LOS REGRESOS

Sevilla, Newell's Old Boys

Por favor, ¿qué número uno?

"Por favor, ¿qué número uno? Hoy por hoy, soy el futbolista número diez mil, considérenme así." Le dije eso a los periodistas, cuando más de uno se entusiasmó de más con mi nuevo regreso, esta vez al Sevilla, después de negociaciones que, más que eso, parecieron una telenovela. Un culebrón, como dicen en España.

Es que me sentía el número diez mil, en serio, fiera, ¿cómo no me iba a sentir así? Recién el ls de julio de 1992 había cumplido con la injusta sanción de los italianos; habían pasado, por fin, aquellos quince meses terribles, de los más terribles de toda mi vida.

Yo me volví de Italia el 1 de abril de 1991. No me escapé: me volví porque quise, porque ya no podía más. La tengo grabada esa fecha. Porque no me merecía irme así, como un delincuente, y porque marcó un antes y un después en mi carrera, muy muy clarito. A la semana, nomás, los italianos comunicaron desde allá que me colgaban por quince meses, ¡por quince meses no me dejaban hacer lo que sé hacer, jugar a la pelota! Fue una condena terrible, injusta, que hoy, por suerte, está en duda.

Volvía a Buenos Aires, donde pensé que encontraría, al fin, la paz, y encontré la guerra.

Demasiadas cosas pasaban en el país, demasiado graves… Yo estaba fuera de la escena, no era noticia. Me necesitaban, parece. El 26 de abril armaron la farsa más gigantesca que yo recuerde alrededor mío. Me atraparon, ¡me atraparon! En un departamento de Caballito, en la calle Franklin, donde yo estaba con dos amigos, más buenos que el agua mineral: Germán Pérez y el Soldadito Ayala… Lo más curioso es que la policía no estaba sola en el operativo, ¡parecía una conferencia de prensa después del título del mundo!

Un periodista amigo, a quien yo quiero mucho, me contó una vez que al medio donde él trabajaba llamó la propia policía para anunciar el horario del procedimiento. Y otra cosa más, una perlita: la detención se demoró un poquito ¡porque no llegaban las cámaras de la televisión española! Así fue, sí, señor…

Cuando entraron, volteando todo, yo dormía. Y me desperté preguntando por la Claudia porque era lo más natural, creo. La cosa es que me sacaron de la cama, me vestí, y cuanto estábamos en el pasillo, camino a la calle, ya vi el reflejo de las luces de las cámaras, lo gritos de los periodistas, todo… Entonces, como iba al lado del cana que mandaba el operativo, le dije:

–Maestro, ¿están todos los periodistas afuera, no?

Sí, Diego, sí. Hay un montón…

-Bueno, acomódese la corbata, entonces, porque va a salir en todos los canales. Así lo ven en su casa…

¿¡Y podes creer que el cabeza de termo se la acomodó!?

No es tema de esta parte de la historia, pero por supuesto que marcó lo otro, lo que yo hice adentro de la cancha. Lo marcó, de alguna manera lo marcó.

En aquellos días, mientras me tuvieron encerrado en la celda, mientras me quedé encerrado yo mismo en el séptimo piso del edificio donde vivía, en Correa y Libertador, en Núñez, me propuse volver. Primero, me lo propuse en la celda misma. En la pieza esa don-de me tenían detenido había un banquito, como esos que les ponen a los boxeadores entre round y round, y la única luz era una bombita de mierda, colgada del techo. En eso, escuché pasos, alguien que venía… Y, no sé por qué, o sí sé, me di vuelta, me puse mirando a la pared. Era Marcos, el que venía.

Diego, vos vas a jugar el Mundial del '94.

Eso me dijo. Yo le contesté que estaba loco, pero en algún lado, por adentro, me recorría la idea de que no era una locura ni un carajo, que eso era posible. Faltaba mucho para eso, igual. Más de un año para que me dejaran pisar una cancha, por ejemplo. Pero tendría, tendría oportunidades de despuntar el vicio.

El 9 de Julio, me acuerdo, festejé algo más que el día de la patria: volví a jugar al papi, nada menos que en la canchita del Club Social y Deportivo Parque, donde nació media historia de Argentinos Juniors y donde bailé por primera vez con la Claudia. No bailé, esta vez; bailaron los contrarios: ganamos 11 a 2 y el equipo nuestro, el Parque, ganó el Campeonato Metropolitano de Fútbol Sala. Ese título hay que agregarlo entre los míos, ¿eh?, aunque jugué un solo partido.

Después me pasaron cosas que me hacen pensar que en un país como la Argentina y en un mundo como en el que vivimos, a veces hasta se vuelve una tortura intentar ser un tipo solidario.

Primero, el sábado 3 de agosto del '91, el día del cumpleaños de la Tota, jugué un partido a beneficio del Hospital Fernández, para que pudieran comprar un tomógrafo más moderno, algo que necesitaban mucho y que había quedado en evidencia después del acci-dente del actor Adrián Ghío, pobre. Para ese partido, Boca me permitió entrenarme junto con el plantel, que era dirigido por el Maestro Tabárez. ¡Los volvieron locos, pobres! Que yo los desconcentraba, que yo les robaba la atención, que yo no podía… ¡Carajo, si yo le había dado un montón a Boca, ¿por qué Boca no podía darme entonces esa mano?! Y encima estaba el tema del sponsor, peor todavía: los organizadores, y también Ana Ferrer, la esposa de Adrián, se habían roto el alma para conseguir alguien que los apoyara, que les diera unos mangos a cambio de publicidad, y no habían logrado nada. Cuando yo dije que jugaba, pum, aparecieron un montón. Entonces les dije, a Ana y a los organizadores: "Ustedes acepten, está bien, pero yo no voy a llevar publicidad en mi camiseta. No les voy a hacer el juego: que donen la plata, si la tienen conmigo en la cancha, también la podrían haber tenido sin mí".

Por suerte, lo más importante, una multitud llenó las tribunas y yo pude jugar; fue mi regreso a la cancha de once, en Ferro, un domingo a la mañana. ¡Qué sensación! ¡Espectacular! Aparte, la gente me dio todo, todo. Yo les decía que se olvidaran de mí, que pensaran que eso era sólo para el hospital, pero ellos me daban todo. Para ellos, El Diego había vuelto y estaba todo bien.

Después, ya en el '92, en abril, pasó lo otro, mucho peor: lo del partido de homenaje a Funes, a Juan Gilberto Funes, que había sido un jugador extraordinario, en River, y en ese momento le estaba peleando a la vida. Hoy podría agregar al Búfalo en la lista de mis gran-des amigos, de los más íntimos, aunque recién hablamos y nos sentimos juntos en serio, con profundidad, en los últimos quince minutos de su vida. El estaba internado desde hacía un tiempo en el Sanatorio Güemes, con el corazón roto, pobre, con el corazón partido. Ver a ese oso bueno, a ese hombre enorme postrado en la cama, era una imagen tremenda, muy muy dolorosa. Con Claudia seguíamos la cosa bien de cerca, preguntándole a Ivanna, la esposa, si necesitaba algo, que contara con nosotros. Y el último día, el 11 de enero de 1992, por esas cosas del destino, por esas cosas que El Barba (Dios) tiene siempre reservadas para mí, yo estaba ahí, justo ahí, al lado de la cama. Juan me había llamado, que quería verme. Que había soñado con un Mercedes Benz rojo y que se lo iba a comprar. Me acuerdo que le dije: "Quédate tranquilo, Juan, que yo ya hablé con unos amigos de una agencia y ya te lo reservaron. Quédate tranquilo, Juan". Y se murió, ahí, nomás. Casi en mis brazos, así nomás. Por eso digo que es un amigo, porque sentí de verdad que en ese último momento estaba muy, muy cerca de él. Más que nunca. Acompañamos a Ivanna en todos los trámites, esas cosas terribles que hay que hacer, encima, cuando se te muere alguien, y después nos fuimos también a San Luis, donde lo enterraron.

Desde ese mismo momento, empecé a pensar en un homenaje. En hacer algo para recordar a Juan y también para ayudar a la familia, a Ivanna, a Juampi, el hijo, que tenía los ojitos más tristes que yo haya visto. Por ahí, podría haberle dado plata, y listo. Pero yo que-ría darle algo más, algo que le hubiera gustado a Juan. Entonces se me ocurrió que no había nada mejor que organizar un partido de fútbol. Me acuerdo, estábamos en mi quinta de Moreno, con la Claudia, todavía muy golpeados por todo lo que habíamos vivido, y le dije, de repente: "Má, ¿sabes qué tengo que hacer para Juan? Un partido, un partido de fútbol… Y yo voy a jugar también".

Claro, yo estaba suspendido todavía, pero eso ni se me cruzó por la cabeza. No era un partido más de la FIFA; era un partido de los jugadores por un jugador. Y sabía que, si yo estaba presente, en la cancha, con los cortos, iba a ir más gente, la recaudación iba a ser mayor, y todo eso era para Juan.

Desde la quinta los llamé al Flaco Gareca, al Cabezón Ruggeri y al Mono Navarro Montoya. Ellos tres, Raúl Roque Alfaro y yo, habíamos sido los únicos que viajamos hasta San Luis, para el entierro. Me parecía lógico empezar por ellos, entonces. Esta vez, de la publicidad no me hacía problemas, porque nosotros organizábamos todo y la gente de X-28, una fábrica de alarmas, estaba con nosotros desde el principio.

Cuando ya estaba todo listo, menos de un día antes de la fecha fijada, el miércoles 15 de abril, cuando faltaban horas, llegó el fax, el maldito fax de la FIFA. Juro que, al principio, no lo podía creer, pensé que era un chiste, de mal gusto, pero un chiste al fin. Estaba diri-gido a Julio Grondona, decían que se habían enterado que se jugaba el partido y que yo iba a participar. Y terminaba con una amenaza, tremenda, fulera: "De todos maneras, y en bien de la familia del jugador fallecido (¡en bien de la familia del jugador fallecido, por Dios!), la presencia de Maradona sobre el terreno de juego junto con otros jugadores inscriptos en la AFA podría acarrear a estos últimos sanciones por parte de la FIFA, en aplicación de los Estatutos y Reglamentos. " En síntesis, como diría Santo Biasatti, lo de siempre: yo era la manzana podrida, el que arruinaba todo. Decidí dar un paso al costado, con mucha bronca pero con más tristeza. Una vez más, me hacían sentir un delincuente. Le dije a Franchi: "Está bien, Marcos. Avisale a Grondona que se quede tranquilo, que no se cague, porque no voy a jugar. Pero decile que lo hago por los muchachos, para no complicarles la vida; ni por la AFA ni por la FIFA. Dale, anda y decile". Fue y le dijo.

Mientras tanto, los muchachos se enteraron de todo el quilombo y el Cabezón Ruggeri también se comunicó con Grondona, para ver qué pasaba y para pedirle por favor que me dejara jugar, que yo había armado toda esta historia y que conmigo la recaudación iba a ser más alta. Grondona le contestó mal, mal, aunque después quiso dar explicaciones. Le dijo que no me dejaba jugar de ninguna manera, primero; después, que le ofrecía cincuenta mil dólares, ¡cincuenta mil dólares!, para pagar los gastos de Funes en el sanatorio y que el par-tido se jugara en julio, cuando a mí me levantaran la suspensión; y para terminar, lo despidió así: Diego no puede jugar. Si lo hace, ustedes pagarán las consecuencias.

El Cabezón voló hasta el hotel Elevage, donde estábamos todos los jugadores que íbamos a estar en el partido. Eramos 41, en total. Cuando Ruggeri contó el diálogo que había tenido con Grondona, el Mono Navarro Montoya me dijo: Diego, ahora tenés que jugar, más que nunca. Yo no había dicho una sola palabra en toda la reunión, lo había estado escuchando así, bien atento, a Ruggeri, pero cuando el Mono me habló, fue como si me hubiera puesto play y me salió la voz, un poco quebrada, la verdad: "Sí, voy a jugar, les vamos a romper el culo".

Algunos, como Diego Latorre, se pusieron pálidos: ¿Ya nosotros qué nos va a pasar?, preguntaba el pelotudo, asustado.

Nada nos podían hacer, nada: el arbitro, Ricardo Calabria, no pertenecía a la AFA, porque ya estaba retirado, y sus ayudantes lo mismo. Nosotros, Maradona Producciones, habíamos pagado la póliza de seguro que se necesitaba y hasta habíamos mandado a imprimir las entradas. El partido lo estaba organizando yo y no la AFA. Así que salimos del hotel y encaramos todos para la cancha de Vélez. El partido se jugaba y yo iba a estar ahí, en la cancha, con los cortos, con la pelota. Con la gente.

A mí, lo de Grondona me había caído como una patada en los huevos: de alguna manera, ¡había ofrecido cincuenta mil dólares para que yo no jugara! En aquel momento dije cosas muy fuertes; por ahí, vistas ahora, a la distancia, demasiado. Pero las dije, así soy yo: "A Havelange, a Blatter y a ciertos dirigentes, nadie los va a llorar en la Argentina cuando se mueran". Y también: "Mientras Grondona sea el presidente de la AFA, no voy a volver a la Selección Nacional". Muy fuerte, sí, pero me salió del alma.

Al vestuario vinieron todos; también los dirigentes, que estaban más cagados que nadie, porque tenían miedo de quedarse sin jugadores. Ahora que lo pienso, hubiera sido bueno; todos habrían entendido de una vez por todas quiénes son los verdaderos dueños del espectáculo.

Cuando salí a la cancha, me estremecí. Era una noche oscura, cargada de neblina, pero en las tribunas había una multitud: estábamos juntando más de cien mil dólares sólo de recaudación; con la publicidad y todo eso se iban a más de doscientos mil, todo para la familia Funes, para que pagaran el sanatorio y para que siguieran con la obra que Juan había empezado, su escuelita de fútbol.

A mi derecha, apenas pisé el césped, saludé a la hinchada de Boca; no me podían fallar. Y había más, claro, no sólo los de Boca: estaban todos los hinchas del fútbol. Ellos me bancaban a muerte, ellos no se comen ningún gato muerto. Yo estaba muy emocionado, muy emocionado porque no me sacaba ni quería sacarme de la cabeza la imagen de Juan… Juan contento por ese partido que le hacía fruncir el culo a los poderosos, a los que se creen dueños de algo y no son dueños de nada.

Jugué bastante bien, aparte. Hice dos goles, le metí un pase de gol al Beto Acosta y el equipo mío, que usaba la camiseta azul, ganó 5 a 2. Salí unos minutos antes del final del partido, tal vez para tomar aire y decir, como dije: "Hoy, los futbolistas empezamos a crecer". Lo creía, de verdad. Le habíamos puesto la pata encima, como corresponde, a la mano negra. Le habíamos ganado al poder.

Para mí, aquella noche, la copa del mundo que me llevé a mi casa fue el apoyo de los míos, de mis compañeros, de los jugadores. Se jugaron las pelotas para oponerse a la maldad, porque había sido una maldad todo aquello. Al fin, los dueños del poder tuvieron que recular.

Yo había empezado a entrenarme despacito. Primero, con la doctora Patricia Sangenis, que después se sarpó, porque empezó a hacer un conferencia permanente con todo lo mío. Había estado por primera vez en el balneario Marisol, en Oriente, cerca de Tres Arroyos, a 550 kilómetros de Buenos Aires, en enero del '92 y ahí había comenzado todo. Ahí mismo, en febrero, había jugado mi primer partido, de verdad, después de la sanción. Y fue un partido muy especial, en la canchita de El Nacional, de Oriente, a beneficio de los chicos discapacitados: ahí, jugando para los Amigos de Marisol contra el Mercado Los Tigres, delante de cinco mil personas, todas de los pueblos de los alrededores, hice mi primer gol como jugador…prohibido. Fue el 27 de febrero de 1992 y el premio, un millón… de besos de chiquitos discapacitados pero felices, muy felices. Más felices que nadie.

Después de eso, y también después del famoso encuentro por Funes, volví a ponerme los cortos a beneficio, en Posadas, Misiones, para ayudar a un hospital de allá. Esa era mi vida, esa era la forma de seguir cerca, bien cerquita del fútbol. Ayudando a los demás, que también era una forma de ayudarme a mí mismo.

De donde estaba y me sentía lejos, por supuesto, era de Napóles y del Napoli. Por aquellos días, ellos mandaron mensajes, como que me esperaban el ls de julio, cuando terminara mi calvario. Yo empezaba a pensar en otras posibilidades para cuando ese momento llegara, tanto sufrimiento no podía ser eterno.

El sábado 4 de julio, tres días después de mi… liberación de las cadenas de la FIFA, agarré mi equipo y partí hacia la estancia El Sosiego, en 25 de Mayo, una ciudad de la provincia de Buenos Aires, a 300 kilómetros de la Capital. El Sosiego era de don Antonio Alegre, por entonces presidente de Boca, nada menos, pero la historia no tenía nada que ver con eso. Digo que no tenía que ver con Boca, en principio. Allí mismo y justo aquel día, inicié el camino del regreso y también empezó una tremenda telenovela: las negociaciones para cambiar de club, irme del Napoli y llegar a… ¿adonde? Una posibilidad era el Marsella, otra vez. A Bernard Tapie, que en su momento nos había ofrecido la vida, no le estaba yendo muy bien: había perdido Adidas y también estaba afuera del gobierno. Afuera y de mala manera. Pero era una buena posibilidad, porque lo que yo buscaba era tranquilidad, y el fútbol francés seguía ofreciéndomela.

La otra chance, pero muy muy lejana, era la de siempre: Boca. El tema era la plata. Nosotros teníamos que levantar el muerto de un año y pico sin jugar, y Boca no estaba en condiciones. La única manera era con la aparición de algún inversor.

Para terminar, otra puerta podría abrirse por el lado de algún club europeo: Real Madrid, por ejemplo. O Sevilla, sólo porque ahí había aterrizado Bilardo y nos había mandado un mensaje, a través de Marcos: Fíjate si podes hacer algo, porque éste puede ser un buen lugar para Diego. Acá no presionan, no piden campeonatos. Aunque con él, yo pienso que podemos ganar todo. No sé, fíjate, estudíenlo, vos sabes que yo quiero lo mejor para él.

El hijo de puta del Narigón había caído ahí, en el Sevilla, porque en la Argentina lo habían cagado con un negocio, la privatización del KDT, un centro deportivo, y entonces se había calentado y se había rajado. Pero estaba bien, tenía razón, era una linda posibilidad.

Mientras tanto, yo me entrenaba, ahora asistido por el profesor Javier Valdecantos y el doctor Luis Pintos. Y también jugaba, pero en la tele, canchita de cinco y césped sintético: eran aquellos partidos en Ritmo de la Noche, el programa de Marcelo Tinelli, por Telefé. Como todos, los jugaba en serio y me divertía como loco.

El tema principal era desvincularme del Napoli. Justamente, eso era lo más complicado. Los guachos me citaron para la presentación, que iba a ser el miércoles 15 de julio, con bombos y platillos, con las nuevas figuras, el uruguayo Fonseca, el sueco Thern, como si nada hubiera pasado, como si fuera un jugador más. Ellos estaban recalientes porque yo había hecho declaraciones muy duras en medios italianos, pero tenía razones muy fuertes para no volver.

En una entrevista con el canal Telemontecarlo, disparé munición bien gruesa. Les dije, bien clarito, que mi ciclo con el Napoli estaba definitivamente clausurado, que no le haría ningún favor a los napolitanos si volviera. Que al único que enriquecería, aún más, sería a Ferlaino, y él ya había ganado bastante plata conmigo. Para mí, el Napoli había aprendido a jugar sin Maradona y podía seguir así: si Maradona se iba, el Napoli no se moría. Después se fue al descenso, es cierto, pero que no me echen la culpa a mí: la culpa, siempre, fue de Ferlaino, que no puede manejar ni un colectivo. Decían que Ferlaino quería venir a visitarme a Buenos Aires. ¡Hijo de puta! Durante un año no se había interesado en lo más mínimo por lo que yo estaba pasando y ahora se prendía. Lo dije y lo repito: si yo hubiera estado en un club donde se preocupaban por el jugador pero también por el hombre, habría regresado al Napoli. Pero no, no, había demasiados antecedentes de jugadores maltratados allí: Bagni, Giordano, Garella. ¿Por qué iba a ser yo una excepción?

Encima Claudio Rainieri, el nuevo técnico, habló antes de conocerme, diciendo que con él al frente, Maradona no estaría en Nápoles de vacaciones. Habló, como decimos los argentinos, gratis. Y Matarrese, Antonio Matarrese, era el que había puesto su mano en mi caso, su mano, su mano negra. Les transmití mi certeza, de algo: no merecía la sanción, me habían hecho pagar porque era extranjero y porque impedí que Italia jugara la final del Mundial. En el fútbol hay intereses muy fuertes y aquel año se perdieron muchos millones de dólares. Pero aunque me sancionaran por diez años, el resultado de Argentina-Italia no cambiaría. Y mi suspensión, además, fue una ventaja para Ferlaino, porque en aquel momento no era el Maradona que él quería. Yo llevo el fútbol en la sangre. Y quisieron golpearme por las cosas que dije.

"Non ce la faccio piú", así le dije: no lo hago más, no puedo más, ¡basta! Todo eso quería decir en una frase o en mil, en lo que me saliera. Tenía razones para no volver. Y eran tan claras, que hasta Grondona salió a decir que, si no nos poníamos de acuerdo, él iba a recurrir a la FIFA para que resolviera la cuestión y que no tenía dudas de que, en ese caso, el fallo iba a ser a favor mío.

Esas razones estaban escritas en un fax que nosotros le mandamos al Napoli, a la Federación Italiana de Fútbol, a la AFA y a también a la FIFA justo un día antes de que se cumpliera la sanción, es decir, el 29 de junio de 1992. Tratábamos de explicar por qué no servía para un carajo que volviéramos. El riesgo era grande en serio.

El tema es que ellos no estaban de acuerdo y empezó una guerra de cartas y faxes y más cartas. En un momento me parecía que íbamos a quedar tapados por todos los papeles. Yo, por las dudas, fui haciendo lo único que podía hacer: en los Tribunales de Buenos Aires me presenté ante la jueza Amelia Berraz de Vidal, que era la que seguía mi caso desde el quilombo en la calle Franklin, y conseguí, por fin, la autorización para salir de la Argentina: yo quería estar con las valijas listas.

El equipo ya estaba armado: yo, de líbero; Juan Marcos Franchi, representante; Javier Valdecantos, preparador físico; Luis Pintos, médico; Rubén Navedo, psicoanalista; Carlos Handlartz, psiquiatra; Luis Moreno Ocampo, Antonio Gil Lavedra, Hugo Wortman Joffré y Daniel Bolotnicoff, abogados.

A partir de ahí, Franchi voló a Sevilla, después del contacto que Bilardo le había hecho con el presidente del club, Luis Cuervas. Y Bolotnicoff, al mismo tiempo, partió a Marsella, donde ya se había movido para verse con Bernard Tapie, a través de uno de sus ayudantes, que se llamaba Jean Fierre Bernés. Una movida enorme alrededor mío, todo para definir el club ideal, el club donde volver.

Mientras Marcos y Daniel negociaban, yo pesaba: lo que más me gustaba de Sevilla era que estaba el loco de Bilardo, que no había exigencias de vuelta olímpica y que la ciudad tenía onda, buena onda; pero las dudas de los tipos para decidirse me daban la impresión de que sentían que yo les quedaba grande, y no quería ni imaginar qué podía pasar si nos quedábamos sin respuestas y volvíamos a pelear el descenso. Lo que más me atraía del Olympique era Marsella, la villa soñada que tuve al alcance de las manos y que Ferlaino me quitó, la posibilidad de jugar la Copa de Campeones en un equipo competitivo y, a la vez, la tranquilidad de un campeonato como el francés; lo que miraba de reojo, porque no me gustaba tanto, era el ambiente de la ciudad, que se parecía mucho a Napóles, y la obligación de enfrentar otro idioma, otra adaptación.

Tenía tiempo de pensar en todo eso aunque mi actividad era grande, ¿eh? En 25 de Mayo, cerca del campo donde había comenzado mi recuperación, jugamos otro partido a beneficio. Me sentía bien, me sentía jugador de fútbol, otra vez, aunque fuera en una canchita de pueblo. Me acuerdo que en ese partido jugaron Juanchi Taverna y Pablito Erbin, que eran de ahí, el Gringo Giusti, Daniel Sperandío, el Tata Brown y Julio Ricardo Villa.

