CAMILO JOSÉ CELA
Al primer escritor profesional a quien conocí fue, como no podía ser de otro modo, a Camilo José Cela. Me lo presentó, como tampoco podía ser de otra manera, el poeta vallisoletano Pepe Luelmo. Valladolid dio siempre buenos poetas, buenos pintores y avispados descuideros y peristas. Pero el poeta era el rey. El poeta no contaba como profesional: era un aficionado y su don no tenía nada que ver con el dinero; si es caso lo manchaba. Y cosa curiosa: el vallisoletano, que es recoleto e independiente, solía ser poeta por parejas o en tertulia, esto es, la gente se reunía para hablar de versos. La pareja de Pepe Luelmo era Paco Pino, coetáneo, de familia bien y poeta infatigable. Luelmo trajo antes de la guerra a Rafael Alberti y lo paseó por Valladolid en su flamante automóvil. Aunque menores en edad, Luelmo y Pino tuteaban a Jorge Guillen -también vallisoletano y de la misma línea política- y le organizaban recitales. Además de traer a la ciudad a grandes poetas, Pepe Luelmo tenía una dedicación habitual, presentar a escritores que no se conocían entre sí y, sobre todo, hacerlo con los que surgían en Valladolid pero no frecuentaban la Puerta del Sol. Pepe Luelmo tenía buena fama de poeta, que descansaba principalmente en el artículo que Azorín dedicó en ABC a un libro suyo. Con esto y su fortuna -que como la de Paco Pino era considerable- podía ir por la capital con la cabeza bien alta. Buen conocedor de los negocios, Pepe Luelmo montó en Valladolid una granja avícola de gallinas americanas que le dio para vivir y conocer el mundo. Sus amigos, que tenía muchos, lo presentaban inevitablemente como el único poeta que vivía «de la pluma». Hacía una poesía conservadora, cuidada y de noble calidad, lo contrario que Paco Pino, que tenía una inclinación decidida por la poesía experimental. Llegó a fabricar libros sin palabras a base de taladros y recortes. Inevitablemente los pagaba de su bolsillo y me los enviaba, pero yo astutamente le preguntaba, antes de aceptarlos, si eran de letras o de agujeros. Yo era profano en estas cosas poéticas y sentía reparo ante la idea de relacionar la poesía de los taladros con una operación artística. No obstante, al terminar nuestra guerra, los libros experimentales de Paco Pino no diré que dieran la vuelta al mundo pero se reconocieron en varias naciones de la vieja Europa, particularmente en los Balcanes, donde surgieron poetas experimentales como moscas. Esto me sorprendió a mí y animó a Paco, que se sentía comprendido y yo creo que llegó a ser considerado como el iniciador de aquella poesía y consecuentemente como el mejor del mundo en el invento.
La pareja Pepe Luelmo-Paco Pino, por su calidad poética, su bonhomía y sus relaciones eran muy conocidos y estimados en Valladolid. Eran sólo dos pero siempre estaban tramando algo. Así nació una revista llamada DD-OO-SS, que se distribuía por toda España y en la que colaboraban con entusiasmo los poetas del 27 y alguno más que no había ido a Sevilla. DD-OO-SS fue una revista famosa, hasta el punto que, según mis noticias, se ha hecho sobre ella alguna tesis doctoral en la Universidad de Valladolid.
