16. La Mesa de los Muertos

A mí, como ya he dicho, siempre me intrigaron las deformidades geológicas y recuerdo que la vez que le pregunté al profesor Bedate por el fenómeno de las Piedras Negras, se puso a hablarme de la época glacial, del ternario y del cuaternario y me dejó como estaba. Es lo mismo que cuando yo le pregunté al Topo, el profesor de Matemáticas, qué era pi y él me contestó que «tres, catorce, dieciséis», como si eso fuera una respuesta. Cuando yo acudí al Topo o al profesor Bedate, lo que quería es que me respondieran en cristiano, pero está visto que los que saben mucho son pozos cerrados y se mueven siempre entre abstracciones. Por eso me libré muy mucho de consultar a nadie por el fenómeno de la Mesa de los Muertos, el extraño teso que se alzaba a medio camino entre mi pueblo y Villalube del Pan. Era una pequeña meseta sin acceso viable, pues sus vertientes, aunque no más altas de seis metros, son sumamente escarpadas. Arriba, la tierra, fuerte y arcillosa, era lisa como la palma de la mano y tan sólo en su lado norte se alzaba, como una pirámide truncada, una especie de hito funerario de tierra apelmazada. En mi pueblo existía una tradición supersticiosa según la cual el que arara aquella tierra cogería cantos en lugar de mies y moriría tan pronto empezara a granar el trigo de los bajos. No obstante, allá por el año seis, cuando yo era aún muy chico, el tío Tadeo le dijo a don Armando, que era librepensador y hacía las veces de alcalde, que si le autorizaba a labrar la Mesa de los Muertos. Don Armando se echó a reír y dijo que ya era hora de que en el pueblo surgiera un hombre y que no sólo podía labrar la Mesa sino que la Mesa era suya. El tío Tadeo hizo una exploración y al concluir el verano se puso a trabajar en una especie de pluma para izar las caballerías a la meseta. Para octubre concluyó su ingenio y tan pronto se presentó el tempero, armó la pluma en el morro y subió las caballerías entre el asombro de todos. La mujer del tío Tadeo, la señora Esperanza, se pasaba los días llorando y, a medida que transcurría el tiempo, se acentuaban sus temores y no podía dormir ni con la tila de Fuentetoba que, al decir de la tía Marcelina, era tan eficaz contra el insomnio que el Gasparín, cuando anduvo en la mili, le tuvieron una semana en el calabozo sólo porque tomó media taza de aquella tila y se quedó dormido en la garita, cuando hacía de centinela. El caso es que, al comenzar la granazón, todos en el pueblo, antes de salir al campo a escardar, se pasaban por la casa del tío Tadeo y le preguntaban a la Esperanza: «¿Cómo anda el Tadeo?». Y ella respondía de malos modos, porque por aquellas fechas estaba ya fuera de sí. Sin embargo, una cosa chocaba en el pueblo, a saber, que don Justo del Espíritu Santo no se pronunciase ni a favor ni en contra de la decisión del tío Tadeo y tan sólo una vez dijo desde el púlpito que no por rodear nuestras tierras de unas murallas tan inexpugnables como las de Ávila sería mayor la cosecha ya que el grano lo enviaba Dios.

El Olimpio y la Macaria creyeron entender que don Justo del Espíritu Santo aludía con ello veladamente a las escarpaduras de la Mesa de los Muertos, pero don Justo del Espíritu Santo no dio nunca más explicaciones. No obstante, el trigo creció, verdegueó, encañó, granó y se secó, sin que el tío Tadeo se resintiera de su buena salud y cuando llegó la hora de segar y el tío Tadeo cargó la pluma con los haces, no faltaba al pie de la Mesa de los Muertos ni el Pechines, el sacristán. Y resultó que las espigas del tío Tadeo eran dobles que las de las tierras bajas, y al año siguiente volvió a sembrar y volvió a recoger espigas como puños, y al siguiente, y al otro, y al otro, y esto, que puede ser normal en otro país, es cosa rara en nuestra comarca, que es tierra de año y vez, y al sembrado, como ya es sabido, sucede el barbecho por aquello de que la tierra tiene también sus exigencias y de cuando en cuando tiene que descansar.