Cuando terminó el partido -ganamos 7 a 0, por si alguien lo quiere anotar por ahí- armé una conferencia de prensa y dije: "Estoy en los primeros doce días de trabajo intenso. El sábado a la mañana hice cuarenta minutos de entrenamiento y en el segundo tiempo ni se notó. Hice cosas buenas en la primera parte, pero en la segunda ya estaba un poco cansado. Estamos por el buen camino, sin renunciar a ninguna práctica, porque esto nos va a servir para cuando venga la historia dura, la de competir oficialmente. Estoy decidido a volver para pagarle a un montón de gente que me brindó cariño en este año y medio en la Argentina. Sé que hay varios dirigentes que están haciendo gestiones, por ejemplo Grondona. Y hasta Pelé quiere que vuelva a jugar; me sorprendió, ¡no lo podía creer! Las primeras conversaciones están encaminadas hacia Sevilla y la otra es Olympique de Marsella. ¿Boca? Va a quedar para más adelante, no quiero que el club ponga un sope, porque en este momento se necesita mucha plata. Y después, sí, darle para adelante hasta que salgamos campeones. Que nadie dude que voy a morir futbolísticamente con la camiseta de Boca. Lo mismo que la Selección, cuando me ponga bien, quiero ganarme un puesto en el equipo. Tengo ganas, aunque en este momento es más un deseo. De jugar al fútbol no me olvidé, no. Y la cinta de capitán me queda bien, ¿no?".

Todo eso dije, de un tirón, el sábado 18 de julio, después de jugar un picadito en 25 de Mayo y con un frío que calaba los huesos. Lo que yo sentía, adentro también, era que la solución estaba al caer.

Pensando en eso volví a Buenos Aires, donde mi vida era de lo más sencilla: me entrenaba en Palermo, con el Profe Valdecantos y Carlitos Fren, ya había bajado 7 kilos; a la noche, un poco de tele y un poco de show: que fútbol en lo de Tinelli, que tango en lo de Antonio Gasalla. Sí, canté "El sueño del pibe" en La verdá de la milanesa, que así se llamaba el show de Antonio en un teatro… Algunos se sorprendieron con eso de Maradona cantando tangos, pero la mayoría ya sabía que yo había nacido también para eso. Me gusta mucho el tango: escucharlo y cantarlo. Muero por Julio Sosa, como muero por los rockeros… No sé, será otra de mis contradicciones.

"El sueño del pibe" es uno de mis preferidos, no sé, será porque tiene mucho que ver conmigo. Es más, cuando yo lo canto, le cambio los nombres de las figuras y me incluyo yo. Me gusta tanto que cuento esto y me dan ganas de cantarlo…

Golpearon la puerta de la humilde casa / y la voz del cartero muy clara se oyó / y el pibe corriendo con todas sus ansias / al perrito blanco sin querer pisó.

Mamita, Mamita, se acercó gritando / La madre extrañada, dejó el piletón / Y el pibe le dijo riendo y llorando: / "El club me ha mandado, hoy la citación".

Mamita querida / ganaré dinero/ seré un Maradona / un Kempes, un Boyé / dicen los muchachos / del oeste argentino / que tengo más tiro / que el gran Bernabé.

Vas a ver qué lindo / cuando allá en la cancha / mis goles aplaudan / seré un triunfador / jugaré en la quinta / después en primera / yo sé que me espera / la consagración.

Y sigue, con el sueño del pibe, el que yo cumplí…

Y con el rock, bueno, más que nada es identificación: con Andrés Calamaro, con Charly García, con Fito Páez, con los pibes de Los Piojos o de Attaque 77, con los monstruos de Los Redonditos de Ricota. Es identificación lo que siento con ellos: ellos también le dan alegría a la gente sin meterles la mano en el bolsillo, también hablan de la realidad sin caretaje. Ellos sí que no le toman la leche al gato… Me hicieron muchos temas a mí. Un montón. Yo lo siento como un homenaje, porque esas cosas, como los monumentos, sólo se las hacen a los muertos. ¡Y yo estoy vivo! Calamaro me hizo un tema que se llama… "Maradona", mira qué original; y me dice, en la letra: Diego Armando / estamos esperando que vuelvas / siempre te vamos a querer /por las alegrías que le das al pueblo / y por tu arte también. ¡Un fenómeno! ¿Y Los Piojos? ¡Me hicieron ese que dice: ¡Maradooó, Ma-radooó/ Los franceses de Mano Negra, también… Un montón. Y no sólo rockeros, ¿eh? También Julio Lacarra, un músico uruguayo, escribió algo para mí: Quería verte de nuevo / sobre el rectángulo verde / donde mueren las palabras / y tu zurda le habla a la gente…

Pero el que logró encerrar todo mi sentimiento en letra y música fue un tipo popular, un tipo al que voy a seguir llorando mientras viva porque en el poquito tiempo en que estuvimos juntos me sentí muy muy cerca de él: hablo de Rodrigo, por supuesto. Por ahí le dicen "cuartetero" despectivamente y no se dan cuenta de que están hablando de un tipo con un corazón enorme, tan enorme que fue necesario matarlo. Que sé yo, por ahí Rodrigo era demasiado peligroso para algunos. La cosa es que él me dedicó "Diego", el tema más lindo que me hicieron y me harán. Lo escucho y lloro… Lo sé de memoria.

En una villa nació / fue deseo de Dios, / ese deseo de vivir / una humilde expresión / de enfrentar la adversidad / con afán de ganarse/a cada paso la vida. / En un potrero forjó / una zurda inmortal / con experiencia sedienta / ambición de llegar. / De cebollita soñaba / con jugar un Mundial / y consagrarse en Primera. / Tal vez jugando pudiera / a su familia ayudar. / A poco que debutó / "Maradooó, Ma-radooó" / la Doce fue quien coreó / "Maradooó, Maradooó". / El sueño tenía una estrella / llena de gol y gambetas / y todo el pueblo cantó: / "Maradooó, Maradooó". / Pegó alegría en el pueblo / regó de gloría este suelo. / Cargó una cruz en los hombros /por ser el mejor, / por no venderse jamás / al poder enfrentó. / Curiosa debilidad, /porque Jesús tropezó, / por qué él no habría de hacerlo. / La fama le presentó / una blanca mujer / de misterioso sabor / y de prohibido placer, / deseo de sanar otra vez / involucrando su vida. / Y es un partido que hoy día / el Diego está por ganar…

En eso estábamos, justamente, tratando de volver al rectángulo verde, a la cancha, cuando se logró algo: que el Napoli aceptara negociar la rescisión del contrato en un lugar neutral y con un arbitro; esas dos cosas iba a ser la FIFA. Yo, a la distancia, entendía muy bien la política de Ferlaino: vivo el tano, no iba a ser él quien me dejara ir del Napoli; estaba llevando las cosas hasta un límite donde pudiera decirle a sus periodistas y a su gente: Me lo arrancaron de las manos. Eso estaba haciendo, clarito. Por eso había contestado violentamente a nuestro primer mensaje, para después aparecer como si lo hubiera presionado la FIFA para hacer la reunión. Encima, en el medio de la negociación, ellos mismos me pegaron un bombazo: me multaron en 168.000 dólares y me bajaron un 40 % de mi contrato. Estaba claro, querían guerra. La iban a tener, la iban a tener y se iban a sorprender.

Por esos días, también, el viejo Havelange dijo por enésima vez que me quería como a un hijo, como a un nieto. Que me quería, bah…

Lo del Marsella se derrumbaba de a poquito, sobre todo porque lo que vivieron Bolotnicoff y Franchi, que viajó unos días más tarde desde Sevilla para reunirse con Tapie, fue terrible. Un ambiente muy pesado que le hizo sentir a Marcos, cuando finalmente aterrizó en Sevilla en un avión privado, que estaba volviendo a su casa. En realidad, lo hizo: un viaje relámpago, Sevilla-Madrid-Buenos Aires, para ponerme al tanto de todo y para solucionar algunas cosas personales de él. Entonces, se nos ocurrió una nueva estrategia: citar a los dirigentes del Napoli para dialogar, pero en Barcelona, donde se es-taban haciendo los Juegos Olímpicos en ese momento, un lugar neutral, con la gente de la FIFA cerca. Les mostrábamos justamente a ellos, a los dirigentes de la FIFA mi intención de dialogar y les poníamos un plazo a los napolitanos. Contestaron, sí, pero parecía que estaban de joda: nos decían que estaban dispuestos a recibirnos, para tener una reunión, y nos daban ¡la dirección de la sede del Napoli! Además, como si nos estuvieran cargando, los guachos metían el horario en el que atendían, fuera de los fines de semana y feriados, como si hablaran de una oficina… ¡Ah! Y también me recordaban que me seguían esperando en el lugar donde el equipo estaba haciendo la pretemporada. ¡Estaban de joda los hijos de puta!

Pero nos vino bien ese tono en el fax, porque la FIFA se vio obligada a armar la reunión en Zurich, en la sede central. Mi teléfono explotaba: me llamaba Bilardo, desesperado porque la cosa no se hacía; me llamaba Marcos, para pedirme que me quedara tranquilo; me llamaba ¡Bernard Tapie! para rogarme que aceptara su oferta; me llamaba Grondona, para decirme que confiara, que todo iba a terminar bien.

El mismo Grondona viajó a Barcelona y ahí se encontró con Marcos. Vieron la final olímpica que España le ganó a Polonia y partieron los dos, cada uno por su lado, creo, a Zurich, donde se iba a hacer la reunión, el 11 de agosto… ¿Cuándo había empezado todo esto? El ls de julio, cuando me levantaron la sanción: un mes y medio había pasado, ya. Era hora de que fuera terminando. El tema era: ¿cómo?

Apenas llegó a Suiza, un día antes de la bendita reunión, Franchi me llamó por teléfono y casi me mata de un ataque al corazón: Diego, les voy a decir que volvés al Napoli. Me volví loco, no lo podía creer, no entendía nada y Marcos me decía: Para, para, para, déja-me que te explique…í- ¡Yo no entendía un carajo! Habíamos llegado hasta ese punto sólo para separarnos del Napoli y ahora nos estábamos sirviendo en bandeja.

Cuando logró pararme, Marcos me explicó: Les vamos a decir que volvés, pero bajo… cienos condiciones. Aaahhh, empezaba a entender, pero, ¿y si el Napoli aceptaba? Bueno, ése es el riesgo, pero quédate tranquilo, van a decir que no, me contestó Marcos y a mí me temblaron las piernas.

La reunión se hizo y la noticia sacudió al mundo. Me acuerdo que los tanos festejaban, La Gazzetta dello Sport mandó en la tapa: "Diego: sí al Napoli. Ganó Ferlaino". Yo no creía que esa euforia se podía dar vuelta… La Claudia lloraba, mis viejos también, yo salí a hablar, como para seguir con la táctica que había elegido Marcos, y dije: "La idea era no regresar al Napoli y tratar de resolver esto con la ayuda de la FIFA. Pero nosotros, viendo la mala predisposición del club, viendo que nos ponen un montón de trabas, viendo que la FIFA no puede resolver, hemos decidido ponerle un montón de cláusulas y volver ahí. Se acortan los tiempos en todos lados y yo lo único que quiero es entrar de nuevo en una cancha. Hace 36 días que estoy entrenándome, necesito un equipo, necesito estar a las ór-denes de un técnico. Sería bárbaro que el Napoli acepte las cláusulas que pusimos, sería bárbaro. Pero yo no sé hasta qué punto le convendría a Ferlaino, políticamente o de cara a la gente, que acepte las condiciones que les ponemos nosotros". ¡Las pelotas sería bárbaro! Esperaba con terror la respuesta del Napoli: si decían que sí…

La respuesta llegó, el viernes 14: el Napoli contestó que… ni. Sí, contestó ni, porque aceptó todas nuestras condiciones a nivel humano pero no las que estaban relacionadas con lo económico, las de la guita. Y como en la reunión se había dicho que la respuesta tenía que ser por sí o por no, se consideró que el Napoli le respondía negativamente a nuestra propuesta. ¡Era mi primer paso hacia la libertad!

Faltaba, ahora, que el Sevilla se lanzara a solicitar oficialmente mi pase. Antes no lo había podido hacer por miedo, sí, por miedo: si a la UEFA no le gustaba que en mi conflicto con el Napoli se metiera un tercer club, y encima uno chico de España, por ahí les metían una patada en el culo a la primera de cambio. Pero ahora ya no había razones para tener miedo: sólo tenían que comprarme.

¿Y? ¿Qué pasó? Pasó que el Sevilla se tomó su tiempo. Franchi y Bolotnicoff se desesperaban, pero los dirigentes andaluces tranquilos, sin dramas. Empecé a darme cuenta de algo: lo que me había parecido al principio, que estaban asustados, que yo les quedaba un poco grande, se estaba cumpliendo. Y encima, el Napoli hacía todo lo posible para reconquistarme: se empezó a decir que ya tenían reservada para mí una villa en la isla de Capri, con vista al Tirreno, y también un helicóptero, para transportarme todos los días hasta Napóles, además de un yate, por supuesto. Además, protestaban oficialmente ante la FIFA porque decían que ellos no me habían contestado que no a mis condiciones. Y los hinchas, bueno, otra historia: los hinchas, los que siempre estuvieron conmigo, los que se encadenaron o hicieron huelgas de hambre para que yo llegara, ahora volvían a hacer esfuerzos, pero para que me quedara. Decían: No tenemos viviendas, ni escuelas, ni ómnibus, tampoco servicios de higiene o ideas… Pero tenemos a Maradona. Pobres, no era de ellos la culpa, no era de ellos.

Yo seguía esperando que estos andaluces hicieran algo. Recién el martes 18 de agosto el Sevilla mandó un fax al Napoli ¡solicitando mi cotización! Yo me comía los codos, no aguantaba más. Jamás el Napoli iba a responder a esos papelitos! ¡Por Dios, tenían que ir a por ellos, ¿o es que no eran españoles, matadores?

Empezó otro tironeo insoportable, que ni siquiera se destrabó con lo que dijo Blatter. Era un miércoles, el miércoles 9 de septiembre, y el suizo mandó, desde algún lugar del mundo, que la mejor solución para este problema era que el Napoli me cediera, que el Sevilla me comprara y que, bueno, que se dejaran de joder, eso les dijo. Enseguida, metí mi ultimátum: "Si el sábado 12 no se define esta historia, rne retiro… Lo juro por mis hijas". Se debe haber asustado Franchi, Porque el viernes 11 armó el viaje para el día siguiente: ¡todos a España, nosotros sí que íbamos a por ellos! En realidad, Marcos no había escondido nada: Si esto pasa del fín de semana, vamos a tener problemas con Diego, había dicho. Y tenía razón, me empezaba a conocer el hijo de puta.

Con todo el lío, la autorización de la jueza para salir del país incluida, no me di cuenta de una cosa: era mi regreso a Europa, después de mi salida de Italia, tan fea, tan dolorosa. El sábado a la mañana me levanté al mediodía y casi ni comí. Me despedí largamente, largamente de mis hijas y me fui para el aeropuerto. El quía con traje color cereza, una pinturita… Arriba, hice el primer lío: les dije a los periodistas que mi partido debut se lo iba a dedicar a Sonia Pepe, por su entereza, y al Bambino Veira y a Carlos Monzón, porque estaban cumpliendo su pena en la cárcel, uno acusado de violación y el otro de asesinato, pero igual los seguían destruyendo.

Aterricé en Europa otra vez, en España para ser preciso, a las 7 de la mañana del domingo 13 de septiembre. Desde Barajas, nos llevaron en un avión privado a Claudia, a Marcos y a mí hasta Sevilla, al aeropuerto San Pablo. Ahí le di la mano, por primera vez, a Luis Cuervas, el presidente. Tenía unas ganas de decirle "¿por qué no apuras un poco las cosas, lenteja?", pero me pareció demasiado para el primer encuentro.

Ya tuve bastante, después, con lo que vi en la cancha, en el estadio Sánchez Pizjuán donde el Sevilla jugaba de local: una caída contra el Deportivo La Coruña que yo ya empecé a sufrir como propia. Aunque éstos tenían que concretar, todavía. Igual, me sentía en casa: estaba el Narigón ahí, loco en el banco; estaba el Cholito Simeone, ya más grande, metiendo y metiendo en la mitad de la cancha. Además, me acordaba de mi debut en el Napoli contra Verona: nos bailaron y terminamos ganando dos scudettos. No sé, de golpe estaba todo bien: entendía que Havelange y Blatter me defendían porque sabían que había cumplido con mi pena y también sabía que tenía que estar agradecido al Sevilla, como en su momento al Napoli, porque la verdad es que no hubo muchos clubes que me quisieran.

Me instalé en la suite del Andalusí Park, un hotel espectacular, onda árabe, que estaba en las afueras de la ciudad, camino a Huelva y me dispuse a entrenar y a esperar. La cosa es que todo lo que estaba bien, en una semana podía estar mal. Porque el Napoli no aflojaba, porque el Sevilla no apuraba, porque siempre prometían una reunión decisiva para mañana. La verdad es que el viernes 18 no me volví a Buenos Aires porque cuando me levanté encontré un papel debajo de la puerta: el conserje del hotel me había pasado por ahí un fax enviado por mis hijas, desde Buenos Aires. Decía: Papi, no vengas. Espéranos que vamos para allá. Ese papel… ese papel fue pías importante que el contrato mismo, ¡porque me volvía, ¿eh?!

Salí a correr, una vez más, con el apoyo del Profe Valdecantos, por el campo de golf Las Minas, ¡Las Minas, se llamaba!, que estaba cerca del hotel. Cada tanto, usaba una camiseta de Michael Jordán, del Dream Team, y entonces decía: "¡Sáquenme fotos con ésta, sáquenme fotos con ésta, así me ve Jordán!". Así, Jordán va a preguntar: ¿Y éste quién carajo es?, ja, ja, ja. Otra vez, me seguía un camarógrafo italiano, entonces aproveché para gritarle a la cámara, mientras corría: "¡Me obligan a hacer esto, me obligan a dejar! Lamentablemente para mí, porque tengo ganas de correr, como me han visto. Que Ferlaino también vea la filmación, que vea que soy un hombre vivo… Que no estoy muerto". Entonces me quedé en aquello que yo bauticé "La dulce espera". Aunque de dulce no tenía nada.

Hasta que llegó el martes 22 de septiembre. Eran casi las tres de la tarde y yo estaba de sobremesa, rodeado por toda mi familia, en el restaurante del hotel. No sé, jugaba con unas miguitas o algo en el mantel. De golpe, levanto la vista y lo veo venir a Franchi. Parecía que tenía la cara llena de risa y estaba como iluminado… Se me paró al lado y me dijo, mirándome desde arriba, porque yo seguía sentado.

Pibe, sos libre.

-No te creo, me estás jodiendo…

Te estoy hablando en serio, sos libre, sos libre de verdad.

Franchi me dijo eso y se derrumbó, se cayó así sobre una silla y sobre la mesa y se puso a llorar. A mí me empezaron a saltar las lágrimas mirando a todos los que estaban a mi alrededor: la Claudia, mis viejos, mis suegros. Apunté a Gianinna, la apreté contra el pecho y le empecé a decir, en el oído: "Soy libre, soy libre, estoy feliz… Por fin vas a poder verme en una cancha, con una pelota, Por fin".

Seis días después, el lunes 28 de septiembre, volví a ser, definitivamente, jugador de fútbol. Se armó la fiesta de presentación contra el Bayern Munich de mi amigo Lothar Matthaus y al fin pude saltar al césped del Sánchez Pizjuán con el diez en la espalda, escuchando un tema que significaba mucho para mí: "Mi enfermedad", de Fabi Cantilo. ¡Estoy vencida porque el mundo me hizo así / no puedo cambiar / soy el remedio sin receta, y tu amor / mi enfermedad!, decía. Y a mí me conmovía, me hacía sentir… ahí.

Ganamos 3 a 1, pero eso no le importaba a nadie, creo… Al menos no me importaba a mí: me gustó tocar con el croata Davor Suker, esperarlo a Simeone, escucharlo a Bilardo, meter un tiro libre casi desde el córner que reventó el travesaño, mandar un pase gol para Monchu… Me gustó jugar a la pelota, otra vez. Y lo festejé a lo grande, con el mismo Matthaus, que vino al hotel y se sumó a nosotros. El, su presencia, me hacía sentir que el fútbol estaba feliz porque yo había vuelto.

La cosa, entonces, era definir cuándo debutaba de verdad, por los puntos. Miré el fixture y lo vi, ahí estaba: domingo 4 de octubre, Athletic de Bilbao, Estadio San Mamés. ¡Ese tenía que ser mi debut, lo marcaba la historia! Ningún rival más significativo para mí, ninguno. Por historia y por presente. Resulta que apenas arreglé con el Sevilla, al técnico del Athletic, que era el alemán Jupp Heynckes se le ocurrió inventar, y lo dijo públicamente, que él sabía que en mi contrato con el Sevilla yo había exigido que pusieran que no iba a jugar ni en el Camp Nou, la cancha del Barcelona, ni en el San Mamés, el estadio del Athletic… ¡¿Cómo que no?! ¡Si yo quería jugar más ahí que en ningún otro lado! Por eso, quería revancha con ese alemán también.

Eran tantas las cosas que me unían o separaban de ese club vasco que no podía ser otro el rival, no podía… El Athletic fue, para empezar, el club que me quitó la oportunidad de ganar las dos Ligas mientras yo estuve en España. Con ellos perdimos la Copa del Rey, la última, que fue al fin mi despedida del Barcelona, mi último partido con aquella camiseta blaugrana: terminamos a las patadas, todos los jugadores en la mitad de la cancha, un escándalo terrorífico que empezó porque alguien me cargó. Y también, claro, un jugador símbolo del Athletic, Andoni Goikoetxea, me había fracturado el tobillo en 1983, el mismo que me había provocado la lesión más grave que yo tuve en toda mi carrera. En 106 días había regresado, aquella vez, y me había puesto la camiseta del Barcelona para enfrentar justamente ¡al… Sevilla!

Demasiadas, demasiadas coincidencias como para dejar pasar esa oportunidad de debutar en mi nuevo equipo, el Sevilla, contra mi viejo rival, el Athletic de Bilbao.

Fue el domingo 4 de octubre de 1992, ya lo dije, y un día antes recibí una visita que me confirmó que estaba todo bien, que el Barba (Dios) me había puesto en ese lugar y en ese momento por una razón especial. Yo estaba en mi habitación cuando me llamaron de abajo, de la conserjería y me dijeron que alguien quería verme. "¿Quién?", pregunté, con fastidio. El señor Andoni Goikoetxea, me contestaron. Bajé las escaleras corriendo y ahí estaba el hombre: era la primera vez que nos encontrábamos así, después de aquello. Eramos más hombres, los dos. El me dijo: Hombre, es un gusto reencontrarte, saber que estás bien, que has vuelto para jerarquizar al fútbol… Nada, hombre, verte simplemente. Y hablamos de nuestras hijas, de la vida, de todo un poco… ¿De aquello? De aquello nada.

De aquello me acordé, sí, cuando salí a la cancha, a la famosa Catedral, al estadio San Mamés. ¡Llovía como la puta que lo parió! Apenas entré, sentí que me mojaba la lluvia y también sentí que me rodeaba algo, una silbatina tan grande que parecía que chiflaba uno solo y eran miles y miles. Ni bien pisé el césped, bien verde, bien mojado, miré hacia la tribuna y distinguí una bandera que decía: Maradona, marica, te pica el gol de Endika. Endika nos había hecho el gol en aquel partido final de la Copa del Rey, que terminó en escándalo. Enseguida empezaron a gritar: ¡Goikó, Goikó, Goikó! No, no se acordaban de nuestro querido Vasco, me recordaban al de ellos, el mismo que el día anterior me había dado la mano y nueve años antes una patada tan inolvidable que para ellos era como un título, como una copa. Como un triunfo. Con ese clima empezamos y así seguimos: recién había empezado el partido, irían poco más de veinte minutos, cuando… me pareció que la historia se repetía. Yo estaba en la mitad de la cancha, de espaldas al arco de ellos, girando hacia la derecha. Fue entonces cuando sentí un cañazo en el tobillo derecho. ¡Terrible! Escuché el silencio del estadio, de verdad, y enseguida el grito: ¡Goikó, Goikó, Goikó! ¡No lo podía creer! Me revolví de dolor, sobre el pasto húmedo, y apenas pude me levanté. Me levanté como para decirles a todos: "Aquí estoy, de pie, estoy vivo, no me mataron. Lo intentaron otra vez, pero no pudieron". Después, cuando vi la jugada por televisión, me di cuenta de lo cerca que estuvo Lakabeg de convertirse en ídolo del Athletic: me había entrado igual, igual, igual, que Goiko casi una década antes. Pero esta vez me salvé, tal vez porque lo vi venir.

