Quiero terminar con esta historia de que Maradona
inventó la droga en el fútbol argentino.
Dicen que yo hablo de todo, y es cierto. Dicen que yo me pelié con el Papa, y tienen razón. ¿Porque salí de Villa Fiorito no puedo hablar? Yo soy la voz de los sin voz, la voz de mucha gente que se siente representada por mí, yo tengo un micrófono delante y ellos en su puta vida podrán tenerlo. A ver si se entiende de una vez: yo soy El Diego. Entonces, vamos a ser claros. Antes de seguir con mi historia, digamos que desde el pico más alto – justo después de México '86 – vamos a poner los puntos sobre las íes en un montón de temas. En un montón de hombres y nombres…
Sí, me pelié con el Papa. Me pelié porque fui al Vaticano y vi los techos de oro. Y después escuché al Papa decir que la Iglesia se preocupaba por los chicos pobres… Pero, ¡vendé el techo, fiera, hace algo! Las tenés todas en contra, encima fuiste arquero. ¿Para qué está el Banco Ambrosiano? ¿Para vender drogas y contrabandear armas, como se escracha en el libro Por voluntad de Dios? Yo lo leí, no soy un ignorante. Y también estuve con el Papa, porque soy famoso.
Fue… fue decepcionante. Yo siempre lo cuento: le dio un rosario a mi mamá, le dio un rosario a la Claudia, le dio un rosario no sé a quién, y cuando llegó mi turno me dijo, en italiano: Este es especial, para vos. A mí me salió decirle gracias, nada más. Yo estaba renervioso. Seguimos caminando, por ahí, y le pido a mi vieja que me muestre el de ella… Era, ¡era igual al mío! Pero yo le dije a la Tota: "No, el mío es especial, me dijo el Papa que era especial". Entonces me le acerqué y le pregunté: "Disculpe, Su Santidad, ¿cuál es la diferencia entre el mío y el de mi mamá?". No me contestó… Sólo me miró, me palmeó, sonrió, y seguimos caminando. ¡Una falta de respeto total, me palmeó y sonrió, nada más! Diego, no rompas las pelotas y pícatelas que tengo más gente esperando, eso me dijo con la palmada en la espalda.
¿Se entiende por qué me enojé con él? Por cosas parecidas me enojé con muchos otros, por el caretaje, porque dicen una cosa acá y después le toman la leche al gato allá, porque se le escapa la tortuga, porque mienten, porque son cabezas de termo… No voy a hablar de todos los personajes con los que me pelié, ¡necesitaríamos una enciclopedia de esas que venden por fascículos! Voy a hablar de esos casos que todo el mundo tiene así, siempre en la punta de la lengua: ¡Uuuhhh, el Diego lo odia a…! Para empezar, y que quede clarito, yo no odio a ninguno de esos con los que me pelié a los gritos a través de los medios. Puedo odiar, sí, a los que le meten la mano en el bolso a la gente, como algunos políticos, como algunos dirigentes, o a los que pueden matar a la gente, como los milicos argentinos en algún momento. Después, a los que le joden la vida a los pibes, de cualquier manera: pegándoles, no dándoles de comer, vendiéndoles falopa… De cualquier manera.
A los demás, vamos por partes…
Para empezar, yo no estoy chivo con Ramón Díaz, para nada. Y siempre se dijeron mentiras alrededor de nuestra relación. La primera, la más grande, la que quedó en la cabecita de termo de todos, es esa que dice que yo le llené la cabeza a Bilardo para que no lo llamara al Seleccionado. ¡Un disparate, se les escapó la tortuga, fiera!
Un disparate tan grande que a esta altura nadie me creería, ya lo sé, si contara que en Suiza, durante la gira previa al Mundial de Italia, comenté -y tengo un periodista de testigo, me animo a jurarlo- que el único que nos podía salvar en ese momento, cuando nos faltaba gol y algo más, cuando no vacunábamos a nadie, era Ramón Díaz. Así se lo dije: "¿Sabes quién tendría que estar en este equipo y se acabarían los problemas? El Pelado…". Faltaba un montón todavía para que el Narigón definiera la lista, hasta de Juan Funes, pobrecito, se hablaba, y el Narigón no lo llamó. Y que antes del Mundial '86, apenas terminaron las eliminatorias, declaré, ¡públicamente!, que el Pelado nos vendría muy bien, ¡está escrito, está escrito!
Nunca le hice un planteo a nadie, lo juro por mis hijas, para sacar del medio a alguien. Al contrario, si a Bilardo alguna vez le hice un planteo fue para que dejara en el equipo a Caniggia. Y esto que quede escrito, lo digo por primera vez: si Bilardo dejaba afuera del Mundial '90 a Caniggia, yo… ¡no lo jugaba!
Pero en lo de Ramón me quiero detener y repetir: lo juro por mis hijas, que es lo que más quiero en la vida, que yo nunca me opuse a que Ramón se sumara al Seleccionado. El que nunca se lo planteó fue Bilardo… El habrá pensado que yo estaba peleado con Ramón porque Ramón era amigo de Passarella, y Passarella sí estaba enfrentado conmigo. Lo que Ramón Díaz hizo fue tirarse del lado de Passarella cuando Passarella se fue al Inter. ¡Y eso es lógico! Si Passarella se va al Inter, o viceversa, me parece bárbaro, que el Pelado haga las relaciones con quien más le convenga. ¡Que va a hacer conmigo si yo estaba en el Napoli! En el '89, cuando el Inter salió campeón con el Pelado como figura, me crucé con él en la cancha y le grité, para que se dejara de joder con las giladas del Seleccionado: "¡Ojalá que Bilardo te llame, así te dejas de inventar boludeces!". Lo cierto es que un año después, cuando Bilardo definió el equipo para Italia '90, el Pelado no hacía un gol ni en un arco de veinte metros.
Más todavía: ¿saben quién le enseñó a definir a Ramón? ¡Yo, papito! En el 79, cuando fuimos a jugar el Mundial Juvenil a Japón, le metí en la cabeza que para hacer goles no tenía por qué agujerear a los arqueros… El cabeza de termo le apuntaba al pecho, cerraba los ojos y ¡pum! Era un asesino, sí, pero no era un goleador… Después, aprendió. De nada, Ramón. También anduvieron diciendo otras cosas: como que yo no había hecho la fuerza suficiente para que a Bertoni le renovaran el contrato en el Napoli, en nuestra tercera temporada allá. La Chancha y yo habíamos jugado juntos las dos primeras, el Pelado estaba en el Avellino, también en el sur de Italia, y los tres éramos muy amigos… Pero es mentira, ¡la decisión no fue mía y Daniel se fue bien! Por eso también lo desafío a Ramón, como a Passarella: vamos a sentarnos en el medio del Monumental, frente a frente, sin hinchas de Boca alrededor… Ahí mismo donde yo me acerqué hasta el banco para darle la mano, el día de mi último partido en Boca, contra River, en el '87, para que se diera cuenta de una vez por todas de que nos podemos decir pelotudeces, pero lo nuestro no es para tanto.
Por eso prefiero cortarla acá, y contar algo mejor: Emiliano, uno de sus hijos, que juega al fútbol en River y me dijeron que muy bien, me llamó por teléfono a mi casa, ¡a mí!, y me dijo que yo soy su ídolo: Qué me importa lo de mi viejo, eso lo arreglarán ustedes cuando puedan… Pero yo te adoro. Eso a mí me llenó de orgullo, fue hermoso, divino.
Pero que quede claro algo, por favor: yo nunca, nunca, nunca en mi vida, me opuse a que viniera alguien a la Selección. No, jamás. Al contrario, los que quisieron irse se fueron solos, como Passarella. Que Passarella se fue por menottista del Mundial de México, cosa que jamás va a reconocer. Como jamás, parece, me va a atender, porque yo muchas veces quise hablar con él y no hubo forma… Cuando le pasó lo de la muerte del hijo, lo peor que le puede pasar a un padre, quise hablar con él, porque me dolió en el alma. Pero nunca me contestó: le dejé mensajes, de todo. Hasta le escribí una carta abierta, a través de un periodista amigo, en El Gráfico. Ahí puse: "Viví con mucho dolor lo de Passarella. Yo creo que dijimos muchas boludeces… que ¡dije! muchas pavadas: nosotros hablamos del pelo corto, del arito, ¡por el amor de Dios, qué chiquito que es todo eso! Los que estamos lejos, los que lo vemos de afuera, podemos comentar: qué mal, qué dolor. Debe ser lo peor del mundo, pero eso no alcanza. El dolor se lo llevan ellos: podemos acercarnos, hablar, pero no sirve para nada. A mí lo de Passarella me pegó muy fuerte, nadie merece vivir algo así: yo veía las imágenes y me parecía mentira, me parecía que no era cierto que él, que su esposa, que su familia, estuvieran viviendo eso. Lo llamé varias veces después, sabiendo que no servía para nada. Pero para ponerme a disposición: todas nuestras discusiones son una idiotez al lado de eso, no tienen la más mínima importancia. Lo único que se me ocurre decirle es: Daniel, si me necesitas para algo, acá estoy…". Pero con esa historia, tan dolorosa, no quiero mezclar nuestros quilombos.
Para que nadie invente giladas, lo cuento todo: nosotros nos habíamos peleado en la concentración del América de México, en el Distrito Federal, donde vivíamos en la Copa del Mundo del '86. La historia fue así… Yo llegué quince minutos tarde a una reunión junto con los… rebeldes. Eso éramos, según Passarella, Pasculli, Batista, Islas… ¡Quince minutos tarde llegamos! Y entonces nos comimos un discurso de Passarella, con el estilo de él, bien dictador: que cómo el capitán iba a llegar tarde, que esto, que lo otro. Lo dejé hablar, lo dejé hablar… "¿Terminaste?", le pregunté. "Bueno, entonces vamos a hablar de vos, ahora", le dije.
Y conté, delante del plantel completito, todo lo que era él, todo lo que había hecho él, todo lo que yo sabía de él. Y se armó el lío grande, ¡grande, grande! Porque en aquella Selección, hay que decirlo, había dos grupos. Por un lado, los que apoyaban a Passarella. Su banda. Ahí estaban Valdano, Bochini, varios. Passarella les había llenado la cabeza y por eso decían que nosotros habíamos llegado tarde porque estábamos tomando falopa, y que esto, y que lo otro… pero, más que nada, por supuesto, eso de que estábamos tomando falopa y ésos éramos nosotros, mi grupo.
Entonces yo le dije:
–Está bien, Passarella, yo asumo que tomo, está bien…
Alrededor nuestro, un silencio tremendo. Yo seguí:
–Pero acá hay otra cosa: no estuve tomando en este caso… No en este caso, ¡mira vos! Y, además, vos estás mandando al frente a otra gente, a los pibes que estaban conmigo… ¡Y los pibes no tienen nada que ver! ¿entendiste, buchón?
La única verdad es que Passarella estaba queriendo ganarse al grupo de esa manera, sembrando cizaña, inventando cosas, metiendo palos en la rueda. Quería ganárselo desde que había perdido la capitanía y el liderazgo; lo tenía atragantado, lo tenía acá. Porque él fue un buen capitán, sí, y yo siempre lo dije. Pero yo mismo lo desplacé: el gran capitán, el verdadero gran capitán, fui, soy y seré yo.
Después de eso, cada vez que podía, él me jugaba feo, muy feo.
Lo agarró a Valdano, que es un tipo muy inteligente, a quien todo el mundo escuchaba, incluido yo, que era capaz de estar cuatro horas con él sin poder meter un bocadillo, y le metió en la cabeza que yo estaba llevando a todos a la droga. ¡Que yo estaba llevando a todos a la droga! Entonces me planté, en el medio de esa reunión, y en nombre de mis compañeros y en nombre mío, por supuesto, le grité a Passarella:
–¡Acá nadie toma, viejo, acá nadie toma!
Y lo juro por mis hijas que no tomamos, que en México no tomamos. Pero como estábamos sacando los trapitos al sol, se me ocurrió hacerla completa:
–A ver, ya que estamos… Estos dos mil pesos de teléfono que tenemos que pagar entre todos, porque nadie se hace cargo, ¿por llamadas de quién son?
Nadie saltó, nadie contestó, alguno miró el piso… No volaba una mosca. Lo que no sabía Passarella es que por aquellos tiempos, en 1986, parece que hace un siglo ya, las cuentas telefónicas en México tenían detalle: en la factura venían los números, uno por uno… Y el número era el de él, ¡hijo de puta! Ganaba dos millones de dólares y se hacía el boludo por dos mil. Eso sí que es tomarle la leche al gato.
Yo prefiero ser adicto, por doloroso que esto sea, a ventajero o mal amigo. Esto de mal amigo lo digo por la historia que terminó de alejarme de él y terminó también de formar la verdadera imagen de Passarella para los demás: cuando él estaba en Europa, todo el mundo comentaba que se escapaba a Monaco para verse con la esposa de un compañero, de un jugador del Seleccionado argentino… ¡Eso hacía y después lo contaba en el vestuario de la Fiorentina, como una hazaña! Entonces, cuando Valdano vino a pedirme explicaciones en México, en esa reunión, por lo de la droga, y también a darme una filípica, que yo no podía hacer esto, que yo no podía hacer lo otro… yo lo paré en seco. Le dije:
–Pará, Jorge, la reputa que te parió; vos, ¿del lado de quién estás? ¿Acá lo que te cuenta Passarella es verdad y lo que te cuento yo, no?
Entonces él me dijo:
–Bueno, está bien, contame…
Ya me había calmado:
–No, espera, vamos a la reunión…
Allá fuimos, y en la reunión, con Passarella presente, conté todo lo que sabía de él y se hizo un silencio profundo… Hasta que saltó Valdano:
–¡Vos sos una mierda!-le gritó al Kaiser.
Ahí se rompió todo. Ahí le agarró la diarrea, el mal de Moctezuma, cuando la realidad era que todos meábamos por el culo. Ahí le dio el tirón, ésta es la verdadera historia.
Por eso es que yo digo que lo desafío a Passarella a encontrarnos en el Monumental, sin un hincha de Boca alrededor, a hablar de todo, frente a frente, en una mesa, como si fuéramos a jugar un truco de dos. Pero no se trata de eso, ¿eh? Se trata, mejor, de hablar de compañerismo, hablar de disciplina, cuando él, en las concentraciones ponía mierda en los picaportes de las habitaciones. Lo invito a hablar del pelo largo, cuando yo hice doscientos goles con unos rulos que parecían el casco de Schumacher y nunca se me cruzó por la cabeza decirle a nadie: "…No me pidan que cabecee…". ¿Y Kempes? ¿Por qué fue compañero de Kempes en el 78? En una de ésas el gran capitán se hubiera quedado sin la Copa si no era por Marito. A hablar de todo, lo invito.
A hablar de mujeres, ¡de mujeres!, y a hablar de fútbol. A hablar de droga, ¡de droga! ¡A hablar de lo que quiera, de lo que quiera!
Porque él dice que de mí no habla, que conmigo no habla, pero él sabe muy bien que no es quién para venir a decirme a mí nada de la droga. Porque si vamos a hablar de eso, tendremos que remontarnos a un proceso muy largo y muy viejo en el fútbol argentino, de una época en la que él jugaba y yo no, de una Copa Libertadores que yo nunca jugué y él sí, varias veces… ¿Y soy el único drogadicto, yo?
Una vez, cuando era presidente, Menem me invitó a conversar de este tema, que parecía ser sólo mío en la Argentina, con Passarella. Una reunión para charlar de todo, y también de la droga. "Cuando quiera, presidente, cuando quiera", le dije. Pero Passarella nunca apareció, parece que no se animó.
Para que quede clarito, esto: Passarella, si vos no querés que te ensucien, no ensucies; si yo conocí la droga en el fútbol, fue por vos, ¡fue por vos! Entonces, claro: De Maradona no hablo. Porque si él habla y yo contesto, se pudre todo.
Ni con Passarella ni con Ramón Díaz me pelié por el tema de mi adicción a las drogas, nada que ver. Somos hombres y, con droga o sin droga, podíamos pelearnos a muerte por otras cosas. Hombres como Bilardo y Menotti, que están lejos de las drogas, también se pe-learon entre ellos sólo por tener ideas diferentes. ¡Y de fútbol!
Esto, todo esto que estoy escribiendo, no es de buchón: esto se lo quise decir siempre en la cara a Daniel, pero nunca me atendió. Pero se acabó: quiero terminar con esta historia de que Maradona inventó la droga en el fútbol argentino: a mí me agarraron con cocaína y eso no es ventaja, ¡es desventaja! Pero cuando la droga se usó en el fútbol argentino, ¡se usó para correr! Fue para estar a la misma altura de los alemanes, fue para ganar la Copa Intercontinental, para ganar la Copa Libertadores… Para jugar, por lo menos, esa bendita Copa Libertadores que yo nunca pude jugar.
Y otra cosa: si a mí me designan técnico de la Selección, pero a cambio de eso tengo que meterle la mano en el bolsillo a los jugadores, digo que no. Y eso hizo Passarella cuando fue técnico, ¿eh? A ver si se entiende: en la Selección no se gana plata y vos no podes aceptar que, encima, la AFA te ponga trabas para que recaudes algo por otro lado. Porque eso yo lo viví, ¿eh?: cuando salí campeón, en México '86, gané 33.000 dólares, ¡33.000 dólares! Mientras mi amigo Ciro Ferrara, en Italia '90, salió tercero en la Copa del Mundo que organizaba su país y ganó ¡220.000 dólares! O sea, paremos la mano acá: yo quiero la gloria, dámela, pero no me metan la mano en el bolsillo, querido. Y eso hizo Passarella, que cuando asumió de técnico tomó dos medidas fundamentales: hacerles cortar el pelo a los jugadores y echarle la culpa de todas las derrotas a las gorritas con publicidad y a los contratos con la televisión. Si eso no es meterle la mano en los bolsillos a los jugadores, ¿qué es? Es decir, dejó que la AFA tomara medidas para que el plantel ganara menos. Mientras tanto, eso sí, él tenía un contrato de la puta madre y los jugadores casi tenían que pagarse los pasajes cuando viajaban desde el exterior
Passarella dijo: ¡Basta de gorrito, basta de publicidad, basta de pelo largo!, como si las gorritas jugaran a la pelota, como si él no hubiera salido campeón del mundo gracias a Mario Kempes, que tenía una melena que le llegaba a la cintura.
A mí me dio mucha pena que, por mi culpa, porque decían que yo era el símbolo de todos los desarreglos del fútbol argentino, lo eligieran a él como técnico, como sinónimo de disciplina y de orden. ¿¡De disciplina y de orden, Passarella!? ¡Por favor! En una de ésas, disciplina y orden es untar con mierda los picaportes en las concentraciones, para divertirse con los compañeros… ¡Eso es el orden y la disciplina de Passarella!
Si yo tuviera que elegir a un técnico para que me dirija, me quedaría con el Flaco Menotti. Por sabiduría… Las cosas que él decía a mí me pasaban. Te hablaba y te quedabas mudo, y salías a la cancha y te sentías orgulloso de lo que intentabas hacer.
Y Bilardo… Carlos es como un padre para mí. Alguna vez dije que me gustaría que mis hijas tuvieran sus principios. Me ayudó mucho y nunca voy a terminar de agradecerle que confiara en mí como confió: fue decisivo para mi carrera.
Eso sí: siempre tuvo una actitud, más allá de lo futbolístico, que a mí nunca me gustó. Nunca dejó que ganaran plata los demás, los que estaban con él. Se le fue Pachamé, se le fue Echevarría… ¡y toda la plata para él! El propio Echevarría, que era su mano derecha y una de las personas más buenas que yo conocí en el fútbol, necesitó que Basile le diera una mano, que se lo llevara al Atlético de Madrid cuando el Profe, pobre, ya estaba muy enfermo.
Y otra cosa: tampoco me quiso explicar nunca, nunca -y yo lloré mucho por eso- por qué lo dejó a Valdano afuera del Mundial de Italia. Porque yo, ¡yo!, le fui a pedir a Valdano que intentara el regreso, después de su hepatitis, y se retirara del fútbol como lo que es, un grande, ¡un grande de verdad! Yo se lo pedí delante de Jorgito, su hijo. Y yo sentí que los traicioné a los dos cuando Bilardo lo dejó afuera… Sé que hay muchas sospechas, sé que a Valdano lo relacionaban con mis reclamos gremiales desde México '86, cuando juntos denunciamos que era criminal jugar al mediodía sólo porque la televisión lo pedía. Pero a mí me dijeron que Valdano no rendía, eso me dijeron. Y nosotros teníamos lesionados a dieciocho, ni yo podía jugar. Lo único cierto es que por alguna razón Valdano no tenía que estar en aquel plantel y yo nunca pude enterarme de la verdadera historia.
