Lázaro se lleva a la cabeza sus sarmentosas extremidades y exclama:
–¿Has perdido el juicio? No se pueden violar las sepulturas. Y aunque se pudiera, ¿cómo piensas mover esta piedra?
–Tienes razón. Habremos de confiar nuevamente en la mudable Fortuna.
Indico a Lázaro un grupo de lúgubres cipreses sobre un promontorio y él se dirige hacia allí mientras yo examino la piedra que clausura el sepulcro en busca de intersticios. No habiéndolos hallado, me reúno con el pedigüeño y nos tendemos a esperar el desarrollo de los acontecimientos. Por curiosidad o para hacer más llevadero el acecho, Lázaro me cuenta sus enfermedades y yo logro conciliar un sueño reparador, del que me saca su repentino silencio. Antes de poder formular una pregunta me cubre la boca con su mano corrompida y con el dedo que conserva en la otra me impone silencio. Me incorporo y veo tres figuras fantasmales avanzar entre las tumbas del cementerio. La del medio parece, por sus formas, una mujer, cubierta enteramente por un velo púrpura bordado en oro. Las otras dos corresponden a hombres corpulentos, posiblemente gladiadores, vestidos con túnicas negras. Uno lleva en las manos un arca ricamente labrada; el otro carga al hombro un saco irregular, en cuyo interior se agita un animal pequeño destinado al sacrificio.
La comitiva se detiene ante el sepulcro del rico Epulón. La mujer se arrodilla, pronuncia una fórmula ininteligible y da tres veces con la cabeza en tierra. Luego, a una señal suya, los hombres unen sus esfuerzos para separar la losa, dejando una abertura por donde los tres penetran en la cueva.
–Ya tenemos el camino expedito -digo a mi acompañante-. Acerquémonos con sigilo.
–¿No será peligroso? – pregunta el pedigüeño.
–Seguramente sí. Pero ahora no podemos abandonar la empresa. Te diré lo que haremos: tú vuelve a la ciudad, acude al Templo y di de mi parte a Apio Pulcro que venga con sus soldados. Dile que esto redundará en su fama y también en su peculio. Tal vez este pensamiento le mueva. Ve corriendo.
–No soy una gacela, Pomponio. Además, tanto ajetreo…
–Diez denarios.
Empuña las muletas y se va renqueando entre las lápidas. Cuando se ha ido salgo de mi escondite y me deslizo hasta la boca del sepulcro de Epulón, desde donde puedo atisbar parte de una amplia cueva labrada en la montaña, en el centro de la cual, sobre una plataforma, reposa un sarcófago. A la luz mortecina de una antorcha distingo esparcidas por el suelo vasijas de terracota de distintos tamaños.
Mientras yo observo, la sacerdotisa sigue recitando su letanía arrodillada delante del sarcófago. Cuando ha concluido esta parte de la ceremonia, uno de los hombres que la acompañan abre el arca y de ella extrae un cuchillo largo. El otro deposita en el suelo el saco que contiene a la víctima propiciatoria y desanuda la cuerda que lo cierra. Entonces advierto que la víctima no es, como yo había supuesto, un corderito u otro animal doméstico, sino el niño Jesús en carne y hueso.
Si todavía estás ahí, Fabio, te harás cargo de mi sorpresa y mi desconcierto. Y también te harás cargo de que en semejante situación lo único que podía hacer era salir huyendo con presteza. Pero cuando me disponía a retroceder para alejarme de la boca del sepulcro, sea por causa de los nervios, sea por un capricho de la veleidosa Fortuna, la molesta enfermedad que ha dado origen a este relato y cuyos síntomas se manifiestan de tanto en tanto, sin advertencia previas y con enfado del oído y el olfato, reapareció de un modo inesperado y, por Hércules, muy tumultuoso.
Advertidos la sacerdotisa y sus secuaces de la presencia de un extraño, vinieron éstos sobre mí, me dieron alcance, me arrojaron al suelo, me ataron de pies y manos y me condujeron al ara de los sacrificios, con gran alegría de Jesús, que exclamó al verme:
–¡Estaba seguro de que vendrías a salvarme, raboni!
No quise desengañarle respecto de mis intenciones y me limité a preguntarle cómo había venido a parar a semejante lugar y a una posición tan comprometida.
–Cuando me abandonaste en el camino -respondió Jesús-, decidí seguir investigando por mi cuenta y me encaminé a la villa del rico Epulón. Cerca ya de la casa vi salir de ella a estas personas y traté de ocultarme, pero fui descubierto, apresado y traído aquí para ser ofrecido en sacrificio en virtud de no sé qué rito. ¿Y tú? ¿Cómo me has encontrado y de qué modo has pensado resolver nuestro problema, raboni?
–¡Silencio! – dijo la sacerdotisa-. Las víctimas no están autorizadas a hablar durante la ceremonia. Ni después -añadió con sorna mientras me mostraba el cuchillo de matarife.
–No puedes sacrificarnos -dije apresuradamente-. Al menos a mí. Soy ciudadano romano, del orden ecuestre. Por añadidura, esta mañana he comido cerdo. Y crustáceos. Soy execrable a los ojos de Yahvé.
–Pero no a los de Ishtar, también llamada Astarté, diosa del amor y de la guerra, de la fecundidad y de la muerte.
–Aunque vas enteramente cubierta -repliqué-, te habría reconocido por tus formas, sobre todo de espaldas, y ahora tu voz no me deja duda acerca de tu identidad. Tú eres Berenice, de ruborosas mejillas, hija del difunto Epulón. Y si estoy en lo cierto, dime qué haces ofreciendo sacrificios a una deidad asiria. ¿Acaso no te educaron en la religión de Moisés?
–Sólo en apariencia -repuso Berenice-. Mi madre, en secreto, me instruyó en el culto a Baal. Mi madre también es judía, pero renegó de Yahvé y adoraba a los ídolos babilonios. Si lees las Escrituras verás que es una constante de nuestra raza, a pesar de las advertencias de los profetas y de las maldiciones del propio Yahvé. Esta mala costumbre nos ha ocasionado muchos contratiempos, pero no la podemos evitar.
–¿Y tu padre? ¿Acaso Epulón también había renegado de la fe de sus antepasados?
–No. Mi padre era de ideas anticuadas.
–Sin embargo, por lo que puedo apreciar, este sarcófago es idéntico a los utilizados por los nobles egipcios en sus ceremonias funerarias. Y lo mismo cabe pensar de estas vasijas, destinadas a contener alimentos y agua para sustento del muerto en su viaje al más allá.
–No había caído en ese detalle -admitió Berenice-. Mi padre viajaba con frecuencia, como todo comerciante. Tal vez en Egipto adquirió antigüedades, entre las que se encontraba el sarcófago, al que tenía en mucha estima, pues había dispuesto que se le sepultara en él cuando llegara su hora.
–Lamento disentir de nuevo, pero a mí me parece un sarcófago recién hecho. Observa la madera, todavía fresca, así como las inscripciones. Es un sarcófago común, como los que venden en cualquier establecimiento funerario de Alejandría.
–Da lo mismo. No estamos aquí para valorar sarcófagos, sino para hacer sacrificios ante la tumba de mi padre a fin de evitar que su alma se reencarne en un animal inmundo. O en un griego. Y ya hemos perdido demasiado tiempo. Inclinad la cerviz.
Comprendí que había llegado nuestro fin y traté de cubrirme el rostro con el borde de la toga para morir con la dignidad de un ciudadano romano de primera categoría, pero ni siquiera esto conseguí, pues tenía las manos atadas a la espalda. Vi que la sangrienta sacerdotisa levantaba el puñal, cerré los ojos y en aquel preciso instante oí una voz estentórea que gritaba:
–¡En nombre del Senado y del Pueblo Romano, salid del sepulcro y entregad las armas!
Esa conminación vino acompañada del ruido inconfundible de las lanzas al chocar con los escudos, las corazas y las grebas. ¡Por Hércules! Era Lázaro, que regresaba con los refuerzos solicitados.
En un abrir y cerrar de ojos, los esbirros fueron desarmados y atados de pies y manos, al igual que Berenice, a la que por añadidura los soldados, en virtud del derecho al expolio, despojaron de sus ropas sacerdotales para sortearlas entre ellos, dejando expuestos sus cándidos brazos, así como el resto de su anatomía, a la curiosidad y escarnio de los presentes, hasta que Jesús, movido a compasión, arrancó a Lázaro uno de sus infecciosos harapos y lo arrojó sobre los hombros de la joven.
Mientras esto ocurría, pregunté a aquél cómo había podido salvar la distancia que mediaba entre el cementerio y el Templo, persuadir al tribuno de acudir en nuestro socorro y presentarse allí en un tiempo tan escaso. Lázaro encogió sus huesudas clavículas y dijo:
–Ni yo mismo te lo sabría explicar, Pomponio, pues a poco de andar, viendo que sólo me había alejado unos pasos del cementerio y todavía me faltaban varios estadios por recorrer, sintiendo agotadas mis fuerzas y considerando que vuestra suerte me traía sin cuidado, decidí renunciar a la empresa y me senté a descansar al borde del camino. Entonces se levantó un viento tan fuerte que ni agarrándome a un roble leñoso pude resistir su envite. De este modo fui transportado, como hoja seca que mece el céfiro, hasta el límite exterior de la ciudad, donde fui depositado suavemente en tierra.
Aún no me he recuperado de mi asombro cuando veo venir a unos soldados pertrechados como para una batalla y precedidos por el propio tribuno a caballo. Luego me entero de que éste, desconfiando de la holganza, que engendra rebelión entre la soldadesca, ha decidido súbitamente llevar a sus hombres a un descampado para hacerles realizar allí ejercicios marciales. Le informo de lo sucedido y él, tras refunfuñar un rato, da orden de venir al cementerio a paso ligero. De este modo llegamos a tiempo de impedir vuestra inmolación.