En una cosa fundamental no coincidían, sin embargo, Luelmo y Pino. Ambos eran grandes tímidos, es cierto, pero mientras Pepe Luelmo, ayudado por su mujer, muy dada a la sociedad, le metió en ella, Pino, que enviudó pronto, se retiró a vivir a un pinar próximo a Valladolid y nunca acompañaba a Pepe Luelmo a Madrid a hacer sus presentaciones. Cuando yo fui con Luelmo para conocer a Cela, Pino se quedó en la tienda, un magnífico almacén de paños en la calle Duque de la Victoria. De forma que Pepe cogió su coche, que subía en tercera velocidad el Alto del León, y me llevó a la capital. Cela había sido tan retratado en diarios y revistas que no me sorprendió físicamente. Sí me llamó la atención su delgadez, que no guardaba proporción con sus manazas y sus brazos verdaderamente musculosos. El festejo consistía en comer en un restaurante del Madrid viejo, charlar un rato de lo divino y lo humano y volvernos por donde habíamos venido. Sin embargo, yo observaba en Luelmo una actitud de desconfianza, como si Cela y yo no fuéramos a congeniar o temiese que aquél saliera con una boutade fuera de tono que destrozara la reunión. Y en efecto, a media comida, después de hablar del Nadal, de La sombra del ciprés y del Pascual Duarte, Camilo, que probablemente no encontraba en mí el carrete deseado, me dijo con la mejor de sus sonrisas: «Digo, que si tú tienes costumbre de j__ después de comer por mí no te prives». No me hizo mella la puntada porque la esperaba. Cela había venido a ser un competidor de Dalí que, según decían, había roto de un paraguazo la luna del comercio más elegante de la Quinta Avenida para decir que era un gran pintor y en Nueva York nadie le hacía caso. Me quedé mirando a Cela con cierta sorna: «Por favor -le dije-, si tú tienes esa costumbre, cumple y no te preocupes de nosotros. Pepe y yo te esperaremos donde digas y a la hora que nos digas». La cosa quedó resuelta pero no a satisfacción de Cela, que debió de observar que su impertinencia no había causado la impresión que esperaba. Luelmo volvió un poco la cara para que Camilo no le viera reír y éste se esforzó, sin unción alguna, en convencerme de que aquello que me había propuesto era una costumbre muy extendida entre los jóvenes escritores. Con el tiempo me di cuenta de que, como decía Paco Pino, había plantado cara a Cela sin pretenderlo y esto no dejaba de ser importante, ya que Camilo solía escoger sus huestes de aduladores entre los jóvenes aspirantes a escritores que celebraban acobardados la agresividad o el desabrimiento de sus envites. Yo quedé de pie y él desconcertado. Aquello de que yo «no j… después de comer» pero él podía hacerlo tranquilamente, según su costumbre, le dejó fuera de juego.
Mi posición de independencia se afianzó cuando C. J. C. empezó a construir una casa en Palma de Mallorca, con la idea de editar en ella «la mejor revista del mundo», Papeles de Son Armadans, cuyo número 1 salió, en efecto, meses más tarde. Cela, que sentía cierta atracción por el dinero, no daba un paso que no considerase bien pagado, y, en mi relación con él, adopté su misma postura. Así, cuando me pidió colaboración para Papeles, cuyo número inicial preparaba, y a mi pregunta de cómo pagaba, me contestó que de momento eran pobres de solemnidad pero, con el tiempo, pagarían como el mejor, le contesté muy cordialmente que cuando pasasen las dificultades económicas y pagara como el mejor, volviera a escribirme sin falta, puesto que me agradaría mucho escribir en su revista. Pero esta carta nunca tuvo contestación.
Otra actividad divertida de Cela, bien recibida por lo general, era la costumbre de elegir un bebedor ilustre para conversarse con él una botella, como dicen los chilenos. Empezó con Picasso y Miró, que eran de la casa, y ellos sirvieron de cebo para notables aventuras posteriores. Camilo se presentaba en París con tres botellas de Vega-Sicilia y se las conversaba con tres famosos haciendo constar en la etiqueta la fecha y el colega consumidor. El fin del negocio no sé si lo produjo Sartre u otro por el estilo. El caso es que Cela recibió la botella embajadora de vuelta y sin tocar mientras aguardaba en el portal y con una minuta que decía: «Muchas gracias por la botella pero me gusta saber con quién comparto mis vasos».
A mí me hacían gracia estas iniciativas de Cela y estas inesperadas reacciones de algunos. Nos encontrábamos de tarde en tarde en Madrid, en algún que otro acto cultural, o algún almuerzo, y siempre con la inevitable cantinela en la boca: «Soy el mejor -decía-. Pido perdón por lo fácil que me ha sido».
Así iban discurriendo los meses en aquel Madrid casposo y sucio, viva aún la guerra, con una novela atendida por gente joven empeñada en reanimarla.