Eso es lo único que me duele en el balance de mi relación con Bilardo. Como con Menotti me duele que me haya robado el orgullo de jugar el Mundial 78. Pero, igual, al Narigón lo quiero como a un padre y al Flaco lo admiro.
Ninguna de esas dos cosas, por supuesto, puedo decir de Joáo Havelange. Es otro tipo con el que nos separamos al nacer. Orígenes distintos, relación imposible, por más que él diga que me quiere como a un hijo, a un nieto, a un bisnieto… No le creo nada. Nada. El solo, con su historia, me dio la oportunidad de definirlo con pocas palabras, como a mí me gusta hacerlo cuando me cruzo con alguien que no me gusta nada de nada: fue jugador de waterpolo… Me la dejó picando, en la línea, la toqué de rabona para meterla: "Perdón, don Joáo, ¿waterpolo? ¿Y entonces por qué no es presidente de esa federación en vez de la nuestra". Claro, era la voz de un futbolista, y la voz de un futbolista, en la FIFA, no vale un mango. Si lo nuestro empezó al nacer, creció en México, cuando ellos, que estaban en palcos con aire acondicionado o con negros abanicándolos, nos hacían jugar al mediodía… Ojo, aquello no era Fiorito, ¿eh?, era mucho mucho peor. Y lo que no terminaba de cazar el cabeza de termo de Havelange era que yo no quería ni quiero arruinarle el negocio, ¡no! Al contrario… Pero quería que entendiera, sí, que la clave de todo ese negocio, de todo ese espectáculo, éramos nosotros, los jugadores. Y eso es lo que voy a seguir intentando desde nuestro sindicato: que nos escuchen.
Y digo esto: de mí saben todo, hasta confesé lo más grave que me pasó en la vida, como es mi adicción a la cocaína. Pregunto: ¿De Havelange? ¿Qué se sabe? Yo, lo único que sé es que tiene una línea de colectivos que se llama… ¡cometa!
Yo hubiera querido creer en él, de verdad. Pero después de aquel penal en el Mundial de Italia, del doping en Estados Unidos, me deja sin esperanzas. Me defraudó, creí que yo ya había pagado mi pena con aquello de Italia. El sabía que lo que yo había consumido no servía para nada pero igual me dio por la cabeza sin asco… Creí que a había pasado ese rencor contra Maradona, también después de lo de Sevilla. Pero no, no… Y eso me duele en el alma. Si hay un Dios dentro de él, se tendrá que replantear todo lo que hizo. El siempre se guió por los papeles, sin pensar que detrás de todo siempre hay seres humanos, una familia, un pueblo. Sobre todo, un pueblo. Por eso me calenté tanto cuando lo recibieron en la Argentina como a un héroe, después de Italia '90: allá, en el palco, yo no había ni querido darle la mano, él tenía la culpa de mis lágrimas, que no eran sólo por la derrota. Me dolía más la injusticia. Y Havelange, en mi paso por el fútbol, fue la cara de la injusticia. Una sola cosa me deja la conciencia en paz: pensar en cuánta gente se acordará de él cuando el tiempo pase, y cuánta gente se acordará de mí: ¿Havelange o El Diego? Ustedes tienen la respuesta.
Sentía que la Selección era traicionada, todo el tiempo.
Cuando al fin me fui de vacaciones a Polinesia después del '86, tal como se lo había prometido a Claudia, me imaginé que todo sería color de rosa. Me equivoqué, ¡cómo me equivoqué! ¿La verdad? Aquella vez a mí se me escapó la tortuga… No, con Claudia la pa-samos fenómeno, las playas eran una maravilla, despunté el vicio con unos buenos picados en la playa -los matamos a unos holandeses- y la cantidad de autógrafos que tuve que firmar no fue tan grande como podría imaginarme. El problema estaba en otro lado, el problema era que aquella bandera que apareció en una tribuna del estadio Azteca, después de la final, era sólo eso, una banderita: PERDÓN, BILARDO, GRACIAS. ¿Perdón, gracias? ¡Las pelotas! No sé, sería una marca registrada, o una mancha de ésas que no salen, pero lo cierto es que aquél siguió siendo un equipo perseguido… Campeón del mundo indiscutible, sí, pero perseguido igual.
Con el Napoli me iba bien, marchábamos hacia el segundo scudetto y también apuntábamos a la Copa Italia. El tema era… el Seleccionado. A los seis meses de la vuelta olímpica, todavía andábamos dando vueltas, sí, pero con los premios. Que si Ríos Seoane, que era presidente del Deportivo Español, cumplía o no cumplía, que era poco, que era mucho, un disparate. Entonces me planté y mandé mensajes muy fuertes desde Italia. Armaban partidos amistosos, supuestamente para pagarnos, y a mí nadie me informaba ni me consultaba… Yo quería jugar en todos los partidos del Seleccionado, como siempre, pero también quería hacer respetar mi capitanía y que respetaran a los jugadores que habían ganado el Mundial. Eran detalles, pero yo les daba mucha importancia: Bilardo, por ejemplo, me preguntó si quería jugar la Copa América del '87, en la Argentina, con seis meses de anticipación, y yo le dije que sí, me comprometí aunque sabía que iba a ser al final de una temporada agotadora; Grondona, en cambio, me debía una charla, porque parecía que para él, con ganar la Copa ya estaba todo listo. Y yo quería ser absolutamente honesto: cuando mis compañeros necesitaron una respuesta de Maradona, la tuvieron, siempre, aun cuando nos acusaran de peseteros, como dicen en España a los que sólo piensan en el dinero. Nosotros queríamos hacer valer nuestros derechos, nada más, y aparecían los moralistas de siempre, tan argentinos: ¿Cómo puede ser? Con el país como está, ¡éstos quieren ganar la plata fácil! No, no, nada que ver, nada que ver: yo jugué en México sin pensar en ningún momento en la plata, pero hubo un arreglo que, a mi entender, no fue respetado… Y también estaba muy caliente, en ese momento, con Bochini, que había declarado por ahí que no se sentía campeón del mundo, pero bien que se había presentado a cobrar el cheque, por chiquito que fuera, y primero que nadie, ¿no? Por lo menos, que hubiera ido quinto…
De todo eso hablé con Grondona en una reunión que tuvimos en Roma, en marzo del '87. Con Julio éramos así, calentones los dos, pero nos terminábamos entendiendo. Aparte, me dio todas las respuestas que necesitaba. Aquella noche, el Seleccionado jugó un amistoso contra la Roma y perdió. Ya empezaba la lucha otra vez, había que levantar el edificio de nuevo.
A mitad de año, fin de la temporada en Europa, estaba fusilado pero con todos los títulos en el bolsillo: era campeón del mundo, campeón de Italia, con scudetto y Copa para el Napoli, algo que no se daba en el Calcio desde hacía quince años. Estaba fusilado y me sentía ganador, pero no podía decir que era feliz, futbolísticamente hablando. No lo niego: pensaba en los que me atacaban diciendo que no había ganado nada, ¿dónde se estarían me-tiendo las palabras en ese momento? Pero me dolía que, como equipo y ante todos, ante los periodistas y la gente, tuviéramos que empezar todo de nuevo.
¿Qué había pasado? Nada, que jugamos un partido contra Italia, en Zurich, a un año del Mundial, el 10 de junio de 1987, y perdimos 3 a 1, nada más que eso… Pero volvieron las críticas, las dudas, todo, calcado, calcado… Me acuerdo, como si fuera hoy, que ahí me encontré con Pelé: nada de polémicas, cada uno en lo suyo. "Yo nunca quise ser más grande que él", declaré, y nos sacaron una foto dándonos la mano, también con Altobelli, que era el capitán de Italia. Lo único positivo de aquel partido fue que lo conocí al Cani, a Claudio Paul Caniggia. Mi hermano el Turco había compartido algunos entrenamientos con él, y me había hablado maravillas, así que apenas lo vi, le dije: "Yo a vos te conozco bien, nos vamos a entender". Pero Bilardo lo hizo entrar por Siviski recién faltando cinco minutos. Ya me veía venir que empezaba otra pelea por ese tema: Cani es, para mí, como… como un amigo del alma, eso es.
La cosa fue que, más allá de todo, los periodistas nos pegaron sin piedad y a mí me dolió mucho, siento todavía ese dolor: volvían los fantasmas, éramos otra vez los que no le podíamos ganar a nadie. Nadie aceptaba que estábamos empezando de nuevo, con chicos debutantes. Yo mismo quería y no podía. Dije entonces: "Quería comunicarme con Funes y no me salía, acababa de conocerlo. Había leído algunas notas de Funes, pero nada más. Yo no podía decirle Juan, ¿me entendés? Lo mismo con Goycochea, yo le decía Goycochea en lugar de Goyco o Sergio. ¿Y con Siviski? Jamás lo había visto jugar, no sabía nada de él o de ese atrevido de Hernán Díaz… ¿Viste lo audaz que es ese tipo? Pero, claro, me los pre-sentaron en Zurich. Ahora, cuando nos encerremos todos en Ezeiza para la Copa América, pensé que iba a ser distinto, y ojo que ésta no es una excusa por la derrota. A mí las excusas no me interesan. Digo y repito que en el primer tiempo contra Italia fuimos un desastre…". Así estábamos, así llegamos a la Copa América.
Yo estaba saturado, cansado, sí, pero cansado mentalmente.Desde mis vacaciones en la Polinesia, después del Mundial yo no había parado. Hubo un amistoso contra Paraguay, antes del inicio de la Copa, para recaudar fondos para el gremio. Para Futbolistas Argentinos Agremiados. Y yo no lo jugué porque no daba más ¡Me mataron! Y yo había comprado las entradas, había querido colaborar de alguna manera. Pero no podía entender, no podía aceptar, que a la Selección campeona del mundo, con o sin Maradona fueran a verla solamente diez mil personas, no lo podía creer. Muerto y todo, quería jugar la Copa América, quería ganar algo para mi país en mi país, para que nos aceptaran de una vez por todas… Bueno, está claro que nada salió como yo soñaba.
Yo, físicamente, no estaba para jugar. Tenía tendinitis de aductores y el doctor Madero me había dicho que, para recuperarme medianamente bien, tenía que hacer reposo absoluto durante dos semanas… ¡Dos semanas! El partido contra Perú estaba ahí nomás, así que jugué igual. Anduvimos, pero empatamos 1 a 1; aquella vez, Reyna no me persiguió por toda la cancha, pero se turnaron entre varios para cagarme a patadas. Terminé muy golpeado y encima me atacó una gripe tremenda, y el frío que hacía en Ezeiza, donde estábamos concentrados, en el Sindicato de Empleados de Comercio, no me ayudaba para nada… Ni siquiera pude ir al festejo por el aniversario del título del '86. No me entrenaba, pero contra Ecuador, en el segundo partido, igual estuve. Ganamos 3 a 0 y por fin Bilardo se decidió a ponerlo a Caniggia, en el segundo tiempo: un gol de él, dos míos y los liquidamos. Cani era una cosa terrible y Bilardo, no sé, tenía como una negación con él. La gente lo pedía, habían colgado una bandera en la tribuna que decía: BILARDO, NO HAGAS COMO MENOTTI CON MARADONA Y PONÉLO A CANIGGIA. Lo bueno era que ya estábamos en las semifinales y lo malo era que mi gripe se había convertido en una terrible bronquitis, con fiebre y todo. No me faltaba nada.
Así salí a jugar contra Uruguay, con la tranquilidad de tenerlo a Cani al lado. Pero Francescoli y los suyos nos ganaron, nos ganaron bien. Perdimos 1 a 0 y nada, listo, afuera. Nos quedaba el partido por el tercer puesto, pero a mí nunca me gustó jugar por eso, ¿para qué? Lo hicimos sólo por respeto hacia la gente, pero se nos había roto el alma… Colombia nos ganó 2 a 1 en un Monumental raro, que nadie podrá olvidar: era tanta la niebla que había, tanta, que yo ni vi el gol de Cani, el del descuento. No sé, pero me parece que en esa niebla quedó envuelta la imagen del equipo en aquella Copa América: una sensación de frustración, de fracaso, aunque tan mal no hubiéramos jugado.
No tardé demasiado en ponerme a punto otra vez, en desear la camiseta del Seleccionado de nuevo. Me tomé unas vacaciones, volví a Italia y acepté una invitación distinta: los ingleses me pagaron una fortuna, 160.000 dólares, para que jugara en Wembley, en la celebración del centenario de la Liga Inglesa. Me mandaron un avión privado a Verona y me depositaron en un hotel que estaba más cerca de Escocia que de Londres, pero que era lindísimo. Cada vez que tocaba la pelota, me gritaban como a los negros, "¡Uuuhhh!", pero enseguida, si tocaba bien, me aplaudían, como señoritos ingleses que eran. Claro, por aquellos tiempos, yo todavía hablaba de la mano de Dios. Mi anfitrión fue Osvaldo Ardiles, que en Inglaterra es Gardel, y es uno de los tipos, junto con Valdano, a los que yo más escuchaba. Pensando en aquello y con el paso del tiempo, hoy valoro más lo que viví en Alemania, en otro festejo, la despedida de Lothar Matthaus. En el 2000, con casi 40 años, los alemanes me recibieron como si estuviera en plena actividad. Me divertí yo y se divirtieron ellos; en definitiva, eso fue siempre el fútbol para mí. Qué cosa, casi siempre me queda la misma sensación: que afuera me quieren más que adentro, que en Alemania o en la China soy más respetado que en la Argentina. No importa. Ese partido que yo jugué en Munich, me sirvió para demostrar -y para demostrarme- que estaba vivo, ¡vivo! La verdad, jugué con un nudo en la garganta los 45 minutos. Y también pen-sando en los argentinos, todo el tiempo: porque soy y seré El Diego de ellos, de los que me quieren y también de los que no me quieren. Y jugar contra Lothar fue un placer: fue y será el mejor rival que tuve en toda mi carrera. Invitándome, me hizo sentir importante. Cinco meses después de estar muerto… estaba vivo. Y jugando a la pelota.
Pero, bueno, en aquellos tiempos, 1987, hice una pasada por la clínica del doctor Henri Chenot, en Merano y a la cancha… Con todo. Ya le había pedido a Bilardo que me reservara un lugar entre los dieciséis, por lo menos, para jugar contra Alemania, la revancha en Buenos Aires. Fue otro de esos viajes míos: partido en Italia el domingo 13 de diciembre (contra Juventus, 2 a 1), vuelo a Buenos Aires, partido el miércoles ante Alemania, y regreso inmediato para ponerme otra vez la camiseta del Napoli, el domingo 20 (contra Verona, 4 a 1). Valió la pena, una vez más: me sentía en deuda con el hincha argentino y aquel triunfo contra Alemania por 1 a 0, en la cancha de Vélez, cubrió un vacío grande. El país estaba mal, muy mal, y lo nuestro fue darle un cachito de felicidad, mi objetivo de siempre en una cancha. No que se olviden de lo que sufren o de lo que les pasa, no… Pero entregarles algo, una sonrisa, diversión. Aparte, le gané una pulseada a Grondona: yo le ha-bía pedido jugar en la cancha de Vélez, para sentir el calor del pueblo. En la de River no sabes si te están puteando o te están alentando, porque lo ven desde dos mil kilómetros; en Liniers, todo lo contrario, y metimos cincuenta mil personas: siempre digo que nos hubiera ido mejor en aquella Copa América si jugábamos de locales ahí. La cosa es que Burruchaga hizo el gol del triunfo y volvimos a sentirnos los campeones, los mejores… Eso sí: Bilardo me rompió tanto las pelotas que me asustó; no sé, estaba como pasado de vueltas, obsesionado, metiéndome presión como loco, cargando mucho sobre mí. Tuve ganas de decirle: "Carlos, pare un poco la mano", pero me lo guardé, me lo guardé. Lo dije en una nota, sí, y se armó un quilombo infernal, pero mi amor por la Selección podía con todo.
Tanto quería a la Selección que, ya en el '88, en abril, me arriesgué a jugar en una copa imposible, una cuatro naciones o algo así, en Berlín. Primero nos humilló Unión Soviética, 4 a 2, y después nos ganó Alemania, 1 a 0. A mí me daban una amargura tremenda esos resultados, por más que fuera en partidos amistosos… Me dolían como fanático de la camiseta argentina. Aparte, en Napóles ¡me querían matar!: claro, yo jugaba todos los partidos y aquella vez me quedé en Alemania para estar presente cuando jugábamos por el cuarto puesto, por nada. Encima, se nos empezaban a lesionar los grandes, Valdano, Batista, Burruchaga, Enrique, y Bilardo probaba con los pibes. Además, armar el equipo era una lucha: no le cedían los jugadores, vendían a los pibes a Europa apenas tenían un par de minutos en primera… Sentía que la Selección era traicionada todo el tiempo. Por eso quería estar siempre, aunque arriesgara mucho, aunque no pudiera con mi físico por la maratón de partidos. Lesionado y todo, volví a jugar contra España, en Sevilla, en un buen empate, 1 a 1: estaba muerto, desgarrado hasta en la lengua, pero no podía fallar, de ninguna manera, era demasiado importante. Se habían dicho muchas pavadas, como siempre, y yo sabía que si nos juntábamos todos íbamos a taparle la boca a todo el mundo. Y se dio: jugamos un tiempo de campeones. Pero como teníamos que rendir examen todos los días, y de treinta partidos jugar bien en treinta y uno, la lucha continuaba. Quería meterles a los pibes nuevos la vieja idea de una Selección luchadora, porque no quería que nos pasara algo así en el Mundial de Italia, que ya se nos venía encima.
Había un escalón previo, sí, otra Copa América que yo buscaba con ansias de revancha, esta vez en Brasil. Otra vez le había prometido con anticipación mi presencia a Bilardo: fue después de aquel 4 a 1 espectacular contra el Milán, casi medio año antes, el 27 de noviembre del '88; se lo dediqué y le aseguré que mi próximo objetivo era ése… Estar allí con lo mejor de lo mejor, con la camiseta del Seleccionado.
Como si fuera un foul del destino, una vez más no pudo ser. En el anteúltimo partido del campeonato italiano '88/'89, contra el Pisa, que ya había descendido, sentí un tirón en el muslo de la pierna derecha, cuando apenas se había jugado un cuarto de hora, y tuve que salir. Fue aquel partido en el que algunos imbéciles me silbaron… Desesperado, lo llamé al doctor Oliva: tenía por delante la final de la Copa Italia, con el Napoli, y el viaje a Brasil, para sumarme al Seleccionado. El músculo me dolía una barbaridad Y Oliva estaba convencido de que era un consecuencia de mi problema crónico en la cintura. Esos me putearon, pero el tordo me dijo que, si hubiera seguido, me mandaba la cagada del siglo: ahí si que chau Copa América.
En esos tiempos yo decía, en joda, que me lesionaba tanto porque estaba viejo. Pero la verdad es que tenía una seguidilla de partidos terribles: a esa altura del año, en junio, entre una cosa y otra ya cargaba con 57. Y encima, ya sabía que el pobre Bilardo tenía que volver a bailar con la más fea: recién nos iba a poder juntar a todos en Goiania, tres días antes del debut, contra Chile. Y en mi caso, había jugadores a los que ni siquiera conocía, como el Pepe, José Horacio Basualdo. Eso sí: sentía una satisfacción enorme porque el Narigón había convocado a mi hermano, el Turco, que estaba en el Rayo Vallecano y había sido elegido por los periodistas españoles como el mejor jugador de la segunda división. También, cierta tranquilidad porque Brasil vivía problemas parecidos a los nuestros: lo veía de cerca a Careca y el pobre estaba tan golpeado como yo.