–De lo cual -dijo Apio Pulcro-, estoy arrepentido, pues son incontables las molestias que me habéis ocasionado entre todos. Y ahora, ¿puedes explicarme, Pomponio, qué hacíais aquí, quién es esta gente y a quién pertenece esta tumba?
–Te lo aclararé todo, oh Apio, si me prestas atención -respondí-. Esta hermosa muchacha de cándidos brazos es Berenice, hija del difunto Epulón y, a escondidas de todos, sacerdotisa de la diosa Ishtar. Los que la acompañan son, bien esbirros de la secta herética, bien criados de la familia, de los que se ha hecho escoltar para venir a este lugar y también para retirar la losa de la sepultura del rico Epulón, que es donde estamos, y éste es su sarcófago, que había venido a abrir para examinar su interior y con el resultado de este examen verificar mis suposiciones.
–¡Tú has perdido el juicio, Pomponio! – exclamó el tribuno-.No consentiré que en mi presencia se profane una sepultura, pues si bien mi cometido consiste en aplicar la ley y no en conocerla, estoy convencido de que la violación de sepulturas es un delito castigado con la muerte, ya por la legislación romana, ya por la ley mosaica, ya por ambos estatutos.
–Salvo cuando se dé causa suficiente -aduje-, como en esta ocasión. Te doy mi palabra, oh Apio, de que dentro de este sarcófago encontraremos la solución de varios enigmas, videlicet, la muerte de Epulón, el misterio del cuarto cerrado y, finalmente, quién ha estado provocando la subversión y con qué objetivo in mente. Admite que atribuirte el mérito de tantos corolarios incrementaría tanto tu gloria a los ojos del procurador cuanto la provechosa amistad de las autoridades locales.
Reflexionó el tribuno y dijo:
–Hágase como tú dices, pero si tus suposiciones resultan falsas, dejaré que seas juzgado por el Sanedrín, el cual podrá aplicarte el castigo que estime conveniente. Sólo con esta condición daré mi placet. ¿Estás de acuerdo?
Dije estarlo y sin más dilación rasgué el sello del sarcófago con el cuchillo de matarife que poco antes se había cernido sobre nuestras cabezas y con ayuda de Quadrato retiré la pesada tapa. Se asomó Apio Pulcro alumbrándose con la antorcha y lanzó un juramento.
–¡Por Júpiter, tenías razón, Pomponio! ¡El sarcófago está vacío!
–Esto es imposible -dijo Berenice-, yo misma asistí a las exequias de mi difunto padre y vi su cadáver embalsamado, colocado en el sarcófago y éste sellado y depositado en el sepulcro. ¿Quién ha podido sustraerlo y con qué fin?
–No hay tal sustracción -dije-. Fue el propio Epulón quien abrió el sarcófago desde su interior, gracias a un mecanismo que descubriremos cuando lo examinemos con más detenimiento y mejor iluminación. Nadie mató a Epulón. Él fingió su asesinato. Por qué y de qué artificios se valió es algo que creo poder explicar satisfactoriamente. Pero para ello necesito reunir a todas las partes interesadas. Apio Pulcro, pide al sumo sacerdote Anano que convoque una reunión del Sanedrín, te lo ruego, y dispón que también estén presentes la viuda, el hijo y el mayordomo de Epulón, así como José, María y los dos jóvenes encarcelados por su participación en las algaradas callejeras.
Hice una pausa y miré alrededor. La majestuosa sala de elevada techumbre estaba llena de venerables sacerdotes y doctores de la ley, aquí llamados escribas. Unos llevaban, en túnicas de lino, el efod, adornado de piedras preciosas. Otros, ya por no haber tenido tiempo de acicalarse, ya por hastío de tanto ceremonial, vestían de paisano. Todos guardaban un tenso silencio, balanceando el tronco de atrás adelante, moviendo los labios como si estuvieran recitando una plegaria y mesándose las barbas, incluso cuando dormían, que era lo más frecuente. En un extremo de la sala estaban Jesús, José y María, acompañados del vetusto Zacarías e Isabel, la esposa de éste. En el extremo opuesto estaba la familia del difunto Epulón, esto es, su viuda, el joven Mateo y Berenice, de ruborosos brazos, todavía expuesta a las miradas furtivas y salaces de los presentes. Al iniciarse el proceso, y habiendo reparado en la ausencia de Filipo, pregunté a un soldado la causa y me respondió que el taimado griego había partido aquella misma mañana con todas sus pertenencias sin prevenir a nadie ni decir adónde se dirigía. Era una contrariedad, pero no una fatalidad, por cuanto su testimonio no se me antojaba necesario.
–Como todos sabéis -proseguí diciendo-, hace unos días un ciudadano intachable, de nombre Epulón, fue hallado muerto en la biblioteca de su casa. Testigos de este hallazgo, el sumo sacerdote Anano, a quien el difunto había convocado, y el maior domus de aquél, un griego llamado Filipo, presente aquí el primero, ausente el último. El cadáver de Epulón fue embalsamado y sepultado aquel mismo día conforme a lo dispuesto en las Escrituras y, por expreso deseo del difunto, en un sarcófago egipcio adquirido por él en uno de sus viajes. Al ponerse el sol el sarcófago fue depositado en un sepulcro y la entrada del sepulcro sellada con una losa. Abiertos hoy, sin embargo, el sepulcro y el sarcófago, hemos comprobado que el cuerpo había desaparecido. ¿Alguien lo sustrajo? Ahora responderé a esta pregunta. Pero no sin antes remontarme a un hecho singular ocurrido con anterioridad al homicidio.
»Hace unas semanas, Epulón recabó los servicios de un carpintero, llamado José, hijo de Jacob, para efectuar una reparación en la biblioteca. Con tal motivo José y Epulón tuvieron varios encuentros, en uno de los cuales se produjo una discusión entre ambos, de la que hay testigos, si bien éstos no pueden precisar la causa de la disputa. De esto y de la verdadera naturaleza del trabajo que Epulón encomendó a José, sólo este último nos puede informar cabalmente. José, hijo de Jacob, a ti te conmino: ¿estás dispuesto a revelar lo ocurrido o, por el contrario, persistes en tu obstinado silencio?
–Bien conoces, Pomponio, la respuesta -dijo José.
–En tal caso -dije-, habré de ser yo quien refiera lo ocurrido basándome en mis propias conjeturas. En primer lugar, descartaré la hipótesis de que el cadáver fuera sustraído por un tercero. Todos sabemos que existen ladrones de tumbas, pero éstos buscan apoderarse de las riquezas con que a veces se acompaña a los muertos, ya por creer que les serán útiles en una vida ulterior, ya por simple vanidad. Nadie robaría un simple cadáver. Y aunque lo hiciera, no se tomaría la molestia de ocultar su acción como ha ocurrido en el caso presente. De todo lo expuesto infiero, pues, que fue el propio Epulón quien salió del sarcófago y de la tumba después de finalizados los ritos funerarios. Y dado que no creo en la resurrección de los muertos, he de inferir asimismo que en realidad Epulón no murió, sino que fingió estar muerto ante su propia familia y ante el resto de la población. ¡Cómo, por Júpiter!, preguntaréis. Para responderos, daré comienzo por la metodología. Pues no me cabe duda de que el propio Epulón planeó la simulación meticulosamente. En primer lugar, convocó en su propia casa al sumo sacerdote Anano al despuntar la Aurora, de rosados dedos, con el propósito de tener un testigo irrefutable de su muerte. Hecho esto, la noche de autos, cuando en la villa todos dormían, se encerró en la biblioteca, derramó en el suelo sangre de animal, colocó cerca un buril de carpintero para incriminar a José, se tendió sobre la sangre e ingirió una poción que le provocó un sopor en todo semejante a la muerte. Como es sabido, existen, y yo mismo he tenido ocasión de realizar experimentos con animales y esclavos, plantas soporíferas, como la denominada halicacabon, similar al opio, inofensiva en pequeñas dosis aunque mortal en exceso. Por este medio, Epulón consiguió que todos le dieran por muerto. Fue enterrado, y el carpintero José, acusado de su muerte, convicto y condenado a morir crucificado. Mientras tanto, concluido el efecto del soporífero, Epulón despertaba de su sueño dentro de la tumba donde previamente, a imitación de otras religiones, habían sido depositadas vasijas repletas de agua y alimentos con los que reponer fuerzas y esperar el momento oportuno para salir de su encierro y desaparecer, literalmente, del mundo de los vivos.
Detuve aquí mi perorata para dar tiempo a los presentes a comprender y ponderar el relato, y aprovechó Apio Pulcro la pausa para decir:
–Tu explicación, Pomponio, no me ha convencido en absoluto. No niego que tu relato sea factible, pero responde, por Hércules, a estas preguntas: ¿Qué causa podría haber impulsado a Epulón a fingir su propia muerte y desaparecer, abandonando casa y riquezas? Y si las cosas ocurrieron como dices, ¿cómo logró Epulón salir sin ayuda de un sepulcro cerrado por una losa que con dificultad consiguen mover dos hombres corpulentos?