Camilo José Cela es, sin duda, el más ruidoso fenómeno registrado en la literatura española en el medio siglo. Digo «fenómeno» a secas ya que para nadie es un secreto que en la elaboración del mismo han participado tanto las altas dotes literarias de su autor como el hecho de su actuación cara al público, de sentirse constantemente en escena, representando. A la hora de valorar su fama, procede, como en el caso de Hemingway, no separar al hombre del escritor. El libro crítico de Juan L. Alborg es muy contundente cuando dice: «Yo diría que la creación más afortunada de Cela es la leyenda de su propia persona; el único personaje verdadero creado por su pluma es él». No comparto esta afirmación aunque reconozca la importancia que en el fenómeno Cela ha jugado el hombre Cela. Esta decisión de ser siempre noticia en un país como España, donde se lee muy poco, ha ayudado en alta medida a Cela a difundir su nombre y su personalidad. Repito que la postura no es nueva, puesto que cuando Camilo irrumpe en el anodino escenario de la novela española, hay otro artista, un pintor, que en el terreno de la extravagancia le ha tomado la delantera. Me refiero a Salvador Dalí, cuyas anécdotas y despropósitos, sus gracias y desplantes son al menos tan conocidos y celebrados en España como sus cuadros.
No sería justo que yo identificara a Camilo José Cela con Salvador Dalí a estos efectos. Al señalar la trayectoria del pintor, lo único que pretendo es resaltar el precedente y la conveniencia de cuidar las formas cuando en España se aspira a vivir en olor de popularidad. Cela gana la suya de salida a pecho descubierto, pero luego, para sostenerla, se ve en la necesidad de adoptar una pose de hombre tremendo que en ocasiones deriva hacia el histrionismo (el escritor se deja crecer su barba enmarañada hasta el pecho o solicita del gobernador civil de Palma de Mallorca un piquete de la fuerza pública para custodiar hasta su casa un dibujo de Picasso, o manifiesta un menosprecio inalterable hacia sus compañeros de letras: «Soy el número uno y pido perdón por lo fácil que me ha sido».)
En un breve ensayo sobre don Pío, Carlos Rivera escribe: «Es curioso el hecho de que, entre nosotros, la popularidad de un escritor no derive jamás de la presentación de sus libros sino de unas peculiaridades personales más o menos pintorescas. De antiguo, lo que en España importa más no es la literatura, sino el chisme en torno al literato, su leyenda picante, la caricatura». Esto es exacto y Cela, seguramente, es consciente de ello. A raíz de publicar el Pascual Duarte, que desató un aluvión de artículos encomiásticos, presididos por el juicio de don Gregorio Marañón, que prologa la obra, se creyó en el deber de conservar el fuego sagrado «componiendo su facha como ningún otro escritor de posguerra», según Torrente Ballester. El mismo Torrente añade: «Cela es una figura literaria bulliciosa, nombre siempre actual en el comentario y en el chismorreo». En efecto, Camilo José Cela, tras su resonante salida al campo de las letras, es un hombre preocupado por mantener su nombre siempre vivo en las columnas de los periódicos. Sabe que en España la gloria es efímera y tornadiza y se desazona por apuntalarla apelando a recursos extraliterarios. Es demasiado joven para asimilar serenamente los exaltados elogios que ha provocado su primer libro y de ahí que, a raíz de su triunfo, le veamos presidiendo el gran cenáculo literario del Café Gijón, actuando como protagonista en la película El Sótano, exponiendo una veintena de cuadros propios en una sala de Madrid, o haciendo declaraciones ególatras a la prensa, inevitablemente con pólvora dentro. Su voz campanuda y grave suena constantemente por las emisoras españolas. Aparentemente, Cela es la novela española del medio siglo. Su irrupción ha sido sonada y él se ocupa de seguir sonando en todo el ámbito nacional, de seguir siendo noticia todos los días y, para ello, recurre al desplante y al golpe de ingenio, cuando no a la impertinencia o a la exaltación desmesurada del «yo». François Mauriac ha escrito: «Los artistas y en particular los hombres de letras constituyen la raza más codiciosa, más hambrienta de alabanzas que existe en el mundo. Un hombre de letras no está jamás ahíto de elogios». Ningún escritor es -somos- ajeno a este pasado. Pero Cela