Igual, no veía la hora de estar con todos los muchachos, conocer a los que para mí eran nuevos, como Balbo o Alfaro Moreno, por ejemplo, y tirarme de cabeza a la Copa. Era un sueño. Como volver a Boca y jugar y ganar una Libertadores: la Copa América era un sueño. Además, era importante porque yo estaba convencido de que ahí se iba a definir el equipo que jugaría de arranque en Italia '90. Bilardo me hablaba de Basualdo, de los pibes que pintaban. Y yo confiaba en Caniggia, que ya se había recuperado de la fractura sufrida en Verona y que yo mismo había pronosticado, lamentablemente. Era un pibe y lo maltrataban, adentro y afuera de la cancha: como yo, era un chivo expiatorio, le tiraron por la cabeza que vendía droga, cuando él lo único que vendía, y muy bien, era fútbol. Como yo decía en aquellos tiempos y podría repetir ahora: "¿Por qué es chic que los jugadores de rugby vayan y se pongan en pedo en una disco como New York City? Un futbolista toma una Coca-Cola y ya es un borracho… Entonces, vamos a parar con esto, con Claudio se ensañaron todos y a mí me puso muy loco". ¡Qué loco, justamente, lo dije hace más de diez años y podría repetirlo ahora! Tan incoherente no soy, parece.
Incoherente pudo haber sido, sí, soñar con la Copa América cuando sabía, sinceramente, que no estaba ni para asomarme a la cancha. Me agarró a contramano, tanto que llegué a sentirme ridículo estando ahí. Tenía razones, ¿eh?: aquello de armar el grupo para la Copa del Mundo, el reencuentro y el encuentro con todos los muchachos, no fallarle al Narigón, que era un verdadero hijo de puta a la hora de presionar, pero hijo de puta en el sentido en que lo digo yo, como un elogio. Me las rebuscaba, sobre todo gracias a la magia del doctor Oliva, que me había despedido de Europa casi en muletas, pero entre la cintura y los tirones, no daba más. Estaba lejos de mi nivel, y como dije en pleno torneo: "No como vidrio, no estoy… ni voy a estar". Por un lado, eso me daba cierta tranquilidad: si finalmente ganábamos la Copa, no iba a decir que era por mí, le iban a dar al equipo el elogio que se merecía. A mí me daba bronca cuando se decía que el Mundial se había ganado por mí, cuando todo el grupo había trabajado como loco, adentro y afuera de la cancha.
No la ganamos, claro, pero no fue culpa mía ni de los muchachos. Arrancamos bien, le ganamos 1 a 0 a Chile, el 2 de julio, con un gol de Caniggia. Después, fuimos una lágrima contra Ecuador, Bilardo nos quería matar y con razón: nos habló durante dos horas, no volaba ni una mosca… Dábamos pena.
Nos ilusionamos un poquito cuando le ganamos a Uruguay, el 8 de julio. Pero fue sólo eso, una ilusión. La realidad nos pegó bien duro: nos bailó Brasil, aunque si se metía el pelotazo que les mandé desde la mitad de la cancha y rebotó en el travesaño la historia pudo haber cambiado; nos bailó Uruguay, que se tomó su buena revancha, y chau Copa América. Para mí, lamentablemente, para siempre.
Al final, dije lo que sentía, que un tercer puesto para un campeón del mundo era poca cosa, nada. También que nos faltaron tiempo, estado físico y suerte. Fundamentalmente, suerte, porque si entraba aquel tiro que pegó en el travesaño, la historia podría haber cambiado… Insólitamente, en la intimidad, cuando todo terminó, volví a sentir algo parecido a lo de la Copa América anterior, en la Argentina. No la habíamos ganado, la imagen que había quedado era mala… pero otra vez se había armado un grupo. Otra vez estábamos los odiados, los desplazados, los elegidos de Carlos Bilardo, unidos contra todo. Así pensábamos afrontar Italia '90.
Éramos carne de cañón, éramos carne de cañón
porque habíamos sacado a Italia.
Podía presentirlo, por todo lo que había sucedido en el '89, pero nunca imaginé que mi vida futbolística pasaría por todo lo que pasó en Italia durante 1990.
No había sido fácil mi regreso a Napóles, después de la Copa América de Brasil y de mis vacaciones, prolongadas por una rebeldía anunciada. No había sido fácil: yo les había pedido que me vendieran, para cambiar de vida, y no lo habían hecho. Cuando hablo de cambiar de vida, quiero decir que necesitaba un respiro: un fútbol que no me exigiera tanto, una ciudad que no me agobiara. Yo siempre hablaba de una villa, de una villa… No me refería a Fiorito, claro, sino a una casa de esas con parque, con pileta, que en Napóles no podía conseguir y en otros clubes de otros países, sí. No era tan difícil de entender, me parece, y los que no lo entendían, bueno, que le devuelvan la cara al perro.
No me quedaba otra que ponerme en marcha y, una vez más, sacaba fuerzas desde donde no tenía y también de la bronca -que sí tenía- para empezar de nuevo. A mi manera… Primero, tomándome mi tiempo, esos últimos meses del '89. Después, sí, lanzándome con todo, como si lo hiciera desde un tobogán, con esa fuerza, pero al revés, para arriba. Con Fernando Signorini al lado y un ritmo de entrenamiento que me permitió dos cosas: primero, conseguir el segundo scudetto con el Napoli; segundo, llegar a Italia '90 en unas condiciones físicas que no tenía ni siquiera en México '86, con cuatro años menos. Obvio, ahora tenía cuatro años más y eso no era nada malo, sobre todo si la suma daba 29, ni viejo ni joven: experto.
Quizás por eso, porque no era uno más, me animé a llamarles la atención a todos por algo que había pasado en el sorteo del Mundial. No era que quisiera buscar roña, pero yo quería que me explicaran y que también les explicaran a todos lo que había pasado. Resulta que antes del sorteo habían dicho que, para evitar que Colombia y Uruguay cayeran en las zonas de la Argentina y de Brasil, que eran cabezas de serie, el primer europeo le tocaba a la Argentina y el primer sudamericano a Italia, ¿está claro? Bueno, la cosa es que salió Checoslovaquia y, en vez de caer con nosotros, terminó con los tanos. Y a nosotros nos enchufaron a la Unión Soviética. Pedí que me explicaran, nada más, y se armó un quilombo gigantesco… Eso lo dije antes del último amistoso del '89, que jugamos el 21 de diciembre contra Italia, en Cagliari. Empatamos 0 a 0, pero no fue lo más importante del viaje. Ni siquiera lo fueron mis declaraciones explosivas… Lo que más me sacudió -a mí y a todos los que fuimos del grupo, que se volvía a reunir después de la Copa América de Brasil- fue una visita que organizó el tordo Madero a un hospital (el Regional Microsisténico), donde había internados cuarenta pibitos enfermos de cáncer y leucemia. "Dios mío, qué chiquitos que somos ante tanto dolor", fue lo único que se me ocurrió decir.
La cosa es que en el arranque de aquel '90 inolvidable por muchas cosas, me invitaron, como tantas otras veces, a un programa de televisión. Al conductor se le ocurrió decirme: "Diego, faltan 106 días para el Mundial". Y yo le contesté: "¿106 días? Cuando falten 90, empezamos…".
La verdad es que a tres meses y tres días de la inauguración de la Copa del Mundo yo me arrastraba por culpa de mi problema en la cintura, al punto de que llegué a decir, después de un entrenamiento en Soccavo, el sábado 3 de marzo: "Sí, puedo correr, las infiltraciones en la cadera me hicieron bien; pero puedo correr como lo haría mi papá y en esas condiciones perjudicaría al equipo".
Me refería al Napoli, por supuesto. No jugué durante dos fechas y después, sí, arranqué con todo. A partir del domingo 11, cuando estuve contra el Lecce, no paré más, no paré más… Por culpa de las lesiones que no me dejaban entrenar, tenía de seis a ocho kilos por encima de mi peso ideal. Entonces empecé una dieta que me envió el doctor Herni Chenot, desde Merano. En pocos días, bajé entre cuatro y cinco kilos. Viajé a Roma para ver al profesor Antonio Dal Monte, director del Instituto de Ciencia Deportiva del CONI, que ya me había atendido antes de México '86 y que también había trabajado con el ciclista italiano Francesco Moser, que batió el record de velocidad en México. Durante un día entero me hizo todos los tests imaginables, usé todas sus máquinas, que eran espectaculares, y recién a la noche me subí a mi Mercedes Benz plateado y me volví a Napóles, cansadísimo pero contento… A partir de ese momento, todos los lunes repetía el viaje.
En medio de esa preparación, jugué tres amistosos: contra Austria, contra Suiza y contra Israel, un clásico nuestro antes de cada Mundial: empatamos los dos primeros (1 a 1) y ganamos el segundo (2 a 1). El encuentro con los israelíes ya era nuestra cábala: había sido el último amistoso antes del Mundial que habíamos ganado y debía ser el último antes del que queríamos ganar.
De ese viaje tengo un recuerdo imborrable, más allá del fútbol y de las broncas: visité el Muro de los Lamentos, me arrodillé como uno más ante esa pared, pero terriblemente impresionado por los soldados armados que había alrededor… Terriblemente impresionado: no podía entender que en un lugar como ese se respirara tanto odio. Y, sí, también ahí me pidieron autógrafos: los firmé todos, con una kipá en la cabeza, que no me quedaba nada mal.
Si algo malo sentía, era una sensación interna: yo todavía no me sentía a punto, aunque seguía dándole duro al plan de Dal Monte y de Chenot. Pero lo peor era que no sentía bien al equipo, que nos faltaba algo… Para mí, nos faltaba un definidor y estaba convencido de que era Ramón Díaz. Pero no estaba en mis manos decidirlo. ¡Si Bilardo ni siquiera lo quería poner a Caniggia, que era mi pollo! Aunque en ese caso, sí, le di un ultimátum al Narigón: si lo sacaba a Caniggia, yo no jugaba en Italia '90.
Y otra cosa, todavía más grave, había pasado: Bilardo, al fin, lo había dejado afuera a Valdano. Entonces me descargué con todo: "Estoy triste porque lo de Jorge me llega en un momento muy especial, en el que estaba saliendo de un montón de cosas y procuraba alcanzar una serie de objetivos que me había propuesto y que solamente conocían Valdano, mi señora y muy poca gente más.
"Esto que hace Bilardo lo acepto, pero no lo comparto… Tuvo muchas oportunidades para decirle que se fuera de la Selección, pero de una mejor manera. Pudo hacerlo cuando se lesionó del tendón en Suiza, por ejemplo. Hasta le podía haber dicho que lo sacaba por viejo y que nosotros nos habíamos equivocado al pedirle que volviera al fútbol.
"No quiero contradecir a nadie, pero yo conocía a la perfección el estado físico de Jorge. Eso no lo pueden discutir ni Bilardo, ni Madero, ni el profesor Echevarría. Yo lo llevé a la clínica del doctor Dal Monte en Roma, donde pasó todos los controles del mundo ¿Que podía correr algún riesgo? ¿Y quién no? Nosotros arriesgamos siempre. Si me dicen que Valdano estaba un poco más predispuesto que otros por su larga inactividad, puede ser. Pero de haber estado mal no se hubiera recuperado desde Suiza hasta el día que lo dejaron afuera, en la forma que lo hizo. En la práctica del día anterior corrió más que todo el mundo; más que Sensini y Basualdo, lo que ya es mucho decir.
"Para mí no es un problema físico el motivo de la desafectación, sino que Carlos encontró otras variantes tácticas y eligió el peor momento para excluirlo. Con esta decisión no sólo mató a un jugador de fútbol, sino a una persona que le hacía muy bien al grupo. Y además, mató a otra persona que soy yo, por mi amistad con Valdano y porque junto con él, el Tata Brown y Giusti éramos los que manteníamos al grupo. Ahora, si me quedo solo, no sé qué podré hacer.
"Las pasé muy mal cuando me enteré de la decisión. Hasta estuve a punto de pedirle permiso para volverme a Napóles… Por eso decidí hacer venir a mi señora con las nenas y mi suegra, para que me acompañen.
"Esto sirve para que los argentinos que dicen que yo traigo a mis amigos a la Selección se den cuenta de que mienten. Valdano es mi amigo… Yo fui y le dije que volviera, Carlos fue y lo sacó de la casa y hoy lo excluye.
"No hablé con Carlos ¿Para qué? Hubiera sido discutir sin sentido ¿Qué podía pasar? Si lo hacía volver iban a decir que yo lo había impuesto y la verdad es que yo jamás impuse nada. Además hubiera significado minimizar el valor de Valdano. Y eso sería imperdonable… Esto me hizo tan mal que no sé si voy a volver a ser el de siempre".
Eso lo dije de un tirón cuando volvíamos desde Tel Aviv a Roma, a instalarnos de una vez por todas en el centro de entrenamiento de la Roma, en Trigoria. Esa sería nuestra casa en el mes siguiente y, como en México, yo pretendía que lo fuera hasta el final, hasta la final. En mi habitación, que tenía un balcón lleno de flores que daba a las canchas de entrenamiento, yo tenía música siempre al mango: eran tiempos de la lambada, y mi amigo Antonio Careca me había regalado un cassette espectacular.
Trigoria era un lugar hermoso, la verdad. Ubicado en las afueras de Roma, para llegar había que recorrer un camino muy lindo, con curvas y contracurvas, subidas y bajadas, rodeado de árboles… Ideal para usar mis dos Ferrari, por ejemplo. Yo las había llevado a la concentración por aquello de que me quería sentir como en mi casa. Las tenía en el estacionamiento y, cuando Bilardo me daba permiso, salía a dar una vueltas: iba hasta el Grande Raccordo Annullare, una especie de autopista que rodea toda la ciudad, como si fuera la General Paz de Buenos Aires, y volvía… Era un placer: el de la velocidad y también el de sentirme dueño de disfrutar de algo que me había ganado. Eso le molestaba a alguna gente, decían que tenía privilegios, que era un indisciplinado… ¿Y que? ¿El objetivo no era llegar bien? Bueno, eso, ese pequeño placer, a mí me ayudaba para llegar mejor: no jodia a nadie. Más importante que tener o no mis Ferrari en la concentración era que una gripe me había obligado a tomar antibióticos, y todo el trabajo de desintoxicación que había hecho, se pudrió un poco, pero de eso no hablaba nadie.
Además, todos decían: "La Selección depende de Maradona" o "La Argentina va a ganar sólo si Diego está bien"; bueno, yo sentía eso como una responsabilidad hermosa y también que no tenía alternativas; por eso quería estar bien, para ganar… Porque a los 15 años yo era el pibe que tenía que demostrar si valía; a los 20, si era cierto; a los 25, si me podía mantener como el mejor del mundo; a los 29 -ahí, en Italia '90- a ver si fracaso o no… Para todo el mundo, para los demás, para muchos periodistas, para varios caretas, para otros que lo único que deberían hacer es devolverle la cara al perro, yo vivía rindiendo examen; para mí y para los míos, no… Así de sencillo: yo sabía muy bien lo que valía y por aquellos días decía, como si fuera el slogan de una propaganda para la tele: "La Copa del Mundo me la van a tener que arrancar de las manos".
Para que así fuera, me había comprado una máquina impresionante de entrenamiento en 60.000 dólares. Con Fernando instalamos el "ergómetro isocinético" en el fondo de uno de los gimnasios de Trigoria. Servía para evaluar mis condiciones físicas, en detalle, y controlarlas. A esa altura, ya concentrados, en los primeros días de junio, la usábamos para trabajos de elasticidad, estiramiento. Y la cinta, que desde aquella época me volvía loco, me encantaba. Además, el doctor Dal Monte me había mandado especialmente a una masajista, Mónica, que todos los días me dejaba como nuevo. Para el primer partido tenía previsto llegar en mi peso ideal: 75 kilos y medio. Eso sí: dentro de la dieta sí incluí un asado organizado por mi viejo, ahí en Trigoria. Una carne asada por don Diego no podía hacer mal, todo lo contrario. ¡Qué grande, el viejo! Ese día del asado le hicieron una nota, creo que para la Cadena Caracol, de Colombia. Y cuando le preguntaron por mí, contestó: Yo le deseo que siga siendo como es. Y que sea feliz… ¡Qué grande, don Diego!
Lo único que no me dejaba ser feliz del todo, en realidad, era un tontería: mi dedo gordo del pie derecho… Me han pasado cosas en el fútbol, pero ¡estar mal por un dedo gordo! ¡La única vez! Pasó que en los partidos previos contra Israel y contra Valencia, sobre todo me habían dado, casualmente, varios pisotones ahí, justo ahí… Y la uña me había quedado a la miseria. En los entrenamientos sufría como un condenado: probé con infiltraciones, probé con algodones, probé con botines más grandes, pero no había forma.
En la práctica del jueves, cuando ya era 31 de mayo, no aguantaba más el dolor: era insoportable y tuve que salir. No podía entrenarme como yo quería. Al día siguiente volví a practicar y después de hacer un par de jugadas con Burru y meterle un gol a Goyco, me saqué los botines porque no aguantaba más del dolor. Enseguida se me vinieron los periodistas encima, un montón, y los paré en seco: "¡Por favor, ni se arrimen, no me toquen! Si alguno me roza el pie, ¡hago un desastre!". Tenía una calentura que volaba, tenía… tenía miedo de perderme el Mundial, ésa era la verdad. El Loco Bilardo no dormía a la noche pensando en mi uña.
El domingo 3 de junio a la mañana me fui con el tordo Raúl Madero hasta Roma, al Instituto de Dal Monte. Ahí me pusieron la famosa férula para cuidarme la uña. Era como un caparazón. Estaba hecha de fibra de carbono, con un material duro y liviano, que se usaba en aeronáutica; por eso yo decía que estaba hecho un avión, je, je… A la tarde volví a practicar media hora. El invento funcionó bastante bien, el problema era que se me salía del lugar. Faltaba hacerle unos retoquecitos.
El lunes 4 volví a viajar a Roma con Signorini para poner a punto la uña. Me volvieron a colocar la férula que tenía como seis centímetros y me la sellaron con un plástico que después de un rato de fricción se adhería a la piel. A la tarde jugué sin problemas. Valdano, que tenía que estar jugando y no trabajando como periodista en ese Mundial, escribió en el diario El País, de España: "No hay que preocuparse, el talento futbolístico más grande del mundo está guardado en un sitio perfecto: el cuerpo de Diego Armando Maradona. El depositario del tesoro -ese cofre de huesos, músculos y tendones que encierra incontables malicias futbolísticas- es en sí mismo una maravilla".
El martes 5 volví a correr en la cinta para unos estudios que me hacía Signorini. El miércoles 6 a la tarde jugamos un picado a muerte, como me gusta a mí. Después, Bilardo nos llevó para el medio de la cancha y ahí dio la formación: Cani iba de suplente… Todos lo sabían, yo quería que él jugara de entrada, pero no dije una palabra ni tampoco me molestó; sabía que si entraba en el segundo tiempo, podía hacer un desastre. Le tenía una fe bárbara.
Igual, jugar con Balbo me daba placer: para mí, cualquiera que se pusiera la camiseta argentina tenía que responder con todo.
Yo sabía que iba a recibir muchos silbidos en Milán, eran mis archienemigos. Pero también había recibido una llamada desde Napóles y ellos me pedían que no me preocupara, que los aplausos que iba a recibir en San Paolo, cuando nos tocara jugar allá, iban a tapar todo… Eso me emocionó mucho, porque yo sabía algo, mirando el cuadro de competencia: para una Italia ganadora, no había nada mejor que una Argentina eliminada.
El único problema nuestro es que, más que una concentración de un plantel, Trigoria parecía un hospital… Estábamos todos a la miseria: ya había quedado afuera Valdano, a último momento lo perdimos al Tata Brown, Giusti apenas si se podía mantener en pie, Ruggeri no podía más con una pubialgia, Burruchaga estaba entre algodones, el Vasco Olarticoechea lo mismo… Basta repasar los nombres para darse cuenta de que la columna vertebral estaba rota. No sé por qué, entonces, yo me tenía fe igual: tal vez porque creía que éramos un equipo y un grupo más potente que el del último Mundial. Otra vez, nadie confiaba en nosotros: los holandeses y los italianos hablaban demasiado, estaban convencidos de que ganaban ellos… Hasta los camerunenses decían que no les preocupaba Argentina.
El jueves 7, por fin, viajamos hasta Milán, para hacer el reconocimiento del campo en el Giuseppe Meazza. Entré, caminé hasta el centro de la cancha y me persigné. Después, fui hasta uno de los arcos y otro de los napolitanos de mi equipo, Tommasso Starace, me dio los botines que iba a estrenar al día siguiente… Yo ya tenía puesta la camiseta argentina, y no me la sacaría más. La combinaba con un jogging celeste, arremangado casi hasta las rodillas, como si fuera un pescador. Sabía que ahí la cosa no iba a pasar de putearme, aunque más que de hinchas, el lugar estaba lleno de una minas infernales: eran todas las modelos que al día siguiente iban a participar de la fiesta inaugural… ¡Parecía un desfile! Ahí, en la cancha, me encontré con Gianna Nannini, que era la hermana del piloto de Fórmula Uno, amigo mío. Ella también iba a participar de la fiesta, tenía que cantar el himno del Mundial, "Un estáte italiana". Pero lo que a mí me llamó más la atención, en serio, era lo blando que estaba el piso. Enseguida me vino a la cabeza el recuerdo de Mar del Plata, en el Mundial 78, cuando los jugadores pateaban y junto con la pelota volaban los panes de césped.