–Responderé, Apio, con subordinación a tus preguntas -dije cuando se hubieron acallado los murmullos con que los presentes expresaron su conformidad con el escepticismo del tribuno-. A la primera, con la hipótesis de que Epulón, a quien todos tenían por un ciudadano ejemplar, ocultaba un turbio pasado. Reparad, venerables y ecuánimes jueces, que nadie sabe nada de la vida de Epulón previa a su llegada a esta ciudad. Ni siquiera, y esto es lo más asombroso, su propia familia, pues contrajo matrimonio poco antes de venir aquí y el hijo habido de una unión previa fue enviado a Grecia siendo niño. Ambos están presentes y corroborarán mi afirmación. También sus siervos y su mayordomo fueron adquiridos o contratados con posterioridad a la instalación de Epulón en Nazaret, donde, según cabe deducir de lo antedicho, Epulón se proponía iniciar una nueva vida. Durante unos años se cumplieron sus propósitos. Luego, repentinamente, algo vino a turbar su paz. Según creo, esta turbación vino provocada por un sueño premonitorio, pues fue a consultar a Zara la samaritana, dotada de la facultad de interpretar los sueños, según ella misma me contó mientras elucidaba el mío, dispensándome el beneficio de sus habilidades.
Callé un instante oprimido por el dolor de su vivo recuerdo, y en el silencio reinante me pareció percibir los apenados suspiros de varios integrantes de la vetusta asamblea.
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–¿Y la losa? – insistió Apio Pulcro-. No me dirás que fueron la hetaira y su hija quienes la retiraron para dejar salir a Epulón.
–No -repuse-, ellas no fueron. Alguien más debió de ayudarle a llevar a cabo su plan. Pero no sé quién.
Callé nuevamente, hasta que el tribuno exclamó con impaciencia:
–¿Y esto es todo cuanto nos habías de revelar? ¿Para esto has convocado una sesión extraordinaria del Sanedrín?
–Tú lo has dicho -respondo-. Mi explicación sólo tenía una finalidad, a saber, demostrar la inocencia de José respecto del delito que se le imputaba. Para esto fui contratado y ya he cumplido mi parte del contrato. El resto de la historia ni me concierne, ni suscita mi interés.
Apio Pulcro medita unos instantes mis palabras y dice:
–¿Y pretendes que en virtud de tu hipótesis sea remitida la sentencia y, en consecuencia, la ejecución del carpintero?
Antes de que yo pueda responder afirmativamente, se oyen murmullos de disconformidad entre los asistentes y voces que exclaman: Crucifícale, crucifícale. Animado por estas muestras de apoyo, dice el tribuno:
–Tu demanda, Pomponio, es inaceptable. El derecho romano es un instrumento al servicio del Imperio, no viceversa. La ejecución no sólo tenía por objeto hacer justicia, sino producir un efecto disuasorio entre las facciones levantiscas de la Galilea. Si regreso a Cesarea sin haber crucificado a nadie, habré incumplido la misión que me encomendó el procurador. Esto por no hablar de la enemistad que sin duda me granjearía entre los miembros del Sanedrín, con los cuales, como sabes, he establecido muy fructíferas relaciones.
Estas firmes palabras provocaron reacciones antagónicas en el Sanedrín, pues mientras unos, compasivos, pedían clemencia para un inocente condenado injustamente, otros aplaudían y se regocijaban. Me acerqué a José y le dije:
–Aún se puede ganar la partida. Las posiciones son encontradas. Cuenta lo que sabes y tenazmente callas.
José se limitó a bajar los ojos. Encolerizado, le grité:
–¡Borrico obstinado, ve y que te crucifiquen, si tal es tu deseo!
José levantó los ojos, fijó en mí una mirada llena de mansedumbre y dijo:
–No te sulfures, Pomponio. ¿De qué serviría hablar? Tengo en contra a la mayoría, compuesta por fariseos y encabezada por el Sumo Sacerdote, y tampoco entre los saduceos cuento con muchas simpatías. No, amigo Pomponio, por lo que a mí concierne, considero terminada tu misión. Jesús te pagará lo convenido, pues en verdad te has ganado tus emolumentos. Y, si de algo te sirve saberlo, tus conclusiones respecto de lo sucedido son acertadas en casi todo. Lo único que…
Los soldados que venían a buscarlo interrumpieron sus explicaciones. Cuando lo hubieron sacado a empellones de la sala, vino un guardia, agarró a Jesús de un brazo y trató de llevárselo. Le pregunté qué se proponía y respondió que cumplía órdenes del sumo sacerdote Anano, el cual, en su bondad, había decidido hacerse cargo del huérfano, alejándolo de la influencia corrosiva de su madre y sus parientes y preparándolo para dedicarse al servicio del Templo el resto de su vida. Al oír esto se debate Jesús inútilmente y exclama:
–¡No dejes que se me lleven, raboni!
–Ten calma. Veré de interceder ante Apio Pulcro -respondo.
Naturalmente, el tribuno se niega a escuchar mi solicitud y dice:
–Deja ya de importunarme. Estoy harto de todo y de todos; y de ti en especial. Si sobrara una cruz, por Hércules que de buen grado la haría servir para colgarte.
–Pero Jesús es casi un ciudadano romano -insistí-, ya he iniciado los trámites para la adopción.
–Basta -atajó con decisión Apio Pulcro-. Nuestra consigna es clara: no inmiscuirnos en el gobierno interno de las provincias, ni interferir en sus creencias religiosas, ni en su manera de administrar justicia, ni en sus métodos de acumular riqueza. Olvídate de Jesús. Su suerte no es de tu incumbencia. Y si lo que quieres son niños, cuando regresemos a Cesarea te llevaré a un sitio de donde no saldrás defraudado.
Dicho esto, se reúne con el sumo sacerdote Anano y, cogidos ambos del brazo, se dirigen a la salida. Abatido e impotente, me siento en un banco y oculto el rostro entre las manos. A poco oigo una voz suave que dice:
–No llores, Pomponio, has hecho lo que has podido y estoy segura de que Dios premiará tu esfuerzo.
Levanto la vista y veo a María de pie frente a mí. Respondo:
–Yo no quiero ningún premio. Además, ¿cómo va a premiarme un dios en el que ni siquiera creo?
–Tú no crees en Él, pero Él te conoce. Confía en la divina providencia -dijo María con una enigmática sonrisa en los labios.
Durante este breve y extraño diálogo, el Sumo Sacerdote y el tribuno habían llegado a la puerta de la sala. Allí se toparon con Quadrato, que entraba precipitadamente. Con una mano sostenía el estandarte y en la otra llevaba la espada desenvainada. Frunció el ceño el Sumo Sacerdote y levantó un dedo acusatorio como si se dispusiera a amonestar al valiente legionario, pero Apio Pulcro le detuvo y dijo:
–¿Qué sucede, Quadrato?
–Nos atacan, oh Apio Pulcro.
–¡Por Hércules! ¿Quién nos ataca y por qué motivo? Infórmame con detalle.
El portaestandarte envaina la espada, carraspea y dice:
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–¡Que la peste extermine a los judíos! – dice Apio Pulcro dirigiéndose al sumo sacerdote Anano al acabar el prolijo informe del soldado-. ¿Se puede saber qué está pasando ahora?
–Una molestia, en verdad, reiterada -responde el interpelado-. No pasa mes, ya sea Nisán, Tishrei o Marjershan, sin que algún exaltado proclame ser el Mesías. Burdas patrañas que el vulgo cree a pies juntillas y por cuya causa se dispone a cometer las mayores tropelías. Por lo general, la sangre no llega al río y el conato se disuelve en la rutina de los días sin mayor contratiempo.
–Aun así -dice el tribuno-, hemos de extremar la prudencia y, si procede, obrar con energía. Si corre la voz de que en Nazaret impera el desorden, bajará drásticamente el precio del terreno y, por Hércules, esto no lo podemos permitir. Subiré a la muralla a reconocer la situación.
Diciendo esto salen Apio Pulcro y el sumo sacerdote Anano acompañados de Quadrato y yo les sigo. En el patio se nos unen dos arqueros y subimos a la muralla, desde donde contemplamos un panorama poco tranquilizador. Una multitud enfervorizada rodea todo el perímetro del Templo sin dejar de gritar y agitar las armas. El entusiasmo crece al desembocar de una callejuela un grupo de ciudadanos acarreando largas escaleras destinadas a escalar los muros. Pregunto a Apio Pulcro si con los hombres de que dispone podría repeler el asalto y responde:
–Prefiero no comprobarlo. Somos pocos y no confío en la lealtad de la guardia del Sanedrín. Una vez iniciada la contienda lo más probable es que se unan a los insurgentes. Habrá que negociar. ¿Quieren al Mesías? Pues se lo daremos.
–Pero no sabemos quién es -le indico.
–Ellos tampoco -responde, y dirigiéndose a Quadrato ordena-: Que suban a José a la muralla. Si es el que buscan, se lo damos. Si no, le cortamos la cabeza y tal vez esto les infunda respeto. Lo que no alcanzo a entender es quién puede haber propagado la idea de que nosotros retenemos a ese tal Mesías, ni con qué objeto.
Había bajado Quadrato al patio donde estaban los reos y al cabo de muy poco regresó con José. Apio Pulcro lo empujó hasta el borde exterior de la muralla y lo mostró a la plebe. Ante aquella figura doliente, ascética y patriarcal enmudecieron todas las gargantas y aprovechó el tribuno la ocasión para gritar:
–¡Ecce homo!
Pero apenas hubo hecho esta proclama, se oyó una voz enfurecida gritar:
–¡Mentira! ¡Éste no es el Mesías, sino el carpintero del pueblo! ¡Hace un mes me prometió venir a reparar el palomar de mi casa y todavía le estoy esperando! ¿Y ahora nos lo presentas como el salvador de nuestro pueblo?
Se soliviantó nuevamente la plebe, arreciaron los improperios y volaron piedras, lanzadas con poca fuerza y pericia. Quadrato desenvainó la espada, la enarboló sobre la cabeza de José y preguntó a Apio Pulcro:
–¿Se la corto?