Y también me di el gusto de hacerlos fruncir un poco. Fue en el gol nuestro: tiro libre, me paré para darle y… otra vez el silencio. ¡Siempre les hacía cerrar el pico a los vascos! Le pegué por encima de la barrera, el arquerito no la pudo retener, apretó Marcos y fue gol. ¡Algo había hecho en mi primer partido! Dejé la cancha veinte minutos antes del final: aquel golpe de Lakabeg no me había partido, pero me había hecho doler de verdad.

Cuando yo me sumé al Sevilla, el equipo ya había jugado sin mí cuatro partidos en el campeonato español: con dos triunfos, un empate y una derrota. Y después de aquel primer partido en Bilbao, llegó el debut de local, en el Sánchez Pizjuán, contra el Zaragoza, el 11 de octubre: ganamos con un gol mío, el primero, de penal.

Enseguida empezaron los viajes. Por contrato, tenía que jugar en Boca. Sí, suena raro, pero fue así: era una minigira del Sevilla por la Argentina. Y el miércoles 14 de octubre, con la buena excusa de una cláusula en mi transferencia, me puse la camiseta de Boca otra vez. En La Bombonera, después de más de diez años, jugué el primer tiempo con la camiseta del Sevilla -empatamos 1 a 1- y el segundo con la de Boca -terminamos perdiendo 3 a 2.

En realidad, debo admitirlo, jugué los primeros 45 minutos rogando que pasaran rápido, rápido, para poder volver a sentir los colores que tanto amo sobre mi piel. En el entretiempo, cambié de vestuario corriendo y llegué justo para recibir toda la ropa, toda la ropa azul y amarilla, y también para escuchar la charla técnica del Maestro Tabárez, el técnico. El uruguayo, un fenómeno, les pidió que hicieran todo lo posible por servirme un gol. Y yo arengué a los muchachos: "¡A seguir metiendo, ¿eh?! Que así le rompimos el culo a River". Claro, unos días antes, el domingo, los había visto a ellos desde la tribuna, los había visto ganarle a River, como se debe, con autoridad; viví el partido como loco, como un hincha más, y casi me muero cuando Navarro Montoya le atajó el penal a Hernán Díaz. Bueno, la cosa es que con esa arenga volvimos a la cancha. Cuando todo terminó, muchos me dijeron que había corrido más en la última parte, y a todos les contesté lo mismo: "Fue por la camiseta, fiera".

Repetimos la fiesta en Córdoba y volvimos para España. Ahora tenía que empezar a meterle, en serio. Por eso le pedí que volviera a trabajar conmigo al hombre que más conoce mi físico, Fernando Signorini. Festejé mi cumpleaños número 32 en mi nueva casa, en el mejor barrio de Sevilla, el Simón Verde. Se la había alquilado al torero Espartaco, se llamaba Villa Espartina y era impresionante. El regalo que más agradecí fue la paz que me habían dado los andaluces en esos días. Además, por aquella época, me hice unos estudios de esos que a mí gustan, con todo, con las mejores máquinas, muchas cintas y toda la bola, en la clínica de Xabier Azkargorta. Dieron bárbaro, estaba encaminado, apenas con dos kilos por encima de mi peso ideal, aunque ése no era un problema.

Fueron buenos tiempos aquéllos, hasta fin de año. Sobre todo un día cuando un diario de Barcelona presentó un supuesto informe donde decía que yo hacía lo que quería, que no me entrenaba nunca, que vivía de noche: le respondí con un triunfo contra el Celta, en Vigo, y un golazo de tiro libre. Fue el domingo 22 de noviembre, ya sumaba tres goles, porque también le había metido uno al Rayo Vallecano, de penal. Estaba en el centro de la escena, otra vez.

Me acuerdo que armaron un quilombo bárbaro antes del partido contra el Tenerife, por mi duelo con Redondo y por el enfrentamiento entre bilardistas y menottistas, porque a ellos los dirigía Valdano, y con él estaba Ángel Cappa. Y yo le di la mano a Redondo antes de empezar el partido y punto, los dejamos a todos con las ganas de la pelea. Eso sí: a nosotros se nos escapó la tortuga aquella tarde del 3 de enero de 1993, en la isla: el Tenerife nos ganó 3 a 0. También se armó un circo enorme antes de mi reencuentro con el Barcelona, Pero del lado de enfrente: el lío sirvió para llenar el Sánchez Pizjuán como no se había llenado nunca y para sacar un empate 0 a 0, digno, nada más que digno. Y cerré la primera rueda a todo galope, con un partidazo contra el Real Madrid. Un partido grande, de los que a mí me gustan. Entonces, sí, me acuerdo que me animé a decir: "Me sentí entero para disputar todo mano a mano, de ir al piso, a recuperar la pelota, pude picar y ganar. Me sentí seguro". Se prendieron todos, enseguida, y algún diario español tituló: Volvió el Maradona de México. Se les fué la mano, eso me parecía a mí y a todos los que me conocían bien. Por eso, seguro, se me apareció Fernando con el diario en la mano y me gastó: ¿Así que anduviste de paseo por México en estos días?

Ese era el humor, así estábamos, hasta que llegó el momento de responder a lo que yo más amaba: el llamado de la Selección. El Coco Basile, que había estado conmigo en el debut, que había hablado conmigo en la intimidad, que había asegurado que me llamaría apenas me viera bien, había cumplido: me llamaba para jugar contra Brasil, el partido por el festejo del centenario de la AFA. No era un partido más: nunca lo es contra Brasil, claro, pero además, estaba incluido dentro de la fiesta en la que me nombraban como ¡el mejor futbolista argentino de todos los tiempos!

Viajé, sí, pero al regreso las cosas ya no fueron iguales: yo estaba acostumbrado como nadie a eso de cruzar el océano para jugar en el Seleccionado, volver y jugar en mi club. Nadie me lo iba a enseñar y los dirigentes del Sevilla pretendieron eso: no querían dejarme jugar el segundo partido, contra Dinamarca. Se pusieron en duros, me amenazaron con una multa y qué sé yo. Por supuesto jugué contra Dinamarca y volví a Sevilla, pero ya nada fue lo mismo. Es curioso, pasó lo que tenía que pasar, al fin: a Bilardo y a mí nos habían dicho que el Sevilla se caía siempre apenas pasaban las Fiestas; como si los jugadores, después de darle al champagne y a los brindis, ya no fueran los mismos. Bueno, a mí me pasó pero por otra razón: algo se rompió con los dirigentes y ya no hubo forma de arreglarlo.

Me empezaron a perseguir, a inventar historias, contrataron detectives para que les informaran lo que yo hacía, lo que yo decía, cómo vivía, y me harté. Me cansé: otra vez había hecho un esfuerzo enorme para volver y nadie me entendía. Sólo los míos, sólo los que estaban cerca. Como Bilardo. Por lo menos, eso pensaba yo en aquel tiempo. Una vez más, me equivoqué.

Pasó que yo venía arrastrando una lesión vieja, de esas que me acompañan a mí desde los Cebollitas, más o menos. Bueno, esta venía desde 1985, desde aquella famosa patada de un hincha venezolano en San Cristóbal, cuando llegamos allá para jugar las eliminatorias. Todos decían que yo no me entrenaba y mientras tanto, jugaba igual, lesionado: yo la estiraba, la estiraba. Tan es así, que me la querían operar en Italia y se opuso el doctor Oliva, él me salvó del cuchillo como me salvó de otras tantas. Cada vez que giraba, ¡me ex-plotaba la rodilla! Me dolía tanto que yo mismo le decía: "¡Opéreme, doctor, opéreme!". Y él, nada: Vos no te operas, haceme caso. Le hice caso aunque el doctor del Napoli, el doctor del Milán, ahora el doctor del Sevilla, y todos decían que mi rodilla, así, no servía más… La cosa es que el Loco Oliva me la salvó, sólo que cada tanto me reaparecía el dolor en el menisco, como aquella vez en Sevilla.

Yo no me había entrenado en toda la semana y teníamos que jugar contra el Burgos, el domingo 12 de junio de 1993. Me puse de todo y salí a la cancha, como podía. Pero la rodilla se me iba, se me iba. Por eso, cuando terminó el primer tiempo, le dije a Carlos: "Carlos, no puedo más, no puedo manejar la rodilla… ¿Qué hago? ¿Me infiltro para seguir o salgo? Sáqueme o me infiltro". Y él me contestó: Anda, infíltrate que vos tenés que seguir. Fui, me cazó el tordo y me metió tres inyecciones en las rodillas. Tres inyecciones, ¡me mató! Pero yo le había dado la opción a Bilardo, y tengo de testigo a Lemme, su ayudante, y por eso me lo banqué. Porque sentí que Bilardo me necesitaba y yo no le podía fallar, siempre había sido así con él. Así salí a la cancha, de nuevo.

A los diez minutos, vi que el arbitro paraba el partido para hacer un cambio. Miré para el banco y vi la chapa número diez. ¡No lo podía creer! Pensé que era un error, que era un cambio de los otros… Pero no, Bilardo me sacaba a mí, diez minutos después de haberme hecho comer tres brutas inyecciones. Entonces lo reputié de arriba abajo, como todo el mundo vio por televisión: "¡Bilardo y la puta que te parió!", le grité.

Me fui al vestuario y lo rompí todo, lo hice mierda. ¡Rompí todo! Las cosas de los muchachos, di vuelta la camilla, todo, ¡una cosa terrible fue! Lemme, que me había seguido después de la puteada, me quería parar, pero lo tiré a la mierda a él también. Claudia, Marcos y Fernando, que habían bajado corriendo desde el palco, tampoco me podían agarrar. ¡Un quilombo infernal!

Me fui del estadio y me encerré en mi casa. Me quedé toda la noche despierto, llorando. ¡Sin droga, ¿eh?, sin droga! Miré televisión, llorando, vi películas, llorando. Siempre llorando, siempre. Llorando por lo que había pasado y llorando porque me acordaba de la reunión del miércoles, más allá de la lesión, de la reunión que había tenido unos días antes de ese maldito partido con los dirigentes del Sevilla.

Ellos me habían dicho, ¡a mí, ¿eh?, a mí: Vamos a echar a Bilardo antes del partido contra el Burgos, ¿te querés quedar como técnico y jugador? yo les contesté, lo juro por mis hijas: "¡No, ¿están locos?! A mí me trajo Bilardo acá, yo vine por él. Yo puedo ser cualquier cosa, pero no un traidor, señores". El presidente Cuervas y también el vice, Del Nido, me insistieron: Pero, Diego, ¡mire que las cosas están mal!, ¿eh? Y entonces cerré la discusión: "Bueno, muchachos, esto es muy sencillo; si se va Bilardo… ¡me voy yo!". Salí de la reunión y me crucé con Bilardo, ahí nomás: "Carlos, me ofrecieron ser técnico, estos hijos de puta lo van a echar". Juro por mis hijas que fue así. Y él no me creía: No, Diego, es una boludez, es una boludez. Voy a hablar con ellos y después te llamo. No me llamó más, no me dijo más nada hasta que llegó el partido y se dio aquella historia: yo que juego, yo que me infiltro, él que me saca, yo que lo puteo…

Al día siguiente, yo seguía mirando televisión, la final de Roland Garros, me acuerdo, y seguía llorando. Y pensaba: "La puta, ¿cómo puede ser? Yo fui honesto con este tipo, le avisé que lo iban a echar, que me ofrecían el cargo a mí, ¿¡y me saca igual sabiendo que estaba hecho mierda!?". Entonces, estaba mirando el partido de tenis, así, con el televisor a un costado y sentí que pasa uno por atrás mío. Yo creí que era Franchi, no le di bola. Volvió a pasar y entonces me di vuelta… ¡Era Bilardo! Y me dice: Vos no me podes hacer esto. Yo seguía llorando, llorando de impotencia desde que me había sacado de la cancha, ¡desde el día anterior!, y el tipo me venía a decir: Vos no me podes hacer esto, lo vi en la televisión, me puteaste, me puteaste cuando te saqué… ¡Para qué! Le grité: "¿¡Por televisión lo viste!? ¿¡Por televisión!? ¡Si te putié en la cara, hijo de puta, ¿cómo que lo viste por televisión?". Estábamos como locos: Vos no me podes hacer esto, yo te banqué siempre, me gritaba. "¿¡Qué me bancaste!? Si yo acepté que me clavaran tres agujas así de grandes y vos me sacaste igual."

Entonces se me vino encima y me empujó. Y cuando me empujó… perdí toda noción, perdí todo. Le di una trompada, ¡pim! Lo tiré a la mierda, cayó así, clavó. Y cuando le iba a pegar de nuevo… no le pude pegar, no le pude pegar. Vino Claudia, vino Marcos, lo aga-rraron. El seguía gritando: “¡Pégame, por favor pégame!" Le pegué una trompada, sí, y lo dejé concha p'arriba, porque me había empujado, por toda la bronca de una noche llorando, caliente. Pero… hoy me doy cuenta de que cuando se me vino encima, cuando se me vino para que yo le pegara, porque para eso vino, él estaba llorando, llorando. Por eso no lo rematé.

Después de eso, unos días más tarde, Claudia la llamó a Gloria, la esposa de Carlos. Y ella le contó que desde el día del quilombo el Narigón dormía con pastillas. Entonces, como yo soy Ceferino Namuncurá, lo fui a visitar, lo fui a ver. El me pidió disculpas, me dijo que tenía razón, que él me había pedido que yo me infiltrara. Se recompusieron las cosas, pero ya no fue lo mismo. A mí me quedó una duda, una duda que me dura hasta el día de hoy: ¿qué pasó en esa reunión entre Bilardo y los dirigentes, después que me ofrecieron a mí la dirección técnica? Tengo una respuesta, creo, y es que la solución era limpiarme a mí. Y me limpiaron. Se sacaron de encima a un tipo molesto, rebelde, que no aceptaba las cosas como ellos las planteaban. Por eso el boludo de Del Nido, el vicepresidente, se animó a decir que yo no estaba ni para jugar al metegol, para que me vaya, sabía que no iba a aguantar cosas así.

Así fue la historia. Así se terminó lo mío con el Sevilla. Mal.

Dos meses después, siempre en 1993, ya estaba en carrera de nuevo. Pero en la Argentina. En Rosario, para ser más preciso: ¡en Newell's Old Boys, sí señor!

Newell's fue una etapa tan corta como hermosa. Por eso ahora digo que me gustaría hacer algo más, alguna vez, por Newell's. Y pensar que llegué a jugar para ellos porque me enojé. Sí, ¡porque me enojé! Resulta que, a fines de agosto del '93, ya estaba casi todo hecho con Argentinos Juniors, cuando los hinchas del Bicho se aparecieron por mi casa, en Correa y Libertador. Yo estaba con mis dos hijas y me vinieron a apurar, me pidieron 50.000 dólares. Les contesté que no, por supuesto, y ellos me dijeron que yo tenía que estar al tanto, porque alguien se lo había prometido. "¿¡Qué!? ¿Cincuenta lucas? Se las doy a mi viejo y los pelea a todos ustedes juntos, por más pesados que sean. Quédense todo el día acá, si quieren, pero yo no les voy a dar ni un sope, porque yo no le prometí nada a nadie." Entonces me salieron con que me iban a hacer la vida imposible y yo les contesté que no tenían huevos, les dije de todo. Subí a mi casa y me acosté a dormir la siesta.

Al rato, salieron Claudia y las nenas y los imbéciles seguían ahí abajo: las insultaron, les dijeron de todo, las amenazaron. Aparte, habían escrito en la pared de enfrente: Maradona cagón. Se enteraron los muchachos de Defensores de Belgrano, los corrieron y taparon la pintada con otra: A Diego lo banca el Bajo. No aparecieron más los de Argentinos. Viejo, yo estaba de acuerdo en poner plata para la bandera y el vino, pero no para que se hagan ricos. ¡Ni para los viajes del Mundial había puesto plata! Porque creo que se mata la pasión, con eso: si les das, te gritan a favor; si no, te mandan a la puta que te parió. Así funciona la cosa: para protección, para que te alienten, ¡para que no te peguen! Nunca, nunca, nunca necesites. Si me querían aplaudir, que vieran lo que hacía en la cancha… Nunca necesité pagarle a nadie para que me alentara, pero que en el fútbol argentino, ¡y en el mundo!, eso existe, existe.

Entonces yo le dije a Franchi: "¿Putearon a la Claudia? ¿Me mangaron plata que no se quién les habrá prometido? Que se jodan: ¡me voy a Newell's!". Y me fui, por menos plata, me fui. Pero me sirvió, me sirvió, porque fue una cosa sensacional lo de Newell's. Al Grin-go Giusti se le había ocurrido la idea y se la había planteado al presidente del club, a Walter Cattáneo. El tipo se lo tomó en joda, primero; no le creía una palabra. Como Giusti le insistió, el hombre embaló. Mientras tanto, todos decían que yo ya estaba en Argentinos, nadie tenía ni idea de ese incidente en la puerta de mi casa. Aparte, todos se jugaban la fija porque Argentinos se había metido en un negocio revolucionario, qué sé yo, un grupo empresario había puesto un montón de plata, iban a jugar de locales en Mendoza, y ahí apa-recía yo, para terminar de cerrar todo el negocio.

Pero los pibes del Bicho la cagaron… Y el que casi la paga, sin comerla ni bebería, fue Guillermo Cóppola, con quien me había empezado a ver de nuevo, como amigos que éramos, aunque a la mayoría no le gustara un carajo. Resulta que estábamos en la disco El Cielo, tomando algo, y de golpe lo encaró Avila, el empresario Carlos Avila, hecho una furia: ¡A vos, a vos!, le gritaba. ¡A vos te voy a hacer mierda, nunca más vas a vender un jugador!, ya lo tenía agarrado de un brazo y Cóppola estaba dispuesto a darle. ¡Nos cagaste el negocio y lo cagaste a Diego!, le dijo, ya cara a cara. Yo le tenía el brazo a Cóppola, porque veía que lo surtía. Entonces, Avila se dio cuenta: ¡Ah, sos Cóppola! Te había confundido con ese hijo de puta de Franchi. ¡Avila se los había confundido a los dos canosos! Al que quería matar era al que le había prometido que yo iba a jugar en Argentinos y ahora me iba para Rosario.

Giusti habló con Marcos, Marcos habló conmigo y yo le dije que le dieran para adelante. No sé por qué, me había hecho a la idea de que con Newell's iba a cumplir mi sueño: volver a jugar la Copa Libertadores. Yo estaba hecho un avión: había empezado una dieta en Uruguay, con el chino Liu Guo Cheng, y lo tenía al lado a Daniel Cerrini, que tenía pinta de fisicoculturista pero sabía un huevo de alimentación y de entrenamiento.

Por eso estaba como estaba: pesaba 72 kilos, era un pendejo.

Grondona lo llamó a Marcos y le avisó que se acababa el tiempo, que definiéramos todo porque había que pedir el pase internacional. Menos de una semana antes, el 5 de septiembre del '93, la Selección había sufrido la peor derrota posible contra Colombia, aquel 5 a 0 que a mí me dolía en el alma. Ahí fue cuando yo le dije: "Newell's, Newell's… y que sea lo que Barba (Dios) quiera".

Lo que El Barba (Dios) quiso fue una fiesta increíble, que me hizo acordar a mi llegada al Napoli, cuando en el San Paolo se juntaron ochenta mil personas para escucharme hablar dos palabras en italiano y para verme revolear una pelota a la tribuna. Algo así pasó acá, el jueves 13 de septiembre, y si no había más de cuarenta mil personas, era porque la cancha del Parque Independencia no daba para más. ¡Qué belleza! ¡Habían ido sólo para verme entrenar! Me contaron que hasta gente de Sri Lanka hubo, porque se bajaron de un barco que estaba en el puerto de Rosario.

El Indio Solari, Jorge Raúl Solari, un grande, alguien que había tenido mucho que ver con mi llegada, se encargó de armar una fiesta espectacular. Me acuerdo que los muchachos me revolearon por el aire, en el centro de la cancha, como bienvenida, y la gente deliraba. ¿La verdad? Pienso en aquellos tiempos y me emociono: tengo algo especial con Newell's y también con Rosario, porque me acuerdo que ni los hinchas más hinchas de Central, los que tienen armada esa organización increíble, la OCAL (Organización Canalla Anti Leprosa), los hinchas más furiosos de Central, se animaron a tirarse en contra mío. Contra Newell's, sí, lógico; sacaron un comunicado que decía: Hay que ayudar a Maradona, la lepra también se cura.

La lepra, así le decían a Newell's. Y la lepra volvió a llenar la cancha para mi debut extraoficial, el jueves 7 de octubre del '93, contra el Emelec de Ecuador. Otra fiesta armada por el Indio, un homenaje en vida donde me permitieron entrar a la cancha con mis dos hi-jas en brazos y leer un cartel de bienvenida, escrito con fuego, que decía: DIEGO, NOB ES TU CASA. Lo era, en serio, así lo sentía yo.

Oficialmente, debuté con la camiseta de Newell's contra Independiente, en Avellaneda, el domingo 10 de octubre de 1993. Después de casi nueve años volvía a jugar en la Argentina; yo, que siempre digo que si algo debo y algo me deben son más minutos jugados aquí, en mi tierra, ante mi gente. Perdimos 3 a 1 pero, aunque a mí no me guste decir estas cosas, yo sentí que había ganado: metí dos rabonas y una de ésas me la sacó el Loco Islas cuando se metía, cuando era gol. Lo dije en aquel momento y lo repito ahora: me sentía en una nube, no podía creer que me sintiera tan bien, apenas cuatro meses después de mi salida de Sevilla. Lo sentía como una resurrección, otra más. Me quedaba pendiente el tema de la Selección: se me había ido la mano con unas declaraciones contra Basile, dije que se había emborrachado con dos Copas América y… tenía que levantar ese muerto. Allí mismo, en la cancha de Independiente, dije que me iba a comunicar con él y que me iba a poner a sus órdenes: que iba a hacer todo lo posible por ganarme un lugar en la Selección.

En Rosario, una ciudad hermosa, me instalé en el Hotel Riviera. Ese fue mi puesto central, desde allí me movía. Vivía de emoción en emoción, la verdad, casi como si fuera más un homenaje que me hacían que mi propia carrera.

Enseguida vinieron los partidos definitivos, contra Australia, para conseguir un lugar en Estados Unidos '94: lo conseguimos, lo hicimos… Nos costó un huevo, eso sí.

Cuando volví, otra emoción: partido contra Boca en La Bombonera, el reencuentro con el Flaco Menotti. ¿La verdad? Sentía tanto respeto en la cancha, de mis compañeros, de los rivales, que me parecía que estaba jugando una exhibición. Pero no, no era, y con Boca también perdimos, 2 a 0. Ya no estaba el Indio Solari, lamentablemente.

Entonces llegó la noche fatal: jueves 2 de diciembre de 1993, cancha de Huracán, contra el Globo. Yo venía embalado y también baqueteado: los dos partidos contra Australia, uno más contra Belgrano, en Córdoba. Ahora, éste: íbamos ganando 1 a 0, piqué a buscar una pelota perdida y escuché el ruido, atrás… Roto, roto: casi trece años después, ¡trece justo!, me había vuelto a desgarrar.

Fue un feo verano, aquél. Primero, los balines, toda esa historia de mierda que no hace a esto: una reacción fuerte, sí, pero ante una actitud que yo no tenía por qué aceptar, que se metieran en mi casa, en mi vida. Finalmente, mi último partido en Newell's, fue un amistoso contra Vasco da Gama en Rosario. Jugué 72 minutos, dos más de los que me había obligado la televisión por un contrato con el club, y salí. No volví a entrar nunca más, nunca más. Lo cuento así, rápido, porque así fue. Si parezco aburrido al recordarlo, también es cierto. Pero así me sale.

Lo que pasó, así, rápidamente, como para resumir, fue que a mí me llevó el Indio Solari y al tiempo él se fue. Con el Indio yo había arreglado que iba a tener ciertas licencias, lógicas, creo, a esa altura de mi carrera. Después llegó Jorge Castelli, con esto, con lo otro, y la cosa se pudrió. El no quería a la gente grande; después de que me fui yo, también les dieron el toque al Tata Martino, al Chocho Llop, al Gringo Scoponi. A los que de verdad sostenían aquel equipo y habían hecho grande a Newell's. Pero él, nada: él quería pibes jóvenes y después… ni siquiera esos pibes lo entendieron.