A la nochecita bajé a la sala de conferencias. Ahí me esperaban todos los periodistas y Carlos Menem, que era el presidente argentino. El estaba de corbata y yo seguía con la camiseta argentina; a mí me parecía fenómeno, eso… Dejaba más claro todavía de qué se trataba eso de que el gobierno me nombrara "embajador deportivo itinerante": yo seguía siendo un jugador de fútbol y si mi país se hacía conocido era por la forma en que yo jugaba, nada más, nada de poder. Por eso dije, con el pasaporte diplomático y el diploma en la mano: "Quiero decirle gracias al señor presidente por este pasaporte. No tanto por mí, sino por mi mamá y mi papá, que deben estar muy orgullosos por esto. Gracias. Voy a representar y a defender a la Argentina… en la cancha". A algún periodista amigo se le ocurrió preguntarme, medio en joda…
–Diego, ¿ahora habrá que decirte Su Excelencia?
-¡No!, si yo soy siempre el mismo.
Llegaba la hora de la verdad, la hora de salir a la cancha. Al día siguiente, viernes 8 de junio, en el vestuario, en las entrañas del Meazza, mientras afuera todos vivían la fiesta y se volvían locos con las mujeres que desfilaban, yo sentí un ambiente raro. En la piel, en el alma. No sé, un silencio demasiado grande, demasiado frío… Miré algunas caras y las vi pálidas, como si estuvieran cansados antes de salir a jugar. Me planté en el centro del vestuario, tomé aire y pegué el grito, bien fuerte, desde las visceras: "¡Vamos, arriba! ¡Vamos, carajo! Que esto es un Mundial y nosotros somos los campeones del mundo…". Tuve la sensación de que no había conmovido a todos y, como capitán, me sentí frustrado. Yo mismo, yo mismo les había dicho a todos que quien quisiera la Copa iba a tener que arrancarla de nuestras manos… Pero ahora sentía que no la teníamos tan agarrada.
Cuando salimos para la cancha, conmigo al frente, sentí una silbatina como pocas veces en mi carrera. Nos reventaban los oídos, pero a mí no me movía un pelo, al contrario: me daba más fuerza… Se sabe, jugar contra todo y contra todos era mi especialidad. Caminé unos pasos y busqué con la mirada el sector de la platea donde estaba mi familia y les tiré un beso.
Durante el himno, que casi no se escuchó por el abucheo de los italianos, traté de mantener la frente bien arriba y recorría la gente con la mirada. Después, cuando terminó, me volví a parar delante de la fila, delante de todos los jugadores, y volví a gritarles: "¡Vaaamos, carajo, vaaamos, ¿en?". Pero más de uno clavó la mirada en el piso.
Desde que arrancó el partido se me plantó al lado un negro grandote, el número cuatro, Massing. Primero me saludó, me palmeó y después… ¡me cagó a patadas! A los dos minutos, le metí un pase a Balbo, pero Abel no pudo definir; después tuvimos una llegada de Ruggeri, otra de Burruchaga, una más de Balbo… pero no vacunábamos, no vacunábamos, teníamos menos definición que los televisores de Villa Fiorito. Mientras tanto, a mí, Massing me había saludado de una manera muy particular: ¡con una patada en el hombro!
Pero faltando poco menos de media hora, el partido se acabó para mí: cuando vi que Camerún nos hacía el gol, me fui de la cancha, estaba pero no estaba… No podía creer que se diera una derrota tan tonta, tan injusta, esa derrota por culpa nuestra. Y no lo decía por Pumpido, ¿eh?, que no había podido parar el cabezazo de Omán Biyik. Lo decía por todos los que habíamos jugado: Camerún no nos había ganado, habíamos perdido nosotros.
Estaba acostumbrado a que pasaran muchas cosas en el fútbol, pero aquella derrota me sorprendió y me dolió, de verdad. Camerún nos había pegado mucho, pero hablar de eso era poner excusas: en todo caso, era un problema de los arbitros, que seguían sin defender a los habilidosos. En el Mundial del Fair Play, empezaban cagándonos a patadas… Sigo pensando, hoy, que si hubiéramos acertado en la definición, ese partido terminaba en goleada para nosotros. Y también que si Caniggia hubiera estado desde el principio, la historia era otra, muy diferente.
Me tocó el control antidoping, por supuesto, ¿¡cómo no me iba a tocar el control antidoping a mí!? Después marché a la conferencia de prensa, a poner la caripela. Fui irónico, es cierto, pero creo que dije una gran verdad: "El único placer de esta tarde fue descubrir que, gracias a mí, los italianos de Milán dejaron de ser racistas: hoy, por primera vez, apoyaron a los africanos…". Fui el último en subirme al micro, media hora más tarde que los demás, y marchamos hacia el aeropuerto, para volar hasta Roma. En aquel pequeño trayecto no escuché nada, una sola voz, no volaba una mosca… Creo que estábamos todos muertos, muertos de vergüenza.
Nada nos salía bien, porque en el aeropuerto nos avisaron que teníamos que esperar: había tantos aviones privados en la pista, con presidentes, dirigentes y capos que habían presenciado el partido inaugural, que nuestro vuelo se retrasaba más de dos horas. Las aproveché para charlar con Claudia y, también, para recargar las pilas. En esas dos horas me cambió el ánimo, recuperé la motivación. Y cuando subí al avión, ya era otro.
Tan cambiado estaba, que lo paré en seco a Bilardo cuando vino con una historia increíble: Muchachos, acá hay dos soluciones, después de esto… O llegamos a la final, o que se caiga el avión cuando volvemos para la Argentina. ¡Bilardo y la concha de tu madre! ¡Que no se caiga el avión un carajo! Mejor… lleguemos hasta la final.
Todos nos veían afuera del Mundial, pero yo no. Se venía Unión Soviética, nuestro primer partido en Napóles, donde íbamos a ser locales, ahí sí. Ahí no nos silbaron el himno, nos aplaudieron todos… Me acuerdo que viajamos desde Trigoria, el día anterior al partido, el miércoles 13, en nuestro bus oficial. Conocía muy bien ese trayecto, lo había hecho mil veces, para viajar hasta Fiumicino, o hasta la clínica de Dal Monte, o a tantas otras cosas. En el San Paolo, hasta un cartel de bienvenida había: "Bueno, llegamos a casa", les dije a los muchachos. Me sentí local, local, local… Escuchaba el ¡Die-có, Die-có! de siempre, pero también, enseguida, el ¡Ar-yen-tina, Ar-yen-ti-na! que me hacía sentir orgulloso, or-gulloso de verdad. Igual, les mandé un mensaje: "Si mañana vienen todos los napolitanos a alentarme, a gritar por Argentina, me verán realmente feliz… Pero quiero decirles que ya me han dado todo, no tengo derecho a exigirles nada".
La exigencia, en todo caso, era para nosotros mismos. Sin excusas, teníamos que levantar la puntería. No podíamos perder, con dos derrotas sí que nos quedábamos afuera, no teníamos salvación. El de ese jueves 14 era un partido de vida o muerte. Pero parece que en ese Mundial, el destino nos mataba de contraataque: a los 12 minutos, nada, cuando parecía que estábamos mejor plantados en la cancha, más tranquilos, la tragedia: chocaron el Vasco Olarticoechea y Pumpido y la pierna de Nery se quebró como si fuera de madera. ¡Que ruido, que dolor! Yo no lo podía creer: primero, mi dedo -que al lado de lo de Nery era una boludez-, después lo de Camerún, ahora esa desgracia. Entró el Vasco Goycochea y tratamos de seguir, shockeados como estábamos. Por suerte, Pedrito Troglio metió un cabezazo espectacular y pasamos a ganar.
Fue después de eso que tuve que jugar de arquero… No, en serio, quiero decir que ahí pegué otro manotazo histórico. Los rusos nos estaban apretando, nosotros estábamos todos metidos en el área nuestra, como le gustaba al Narigón cuando los otros tenían la pelota… Yo vi un ruso grandote que esperaba el centro y pegué el grito: "¡Agarren al seis, agarren al seis!". ¡Bum!, el tipo metió un cabezazo impresionante. "¡No llego, es gol!", pensé yo, y el palo me quedaba ahí nomás, y el referí me miraba, y… ¡tac! le metí el manotazo. Enseguida salí a apretar a buscar el rebote, y la revolié afuera.
Los rusos se le fueron encima al arbitro, pero yo lo había hipnotizado, ¡lo había hipnotizado! "¡Siga, siga!", dijo el tipo. Había sido todo un gran quilombo, porque yo no tenía que estar en ese palo… Después, Burruchaga aseguró el triunfo, con otro gol, y terminamos como pudimos, todos con la imagen de Pumpido llorando. El Tata Brown, que se había quedado con el equipo, lo acompañó hasta el hospital y después nos llamó para tranquilizarnos y nos hacía chistes, el pelotudo… Está bien, él nos quería aflojar, si ya no podíamos hacer nada por Nery, pobre; por eso el Tata nos decía: Lo logré, muchachos. Me costó, pero lo logré. Al final no lo sacrifican… Los tanos ya tenían el bufoso en la mano para matarlo, pero lo discutí a muerte y gané. Y claro, cuando los tipos se enteraron de que había un camello (ése era el apodo de Pumpido) con la pata quebrada, lo querían pasar a mejor vida, como a un caballo. De algún lado teníamos que sacar una sonrisa, porque las desgracias no paraban.
En el último entrenamiento antes del partido contra Rumania, me golpié feo la rodilla izquierda. Cuando aparecí otra vez por Napóles para ese partido, era otro tipo… Tengo una imagen grabada: sentado en un sillón del hotel Paradiso, que era nuestro lugar de concentración cuando viajábamos a Napóles, abrazando a Claudia con una mano y a mi rodilla con la otra, apretando una bolsa de hielo… Me reía, sí, pero por no llorar: más que un Mundial, aquello parecía una carrera de obstáculos. Que jugáramos bien, con ese panorama, era pedirnos demasiado; la cuestión era ganar, como fuera. Mucho no pudimos hacer durante los primeros cuarenta y cinco minutos de aquel partido, que se jugó el lunes 18 de junio. Caminamos al vestuario como derrotados, no podíamos romper la defensa de Rumania. Ahí, en ese lugar que tanto conocía, en las entrañas del San Paolo, escuché de rebote que el tordo Madero le decía a Bilardo que sería mejor sacarme: además de lo de la rodilla, me habían pegado un patadón tremendo en el tobillo izquierdo, que se me empezaba a hinchar. Salté como si no me doliera nada, absolutamente nada: "¿¡Qué!? ¿¡Me quieren sacar!? Ni muerto, ni muerto salgo de la cancha… Yo sigo, ¡yo-si-go!". Menos mal, en el segundo tiempo metí un centro, por lo menos eso, y el Negro Monzón, Pedro Damián Monzón, lindo pibe, la mandó adentro… 1 a 0 y a aguantar, a aguantar, hasta que no aguantamos más: nos cabecearon dos veces en el área, cosa que no puede pasar nunca, y Balint nos empató. Estábamos clasificados, sí, pero entrábamos en los octavos de final por la ventana. Como mejores terceros, apenas.
Me duché a los pedos y salí del vestuario con la camiseta de siempre. No tenía ganas de hablar con nadie… Afuera nos esperaban siempre, era un rito, nuestros familiares, junto con algunos periodistas. Yo caminé por el playón de salida del San Paolo, por el mismo por donde tenía que salir el micro, y me senté en el cordón. No quería hablar con nadie, ni con Claudia. Estaba recaliente. El Profe Echevarría me vio, se acercó y me tocó la cabeza, ca-riñoso como era. Yo le dije: "Tengo una bronca bárbara. Mejor no hablo, porque va a ser peor". Y él entendió todo. El entendió, como los demás debían entender, que no podíamos ser tan pichis, que no podíamos regalar el prestigio como si nada… Si hablaba en ese momento, tenía que hacer mierda a medio equipo. Y no era mi estilo. Como tampoco lo era decir: "Estoy conforme", porque era una hipocresía. ¡No estaba conforme un carajo! Mejor era que mi bronca fuera por dentro y que empezara a pensar, después, cuando ya hubiera digerido toda la amargura, en Brasil. Sí, en Brasil… Por salir terceros nos tocaba Brasil en los octavos de final. Además, empezábamos un baile de vuelos que yo conocía muy bien, porque si algo he hecho por la Selección en mi historia, eso es volar: ya teníamos que dejar Napóles, nuestra casa, mi casa… Ahora empezábamos un recorrido por Italia que de turístico no tenía nada: para jugar contra Brasil, teníamos que viajar a Turín.
Al día siguiente, martes 19, lo llamé por teléfono a Guillermo Cóppola, que por cábala se había quedado en Buenos Aires. Lo llamé y le dije: "¡Que cábala ni cábala! Venite que no doy más". No daba más realmente y el clima en Trigoria se cortaba con una tijera… Yo me encerré en mi habitación, me acosté en la cama y, mirando el techo, me puse a repasar todo los que nos había sucedido. La gripe, primero, que volvió a intoxicar mi cuerpo con antibióticos. La salida de Valdano, que era el único hombre capaz de levantarme el ánimo con una sola palabra. La maldita uña de mi dedo gordo, insólita lesión que me quitó horas de entrenamiento. La derrota contra Camerún, increíble. Los golpes de los contrarios, que dejaban al descubierto la mentira del Fair Play. El capricho de Bilardo de no ponerlo a Caniggia de entrada. Y, al final, lo peor de todo: no podía creer ni quería aceptar que hubiera gente que se alegraba con mis derrotas, que las gozaba, que las… deseaba.
Entonces no aguanté más y me fui de la concentración. Agarré la Ferrari y desaparecí por unas horas, me fui al centro de Roma, salí a comer, salí… Necesitaba aire. Necesitaba vivir a mi manera: si había hecho todo como me habían indicado y había perdido, ¿por qué no jugarme por la mía, por qué no? Ganar o perder, pero con mi estilo, sin traicionarme.
Por eso salí: me mandé a un restaurante del centro, acompañado por Guillermo, y me saqué el gusto de comerme tres bruschettas como entrada y un plato de spaghetti. Apenas me vio entrar, el dueño del restaurante mandó a cerrar la puerta, para que no pasara nadie más. Al ratito, empecé a ver un pibito, rubio, de ojos celestes, que se asomaba al vidrio. El guardia lo sacaba, y él volvía… Entonces lo mandé a Guillermo para preguntarle qué quería, porque me daba pena, aunque ya me lo imaginaba. Volvió Guillermo con un billete en la mano y el pedido: Quiere que le firmes un autógrafo acá… Y que, como el domingo que viene es su cumpleaños, le regales un gol… Se llama Ariel, como el detergente, dijo, para que no te equivoques. Le firmé el autógrafo, saqué un billete de 100.000 liras y se lo mandé, con un mensaje: "Además del gol, te voy a regalar el partido…". Un rato después, cuando terminamos de cenar, me despedí del dueño -Sos un grande, pero lo serías más si jugaras en la Roma, me dijo- y al salir me encontré con Ariel: "Auguri per il tuo compleanno y buena suerte", le dije.
El jueves 21 regresé a Trigoria unas horas antes de que se abrieran las puertas a la prensa. Ya no estaba el Tata Brown con el grupo, porque había regresado a Buenos Aires para acompañar a Pumpido y entonces el Profe Echevarría y Ruggeri trataban de hacer chistes, para levantar el ánimo… Ahora creo que hasta el más boludo se daba cuenta de que la cosa era forzada: estábamos golpeados, ¡estaba golpeado! Mi tobillo izquierdo era una pelota, eso era, una pelota de fútbol.
Signorini se acercó y me dijo: Salí descalzo, así ven todos que no mentís. Salí así, vestido con un buzo Adidas azul, un pantalón corto blanco y chancletas Puma. Me paré en un costado de la cancha a ver la práctica del resto y sentía los ojos de todos clavados en mi tobillo como puñales: todos parecían examinármelo. Cuando terminó el entrenamiento eran casi las ocho de la noche y me fui, rengueando, hasta la mitad de la cancha. Me tiré en el piso y empecé a hacer jueguito con la pelota sin usar la zurda para nada. AI ratito, estaba rodeado de periodistas. Yo sabía que iban a venir, los esperaba, en realidad: quería mandar un par de mensajes. Lo primero que me preguntaron fue si así iba a jugar contra Brasil y yo les contesté: "Así o enyesado, pero juego". Y después largué el discurso…
"Yo creo en los milagros, y nuestra victoria sería exactamente eso. Esto no debe sorprender a nadie. Pero ojo: muchos favoritos están muriendo en la cancha. Los soviéticos deberían estar en la segunda ronda, Brasil debió haberle hecho diez goles a Costa Rica. Italia veinte a Estados Unidos. Nada de eso pasó.
"Los que más me gustaron hasta ahora fueron Italia, Alemania y Brasil en ese orden…
"Los brasileños están mucho mejor que nosotros, eso lo saben también, pero si piensan que les regalaremos el partido, están muy equivocados. Y no es cierto que hayan dejado de jugar como saben, sólo se cubren un poco más.
"Será una sensación extraña, distinta, tener enfrente de mí a Careca y Alemáo. Siempre estuvieron de mi lado. Voy a entrar a la cancha y le voy a dar un gran abrazo a Antonio, pero apenas suene el silbato trataré de ganarle con todo… No, no creo que el estilo de Lazzaroni lo perjudique algo; Careca es demasiado grande como para ser disminuido por un técnico.
"No encuentro respuesta a lo que nos pasa, aunque hace tiempo que me lo pregunto. Mi experiencia me dice que no podemos ser éstos, que nos tenemos que despertar de una vez por todas de este sueño profundo, de esta pesadilla en la que estamos todos. Todos, ¿eh?, no me excluyo ni quiero que me excluyan. Todavía no justificamos por qué estamos en Italia. Sí, sé que es fácil decirlo, pero hace falta cumplirlo. Ahora, lo único que veo como solución es correr, correr y correr. Y no olvidarse de jugar. Porque ahora, con esta moda del fútbol físico parece que nos olvidamos de que lo principal es la pelota. Si tengo que decir la verdad, Argentina no me ha gustado. Pero en ningún momento del Mundial, nunca. Si un partido con Brasil, que siempre debe ser una final, llega ya en octavos de final, es exclusivamente por culpa nuestra. Porque cometimos errores terribles contra Camerún, porque no fuimos capaces de presionar para ganarles a Rumania, porque no supimos mantener la ventaja que teníamos.
"Estoy preparado para los silbidos de Turín y para cualquier cosa. Ya hemos llegado al límite de la mala educación, se puso en duda mi lesión. Acá está, la pueden ver todos. Pero claro, prefieren hablar de que saqué una pelota con la mano contra la Unión Soviética y no del codazo de Murray, y de que mi lesión es inventada y no de que en el Mundial del Fair Play los camerunenses nos mataron a patadas todo el tiempo… A veces pienso que me bus-can como culpable a toda costa".
El ambiente estaba denso. Troglio, en una actitud que todavía hoy admiro, porque habla de su personalidad, salió a defender a los pibes: Basta de decir que Maradona está solo, que es un náufrago, que está abandonado en medio del desierto. Acá hay más jugadores, algo hemos hecho. Vamos a demostrar contra Brasil que nosotros existimos. Me pareció bárbaro, en serio. Todos teníamos que poner algo, porque si no nos hundíamos. Yo, por ejemplo, me puse a practicar con la derecha: le daba y le daba a la pelota contra la pared, como cuando era pibe.
El sábado volamos a Torino. Nos instalamos en el hotel Jet, que estaba muy cerca del aeropuerto, y de allí mismo partimos hacia el estadio Delle Alpi. Yo, firme con mi camiseta argentina y mi vincha rosa y negra. La verdad, tan mal no me trataron. Aproveché, hice jueguito, y le empecé a pegar a la pelota: con derecha, con derecha, con derecha… hasta que le pegué con zurda y me dolió el alma.