no se presta tampoco a disimularlo. Y cuando los elogios disminuyen, él mismo se los prodiga sin rebozo lo que le acarrea constantes enemistades. Con los escritores de su generación mantiene un frecuente tiroteo. De Gironella dice: «Es un novelista (por Un millón de muertos) oficialmente plausible», es decir, merecedor de aplauso para la dictadura. Zunzunegui, a su vez, dice de Cela quien, con antelación, le ha menospreciado: «Cela trata de encubrir con bravatas su incapacidad para infundir vida a unos personajes a lo largo de doscientas páginas». A veces, Cela lleva sus excentricidades a los libros, como en Mrs. Caldwell habla con su hijo -una novela delirante, inconexa- y esto ya es más grave. Eugenio de Nora, uno de sus críticos más comprensivos, escribe: «Este libro es una desbridada liberación de complejos sexuales», mientras que Alborg subraya: «Es un absurdo libro que ni siquiera posee el valor de un experimento», y Torrente Ballester lo califica de «extraño galimatías… que a todas luces constituye un error». En todo caso, Cela parece jugar con unos y con otros. Se jacta de tener enemigos porque también esto entra en el juego, e incluso les dedica una edición de La familia de Pascual Duarte, «agradeciéndoles lo mucho que le han ayudado en su carrera».
No obstante, esta tensión simuladora, la necesidad de ser consecuente con una pose adoptada en plena juventud, termina fatigándole y es entonces cuando el escritor se retira a Palma de Mallorca como capitán de revista, y donde trabaja tranquilamente sin necesidad de tener que apelar a cada paso al histrionismo y a la simulación. Y ¿es que Cela no es así? ¿No es el escritor arrogante y audaz, insensible y agresivo que se nos ofrece en las entrevistas de los periódicos o en las reuniones multitudinarias o en su ya nutrido repertorio de anécdotas? ¿No es el hombre que se ríe del mundo, que goza escandalizando a las beatas, amedrentando a la grey de plumíferos con sus rugidos destemplados? ¿Piensa Cela sinceramente que él y sólo ÉL es la novela española de posguerra?
De siempre he creído que un novelista revela lo que es, su trasfondo humano, a través de su primera novela. No quiero decir que toda primera novela sea necesariamente autobiográfica en el sentido de que la peripecia represente la propia peripecia de su autor, pero sí que a través de esa peripecia imaginaria el novelista nos revela, mejor que en una confesión, su verdadero carácter. Así Dostoyevski, en Pobres gentes, nos da, con la medida de su gran talento, sus sentimientos, sus complejos, sus debilidades, y los anhelos de los desheredados. Y otro tanto cabe decir del Baroja de Vidas sombrías. El novelista que se inicia, por inexperto, no acierta aún a encubrir su intimidad. Se desnuda sin quererlo. A poco que nos esforcemos podremos reconstruir su carácter con los elementos que nos facilita. Nada más sencillo que esto. Pues bien, algo semejante cabrá decir de Cela en relación con Pascual Duarte. No, naturalmente, que Cela sea un malhechor, pero Cela está ya en Pascual Duarte, exagera en el protagonista de su primera pieza las notas temperamentales que no le importaría hacer pasar como propias. ¿Es mala persona Pascual Duarte? En modo alguno. El desgraciado extremeño, como dice Marañón, «es un manso cordero acorralado por la vida». Es decir, Pascual acaba disfrazando la ternura de crueldad; es un cuitado que cuando se lanza ya no sabe detenerse; un hombre delicado a quien mortifica la idea de que su sensibilidad pueda trascender. Esta actitud es demasiado frecuente en España para que pueda extrañarnos. Pascual, una vez que avanza un paso, se niega a desandarlo. Se emborracha de sangre, pero, en el fondo, es un manso cordero, un ser sensible, casi un poeta… Que esto es así no podemos dudarlo. Los crímenes de Pascual responden, en cierto modo, a un elemental sentido de la justicia; desde este punto de vista, Pascual tiene algo de reivindicador, de don Quijote; trata de «desfacer entuertos» a golpe de navaja. Bien, pero ¿y la muerte de la perra Chispa? ¿Por qué razón Pascual mata a un can que le ayuda a cazar perdices? Sencillamente porque le mira, porque le escruta atentamente y Duarte no puede resistir su mirada, temeroso de que descubra su fondo sentimental. El apocado, cuando se lanza, es capaz de llegar más lejos que el audaz.