–No -atajó el tribuno-. Son muchos y la visión de la sangre sin duda los enardecería. Mientras duren las negociaciones no atacarán, y es posible que se acaben cansando de gritar inútilmente. Ve a buscar a uno de los muchachos condenados a morir con José. Bien pensado, ha sido un error atribuir naturaleza divina a un cretino senescente que conoce todo el mundo.
Quadrato trajo a Juan, hijo de Zacarías y primo silvestre de Jesús. Apio Pulcro repitió la maniobra y la cuestión con menos convencimiento:
–¿Ecce homo?
–¡Tampoco! – respondió al unísono la plebe.
–¡Por Júpiter, nunca están satisfechos! – masculló el tribuno-. Me gustaría que tuvieran un solo cuello para rebanárselo de un tajo. Quadrato, ve abajo y trae al otro. Nadie sabe quién es ni de dónde viene. A lo mejor les convence.
El tercer reo era un muchacho de la edad de Juan, pero mejor proporcionado de cuerpo, más agraciado de rostro y de una dignidad natural que no mermaban ni su actitud esquiva ni su mirada torva. Apio Pulcro lo examinó con detenimiento, le palpó el cuerpo y las extremidades y se mostró satisfecho de sus comprobaciones.
–Éste servirá -murmuró. Y dirigiéndose al atractivo muchacho le dijo-: A juzgar por tu aspecto, eres de noble cuna. ¿Cómo has venido, dinos, a parar aquí?
El muchacho guardó un hosco silencio hasta que, habiéndole Quadrato propinado un sonoro bofetón, ahogó un quejido y respondió entre dientes:
–Mi nombre es Judá, vivo en Jerusalén y mi padre es amigo personal del prefecto y del resto de las autoridades romanas, con quienes comercia de continuo en beneficio mutuo. Por cumplir un encargo que él me hizo iba camino de Jericó cuando me sorprendió el crepúsculo en las inmediaciones de Nazaret y decidí pernoctar en la ciudad y no en campo abierto por temor a los bandidos. Recorría las calles buscando posada y me detuvo la guardia por infringir un toque de queda de cuya existencia nadie me había avisado. Eso es todo.
–No sé si creer tu historia o dudar de tu sinceridad -dijo Apio Pulcro-. Luego iremos a mis aposentos y te someteré a un escrutinio más minucioso. De momento, dinos sólo si eres o no el Mesías.
–¿El Mesías? Apenas si he oído hablar de él y jamás presté atención a esas patrañas. Siempre fui educado como un romano.
–Tal vez dices la verdad -murmuró el tribuno como inspirado por una idea feliz y repentina-, pero eso no te librará de morir crucificado si no colaboras conmigo haciendo cuanto yo te diga. Escucha bien: quiero que te asomes a la muralla y digas a la plebe que tú eres el Mesías.
–¡El Señor es mi pastor! – gritó alterado el sumo sacerdote Anano-. ¡Esto es un sacrilegio!
–Un sacrilegio útil -admitió el tribuno-. Tú mismo dijiste que constantemente aparecen falsos Mesías. Uno más no alterará el curso de la Historia y en cambio puede sacarnos de la dificultad en que nos encontramos.
El muchacho se encogió de hombros y dijo:
–Está bien, haré lo que me pides. Al fin y al cabo, es mi vida la que está en juego. Pero has de prometerme que luego me dejarás en libertad, tanto si el ardid surte efecto como si no.
–Claro, claro, por Júpiter -dijo Apio Pulcro-. Te dejaré libre y te adoptaré y te llevaré conmigo a Roma. Allí podrás adquirir una educación digna de un príncipe. Luego le pediré al divino Augusto, que me honra con su amistad, que te nombre procurador de Judea. Pero para que se materialicen estas halagüeñas expectativas, es preciso que antes esta chusma levante el asedio. Ven, asomémonos a la muralla, y ponte esta estola encarnada. Te sienta muy bien y por fuerza les impresionará. Una corona y un cetro serían complementos idóneos, pero no disponemos de material ni de tiempo. Háblales, Judá, diles cualquier cosa, promételes algo: un milagro. Por ejemplo, oscurecer el sol. Me temo que aún falta mucho para el próximo eclipse, pero el bajo pueblo es proclive a ver fenómenos donde no los hay.
Enardecido por estas consideraciones, se había echado el ardoroso muchacho la estola sobre los hombros y se dirigía al borde exterior de la muralla, cuando José, rehuyendo la escasa vigilancia que sobre él ejercía Quadrato, se interpuso en su camino, lo miró fijamente a los ojos y le dijo:
–Oh, tú, quienquiera que seas, escucha mis palabras. El Mesías es el hijo de Dios, y Yahvé dejó dicho: No tomarás en falso el nombre de Yahvé, tu dios; porque Yahvé no dejará sin castigo a quien toma su nombre en falso. Es el primer mandamiento del decálogo.
Incumplir los otros nueve es malo, pero quebrantar el primero es lo peor. Ni tú eres el Mesías, ni lo soy yo, ni Juan tampoco. Pero el Mesías verdadero vendrá si no ha venido ya, como dicen las Escrituras, a juzgar nuestros actos y concedernos el premio o el castigo eternos. ¿A cuál de ambas cosas te quieres hacer acreedor?
Mientras esto decía José, Quadrato, habiendo reaccionado a la insubordinación de aquél, volvió a levantar la mano para golpearle, pero por alguna razón se abstuvo de concluir el gesto, y se quedó con el brazo en alto y la mano extendida, como si estuviera saludando al divino Augusto. Al ver esto, el sumo sacerdote Anano montó en cólera y encarándose con José al borde mismo de la muralla, le gritó:
–Miserable y estúpido anciano, ¿con qué autoridad hablas tú de las Escrituras? ¿Te crees acaso un profeta como Abdías, Habacuc o Sofonías? Podría excusar tu insolencia diciendo que la edad te ha reducido el entendimiento, pero sería falso, porque has sido un necio toda tu vida. Por eso consentiste en el engaño de tu esposa y acogiste como propio el hijo que ella tuvo de alguien que no eres tú.
Cuando hubo acabado de proferir estos agravios, agarró de la manga de su túnica a José, que le había escuchado impertérrito y pacífico, y trató de arrojarlo desde la muralla violentamente, sin que los demás, sorprendidos por esta acción inesperada, acertáramos a intervenir, con lo que habría logrado su propósito si no hubiera tropezado con el estandarte que Quadrato había dejado apoyado contra el bastión para poder golpear a los reos, conque perdió el equilibrio, soltó su presa, dio un traspiés y se precipitó al vacío y sin duda a una muerte cierta, pues, como dije al comienzo de esta historia, el muro es de trescientos codos. Pero quiso la veleidosa Fortuna que el muchacho, que se encontraba a su lado, alargara la mano y alcanzara a retener al Sumo Sacerdote in extremis por la barba, quedando éste colgado, despavorido y en lánguido balanceo.
Y así ocurre en la presente ocasión, pues mientras en lo alto de la muralla aunamos esfuerzos para poner a salvo al Sumo Sacerdote, entre el gentío suenan gritos instándole a lanzar el asalto definitivo al Templo, ya con el designio de rescatar al Mesías, ya con el de provocar una matanza sin más causa que la sed de sangre.
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Apio Pulcro, muy pálido, pregunta si el Templo dispone de fuego griego o de aceite hirviendo para ser arrojado sobre los atacantes, y al serle respondido que no, propone negociar una rendición honrosa.
–Demasiado tarde -dice el Sumo Sacerdote, ya repuesto del sobresalto-. Con nadie podemos negociar, porque nadie los dirige, y en el estado en que se encuentran, difícilmente podrían ser disuadidos de sus propósitos por medio de razones.
–Entonces, ¿qué podemos hacer? – preguntó el tribuno.
–Vosotros -replicó el Sumo Sacerdote-, nada. Yo, ir al altar y sacrificar una ternera a Yahvé. Cuando os hayan exterminado, me encontrarán en comunicación directa con el Todopoderoso y no se atreverán a tocarme un pelo de la barba. Repartiré pedazos de lomo vacuno entre los cabecillas de la revuelta y volverán a reinar la paz y la concordia. Y ahora, os dejo. He de ir a recomponer mis vestiduras y a colocarme el efod.
Se fue dejándonos a merced de la plebe embravecida. Apio Pulcro pasó revista a las tropas disponibles para el combate y descubrió que la guardia del Sanedrín, no considerando esta batalla de su competencia, había optado por acuartelarse. Los soldados romanos y los auxiliares sumábamos ocho hombres, incluidos el propio Apio Pulcro y yo mismo, ya que, si había de correr la misma suerte que mis compatriotas, consideré preferible hacerlo con las armas en la mano. Con este fin me fueron entregadas una espada y una lanza robusta que a duras penas podía sostener. Por añadidura, como en toda situación ardua, experimento agudas punzadas y convulsiones intestinales, cuya expresión no contribuye a elevar la moral de los combatientes. Apio Pulcro propone a José y a los otros dos reos unirse a nosotros, prometiéndoles, si vencemos, revocar la sentencia impuesta por el tribunal, pero ellos, después de ponderar las circunstancias, no estiman ventajosa la proposición, regresan al patio y vuelven a cargar con sus respectivas cruces.
Los atacantes han colocado las escalas contra el muro y suben por ellas blandiendo sus armas. Nuestros arqueros tensan los arcos para lanzar sus dardos sobre los primeros atacantes, pero Apio Pulcro los detiene por considerar que matar a unos pocos no alterará el resultado del encuentro y en cambio indispondrá a la plebe en contra nuestra. En su opinión, es mejor entregarse sin lucha y suplicar piedad. Los soldados, imbuidos de la idea de morir con honor, se amotinan, lo deponen y se aprestan a pasarlo por las armas.