Lástima, lástima que terminó así aquel capítulo. Me fui. No quería robar la plata, nunca lo había hecho y menos lo iba a hacer ahí. Además, tenía el Mundial a la vuelta de la esquina, a poco más de cinco meses. Los buitres y los panqueques de siempre se animaron a anunciar que no lo jugaría. Que era imposible que yo, Maradona, jugara el Mundial de los Estados Unidos.

LA DESPEDIDA

Boca '95/'96

Volver a Boca fue como parir

después de un embarazo de catorce años.

Cuando volví del Mundial de los Estados Unidos, con las piernas cortadas y el corazón peor, se me cruzó por la cabeza que todo se había acabado, que no había nada más que hacer… La sanción salió en agosto: otros quince meses.

Le decía a Claudia: tengo ganas de acostarme, dormir, despertarme y ser jugador de Boca, y estar listo para salir a la cancha, sin prohibiciones, sin sanciones, sin nada. Pero era una ilusión. Ahora estaba viviendo una pesadilla. Y era tiempo de pelea. Contra el que se me cruzara: Havelange, Grondona, Passarella… ¡Passarella!

Resulta que, a partir de Estados Unidos, yo era Lucifer y Passarella, Dios. Por eso salté -porque nadie lo hizo- cuando quiso hacerse el santo ordenando una rinoscopia para todo el plantel de la Selección: era una barbaridad, una fantochada todo.

La cosa es que yo algo tenía que hacer en esos quince meses de condena que la FIFA me había tirado por la cabeza. Mandiyú de Corrientes fue el primero que apareció y se animó a darme una oportunidad: ser director técnico de un equipo… En dupla con Carlitos Fren vivimos una experiencia que fue maravillosa, lo que pasa es que tuvimos que ser entrenador, presidente, psicólogo, mangar pelotas a Adidas. De todo. Fueron muchas cosas que me agobiaron, pero también me llenaron como hombre, y me hicieron ganar el respeto de todos los muchachos que dirigí. Porque cuando yo llegué no tenían nada. No tenían una pelota para entrenarse, los arcos no tenía redes.

El primer partido, contra Central, lo dirigí desde la platea, con mi hermano Lalo al lado, como dos hinchas más, porque no tenía la autorización para sentarme en el banco: perdimos 2 a 1 y me cansé más que en un partido con alargue de la Selección. El mejor resultado de aquella campaña, chiquita, fue el empate contra River, en el Monumental.

Y duré poco, la verdad: dos meses, desde el 3 de octubre al 6 de diciembre, apenas doce partidos, un triunfo, seis empates y cinco derrotas. Un día se apareció Cruz, Osvaldo Cruz, que era el dueño del club o no sé qué, por el vestuario nuestro y pegó el grito:

¡Muchachos, hay que poner huevos, ¿eh?!

Yo estaba de espaldas y Fren, de frente. Lo miré a Carlitos y le dije:

-¿Le pegas vos o le pego yo?

Me di vuelta, lo encaré a Cruz y le grité:

–¡Gordo y la concha de tu madre, ¿qué mierda venís a hablar con los jugadores? Con los jugadores hablamos nosotros… ¡Y te vas!

No, porque…

–¡Te vas, porque te rompo la cara a trompadas!

Y ahí me contestó:

-¿!Y vos quién sos!?

¡Para qué! Le tiré un par de piñas hasta que me lo sacaron… El vestuario es mío cuando soy técnico, ¡mío! Y no me banqué que viniera a decirles a los jugadores que no ponían huevos. Después de eso me fui, lógico.

El '94 terminaba mal, pero el '95 parecía arrancar mucho mejor: me llamaron de Francia, para hacerme un homenaje de esos que yo siempre dije que quería que vinieran desde adentro, de mí tierra. Pero no, éste venía desde afuera: el lro de enero de 1995 -es decir, en el medio de mi suspensión, por si alguien no se dio cuenta- la revista francesa France Football me entregó el Balón de Oro como reconocimiento a mi trayectoria futbolística. Fue una emoción enorme y fue, también, mi reencuentro definitivo con Guillermo Cóppola. Yo le pedí por favor que me acompañara en ese viaje, porque él tenía mucho que ver con las razones por las que me habían dado aquel premio. Con Guillermo viví los años más exitosos de mi carrera futbolística, mis títulos más importantes, aunque eso nadie lo recuerde. Todos prefieren masacrarlo. A partir de ese momento simplemente se sumó, nunca arreglamos que fuera mi manager o algo por el estilo. Mientras, Ojitos Bolotnicoff seguía trabajando como mi abogado. La etapa de Marcos Franchi ya había terminado.

Después, sí, vino lo de Racing. Una experiencia que no me resultó tan linda, la verdad, como la de Mandiyú. Más allá de los resultados, digo. Porque estaba un tipo como De Stéfano de presidente, Juan De Stéfano, que conmigo, personalmente, se portó muy bien, pero como dirigente no respetó lo que habíamos hablado. Yo le pedí un marcador central y no me lo trajeron: yo había hablado con el Goyo Héctor Almandoz, que para mí, en ese mo-mento, era el mejor líbero de la Argentina, y él mismo, Almandoz, le habló a Bianchi, para que lo dejara ir. Pero como en ese momento Bianchi estaba peleado conmigo, Vélez salió pidiendo como un palo ochocientos, un disparate. Y Racing no tenía plata ni para comprar una camiseta, los muchachos no cobraban. Teníamos un equipo para pelear el descenso, era como Mandiyú, pero con historia. Y una historia pesada, ¿eh?

Fueron cuatro meses de lucha, sobre todo contra los arbitros. Como técnico de Racing tuve que luchar contra una verdadera mafia, y no lo soporté. Encima, De Stéfano perdió las elecciones, yo había dicho que me iba con él y me fui. Cuatro meses exactos para once partidos, dos victorias, seis empates y tres derrotas. Así de clarito.

Pero es una buena experiencia la de ser técnico, muy buena. Te volvés, no sé, mucho más sentimental: te duelen más las cosas que les hacen a tus jugadores que las que te pasaron a vos mismo. En Racing, yo muchas veces quise entrar a la cancha por culpa de los arbitros, me sacaban de las casillas: Juan Bava, Ángel Sánchez, flor de quilombos tuve con ellos, y estoy convencido de que, por mi culpa, perdía Racing. Porque ellos la tenían conmigo, era algo personal. Pero hubo más cosas, muchas más, que me encantaron de mi experiencia como técnico: el hecho de dirigir un grupo, los entrenamientos, disfrutar de la relación con los jugadores. Sentí en el alma cómo me hubiera gustado, cuánto me gustaría todavía, tener en las manos un equipo poderoso.

Lo curioso es que aquella vez, a la semana nomás, de pronto, se me presentó la posibilidad. La oferta me llegó del hombre y del lugar menos pensado: de Pelé, para hacerme cargo de todo el fútbol del Santos, de Brasil. Todavía faltaba para el día de mi liberación -ese bendito 15 de septiembre de 1995 no llegaba nunca-, pero lo que Pelé me ofrecía se parecía mucho al ideal: ser técnico y, después, también jugador.

Me invitó a una de sus casas, en San Pablo, y el sábado 13 de mayo viajé con Guillermo, con Marcelo Simonián, un empresario muy amigo, y con Daniel Bolotnicoff. La pasamos muy bien charlando, la verdad; además, la cosa no se terminaba en el fútbol, también estaba la posibilidad de hacer cosas por los chicos de la calle, en la Argentina y en Brasil.

En realidad, yo quería ser técnico y jugador, pero en Boca. Y dos cosas se me cruzaban para que eso se cumpliera: una, que Boca no tenía un mango y, encima, sacarle un centavo del bolsillo a Carlos Heller, el vicepresidente, era más difícil que conseguir agua caliente en Fiorito; la otra, que los dirigentes, sobre todo don Antonio Alegre, el presidente, no quería saber nada con eso de jugador y técnico al mismo tiempo. Estaba Silvio Marzolini al frente, como en 1981, y al viejo ni se le cruzaba por la cabeza moverlo del banco. Y encima, pasó una cosa bien fulera: empezaron a decir que le estaba moviendo el piso a Marzolini; ni a La Bombonera podía ir porque se ponían histéricos, le tomaban la leche al gato con esa pelotudez. ¡Yo iba a ver a Boca, viejo, como cualquier hincha! La gente gritaba, sí, pero eso yo no podía evitarlo.

Lo mejor que me podía pasar era lo que pasó: la Pelé Sports Marketing me invitó a un viaje por Europa.

A la vuelta me llamó Heller. Un domingo a la mañana yo estaba jugando un picado en Tortuguitas, en la cancha de Adidas, y me llamó al celular de Cóppola. Ese mismo día, ellos dos se fueron a almorzar juntos y yo me fui a ver Boca-San Lorenzo por tele en la Quinta de Olivos, junto con el presidente Menem. Ese día, Boca perdió con San Lorenzo y yo lo viví como si fuera un jugador más. Estaba cuatro puntos físicamente, tal vez por eso me cansé comiéndome las uñas como me las comí.

Dos días después, el martes 6, yo estaba otra vez ahí, en la Quinta Presidencial. Pero ahora con más intimidad: Menem, Claudia, las nenas, yo… El presidente fue el que metió el dedo en el ventilador: ¿Y, Diego? ¿Qué pasa con Boca?, me preguntó. Y yo le contesté: "Me muero de ganas para que se concrete, presi… Pero todavía no hay demasiado". Claro, yo sabía que los problemas eran dos: de plata, uno, pero también estaba mi sueño de ser técnico y jugador.

El jueves se reunieron, sin mí, todos los que podían definir la cuestión: Heller y Spataro, por Boca; Cóppola y Bolotnicoff, por mí; Carlos Avila, por… la plata. Ahí se acercaron en los números, sobre todo gracias a un clásico de mi carrera: los amistosos, apuntando sobre todo al mercado asiático, a Japón, a Corea, a China… Cualquiera de ellos era capaz de pagar más de un millón de dólares por verme jugar noventa minutos. La cosa es que, cuando terminó esa reunión, Guillermo me llamó por teléfono y me dijo: Mira, Diego, que esta gente te quiere en serio. Sí o sí. Lo percibí en la piel. Todo lo demás se puede arreglar, incluido lo de Marzolini. Después hablamos mejor.

Ese llamado me hizo muy bien, me fui a dormir con una paz enorme, pensando en una frase: Esta gente te quiere en serio.

Cuando me levanté, al día siguiente, me sentía fenómeno. Le agarré la cara a Claudia con las dos manos, le di un beso en la frente y le dije: "Estoy feliz, Clau… Que ellos hayan demostrado un interés serio me pone muy, pero muy feliz".

Y me fui a entrenar al Cenard, donde estaba trabajando desde que había vuelto de Europa. Con el Renegado Vilamitjana, con el control del doctor Lentini, con los otros pibes, con un enchufe terrible. Trabajé más que cualquier otro día y apenas terminé, como siempre, hablé de más. O, mejor, dije lo que tenía que decir, por si alguien tenía alguna duda, todavía. Como en el '81 había sido Crónica, esta vez fue el programa Las Voces del Fútbol, de Radio Libertad. Tiré, sin anestesia: "Estoy muy feliz por la propuesta, me encanta. Me siento jugador de Boca". Por otro celular, me estaba escuchando Carlos Heller, así que le agregué, ahí mismo: "Carlitos, me gusta la propuesta, vamos a darle para adelante". Y no me quedé con eso; lo llamé a Marzolini: "Silvio, está todo bien. Hay cosas que yo no comparto, sobre todo en cuanto a línea futbolística, pero sé que nos vamos a poner de acuerdo… Si ya lo hicimos una vez". Claro, ya lo habíamos hecho una vez, en el '81: él no me quería y me tuvo que aceptar; ahora, yo no lo quería a él, pero me lo tenía que bancar.

Estaba todo bien. Yo no tenía ningún derecho a apresurarlos, la verdad, y el solo hecho de volver a ponerme la camiseta de Boca me hacía sentir muy, muy, muy feliz. Lo de la plata estaba más que garantizado, porque el empresario Eduardo Eurnekian, el capo de América, se había subido al negocio. Se lo encontró a Guillermo por ahí, en un café, le preguntó en qué andaba yo, Guillermo le contó y el viejo le dijo: Yo quiero hacer ese negocio. Así que arreglaron con Torneos, que a partir de eso se iba a ocupar sólo de producir los partidos, y listo. Gente que pusiera la plata no me faltaba: los números se parecían bastante a los de mi contrato '87/'93 con el Napoli y aquella vez habían sido veinte palos en cuatro años, a razón de cinco por año.

Lo único que me quedaba era prepararme, responderle a Pelé, decirle muchas gracias, está todo bien, y rogar que los días pasaran rápido: Grondona hizo alguna gestión ante la FIFA, para que me redujeran la pena, pero mucha pelota que digamos no le dieron. Así que me dispuse a esperar.

Para empezar, volví a La Bombonera. El Boca de aquellos tiempos era bastante gris, y yo lo sufría, pero escuchar el viejo canto, Vale diez palos verdes / se llama Maradona / y todas las gallinas / le chupan bien las bolas, ya me ponía de buen humor. El domingo 11, cuando me presenté otra vez en ese estadio que era mi casa, pasé por el vestuario, saludé a los muchachos, que yo consideraba ya mis compañeros, y sentado en el palco de La Bombonera, justito en la mitad de la cancha, donde a mí me encantaba estar… me comí una derrota, contra Belgrano de Córdoba. Ahí leí el fax que me había mandado Pelé, cerrando definitivamente la negociación. ¿La verdad? Aquella vez estuvo bien el Negro, muy bien, porque en el fax decía todo esto…

"A mis amigos de Argentina, en relación a los recientes acontecimientos que involucran a la empresa de la cual soy presidente y a Diego Armando Maradona, debo aclarar que;

"1. Diego continúa siendo el mayor jugador de la actualidad, y su fútbol original y creativo seguirá por mucho tiempo encantando a los que, como yo, amamos el fútbol.

"2. Lamentablemente, cuestiones burocráticas entre abogados y clubes impidieron materializar uno de los proyectos más lindos que me fue presentado en mi vida: el trabajo conjunto entre Diego Armando Maradona y mi compañía. No supieron interpretar lo que para mí y Diego estaba claro y definido.

»3. Nada modificará la relación entre Maradona y Pelé. Siempre lo respeté como futbolista, pero aprendí a respetarlo aún más como hombre a partir de nuestro reciente encuentro personal."

Y seguía. Un diplomático, Pelé. Como siempre, bah…

La cosa es que ya estaba en mi casa, otra vez. Para mí, volver a Boca fue como parir después de un embarazo de catorce años. Quería alegrar a la gente, quería volver a escuchar, en cualquier barrio de Buenos Aires: Vieja, vamos a la cancha, vamos que hoy juega El Diego. Porque yo soy El Diego, y soy de los que me llaman así: El Diego. Pero como no quería engañar a nadie, me embarqué en un contrato por productividad: cobraba si cumplía. ¿Qué miedo iba a tener, si me sentía Gardel? Pero Gardel en serio, ¿eh?: la gente de América me contrató también para hacer una película, justamente en homenaje a Carlitos. Se llamaba El día que Maradona conoció a Gardel y yo cumpliría otro sueño con eso: cantaría "El día que me quieras" en dúo con El Zorzal. Gracias a las computadoras, por supuesto, pero no dejaba de ser cierto.

Me pasaban tantas cosas, todas buenas, que un día le dije a Claudia: "Tengo miedo de despertarme mañana y darme cuenta de que todo esto es un sueño, que no es cierto". Claro, si encima Boca había cumplido con la promesa y me compró ¡a Caniggia!, para que jugara conmigo, como ya lo habíamos hecho en la Selección. Eso me garantizaba muchas cosas: que los dirigentes estaban haciendo las cosas a lo grande, como correspondía en Boca y también que el negocio iba a funcionar, porque con Cani y yo juntos los amistosos iban a caer a montones. Más vale que así fuera, porque al fin toda la operación había movilizado más de quince millones de dólares.

Todo iba muy bien, hasta que me di cuenta de que trabajaba como un loco, que me entrenaba todos los días, pero llegaba el domingo… ¡y no podía salir a la cancha! Ahí fui consciente de lo duro de la sanción, ¡de lo injusto de la sanción! Y, no sé, quería que todos entendieran, a partir de ese sentimiento mío, por qué había dicho "me cortaron las piernas". Porque me las habían cortado, ¡carajo!

Por eso desaparecí de los entrenamientos en Boca por una semana, porque no podía con mi alma. Y anuncié que no iría más, que seguiría por las mías, tal como estaba escrito en el contrato, hasta que se levantara la sanción, no antes. Me hacía mal, ¡me hacía mal de verdad!

Y lo mismo me pasaba en la cancha, cuando iba a ver al equipo. Recuerdo particularmente una noche, en la cancha de Vélez, contra Platense, el viernes 18 de agosto. ¡Lo que sufrí! Terminé yéndome del palco oficial, desde donde estaba siguiendo el partido, para escucharlo por radio, en el pasillo. Fue aquella noche que me crucé con Passarella, a un metro de distancia, y ni nos miramos… No sé, me había estallado algo en la cabeza, no aguantaba más la espera, no lo soportaba, se me hacía muy difícil. Era muy duro que llegara el domingo y no poder salir a la cancha.

Todos me decían: Es poco tiempo, es poco tiempo… Para mí, cuarenta y cinco días, eso era lo que faltaba, me resultaba un siglo, ¡una eternidad! Cada vez que entraba el equipo a la cancha, con la cancha llena y un marco espectacular, sin mí ahí, abajo, me daban ganas de llorar. Esa era la pura verdad.

Entonces, me convencí de que tenía que hacer las cosas a mi manera. Menos de quince días después, el jueves 31 de agosto, me embarqué en un avión privado hacia Punta del Este. Mi jefe de entonces, Eurnekian, me había conseguido la chacra de un amigo suyo, Samuel Liberman, para que yo armara mi operativo retorno desde allí. Al avión subí a Cóppola, como siempre, a Germán Pérez, que era como un asistente mío, y alguien que sabía que iba a provocar quilombo en la Argentina: a Daniel Cerrini. Sí, a Daniel Cerrini. Porque sabía que me podía ayudar mejor que nadie y también porque en el país de hipócritas en el que vivíamos, donde nadie le daba una segunda oportunidad a nadie, yo quería ser distinto: en el Mundial se había equivocado él, sí; pero también me había equivocado yo. Y no estábamos dispuestos a tropezar dos veces con la misma piedra. Aquello nos había servido de experiencia a todos.

Me tomé unos días. Hasta que el domingo 3 de septiembre, a las siete de la mañana, los levanté a todos de un grito: "Acá vinimos a laburar, ¿no? Entonces, ¡vamos a laburar!". Aquel lugar invitaba, también: la "chacrita" de Liberman era una monstruosidad, con cancha de fútbol, parques ideales para correr, de todo… Otra vez, me puse a dieta. Otra vez, Boca me hizo sufrir; aquel domingo empató con Lanús: ¡no ganaba nunca! A esa altura, yo me había convertido en el defensor número uno de Marzolini: si lo echaban, yo no volvía. Y el partido del regreso lo jugaba con un equipo mío, hasta con Passarella si él tenía ganas. Digo lo de Passarella porque en aquellos días nuestra guerra estaba en su punto máximo: ¡el pelotudo jodia con eso del pelo y hasta Redondo le pegó el portazo! Me acuerdo que dije, por aquella negativa de Fernando: "Mira vos, las vueltas de la vida, me voy a tener que hacer una remera que diga AGUANTE REDONDO". Y también hice algo más, que muchos entendieron como un mensaje para Passarella, pero nada que ver: me pinté el pelo de azul y estaba dispuesto a agregarle, en cualquier momento, una franja amarilla.

Estaba tan embalado con todo que en esos mismos días cumplí con otro sueño: de Punta del Este me fui a Buenos Aires, de Buenos Aires -después de descansar unos días, apenas- a Madrid, de Madrid a París… Y en París, el lunes 18 de septiembre, concreté un viejo sueño: fundé el Sindicato Mundial de Futbolistas. Me apoyó una banda, pero una verdadera banda, en serio, con el francés Eric Cantona a la cabeza. El estaba suspendido, como yo, y fue el primero en sumarse a la idea. Pero también estuvieron George Weah, Abedi Pelé, Gianluca Vialli, Gianfranco Zola, Laurent Blanc, Rai, Thomas Brolin, mi gran amigo Ciro Ferrara, Michael Preud'Homme… Un equipo de primera. ¡Ojo! La pretensión, sencilla pero imposible por la actitud de ellos, era que los dirigentes nos escucharan. Que los futbolistas tuviéramos, de una vez por todas, voz y voto.

De ahí mismo piqué a Estambul en un avión privado, un viaje loquísimo para estar presente en un partido a beneficio de los chicos de Bosnia. Llegué cuando el partido casi terminaba, hice un par de jueguitos, la gente me aplaudió y partí de nuevo. Al día siguiente tenía que estar en Corea del Sur, para empezar a prepararme. De Estambul a Londres y de Londres a Seúl, por fin. Llegaba la hora: por fin, me iba a poner la camiseta de Boca en serio.

Yo estaba allá, en el otro lado del mundo, pero me sentía muy cerca de Boca. Jugaba solo, pero en mi imaginación estaba con todos: entonces metía pelotazos cruzados y gritaba: "¡Pica, Cani!". Pensaba en el equipo, dónde poner a cada uno, a Mac Allister, a Carrizo, a Giunta… Por eso, también, no me quise perder el partido que los muchachos jugaban en Buenos Aires, contra Independiente. Y volví a uno de mis clásicos: escuchar el partido por radio, como fuera. En Fiorito, con mi viejo movíamos el aparato, porque se nos iba la onda y terminaba escuchándose nada más que un chillido; en Barcelona, me colgaba del teléfono y mis hermanas me ponían la radio cerca; en Seúl hice lo mismo. Me dieron un teléfono de esos con parlante, le pedimos a la gente de Radio Mitre que nos llamara y lo vivimos como si estuviéramos en Devoto. Fue otro domingo sin triunfo, y entonces todos empezaron a hablar de mí como el salvador. Yo no me sentía eso, la verdad: pero sí sabía que podía ser un ordenador, un tipo que transmitiera optimismo, por lo menos. Entraba fresquito, estaba como nuevo.

Y me pinté una franja amarilla en el pelo, una franja como la de la camiseta de Boca, pero con un mensaje: TODO EN REPUDIO… En repudio a los caretas, a los cabeza de termo, a los que le toman la leche al gato, a los que se les escapa la tortuga, a los que le decían a mi vieja que era la madre de la efedrina, a los poderosos que hacen lo que quieren olvidándose de la gente, a los que me habían dejado, una vez más, quince meses sin poder hacer lo que más quiero, lo que me representa: jugar al fútbol.

Volví a una cancha, en serio, el sábado 30 de septiembre de 1995, en el estadio olímpico de Seúl. Le ganamos a la Selección de Corea del Sur 2 a 1 y yo jugué mejor, mucho mejor, de lo que había soñado… Otra vez había elegido un tema para volver, y ahora me lo había soplado Cóppola: "Tratar de estar mejor", de Diego Torres.

No me faltaba nada y no faltaba nadie: estaba Menem, estaba Bilardo, estaba Menotti… Cada uno por lo suyo, está bien, pero lo cierto es que estaban ahí, ¡estaban conmigo! El presidente, que justo estaba allí por una visita oficial a Corea del Sur, me había hecho la pregunta clave, hacía unos meses ya, metiéndome definitivamente el bichito de mi vuelta a Boca. El Narigón y el Flaco, bueno, ahora eran periodistas, ¡periodistas!, y era difícil pensar que coincidieran. Pero, por lo menos, los dos estaban contentos con mi regreso.

Fue el mejor de todos mi regresos, seguro: porque anduve como no había andado en ningún otro y porque yo, cuando juego bien, me divierto. Aquella noche me divertí como loco.

Estaba feliz, y no sólo por mí… Estaba feliz por mis hijas; las llamé por teléfono apenas volvimos al hotel y lloramos como locos, los tres. También por mi vieja, por mi viejo, por los míos. Y porque estaba cerrando un año y medio muy, muy duro: en mi país, en la Argentina, la gente puede ser buena cuando quiere ser buena, pero también muy hija de puta. Y yo había respondido ahí, en la cancha, donde yo hablo, que había sido una injusticia que me tuvieran quince meses sin jugar, que cuando yo pongo huevo, puedo correr más que nadie… Sin falopa, sin falopa. Porque mi única falopa para jugar fue, siempre, la pelota. A ver si les queda clarito, lo voy a repetir hasta que los caretas lo aprendan: ¡la cocaína no sirve para jugar al fútbol, la cocaína te tira para atrás en una cancha, la cocaína te mata!