Me quedé sentado en el área, charlando con Signorini: estaba preocupado, muy dolorido, pero igual iba a jugar; infiltrado hasta los huesos, pero iba a jugar. El diagnóstico médico me dolía también, sobre todo porque no lo entendía del todo: "Traumatismo directo muy fuerte que interesó el hueso peroné y afectó un tendón". Qué sé yo, para mí era un patadón con el que intentaron dejarme afuera: no pudieron, no podrían.
Esa misma noche lo llamé por teléfono a Careca; él era mi amigo, no tenía nada que ocultarle: le conté que mi tobillo era un desastre y que iba a jugar gracias a las inyecciones. ¡El era un cagón para eso! Y después le anuncié: "Antonio, mañana te saludo a la entrada, pero después… a muerte, ¿eh?". Y él, un fenómeno, me contestó: Tudo bem, Diego. Ahora descansa, descansa… Tenía razón el brasileño: el tobillo me dolía hasta para caminar desde la cama hasta el baño. El Negro Galíndez intentó hacerme un masaje y apenas me tocó, pegué semejante grito que casi volteo las paredes. Lo único que se me escuchaba decir era: "Me duele, me duele". Por suerte, había llegado Cóppola: aquello de la cábala estaba roto ya, me importaba más tenerlo a él bien cerca. El ambiente se había distendido un poco, no sé si porque la mayoría estaba resignada o por qué. En la noche previa al partido, hubo un casamiento en el hotel y la novia me regaló el ramo… No sé por qué, insisto, pero las risas habían reaparecido. Ni siquiera fueron borradas por una noticia: yo me enteré de que había 26 pasajes reservados para el día siguiente al partido, pero me juraron que eso no era una cuestión de falta de confianza, me dijeron que eso era un trámite de rutina en esta etapa del campeonato, donde el que perdía quedaba eliminado. Les creí, pero no era una sensación agradable: parecía que estábamos condenados de antemano.
En realidad, más de la mitad de aquel partido que se jugó el sábado 23 de junio… no fue un partido. Durante terribles 55 minutos nos cagaron a pelotazos: tiros en los palos, goles increíbles que se perdió Muller, atajadas de Goyco… Todo ese tiempo nos llevó hacernos fuertes atrás: eso lo había aprendido de los italianos, aguantar, aguantar y no perdonar apenas uno tiene la posibilidad del contraataque. Y aquella jugada fue un modelito de contraataque. Arrastré las marcas de Ricardo Rocha y Alemáo, corriendo en diagonal hacia la derecha, mientras Caniggia se me mostraba por la izquierda. Le metí el pase con un derechazo, con Rocha colgado del cuello y antes de que me cerraran Mauro Galváo y Branco. Cani encaró a Taffarel y dio una lección de cómo se debe definir: lo gambeteó por afuera y tocó de zurda… ¡Un golazo! ¡Una alegría enorme! Y una sola tristeza: que los periodistas brasileños acusaran a Alemáo por no haberme bajado, porque era compañero mío en el Napoli… ¡Un disparate! Yo lo sorprendí con el pique corto a Alemáo, por eso no me agarró; si no, me hubiera bajado, sólo eso, bajado, sin tirarme a matar, porque es un buen tipo como para intentar algo así. Ese gol maravilloso destruyó anímicamente a Brasil, era imposible que nos dieran vuelta el partido.
En el vestuario fue tanta la alegría que hasta me olvidé del dolor en el tobillo. Me olvidé de todos los dolores. Y se demostró, también, que el equipo argentino no era yo solo: habíamos tenido una gran defensa, un medio campo que metió con todo y un Caniggia extraordinario para definir en el gol… Conmigo solo no le podíamos ganar a un equipazo como Brasil.
Después de eso, lo único que le pedía a Dios era que recuperara a todos los lesionados. Y ya queríamos todo: nos quedábamos conformes únicamente si ganábamos el título. Y tampoco queríamos ser favoritos, de golpe: ¿para qué, si siempre habíamos ganado peleando desde abajo? Le dedicamos el triunfo a Nery Pumpido y disfrutamos, después de mucho tiempo, disfrutamos.
Yo gocé, yo gocé muchísimo la eliminación de Brasil en el '90. Por Brasil, no por Careca y por Alemáo, que eran dos tipos que convivían conmigo en el Napoli, que yo quería mucho y sabía que iban a sufrir… ¡No, por Brasil! Prefería que sufrieran ellos, mis amigos, y no mi país… Mi país, que goza ganarle a Brasil como no goza ningún otro triunfo futbolístico. ¡Y ojo que a ellos les pasa lo mismo, ¿eh?! Ellos disfrutan por ganarnos a nosotros más que a Holanda, a Alemania, a Italia, a cualquiera. Igual, igual que nosotros. Igual que yo. ¡Qué lindo es ganarle a Brasil!
No sé, ellos le vendieron al mundo que sólo Brasil puede hacer el jogo bonito, el juego bonito… ¡Las pelotas! El jogo bonito también lo podemos hacer nosotros, nada más que no lo sabemos vender. Para los brasileños todo está siempre tudo bem, rudo legal, y para nosotros cuando no es tudo bem, no es todo bien, y a la mierda. Frenamos a la gente y los vamos descartando, así somos, y no me parece mal. ¡Ojo! A mí me gusta la forma de ser del brasileño, me gusta… Pero al fútbol, ¡le quiero ganar, le quiero ganar a morir! Es Mi Rival, así, con mayúsculas.
En la cancha son jodidos, son jodidos, porque ellos no se traicionaron nunca. A pesar de que estuvieron veinte años sin ganar nada, no se traicionaron, nunca. Jamás. Eso sí: Brasil vuelve a salir campeón, en el '94, con el equipo más feo, ¡más feo!, ¡más feo para ver!, de toda su historia. El del '82, a ése, le hacía cinco goles, por lo menos… Pero el del '82 pecó de soberbio contra Italia, mientras Italia fue a los papeles, como siempre. Los tanos eran los maestros del contragolpe, gracias a ellos yo aprendí cuando jugué allá: dejarlos venir, dejarlos venir, dejarlos venir, hasta que la defensa se pusiera firme. Y ya sabíamos que cuando la defensa del Napoli se ponía firme, era la hora del contragolpe, estuviéramos en Alemania, en Holanda, en Rusia, donde carajo fuera: cuando salíamos, ¡era gol! Salíamos, dos toques, Careca, yo, ¡pum!, a cobrar… Y Brasil no se dio cuenta de eso en el '90, no se dio cuenta como no se había dado cuenta en el '82. En España lo cagó Italia, en Italia los cagamos nosotros, con esa jugada que armamos Caniggia y yo, que hoy está entre mis mejores recuerdos.
Nuestro viaje por Italia seguía, pero ahora con otro ánimo. De Turín fuimos a Roma y de Roma volamos a Florencia. El otro escalón era Yugoslavia, que jugaba bien: tenían a Prosinecki, a Stojkovic. La verdad, fue uno de nuestros mejores partidos en toda la copa del mundo, pero no la pudimos meter. Por suerte, ellos tampoco. Y fuimos a los penales, y empezó la historia de Goyco, de Sergio Goycochea. Arrancamos arriba nosotros, porque justamente Stojkovic erró su penal. Cuando me tocó a mí, teníamos la posibilidad de ponernos 3 a 1 en la serie; es decir, casi definirla, si lo metía, ya estábamos…
El arquero de ellos era Ivkovic y yo lo conocía muy bien: jugando con el Napoli, contra el Sporting de Lisboa, por la Copa UEFA, él me había jugado 100 dólares a que me atajaba el penal en la definición. "Trato hecho", le había contestado yo como un pelotudo, ¡y me lo atajó! Pero la serie siguió y al fin ganamos nosotros. Ahora lo tenía otra vez ahí, frente a mí. Le pegué, me salió una masita, ¡y me lo atajó! Alguna vez dije que lo había errado a propósito, por cábala, para que la historia terminara como aquella noche con el Napoli, pero… ¡las pelotas! Cuando me di vuelta, para volver hasta la mitad de la cancha y juntarme con el resto de los muchachos, muerto, ya venía caminando hacia el arco Goyco; chocamos las palmas arriba y él me dijo: Quédate tranquilo, Diego, que yo voy a atajar dos. Me lo dijo en serio, el Vasco, pero Savicevic se lo metió y, enseguida, para colmo, Troglio lo erró… Estábamos iguales cuando Goyco le atajó el primero a Brnovic y el segundo a Hadzibegic, tal como me lo había prometido. ¡Me le colgué del cuello, corrimos hasta el costado de la cancha, donde estaban nuestras mujeres, no lo podíamos creer! ¡Estábamos en las semifinales!
Y no era una semifinal más; nos tocaba Italia, ¡y en Napóles! Cuando llegué a la conferencia de prensa, feliz, dije aquello que nunca me perdonarían, pero que era verdad: "Me disgusta que ahora todos les pidan a los napolitanos que sean italianos y que alienten a la Selección… Napóles fue marginada por el resto de Italia. La han condenado al racismo más injusto". Yo no quería sublevar a los napolitanos contra Italia, para nada, pero estaba diciendo una verdad. Me acuerdo que Palumbella, Gennaro Montuori, el capo de la Curva B, salió públicamente a definir la posición de los hinchas y dijo: Haremos fuerza para que gane Italia, pero respetando y aplaudiendo a los argentinos. Para mí estaba todo bien, ¡si yo no pedía nada! Después de todo lo que habíamos vivido, que no nos silbaran ya era sentirnos locales.
Los que aprovecharon bien la historia fueron los diarios italianos: "Ahora, Italia contra Maradona", decían. O: "Querido Diego, nos vemos en tu casa". Querido, las pelotas, y lo de mi casa, en parte, era muy cierto…
De hecho, cuando salí a la cancha, el día del partido, el 3 de julio, lo primero que recibí fue un aplauso y pude leer todas las banderas: DIEGO EN LOS CORAZONES, ITALIA EN LOS CANTOS O MARADONA, NAPOLES TE AMA PERO ITALIA ES NUESTRA PATRIA. El Himno Nacional Argentino, por primera vez en toda la Copa del Mundo, fue aplaudido desde el principio hasta el fin; para mí, eso ya era una victoria… Sonreí, me emocioné, los saludé: era mi gente, los que me decían Diecó, los que me decían El Diego. Mi gente.
La verdad, pocas veces habíamos salido tan tranquilos a jugar un partido en todo el torneo. Tal vez porque acá sí que nadie nos daba como candidatos o quizás porque Italia era muy clarita tácticamente: sabíamos por dónde entrarle. Por eso no me preocupé cuando Toto Schillaci nos metió el primer gol. No me preocupé nada, en serio. Me acerqué a Caniggia y le dije: "Tranquilo, Cani, seguimos igual".
Seguimos igual, pero empatamos cuando ellos mejor estaban jugando. Qué se le va a hacer, así éramos nosotros… Centro de Olarticoechea, peinada espectacular de Caniggia y a cobrar, a cobrar, viejo. Yo creo que, a esa altura, nada le daba más terror a un rival nuestro que llegar a los penales. Y como a nosotros no nos sobraba nada para seguir apretando -encima, lo habían rajado al Gringo Giusti-, trabajamos el resto del partido y el alargue para llegar a la definición, a esa definición en la que nosotros contábamos con el as de espadas, con el Vasco Goycochea.
Esta vez, yo no erré mi penal. Lo patié suave, como siempre, y fue gol. Gritos, ¿eh?, y no eran sólo de mi viejo, o de Claudia. Escuché gritos con cierto acento… napolitano, pero mejor dejarlo ahí. Mejor dejarlo todo en las manos del Vasco, que le sacó el primero a Donadoni, el segundo a Serena, y el… el milagro era una realidad. Corríamos como locos, nos abrazábamos. Camino al vestuario, metiéndome en el túnel que tanto conocía, levanté el brazo y saludé a la tribuna: me despidieron con un aplauso. Ya en la escalera, me apoyé en la pared y en el Profe Echevarría y me besé la camiseta: "¡Te quiero! ¡Te quiero!", le grité a mi camiseta, estrujándola con el puño.
Era tanta la felicidad en el vestuario, que no nos dábamos cuenta de nada. Ni siquiera de que por suspensiones nos quedábamos sin Olarticoechea, sin Batista, sin Giusti, ¡y sin Caniggia!, para la final. A Cani lo habían amonestado por una pelotudez, por una mano en la mitad de la cancha; es el día de hoy que pienso que no teníamos rival con él entre los once. El Gringo Giusti también estaba destrozado: sabía que nunca más se pondría la camiseta del Seleccionado.
Pero allí estábamos, felices como nadie, pese a todo. Nosotros, los zaparrastrosos, la banda, los lesionados, los perseguidos, habíamos llegado a la final, estábamos en el partido decisivo de un Mundial por segunda vez consecutiva… El equipo desastroso había con-seguido lo que pocos, peleando desde abajo, como siempre. Como éramos nosotros. Y afuera quedaba, nada menos, Italia.
A partir de ese momento, Trigoria dejó de ser el paraíso y se convirtió en un infierno. El primer síntoma de que estábamos en guerra se dio el jueves 5, apenas dos días después del partido contra Italia: mi hermano Lalo salió a dar una vuelta con una de mis Ferrari por los alrededores de Trigoria, con Dalma y con Gianinna… Mi hermano tarado no es y no era capaz de andar a mil por hora con sus dos sobrinas en el auto, pero la policía los paró. Yo lo conozco a Lalo y puedo imaginarme en qué tono les dijo a los policías que no tenía los documentos encima, que el auto era mío, y que si volvían hasta la concentración, todo se aclararía. Volvieron a la concentración, sí, pero de mala manera… Y se armó el quilombo: Mario, el jefe de vigilancia, ya nos tenía ganas de hacía rato y se sumaron los custodios. Se les escapó la tortuga, la verdad, porque no imaginaron que iba a aparecer mi cuñado Gabriel, el Morsa Espósito: revolió un par de trompadas y desparramó a unos cuantos, pero sólo lo pudieron contener entre cuatro. Claro, ninguno de los tanos estaba al tanto de lo que yo decía siempre: "Por mí, el Morsa es capaz de matar o de… morir".
Al día siguiente de eso, viernes 6, me levanté de la cama, me asomé al balcón y… ¡me quería matar! ¡Lo que vi me puso loco, me sacó de las casillas! Bajé corriendo, fui hasta la puerta y les pedí a los custodios que abrieran el portón, que dejaran pasar a todos los periodistas que hacían guardia ahí: "Vengan, vengan a ver", les dije, y los tipos me seguían sin entender nada. Dimos la vuelta por detrás del edificio y entonces les señalé los tres mástiles… Todos levantaron la vista y pudieron observar lo que yo había descubierto cuando me asomé al balcón: en uno, flameaba la bandera de la Roma; en otro, la de Italia; y en el tercero… un retazo de la bandera argentina, todo deshilacliado. Entonces, la conferencia de prensa la armé yo, a mi manera:
–¿¡Dónde está!? ¡Y después dicen que acá nos tratan bien! Desde el primer día que estamos luchando contra esta campaña absurda. Ayer a la tarde, la historia de mi hermano, hoy la bandera arrancada. Esto es algo que va más allá del fútbol, creo que tienen que intervenir las embajadas…
Los periodistas italianos me preguntaron enseguida:
–¿Y vos quién crees que la arrancó?
Me la dejaron picando:
–Aquí hay un montón de policías, es imposible que haya venido alguien de afuera. No, no… Tiene que haber sido alguno de acá adentro, de la Roma. Desde que llegamos que hay un clima hostil, en contra nuestra. Y yo se lo dije a Bilardo: "Nos equivocamos al elegir Trigoria como lugar de concentración". El presidente del club, Dino Viola nos tenía entre ceja y ceja; nos había prometido hacernos la vida imposible… y lo hizo: él había dado sig-nos precisos de esa campaña contra nosotros, contra mí, con sus controles periódicos. Venía siempre a ver si estaban las sillas, si no habíamos roto los vasos, si el pasto estaba pisoteado o no. Nos ha tratado como a gitanos… Nosotros somos como todos los demás. Tenemos una casa y en nuestra casa hay platos y vasos. Si creen que somos indios, están equivocados… Están equivocados.
Lo peor es que todo aquello y lo que aún faltaba, nunca me lo perdonaron, nunca.
Eramos carne de cañón, éramos carne de cañón porque habíamos sacado a Italia. No nos iban a perdonar eso, les habíamos arruinado el negocio de la final contra Alemania. ¡Y para colmo antes habíamos volteado a Brasil! Sí, éramos carne de cañón…
Por el otro lado llegaba Alemania, que había hecho una campaña parejita, bien en su estilo. En la semifinal, ellos habían eliminado a Inglaterra, en Napóles. Me acuerdo que el día que fuimos a reconocer el estadio, el Olímpico de Roma, el sábado 7 de julio, apareció Grondona y me comentó que tenía un mal presentimiento, que ya estábamos afuera. Yo me recalenté con Julio, no podía creer que me estuviera diciendo eso. Y después del partido la hizo peor, porque vino y me dijo: Bueno, está bien, hicimos lo que pudimos.
Nos habían robado el partido, el partido estaba digitado, ya. Y no era sólo eso: yo también había hablado de mis sospechas por el sorteo, me había peleado con Havelange, había reclamado que repartieran el dinero de los premios para las federaciones entre los jugadores. Demasiadas, demasiadas cosas para los poderosos.
Aquel partido contra Alemania fue una farsa. Desde el principio, ya. Desde el insulto irrespetuoso al Himno y más fuerte todavía cuando apareció mi imagen en la pantalla gigante. Yo sabía que todos me estaban viendo, sabía… Por eso les dije, bien clarito, para que me entendieran en cualquier idioma: "Hijos de puta, hijos de puta". Pero no lo grité, lo dije así, despacito, como si se lo estuviera diciendo a cada uno en el oído, dispuesto a pelearme a trompadas con todos, con el que viniera… Hijos de puta… Eso eran.
Allí estábamos plantados contra Alemania, otra vez, como cuatro años antes. De los campeones del mundo, en la cancha estábamos sólo Burruchaga, con el poco resto que le quedaba, Ruggeri arrastrándose y yo, igual. Habíamos perdido un montón de soldados en la guerra.
Ellos fueron superiores, sí, pero lo nuestro fue muy digno. Muy digno. De arranque nomás, Buchwald me pegó un patadón, como para hacerme sentir lo que iba a ser el partido. Y el arbitro no lo cobró, como no cobró ningún foul a nuestro favor durante veinti-cinco minutos. Cuando terminó el primer tiempo, me acerqué al mexicano y le rogué: "Cobre algo, por favor". Sí, cobró, lo echó al Negro Monzón después de un foul contra Jürgen Klinsmann. Y así se nos fue el partido, se nos fue: de los campeones del mundo, en la cancha quedé sólo yo. Ya éramos retazos de lo que había sido un equipo.
Le había prometido a mi hija Dalma que volvería con la Copa del Mundo, pero ahora tenía que explicarle algo mucho más difícil, feo y doloroso; que en el fútbol, en nuestro fútbol, había mafia… Pero no una mafia que mata, sino una mafia que es capaz de cobrar un penal que no existe y no dar uno que sí fue. Eso pasó con Alemania y con la Argentina, para que quede claro: ese señor Edgardo Codesal, arbitro mexicano, mandado vaya uno a saber por quién, creyó ver cómo Sensini volteaba a Vóller pero jamás vio cómo Matthaus lo bajaba a Calderón, justo en la jugada anterior… Eso le tuve que explicar a mi hija, aunque era imposible que lo entendiera.
Y al final del partido lloré, sí, sin vergüenza. ¿Por qué tenía que ocultar mis lágrimas si era lo que sentía? Bilardo lo mandó a Goycochea para que me cubriera, para que no me vieran llorar, ¡¿por qué?! Me dio mucha tristeza que la gente no las entendiera, que las siguiera silbando cuando mi imagen aparecía en la pantalla gigante. ¿Qué pretendían? ¿Pisarme en el suelo, patearme? Ya me habían ganado, ya estaba. Pero no me sorprendió tampoco: así me trataron siempre en Roma y en Milán. Después, no lo quise saludar a Havelange porque me sentía robado y sentía que él tenía algo que ver con eso. Y no quise festejar tampoco el segundo puesto porque, para mí, no servía para nada.
Sabía, estaba convencido, que mi vida cambiaría después de todo aquello. Debía volver a Italia, necesitaba hacerlo para buscar una revancha y para demostrar quién era, pero nunca imaginé que iba a vivir todo lo que viví a partir del Mundial '90.