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Abiertas las puertas del Templo, ocupado el recinto y distribuidos centinelas en puntos estratégicos, Liviano Malio dio descanso al resto de la tropa y se reunió con nosotros. Tras los saludos de rigor, le preguntamos cómo había tenido noticia de nuestro comprometido estado y cómo, al saberlo, había tenido tiempo de acudir en nuestro auxilio tan oportunamente, y respondió:
–Anoche, cuando íbamos camino de Antioquía después de haber cumplido la misión que nos había encomendado el gobernador de Siria, y habiendo acampado a unas seis millas de aquí, se presentó ante la empalizada un hombre y dijo ser portador de un mensaje importante. Fue conducido de inmediato a mi tienda y me encontré ante un joven de gran belleza que dijo ser griego, de nombre Filipo, y vecino de Nazaret hasta el día de ayer. A continuación añadió que un reducido destacamento romano al mando de un tribuno se encontraba en una grave tesitura, pues se había declarado una revuelta popular. Si acudíamos sin tardanza, dijo, evitaríamos un derramamiento de sangre; de lo contrario, el país entero se vería envuelto en el caos y la guerra civil. Tanto porfió que decidí ponerme en marcha hacia aquí en cuanto despuntara la Aurora de espléndido trono. Antes de partir, fui en busca de Filipo, pero, sin que nadie pudiera decirme cuándo ni cómo, había desaparecido, dejando sólo un escrito e instrucciones de que fuera entregado al sumo sacerdote Anano. No di mayor importancia a la desaparición e hice como él me había dicho. Y, por Hércules que su advertencia no había sido falsa. – Pero sí inexplicable -dije yo cuando Liviano Malio hubo concluido su relato-. ¿Cómo podía saber Filipo ayer tarde lo que sucedería hoy?
–Los griegos son intuitivos -replicó Apio Pulcro- y además poco importa el método, siendo el resultado satisfactorio. Veamos ahora qué dice el escrito que te hizo llegar.
–Filipo insistió en que era para el Sumo Sacerdote -objetó el buen Liviano Malio.
–Y lo será, después de que yo lo haya examinado. Puede contener información vital para los intereses de Roma.
Rebuscó Liviano Malio entre los pliegues de su capa y finalmente extrajo un rollo de papiro atado con una cinta roja. Apio Pulcro se lo arrebató, deshizo el nudo y empezó a extender el rollo, pero en seguida volvió a enrollarlo enojado y exclamó:
–¡Pérfido griego! ¡Está escrito en esta lengua bárbara!
El sumo sacerdote Anano compareció finalizado el sacrificio y le fue referida la historia de Liviano Malio y entregado el texto, con el ruego de que nos lo leyera en voz alta. El Sumo Sacerdote recorrió con los ojos las primeras líneas del escrito, palideció y dijo con voz entrecortada:
–¡El Señor es mi pastor! Este texto no procede de la mano de Filipo, sino del difunto Epulón y constituye, según puedo colegir, una confesión en toda regla.
–Danos cuenta, pues, Anano, de su contenido sin omitir detalle.
–Así lo haré, si no juzgáis con severidad la traducción. El texto dice así: «Epulón saluda a Anano. Me alegro si estás bien, yo estoy bien. Y tras esta fórmula de cortesía, doy comienzo a mi confesión, pues has de saber que mi nombre no es Epulón, hijo de Agar, vecino de Nazaret y comerciante de profesión, pues en verdad me llamo Teo Balas y soy el despiadado bandido que durante años ha tenido aterrorizado al país entero. He robado grandes sumas y he matado a muchos inocentes. Hace unos años, habiendo acumulado un auténtico tesoro fruto de mis crímenes, y cansado de llevar una existencia peligrosa y sufrir los rigores de la intemperie, decidí establecerme en un lugar donde nadie me conociera y empezar una nueva vida con nombre supuesto. Formé una familia casándome con una joven viuda, construí una sólida villa, me mostré obediente con la autoridad y magnánimo con el Templo, hice caridad a los pobres con munificencia. Convertido en buen ciudadano y con el favor del clero, realicé transacciones legales que incrementaron mi riqueza. Todo parecía salir a la medida de mis deseos.
»Hace unas semanas, sin embargo, me ocurrió un suceso nimio pero perturbador. Era de noche y todo el mundo dormía en la casa, salvo yo, que me había quedado en la biblioteca, con el fin de estudiar ciertas cláusulas contractuales. Unos golpes en la puerta me distrajeron, abrí, no había nadie. Pensé que el ruido lo habría causado el viento o un animal o mi propia imaginación, y volví a mis ocupaciones. Al cabo de un rato se repitió la llamada sin que tampoco hubiera nadie en el corredor. Más enojado que inquieto, cerré la puerta con doble vuelta y me llevé conmigo la llave. Cuando sonaron golpes por tercera vez, no acudí. Al cabo de un rato chirriaron los goznes, levanté los ojos y vi que la puerta, pese a tener yo la llave a mi diestra, sobre la mesa, se abría lentamente para dejar paso a una figura humana. Cuando la tuve cerca advertí que era un cadáver en avanzado estado de descomposición, el cual, llegando a mi lado, dijo: Teo Balas, hace unos años tú me cortaste dos dedos de una mano para arrancarme los anillos y luego me cortaste el cuello; ahora he venido a reclamar lo que es mío. Presa de espanto, acerté a decir que ya no tenía los anillos, pero que con gusto le daría el equivalente de su valor en oro. La aparición se echó a reír mostrando una boca de afilados dientes y respondió: Infeliz de mí, en el lugar donde me encuentro de poco me sirve el oro; lo que he venido a buscar son mis dedos. Y sin más explicación me agarró el brazo y con una fuerza irresistible se llevó la mano a la boca. Mi propio grito me despertó. En la biblioteca no había nadie, la puerta estaba cerrada y la llave continuaba a mi lado.
»Al cabo de unos días tuve un sueño similar. Esta vez el muerto dijo que yo le había sacado los ojos para obligarle a revelar dónde había ocultado un tesoro o por pura diversión, y ahora venía, como el anterior, a recuperar lo suyo. Desperté cuando las uñas me hurgaban las cuencas. El muerto del tercer sueño venía a buscar su hígado. En todos los casos las visiones eran tan vividas que al despertar, lejos de experimentar alivio, me sentía invadido de un profundo desasosiego.
»Era voz común que había en Nazaret una mujer pública dotada del poder de interpretar los sueños. Acudí a ella y le relaté los míos haciéndole jurar que no revelaría a nadie su contenido, pues en él se ponía de manifiesto quién era y quién había sido yo. Ella juró guardar el secreto y quitó importancia a las visitaciones nocturnas. Los muertos, dijo, sólo se ocupan de otros muertos. Tú sin duda eres víctima de unos espíritus juguetones. No debiste abrirles la puerta cuando llamaron la primera vez, Teo Balas, porque cuando se les ha abierto una puerta, siguen entrando a su antojo hasta que se les cierra de nuevo el paso. Ahora, para evitar sus visitas, habrás de cambiar la cerradura de la biblioteca. En cuanto a los presagios, nada temas. Aquí no hay nadie que te pueda reconocer, salvo yo, y conmigo tu secreto está seguro. Pagué con largueza sus servicios, rechacé otros que también me ofrecía y volví a casa precipitadamente. A la mañana siguiente envié a mi mayordomo a buscar un carpintero que cambiara la cerradura de la biblioteca. Cuando llegó con José, comprendí que los sueños habían sido realmente una premonición o un aviso y que Zara la samaritana había equivocado su alcance. José también me reconoció de inmediato, con gran sorpresa y espanto. Mantuvimos un diálogo violento, que fue oído por algunos miembros de la casa. Finalmente, José se avino a no traicionarme. Aun así, mi vida estaba en peligro, pues era evidente que tarde o temprano, bien por uno, bien por otro, sería descubierto, y las autoridades, ya romanas, ya judías, habían puesto precio a mi cabeza. Planeé la fuga y la inculpación de José, sustrayéndole el buril de la cesta de sus herramientas y colocando allí una de las nuevas llaves. Para llevar a cabo mi plan, me procuré la cooperación de la hetaira y su hija, cuyo tamaño le permitía acceder a la biblioteca por la angosta ventana. De este modo obtuve la sangre y el narcótico y me deshice de la llave. Fui dado por muerto y enterrado. Al tercer día salí del sepulcro. Lo primero que hice fue ir a casa de la hetaira y matarla, así como a su hija, pues ambas conocían mis planes, mis actos y mi verdadera identidad. Luego me fui, a sabiendas de que José sería acusado del asesinato y ejecutado, y de que si, para su descargo, decía algo acerca de mi persona no sería creído. Si todavía sigue vivo cuando esta confesión sea leída, puede ser absuelto de todos sus crímenes, pues no hay hombre en el mundo más íntegro y virtuoso. Yo vuelvo a mi antigua profesión, de la que nunca me veré libre. Este convencimiento me hará más malo conforme vaya pasando el tiempo. Y para inaugurar esta nueva etapa he decidido cambiar mi nombre por el de Barrabás, el peor de los bandidos.
Acabó de leer el Sumo Sacerdote la confesión del bandido, enrolló el pergamino y exclamó:
–Conozco la letra y el sello de Epulón y no me cabe duda de la autenticidad del documento y de cuanto en él se dice. Me pregunto qué habrá impulsado a un hombre sin escrúpulos a tomarse tanto trabajo para obtener la absolución de un reo, tras haber provocado con éxito su condena. Pero sean cuales sean sus motivos, a nosotros no nos queda más opción que absolver a José y a los demás condenados. Y para añadir a la justicia la compasión, propongo que el indulto incluya también a la infeliz Berenice, pues si sus intenciones eran criminales y ha cometido el peor de los pecados abjurando de la verdadera fe, en fin de cuentas sus acciones no tuvieron consecuencia y parece que tiene perturbadas las facultades mentales. Su madre, su hermano y ella han quedado en posesión de una gran riqueza, que podrán disfrutar si renuncian a los falsos dioses, vuelven al redil de Abraham, Jacob, Moisés y los profetas, y demuestran su arrepentimiento haciendo una generosa donación al Templo.