Recuerdo perfectamente todo, absolutamente todo, de esos días de mi regreso. La concentración en el Hindú Club, el viaje en el micro hasta La Bombonera…

Sábado 7 de octubre de 1995. Yo iba sentado en el primer asiento, solo. Desde ahí, miraba a la gente, que nos saludaba. De golpe, vi a unos pibes que se marcaban la banda de River en el pecho. Yo pensé: "¡Estos me van a tirar algo!". Y no, nada que ver, todo lo contrario. Los pibes me decían así, con los labios, como si fueran mudos y le estuvieran hablando a un sordo: "¡I-gu-al-te-que-re-mos!". Ya estaba, ya estaba: ése era mi mayor triunfo.

En realidad, me olvidé cuando entré a la cancha. Era una fiesta impresionante… Pero me mataron cuando hicieron aparecer a Dalma y a Gianinna ahí, adentro de una caja. ¡Me mataron! Me temblaron las piernas, otra vez, una vez más. Fue un golpe durísimo: yo les agradecí a todos la buena voluntad, pero eso de que las nenas aparecieran con un cartel que decía: PAPÁ, GRACIAS POR VOLVER, cuando yo tenía la cabeza puesta en jugar y nada más que en jugar… me mató. Se les escapó la tortuga con esa historia.

Encima, levanté la vista, como para buscar tranquilidad en el cielo, y me encontré con una bandera, colgando desde una de las tribunas: ¿CON LA 10? ¡Dios!

Lo cierto es que me llevó 45 minutos volver a acomodarme: jugué el primer tiempo como si fuera un principiante, un debutante, y cometí todos los errores que hasta ahí yo le había marcado al equipo. ¡Estaba aceleradísimo!

Después pasó de todo: me pelié con el Huevo Toresani, Julio César Toresani, que se quiso hacer famoso conmigo, y terminamos ganando 1 a 0, cagando, con un gol sobre la hora de Darío Scotto. Grité como nunca antes en un partido, porque me sentía técnico, también. La idea aquélla nunca se me había ido de la cabeza, y como no la podía concretar, se me había ocurrido eso de ser el técnico adentro de la cancha. Ni pensé que Marzolini se fuera a enojar; al contrario, si a él le convenía.

Me sentí bien metiendo pelotazos, tocando con precisión. Pero también me di cuenta de que había cosas que todavía no podía hacer. Por ejemplo, no me animé a pegarle al arco de afuera… y de adentro tampoco. Por supuesto, más allá del rendimiento, me tocó el control antidoping, ¡qué casualidad, ¿no?! Antes de que yo llegara, a Caniggia le había tocado tres veces seguidas: si eso no era una persecución, ¿qué era?

Al final, después del partido, en la conferencia de prensa, a alguno se le ocurrió preguntarme si había vuelto a vivir. Y yo le contesté: "¿Si volví a vivir? Yo nunca estuve muerto, maestro…". De ahí, del estadio, nos fuimos todos a una fiesta sorpresa que me ha-bía preparado Cóppola, en el Soul Café, del Zorrito Von Quintiero, un gran músico, un gran amigo. Era la inauguración del boliche y ahí en el barrio Las Cañitas todavía no había esa cantidad de restaurantes que hay ahora. ¡Lo hicimos famoso nosotros! Yo lo disfruté con el alma: había una pantalla gigante, repitieron el partido y me lo vi todo… Además, parecía un casamiento de esos de antes, porque estaba mi familia completa, mi mujer, mis hijas, mis viejos, mis suegros, mis hermanas, mis amigos, y también un montón de invitados famosos que podría resumir en un solo: Charly García. Cuando terminaron de pasar el partido, él armó su propia fiesta y terminó tocando el piano con mis hijas alrededor, cantando. Ya estaba, no podía pedir nada más.

Eso pensaba, pero me había olvidado que otra vez estaba jugando un campeonato, que en siete días tenía otra cita, otra fiesta. ¡Y no era una más, viejo! El domingo 15 de octubre volví a jugar contra Argentinos Juniors, que ya no era mi equipo; era el de mi sobrino, el Dany, el hijo de la Ana y de mi cuñado, Carlos López. Toda la familia se instaló en la platea de la cancha de Vélez. Mi vieja, fumando sus Marlboro y a las puteadas contra un diario que ese día había publicado que ella prefería un empate, porque se enfrentaban por primera vez su hijo y su nieto, ¡justo en el Día de la Madre!

El irrespetuoso del Dany me hizo un foul y casi nos vacuna, pero aquella noche -por una cuestión de edad, o de respeto- la noche fue mía… Aunque jugaba contra pibes como el Tomatito Pena, que cuando yo debuté en primera tenía tres meses de vida. ¡Había jugado contra el padre! La cosa es que le hicieron un foul a Scotto en el borde del área: la acomodé, le pegué… y la clavé en el ángulo. Juro, juro, que me tomé unos segundos para pensar qué hacía: ¿lo gritaba o no lo gritaba? Primero pensé en no gritarlo, la verdad. Por mi cuñado Gabriel, que es fanático de Argentinos, por aquellos buenos viejos tiempos. ¡En esa misma cancha le había hecho cuatro goles a Gatti, con la camiseta del Bicho, cuando peleábamos el descenso! Y esos hijos de puta me estaban silbando, ahora, esos imbéciles pagos. Entonces pensé en la Tota, en su día, y le agradecí al Barba (Dios) que otra vez me daba la oportunidad de regalarle algo… De regalarle un gol.

Después, cuando volví al vestuario, cuando saludé con un beso en la boca a mi vieja, me enteré que mi cuñado, el Morsa, se había peleado, él sólito, contra toda la barra brava de Argentinos. No soportó que me silbaran, no lo soportó.

Ya estaba al borde de los 35, yo, y preparaba una fiesta de las que a mí me gustan, con todo. Pero antes de eso festejé con un poquito de fútbol. Teníamos que viajar a Córdoba, a jugar contra Belgrano, que lo había vacunado mal a Boca las cuatro últimas veces que había jugado, y yo quería la revancha a toda costa. Pero justo esa semana se armó un quilombo infernal, un quilombo de ésos que sólo era capaz de armar Mariana Nannis, la mujer de Caniggia. Declaraciones que van, contestaciones que vienen, me acusó a mí de joderle la vida al marido, cuando en realidad Caniggia era un tipo al que yo quería con el alma. Otra vez, yo, la manzana podrida. Creo que aquella historieta me jodio más a mí que al propio Cani. Me derrumbó, me agarró una depresión tremenda. Y sí, fue cierto, no me entrené en toda la semana. El único que logró sacarme, como tantas otras veces, fue Cóppola. Así llegué a Córdoba, de última, pero dispuesto a todo, como siempre.

Peor estaban los cordobeses, pobres. Mal, como tantas provincias argentinas. Por eso me alegré de haber viajado, porque me recibieron con una alegría que iba más allá del fútbol, más allá de todo. No sé si eran todos hinchas de Belgrano los que me aplaudieron cuando aterricé allá, pero me motivaron tanto, que cuando salí a la cancha estaba como si me hubiera entrenado un mes seguido. Encima, me habían contado que el Negro Nieto, Enrique Nieto, que era el técnico de Belgrano, les había dicho a sus jugadores: Nada de fotos con Maradona, ¡no quiero cholulos en mi equipo, ¿eh?! Pero apenas pisaron el césped, se me fueron acercando casi todos, despacito, como con timidez, con miedo, a pedirme una foto… Para mí, era una sensación rara: insisto, parecía que cada uno de los partidos era un homenaje. Como si me estuvieran despidiendo. Pero, más allá de eso, era como un orgullo que yo me llevaba de cada cancha. Un montón de jugadores me metieron duro, no me regalaron nada y después, al final del partido, me dijeron: Diego, te deseo toda la suerte del mundo. Eso, para mí, era invalorable. Venía Barros Schelotto y me decía: Sos un fenómeno; venía otro y me comentaba: Diego, si te pego a vos, esta noche no entro en mi casa. ¡Ojo! Eso también se me volvía en contra, ¿eh?, porque estaban los que se agrandaban marcándolo a Maradona: Ahora me van a conocer, yo soy el que borró a Maradona. El tema era que Maradona no dejaba que lo borraran, que Maradona no se entregaba, diciendo: "Total, yo gané veinticinco campeonatos". Maradona agradecía, pero después quería bailarlos. Iba a luchar para que no me pararan jamás.

Ganamos, sí, otra vez, el tercer partido consecutivo… Cagando, pero ganamos, 1 a 0. Terminé el partido llorando, pero llorando en serio, y declaré, casi a los gritos: "Fue una semana muy dura para mí, muy dura. Y triste, sobre todo".

Verlo tan mal a Cani, a mi amigo, me había hecho mierda. Parecía una boludez, pero así soy yo. Esa misma noche decidí dejar de meterme, que la Nannis hiciera lo que se le cantara. Lo que sí, no le iba a permitir nunca que me prohibiera contar mis sentimientos: si estaba triste, estaba triste, y eso no me lo podía impedir ni la Nannis ni nadie.

Pero ese triunfo, jugar de Maradona libre por toda la cancha como cuando tenía 17 años, todo eso, se lo debía a la bronca, a Cani, como tantas veces en mi vida: la bronca como combustible.

Después, sí, armé aquella fiesta de cumpleaños. Fue en el Buenos Aires News y junté a todo el mundo: mi familia, primero; mis compañeros de Boca, por supuesto; pero también Charly García, Juanse, Diego Torres, Ricki Maravilla, Andrés Calamaro. ¿Que yo soy contradictorio? Sí, ¿y quién no lo es? Lo cierto es que estuvieron allí todos los que yo quería que estuvieran. Y festejé con un mensaje: que iba a vivir muchos años más, aunque varios querían que no fuera así.

Esos varios, que no eran pocos, también pensaban que los futbolistas éramos todos unos ignorantes: y la mejor respuesta no se la di yo, sino la prestigiosa Universidad de Oxford.

Esa sí que fue una de las más grandes alegrías de mi vida: que me reconocieran en ese lugar. Por eso hice un esfuerzo enorme para estar. Jugué contra Vélez en la cancha de Boca, el domingo 5 de noviembre. Ganamos nuestro cuarto partido consecutivo, y desde La Bombonera volé hasta Ezeiza. Me acompañaban Claudia, mis hijas, Cóppola y Bolotnicoff. Me tomé un avión hasta Nueva York y ahí hice escala -más que eso no pude hacer, por-que se sabía que los yanquis no me dejaban entrar en Estados Unidos- y enganché con el Concorde. En tres horas y media aterricé en Londres y en una camioneta me llevaron hasta Oxford. En menos de veinte minutos estaba parado frente a un montón de estudiantes de todo el mundo, que me aplaudían como si hubiera hecho el mejor gol de mi vida. La idea había sido de un pibe argentino a quien le voy a estar agradecido toda mi vida, Esteban Cichello Hübner. Durante treinta y cinco minutos leí un discurso que me habían ayudado a escribir Bolotnicoff y Cóppola. Para mí, era un desafío, un desafío en serio: volví a leer en público desde mis tiempos de la primaria. El sentido de lo que dije aquella vez era el que me había movido siempre: demostrar que los jugadores de fútbol no somos ignorantes, defender la dignidad del jugador.

Después, los pibes me empezaron a hacer preguntas, y eso me gustó todavía más. Tal vez porque estaba emocionado, o porque los que me preguntaban se lo merecían más que nadie, reconocí que el gol a los ingleses, aquel de la mano de Dios, había sido en realidad con la mano de… Diego. Pero les expliqué, les expliqué enseguida por qué lo había hecho: porque lo haría contra cualquier equipo del mundo, por mi forma de ser, porque siempre busco lo mejor… para los míos. Sentía que el tiempo había curado todo, la verdad, y por eso me animé a decirlo.

Después, me tiraron una pelotita de golf y me pidieron que hiciera jueguito. Me atajé, les dije que eso se hacía con zapatillas, por lo menos, y no con los zapatos brillosos que tenía, pero me animé igual: la levanté con la zurda y le pegué, una, dos, tres, diez veces… y la tribuna se vino abajo. Me gritaban: ¡Diegouuu, Die-gouuu!, con acento inglés, y a mí se me cayeron las medias.

Muchas gracias les dije y muchas gracias les repito, hoy. Porque me hicieron sentir orgulloso, porque me obligaron a confesar en quién había pensado, cuando estaba allí, rodeado por los estudiantes de una de las universidades más prestigiosas del mundo, los mismos que me habían premiado, me habían entregado una toga y me habían nombrado Maestro Inspirador de Quienes todavía Sueñan: en mis hijas… y en mis viejos, que me dieron la educación que pudieron.

Seguramente impulsado por todo eso que vivía, volví a Buenos Aires hecho un avión. Boca había vuelto a ser un equipo de punta, un equipo para ganar el campeonato en serio. Yo ni me había dado cuenta del detalle, pero a un periodista se le ocurrió preguntarme algo, justo en el medio de uno de mis entrenamientos privados en un gimnasio, después de jugar contra Gimnasia en Jujuy y antes del clásico contra San Lorenzo. Claro, era el 20 de octubre de 1995.

Diego, hace 19 años, un día como hoy, debutaste en primera. ¿Qué se te cruza por la cabeza hoy, con casi dos décadas de fútbol sobre la espalda?

-Lo mismo que en aquellos días, te juro. Las mismas ganas de jugar, de entrar a la cancha, de ganar… Igual.

Era cierto, en serio. Me iba demasiado bien, mejor de lo que yo pensaba. Casi para festejar, jugamos contra San Lorenzo, en la fecha siguiente. Empatamos, pero jugué bien, muy bien. Tuvimos varios encontronazos con el Cabezón Ruggeri y a mí me encantaron, porque me lo pude bancar y porque los dos éramos parecidos y de viejitos todavía dábamos todo. Esa tarde no sólo me aplaudió la hinchada de Boca; la de San Lorenzo, también me ovacionó.

Fue entonces que pasó lo que yo sabía que podía pasar: si me iba mal, saltarían todos los caretas a decir que era un viejo choto, que daba vergüenza, que me tendría que haber retirado; pero me fue bien… y empezaron a inventar. Primero, Fernando Miele, el presidente de San Lorenzo, empezó a llorar, a decir que el campeonato estaba armado para nosotros; le salió Grondona al cruce y lo cortó, pero el tema ya estaba en la calle. Después, algo peor: un periodista insinuó que había un control antidoping positivo en Boca; claro, Caniggia no estaba jugando y todas las miradas se clavaron en mí… Fueron puñales, la verdad. Me derrumbaron, me derrumbaron otra vez. Y volví a encerrarme.

Estaba triste, ¿la verdad?, muy triste. Parecía que cuanto más le daba a la gente, más se querían meter en mi casa… Los periodistas, digo. "¡Apareció Maradona!", publicaron, y yo estaba saliendo de la puerta de mi casa, después de una semana difícil, donde me habían acusado injustamente y con un tema que a mí me dolía mucho, me dolía demasiado. Juro por mis hijas, que aquello fue algo muy fuerte, de mala leche, de mal gusto. ¿Les parece exagerado? A mí no, a mí no, porque eran cosas que se repetían y, por más que tuviera la piel curtida, dolían demasiado. Era como confirmar que estaba siempre en el ojo del ciclón, y yo ya no quería vivir dando explicaciones. Quería algo de paz. ¿Era mucho pedir? Uno no es un santo, pero ¿quién lo es? Ese es y ése era el tema: todo el mundo vive hablando de ejemplos, ¡ejemplos las pelotas! En la Argentina, no hay un ejemplo viviente, así que no me rompan los huevos a mí. En aquel momento, como tantas otras veces, pensé en irme a vivir a otro país, pensé en México.

Insisto, yo no me quejaba de la gente en general, sino de algunos tipos en particular, malos tipos, malos periodistas. Me había ido maravillosamente bien hasta con los hinchas de River, con quienes he tenido una lucha de toda la vida por ser de Boca. En la calle, muchos me decían: Soy de River, pero te llevo en el corazón. Eso era algo que a mí me emocionaba mucho, pero todo lo demás me jodia, sobre todo, porque el balance que yo hacía en ese momento era positivo al máximo: después de un año y medio largo parado, mi intención había sido volver más o menos bien.

Pero volví demostrando que si no me sacaban del Mundial éramos campeones otra vez, de taquito.

Viví intensamente todo, cada entrenamiento, cada partido, y logré lo que quería yo: batir todos los records de recaudación. No hubo un partido donde no se haya reventado la cancha. Ese era mi objetivo y ya estaba cumplido. Después, quedaba ver si podíamos coronarlo con el campeonato, me iba a jugar la vida por eso. Pero también toda aquella historia me sirvió para confirmar que en la Argentina existe la corrupción, dentro y fuera de la cancha. Y que no íbamos a ser nosotros quienes pudiéramos voltearla.

Había -y debe haber, todavía- técnicos que les pedían plata a los jugadores para ponerlos. A mí me contó Insúa, Rubén Insúa, que no fue a un equipo, una vez, porque el técnico le pidió plata y él no le quiso dar. "¿Y por qué no lo haces público?", le pregunté. Por el sistema, me contestó. ¡Pero carajo, ¿de qué sistema hablamos?! A mí me pasaron algo así, por arribita, pero no se animaron: si me llegaban a ofrecer dos con cincuenta, ¿sabes cómo los mandaba al frente?

Y también estaba el tema de los arbitros, terrible. Había una presión muy fuerte de los clubes hacia ellos, se equivocaban y todo el mundo pensaba mal de ellos. Decían eso de que todo estaba arreglado para nosotros, ¡arreglado las pelotas! Si nosotros ganábamos todos los partidos 1 a 0 y colgados del travesaño. A nosotros no nos daban penales cantados y a Vélez, que era nuestro rival, jamás le cobraban un penal en contra. ¿Qué iba a decir, yo? ¿Que ahora estaba todo arreglado para ellos? Un disparate, un disparate que hacía que los arbitros no supieran jamás dónde estaban parados. Por eso me pasó a mí lo que me pasó con aquella famosa historia de la cuarta amarilla.

Resulta que se acercaba el clásico contra River y yo tenía tres amonestaciones. Con una más, quedaba afuera. Por poco no llaman a elecciones para saber si yo me tenía que hacer amonestar en un partido contra Banfield, en la cancha de Independiente, para poder llegar limpio al clásico. ¡Un disparate! ¿Y si pegaba una patada y me expulsaban directamente? Pero, bueno, así estaban la cosas… y en el entretiempo, se me aparece el referí, Hugo Cordero,y me preguntó: Diego, ¿quiere que lo amoneste? Yo lo quería matar: "¿¡Qué!?", le grité. "¡Amonésteme si me tiene que amonestar, y déjese de joder, que ya bastantes quilombos tengo como para que me meta en otro!" La cosa que el tipo fue y me sacó la amarilla, nomás. Me dejó en pelotas, como si yo hubiera arreglado todo.

Eso me salvó de que mi carrera se cortara ahí mismo. Porque, la verdad, estaba viviendo situaciones difíciles y feas, comparables a las que había vivido cuando me fui del Sevilla y cuando me fui de Newell's. Porque a mí me encantaba -y me encanta- jugar al fútbol, sí, pero si el fútbol hacía llorar a mis hijas, yo mandaba a la concha de su madre al fútbol. Aunque yo estuviera agradecido por todo lo que me dio, que es todo lo que tengo: para mí, era más importante que Dalmita y Gianinnita sonrieran, que hacer sonreír a treinta millones de argentinos… No hay comparación.

En aquel momento, me quedaban dos años de contrato todavía, y soñaba con llegar a jugar la Copa Libertadores en el segundo. Pero para eso teníamos que ganar un campeonato local, y yo estaba más deprimido que enojado. Eso no era bueno, porque la bronca siempre había sido la mejor motivación para mí. Racing nos goleó 6 a 4 y nos bajó de la punta y Mauricio Macri ganó las elecciones, era el nuevo presidente de Boca y se tenían que ir de la conducción Alegre y Heller.

Fue un golpe muy duro, demasiado. Me dejó groggy y ya no me recuperé, no me recuperé. No llegué para jugar el último partido, contra Estudiantes, donde teníamos una mínima posibilidad de conseguir el título y todo terminó.

Se empezó a hablar del reemplazante de Marzolini, que al final del campeonato se iba, y a la hora de tirar nombres, yo tuve mi primer choque con Macri: "Si viene Bilardo, yo me voy", le dije. Y me dispuse a dar la cara ante quienes de verdad debía darla: los hinchas. El martes 16 de diciembre, encima de noche, entré a La Bombonera más fría y silenciosa que recuerde de toda mi campaña en Boca. Yo estaba recaliente, había dicho que ése iba a ser mi último partido. Levanté la vista y los brazos, como siempre, mirando a la popular nuestra y me encontré con un montón de escalones amarillos vacíos, ¡espantoso!, y pude leer dos banderas. Una decía: GRACIAS POR EL CAMPEONATO. Y la otra.– ¡HASTA CUÁNDO! BASTA DE JUGAR CON LA HINCHADA, BASTA DE CAMARILLA. BASTA DE LLENARSE LOS BOLSILLOS SIN GANAR CAMPEONATOS. Me sentí como el orto, sentí que esta vez era yo el que le había tomado la leche al gato, que les había fallado a ellos, a los que habían llenado La Bombonera todos los domingos para ver a Maradona, a El Diego. Cuando terminó el partido, un tristísimo 2 a 2, los cinco mil pobres cristos que se lo habían bancado, se pusieron a gritar: ¡El Diego no se va / El Diego no se va! Y resolví, ahí mismo, que iba a seguir en Boca, con Bilardo o sin Bilardo. Por la gente, otra vez. Llegué al vestuario, lo llamé a Cóppola y le dije: "Anda y arregla todo".

Yo mientras tanto, me había decidido a poner otras cosas en su lugar: en enero de 1996 le di el puntapié inicial a la campaña "Sol sin Drogas" y confesé mi adicción a la cocaína. Lo único que voy a decir es lo siguiente: lo hice por los chicos, sobre todas las cosas. Dije aquello de "fui, soy y seré drogadicto" para confirmarle a la gente, por si no lo sabía, que en nuestro país había -y hay- mucha droga. Y, contra lo que la mayoría piensa, a la vuelta de la esquina… La droga existe en todos lados y yo no quería -ni quiero- que la agarren los pibes. Tengo dos hijas, ¿no?, y me pareció que era muy bueno decir todo esto; fue una obligación de padre y una obligación conmigo mismo. Porque yo no fui, no soy ni seré un hipócrita. Y con eso me dejé al descubierto. Lástima que no sirvió para nada: es demasiado grande el negocio de la droga como para que Maradona lo detenga. Que quede claro: los poderosos no quieren que se detenga y hoy, en ese tema, no soy más que una cortina de humo, una vía de escape, una distracción. Y punto con esto.

Por aquellos tiempos, entonces, tenía la cabeza partida en dos: por una lado, la campaña, que me llevaba un montón de tiempo y de viajes; por el otro, el regreso al trabajo con Boca y mi reencuentro con Bilardo. Yo fui clarito, para empezar: con el Narigón íbamos a andar fenómeno, porque yo tiré las cartas sobre la mesa y todos entendieron las reglas del juego. Pero también tenía que haber quedado claro que yo había aceptado a Bilardo como técnico sólo por la hinchada. Una vez más, como con Marzolini, había cedido por la gente. Eso sí: le pedí a la hinchada que estuviera atenta, porque yo no era de fierro y si saltaba algo, chau… Cuando yo decía saltar algo, decía: "No me saques de la cancha si me hiciste entrar infiltrado", como lo que había pasado en el Sevilla. Pero Bilardo estaba bien, ¡más loco que nunca, pero bien!

El lío, ahora, venía por otro lado: con Mauricio Macri jamás tuve buena relación, jamás, por el hecho de que él decía que éramos obreros y lo nuestro era lo mismo, lo mismo, que vender autos. Yo lo cacé al vuelo enseguida, por eso le dije de entrada: "Conmigo te equivocaste, pibe". El jamás en su puta vida estuvo en un vestuario, a no ser que su padre le haya regalado alguno. Por eso él no era nadie para venir a decirme: Los premios se los va-mos a pagar así o asá, ustedes con Alegre y Heller se llenaron de plata y no ganaron un campeonato. ¡Y a él qué carajo le importaba! Lo que pasa es que Macri tiene menos calle que Venecia. Y el primer encontronazo fue, justamente, por los premios.