Fueron meses terribles, que incluyeron mi separación de Guillermo Cóppola, encima. Volví a Buenos Aires en octubre y firmé todos los papeles. Mi nuevo representante pasaba a ser otro hombre del grupo, Juan Marcos Franchi. Entonces, además de esa noticia, di otra: "Sí, no voy a jugar más en la Selección, es una decisión tomada y pensada. Me duele en el alma, dejo la capitanía de un equipo que amo, pero me obligaron a esto. Me mintieron, me dejaron mal parado. Resulta que vino Joáo Havelange a la Argentina y lo recibieron como al mejor, como si no hubiera pasado nada. Pero, ¿se olvidaron todos ya del Mundial? ¿Se olvidaron de la gente que nos recibió en la Argentina gritándonos 'Héroes' y que habíamos sido robados? ¡Por favor! Me parece que se les escapó la tortuga… Encima, Julio Grondona le mandó una carta al presidente de la Roma, Viola, agradeciéndole el trato recibido y qué sé yo. O sea que yo, Ruggeri, Giusti, Brown, somos boludos, idiotas, ni registraron lo mal que nos trataron allá. Aparte, Grondona es vicepresidente de la FIFA, nos robaron la final y no fue capaz de mover un dedo… No, con todo el dolor del alma, porque amo ser capitán de la Selección Argentina, la dejo". Eso lo dije el jueves 11 de octubre de 1990 y me salió del corazón.
Pero, la verdad, con un dolor tremendo. Por eso empezaron unas idas y vueltas terribles para mí y, creo, para la gente. Pero peor para mí. Porque muchos decían -y dicen, todavía-: Uy, mirá a este incoherente de mierda. Y yo puedo ser incoherente, sí, pero pasa que digo lo que siento… Y en cuestiones como éstas, con el Seleccionado de por medio, había mucho sentimiento en juego. Por eso en aquella Navidad declaré que yo no quería perder la capitanía del Seleccionado por nada del mundo, y menos de quince días después repetí que, para mí, la Selección era sólo un recuerdo hermoso. Así estaba, iba y venía, hasta que llegó una semana decisiva, terrible para mi carrera y para mi vida.
Todo empezó el martes 12 de marzo de 1991. El Coco Basile, nuevo entrenador del Seleccionado en el lugar de Bilardo, se había portado como un señor en toda esta historia. Siempre decía, públicamente: "La camiseta número diez es de él, lo está esperando, pero yo quiero darle tiempo, es un hombre con muchas presiones". Lo llamó a mi representante, a Marcos, para tener una reunión en Ezeiza y allí, en el nuevo centro de concentración que se había armado para los Seleccionados nacionales -algo por lo que habíamos peleado durante tantos años-, se dio el encuentro. Marcos me contó lo que le dijo Basile y para mí fueron palabras mágicas, las que yo quería escuchar: Me gustaría encontrarme con Diego, charlar con él… Pero antes que nada y sobre todas las cosas, estar junto con él como ser humano, ayudarlo en este momento que está viviendo. Para mí, que por aquellos tiempos estaba agobiado por juicios varios, por agravios permanentes de los italianos, aquello fue como una mano en la espalda, como un abrazo. Y le prometió una respuesta a la altura de él; si es que podía, porque el Coco mide como dos metros…
El domingo 17, con el Napoli, recibimos al Barí en el San Paolo: un partido más en un campeonato en el que veníamos peleando desde más abajo. Ganamos 1 a 0, con gol de Zolita, Gianfranco Zola. El era mi reemplazante, habitualmente, y aquel domingo jugamos juntos… Ni nos imaginábamos, ni nosotros dos ni nadie, que sería una de las últimas oportunidades. Me tocó el control antidoping y… la vendetta se cumplió. La venganza estaba escrita y al fin llegó. Yo le llamo el doping de Antonio Matarrese.
Gracias a Dios, hoy estamos al borde de descubrir a los farsantes, a los que nunca patearon una pelota y siempre engañaron a la gente. Porque el laboratorio donde se hicieron los análisis está bajo sospecha, y no precisamente por mi caso. Por mi caso, los italianos no lo hubieran investigado jamás… Ese doping era la venganza, la vendetta contra mí, porque la Argentina había eliminado a Italia y ellos habían perdido muchos millones.
Después de aquel partido en Napóles, Matarrese, que era presidente de la Federcalcio y es un dirigente nacido en Barí, no me miró con bronca, ni con amargura; me miró como miran los mafiosos… Y yo pensé, en ese mismo momento: "Qué difícil va a ser seguir viviendo acá".
Solamente los ignorantes eran capaces de denunciar que yo sacaba ventajas con lo que tomaba. Si yo me dañaba, era a nivel personal, y eso no me servía para hacer goles o tirar caños. Pero por suerte, el Barba (Dios) está ahí arriba, mirando todo, y empujó a alguien a decir la verdad, a alguien que trabajaba en aquel laboratorio, para que se sepa que detrás de todo esto hay una mano negra… Mi abogado en Italia está llevando adelante una causa y ya se sabrá la verdad.
Mientras tanto, aquel domingo 24 de marzo de 1991, sin saberlo todavía que lo era, jugué mi último partido en el Napoli: en Genova, perdimos 4 a 1 con la Sampdoria, que sería el campeón… Yo hice el único gol, de penal. El gol más triste de mi vida.
Mi regreso, al Seleccionado se postergaba, entonces. Me perdía regresar contra Brasil, pero el destino también me tendría preparada una sorpresa en cuanto a eso. El reencuentro sería de la mano del Coco Basile, una vez más, pero sólo ¡dos años y medio después! La Federcalcio me había tirado por la cabeza con quince meses de suspensión, quince meses duros e inolvidables, en los que pensé de todo. De todo, menos que volvería como volví.
Insisto, hoy: me cortaron las piernas.
La verdad, la única verdad del Mundial '94, es que se equivoca Daniel Cerrini pero lo asumo yo, ésa es la única verdad… Nadie me había prometido nada, como se dijo por ahí, que la FIFA me había dejado el camino libre para hacer lo que quisiera y después me engañaron con el control antidoping, ¡no, eso es una mentira enorme!
Lo único que le pedí a Grondona, después, cuando todo pasó, fue que tuvieran en cuenta de que no había intentado sacar ventajas, que me dejaran seguir, que me dejaran terminar mi último Mundial. Que hicieran lo mismo que habían hecho con el español Calderé en México, por favor se lo pedí… No hubo forma: me dieron un año y medio por la cabeza, un año y medio por tomar -sin saberlo- efedrina, lo mismo que toman los beisbolistas, los basquetbolistas, los jugadores de fútbol americano en Estados Unidos, justo ahí donde estábamos… Y lo peor es que yo ni me había enterado de que usé efedrina: yo jugué con mi alma, con mi corazón. Todo el mundo futbolístico sabía que para correr no hacía falta la efedrina, ¡todo el mundo!
Yo llegué al Mundial limpio como nunca, como nunca… Porque sabía que era la última oportunidad de decirle a mis hijas: "Soy un jugador de fútbol, y si ustedes no me vieron, me van a ver acá". Por eso, por eso y no por otra cosa, no por alguna gilada que se dijo por ahí, grité el gol contra Grecia como lo grité. ¡No necesitaba droga para tomarme revancha y para gritarle al mundo mi felicidad! Y por eso lloré, y voy a seguir llorando: porque éramos campeones mundiales y nos quitaron el sueño.
En realidad, esta historia mía en el Mundial de los Estados Unidos, que termina como termina, había empezado para mí mucho antes.
En febrero nos reencontramos, al fin, con el Coco Basile. El me había convocado un mes antes, el 13 de enero, y por supuesto, me tuve que pelear con el presidente de turno para que me dejaran viajar: en este caso era Luis Cuervas, del Sevilla, que de golpe se había puesto en no sé qué, en importante, el cabeza de termo. Yo la corté muy fácil: "Lo que este hombre quiere hacer es joder", le dije que le devolviera la cara al perro, y me subí al avión. Se venían dos partidos amistosos, pero por algo: primero, contra Brasil, para festejar el centenario de la AFA; después, contra Dinamarca, por la Copa Artemio Franchi, que enfrenta al campeón de América y al campeón de Europa. Yo había visto de afuera la del '91, que se jugó en Chile, por la sanción. Lo digo: pocas cosas son tan dolorosas como ésas, uno se siente preso; otra cosa es que te elijan o no, pero no poder ni siquiera estar en carrera, no se compara con nada.
La cosa es que yo llegué a Buenos Aires, fui por primera vez en mi vida al nuevo complejo de concentración de la AFA, en Ezeiza, y se armó un revuelo bárbaro. Se suponía que yo tenía que dar un montón de explicaciones. Fui muy concretito, para que no quedaran dudas: "Primero y principal quiero agradecerle a Basile por la convocatoria. Es la vuelta a mi casa. Aunque estuve dos años y medio sin vestir la celeste y blanca siempre me sentí jugador de la Selección. Sé que me quedan pocos años de fútbol y no desaprovecharé esta oportunidad".
La cosa es que había muchos temas… espinosos, dando vueltas por ahí. Por ejemplo, la capitanía. Ya habíamos tenido un par de cruces con el Cabezón Ruggeri, así que le pasé la pelota a él y dije que, cuando nos encontráramos, que él decidiera qué hacer… A mí, la ver-dad, lo que me fascinaba era volver a ponerme la diez después del maldito partido contra Alemania en Roma, dos años y medio atrás, y me ilusionaba jugar con esos monstruitos que empezaban a explotar, Caniggia y Batistuta adelante mío, Simeone atrás. Ese equipo llevaba ya 22 partidos invicto, desde que el Coco había asumido, y la gente lo quería, lo seguía. Para mí, después de tantos sufrimientos con Bilardo, era una experiencia totalmente nueva. Quena salir a ganar, a ganar todo, hasta los entrenamientos.
Lo que me gané, y eso es uno de los más grandes orgullos de mi vida como futbolista, es el reconocimiento de la AFA, que me eligió como el mejor futbolista argentino de todos los tiempos. Estaba fascinado, ¿cómo no? Pero al mismo tiempo me daba vergüenza dejar atrás a nombres como Moreno, Di Stéfano, Pedernera, Kempes, Bochini. Que sé yo, lo deseaba tanto y al mismo tiempo me daba tanta vergüenza… Después, muchos años después, en el 2000, me eligieron el deportista del siglo en la Argentina, algo enorme también… Difícil comparar una cosa con otra, mejor decir gracias, gracias por hacer felices a los míos, más que a mí, y nada más.
Al día siguiente, por fin, llegó el momento de salir a la cancha.
Aquel jueves 18 de febrero de 1993, con la cinta de capitán que Ruggeri me había devuelto, volví a pisar el césped del Monumental repleto, con la camiseta del Seleccionado. Empatamos 1 a 1, al fin, la rompieron Simeone y Mancuso, que hizo el gol, y yo terminé pegándole una patada al aire, al final, porque noté que a la gente -y a mí- nos faltaba algo… No sé, no habíamos dado todo.
Encima, al otro día, salió a la calle una de las tantas estupideces que se generaban alrededor mío. En este caso era ¡la Diegodependencia! ¿¡Qué carajo era la Diegodependencia!? Que el equipo había alterado su juego por mí, que me necesitaba demasiado, que me buscaban mucho… Pero, ¿¡qué carajo querían!? Que hubiera nacido en Río de Janeiro o en Berlín, así no tenían este… problema. ¡Por favor! Eran cosas que me sacaban de quicio.
Me volví a Sevilla para jugar contra el Logroñés y encontré un clima denso, pesado. Todo me hacía acordar a mis tiempos de viajes Nápoles-Buenos Aires para jugar allá, para jugar acá, con el club una vez, con la Selección otra. Con 32 pirulos, de más está decir que mi prioridad a esa altura era el Seleccionado. Así que salí a la cancha, perdimos con el Logroñés y me preparé para volver a la Argentina… Ahí sí que los dirigentes no querían saber nada. Nos anunciaron al Cholo y a mí que, si volvíamos a viajar, nos iban a sancionar. Y Bilardo, que era el técnico, no sabía dónde meterse. Sólo se animó a decirme: "Estás para noventa minutos, no más". El 27 de febrero, cuando terminó el partido contra Dinamarca, en Mar del Plata, después de los noventa, el alargue y los penales, yo festejaba con la Copa Artemio Franchi en la mano y nadie entendía lo que yo quería decir: "¡El Narigón se equivocó, el Narigón se equivocó!", cantaba. Habíamos ganado por penales, otra vez había escuchado al Vasco Goycochea decirme: Quédate tranquilo, que atajo dos, como en Italia '90, yo metí el mío y festejamos, ¡cómo festejamos!
Para mí, no era una Copa más. Por eso declaré: "Saco una cosa en limpio de todo esto: con 32 años, todavía puedo jugar tres partidos en diez días. Coco me da libertad para moverme por toda la cancha y por todo el frente de ataque. Me siento cómodo lanzando pe-lotazos a Caniggia y Batistuta, es divertido ver cómo corren y se cruzan. Me encanta poner pelotitas ahí, para que definan. Yo siempre creí en mí: lo que pasa es que en el fútbol hay que demostrar algo todos los días; superé un buen examen y voy a seguir, no me quedo con estos dos partidos, nada más".
¡Cómo iba a imaginar yo que, por mucho tiempo, serían esos dos partidos, nada más! Debí de habérmelo imaginado cuando volví a Sevilla y el quilombo era infernal: nos sancionaron, nos hicieron firmar un papel donde decía que le pedíamos disculpas al club y… ya todo cambió. Me lesioné, me pelié, de todo. El Coco me puso igual en la lista de buena fe para la Copa América, pero él y yo sabíamos que, si llegaba, era por un milagro… Los andaluces me volvían loco. La cosa se fue degenerando, empiojando, hasta estallar en mi pelea con Bilardo. Eso fue el domingo 13 de junio y ahí mismo se acabó mi historia con el Sevilla.
Cinco días después la Selección debutaba contra Bolivia, en Guayaquil, por la Copa América. Sin mí, por supuesto. La ganaron y, como era lógico, el mismo grupo tuvo continuidad en las eliminatorias para el Mundial de Estados Unidos '94. Yo había vuelto a la Argentina, seguía todos los partidos, pero más los de Uruguay. Igual, como amante de la Selección que era, opinaba. Fue entonces que dije aquello que armó tanto quilombo: "Basile se emborrachó con dos Copas América, defraudó a una persona que dio la vida por el Seleccionado y él es el que mejor lo sabe… Si me llama, no voy ni a palos". Eso lo dije, recaliente, el martes 3 de agosto, dos días después del triunfo argentino contra Perú, en Lima, justo cuando arrancaron las eliminatorias. Yo no tenía problemas con el Coco Basile, ¿eh? El creía en su bloque, en el que le había dado una punta de partidos invicto, y se la jugó por ellos… Lo que a mí me jodia, era que sentía que me habían usado con aquellos dos partidos, contra Brasil y contra Dinamarca. La vuelta de Maradona, toda esa historia, y des-pués no volvieron a salir al balcón. Se le escapó la tortuga al Coco, en aquellos días, tuvo que reconocerlo. Por ahí parecía caprichoso lo mío, pero resulta que cuando me meten a la Selección en el medio… me pongo loco.
Poco tiempo después de eso, empezaron las negociaciones para que yo volviera a jugar en la Argentina: podía ser Boca, podía ser San Lorenzo, podía ser Belgrano de Córdoba, podía ser Argentinos, casi nadie pensaba en Newell's. Mientras tanto, yo era un hincha más del Seleccionado, eso era y nada más.
Exactamente el 5 de septiembre de 1993 yo fui a la cancha, al gallinero, al Monumental, como un hincha más. Con mi camiseta número diez, sí, pero a ver Argentina-Colombia desde la platea. Me fui caminando desde mi casa, en Correa y Libertador, con mi viejo, con mi cuñado el Morsa, con la Claudia, con Marcos Franchi. Era un paseo más: Argentina le llevaba un punto a Colombia, ganando uno a cero nomás, la cosa estaba, la cosa estaba, no se nos podía escapar la tortuga. Pero empezaron a llegar los goles de ellos, uno atrás del otro, hasta llegar a cinco, y yo no lo podía creer, ¡no lo podía creer! Me dolía mucho, me dolía en el alma… Y cuando la gente empezó a gritar ¡Colombia, Colombia!, los mismos argentinos, me quise matar. ¡Me jodió, me dolió muchísimo! Y me volví a mi casa llorando, esas diez cuadras llorando… Yo lloraba y la gente me decía: ¡Volvé, Diego; volvé, Diego! ¡Y yo no había ido a la cancha para que me pidieran que volviera, viejo!
El estadio gritaba ¡Maradooó, Maradooó!, pero para mí era como si me estuvieran insultando. Yo lloraba porque el fútbol argentino, ¡el fútbol argentino!, había perdido 5 a 0 y eso era un retroceso muy grande, y casi nos dejaba afuera del Mundial. Porque lo que valía ahí era el resultado, la estadística: no era una Colombia irresistible, no lo era hasta el punto que ese resultado fue su certificado de defunción: pensaron que con ese triunfo estaban en la historia y lo cierto es que nunca más repitieron nada parecido, al contrario.
Yo me fui muerto de la cancha, ¡muerto!, porque esa del Coco Alfio Basile era una Selección creíble, una Selección querible. Por algo la gente había llenado la cancha: había ido, como yo, a una fiesta, a un nuevo galardón, a festejar que estábamos en el Mundial… Y nos quedamos ahí, colgaditos de un hilo.
Ese hilo que yo digo era la chance que todavía quedaba para clasificarse, jugar contra Australia. Yo no sabía, de verdad, si quería aprovechar esa chance; lo que quería, seguro, era que la tuvieran los muchachos, que tuvieran la revancha. Pero, ¿qué pasó? Que me pidieron que volviera el mismo Basile y hasta los muchachos. De la gente ni hablar, ellos me ponían con los ojos cerrados… Por eso acepté: porque era un desafío para todo el fútbol argentino, pegar un salto hacia delante después de semejante paso atrás como había sido la goleada colombiana. Me puse entre ceja y ceja que tenía que volver… y volví. Encima, cuatro días después de aquella goleada, el 9 de septiembre, me convertí oficialmente en jugador de Newell's. Para mí, eso fue como volver a vivir.
Yo ya había empezado otra de mis clásicas recuperaciones. Esta vez, con un método chino, que me había permitido adelgazar 11 kilos en una semana. Había contratado a Daniel Cerrini como preparador físico personal y nos habíamos puesto como meta superar mi nivel físico de México '86. El también manejaba mi dieta, para darle continuidad a todo lo que nos había preparado el chino y le pedía, cada tanto, un poquito de calma. ¡Llegamos a entrenarnos en triple turno! Claro, él era pura polenta, una bestia: y tomaba confianza por-que me veía muy enchufado… Yo la tenía clara, ¿eh?: eran mis últimos años de carrera y los quería hacer de la mejor manera.
Yo sabía que el Coco me quería, pero no se animaba a dar el paso. Estaban los que le llenaban la cabeza, también; que yo le iba a desarmar el grupo, que esto, que lo otro… Entonces le mandé un mensaje, a través de los medios: "Con el Coco nunca nos distancia-mos, somos calentones y ya aclaramos las cosas que no nos gustan de cada uno. Ahora debo mejorar futbolísticamente para volver al Seleccionado", declaré el 23 de septiembre. Dos días después, nos encontramos.
El Coco me pidió oficialmente que volviera al Seleccionado en una reunión en la oficina de su representante, Norberto Recassens, que duró dos horas. Estaba el Profe Echevarría también, que ya había hablado varias veces conmigo y sabía mejor que nadie que yo estaba dispuesto a cualquier sacrificio. Coco me lo oficializó, me lo pidió como técnico, y yo le dije que sí.
La idea me entusiasmaba, fundamentalmente, por el hecho de que mi país no se quedara afuera del Mundial. Pero me entusiasmaba que la Selección fuera a Estados Unidos nomás, no necesariamente conmigo. Después se fueron dando las cosas, sí, porque los muchachos me empezaron a entender, a darse cuenta de cómo era yo… ¡Eran todos nuevitos! Habían ganado dos Copas América, pero no era, ¡no era la gran, gran Selección!
