17. El regreso

De allá yo regresé a Madrid en un avión de la SAS, de Madrid a la capital en el Taf, y ya en la capital me advirtieron que desde hacía veinte años había coche de línea a Molacegos y, por lo tanto, no tenía necesidad de llegarme, como antaño, a Pozal de la Culebra. Y parece que no, pero de este modo se ahorra uno dos kilómetros en el coche de San Fernando. Y así que me vi en Molacegos del Trigo, me topé de manos a boca con el Aniano, el Cosario, y de que el Aniano me puso la vista encima me dijo: «¿Dónde va el Estudiante?». Y yo le dije: «De regreso. Al pueblo». Y él me dijo: «¿Por tiempo?». Y yo le dije: «Ni lo sé». Y él me dijo entonces: «Ya la echaste larga». Y yo le dije: «Pchs, cuarenta y ocho años». Y él añadió con su servicial docilidad: «Voy a la capital. ¿Te se ofrece algo?». Y yo le dije: «Gracias, Aniano». Y luego, tan pronto cogí el camino, me entró un raro temblor, porque el camino de Molacegos, aunque angosto, estaba regado de asfalto y por un momento me temí que todo por lo que yo había afanado allá se lo hubiera llevado el viento. Y así que pareé mi paso al de un mozo que iba en mi misma dirección le dije casi sin voz: «¿Qué? ¿Llegaron las máquinas?». Él me miró con desconfianza y me dijo: «¿Qué máquinas?». Yo me ofusqué un tanto y le dije: «¡Qué sé yo! La cosechadora, el tractor, el arado de discos...». El mozo rió secamente y me dijo: «Para mercarse un trasto de ésos habría que vender todo el término». Y así que doblamos el recodo vi ascender por la trocha sur del páramo de Lahoces un hombre con una huebra y todo tenía el mismo carácter bíblico de entonces y fui y le dije: «¿No será aquel que sube Hernando Hernando, el de la cantina?». Y él me dijo: «Su nieto es; el Norberto». Y cuando llegué al pueblo advertí que sólo los hombres habían mudado, pero lo esencial permanecía y si Ponciano era el hijo del Ponciano, y Tadeo el hijo del tío Tadeo, y el Antonio el nieto del Antonio, el arroyo Moradillo continuaba discurriendo por el mismo cauce entre carrizos y espadañas, y en el atajo de la Viuda no eché en falta ni una sola revuelta, y también estaban allí, firmes contra el tiempo, los tres almendros del Ponciano, y los tres almendros del Olimpio, y el chopo del Elicio, y el palomar de la tía Zenona, y el Cerro Fortuna, y el soto de los Encapuchados, y la Pimpollada, y las Piedras Negras, y la Lanzadera por donde bajaban en agosto los perdigones a los rastrojos, y la nogala de la tía Bibiana, y los Enamorados, y la Fuente de la Salud, y el Cerro Pintao, y los Siete Sacramentos, y el Otero del Cristo, y la Cruz de la Sisinia, y el majuelo del tío Saturio, donde encamaba el matacán, y la Mesa de los Muertos. Todo estaba tal y como lo dejé, con el polvillo de la última trilla agarrado aún a los muros de adobe de las casas y a las bardas de los corrales.

Y ya, en casa, las Mellizas dormían juntas en la vieja cama de hierro, y ambas tenían ya el cabello blanco, pero la Clara, que sólo dormía con un ojo, seguía mirándome con el otro, inexpresivo, patéticamente azul. Y al besarlas en la frente se la despertó a la Clara el otro ojo y se cubrió instintivamente el escote con el embozo y me dijo: «¿Quién es usted?». Y yo la sonreí y la dije: «¡Es que no me conoces? El Isidoro». Ella me midió de arriba abajo y, al fin, me dijo: «Estás más viejo». Y yo la dije: «Tú estás más crecida». Y como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, los dos rompimos a reír.