Yo ya había arreglado que me sumaba a la pretemporada después y estaba en Punta del Este. Me llamó un periodista amigo, para ver cómo andaba, y me contó que en Ezeiza, donde estaba trabajando Boca, en el viejo y querido Centro de Empleados de Comercio donde habíamos empezado con la Selección de Bilardo, había un lío bárbaro por el tema de los premios. Ya Macri había andado diciendo pelotudeces, como: Al que le gusta bien y si no también. O, peor: Bajamos la persiana y listo. No dudé ni un segundo: alquilé un avión privado en El Jagüel y salí volando. Una hora y media después estaba ahí, con los muchachos, arreglando todo. Y lo arreglamos. Nos sentamos con los dirigentes, me acuerdo que estaba Pedro Pompilio, y les dijimos lo que nosotros pensábamos. Escucharon al Mono Navarro Montoya, a Mac Allister y, sobre todas las cosas, a mí: yo era el representante del plantel, el capitán. Les pedí respeto, les pedí que se ganaran al jugador. Les aconsejé que hicieran las cosas de tal manera que pudiéramos confiar en ellos.

Pero no estaba todo tan claro. Arranqué jugando los torneos de verano, contra Racing, contra Independiente, y después teníamos que ir a Mendoza, para jugar contra River, a fines de enero del '96

Yo tenía un compromiso de la campaña "Sol sin Drogas" en Cosquín y le había avisado a Bilardo que, en una de ésas, no podía llegar, que fuera preparando un posible reemplazante. El la tenía más clara que nadie, me había dicho: Yo tengo que solucionar el equipo cuando vos no estás, le tengo que encontrar la vuelta… Y se la voy a encontrar. A mí, en realidad, en aquel momento me jodian otras cosas, que no tenían nada que ver con el tiempo: por un lado, me había pegado un latigazo atrás, en el muslo derecho, que me tenía a maltraer; y por el otro, lo de los premios seguía en veremos y yo sentía que los dirigentes, a mí, me mentían. Sí, que me mentían, y entonces me rayé: no me bancaba que me forrearan. Los refuerzos no llegaban nunca y Mauricio Macri, que para mí era Pajarito en la intimidad y Silvio Berlusconi en los sueños, se convirtió, de repente, en el Cartonero Báez. Eso era, el Cartonero Báez, el ciruja que se hizo famoso porque salió como testigo en el juicio de Monzón, cuando lo condenaron por asesinato.

Después de aquello de Mendoza, le expliqué por qué no había estado y me puse a disposición de él, como correspondía. Estábamos los dos al aire, haciendo una nota por la radio, y el periodista me preguntó…

¿Por qué los hinchas no se enteraron tempranito de que no ibas a jugar?

-Eso de tempranito me parece una boludez. Dije que no iba a estar en los partidos del verano y sin embargo estuve contra Independiente y Racing. Acá los nombres no tienen que importar, tiene que importar la camiseta, si no, con todo respeto, jugarían Argentinos, All Boys, Ferro. Acá juegan los grandes del fútbol argentino.

Y ahí se metió Macri, al aire: que no pequemos de humildad, que esto, que lo otro, que qué te costaba avisarle a la gente, que si estabas lesionado lo podías haber dicho…

¡Para qué! Me acomodé y me le tiré con los tapones de punta: "No es para discutirlo por radio. Me parece que te zafaste, Mauricio, esto lo tenemos que hablar entre nosotros y ahora vos me tiras a la gente en contra. Porque el que decide quién entra o quién no juega cinco minutos antes es Bilardo. Y vos le pedirás el informe a Bilardo y nos echaras a los dos si querés, y si no, seguiremos haciendo las cosas como queremos nosotros o como las quiere Bilardo. No quiero hablar, por miedo a zafarme yo, pero ahora te zafaste vos… Hasta luego". Y ahí nomás le corté, ¡lo mandé a la puta que lo parió! No, no era un buen clima.

Pese a todo, volví a trabajar con el equipo. Jugamos un amistoso contra Armenia, que formaba parte del contrato de Caniggia, y por primera vez sentí que me silbaban, que los hinchas de Boca me silbaban.

Después nos fuimos al Sur, a San Martín de los Andes, a hacer una especie de pretemporada y a todos nos vino bien alejarnos un poco del quilombo. Igual, a quien me quisiera escuchar, yo le decía que lo de mi mala relación con Macri no era un rumor, era una realidad. Y lo definía con pocas palabras: él nació de padres muy ricos, yo nací de padres muy pobres, que la gente saque sus conclusiones.

Igual nos seguimos viendo, no nos quedaba otra. Una vez se apareció por Ezeiza, donde nos entrenábamos, y se vistió de jugador. Quería sacarse el gusto, el guacho, quería jugar con sus empleados: estuvo en mi equipo, arriba, haciendo dupla con Caniggia. Ganamos 1 a 0, con gol mío, y cuando me pidieron una opinión, fui bien contundente: como futbolista… es un buen empresario.

Cuando dejé de pelear, me puse a jugar. Aunque en la cancha también era una lucha, la verdad. Aquel equipo estaba para morder, no para pelear el campeonato. Yo lo dije y todos me miraron raro, pero era la más absoluta verdad: estábamos para el cuarto o quinto puesto.

Oficialmente -por los puntos, digo- el ciclo Bilardo-Maradona arrancó con una goleada: el 8 de marzo, en la cancha de Vélez, le metimos cuatro a Gimnasia y Esgrima de Jujuy. Yo hice el primero, de penal. Después, todo era cuestión de tirarle la pelota a Caniggia. ¡Cómo estaba Cani! Un fenómeno, ganaba él solo los partidos. A Platense, a Lanús. Y el cabeza de termo de Passarella no lo llamaba a la Selección. Tampoco llamaba a Batistuta, y dejaba a los dos mejores delanteros del fútbol argentino afuera.

La cosa es que, como podíamos, dábamos pelea. Yo era un viejito talentoso, si quieren una definición: metía pelotazos justos, alguna gambeta, pero me costaba definir en el área, me costaba…

¿Hubiéramos llegado más arriba si yo metía alguno de los cinco penales consecutivos que erré en aquellos seis meses fatales? Qué sé yo: lo único que se me ocurre es que aquellas cinco maldiciones terminaron marcándome en una etapa para olvidar.

Todo empezó en Rosario, contra Newell's, el 13 de abril de 1996. Veníamos invictos hasta ahí, sin dar mucho. Aquella noche me pasó de todo: me atajaron el penal, para empezar, y me volvió a tirar atrás, en la derecha, para terminar. Tuve que salir, no aguantaba más el dolor. Y a algún cabeza de termo se le ocurrió silbarme, encima. ¡No me creían! No me creían que estaba lesionado, pero ¿era posible? Yo sentía una pelota de tenis en la pata y había algún boludo que dudaba.

Por eso, y por otras cosas, tardé en volver. Es que veía las cosas distintas que Bilardo y de afuera me lo bancaba menos: teníamos al Kily González, a la Brujita Verón, a Caniggia. Había que meter algo de equilibrio y para eso estaba el Pepe Basualdo. Pero Bilardo se había emperrado y no lo ponía… Me costó, me costó volver.

Y me tocó justo contra Argentinos: le hicimos cuatro, empezamos a mirar la tabla de otra manera. Empezaron, en realidad, porque yo volví a resentirme de un desgarro y me tuve que volver a parar. Hasta que vino Belgrano a La Bombonera, el 9 de junio, y… la puta madre, en mi regreso, la maldición del penal: Labarre me atajó otro. ¡Que desesperación! Volvía para la mitad de la cancha y escuchaba, livianito, frío, un Maradooó, Maradooó, como para perdonarme, pero no tanto. Eso que sentía atrás, en la popular, me dolía, sí, pero no tanto como lo del palco, allá al costado. ¡No quería ni mirar! Sabía, me imaginaba, a la Claudia y a las chicas llorando. Porque era así, ¿eh?, ¡lloraban en serio! Menos mal que salvé la ropa, cuando el partido ya se iba, cuando ya nos quedábamos con un empate que no servía para nada: la agarré justo allá, debajo de los palcos, y le tiré un globo, por encima de todos: aterrizó detrás de Labarre, y se clavó en el palo más lejano; los vacuné, los vacuné a todos… El Barba (Dios), me había dado una mano, otra vez.

Pero estaba visto que no podía vivir mi regreso en paz. Lo tenía al Barba de mi lado, pero se nos cruzó el diablo… No, el diablo no: Castrilli, peor todavía. Yo creo, hoy, que aquella noche del domingo 16 de junio, en la cancha de Vélez, cambió el final de mi historia en Boca. Porque jugábamos contra nuestro rival directo en la lucha por el título y le estábamos ganando, ganando de verdad: jugamos media hora de fútbol que, creo, fue lo mejor que hice desde que decidí volver. El Cani, como siempre, un genio, un salvador, había metido un cabezazo para el primer gol, a los quince minutos, nomás, y yo les movía la pelotita, de acá para allá… ¡Hasta una rabona les metí! Pero, ¿ven?, ahí está la diferencia: mientras yo metí una rabona, que hasta los hinchas de Vélez aplaudieron, a nosotros nos metieron la mano en el bolsillo. A Vélez le dieron un gol, un tiro libre y un penal, que no fueron, ¡no fueron!

Después del penal, dos minutos antes de que terminara el primer tiempo, me volví loco. No, ahora que lo escribo, no: el que se volvió loco fue Castrilli, ¡fue él! ¡Por la gente de Boca lo traté con respeto! Si hubiera sido por mí, le rompía la boca. La cosa es que me le paré adelante, me puse las manitos atrás, y le pregunté por qué me había echado. Como no me contestaba, le pedí por favor: "¡Somos seres humanos, explícame por qué!". Y como no me contestaba, le grité: "¿¡Qué estás!? ¿¡Muerto!?". Y me dio un ataque, una ataque de verdad, casi me desmayo. Por supuesto, me sortearon para el control antidoping. "¿Y a él, por qué no le hacen el control a él?", les pregunté a todos y nadie me contestó; tendrían miedo que los echara. Lo único, lo único que quería en ese momento, era que a él no lo dejaran dirigir más. Y que a mí no me dieran muchas fechas. Pero ya mirábamos otra vez el campeonato de lejos, otra vez. Por eso digo: si ganábamos ahí, íbamos derecho al título. Y ése sí que hubiera sido el retiro que yo me merecía.

Volví contra Central, el sábado 29 de junio a la noche, en el Gigante de Arroyito ganamos, el equipo jugó bastante bien, yo también, seguíamos un poco prendidos, pero… ¡yo volví a errar un penal! El tercero consecutivo. Una desgracia, sí, pero una desgracia que me empezaba a romper las bolas. A mí, ¿eh?, porque el equipo sumaba igual, aunque yo errara penales.

Ya parecía joda, porque contra River, ¡me pasó lo mismo! Ojo, aquella noche del 14 de julio, todo tuvo un sabor distinto: pegué mi penal en el palo, sí, pero a las gallinas ¡les metimos cuatro! Uno del Pepe Basualdo y tres de Cani, que estaba imparable. Yo seguía sintiendo que éramos menos que Vélez, pero cada vez jugábamos mejor… El Narigón había encontrado un equipo: el Mono Navarro Montoya en el arco, Gamboa de líbero, Fabbri y el Colorado Mac Allister como stoppers, el Pepe Basualdo y el Kily González como laterales volantes, Fabi Carrizo en el medio, la Brujita Verón por todos lados, Caniggia y Tchami -blanco y negro- arriba… ¿Yo? Yo donde podía, acompañando. Creo que lo mío, a esa altura, era más que nada presencia, presencia. Me respetaban mucho los rivales. Tanto, que me animé a candidatearme para la Selección: como dije aquella vez, le metí un pase en profundidad a Passarella, pero el Kaiser no salió al balcón, no se animó, no contestó.

Después de aquel superclásico nos fuimos a China, a jugar dos amistosos que iban a servir para pagar mi pase. Fue un viaje increíble, a un lugar donde yo nunca imaginé que me conocían tanto… ¡Ni por la Ciudad Prohibida pude caminar tranquilo! A mí me parece que aquel viaje fue bueno para el grupo, pero el Narigón estaba que volaba, porque se le cortaba la racha, veníamos pegando duro y parejo en la Argentina.

Por aquellos días, también recibí una oferta impresionante. Por mis 35 pirulos, seguramente la más importante de toda mi vida: para que jugara dos años en Japón me ofrecían ¡veinte palos verdes! ¿La verdad? Aparte de la guita, había un montón de cosas que me hacían pensar en irme, en serio: por ejemplo, no me gustaba nada que Boca, para armar sus divisiones inferiores, le comprara jugadores a todos los clubes de la Argentina. Eso hacía Griffa y por eso le dije: "Así, hasta mi viejo saca pibes…". Igual, el amor era más fuerte, y también dije que no cambiaba otra vuelta olímpica en La Bombonera de la mano de mis hijas ni por todo el oro del mundo. Eso no tenía precio.

No tenía precio y yo lo regalé, la puta madre. Otra vez Racing nos arruinó la fiesta. El 7 de agosto, de noche -noche terrible para ser sincero- nos vacunó el Piojo López, yo erré mi quinto penal consecutivo y todo se derrumbó, otra vez. En el vestuario me largué a llorar, sabía que ya no me quedaban muchas oportunidades para cumplir mi último sueño. El campeonato se había terminado para nosotros y yo me quería morir. Una semana después, el 11 de agosto, salí a la cancha, para jugar contra Estudiantes, convencido de que era mi último partido con la camiseta de Boca. Dalma y Gianinna habían llorado mucho después de aquel partido contra Racing, creo que nunca me habían visto tan mal, tan triste. Yo asumí todo lo que le pasó a Boca en esa temporada, todo: lo bueno y lo malo.

Recién once meses más tarde volví a ponerme la camiseta de Boca para salir a una cancha. ¡Once meses! Mucho, mucho tiempo… Esta vez, por ahí en repudio, en rebeldía, lo decidí yo, yo mismo. No fueron los poderosos del fútbol.

Si hubo alguien poderoso que me arruinó aquellos días fue el juez Hernán Bernasconi. El responsable de quitarle la libertad a mi amigo Guillermo Cóppola y, con eso, mi tranquilidad. Fue un golpe terrible. Lo único que me interesaba, lo más importante, era que se hiciera justicia. Y todavía hoy la estamos buscando. Hoy, el mismo Guillermo dice que todo aquello que pasó con su caso, con el caso Cóppola, cortó mi carrera cuando estaba para volar. Y tiene razón.

Fue un año, casi, donde hice y me pasó de todo… menos jugar a la pelota. Fueron tantas cosas y tan locas, que casi no me acuerdo, ese período lo tengo como borrado.

Me fui a Suiza, primero. Fue un viaje que me organizó Cóppola, el mismo domingo a la noche, cuando volvimos de la cancha, después de aquel último partido. Sí, Lucifer me eligió un lugar, una clínica, donde podrían ayudarme a salir de las drogas, eso le habían dicho a él. Y el lugar parecía serio, sí, hasta que el médico que me atendía, dos días después de recibirme, dio una conferencia de prensa y contó todo de mí, hasta el grupo de sangre que tenía. Un careta. Por lo menos, me quedó la tranquilidad de que el resultado del control antidoping que me hicieron después del partido contra Estudiantes, que salió mientras yo estaba allá, dio negativo.

Mi cumpleaños número 36 fue uno de los más tristes de mi vida. Ya estaba en Buenos Aires y elegí entrenarme con los muchachos de Boca, para que pasara lo más rápido posible.

¿La verdad? Lo confieso, no sabía para dónde salir: un día decía que quería jugar en Boca, otro que me quería retirar para siempre, otro que me quería ir del país. Sonaba contradictorio, lo sé, pero ahora me doy cuenta por qué: no sabía cómo vivir sin jugar al fútbol. No me alcanzaba, no me alcanzaba ni siquiera con las exhibiciones que seguían ofreciéndome en todas partes del mundo. La última, la que cerró el '96, fue en Montevideo, en el estadio Centenario. Y me abrió la puerta a una posibilidad de volver, pero volver en serio: picó Peñarol de Montevideo, nada menos. Sin quererlo, me despertó las ganas de ponerme la camiseta de Boca, otra vez. Aunque fuera de Nike y le hubieran puesto una rayita blanca entre el azul y el amarillo, aunque pareciera la ropa de la Universidad de Mi-chigan… Era la de Boca, y era la que yo quería.

Mientras tanto, armé una hermosa reunión del Sindicato Mundial de Jugadores, que yo mismo había fundado. Estuvieron Di Stéfano, Cruyff, Sócrates, Zidane, Stoitchkov, Klinsmann, Weah, ¡cada nene! Eso fue en febrero, cuando al frente de Boca ya estaba el Bambino, Héctor Veira, y se había ido el Narigón Bilardo.

Cuando volví, empezó el tira y afloje con Boca, que fue desgastante, tremendo. Tanto, que en un viaje a Chile, invitado por un programa de la tele de allá para hacer una nota, me agarró un bajón terrible, que me dejó por el piso. ¡Me sacaron en silla de ruedas del estudio! Y para mí fue como un aviso, una alarma… Eso pasó el 7 de abril; me puse las pilas y el 21 ya estaba firmando con Boca de nuevo. No me importaba un carajo si la camiseta tenía una rayita blanca o no; el equipo estaba mal, la gente peor y yo quería dar una mano. Me hice un montón de estudios, la máquina funcionaba bien pese a todo y le di para adelante. En junio, me fui otra vez a Canadá y contraté a Ben Johnson. ¡Sí, a Ben Johnson! El hombre más veloz de la tierra, digan lo que digan. Fue un fenómeno, me ayudó y mucho.

El 9 de julio de 1997, cuando volví a jugar en Boca, en un partido que fue una fiesta contra Newell's, pesaba menos de 75 kilos.

¡Volaba! Aquella tarde, hice un gol de tiro libre y todo… La leyenda continuaba. Jugué uno de los últimos partidos del Clausura, contra Racing y me preparé en serio para arrancar con todo el Apertura. ¡Me preparé en serio, ¿eh?! Y me metí en lo que yo sabía, como en el Napoli: a quién había que traer a Boca y a quién no… Ahí, en esa comisión directiva que Macri manejaba como quería, el único que lo hacía callar era el viejito Luis Conde, un fe-nómeno, que en paz descanse, ese sí que sabía de qué se trataba. La soberbia de Macri lo llevaba a no preguntar sobre lo que no sabía. El no sabía y no preguntaba; entonces, seguía sin saber y… metía la pata. Para que se sepa, de una vez por todas: a los mellizos Guillermo y Gustavo Barros Schelotto y a Martín Palermo los compré yo, ¡los compré yo! Hoy tendría que tener un porcentaje, yo, y se lo regalaría a los hinchas de Boca. Por todos los jugadores que yo le hice comprar al club y que después vendieron en millones de dólares… La cagada que se mandaron con Palermo, por ejemplo, cuando no lo vendieron a la Lazio, a fines del '99, fue por capricho, sólo por capricho: ya estaba vendido en veinte palos verdes, no lo dejaron ir, se lesionó y tuvo que empezar todo de nuevo. ¡Decí que tiene unos huevos! Y lo de los mellizos, lo mismo. Yo le dije a Guillermo: "Agárralo de la mano a tu hermano y no lo sueltes; si él no va a Boca, vos tampoco". Para que le hiciera ganar unos pesos y también porque a mí Gustavo me encantaba. Y los dirigentes que no, que no, hasta que me lo aceptaron. Lo único que me arrepiento de toda aquella historia, es de no haber puesto plata. Hoy, los mellizos y Palermo serían un poco míos, de verdad.

Y digo a propósito que es lo único de lo que me arrepiento. Porque todos saben que mi historia en Boca terminó con un nuevo control antidoping positivo, justo en la primera fecha de ese campeonato Apertura que iba a ser mi despedida, el 24 de agosto; justo contra Argentinos Juniors. Una cama me hicieron, una cama tan grande que todavía hoy no la puedo aceptar. Dicen que dio cocaína cuando yo me cuidaba como de mearme en la cama con eso. Dicen que dio cocaína…

Entonces me entregué, la verdad es que me entregué. Tenía la sensación de que me estaban dando un revólver como para que me matara. Demasiada cruz tenía con mi adicción como para que encima me sacaran así de la cancha… ¡Por Dios! Yo sabía de cocaína, ¿cómo no iba a saber de cocaína si era un cáncer que me acompañaba desde hacía quince años? ¿Iba a tomar cocaína antes de un partido? ¡Por favor, para eso me iba al Coyote o a El Cielo! Me habían hecho una chanchada, otra más.

Volví, volví una vez más. La Justicia me dio un permiso, una de esas medidas de no innovar. Jugué contra Newell's, hice un gol de penal, ganamos. Se venía el clásico contra River, en el Monumental, y quería estar ahí, ¡quería estar ahí! Jugué cuarenta y cinco minutos, pero jugué. Lo ganamos a lo Boca, lo dimos vuelta, fue 2 a 1. Lo disfruté mucho, muchísimo. Pero jamás pensé que ése iba a ser mi último partido.

Cinco días después, el 30 de octubre de 1997, el día de mi cumpleaños número 37, en medio de rumores sobre mi control antidoping, sobre si había tomado falopa o no, a alguien se le ocurrió decir que mi viejo se había muerto. Me desesperé, me volví loco, busqué un teléfono, llamé a mi casa, hablé con la Tota…

–¡Mami, mami, ¿qué le pasó al viejo, qué le pasó?!

Nada, nene… Está acá, ¿por qué?

Fue lo último, dije basta. Si había empezado alguna vez con esto, con esta historia del fútbol, era por un sueño mío. Y si había seguido, después, era por mi familia. Sentí que había llegado el momento de dejar de hacerlos sufrir. Y le dije adiós al fútbol. ¿Para siempre? Jamás diría eso.

UNA MIRADA

Sobre los afectos, sobre las estrellas

Sin él, me muero, dijo Claudia…

Y eso, para mí, es amor eterno.

Hasta aquí, yo quise contar y recordar sólo mi carrera futbolística, ¡únicamente eso!

Pero siempre, siempre, me resultó difícil separar las cosas. Un poco por culpa mía, está bien, pero mucho también por la ansiedad de la gente por saber, por la desesperación de los periodistas por preguntar… A veces pienso que toda mi vida está filmada, toda mi vida está en las revistas. Y no es así, ¿eh?, no es así. Hay cosas que están sólo acá adentro, en mi corazón, y que nadie sabe. Sentimientos, sensaciones, cosas que no hay forma de contar, porque… ¡porque no hay palabras para hacerlo!

Lo que sigue, quiero que vaya como un homenaje a mis afectos más cercanos, nada más: no hay historias, no hay revelaciones. Hay amor, nada más. Y agradecimiento para los que me supieron sostener durante veinte años, ¡veinte años!, jugando al fútbol en primera división.

A mí me preguntaban, por ejemplo, por qué no me casaba con la Claudia. ¿Y qué les iba a contestar? ¡Porque no necesitaba un papel para decirle a ella que la quería! Entonces, después, venía la otra cuestión: ¿Y ahora por qué te casas? ¡Porque se me ocurrió! Por amor a la mujer que me banco durante tantos años; por mis viejos, como siempre; por la Pochi, mi suegra, que cuando iba al almacén se aguantaba todo lo que murmuraban; por el Coco, mi suegro, que se tuvo que pelear con un montón de imbéciles. Por ellos, nada más. ¡Y por ellos hice la fiesta que hice, ¿eh?! No para ostentar nada, sino para poder ofrecerles, a los mismos que unos años antes, nada más, no podían ni pisar la vereda del Luna Park porque no tenían plata para entrar a ver nada, que ahora lo tenían para ellos solos. Para nosotros solos. Aquel 7 de noviembre de 1989, con un casamiento como excusa, podía reunir a todos mis amigos y lo hice: vinieron de España, de Italia, pero también de Fiorito, ¿eh?, también de Villa Fiorito.

¿Y saben cómo decía la tarjeta de invitación a mi casamiento? Decía así: "Dalma Nerea – Gianinna Dinorah junto a sus abuelos Diego Maradona – Dalma Salvadora Franco de Maradona y Roque Nicolás Villafañe – Ana María Elia de Villafañe participan a Usted el casamiento de sus padres…". ¿¡Qué tal!? Y si hubiéramos podido poner a toda la familia, la poníamos.

Claudia es un párrafo aparte en mi vida, ¡es única! Es la que yo elegí y es…

El Barba (Dios) me dijo: "Esta es para vos, porque no hay otra como ella… Otra te mete un voleo en el orto y caes en el medio del río." Bueno, no me dijo eso, tal cual, pero sí algo parecido.