El grupo que yo encontré, apenas entré, estaba roto, quebrado. Mi primer trabajo fue dejar las cosas en claro con el Cabezón Ruggeri. Yo había dicho aquello del equipo, alguna vez, y él había salido a decir que yo no tenía que hablar, que había roto códigos. Yo le contesté… livianito: "Oscar Ruggeri ni siquiera me da bronca, me da pena, porque dice algunas pavadas y me parece tonto que entre hombres grandes se digan esas cosas". Bueno, nos encerramos en una pieza, entonces, y nos dijimos de todo. Nos peleamos, sí, no a las piñas pero nos peleamos. Ya todos saben que yo tengo la mano prohibida, je… Pero le hice entender que por más capitán momentáneo que fuera, él no podía impedirme a mí, por mi historia, por todo lo que yo había hecho, opinar del Seleccionado. Lo entendió.
Después de eso, me reuní con Redondo. El, cuando había renunciado la primera vez al Seleccionado por… ¡razones de estudio!, había aparecido en una foto de El Gráfico con los libros debajo del brazo, delante de la facultad. Le dije, le grité: "¡Mira, para mí, los que se meten los libros abajo del brazo y me hacen quedar como un ignorante, son unos hijos de puta, ¿entendés?!". Y él me contestó: Yo no lo hice con ese sentido, discúlpame, Diego, no lo tomes a mal… Y yo seguía: "A mí, la única que puede decirme que soy un ignorante es mi hija, no vos… Vos sos caca para mí". Le dije de todo. Y el pibe reaccionó bien, porque tiene su personalidad, tiene sus cosas. El me relató, uno por uno, sus porqués. "A mí me podes dar todos los porqués del mundo, pero a mí nadie me deja como un ignorante. Porque después agarraste la plata y te fuiste a jugar a España, ¿no?, con esa historia de que a vos y a Rudman se olvidaron de mandarles los telegramas de renovación de contrato con Argentinos".
Yo estaba dispuesto a pelearlo y él también, igual que con Ruggeri… Pero a la hora de defender a la Selección, ninguno de los dos, ni Ruggeri ni Redondo, tenían los huevos suficientes como para hacerme frente.
La cosa era que la gran preocupación del equipo era si hablaban con Víctor Hugo Morales o no, si le daban notas a El Gráfico o no… Yo les dije: "¡Déjense de joder, vamos a hablar con todo el mundo y también vamos a jugar, que tenemos que clasificar al Seleccionado para el Mundial de Estados Unidos!". Y lo clasificamos, cagando pero lo clasificamos.
Fue en Australia, donde, por esas cosas de los poderosos del fútbol, no hubo control antidoping. ¿Por qué no hubo? Y qué sé yo, eso deberían responderlo Havelange, Blatter, Grondona, ellos. Por ahí se asustaron, se imaginaron que no era negocio que Argentina se quedara afuera del Mundial y habrán querido dejar el camino libre para que usáramos la efedrina, o lo que sea que nos hiciera volar… ¡Por favor, por favor! Estoy convencido, sí, de que no pusieron control antidoping porque tenían miedo, por eso.
En Sydney festejé mi cumpleaños número 33, un día antes… Sí, un día antes, porque por la diferencia horaria, cuando allá ya era 30 de octubre, acá todavía era 29. Me regalaron una torta con forma de Copa del Mundo y mi mayor felicidad fue compartirlo con la Clau-dia, con mi viejo, con mis amigos. La Claudia me despertó tempranito, me dio su regalo -un slip Versace espectacular- y el de mis hijas -dos ositos de peluche blancos y negros-. Enseguida, apretó play, tic, y del grabador empezó a salir la voz de Dalma y de Gianinna: ¡Vení, vení, canta conmigo / que un amigo, vas a encontrar / Y de la mano, de Maradona / todos la vuelta vamos a dar! ¡Impresionante! Se me caían los lagrimones. Me acuerdo que Juan Pablo Varsky, enviado por Canal 13, montó un camión de exteriores en la puerta del hotel, transmitió mi fiesta desde ahí y me puso al teléfono a Fito Páez, un grande. Yo sentía que aquello de "Dale alegría, alegría a mi corazón" se estaba cumpliendo conmigo. Estaba feliz. Vivía cosas nuevas, ésas que los caretas de siempre podían considerar privilegios y para mí no eran más que reconocimiento, reconocimiento a mis años de trayectoria: por ejemplo, mi mujer me ordenó mi habitación del hotel donde estábamos, el Holiday Inn Cogee Beach. Me acuerdo que lo declaré públicamente, como para que le quedara claro a todo el mundo: "Muchachos, si a los 33 años, después de jugar y ganar todo lo que jugué y gané, no puedo pedirle a mi esposa que viaje y venga al hotel donde yo estoy concentrado, bueno, qué quieren que les diga… ¡Ya estoy graaande!". Creo que me entendieron, y el que no me entendió, que se joda, se le escapó la tortuga.
Todos se sorprendían por mi nuevo aspecto, estaba realmente flaco, pesaba 72 kilos. ¡Qué pinta tenía el guacho. Richard Gere me miraba de reojo! Cerrini se volvió loco, pero me consiguió la harina de avena que tenía que desayunar cada mañana. Allá, además inauguré la moda de las remeras y las gorritas con homenajes. Homenajes a los argentinos que para mí los merecían y nos los recibían: OLMEDO, TE EXTRAÑO; FITO DALE ALEGRIA A MI CORAZÓN; VILAS, IDOLO; AGUANTE, CHARLY; MONZÓN, UN GRANDE. Yo les quería agradecer mientras estuvieran vivos, ¡no quería esperar a que se murieran para hacerlo, viejo!
Allá, en Sydney, el 31 de octubre, un día después de mi cumpleaños, empatamos 1 a 1, con gol de Balbo, después de un centro mío. Me hizo bien, muy bien, volver a sentirme capitán del Seleccionado: estrené una cinta nueva, azul y con la foto de las caras de mis dos hijas. Y después de todas aquellas aclaraciones y charlas, sentí que volvíamos a armar un grupo como la gente. Yo terminé rengueando, pero el Coco me pidió que siguiera hasta el final: ¡Quédate, quédate! Que suba Redondo unos metros más y vos bajá, pero quédate… ¡Quédate! Me sentía importante, de nuevo… pero no estaba nada conforme con el rendimiento del equipo. Le echaba la culpa de mi mala cara al dolor ese que sentía, pero en realidad estaba desilusionado. La única declaración que hice fue bastante gráfica: "Debí ha-berles metido más pelotas de gol a Abel y a Bati, debí haber aguantado mejor, debimos haber ganado… No sé, pero a mí, este empate me sabe a poco. Me sabe a nada".
Acá también sufrimos como locos, después. Dos semanas más tarde, el 17 de noviembre, en el Monumental, empatamos 1 a 1 y pasamos, ¡pasamos cagando! Ese era el objetivo, había que ver cómo seguía todo.
Cuando volví, quería jugar todos los partidos posibles con Newell's, porque gracias a ellos había vuelto a la Selección. Claro, el hecho de volver a tener un equipo me había transformado de nuevo en jugador: eso era decisivo para demostrar lo que podía hacer, lo que podía dar. Enfrentamos a Belgrano, en Córdoba, y había tufillo a complot, se lo querían cargar al Coco, había algunos que no digerían el 5 a 0 y no les alcanzaba con la clasificación. Salí con los tapones de punta, una vez más: "Si se va Basile, me voy yo. El complot contra Coco sigue, hay gente que lo quiere echar como sea".
Pero no aguantó, la máquina no aguantó. Mi máquina, digo, mi cuerpo. En un partido contra Huracán, en Parque Patricios, el 2 de diciembre, de noche, sentí el ruido inconfundible del desgarro: como un cierre que se abre detrás de tu pierna. Por culpa de eso, me perdí un partido del Seleccionado que hubiera querido jugar, sí o sí, contra Alemania, en Miami. ¿Por Alemania? No, qué va… Porque algunos cubanos anticastristas habían dicho que si yo pisaba Miami, ellos me iban a matar, nada más que por ser amigo del Comandante Fidel Castro. Me hubiera gustado verlos de cerca, cara a cara, pero me lo perdí.
Cuando quise volver, ya en enero, para jugar unos amistosos contra Vasco da Gama, volví a caer, en el más exacto sentido de la palabra. Por delante, me quedaban cinco meses y medio para saber si iba a jugar el cuarto Mundial de mi carrera. Otra vez las dudas.
El ls de febrero terminó mi relación con Newell's y ese mismo día viví una de las experiencias más tristes de toda mi vida: un grupo de periodistas violó mi intimidad, metieron las cámaras dentro de mi quinta de Moreno, no se contentaron con mis explicaciones de por qué nadie me había visto públicamente en el último mes, y yo reaccioné… Reaccioné como puede reaccionar cualquiera. Fue aquel episodio de los balines, sí, que no hace a esta historia futbolística, creo, como no debería ser noticia para nadie mi vida privada.
Me tomé las vacaciones que merecía, me fui a Oriente, al balneario Marisol, cerca de Tres Arroyos y me dediqué a disfrutar de mi familia y a pescar tiburones. Necesitaba ese respiro: el placer de un pescado a la parrilla; una buena afeitada como corresponde, al sol, como en Villa Fiorito; la convivencia con gente humilde, de trabajo… Porque, ojo, ¿eh?, no me iba a Saint Tropez, mi casita tenía dos ambientes y un garaje con parrilla y no era un palacio. ¡Me fui a Oriente, donde sabía que me iban a tratar como a uno de ellos! Donde iba a ser El Diego y nada más.
Me quedé allá un par de semanas y, cuando volví, fui a la cancha, a ver Boca y Racing, el domingo 13 de marzo. Ahí me preguntaron y yo dije lo que sentía: "Quiero jugar el Mundial". Al día siguiente ya me estaba entrenando con el equipo, en Ezeiza.
Había un amistoso contra Brasil, previsto para el 23 de marzo, y yo ya sabía que a ése no llegaba, aunque las ganas me hicieron pedirle al Coco que me pusiera. Me convenció de que no lo hiciera, que prefería tenerme bien para el Mundial y no para estos amistosos. Igual viajé a Recife, entonces, para estar con los muchachos, para compartir horas con ellos. Y para sentarme en el banco del Seleccionado mayor por segunda vez en toda mi vida: la primera había sido en el debut; ésta, por una gentileza del Coco, para no dejarme en la tribuna.
Apenas regresamos, me puse un ultimátum a mí mismo: exactamente a fin de mes, el 31 de marzo, le dije a Basile: "Coco, el martes le digo si sigo o le digo muchas gracias, buenas tardes… En una de ésas, sigo en Newell's, pero no en la Selección; y si no, sigo con todo. No le quiero mentir". Otra vez las críticas de los cabeza de termo, otra vez el contradictorio: viejo, yo no quería engañar a nadie; a robar no iba a ir a Estados Unidos.
Para los que dicen que yo soy un irresponsable, cumplí con el plazo: el martes 5 de abril, gracias a la ayuda de Marcos Franchi, empezamos a llamar a todos los que teníamos que llamar. Primero, a Basile: "Lo voy a intentar, Coco, pero por un tiempo me voy a preparar por las mías, para alcanzar a los muchachos". Después, a Fernando Signorini: "Te quiero conmigo, vamos a desarrollar uno de tus planes". También al profesor Antonio Dal Monte, el mismo que me había preparado para México '86 y para Italia '90 y al doctor Néstor Lentini, que ocuparía su lugar para Estados Unidos '94. A Lentini lo contactó Signorini cuando él era director en el Cenard, y es el día de hoy que le estoy agradecido por todo lo que hizo: siempre fue un ejemplo de discreción y siempre me dio todo lo que necesité… Hasta que Hugo Porta, cuando llegó a la Secretaría de Deportes, le pegó una patada en el culo, una patada que no se merecía.
Al final, llamamos también a don Ángel Rosa… ¡Aaahhh, los maté con esa, ¿eh?! A don Ángel lo había conocido en mis vacaciones en Oriente. Un tipo bárbaro, de ésos de campo. En medio de uno de los tantos partidos de truco que habíamos jugado allá, él me ofreció: Diego, cuando quiera se viene por mi campo, pasando Santa Rosa en La Pampa… Ahí puede cazar tranquilo. Yo no me había olvidado y ahora necesitaba un lugar así, aislado, tranquilo… El problema fue que cuando Franchi lo llamó de parte mía, don Ángel no le creía.
–En serio, don Ángel. Le hablo de parte de Maradona. Queremos aceptar el ofrecimiento que nos hizo aquella vez y pasar unos días en su campo…
-Sí, claro, je, je, je…
-Don Ángel, ¿no me cree? Yo soy el que le ganó al truco con 33 de mano…
-¡Marcos!
Allá fuimos, entonces. Con Fernando y con Marcos, y también con Germán Pérez y Rodolfo González, el mudito, un amigo de la familia, de Esquina, que está con nosotros desde hace veinte años, siempre listo para darle una mano a mis viejos. Llegamos el domin-go 10 de abril y nos quedamos hasta el domingo 17. En una semana, hicimos de todo: en el trabajo aeróbico con Fernando, llegamos a correr 16 kilómetros diarios; también hacía box con Miguel Ángel Campanino, un ex campeón argentino, y después iba al gimnasio. Todo, bajo las recomendaciones y el control del doctor Lentini, desde Buenos Aires.
El campo, que se llamaba "Marito", estaba a 6l kilómetros de Santa Rosa. Tenía una casa sencillita, como todo allí, pero muy confortable: dos plantas, techo de tejas, seis habitaciones, televisor blanco y negro, energía propia por un generador y una galería fresca, espectacular, ideal para jugar al truco.
Hasta allá se llegaron el Coco Basile y el Profe Echevarría para charlar conmigo y arreglar todo, tomándonos unos mates. El Coco me había convocado para jugar el partido contra Marruecos, en Salta, y quería saber cómo estaba. ¡Hecho un avión, así estaba! Y el Coco me cazó al vuelo, porque él es de rioba, como yo: Cuanto menos tiempo, mejor; cuanto más cerca la meta, mejor. El Profe Echevarría, igual: se llevó abajo del brazo todos los informes que le dio Fernando y me tocó la cabeza, con el afecto de siempre. El sabía que si me dejaba tranquilo, yo llegaba, sin problemas.
Aquel partido contra Marruecos fue el 20 de abril, en la cancha de Gimnasia y Tiro. Ganamos 3 a 1 y volví a hacer un gol, de penal: ¡desde el 22 de mayo del '90 que no la metía! Después leí, por ahí, que hacía 1255 minutos que no hacía un gol. Eso también fue una satisfacción, me sentí útil. Me divertí, me divertí tanto que hasta hice jueguito con una naranja que me tiraron desde la tribuna. Tenía programado jugar sesenta minutos, nada más, pero cuando el Coco Basile me hizo la seña del cambio le pedí que me dejara un ratito más. Me sentía fenómeno. Ni yo lo podía creer: tres meses antes, me arrastraba por el piso; ahora, sentía que podía marcar diferencias. Y otra cosa sabía: todo dependía de mí. Para quienes les gusta cuando hablo en tercera persona: Maradona dependía de Maradona. Faltando quince minutos, el Coco ordenó igual el cambio. Y lo bien que hizo, porque el que entraba por mí era Ortega, Ariel Ortega. Corrí hasta él, chocamos las palmas y le grité: "¡Rómpela, ¿eh?!".
A Orteguita todos lo creen un boludito, pero yo creo que es muy inteligente. Y no es porque él hable bien de mí… A mí me lo sacaron de la habitación, en aquel grupo, porque en River decían que yo le podía meter en la cabeza algo de… algo de lo que tenía yo, y Orteguita me dijo: Yo me quiero quedar en la pieza con vos. Pero le contesté: "No, no, nene, no… Porque yo me voy mañana y vos tenés que seguir". Lo sacó el tartamudo ese de Alfredo Dávicce, que era el presidente de River, por eso fui y le dije a Basile que estaba todo bien, que lo cambiaran de pieza… El Burrito, a mí, me habló como un hombre, sabía todos los problemas que tiene Jujuy con la droga, me habló de todo lo profesional que era y también de todo lo profesional que no era porque se le cantaba el culo: un fenómeno, Ortega.
Después vino aquella historieta de los japoneses, que no me dieron la visa por mis antecedentes con la droga, y se tuvo que suspender la gira del Seleccionado por allá. Sentí la bronca de la discriminación, pero también la satisfacción de la solidaridad: mis compañe-ros se negaban a viajar y la AFA canceló la gira… Hubo que armar otra de apuro, por Ecuador, Israel (por supuesto, la cábala se mantenía) y Croacia. Perdimos el primero, 1 a 0; goleamos en el segundo, 3 a 0 y empatamos en el tercero, 0 a 0.
No fue de lo mejor, la verdad. Me hizo acordar a las peores épocas de Bilardo, por el rendimiento del equipo y por los quilombos para movernos de un lado a otro. Desde Croacia amenacé con volverme a la Argentina, derecho viejo. No sé, por ahí la culpa había sido mía por aquello de Japón y todo se armó de apuro, pero al final me planté y les dije: "O mejoramos esto, o me vuelvo".
No mejoró mucho, la verdad, pero tampoco me volví. Mejor, apuntamos para Estados Unidos, a instalarnos en las afueras de Boston. Primero, en un Sheraton, en Needham, sobre una autopista; después, en el Babson College, que era el lugar que la AFA había reservado para nosotros. La verdad, el lugar era espectacular y yo vivía todo de una manera distinta, más intensa. Es que estaba convencido de que sería mi último Mundial, por ahí era el broche de mi carrera: terminaba y no jugaba más, me retiraba. En ese momento ni equipo tenía.
Además, quería que Dalma y Gianinna vieran al papá en una concentración, en un entrenamiento, en un partido. No sé, sentía todo como una despedida. Con ilusión, ¿eh?, con ilusión. Con la misma de siempre en un Mundial. Tenía tres sobre las espaldas, ya, pero sentía la misma responsabilidad del que debutaba, qué sé yo… Y me gustaba la idea de no llegar como favorito: porque así había sido en México '86 y habíamos terminado campeones; porque nos habían dado por muertos en Italia '90 y llegamos a la final. Y repetí lo que había dicho cuatro años antes, aunque no la tenía en las manos: "El que quiera la Copa, me la tendrá que arrancar".
Mi cálculo era llegar a Grecia en unos siete puntos. Siete puntos cumpliendo los planes del doctor Lentini y marcados por Signorini y por el profe Echevarría. Trabajaba el doble o el triple que mis compañeros, porque hacía lo de ellos y además lo propio. Fernando decía que iba a llegar más fuerte al partido contra Grecia que al partido contra Camerún, en el '90.
Cuando ya estábamos allá, sumé al grupo a Daniel Cerrini; él llegó el jueves 9 de junio por expreso y exclusivo pedido mío. Yo quería que estuviera, sí o sí. El me había ayudado en mi acondicionamiento físico para volver en Newell's y también en el Seleccionado, contra Australia, y ahora lo quería de nuevo. Podía ayudarme con la dieta y también con el tema del peso, aunque esa vez no era mi preocupación: quería jugar con 76 kilos y no con 72, como en Newell's. Aquella vez, Signorini había dicho, con razón: Lo tocan y se vuela. Yo sabía que a Marcos y a Fernando no les gustaba mucho la idea de que Cerrini se sumara al grupo, pero a mí sí. Y esto que quede bien claro, porque sirve para que la gente acepte de una vez muchas cosas: en mi vida, las decisiones las tomo yo, ningún entorno ni clan las toma por mí. Si me equivoco, me equivoco yo. Y a Cerrini lo llamé a Estados Unidos yo. Con él también llegó, pero desde Italia, otro gran amigo que yo quería en mi equipo físico y humano: Salvatore Carmando, el masajista del Napoli que también me había acompañado a México y no había estado conmigo en el '90 porque se lo llevó Italia.
Yo seguía con mi manía de las remeras; en los primeros días, usaba una que decía: Si JUGANDO LES ROBO UNA SONRISA… QUISIERA JUGAR TODA MI VIDA. Era cierto, era cierto.
En el arranque, éramos el mejor equipo, lejos. Nosotros nos habíamos recontrajurado que nos teníamos que tomar revancha por todo lo que habíamos vivido y lo estábamos consiguiendo. Nosotros teníamos al mejor delantero, que era Batistuta, que estaba en su mejor momento; la metía Caniggia, que estaba motivado por mí; se había insertado fenómeno Balbo en una posición diferente.