Tal vez me equivoque, pero yo veo así a Cela. Camilo José Cela me parece un hombre ponderado y evidentemente sensible. Pero estas facetas casaban mal con la fama de «hombre tremendo» que le valió su primera novela. Se lanzó entonces, sentó postura de perdonavidas y se vio forzado a ser consecuente con esa postura. No es un exterminador, pero cuando se le calienta la sangre -o la boca- puede aparentarlo. A Cela basta mirarle atentamente -como la perra Chispa miraba a Pascual- para que inmediatamente lance el exabrupto. Defiende su intimidad como gato panza arriba. Ante cualquier conato de adivinación, se engalla.
A estos efectos, soy testigo de una historia muy reveladora. Con ocasión de unas conversaciones internacionales de novelistas, de las que ya he hablado, celebradas en el hotel Formentor, coincidimos en misa un día festivo apenas una docena de escritores, entre ellos Cela. A la salida, tal vez por parecerle -ante la escasa concurrencia- que aquella profesión de fe no cuadraba con su fama e incluso que podría tomarse como una debilidad, se encaró con el poeta y ensayista José María Valverde, que había comulgado con gran devoción, y le dijo:
- José María, tú eres el único católico español que todavía cree en Dios.
- Y en Jesucristo, que es más difícil -respondió sin vacilar el poeta.
He aquí a Cela. Si él no cree en Dios ¿por qué madrugó para asistir a una misa? Y si cree ¿por qué disimularlo? ¿Quién le pedía explicaciones? ¿No hay en esta reacción inesperada algo de lo que mueve a Pascual Duarte contra su perra Chispa? ¿No hay aquí un afán por ocultar los verdaderos sentimientos cuando éstos pueden traducirse por algunos como muestra de blandura? A mi juicio, repito, Cela es un hombre sensible y afectivo que se oculta bajo una máscara de dureza. El hombre suave que aflora en Pabellón de reposo se disfraza del hombre feroz que aflora en La familia de Pascual Duarte. Éste es Camilo José Cela, un escritor que tuvo que trocar Madrid por Mallorca para poder ser quien es, harto de ponerse la careta de hombre terrible cada mañana.
De otro lado, Cela es uno de los pocos novelistas que viven en España de la pluma y ya es sabido que, como dijo el desgraciado Mariano José de Larra, «en España escribir es llorar». Es posible que Larra se refiriera, más que al rendimiento económico de la pluma, a los temas dolorosos que nuestro país prodiga y a la escasa resonancia de los escritos que denuncian un problema o sugieren una solución. En cualquier caso, una de las más serias dificultades del escritor en España es la poca difusión que alcanzan sus libros y, en consecuencia, la casi imposibilidad de que el escritor se independice, viva no siendo más que escritor. ¿Cómo consigue esto Cela?
Antes de entrar en pormenores, habrá que reconocerle, aparte sus altas dotes de escritor, un instinto comercial muy aguzado. Porque no se piense que las ediciones normales de sus libros, ni aun las traducciones, en sus comienzos, le dan para un mediano bienestar. Cela cuenta con lectores fieles pero no con un gran público. Es además muy sagaz para explotar la sandez humana que en nuestro siglo alcanza proporciones alarmantes. Y al decir esto no me refiero ahora a los libros-álbumes que puso en circulación con las mejores ilustraciones, sino a las ediciones tontas, por ejemplo, de tres delirantes poemas de Picasso que se vendieron caros y bien. Vivimos unos años tan ofuscados que confundimos el genio pictórico del malagueño con todo cuanto este hombre pueda pensar, tocar o desear. Únicamente así se comprende que se hayan pagado hasta cinco mil duros por tres poemas sin pies ni cabeza. Con la particularidad de que la edición se agotó rápidamente, de forma que cuando un marchante italiano se presentó en avión en Barcelona para comprar la tirada completa hubo que decirle que volviera unos meses después para preparar otra nueva. ¡Era tan fácil! Picasso y Cela, Cela y Picasso, ambos buenos comerciantes y con un sentido publicitario muy desarrollado, repitieron con gusto la aventura. No necesito añadir que estas ediciones de broma, ambas limitadas, representan un buen puñado de miles de duros de los de verdad, que ayudan a vivir a cualquiera. En España, lo que regatea la curiosidad literaria lo da a veces con creces la tontería.