Claudia es todo dignidad, Claudia ha puesto la cara por su marido, por su familia, por sus hijas, hasta por Guillermo. Claudia es, ¡es pura! A mí, si viene alguno y acusa a Claudia de haber tomado… un café, ¡lo mato! Porque todos tendrían que conocerla tal como es: madraza, esposa sensacional, naturista, es ¡Claudia! Es la computadora y el beso, es la madre y la esposa, es la nena y es la amante, es la que se preocupa por todos y la que siempre está a disposición. Se enferma la madre de Guillermo, y ella está. Muere la mamá del Loco Gatti y ella se presenta en el velorio a las cuatro de la mañana. Entonces, no me gusta compararla con nadie, porque ¡es única!, es una joya, es mi joya.

Ella fue la que siempre mantuvo la tranquilidad. Si en un momento determinado, con todas las cosas que me pasaron, ella se desfasaba, como le puede pasar a cualquier mujer del mundo… no sé, no sé qué hubiera pasado conmigo, cómo y dónde hubiera terminado.

Ella me banco, me banco siempre. Y cuando yo llegué a Cuba estaba muerto, ¿se entiende? Y ella me banco, porque tiene una gran personalidad, un gran temperamento, si no, no hubiera podido, nadie hubiera podido. Que se entienda bien: no es la pobrecita, lastimosa, que está detrás de Maradona. No es la esposa del campeón. Es la enamorada de un señor que se llama Diego Armando Maradona, en las buenas y en las malas, en la gloria y en la agonía. Y está siempre, siempre. Por eso, cuando muchos se preguntan cómo me soporta, cómo sigue conmigo pese a todo, cómo sigue conmigo cuando yo salgo y todas esas cosas, respondo… Respondo: ¡porque salen todos!, salen todos pero a nadie le sacan la foto, como a mí; porque yo no mato a nadie para inventar un velorio, como hacen un montón de tipos para salir de trampa. Yo le aviso, yo salgo ¡con autorización de ella, ¿eh?! Mi vida es así, yo la elegí a ella y ella me eligió a mí.

Hay una frase, hay una frase que a mí me hizo escribirle una canción, allá en Estados Unidos, después de la maldita efedrina. Vinieron unos periodistas y le preguntaron qué iba a hacer, a partir de ahí. Ella, que nunca daba notas, les contestó: Sin él, me muero. Y a mí me pareció que eso era amor eterno, total: ¡Sin él me muero!, dijo, ¿se entiende?

Ella es la madre de mis hijas, además. Una madraza, que se banco sola, sola, viajar a Buenos Aires para parirlas, porque yo quería que mis hijas nacieran en la Argentina. ¿Saben, los que saben todo de mí, que yo no estuve en ninguno de los dos partos? ¡No estaba de joda, ¿eh?! Estaba en Italia, jugando al fútbol, cumpliendo con mis contratos, metiendo un partido detrás del otro hasta llegar a ser el extranjero que más jugó en aquellos años… Cuando Dalma nació, el 2 de abril de 1987, yo estaba entrenándome para jugar contra el Empoli. Y cuando Gianinna llegó, el 16 de mayo de 1989, yo venía de estar de suplente, ¡de suplente!, contra la Roma y antes de salir a la cancha contra el Torino. Un detalle, eso sí: las dos vinieron con un pan debajo del brazo; con Dalma llegó el primer scudetto y con Gianinna, la Copa UEFA. ¡Ojo! No me siento un héroe por eso, por haber conocido a mis hijas después que otros, al contrario: si hoy, con todo lo que he vivido y todo lo que me ha pasado, hay alguien que me puede echar algo en cara, ésas son mis hijas.

¿Me cargan porque yo digo que hago todo por las nenas? ¡Allá ellos! Allá los caretas que me cargan… Mis hijas saben quién soy, conocen todas mis virtudes y mis defectos.

Y mis viejos, también, don Diego y doña Tota. O mis hermanas… Pero no lo hacen, no lo hacen y no lo harán. ¿Y saben por qué? Porque ellos me quieren… como soy. Porque mi viejo es el tipo más derecho del mundo, y ojalá hubiera muchos como él; el mundo sería mejor, mucho mejor. Porque para mi vieja, sigo siendo el preferido, como cuando era pibe: una vez, ella estaba en casa y yo discutí con Claudia, esas cosas de cualquier pareja, nada grave. Pero a la Claudia se le ocurrió decirme que me iba a sacar la llave de la casa, para que no pudiera entrar más… ¡Para qué! Saltó la Tota y le dijo: ¡Mira que la pieza del nene en mi casa está intacta, ¿eh?

Por eso dije alguna vez: tan malo, tan malo como me pintan no debo ser; lo veo en los ojos de mis hermanas, también, en la forma en que ellas me miran. Cómo me quieren. Cincuenta años tiene la Ana y nos besamos en la boca, nos necesitamos. Hablo con ellas y pregunto cómo está la Ana, como está la Kity, como está la Mary, como está la Caly… Yo compré una casa bien grande, porque El Barba (Dios) me dio la oportunidad, porque me dijo: "Acá van a poder entrar todos". Yo dije, más de una vez, que sería porque teníamos el recuerdo de una pieza chiquita, chiquita, más chiquita que la cocina del departamento donde yo vivo ahora, una pieza donde dormíamos todos, los ocho. Entonces, ¿de qué me vienen a hablar, qué me vienen a decir, qué me vienen a juzgar? Están conmigo los que tienen que estar, los que yo quiero que estén. Yo quisiera recuperar, nada más, a dos amigos en mi vida: quisiera recuperar a mis dos hermanos, al Lalo y al Turco. Siento que hoy, cuando escribo esto, no los tengo como amigos. Y esto es algo mío, que llevo muy adentro y que me da ganas de llorar. Porque los tengo como hermanos, sí, pero yo los elegí como amigos. Y por un montón de cosas que quise inculcarles y por ahí no supe, se me fueron… se me fueron de las manos. Y me gustaría recuperarlos, aunque seamos viejitos, para que podamos ser compinches… No sé si amigos, al fin, pero sí compinches.

Mi amigo, mi amigo del alma, mi hermano, mi viejo, mi todo, hoy, es Guillermo Cóppola. El es mi ídolo… Es mi ídolo como antes tuve otros, claro. A ver: vuelvo a hablar de fútbol, entonces.

Si me obligaran a formar mi Selección ideal, por ejemplo, desde 1976 hasta 1997, cuando me retiré, me meterían en un lindo lío. Pero me voy a meter solo, como siempre, aunque no me obligue nadie. ¡Como siempre, ¿se entiende, no?, je….

En mi Selección jugarían cinco, sí o sí: Fillol, Passarella, Kempes, Caniggia y… yo. Digo cinco porque si no me olvidaría de muchos, sería injusto. Pondría amigos y pondría monstruos. Para acompañar, o para acompañarnos, a esos cinco, podría agregar a Juan Simón, por lo que hizo en el 79, en Japón; a Tarantini, porque para mí fue un fenómeno, con unos huevos terribles; a Valdano, porque era y es tan inteligente afuera de la cancha como adentro; a Ruggeri, porque iba para adelante siempre, desde pibe; a Burruchaga, porque pocos me entendían como él; al Cheche Batista, porque no necesitaba correr para quitar; al Negro Enrique, porque como él dice, inició la jugada de mi gol a los ingleses; a Olarticoechea, porque él sí que jugaba de todo y bien… Pondría a tantos: a Barbas, a Pasculli, a Giusti, a Gallego, al Pelado Díaz, ¿por qué no? Y pondría al Bocha Bochini, mi ídolo de los primeros años.

Y también, por supuesto, a muchos amigos. Algunos nombres que no dicen nada para la gente, otros que sí, pero para mí fueron todos importantes, importantísimos, más que como jugadores. Al Negro Carrizo, de Argentinos; al Tabita García, también del Bicho; al Guaso Domenech, otro más de La Paternal.

Amigos, amigos, amigos. Como el Cani, porque yo me considero amigo de Caniggia, no sé si él dirá lo mismo. Además, respeto mucho al Colorado Mac Allister y me queda una gran impresión del colombiano Bermúdez, ¡una gran impresión! Yo dije que, si volvía a Boca, el capitán tenía que ser él y ahora lo es; se ve que Bianchi me lee.

Y para mencionar a uno que reúna a todos, me quedo con Alfredo Di Stéfano. Tuve la suerte de estar más de una vez con él, en entrevistas, en entregas de premios. Yo lo quiero, él me quiere, pese a la diferencia de edad, vemos las cosas de la misma manera. Una vez, en 1988, lo invité a un programa de televisión que tenía yo en Napóles. Cuando llegó el momento de presentarlo, me emocioné, pero me emocioné de verdad: estaba conmovido… Es que en la Argentina, antes de ir a jugar a España, yo había oído hablar mucho de Alfredo, pero no tenía la dimensión exacta de lo que era en el fútbol mundial. En realidad, eso lo descubrí en España, cuando jugué en el Barcelona. Ahí entendí qué pedazo de embajador del fútbol argentino había sido. Para mí, lo firmo, es el más grande de toda la historia. Se lo dije y él me contestó en porteño: Largue, pibe, usted dice esto porque es un gomía, como decía el gordo Aníbal Troilo, el más grande bandoneonista de la Argentina.

Pero yo se lo decía porque estaba convencido: en Italia, se la pasaban discutiendo si yo era mejor o peor que Pelé; en España no hay lugar para Pelé o Di Stéfano, nadie se anima ni siquiera a discutirlo. Yo estoy de acuerdo con los españoles.

Ese mismo día, le preguntaron a Alfredo qué diferencias había entre él y yo. Y el Maestro mandó: "Diego, técnicamente, como individualidad, es superior a mí. Todo lo que él hace con los pies, con la cabeza, con el cuerpo, yo era incapaz de hacerlo. Yo no tenía tanta habilidad, pero jugaba en toda la cancha, a lo largo y a lo ancho. Algo que Diego podría hacer con un entrenamiento adecuado". ¡Un fenómeno, el viejo! Estuvo ahí, al lado mío cuando los franceses de France Football me entregaron un premio que yo amo, un balón de piedras preciosas a mi trayectoria. A Alfredo también le habían dado uno, como el mejor jugador europeo de todos los tiempos. Me siento… me siento muy cerca de Alfredo, por muchas cosas. Una de ellas, chiquita, es que soñaba ser dirigido por él cuando tenía en sus manos un equipo de Boca ¡con cada nene!: era la temporada '69/70 y Alfredo tenía unos jugadores bárbaros, como Rojitas, que a mí me encantaba, tenía una lámina de él en mi piecita de Fiorito, el Muñeco Madurga, el Tano Novello, el peruano Meléndez… Yo era un mocoso, no tenía todavía diez años, pero mi viejo me llevaba a la popular. Me había enamorado del Pocho Pianetti. Le clavaba los ojos cuando aparecía por el túnel y lo seguía los noventa minutos. Para mí, Pocho Pianetti fue un jugadorazo, pateaba como un animal, pero además jugaba como los mejores.

Muchos años después nos enfrentamos con Alfredo, sí, él entrenador y yo jugador. Fue en el Nacional del '81, en La Bombonera, a la mañana: nos ganó River 3 a 2, pero aquella vez yo le hice un golazo a Fillol. Me la dio Perotti sobre la izquierda, amagué el centro una y otra vez y lo vi a Fillol jugado hacia el segundo palo, esperando eso. Entonces no dudé: le pegué fuerte buscando con exactitud el agujero que quedaba entre el Pato y el primer poste. Cuando reaccionó, la pelota ya estaba adentro. Lo más cómico fue que el Pato después dijo ¡que se había resbalado!

En España nos seguimos enfrentando, aunque eso, entre nosotros era únicamente una cuestión futbolera. El me mandó a marcar de dos maneras: primero, en zona, no me pudieron agarrar nunca; en la segunda, lo pegó a Sanchís encima mío como una estampilla, pero lo volví loco. En el '83, en una final bárbara, nos quedamos con la Copa del Rey. Ellos también nos ganaron, nos ganaron, ojo, ¿eh? Pero él y yo pensábamos y pensamos siempre lo mismo: todas las tácticas valen, pero los que desequilibran son los jugadores.

Los jugadores que surgen, justamente, son tantos, que para formar un equipo, para decir quiénes me han deleitado, para confesar quiénes me han decepcionado, para todo, me resulta más sencillo ir tirando nombres. ¿Ping pong le dicen a eso? Bueno, yo mejor le voy a dar a la pelota contra la pared, con zurda una vez, con la derecha la otra. Ahí va, pic, pac, pic, pic, pac… Cien pelotazos. No es un ranking, ¿eh?, les tiro el número sólo para que no tengan que contar, para que comprueben que les mando cien nombres, cien jugadores, y unas palabritas sobre cada uno. Y son cien, ¡nada más!, quedan otros tantos para algún libro futuro, qué le voy a hacer.

1. Pelé: como jugador fue lo máximo, pero no supo aprovechar eso para enaltecer el fútbol. El pensó políticamente, pensó que podía ser el presidente de los brasileños. Y yo no creo que un jugador de fútbol, o un ex jugador de fútbol, tenga que pensar en ser presidente de un país. Me hubiera gustado que se propusiera, como yo, para presidir una asociación que defienda los derechos de los jugadores, que se ocupara de Garrincha y no lo dejara morir en la ruina, que luche contra todas las acciones de los poderosos que nos perjudican. No me comparo con él, siempre lo dije y lo repito. Y cuando digo que no me comparo, no hablo sólo de cuestiones futbolísticas. Tuve oportunidades de cruzarme con él varias veces. La primera, en 1979, cuando El Gráfico me llevó a conocerlo a Río. Después, en algunos partidos homenaje y esas cosas. La última, cuando se dio la posibilidad de hacer un negocio juntos, en el '95. Era una cuestión de piel, chocábamos demasiado; nos veíamos y saltaban las chispas.

2. Roberto Rivelinho: siempre lo menciono como uno de los más grandes y muchos se sorprenden. No sé por qué… Era la elegancia y la rebeldía para salir a una cancha de fútbol. Las cosas que me cuentan de Rivelinho son increíbles. Y también se rebelaba contra los poderosos. Me enamoré del jugador y me sedujo como persona cuando lo conocí. Hay una anécdota muy linda, que lo pinta de cuerpo entero. Resulta que él estaba en la concentración de Brasil, en México 70. Haciendo nada, porque aquéllos no necesitaban nada para jugar. Y estaba ahí, sentado con Gerson, con Tostao… Entonces, apareció Pelé. Y ellos pensaron: Este negro de mierda, ¿qué le podemos decir? ¡Si hace todo bien, el hijo de puta! Entonces a Rivelinho, que siempre tenía respuesta para todo, se le ocurrió qué decirle. Lo miró fijo a Pelé, que ya era el mejor del mundo, y le dijo: Decime la verdad, te hubiera gustado ser zurdo, ¿no?

3. Johan Cruyff: yo sólo lo pude ver en el ocaso, pero me pareció un jugador fantástico. Era más veloz que los demás, física y mentalmente, y era con eso que sacaba la ventaja. Aceleraba como Caniggia, de 1 a 100, y se frenaba. Y tenía una visión de toda la cancha impresionante. Alguna vez dijo giladas de mí, sin conocerme bien.

4. Ángel Clemente Rojas: ¡Rojitas! En la piecita en Fiorito tenía una lámina de él pegada en la pared. Me encantaba cómo movía la cintura, cómo amagaba. Claro, en mi casa eran todos de Boca. A mí, después, me picó el bichito de Bochini, pero el primero, el primero que miré fue Rojitas.

5. Ubaldo Matildo Fillol: el mejor arquero que vi en mi vida, sencillamente.

6. Daniel Alberto Passarella: el mejor defensor que vi en mi vida, también. El mejor cabeceador, y en las dos áreas, algo que le falta al fútbol argentino de hoy. Lo que nos pasa afuera de la cancha no tiene nada que ver con lo que yo pienso de él como futbolista.

7. Mario Alberto Kempes: un fenómeno como tipo, lo adoro, y también como jugador. Todos estamos muy agradecidos con el Flaco Menotti por lo del 78 y está bien; pero hemos sido muy desagradecidos con Mario, que fue el goleador, fue el alma, fue todo… Hemos sido injustos con él, se merece un homenaje de la Argentina y no tener que andar recorriendo el mundo, dirigiendo aquí y allá, con los técnicos que hay trabajando. Lo amo.

8. René Orlando Houseman: el Loco fue el más grande que yo vi como habilidad, como gambeta, como invento. René se divertía con la pelota y eso, hoy, lo hacen pocos. Y cuento algo de él que me llena de orgullo, porque me habla de la confianza cuando yo era un pibe, porque se daba cuenta de que yo también era como él, compartíamos el origen: en el 78, cuando se emborrachaba, me llamaba desde donde estaba tomado y me pedía que lo cargara en el lomo, a caballito, y lo llevara hasta el segundo piso, donde estaba su habitación. Lo acompañábamos con Bertoni y a mí no me dejaba ir de la pieza hasta que no se quedaba dormido: quería que yo le hablara… Para mí, eso es algo inolvidable que me dejó el fútbol, la mejor gente del fútbol. Por aquellos años yo era capaz de pagar la entrada sólo para ver una genialidad del Loco.

9. Michel Platini: gran nivel, un fenómeno. En Italia ganó todo, pero siempre me quedó la imagen de que jugando al fútbol no se divertía. Era muy frío, demasiado.

10. Hristo Stoitchkov: se hizo un gran jugador en España, cuando estuvo en el Barcelona. Antes era solamente un goleador, pero después se hizo un fenómeno. Aparte, gran tipo, gran persona.

11. Antonio Cabrini: me gustó siempre… Era lindo el hijo de puta. En Italia le decían "Il Fidanzato d'Italia", el novio de Italia. La rompía, jugaba muy bien al fútbol.

12. Antonio Careca: un fenómeno y un amigo. Uno de los mejores socios que tuve en mi carrera.

13. Zico: un director de partidos. Le tiraron la diez de Pelé y se la puso, sin problemas: tenía la jerarquía de un grande. Un tipo sensacional y un jugador fantástico.

14. Enzo Francescoli: no necesitó ser campeón del mundo para estar entre los más grandes, sin envidiarle nada a ninguno. Y como tipo, el mejor. Lo siento mi amigo.

15. José Luis Chilavert: me parece un gran arquero, pero yo no voy con los que dicen un día una cosa y al otro día otra. Incluso yo lo llamé cuando lo sentenciaron porque me pareció demasiado y creía que en mi país se estaba cometiendo una injusticia. Pero que él me venga a decir cómo tengo que vivir en mi país, ya me parece demasiado. No me va como persona, pero debo decir que es un arquerazo y un delantero más en cada tiro libre, porque le pega un fenómeno… Eso sí: en eso, no inventó nada, Higuita fue el primero.

16. Ronaldo: el pibe es un gran jugador, pero lo agarró el tren de la fama. Y los contratos publicitarios le metieron tanto en la cabeza que tenía que ser el campeón que, antes de la final de Francia '98, le agarró un ataque de… asma. Yo no me la como: el pibe no la tocó, se lo comió la ansiedad de jugar bien y él no tiene la culpa; todos podemos jugar mal. Pero le exigían que hiciera un gol y que saliera revoleando el botín Nike como Patoruzito con las boleadoras. Le metieron tantas cosas en la cabeza que lo consumieron. Creo que superará esto y ojalá también lo de la última lesión, aunque esto último parece muy difícil. Pero no llegó a ser más que Romario ni más que Rivaldo. Me dio mucha pena cuando se volvió a lesionar: lo vi llorando en la cancha y me partió el alma. Le mandé un telegrama al hospital de Francia, donde lo operaron, sólo para estar un poco más cerca.

17. Marco Van Basten: una máquina de hacer goles que se rompió justo cuando estaba por convertirse en el mejor de todos. Lo fue, igual, pero no llegó a número uno.

18. Romario: un gran jugador, tengo una gran estima por él. No he visto otro definidor igual, le he visto hacer cosas increíbles adentro del área: rapidísimo, terrible. Cuando encaraba para el arco, te vacunaba. Nunca tuve dudas con él: está en mi equipo ideal.

19. Edmundo: está loco, con una locura linda, y es un jugador fantástico. Yo no estuve de acuerdo con Batistuta cuando se enojó con él porque se fue al carnaval de Río y dejó por un partido a la Florentina. Eso estaba en su contrato, porque así son los brasileños: cuando yo jugaba allá y llegaban los carnavales desaparecían todos, Falcáo, Toninho Cerezo. Nos quedábamos sólo los argentinos, que tenemos menos carnaval que Santiago del Estero.

20. Paolo Maldini: otro gran jugador que se equivocó de profesión; debió ser actor, es demasiado lindo para jugar a la pelota.

21. Ruud Gullit: un toro… Era más bruto que técnico, pero suplía todo con su potencia, con su preparación física.

22. Christian Vieri: es un gitano, pasa de un equipo a otro y se va llenando de plata. En todos lados hizo goles, pero es muy reciente como para decir si es un grande.

23. Gabriel Omar Batistuta: un animal, un animal que, como digo yo, gracias a Dios es argentino. Nuestro fútbol no lo sabe valorar y si no hacíamos la movida que hicimos todos los que lo queremos, Passarella no lo llevaba al Mundial.

24. Roberto Baggio: Il Bello (el bello, así le dicen en Italia) es un grande. Aun cuando nunca terminó de explotar del todo.

25. Paul Gascoine: arrancó como para ser una gran figura y después se quedó… Volcó.

26. Gary Lineker: un gran goleador, pero sin la trascendencia que se merecía.

27. Zinedine Zidane: yo quiero defenderlo, porque tiene una visión del juego extraordinaria, pero cada día que pasa me parece que tiene menos ganas de jugar. Igual que Platini: no se divierten, les falta alegría para jugar.

28. Alessandro Del Piero: ahí está, éste es distinto a Zidane, le gusta jugar, lo siente en el alma; entre él y el francés, me quedo con él.

29. Michael Owen: para mí, lo único que dejó el Mundial de Francia '98. Velocidad, picardía, huevos… Espero que no lo arruinen las lesiones.

30. Lothar Matthaus: el mejor rival que tuve en toda mi carrera, con eso creo que es suficiente para definirlo.

31. Jorge Alberto Valdano: un tipo extraordinario con el que me gustaba, me gusta y me gustaría jugar al fútbol y hablar. Eternamente.

32. Ricardo Enrique Bochini: fue mi ídolo. Me volvía loco verlo jugar. Cuando entró contra Bélgica, en el Mundial, lo primero que hice fue buscarlo y darle la pelota. Me acuerdo que dije: "Fue como tirar una pared con Dios".

33. Claudio Paul Caniggia: lo quiero como un hermano. Desde que lo vi sentí la necesidad de protegerlo. El cambio de ritmo de él no se lo he visto a nadie. El me reemplazó en el corazón de la gente.

34. Alemao: yo lo había pedido al Checho Batista cuando él llegó a Napoli. Pero el brasileño después me demostró todo lo que valía. Un jugadorazo.

35. Michael Laudrup: fue uno de los que más me gustó en México '86. Jugaba a un toque, lo hacía todo muy fácil.

36. Hugo Sánchez: era un buen jugador dentro del área. Pero no me van todos esos firuletes que hacía cada vez que metía un gol. Era muy tribunero, demasiado.

37. Emilio Butragueño: un enano mortal, un tipo con el que me hubiera gustado mucho jugar. Con Valdano desarmaban cualquier defensa. Formaban un dupla bárbara.

38. Paolo Rossi: un artista del contraataque. El italiano la tenía clarísima, en España '82 se hizo un festín. Eso sí: era uno de los que decía que él no podía jugar en el Napoli; era demasiado fino.

39. Oscar Ruggeri: un ganador, el Cabezón. Desde pibe siempre iba para adelante. Tiene unos huevos de la puta madre.

40. Sergio Javier Goycochea: es un tipo sensacional. En el Mundial de Italia nos salvó a todos. Los argentinos lo aman.

41. Rene Higuita: un personaje hermoso, un loco. Ya lo dije: él fue, en serio, el que inventó eso de que los arqueros patearan penales, tiros libres y también hicieran goles. Que no venga nadie a sacarle la patente, ¿se entiende, no?

42. Juan Sebastián Verón: es uno de los mejores jugadores que tenemos en Argentina. Tiene mucho panorama de juego y mucha personalidad. Se le escapó la tortuga con algunas declaraciones que hizo sobre mí, pero se le escapó feo, muy feo. Por eso, es un tema sin solución.

43 y 44. Javier Saviola y Pablo Aimar: esos dos me encantan, lástima que juegan en River. Son rapidísimos. Al pobre Saviola le querían meter en la cabeza que era el nuevo Maradona. Saviola es Saviola, no lo jodan más.