También habíamos definido el tema del arquero, y en eso tuve que ver yo. Al principio, la decisión de Basile era que jugaran un partido cada uno, pero después Islas no arregló con Basile. El quilombo entonces era: ¿quién le dice a Goyco que no va a jugar? Nadie quería. Entonces lo encaré yo y le dije: "Mira, Goyco, acá las cosas tienen que ser claritas… Va a atajar Islas por los méritos que hizo en la cancha, en los entrenamientos". Yo no lo quería engañar a Goyco, porque ¡Goyco es un tipo sensacional! Entonces, ahí tuve que poner las pelotas como capitán para decirle a un amigo, a un amigo muy querido, que no iba a atajar, ¡cuando yo quería que atajara él!, que se quedaba afuera del Mundial cuando había peleado por todo conmigo, codo a codo. Era una decisión de Basile, yo no puse ni saqué a nadie, pero fui el primero, junto con Ruggeri, en apoyarlo al Vasco, en hacerlo sentir parte de ese equipo que ya pintaba como una orquesta.
Nosotros no necesitábamos defender, ¡nos defendíamos con la pelota! Porque ésa era la propuesta de Basile. El nos dijo: Miren, si nosotros queremos jugar como yo los paro, con Maradona, Caniggia, Balbo, Batistuta, Simeone y Redondo, perdemos cinco a cero… Aho-ra, si nosotros tenemos la pelota y nos adaptamos a ser la sombra uno del otro, a bajar y a dar nada más que una manito, una vez uno, otra vez el otro, la cosa va a funcionar. ¡Y cómo funcionaba! Llegábamos todos y así le hice el gol a Grecia: tocando, tac, tac, tac, una ametralladora, pared, Redondo, yo, golazo, golazo… Pero también llegaba el Cholo Simeone, y llegaba el Flaco Chamot… Teníamos un equipazo, por eso arrasamos a Grecia, el 21 de junio, 4 a 1, y los dimos vuelta a los nigerianos, el 25 de junio, 2 a 1. Teníamos un equipazo y ésa es la gran amargura mía, una amargura que me va a acompañar toda la vida.
Hablando con Bebeto, con Romario, ellos me decían: Cuando nosotros vimos que ustedes remontaron a Nigeria, a esos negritos que parecían orangutanes, dijimos "epa", acá está el equipo, no es sólo Maradona… Es un equipo con fortaleza mental, con fortaleza física, con presencia. Eso no lo dijo cualquiera, ¿eh? Me lo dijeron Bebeto y Romario, a mí, en persona. Querían decir que para los brasileños, en dos partidos, nosotros ya éramos los rivales a vencer. Para todos, éramos los rivales. Habíamos goleado a Grecia, los habíamos dado vuelta a los nigerianos y… pasó lo que pasó.
Nunca me voy a olvidar de aquella tarde del 25 de junio de 1994. Nunca. Sentía que había jugado un partidazo, estaba feliz. Vino esa enfermera a buscarme hasta el costado de la cancha, porque yo estaba festejando con la tribuna, y no sospeché nada. ¿Qué iba a sos-pechar si yo estaba limpio, limpio? Lo único que hice, me acuerdo, fue mirarla a la Claudia, que estaba en la tribuna, y le hice un gesto como diciéndole: "¿Y ésta quién es?". Pero era más un gesto entre nosotros, porque era una mina, y no porque fuera algo raro. Yo estaba tranquilo porque me había hecho controles antidoping antes y durante el Mundial, y todos daban bien. ¡No tomé nada, nada de nada! ¡Abstinencia total hasta de lo otro, de lo que te tira para atrás! Por eso me fui con la gordita y festejando, ¿de qué me iba a reír, si no?
Cualquiera de los periodistas que me haya visto después del control puede decirlo: yo estaba feliz, feliz de la vida… Tan feliz como no podía estar alguien consciente de haberse mandado una macana. Me acuerdo, en serio, que un periodista me preguntó:
–Diego, contra Grecia te calificaste con un 6,50. Hoy anduviste mejor, ¿cuánto te das?
-Y… Seis cincuenta… y cinco, fiera.
Tres días después, el martes 28 de junio, estaba tomando mate en el parking de la concentración, ahí en el Babson College, disfrutando de un par de esas horas libres que nos daba el Coco, cada tanto. Hacía calor, como todos los días. Pero a nosotros no nos importaba nada. Estábamos felices como chicos. Charlábamos de cualquier boludez con la Claudia, con Goycochea y con su mujer, Ana Laura. Estaba mi viejo, también. En eso apareció Marcos, con una cara terrible, desencajado. "¿Quién se murió?", pensé yo.
–Diego, tengo que hablar un minuto con vos -me dijo y me apartó un poco del grupo. Me pasó la mano por el hombro y me largó la noticia, así nomás-: Mira, Diego, tu control antidoping contra Nigeria dió positivo. Pero no te preocupes, los dirigentes lo están ma-nejando bi… -Lo último casi no lo escuché, ya había pegado media vuelta, buscándola a Clau… Casi no la distinguía, ya tenía los ojos nublados, llenos de lágrimas. Se me quebró la voz cuando le dije:
–Má, nos vamos del Mundial. – Y me largué a llorar como un chico.
Nos fuimos juntos, abrazados, hasta la habitación mía, la 127 y ahí sí estallé… Le pegaba piñas a las paredes y gritaba, gritaba, ¡gritaba! "¡Me rompí el culo, ¿me entendés?, me rompí el culo! ¡Me rompí el culo como nunca y ahora me viene a pasar esto!"
Nadie de quienes estaban conmigo atinaba a decirme nada: ni Claudia, ni Marcos, ni el querido Carmando, pobre… Eso de que los dirigentes estaban haciendo algo, yo no creía en nada ni en nadie. Sabía… sabía muy bien que había llegado el final.
Daniel Bolotnicoff viajó a Los Angeles, donde se iba a hacer la contraprueba, junto con Cerrini y uno de los dirigentes de la AFA, David Pintado. Cerrini no tenía nada que hacer, en realidad, porque ni siquiera figuraba en la lista oficial de la delegación. También viajó el doctor Carlos Peidró, que era el cardiólogo del plantel y ayudante del médico, del cabeza de termo de Ugalde.
A mí se me había caído el mundo encima. No sabía qué hacer, para dónde salir. Tenía que dar la cara, sí, pero no quería destrozar al resto de los muchachos. Teníamos que viajar a Dallas, para jugar contra Bulgaria, y me destrozaba el alma saber que el clima sería otro y que… yo no estaría allí, en la cancha. No me animé a decirle nada a nadie, los que sabían, sabían, y listo. No sé, por ahí, en el fondo me quedaba alguna esperanza de que los dirigentes hicieran algo, que me creyeran, que se dieran cuenta de que yo me había roto el culo, me había entrenado tres veces por día… ¡Si ellos me habían visto, carajo!
El miércoles 29 aterrizamos en Dallas. Cuando entramos al hotel, yo encabezaba el grupo. Llevaba puesto el uniforme del plantel, anteojos negros y un gorrito azul de Mickey que me habían regalado mis hijas. Las cámaras me apuntaban a mí, pero no por nada en es-pecial, siempre pasaba eso. Nadie sabía nada, todavía, y para mí era una sensación rara, espantosa: veía las caras de los periodistas amigos, sonrientes, ilusionados… Muchos de ellos se habían peleado por mí, por defenderme, y ahora estaban disfrutando de su revancha, igual que yo. ¡Cómo me dolía, cómo me dolía llevar adentro lo que sabía!
Esa misma tarde fuimos a reconocer el estadio, el Cotton Bowl, como se hace siempre en los Mundiales. Un día antes del partido, a pisar el césped. Yo entré y lo pisé, pero estaba en otra parte. Sabía muy bien que al día siguiente no estaría allí, no me dejarían estar allí. No todos mis compañeros sabían la verdad, y por eso a algunos les extrañó que yo estaba más callado que de costumbre. Ni siquiera toqué una pelota, para hacer jueguito: me fui contra un arco y me quedé ahí, agarrado de la red, como preso.
Recién cuando nos empezamos a ir, noté un alboroto en la tribuna donde estaban los periodistas. ¡Se habían enterado! Vi que Julio Grondona caminaba hacia ese lugar, desde el campo de juego, y apuré el paso. Escuché que me gritaban: ¡Diego, vení, una pregunta!, ¡Maradona, acá, acércate, por favor! Ni miré; sólo levanté el brazo y saludé. Me despedí. Eso hice: me despedí. Cuando ya había dejado el césped atrás y estaba a punto de perderme por el portón que llevaba afuera del estadio, giré la cabeza y lo vi a Grondona gesticulando, con dos mil micrófonos y cámaras apuntándolo: Los dirigentes lo están manejando bien, me había dicho Franchi. Y un escalofrío me recorrió la espalda y me sacudió.
A la noche, el lobby del hotel era un infierno. Ya todo el mundo conocía la noticia. Primero habían pensado en el Negro Vázquez, Sergio Vázquez, que había ido al control antidoping conmigo y estaba lesionado, medicado. Pero después todos supieron que el nombre era el mío.
Teóricamente, seguían las gestiones de los dirigentes, pero a última hora, cuando intentaba dormir, Marcos golpeó la puerta y me trajo la noticia: Diego, se acabó todo, la contraprueba también dio positivo. Con ese dato en las manos, la AFA había decidido sacar mi nombre de la planilla. Ya no pertenecía a la Selección Nacional.
Estaba solo, solo… Entonces grité, grité: "¡Ayúdenme, por favor, ayúdenme! ¡Tengo miedo de hacer una cagada, ayúdenme, por favor!".
Vinieron a la habitación algunos de los muchachos, pero no había nada que hacer, nada que decir. Yo lo único que quería era llorar, porque sabía que al día siguiente tenía que dar la cara y ahí sí que no iba a llorar. Se lo había prometido a Claudia y lo iba a cumplir.
Se hizo de día, por fin, y yo no había pegado ni un ojo. Marcos se había quedado toda la noche conmigo, también Fernando.
Cuando llegó la hora, todo el plantel se fue para el estadio. Yo no, yo me quedé. Quería explicarle todo a los argentinos. Estaba el periodista Adrián Paenza, con las cámaras de Canal 13. Nos fuimos hasta la habitación de Marcos y me senté en una cama, la que estaba más cerca de la ventana, mientras Adrián y el camarógrafo, el Cordobés, preparaban todo. A Marcos, Fernando y Salvatore, les pedí que se sentaran atrás mío, si querían. Tomé aire, carraspié un poco y anuncié que estaba listo. Entonces dije todo lo que se resumió en una frase que puedo repetir, tranquilamente: insisto, hoy, me cortaron las piernas.
¿La verdad? No tenía ganas de hablar una mierda, pero pensé que la gente se merecía por lo menos eso… Si me escuchaban, por ahí podían entender. Además, no quería que estuvieran pendientes sólo de una campana, la de los hijos de puta. Yo me senté en el borde de la cama y decidí enfrentar la cámara. Antes había hablado por el teléfono con Claudia y le había prometido que no iba a llorar, que no les iba a dar el gusto como en el '90. Pero, la verdad, me costaba un huevo no quebrarme…
Arranqué con lo que le venía comentando a Marcos por el pasillo, antes de enfrentar la cámara: que quería correr, que quería ir a entrenarme, que quería volar, ¡que no sabía qué hacer! Me había preparado tan bien para ese Mundial, tan bien, ¡como nunca! Y me estaban dando por la cabeza justo en el momento en el que empezaba a resurgir. Y le dije, también, me acuerdo porque fue tal cual: "Yo, el día que me drogué, fui y le dije a la jueza: me drogué, cuánto hay que pagar. Y lo pagué, y fueron dos años durísimos, de ir cada dos o tres meses o cuando me llamaba la jueza para hacer una rinoscopía o hacer pis. Pero así no la entiendo. No entiendo porque no tienen argumento. Yo creí que la justicia iba a ser buena, pero conmigo se equivocaron".
Yo lo que juraba y recontrajuraba y pretendía que quedara bien claro, era que no me había drogado para jugar, para correr más, ¡por mis hijas lo juraba y por mis hijas lo juro! Si yo me había entrenado como me había entrenado, ¿¡qué necesidad tenía de drogarme!? Sonaba que los hinchas entendieran eso, que les quedara clarísimo que no había corrido por la droga, que había corrido con el corazón y por la camiseta. Nada más. Me acuerdo que cuando dije eso, me quebré, me quebré… Le había prometido a Claudia que no iba a llorar, pero no podía más.
En ese momento sentía que ya no quería más revanchas en el fútbol: me habían cortado las piernas, sí, pero también tenía los brazos caídos y el alma destrozada. Yo estaba convencido de que ya había pagado con lo de Italia, con el penal aquél, con mi derrota. Pero parece que la FIFA quería más sangre mía, no les alcanzaba con mi dolor… ¡Querían más!
Sé que después se vio mi testimonio encima de la imagen de mis compañeros, mientras ellos cantaban el himno, antes de jugar el partido contra Bulgaria. No sé, yo no lo vi y no me animaría a verlo jamás, jamás, creo que no lo soportaría… Demasiado lo soporté aquella vez, todavía no sé cómo.
De la habitación de Marcos nos fuimos a otra, a ver el partido. Invité a un pequeño grupo de periodistas amigos, que no habían ido a la cancha, que se habían quedado allí para ver qué hacía yo. También estaban Fernando y Salvatore. Marcos andaba por ahí, viendo si se podía hacer algo, todavía. ¡Qué mierda iba a hacer, qué mierda iba a hacer!
Yo me senté en el piso, con la espalda apoyada contra la cama. Tenía el televisor a menos de medio metro. Empezó el partido, no grité ni una sola vez, no me paré, no me moví. No era yo, era otro el que estaba mirando ese partido: ahí estaba mi camiseta, ahí ten-dría que haber estado yo. Ahí estaba mi bandera, también, una que me habían regalado mis hijas y yo le pasé a Cani, se la ofrecía de corazón.
De aquel partido contra Bulgaria me queda una frase de Redondo. Una frase que, cuando yo se la conté a Dalmita, porque Dalmita me preguntaba mucho, nos pusimos a llorar los dos juntos. Fernando me dijo, así, con lágrimas en los ojos: Yo te buscaba, te bus-caba en la cancha y no te podía encontrar… Todo el partido te busqué. Claro, ¿qué pasa? Nos habíamos convertido en un equipo ya, que jugaba de memoria. De memoria: dásela a Diego, redonda, que él también te la va a dar redonda; a Balbo, a Bati, a Redondo, al Cholo, todos sentíamos el juego de la misma manera… Eso, eso era ese equipo: sentir el fútbol como si jugáramos a la pelota.
Aguanté veinticinco minutos, no más. Les pedí disculpas a todos y me fui a mi habitación. Allí me quedé, solo, hasta que volvió Marcos, hasta que volvieron los muchachos. Lo único que quería era volar de ese lugar y a las cinco de la mañana tenía un vuelo para llegar a Boston, a reencontrarme con Claudia, con las chicas. Ellas no entendían nada, todavía. La llamé por teléfono a Claudia y le pregunté cómo estaban. Me contestó que ya habían preguntado algo y que les había dicho que me habían dado un remedio, y por eso no había podido jugar. Se me hizo un nudo en la garganta y corté. Las venas me quería cortar, las venas… Me sentía más solo que nunca.
La actitud de Julio Grondona, cara a cara, me pareció excelente, pero después no me pareció tanto, creo que no supo defenderme como yo hubiera querido. Primero, porque lo mío ¡no era cocaína, no era reincidencia de cocaína! Después, porque fue una equivocación ¡involuntaria! de Cerrini. Se acabó el frasco de lo que yo venía tomando en la Argentina y compraron otro ahí, en Estados Unidos; era el mismo producto, sólo que el de la marca estadounidense llevaba un mínimo porcentaje de efedrina: en vez del Ripped Fast que yo estaba tomando y se acabó, Cerrini compró Ripped Fuel, que también era de venta libre y similar. Los dos se llamaban Ripped, pero el Fuel tenía una hierbas, unas mierdas, y daba efedrina, un poquito de efedrina. Con el doctor Lentini, en Buenos Aires, se hicieron todas las pruebas y se demostró que, con ese producto, aparecían las sustancias ésas que me encontraron a mí.
Yo también creí mucho en Eduardo De Luca, el dirigente argentino de la Confederación Sudamericana de Fútbol, parecía que él tenía todos los elementos para salvarme, porque eso me había dicho una vez que conversamos. Sólo era cuestión de hacerles entender que yo no había intentado sacar ventajas, ¡que no saqué ventajas! Por eso, le dije: "¡De Luca, por mis hijas…!", por mis hijas se lo pedí, pero, qué va a hacer, pudo más el poder.
Porque eso nunca me lo van a aceptar los poderosos, nunca. ¿Por qué? Porque son sucios, porque están con mierda hasta acá y ganan la plata con sangre… Porque lo que me hicieron a mí es ganar plata con sangre, es sacarle la ilusión a un país y también a un tipo de 34 años que hizo un esfuerzo grandísimo y que estaba a punto, bien. ¿A quién se le ocurre pensar que yo iba a reemplazar la cocaína con efedrina, a quién? Si yo terminé cansado, muerto en ese partido, ¡muerto! Le pedí el cambio al Coco y él me contestó: ¡No, no! Quédate que los negritos se nos están viniendo encima, quédate, por favor. Yo tomé aire, lo saqué desde donde no tenía y me quedé… ¡Pero yo quería salir, lo juro por mis hijas!
Y si después dije lo que dije, aquello de que me cortaron las piernas, fue porque me había jugado mucho en esa vuelta: yo quería que, de una vez por todas, los argentinos se sintieran orgullosos de su Selección con Maradona. Había hecho un esfuerzo enorme, me había encerrado allá en La Pampa, bajé de 89 kilos a 76. Le pedí tanto a Dios para que todo saliera bien, pero Dios… Dios no tenía nada que ver, o estaba distraído, o muy ocupado, que es lógico, porque si no tendría que haber logrado que Blatter, que Havelange, que Johanson, que todos esos dinosaurios, me perdonaran. Porque, insisto, no era reincidencia en la cocaína, no lo era. Ellos, que se llenaban la boca con el Fair Play, se estaban olvidando de un ser humano. Porque yo no había tomado nada para sacar ventajas, nada. Por eso no lo asumo como la cagada más grande de mi vida ni nada que se le parezca; lo asumo, pero como un error de otro. A nosotros nos sacan del Mundial porque a mí me dan efedrina, y la efedrina es legal, o debería serlo.
Aparte, yo no escondía nada, todo estaba bien claro: el Profe Echevarría sabía cómo trabajaba con Fernando Signorini en lo físico, y todos ellos sabían también que Daniel Cerrini se encargaba de los complementos, todo legal. A Ugalde, al doctor Ernesto Ugalde, preferiría ni nombrarlo, porque ¡es nefasto! Ojalá algún día me lo cruce por la calle, ¡ojalá!… No sabía nada y se quiso hacer el taura. Y salió a hacer una conferencia de prensa, ¿¡para qué!? Para decir que él no tenía nada que ver… yo nunca dije que él me hubiera dado nada. ¡Si yo me había hecho responsable por lo de Cerrini! Cuando me enteré, no lo pude agarrar; si no, lo mato a trompadas a ese Carabobo y San Martín.
Nunca nada quedó claro, hay una causa abierta todavía. Pero como el bonito de Ugalde salió a sacarse el problema de encima antes de que nadie le dijera nada, no lo dejaron hablar al doctor Carlos Peidró. Todo lo contrario: a Peidró lo hicieron callar la boca y lo rajaron. El había dicho: Cuando fuimos a ver la contraprueba, el frasco estaba abierto. Y eso debería haber eliminado directamente el control. Pero como el otro había hablado, como al otro lo único que le había interesado era salvarse él, no se pudo hacer nada. No se pudo hacer nada por ese cagón.
En Estados Unidos tenía en contra hasta a O. J. Simpson, ¡tenía en contra a todos! De los únicos que recibí apoyo fue del Coco Basile y de los jugadores. Después, de nadie más.
Por ahí, la sigo peleando, porque nunca es tarde, ¡nunca es tarde! Lo del doping en Italia, por ejemplo, eso de que están investigando al laboratorio que hizo todos los análisis en su momento, me hace sentir bien. Me llena de esperanza. Porque por ahí hay gente que todavía no puede dormir porque sabe que alguien le dijo: Hacele esto a Maradona, y lo hizo.
Me gustaría agarrar todos los elementos, todas las pruebas -lo voy a hacer-, y después ir a la FIFA. ¡Con 60 años, pero ir y patearles la puerta, y descubrir la verdad.