Esto no significa que Cela esté entregado a la frivolidad. Pero conviene distinguir su obra seria de la chirigota, la literatura del negocio. Y si éste es lo que le da a Cela el dinero, es su labor cotidiana, minuciosa y constante lo que le da la fama. Cela es un gran trabajador. No es escritor fértil ni fácil, y si reparamos en el número de títulos publicados por él en la década del medio siglo, convendremos en que una labor así no puede ser fruto sino de la laboriosidad y del entusiasmo.
Bien es cierto que entre lo publicado hay cosas mediocres (La Catira y Mrs. Cadwell habla con su hijo), pero también las páginas más hermosas que hasta ahora han salido de su pluma, como La familia de Pascual Duarte y Viaje a la Alcarria, que no es fácil que iguale ni aun alcanzando la longevidad. El propio Cela reconoce que su trabajo es escribir, y escribir es asimismo el entretenimiento más grato para llenar sus ocios. Sólo así se explica el galimatías que son sus manuscritos, la letra pequeña, remetida y serpenteante que lleva si es preciso, para ampliar un concepto, hasta el ángulo más remoto de la cuartilla, auténtica labor de chinos que dentro de cincuenta años ahorrará sudores y esfuerzos a los futuros investigadores de su obra.
Pero la tarea de perfilar la silueta humana de Cela me está distrayendo tal vez demasiado en perjuicio de su obra. Habrá, pues, que dedicarle unas líneas a ésta que es lo que de verdad nos interesa. Mas como quiera que su obra está ahí, a la mano, siempre a punto de consulta y, más lejos, su persona, es justo que me haya detenido en ésta, persuadido además de que únicamente conociendo a la persona puede llegarse a la total comprensión de su obra.
A mi entender, tras estudiar los primeros libros de Cela se parte de un error de base, a saber, el de considerarle un novelista, siendo así que no es exactamente esto. Es más. Si hay un género para el que C. J. C. esté peor dotado es para la novela. Quiero decir que únicamente al hacerse más borrosos los límites de la novela pueden incluirse dentro del género narraciones breves como Pascual Duarte o devaneos líricos como Pabellón de reposo. El propio escritor, consciente de su limitación, se ha atrevido a decir: «Novela es todo libro en cuya primera página figura la palabra novela». Buen recurso, hábil y humorístico recurso para no dar explicaciones, para convertir la novela en un cajón de sastre. Pero, por si fuera poco, Cela, desde su nacimiento como escritor, ha sentido el prurito de encasillarse como novelista, cuando para serlo le sobra literatura -con frecuencia buena y muy trabajada- y le falta aliento creador, es decir, constancia e imaginación. Cuando Cela afirma: «Mienten quienes quieren disfrazar la vida con la máscara loca de la literatura», está anticipándose a la objeción que presiente. Juan Luis Alborg acierta cuando apunta que para «Cela tiene mayor importancia el hallazgo expresivo que el hallazgo del rasgo psicológico verdadero». Esto es cierto. Le importan más las palabras que los hechos. En consecuencia, al Pascual Duarte -un precioso libro- le falta entramado, ambiente, temas laterales, personajes complementarios, para ser un roman; de este modo no pasa de ser un relato brioso y brillante, es decir, una novela pequeña, una nouvelle. Algo semejante, con sobra de lirismo, le ocurre a Pabellón de reposo, y en cuanto a La Catira, es un ensayo abundoso de lenguaje en el que el estilo devora al problema. Es éste un punto de vista en el que coinciden los pocos teóricos de la novela que hoy funcionan en España. Torrente Ballester -buen ensayista y agudo novelista- dice: «Las cualidades menores de rápido retratista, el encanto musical de su prosa, tragan y anulan, por sobreabundancia, lo que hay en Cela de novelista». Para confirmar estas palabras, y aun mi propia opinión, no hay más que observar el arranque de Cela cuando lanza a las librerías media docena de libros y ninguno, ni en la intención del autor siquiera, es propiamente una novela. De lo antedicho se deduce que, hasta hoy, apenas hay ya en la dilatada obra de Cela un solo libro que pueda considerarse tal.