45. Juan Román Riquelme: me gusta mucho, es capaz de cargarse la diez de Boca. Le costó al principio, porque tiene un estilo especial, pero se fue metiendo, se fue metiendo… Y hoy es fundamental. No tiene la velocidad que tenía yo, ese pique corto con el que desequilibraba, entonces tiene que aprovechar otras cosas.

46. George Best: era un gran jugador, pero estaba más loco que yo.

47. Ciro Ferrara: una vez le dije que era el mejor defensor del mundo. No sé si era cierto, pero lo quiero tanto que yo lo sentía así. El mejor amigo que me dejó el Napoli.

48. Osvaldo Ardiles: otro de los tipos a los que me encanta escuchar hablar, como a Valdano. Se preocupaba más por el equipo que por él. Un fenómeno.

49. Diego Simeone: en Sevilla corría por mí. Cuando estábamos juntos en la Selección, se mataba por la camiseta como yo. Después… no sé qué le pasó después. Me parece que Passarella le lavó la cabeza, pero lo cierto es que no me llamó más. Se habrá asustado, no sé.

50. Davor Suker: un personaje, te engañaba siempre… Siempre parecía que jugaba mejor de lo que había jugado.

51. Fernando Redondo: somos muy distintos fuera de la cancha, pero en el Mundial nos entendimos bárbaro. Yo le había tomado la distancia a esas patas larguísimas que tiene y él sabía que yo se la devolvía redonda; nos buscábamos mucho. Tiene mucha personalidad, aunque no me gustan, más de una vez, las decisiones que toma.

52. Gianfranco Zola: fue mi sucesor en Napoli. Se fijaba muchísimo las cosas que yo hacía en los entrenamientos… y algo le quedó. Un gran tipo, también.

53. Kevin Keegan: fue mi ídolo durante mucho tiempo, me encantaba verlo jugar. Era chiquito y retacón como yo… El solo manejaba los partidos.

54. Iván Zamorano: siempre le trajeron jugadores para reemplazarlo en cada club donde estuvo y el chileno los cagó a todos metiendo un gol atrás de otro… Se lo merece. Es uno de los mejores tipos que hay en el fútbol.

55. Carlos Valderrama: les mostró a todos los colombianos cómo se juega al fútbol. Tenía algunas cosas de Bochini. Con 40 años podría seguir jugando, y con 50 también, porque no necesita correr para jugar.

56 y 57. Guillermo y Gustavo Barros Schelotto: Guille juega a la pelota. Tiene esa picardía tan nuestra, tan del fútbol argentino. Todos entran con el cuello duro y él como si nada. Gustavo también tiene lo suyo: va para adelante, siempre me gustó. Y me encanta que jueguen juntos.

58. Hugo Orlando Gatti: el Loco me dijo gordito, una vez, y le contesté con cuatro goles. Pero después me demostró que es un gran tipo, siempre estuvo al lado mío. Tenía su estilo, hizo cosas impresionantes. Pero como arquero, dame a Fillol.

59. Carlos Aguilera: ¡Un grande, en todo sentido! En los clubes de Italia donde jugó, dejó su sello… y sus goles. La gente no se imagina lo que jugaba el Patito.

60. Karl-Heinz Rummenigge: alemán, alemán en todo el sentido de la palabra. Para ganarle, tenías que matarlo.

61. Obdulio Várela: por supuesto que no lo vi jugar, pero de él me quedó una frase maravillosa, que a mí me sirvió durante mi carrera. Antes de jugar la final del '50, contra Brasil, en el Maracaná, dijo: "Cumplido sólo si somos campeones". A mí dame compañeros como ese uruguayo.

62. Eric Cantona: un socio, un amigo. También, y más que nada, un loco y un rebelde como yo. Lo suspendieron por ser sincero. Además, la rompía, hay que preguntarle a los hinchas del Manchester, ellos lo eligen como el número uno.

63. Raúl: tiene clase. Valdano lo hizo debutar de pibito pibito y él se puso el equipo, ¡el Real Madrid, nada menos!, al hombro.

64. Gaetano Scirea: un caballero, un gran rival. Me dio mucha pena su muerte, mucha pena.

65. Ronald Koeman: buen jugador, buen jugador… Pero se equivocó conmigo, se equivocó: me trató muy mal después de una reunión del Sindicato de Futbolistas, en Barcelona, pero no se animó a decírmelo en la cara.

66. Franz Beckenbauer: lo conocí cuando yo era un chico -estaba en el Juvenil que se preparaba para el Mundial 79- y él, un grande ya -estaba en el Cosmos-. Siempre me impactó su elegancia para jugar al fútbol.

67. Sócrates: aparte de ser un futbolista distinto, también fue un luchador por los derechos del jugador, como yo. Se ponía vinchas para protestar, aunque la FIFA no lo dejara.

68. Ramón Ángel Díaz: terminó siendo un goleador, sí, pero él debería reconocer que le enseñamos a definir nosotros, en el 79. Antes de eso, parecía que para hacer goles tenía que perforarle el pecho a los arqueros.

69. Ricardo Daniel Bertoni: las paredes que le vi tirar con Bochini, no las hizo nunca nadie en la historia del fútbol. Fue mi compañero en los primeros años del Napoli, cuando nuestra pelea era salvarnos del descenso, y siempre metía goles importantes.

70. Miguel Ángel Brindisi: fue un gran socio mío, en el Boca del '81, cuando entendió que no tenía que hacer todos los goles él… No sé, lo sentía como un presión, porque había metido muchos desde el arranque. Tenía una visión del juego espectacular y jugaba como caminando.

71. Bernd Schuster: al alemán lo hicieron pasar por loco para echarlo del fútbol. Estaba loco, sí, igual que yo: fue un socio en mis luchas contra Núñez y un jugador extraordinario, de toda la cancha.

72. Jorge Luis Burruchaga: ¡pensar que lo discutían! Burru terminó siendo un ejemplo de lo que era un futbolista moderno. Muchos lo definieron como mi lugarteniente en México '86: tienen razón. Me ayudó mucho, me sacaba peso de la espalda.

73. Sergio Daniel Batista: antes que nada, un amigo. En la cancha, tuvo una época maravillosa; parecía un pulpo, parecía que atraía a los contrarios y le entregaban la pelota. Yo lo quise llevar al Napoli, pero por vendetta Ferlaino compró a Alemáo. Hubiera andado bien, muy bien, en el fútbol italiano.

74. Martín Palermo: me lo banco a muerte. Me dolió más que a él su lesión, cuando ya estaba vendido al fútbol italiano. Yo lo quería cuando todos lo puteaban, yo lo hice comprar.

75. Paul Breitner: era un ídolo para mí. Me invitó a jugar su partido despedida, me movió el piso, y provocó -sin querer- mi primera pelea grande con Núñez, en el Barcelona. Lo que no podía entender el presidente del Barca, era que cumplía un sueño si me cruzaba en una cancha con el alemán. No se sabía ni de qué jugaba, estaba en todas partes.

76. El Lobo Carrasco: sabía con la pelota, uno de los que más me ayudó cuando llegué al Barcelona.

77. Marcelo Trobbiani: la pisaba, la amasaba, ¡y marcaba! Aparte, un gran compañero, de esos que saben apoyar desde afuera de la cancha. Me lo demostró en Boca '81 y en México '86.

78. Pedro Pablo Pasculli: un hermano adentro de la cancha, un socio bárbaro. Muchos lo discutían, pero siempre se las ingeniaba para meter goles importantes, en las eliminatorias y en México también, contra Uruguay.

79. Massimo Mauro: un Valdano a la italiana. Eso sí, con menos potencia adentro de la cancha, pero la misma inteligencia.

80. Jürgen Klinsmann: un alemán distinto. Alto y rubio, sí, pero con unos movimientos que parecía un bailarín. Cuando lo vi en Munich, para la despedida de Matthaus, no lo podía creer: ¡está más flaco que antes!

81. Héctor Enrique: fue fundamental en el equipo campeón del mundo del '86. Era el equilibrio… ¡El guacho dice que me dio el pase del gol a los ingleses! Un jugador bárbaro.

82. Alberto César Tarantini: mucho más que un marcador de punta. Transmitía una garra, unas ganas tremendas.

83- Roberto Ayala: se equivoca demasiado para ser capitán del Seleccionado argentino. A veces, el passarellismo no le deja ver las cosas. Le tomó la leche al gato cuando dijo que él tenía como referentes para llevar la cinta únicamente a Passarella y a Ruggeri.

84. Américo Gallego: inventó un puesto, el volante tapón. Era capaz de atraer todas las pelotas hacia él. Para mí, fue un gran compañero en los comienzos, lo sentía siempre cerca, apoyándome. Estuvo en las fiestas de bautismos de mis hijas. No me olvido de eso por más que mi pelea con Passarella nos haya distanciado. Era un amigo incondicional.

85. Oreste Omar Corbatta: me hubiera gustado verlo jugar. Y charlar con él, también, tomarme un vino. Me imagino que era nuestro Garrincha. No es poco.

86. Roberto Perfumo: fue el que le dio jerarquía a la defensa argentina. El Flaco Menotti me hablaba de Federico Sacchi, pero ¡yo a Sacchi no lo vi! Pero sí vi, por suerte, la estampa de Roberto: él era el auténtico Mariscal, ma' que Kaiser ni Kaiser. El es el capitán. Por eso digo: si hablamos de capitanes, el segundo grande grande, es él.

87. Alberto José Márcico: un atorrante divino, que jugaba en Caballito, en La Bombonera o en Francia, de la misma manera, como si estuviera en el potrero. Lamentablemente, se tuvo que ir de Boca porque yo le sacaba la posibilidad de jugar.

88. Carlos Bianchi: como goleador, impresionante. Yo llegué a jugar contra él, en el '81: empatamos 1 a 1, en La Bombonera, hicimos un gol cada uno. Después… Algunos dicen que le toma la leche al gato, otros que es un tipo fenómeno; pero no me quiero llevar por lo que dicen. Prefiero conocerlo yo, y le doy la derecha por lo que hizo en Boca, como técnico.

89. Falcáo: un líder. Lo veías afuera de la cancha y parecía un médico, pero cuando se ponía los cortos sabía muy bien qué hacer con la pelota. El sacó campeón a la Roma, no es poca cosa.

90. Francisco Varallo: le envidio el record que él tiene, máximo goleador de la historia de Boca. Ojalá yo hubiera podido jugar más tiempo para pelearle eso. Leí una declaraciones de él y me encantaron dos cosas: una, que dijo que se parecía a Batistuta, y la otra, que él no era de los que andaban diciendo que todo tiempo pasado fue mejor.

91. Juan Simón: un tiempista, un tipo ideal para jugar de líbero. En Japón 79 fue un monstruo.

92. Julio Olarticoechea: al Vasquito le podías tirar cualquier camiseta, jugaba de todo y bien.

93. Ricardo Giusti: nunca me voy a olvidar de su cara cuando lo amonestaron en la semifinal contra Italia, en el '90. Se dio cuenta de que se perdía la final, que iba a ser la última de su carrera… Un tipo que quería a la camiseta del Seleccionado, la quería de verdad.

94. Peter Shilton: el cabeza de termo se enojó porque yo le hice un gol con la mano. ¿Y el otro, Shilton, no lo viste? La cosa es que no me invitó a su partido despedida… ¡Mira como tiemblo! ¿Cuánta gente puede ir a la despedida de un arquero?, ¡de un arquero!

95. George Weah: pura polenta, el negro. Aparte, un luchador afuera de la cancha, también: fue uno de los primeros que se sumó a mi Sindicato y vive peleando por su país, por Liberia.

96. Juan Alberto Barbas: ¡cómo soñamos juntos en Japón! Compartíamos la habitación en el Mundial Juvenil. Y juntos subimos a la Selección mayor de Menotti. Un tipo bárbaro un jugador que veía muy bien el juego… Tuvo que luchar contra eso de ser el elegido de Menotti, la gente lo insultaba mucho. Pero jugando en Europa, en España y en Italia, demostró lo que valía: un ocho ocho, de los de antes.

97. Thomas Brolin: un sueco con habilidad sudamericana. Lástima que se lesionó y no pudo dar todo lo que tenía.

98. Leandro Romagnoli: me encanta el chiquito. Le faltan piernas, físico, músculo, de todo, pero le sobra guapeza para gambetear. Lo demás se consigue en un gimnasio.

99. Nakata: si todos los japoneses empezaran a jugar como éste, estamos perdidos. Sabe lo que es pegarle a la pelota, gambetear… Menos mal que los japoneses se ocupan de otras cosas, todavía.

100. David Beckham: otro demasiado lindo para salir a la cancha. Aunque se preocupa demasiado por su Spice Girl, a veces se hace tiempo para jugar y la toca, la toca… Ganó todo con el Manchester, pero debe algo con la Selección. Además, se comió la gallina que le vendió el Cholo Simeone, en Francia '98.

Pero claro que no todo es fútbol en mi vida; nunca lo fue. A mí siempre me fascinaron los personajes, los protagonistas, y muchas veces, por ser Maradona, tuve oportunidad de conocerlos. Así les traje a mis hijas, para que comiera un asado y cantara, si tenía ganas, a Ricky Martin. Pero otras veces, también por ser Maradona, no me creyeron que eran ídolos míos, o que yo los admiraba… Hay de todo en ese grupo.

A mí, por ejemplo, me encantaba ver a Michael Jordán, a Sergei Bubka, al negro Carl Lewis, y también a todos los Johnson: a Magic, a Ben, a Michael.

De Michael Jordán, particularmente, me atrae la alegría con la que juega, la alegría con la que festeja un punto: es con el único personaje con el que daría cualquier cosa por sacarme una foto y alguna vez dije que mi sueño era conocerlo, darle un abrazo. Digo con él, porque con el comandante, con Fidel Castro, ya me la saqué. De la NBA, que la sigo por televisión, no es lo único que me atrae: me fascinan las torres de San Antonio Spurs, Tim Duncan y David Robinson, y un monstruo como Shaquille O'Neal.

El otro día estaba mirando televisión y casi me muero: apareció el negro Shaquille caminando por un pasillo interno, esos de los estadios, y alguien le tiró una pelota de fútbol. El morocho la pasó de pie a pie, así, con esos botes que tiene en lugar de zapatillas, intentó hacer un jueguito, miró a la cámara y dijo: "Diegou-maradouna". ¡Casi me muero, casi me muero! Me quedé así, duro frente al televisor. ¡¡¡Lo amo a Shaquille!!!

Después, en automovilismo, el piloto que más me gustó fue Ayrton Senna. Si algún día tengo un varón, se llamará Ayrton, en su homenaje. Lo prometí sobre su tumba, cuando lo fui a ver, en el cementerio de San Pablo. Fue el más grande porque iba siempre al frente, en cualquier lado: en la lluvia, cuando todos levantaban la patita, él aceleraba a fondo… Para eso hay que tener sensibilidad y… huevos.

Otra cosa: el mejor boxeador que vi en mi vida fue Ray Sugar Leonard. Pero para mi viejo, que de eso entiende bastante, el más grande fue Alí, pero yo no lo vi. Lo que sí hice, durante mucho tiempo y todavía hoy, fue entrenamiento de boxeo: mi viejo y mi tío Cirilo, que también jugaba al fútbol en Esquina, era arquero y le decían Tapón, me enseñaron un montón. Y me sirvió, ¿eh? Estas piernas que tengo se las debo mucho a eso… Y la mano prohibida tengo, también. Me encanta, me encanta el box: la única que vez que yo viajé a Las Vegas lo vi a Sugar ganarle a Tommy Hearns y fue una pelea tremenda; me dejó marcado para siempre. Igual, nada ni nadie se compara con Carlos Monzón: si no hubiese estado yo, si no me lo hubieran dado a mí, el premio al deportista del siglo debía ser para él, seguro. Para Carlitos Monzón.

Y lo digo porque sé muy bien que la polémica pasó por otro lado: muchos dijeron que ese premio debió ser para Fangio y no para mí. Yo respeto mucho que en Italia hablen de Fanyio, de Fan-yio, como le dicen ellos. Pero no respeto un carajo a quienes se rasgan las vestiduras por él y jamás vieron una carrera. Ni tienen idea de a quién le ganaba. Como dije, ya: ojo que Fangio también le tomó la leche al gato, ¿eh? O si no, ¿por qué el Autódromo de Buenos Aires se llama Gálvez y no Fangio? ¿Alguien se quejó por eso? No, nadie dijo una palabra. Entonces, repito: si el premio al deportista argentino del siglo se lo querían dar a un muerto, ¡se lo hubieran entregado a la hija de Monzón! Por suerte eligieron a alguien que está vivo, bien vivo, como yo.

También tuve oportunidad de conocer a muchas celebridades, esa gente importante más allá del deporte. De todas ellas, me quedo con uno. El que más me impresionó, y no creo que aparezca nadie que lo supere, fue Fidel Castro, sin lugar a dudas. Tres veces estuve en Cuba, incluida esta última, y todavía me pongo nervioso, como emocionado, cuando lo veo.

Recuerdo muy bien nuestro primer encuentro: fue el martes 28 de julio de 1987, casi a la medianoche. Nos recibió en su propio despacho, justo frente a la Plaza de la Revolución. Yo estaba tan nervioso que no me salían las palabras… Menos mal que me acompañaba la Claudia, con Dalmita en brazos, porque era un bebé todavía, mi vieja, Fernando Signorini. Entonces nos pusimos a hablar de cualquier cosa, como por ejemplo si necesitaba un lugar para que Dalma comiera. Y yo le contesté: "No, quédese tranquilo, Comandante, que ella se autoabastece". Claro, estaba dale que dale, con la teta. Nos entendimos enseguida, aunque algunas palabras, bueno, significaban cosas distintas para cada uno… Cuando él decía pelota, hablaba de béisbol; cuando yo decía lo mismo, hablábamos de fútbol. El me preguntó:

Dime, ¿a ti no te duele cuando chutas o cabeceas la bola?

–No.

Pero, cono, ¿por qué me dolía a mí cuando jugaba de muchacho?

-Porque antes se usaba otra pelota, más pesada, menos elaborada.

Ah, y dime, ¿cómo tiene que hacer un portero para atajar un penal?

-Quedarse en el medio del arco y tratar de adivinar dónde va a patear el otro.

Pero eso es difícil, compañero.

-Muy difícil. Por eso nosotros decimos que penal es gol.

Ah, y dime, ¿cómo tú chuteas los penales?

-Tomo dos metros de carrera, y sólo levanto la cabeza cuando apoyo el pie derecho y tengo la zurda lista para pegarle a la pelota. Ahí elijo la punta.

Pero, ¿qué tú dices? ¿Tú chuteas sin mirar la pelota?

–Sí.

Compañero, lo que hace la mente humana, no tiene límites, siempre me pregunto hasta dónde llegará junto al cuerpo. Ese es uno de los grandes desafíos del deporte. Es increíble. Y dime, ¿es verdad que tú erras pocos penales?

-También, con todos los que erré.

En un momento se paró, enorme como es, pidió permiso y se fue a la cocina. Apareció con unas ostras espectaculares. Yo me bajé cinco copas y él se puso a hablar de cocina con la Tota. Intercambiaron recetas y todo… Seguimos con eso del fútbol y me contó un dato que me sorprendió: me dijo que, cuando jugaba, él era ¡extremo derecho! Entonces yo le dije, para joderlo: "¿¡Cooó-mo!? ¿Derecho, usted? Wing izquierdo tendría que haber sido".

Me preguntó si algún día podría hacer algo por el fútbol cubano y yo le contesté que sí, que tenían todo para crecer…

–Lo único que complica un poco es el calor, pero después tienen todo: habilidad, cintura, música por dentro, resistencia física y ganas.

Cuando ya nos íbamos, le miré la gorra, levanté las cejas, y él me cazó al vuelo, casi ni escuchó que yo le decía…

–Comandante, disculpe, ¿me la da?

Se la sacó y me la iba a poner, directamente, pero se frenó…

Espera, antes te la firmo, porque si no puede ser de cualquiera.

¡Que va a ser de cualquiera! Era la gorra del Comandante. Me la puse, saludó a toda mi familia, uno por uno, nos dimos un abrazo y me fui. Yo tenía la sensación de que había estado hablando con una enciclopedia. Haberlo visto había sido como tocar el cielo con las manos. Es una bestia que sabe de todo, y tiene una convicción que te permite entender, viéndolo nomás, cómo hizo lo que hizo con diez soldados y tres fusiles… Esto lo vengo diciendo desde aquel día: uno puede estar en desacuerdo por algunas cosas con él, pero, por favor, ¡déjenlo trabajar en paz! Me gustaría ver a Cuba sin bloqueo, a ver qué pasa.

Nos volvimos a encontrar en la Navidad del '94. Yo ya entré al Consejo de Estado como a mi casa, me estaba esperando. Ya estaba Gianinnita, también. Fue una reunión muy linda, muy íntima. Me dio otra gorra, pero esta vez yo le regalé una camiseta número diez, del Seleccionado… Unos meses después, me llegó una carta a mi casa, con el membrete del gobierno cubano. Era Fidel que, de puño y letra, me pedía permiso para ubicar mi camiseta en el museo del deporte cubano. ¡Un fenómeno!

Y, bueno, lo que hizo por mí en los últimos tiempos, en el 2000, no tiene nombre. Yo digo que esto de estar vivo se lo tengo que agradecer al Barba (Dios) y… al Barba (Fidel). Si el Comandante fue el que más me impresionó, Alberto de Monaco fue el que menos. En Montecarlo, el hijo de puta me hizo pagar una cuenta de una comida a la que él nos había invitado… Se fue antes porque dijo que tenía que levantarse temprano. Cuando pedimos la cuenta con Guillermo, ¡eran cinco lucas! Yo había ido a Mónaco para ver a Stephanie o a Carolina y me encontré con el boby de Alberto, que encima me hizo pagar una fortuna.

El doctor Carlos Menem me ayudó mucho a cambio de nada, de nada. Yo me acerqué a él cuando pasó la tragedia de su hijo, Carlitos, en marzo del '95. Pensé que podía darle algo. No sé, apoyo, algo… Cuando el peronismo perdió las elecciones con De la Rúa, en el '99, fui a visitarlo, porque sentí que debía estar con él también en la mala y para demostrarle a todos que no tenía intereses por poder ni por nada. Fui cuando ya no estaba para la vuelta olímpica… La vuelta olímpica la dan los giles que se suben al carro de los vencedores. Y yo no soy de ésos.

Y a quien me hubiera gustado conocer, obviamente, no voy a sorprender a nadie con esto, es al Che Guevara, al querido Ernesto Che Guevara de la Serna, que así es el nombre completo. Lo llevo en el brazo, en un tatuaje que es una obra de arte, pero podría decir, mejor, que lo llevo en el corazón. Este… enamoramiento, empezó en Italia, sí, en Italia. No en Argentina, y este dato para mí es importante en todo lo que tiene que ver con el Che Guevara. Porque cuando yo estaba en la Argentina, el Che era para mí lo mismo que para la mayoría de mis compatriotas: un asesino, un terrorista malo, un revolucionario que ponía bombas en los colegios. Esa era la historia que a mí me habían enseñado. Pero cuando llegué a Italia, al país campeón de los scioperi, de las huelgas, de los obreros con poder, empecé a ver que en cada uno de sus actos, la bandera que aparecía era la de este muchacho… La cara de él, en negro, sobre un trapo rojo… Y entonces empecé a leer, a leer, a leer sobre él. Y me empecé a preguntar: ¿cómo los argentinos no decimos toda la verdad sobre el Che? ¿Por qué no reclamamos sus restos, como antes reclamamos los de otros, como Juan Manuel de Rosas? Y como no tenía, no encontraba, respuestas a ninguna de esas preguntas, decidí hacerle mi propio homenaje. Y me metí el tatuaje en el hombro, para llevarlo para siempre. Aprendí a quererlo, conocí su leyenda, leí su historia: de éste sí sé la verdad; de San Martín y de Sarmiento, lo digo con todo respeto, no.

Me gustaría que en los colegios contaran la verdadera historia. Más todavía, me conformaría con que en los colegios de mi país, decir Che Guevara no sea mala palabra.

En resumen, le agradezco al fútbol todo lo que me dio, y al Barba (Dios), también, porque a través de él fue la cosa: la posibilidad de ayudar a mi familia, de compartir mi vida con compañeros extraordinarios y de conocer a gente que en mi vida soñé que podría llegar a conocer… ¿En mi piecita con goteras de Fiorito lo podía imaginar?

YO SOY EL DIEGO