Las dos mujeres juraron solemnemente hacer cuanto se les decía. Mateo, rebelde de corazón, hizo renuncia pública de su patrimonio y, doblemente apesadumbrado por la muerte de su amada y por la penosa circunstancia de haber sido su propio padre el asesino, anunció que se retiraba de la civilización, a esperar la llegada del Mesías, al que seguiría y a cuyo servicio pondría los conocimientos adquiridos en Grecia, escribiendo puntualmente su vida, enseñanzas y milagros.
Oído todo lo cual, el Sanedrín aprobó estas medidas y de este modo dio fin la vista y la jornada a plena satisfacción de todos, salvo de Apio Pulcro, el cual se lamentaba diciendo:
–¡Por Júpiter, tantas molestias para nada! Sea pues; diré al procurador que he sofocado valientemente una revuelta popular en Galilea. Mis hombres no lo desmentirán, si saben lo que les conviene, y tampoco Pomponio, como muestra de gratitud por mis reiterados favores. Después de todo, es el único que se ha salido con la suya. Ah, el sol se pone. Cenemos, descansemos y mañana, cuando la Aurora extienda su rosado manto, emprenderemos el regreso a Cesarea con el orgullo de haber hecho resplandecer la verdad y la justicia. Aunque me gustaría saber cómo hizo Teo Balas, o quienquiera que sea, para remover la losa del sepulcro desde dentro y sin ayuda.
–Esta noche celebramos en casa la feliz resolución de nuestras dificultades, y quiero que compartas con nosotros una alegría de la que en buena parte has sido artífice.
–No hay tal cosa -respondí-, he hecho poco y este poco lo he hecho mal. Al final todo se ha resuelto satisfactoriamente por una serie de circunstancias afortunadas. Es natural que celebréis lo ocurrido, pero no conmigo: aquí soy un forastero; para vosotros, un gentil, y para los míos, un filósofo incrédulo.
–No digas eso, Pomponio -dijo Jesús-, yo te aprecio y te estoy agradecido, no sólo por los resultados obtenidos, sino por algo de más valor para mí, porque estuve afligido y me consolaste, necesité un consejo y me lo diste, estuve en peligro y me socorriste, buscaba un investigador privado y te hiciste cargo del caso.
Al llegar a casa de José y María fuimos recibidos con afecto y alborozo por una numerosa concurrencia, pues se habían sumado a la celebración Zacarías, Isabel, Juan y el atlético muchacho que había compartido con éste el cautiverio y cuya intervención en la muralla había ocasionado tanto revuelo. En el transcurso de la cena nos dijo que su nombre completo era Judá BenHur, que no tenía nada que ver con los movimientos separatistas y que su única afición eran las carreras de cuadrigas. Al impetuoso Juan el cautiverio y la condena le habían producido un efecto profundo en sus convicciones. Ahora, vuelto inesperadamente al mundo de los vivos, tenía pensado retirarse al desierto, cubrir su desnudez con piel de camello, comer langostas y miel silvestre y no beber vino ni licor. Brindamos por el éxito de los dos jóvenes en sus respectivas profesiones y la velada transcurrió en medio de la sana alegría que preside, según dicen, la vida de las familias pobres.
Concluida la cena, aproveché una ocasión para pedirle a José que me aclarase algunos extremos del caso en el que ambos nos habíamos visto implicados, pues si bien se había resuelto del mejor modo posible, como filósofo no podía resignarme a partir sin conocer los últimos detalles, a lo que respondió así:
–En verdad, Pomponio, te has ganado una explicación, pues has demostrado ser persona callada y leal. Salgamos al patio y allí trataré de despejar algunas incógnitas, si bien he de anticiparte que no está en mi mano revelar la totalidad del secreto ni la auténtica razón de mi pertinaz silencio.
Salimos ambos y, acomodados en el banco de piedra, bajo el cielo estrellado de la tibia noche, dijo José:
–Pocos días después de que hubiera nacido Jesús en un pesebre, recibimos en tan humilde lugar la visita de tres nobles personajes ricamente ataviados que dijeron venir de Oriente. Uno tenía la barba blanca; el otro, rubia; y el tercero, de tez negra, era lampiño. Estuvieron un rato y luego partieron habiéndonos obsequiado con oro, incienso y mirra. Llegado el momento de regresar a Nazaret y por razones que no vienen al caso, cambié de plan y decidí llevar a toda la familia a Egipto. Una tarde, cuando el sol declinaba, nos alcanzó en un camino solitario un bandido de terrible fama que, enterado de que llevábamos oro en las alforjas del pollino, nos venía siguiendo desde Belén. Nos arrebató el oro y luego, como era su costumbre, se dispuso a matarnos. Le rogué que no lo hiciera y él, con siniestra risa, me preguntó: ¿Acaso tienes algún medio de impedírmelo, siendo sólo un anciano desvalido, acompañado de una débil mujer, un recién nacido y un pollino? A lo que respondí yo: No te convenceré por medio de la fuerza, pero te puedo ofrecer algo que te resultará más ventajoso que perpetrar un triple homicidio. Me miró con curiosidad el malvado asesino y preguntó qué era lo que le ofrecía a cambio de nuestras vidas. Le dije: La tuya; si nos dejas marchar sin daño, te prometo la impunidad. No se conmovió su duro corazón, pero en su mente se hizo una débil luz, pues aceptó el trato y nos dejó marchar.
»Nos establecimos en Egipto, tierra fértil y acogedora. Privado del oro, hube de buscar trabajo para sobrevivir. Por fortuna, nos quedaba la mirra, muy valorada por sus propiedades conservantes entre los médicos especializados en preparar momias. Vendiendo mirra, trabé contacto con constructores de tumbas y como soy hábil, experto, honrado y hacendoso, me dieron trabajo. De este modo obtuve una posición acomodada para mí y los míos.
Transcurridos unos años, cesó la causa de nuestro exilio y regresamos a Nazaret. Con las ganancias acumuladas en Egipto rehice mi antiguo taller, recuperé la clientela perdida y poco a poco se acallaron los rumores que circulaban acerca de mi familia, mientras Jesús crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría y gracia de Dios. Hasta el día en que vinieron a buscarme para que hiciera una reparación menor en casa de un hombre rico llamado Epulón. Al verle me di cuenta de que se trataba del mismo bandido que en la huida a Egipto nos había robado el oro de los magos. Él también me reconoció y se atemorizó, pues ahora las tornas se habían vuelto, pero de inmediato me recordó nuestro pacto. Respondí que, siendo hombre de palabra, no tenía intención de traicionarle. Pareció tranquilizarse con respecto a mí, pero había tenido, según me contó, unos sueños inquietantes que, unidos a mi presencia inesperada en su casa, consideraba un augurio. De resultas de ellos había trazado un plan de fuga para cuya realización necesitaba mi ayuda. Durante mi estancia en Egipto me había familiarizado con las técnicas funerarias de este país, pues los nobles egipcios, y muy especialmente el Faraón, se protegen por los medios más extravagantes de los ladrones de tumbas, ya que temen verse despojados de los tesoros depositados junto a sus cuerpos y condenados a la indigencia eterna. Gracias a mis conocimientos, concebí y construí un mecanismo hidráulico que abriría la losa del sepulcro a los tres días de haber sido sellado. Cuando fui aprehendido y acusado, me percaté de la maniobra del falso Epulón, pero no podía revelar su traición sin faltar a mi promesa. El resto ya lo conoces.
–Es en verdad una idea original -admití-. Estar tres días enterrado y luego resucitar. ¿Quién podría creer una cosa así? De todos modos, José, tu explicación aclara algunos extremos y oscurece otros en la misma medida. Para empezar, ¿cómo pudiste ofrecer impunidad vitalicia a Teo Balas, expuesto, por la naturaleza de sus actividades, a constantes peligros? ¿Y por qué aceptó él un pacto tan paradójico a sus ojos entonces como a los míos ahora?
–Eso no te lo puedo decir -suspiró José-. Habrás de tener fe.
–No -repliqué-, cualquier cosa menos fe. La fe no entra en mi metodología. La credulidad, sí. El error también, pues siendo inevitable, su aceptación es camino cierto a la verdad y presupuesto de cualquier reflexión. Pero no la fe. En este punto somos irreconciliables. Ni siquiera respeto la tuya, aunque por ella hayas estado dispuesto a sacrificar tu propia vida. Pero no temas, porque no insistiré. Además, se ha hecho tarde y debo irme.
–Antes -dijo José-, aclárame una duda. ¿Qué te hizo pensar que había un sarcófago vacío? La vanidad es un pecado capital, pero mi dignidad de carpintero está dolida.
–Lo haré con gusto. En mi última visita a la morada de la difunta Zara, descubrí por azar que una llave, que inicialmente había tomado por la de su puerta, no correspondía a la cerradura. Como era una llave nueva, supuse que sería la de la biblioteca de Epulón, ausente del lugar del crimen. No tenía sentido que el homicida la hubiera dejado allí en lugar de hacerla desaparecer, ya enterrándola, ya arrojándola a un pozo profundo. Lalita se la llevó por el ventanuco después de haberse encerrado Epulón por dentro. A partir de ahí, el resto del razonamiento vino por su propio pie. ¿Lo entiendes?