Nos encontramos, pues, con que a Cela no le va el calificativo de novelista. ¿Qué es, pues, Cela si no es novelista? Sencilla, rotundamente, un gran escritor sin género, un artífice de la prosa, que trabaja la palabra y el estilo con un primor al que en España ya no estábamos acostumbrados. Si a esto añadimos su gracia, su desparpajo, su frescura descriptiva, llegaremos a la conclusión de que si Cela está hoy donde está, no lo ha debido al favor o al azar sino a sus propios méritos. Pero a lo que voy, Cela ha nacido a la literatura para caminar sin andaderas, para mariposear por sus extensos límites, para picotear aquí y allá, para cultivar el ensayo y el retrato al minuto, el poema y el libro de viajes, el esbozo y la caricatura. El tema forzado constituye para él un dogal que enerva sus enormes posibilidades. Cela desconoce la fidelidad. Toma y deja personajes; los usa y los tira sin el menor escrúpulo. Limitar a Cela es como pretender ponerle puertas al campo. A Cela hay que dejarle en absoluta libertad para que nos dé lo mejor de sí mismo. Cela debe salir a lo que salte. Será la única manera de no echarlo a perder. (Discrepo, por tanto, de todos aquellos -que no son pocos- que se obstinan en instruirle sobre lo que debe hacer y no debe hacer para escribir una buena novela.)
Tres peligros amenazan, no obstante, a mi juicio, a Camilo José Cela escritor: el amaneramiento a que puede conducirle una excesiva complacencia estética; las concesiones escatológicas a que es muy dado, y en las que su instinto publicitario prevalece sobre sus dotes de escritor y, por último, los pujos de erudición que lastran obras como Judíos, moros y cristianos, en contraste con la maravillosa frescura y la jugosa naturalidad que se observa en uno de sus libros más cautivadores: Viaje a la Alcarria.
No es obligatorio que Cela se someta a la servidumbre que impone una novela. Dejémosle que navegue por sus propios mares; que abra y desbroce sus propios caminos. Dejémosle con su tremendismo, con su afición por los tontos, los locos, los ciegos y los degenerados; dejémosle que, como hábil taumaturgo, transforme en humor la desgracia ajena, y en arte todo el dolor y el horror del mundo; dejémosle, en suma, que viva en su elemento, que se mueva sin coacciones, que afine su pluma sin programas previos. Únicamente así no esterilizaremos su gran talento, su fecundo ingenio, y, como un nuevo Quevedo -pasado por Valle-Inclán y por Hemingway-, nos dará su visión del mundo y de la vida abordando los géneros más dispares. Conformémonos con catalogarlo como escritor, aunque la prosa de Cela no sea fácil de enjuiciar, ya que si Nora acierta al definirle como «un lírico disfrazado de humorista», tampoco Torrente Ballester se confunde al afirmar que «en el Pascual Duarte, Cela utiliza un realismo de cartel de feria». Cela es así, versátil y multiforme, variopinto, por emplear uno de sus vocablos preferidos, pero, no obstante, es el escritor español, desde su origen, con un estilo más personal y definido. Las palabras que el doctor Marañón dedicó a La familia de Pascual Duarte no dudo en atribuírselas al autor, es decir, que para mí «Cela ha tenido el privilegio, excepcional en la historia de la literatura, de pasar, en términos breves, desde la categoría de autor juvenil y de batalla a la de un autor clásico».