–No del todo -dijo José-, pero cosas más raras he dado por buenas a lo largo de mi vida.
Con estas palabras dimos por terminado nuestro diálogo y nos dispusimos a entrar. Al levantarme vi las tres cruces en un rincón del patio. Como él había puesto el material y el trabajo, legalmente le pertenecían. Le pregunté si pensaba aprovechar los tablones y respondió:
–De momento no. Su presencia me recordará a todas horas la fragilidad de la existencia humana. Más adelante, ya veremos qué utilidad les saco.
Al entrar de nuevo en la casa María vino a mi encuentro y me dijo que Jesús se había ido a dormir, agotado por la excitación de la jornada.
–Me ha dado una cosa para ti -añadió entregándome una bolsa.
La abrí y comprobé que contenía los veinte denarios convenidos a cambio de mi intervención. Devolví la bolsa a María y le dije:
–Guarda las monedas sin decirle nada a Jesús. Y cuando sea un poco mayor, empléalas en su educación. No es mucho, pero puede serle útil. Es un chico listo, podría estudiar oratoria, o fisiología o cualquier cosa, siempre que no tenga que ver con la religión.
En aquel momento salían también Zacarías, Isabel y Juan y me uní a ellos. Después de caminar un rato, me llevo aparte a Zacarías y le digo:
–Dime la verdad, venerable Zacarías: fuiste tú quien promovió el asalto al Templo haciendo circular el bulo de que allí estaba el Mesías.
–En efecto -reconoció él-. Era la única forma de salvar a José y a mi propio hijo de una condena injusta. La noche en que nos vimos por primera vez, Isabel y yo habíamos ido a casa de José a proponerle este plan. Él se opuso con firmeza: prefería morir a provocar un derramamiento de sangre.
–Eso sin contar con la prohibición de tomar en falso el nombre de Yahvé -dije yo recordando las palabras pronunciadas por José en la muralla.
–Muy versado te veo en las Escrituras, Pomponio -dijo Zacarías con un deje de irritación-, y si es así, recordarás el pasaje que dice: Hubo un huracán tan violento que hendía las montañas y quebrantaba las rocas; pero no estaba Yahvé en el huracán. Después del huracán, un temblor de tierra; pero no estaba Yahvé en el temblor. Después del temblor, fuego, pero no estaba Yahvé en el fuego. Después del fuego, el susurro de una brisa suave. Al oírlo Elías, cubrió su rostro con el manto, porque comprendió que aquélla era la verdadera voz de Dios.
–Aclárame su significado, porque no lo entiendo.
–Sólo le es dado entender la palabra de Dios al que tiene la fe de la que tú careces. Cree, sin embargo, que no mentí cuando dije que el Mesías estaba más cerca de lo que muchos imaginan.
–Está bien -dije-, no discutiré tus creencias. Pero luego no te burles de mí cuando menciono un río que vuelve a las vacas blancas.
Habíamos llegado al punto donde nuestros caminos se dividían. Nos despedimos amigablemente y yo me reintegré a mi miserable y transitoria morada.
El cansancio me vencía, pero me costó mucho conciliar el sueño y cuando la Aurora empezaba a mostrar su dorado trono me levanté y, como no tenía equipaje ni dinero, abandoné la casa con la intención de irme sin pagar de donde había recibido un hospedaje tan ruin y una hospitalidad tan cicatera. Una vez más recorrí las calles vacías hasta alcanzar la casa de Zara la samaritana, la única persona que en muchos años de recorrer el mundo en busca de la sabiduría me había proporcionado sin pedírselo algo más valioso que el conocimiento. Quizá la famosa fuente que da el saber y acorta la vida sólo era una forma poética de describir el amor.
Todo seguía como la última vez. Sin familiares ni amigos, nadie había acudido a poner orden ni a proteger los escasos enseres del saqueo a que estaban condenados cuando corriera la voz de su existencia y se disipara el aura de violencia y muerte que todavía imperaba. Más tarde la casa sería ocupada por un mendigo o un vagabundo o un delincuente, hasta que las inclemencias del tiempo y la incuria de los hombres la redujeran a escombros. Estos pensamientos me sumieron en la pesadumbre y el abatimiento, de los que me arrancó un ruido proveniente de la entrada. Miré hacia allí y vi abrirse la puerta por sí misma, empujada por una mano invisible. Recordé los sueños relatados en la confesión de Teo Balas y me turbé. Transcurrido un instante, se recortó en el vano la silueta de un hombre rodeado de una intensa luz, como si el sol radiante se hubiera colocado a sus espaldas. Convencido de estar en presencia de la divinidad, me cubrí el rostro con las manos y pregunté:
–¿Quién eres tú y por qué vienes a arrancarme de mi melancolía? ¿No serás por ventura el Mesías, de quien tanto he oído hablar últimamente?
A lo que respondió la luminosa aparición:
–¿El Mesías? ¿Has perdido el juicio, Pomponio, y ya no reconoces a tus propios dioses?
Retiré las manos de los ojos y contemplé un rostro juvenil y risueño, a un tiempo familiar y temible.
–¡Filipo! – exclamé-. ¿Es posible que seas tú quien ahora se me presenta bajo esta imagen divina?
–Mi nombre no es Filipo ni soy quien tú crees -respondió-. En realidad soy el divino Apolo, el que hiere de lejos, dios de la juventud eterna y heraldo de los designios inapelables de Zeus. Mira mi arco infalible y mi cabellera dorada, de espléndidos bucles. Adopté forma humana para castigar al pérfido Teo Balas de sus muchos crímenes, pues, como sabes o deberías saber, soy guardián de los caminos y protector de los viajeros. Trabajar a las órdenes del falso Epulón no me fue difícil, pues no es la primera vez que me he visto obligado a servir a los hombres, castigado por el divino Zeus, que agrupa las nubes. Yo construí para Laomedonte, rey de Troya, las murallas inexpugnables de su famosa ciudad.
–No obstante, Troya fue destruida y Teo Balas ha huido sin pagar sus muchas culpas.
–Es verdad -admitió el luminoso Febo-. Vine con la intención de herir a Epulón con las flechas certeras de mi arco de plata, pero me fue imposible, pues tenía firmado pacto de impunidad con otras fuerzas. Entonces pedí ayuda a Gaia, señora de los sueños nocturnos, y ella le envió las visitaciones que le turbaron e impulsaron a volver a los caminos, donde espero atraparlo algún día. También a ti te he protegido en tus trabajos, porque soy un dios errante y me compadezco de
los que viajan sin rumbo. Yo desplacé con un viento celestial al pobre Lázaro para que pudiera pedir ayuda cuando Berenice te había condenado a la hecatombe, y por mi advertencia desvió Liviano Malio su ruta y llegó a tiempo de levantar el asedio del Templo. También di alcance a Teo Balas en su huida y le obligué a escribir una confesión de sus crímenes bajo amenaza de lanzar en su persecución a las lúgubres Erinnias.
–Y con tus divinos dones, ¿no habrías podido socorrer también a Zara la samaritana? ¿Por qué me ayudaste a mí, que soy un hombre impío, y permitiste la muerte de una mujer piadosa, crédula y servicial y de su pobre hija inocente?
–En verdad, Pomponio, las cosas no han salido a la medida de mis deseos. En Grecia habría sido distinto, pero en Israel estoy fuera de mi territorio. Ya me gustaría ver al Mesías haciendo milagros en el Peloponeso. En cuanto a esta mujer, por la que ahora derramas lágrimas amargas, nada podía hacer yo, porque ni siquiera a mí me es dado cambiar el destino de los mortales. En compensación, la transformé en este laurel que ahora mece sus delicadas ramas junto a la puerta. Pero no te lamentes. Todos tenéis que morir, y para una mujer de su clase morir joven puede ser un acto de misericordia. Así quedará en tu recuerdo, Pomponio, siempre joven, como yo. Y ahora, me voy al lugar donde moran los Hiperbóreos, lejos por igual de los hombres y de los dioses, porque ni siquiera a los inmortales nos es permitido malgastar el tiempo.
Así dijo y el aire se llenó de una luz tan fuerte que quedé cegado. Cuando recobré la visión no había nadie en la estancia. Como me sentía sumido en la confusión y, al mismo tiempo, en una atmósfera de bienestar, no puedo afirmar que el divino encuentro hubiera sucedido realmente o sólo en mi afligida fantasía. Me levanté y salí precipitadamente de la casa, por si todavía lograba atisbar un rastro que confirmara la existencia de Febo Apolo, el que hiere de lejos, y como al cruzar el umbral me deslumbrara de nuevo una luz cegadora, creí estar todavía en presencia de una deidad, pero sólo eran los rayos del sol, que asomaba su dorada cabellera por el horizonte. Cuando cesó el ofuscamiento me llevé una sorpresa aún mayor al ver delante de mí al niño Jesús.
–He venido a despedirme de ti, raboni -dijo respondiendo a mi pregunta-, y a darte las gracias por haber renunciado a tus emolumentos. Pocas cosas sé debido a mi corta edad, pero no ignoro que la salud, el dinero y el amor es lo más importante para los adultos. Y como tú has renunciado a la riqueza y has perdido el amor cuando creías haberlo encontrado, sería justo que al menos recobraras la salud perdida.
–Los buenos deseos no tienen efectos terapéuticos -repuse-. En cuanto a lo demás, estoy acostumbrado, tanto a la penuria como a la soledad. El amor carnal sólo habría sido un obstáculo en mi búsqueda. Me conformaré con el recuerdo de un instante fugaz. La fragancia sutil del laurel lo evocará allí donde la perciba. Y ahora, regresemos, pues Apio Pulcro estará a punto de partir y no es cosa de renunciar a la escolta sabiendo que Teo Balas anda suelto.
–Espera un poco -dijo Jesús-, hay alguien más que te quiere desear feliz regreso.
Al decir esto señaló en dirección al prado contiguo a la casa, volví mis ojos hacia allí y vi venir a Lalita, la hija de Zara, acompañada de su corderillo.
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Jesús me miró con inocencia y repuso:
–Ha vuelto.
–Pero yo mismo vi su cuerpo tendido junto al de su madre…
–Unos tienen ojos y no ven, y otros, en cambio, ven cosas que sólo han existido en su imaginación -dijo Jesús. Luego tiró de la manga de mi toga para hacerme bajar la cabeza hasta su nivel y susurró para que la niña no pudiera oír sus palabras-: Tú mismo me contaste la historia de alguien que bajó al averno para rescatar a la persona que quería. Y si pasó una vez, bien puede pasar dos veces.
–No digas disparates -repliqué-. La historia de Orfeo no es verdad. Sólo es un mito. Un símbolo. No sé de qué, pero un símbolo.
–¿Y qué diferencia hay entre una cosa y otra, raboni? -preguntó Jesús.
Me abstuve de responder, puesto que dar explicaciones a un niño tan pequeño habría sido largo y del todo inútil. Mi magisterio, si alguna vez existió, ya había concluido. En cuanto a lo sucedido realmente, decidí suponer que aquella tarde aciaga, a la tenue luz del crepúsculo y obnubilado por la impresión del trágico descubrimiento, habría creído ver dos cuerpos donde había uno sólo y no añadí nada. Heráclito reprueba nuestro afán por hacer que la realidad se adapte a nuestras expectativas. Acaricié los rizos de la niña y le pregunté si se quedaría en Nazaret y, en caso afirmativo, cómo pensaba subsistir, a lo que respondió ella con desenvoltura:
–Por nada del mundo me quedaría en este lugar, del que sólo guardo recuerdos penosos. Además, aquí no tengo amigos y, siendo hija de una pecadora pública, nadie me acogerá en su casa, ni siquiera como sirvienta. Pero en Magdala, no lejos de aquí, vive una hermana de mi madre. He pensado ir a vivir con ella hasta que pueda cambiar de nombre y ganarme el sustento como mujer pública.
–Me parece muy razonable -dije-, pero Jesús se quedará muy triste si después de haberte recuperado tan inesperadamente, te vuelves a marchar.
–No importa -dijo Jesús-. Cuando seamos mayores nos volveremos a encontrar, estoy seguro. Mientras tanto, he de ocuparme de las cosas de mi padre.
Los dejé forjando sus ilusorios proyectos infantiles y me encaminé al Templo. Allí encontré a Apio Pulcro presto a partir y presa de la más profunda indignación. Aquella mañana, sin avisar a nadie, el sumo sacerdote Anano había abandonado precipitadamente Nazaret, pues los otros sacerdotes y el resto del Sanedrín le habían dicho que no podía enfrentarse de nuevo al pueblo que le había visto balancearse en la muralla suspendido de las barbas. Precisamente por aquellos días, su yerno Caifás había sido elevado a la máxima dignidad en el Gran Sanedrín, y Anano había decidido ir a Jerusalén y emprender una nueva etapa a la sombra de aquél. Con la marcha de Anano se alteraba el equilibrio de poder en la clase sacerdotal de Nazaret, y ahora eran los saduceos quienes tenían en sus manos las riendas del gobierno.
–Todos los planes de desarrollo urbano van a ser revisados -dijo el tribuno con amargura-, y lo más probable, dada mi amistad con Anano, es que busquen otro socio.
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Cuando llevábamos recorrido un trecho y la ciudad ya había sido engullida por el horizonte a nuestras espaldas, experimenté una súbita alteración en mi organismo, me acometió un violento temblor y por un instante estuve a punto de salir despedido una vez más de mi montura. Pero no sucedió esto, sino lo contrario: el temblor cesó con tanta rapidez como se había iniciado, me sentí invadido de un bienestar general y comprendí que en aquel mismo instante había recuperado la salud y el vigor perdidos. Así de imprevisible es la etiología de algunas enfermedades comunes, sus síntomas diacríticos y su prognosis.
Cuando nos detuvimos a descansar informé de mi repentina curación a Apio Pulcro, el cual, tras expresar un sincero alivio, dijo:
–Confío en que la experiencia te haya servido de algo y que en el futuro no vuelvas a ingerir aguas raras y heteróclitas en busca de resultados quiméricos.
–En eso te equivocas -le dije-. Precisamente ahora puedo proseguir las exploraciones con renovadas fuerzas. Tan pronto lleguemos a Cesarea buscaré una caravana que se dirija a la Cilicia, donde dejé interrumpidos mis experimentos.
Rió el tribuno y dijo:
–Por Júpiter, Pomponio, a tu edad, ¿todavía crees que hay algo nuevo bajo el sol? A lo que respondí:
–Sí. Yo. Desde este diálogo hasta el presente han transcurrido más de tres meses lunares. En Cesarea no había caravanas dispuestas a partir en ninguna dirección, pues los rumores sobre la presencia del Mesías se habían propagado por todo el país y reinaban el desasosiego y la alarma ante el temor de un levantamiento general. En cambio supe de un barco presto a zarpar rumbo a Tergeste. Pensando que desde allí podría rehacer el camino, pedí ser admitido como pasajero y, pese a no tener ni un dracma, lo fui gracias a la inesperada inclinación del capitán por las cuestiones relativas a la Naturaleza. Durante la travesía le referí mis viajes y él a mí los suyos, y en una ocasión me habló de un pequeño afluente del Vístula, en la Germania, cuya corriente discurre medio año hacia el océano y el otro medio hacia el Adriático -aunque no es cierto, como dicen algunos, que desemboque en este mar-, bien a causa de la fuerza de las mareas, bien de la acumulación de las aguas en tiempo de deshielo. También podría suceder, dijo, que se tratara de dos ríos distintos, porque cuando discurre de norte a sur, el agua es gélida; y en dirección opuesta, tan cálida que arden las cañas si se las sumerge. Este fenómeno no es único, pues ya Lucrecio lo describe y lo atribuye a la densidad de la tierra y los átomos de fuego que ésta desprende en la canícula. Pero lo más interesante de esta agua es que, según dicen, quien la bebe emite oráculos extraordinarios.
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Condenado a permanecer no sé por cuánto tiempo en esta tierra ignota, donde reina un frío terrible y la noche es continua, recuerdo a veces los hechos de que fui testigo en Galilea y me pregunto si realmente ocurrieron o si fueron fruto de la fantasía morbosa producida por mi enfermedad. Sea lo que sea, en definitiva poco importa, porque sólo esto tengo por cierto: que dentro de unos años será como si nada hubiera existido, y nadie se acordará de Jesús, María y José, como nadie se acordará de mí, ni de ti, Fabio, pues todo decae, desaparece y se pierde en el olvido, salvo la grandeza inmarcesible de Roma.
Plinio el Viejo, en su Historia Natural, habla de unas aguas que vuelven a las vacas blancas, de otras que encienden las teas y de otras que conceden a quien las bebe el poder de emitir oráculos, pero acortan su vida. El mismo Plinio menciona la existencia de hombres minúsculos y de una planta somnífera llamada halicacabon.
Los árabes no eran monoteístas hasta la predicación de Mahoma, que vivió en los siglos VI y VII, y rezaban en dirección a Jerusalén, no a la Meca.
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El nombre de Teo Balas corresponde a un personaje histórico, pero no a un bandido. Sí se menciona en uno de los evangelios apócrifos a un bandido terrible, a quien se adjudican robos, asesinatos, mutilaciones y otras barbaridades. Otro texto apócrifo cuenta que la Sagrada Familia fue asaltada durante la huida a Egipto, no por uno, sino por dos ladrones, uno bueno y otro malo. La intercesión del buen ladrón les permitió salir indemnes del encuentro. Años más tarde, el buen y el mal ladrón morirían crucificados con Jesucristo en el Calvario.
La crucifixión era una forma de ejecución privativa de los romanos y de carácter excepcional. Las cruces podían ser de tres tipos: la crux comissa, en forma de T, la crux immisa o capitata, con el palo transversal más bajo, en la que murió Jesucristo, y la crux decussata, en forma de aspa, también llamada cruz de san Andrés. La crucifixión se aplicaba a los traidores, a los esclavos, por ejemplo, a Espartaco, y a algunos criminales destacados. Una tradición cristiana apócrifa dice que la cruz en que murió Cristo había sido fabricada en la carpintería de san José.
Pomponio Flato comete un error al no reconocer el luto de Berenice, puesto que ésta sigue la tradición romana del color blanco, en lugar del saco de tono oscuro que al parecer usaban los judíos. En este y en otros detalles, la familia de Epulón, como la mayoría de las familias acomodadas de la época, había adoptado las costumbres romanas.
Operaciones inmobiliarias como la que aparece en este relato eran frecuentes en aquellos tiempos. De hecho lo son en todas las épocas y lugares. Los historiadores romanos hacen referencias a ellas en varias ocasiones, puesto que dieron lugar a grandes fortunas y también a grandes escándalos, a los que no fueron ajenos personajes ilustres.
Por dotar a Quadrato de un pasado marcial le he hecho participar en la batalla de Farsalia, que tuvo lugar el año 48 a.C, lo que lo convertiría en poco menos que un viejo. Una licencia. De todos modos, los soldados profesionales se jubilaban a muy avanzada edad.
Casi todas las frases y pensamientos de Zacarías provienen de las Escrituras, pero no así la historia de Amram, que es de mi propia cosecha.
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01/06/2008
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