Como todas las otras fuentes de flujo relativas a habilidades corporales —como el deporte, el sexo y las experiencias estéticas visuales—, el cultivo del gusto solo conduce al disfrute si uno toma el control de la actividad. Mientras uno se afana en llegar a ser un gastrónomo o un experto en vinos porque es lo que está de moda, porque es "in", queriendo dominar un desafío impuesto externamente, entonces el gusto fácilmente se torna agrio. Pero un paladar cultivado ofrece muchas oportunidades para el flujo, si uno se toma la comida —y el cocinar— con espíritu de aventura y con curiosidad, explorando las potencialidades del alimento por la experiencia en sí, en vez de ser el escaparate de la propia pericia.

El otro peligro que tienen las delicias culinarias —y aquí vuelven a ser obvios los paralelismos con el sexo— es que puede convertirse en una adicción. No es por casualidad que la gula y la lujuria estuviesen incluidas entre los siete pecados capitales. Los padres de la Iglesia entendieron muy bien que este encaprichamiento por los placeres de la carne podía desviar fácilmente la energía psíquica de otras metas. La desconfianza de los puritanos hacia el disfrute se relaciona con el temor razonable de que, cuando la gente probase aquello que estaba programado genéticamente para ser deseado, la gente querría más, y se alejaría de las rutinas necesarias de la vida cotidiana para poder satisfacer sus apetencias.

Pero la represión no es el camino hacia la virtud. Cuando la gente se prohíbe cosas a sí misma mediante el temor, sus vidas quedan disminuidas. Se convierten en personas rígidas y defensivas; sus personalidades dejan de crecer. Únicamente mediante una disciplina libremente elegida la vida puede ser disfrutada y mantenida todavía dentro de los límites de la razón. Si una persona aprende a controlar sus deseos instintivos, no porque tiene que hacerlo, sino porque quiere, podrá disfrutar de sí mismo sin llegar a ser adicto. Un devoto fanático de los alimentos es aburrido tanto para sí mismo como para los demás, al igual que el asceta que rehúsa disfrutar de su paladar. Entre estos dos extremos hay bastante espacio para mejorar la calidad de vida.

En lenguaje metafórico, para varias religiones, el cuerpo es "el templo de Dios", o la "embarcación de Dios", imágenes que incluso un ateo debería ser capaz de comprender. Los órganos y células integradas que constituyen el organismo humano son un instrumento que nos permite estar en contacto con el resto del universo. El cuerpo es como una sonda llena de dispositivos sensibles que trata de obtener información de cualquier lugar del espacio. Es mediante el cuerpo como nos relacionamos los unos con los otros y con el resto del mundo. Mientras esta conexión, por sí misma, puede ser bastante obvia, lo que tendemos a olvidar es lo agradable que puede ser. Nuestra maquinaria física ha evolucionado para que cuando usemos sus dispositivos sensoriales nos produzcan una sensación positiva y la totalidad del organismo resuene en armonía.

Pero darnos cuenta de la potencialidad del cuerpo para el flujo es relativamente fácil, no se requieren talentos especiales ni grandes sumas de dinero. Todos podemos mejorar la calidad de vida al explorar una o más dimensiones ignoradas de nuestras capacidades físicas. Por supuesto, es difícil para cualquier persona alcanzar altos niveles de complejidad en más de un dominio físico. Las habilidades necesarias llegar a ser un buen atleta, un bailarín o un gourmet de la vista, los sonidos o el gusto son tan difíciles de desarrollar que uno no tiene energía psíquica suficiente en su vida para dominar más de uno. Pero seguramente es posible llegar a ser un diletante —en el mejor sentido de la palabra— en todas estas áreas, en otras palabras, es posible desarrollar las habilidades suficientes para encontrar deleite en lo que el cuerpo puede hacer.

6. EL FLUJO DEL PENSAMIENTO

Las cosas buenas en la vida no provienen únicamente de los sentidos. Algunas de las mejores experiencias que experimentamos se generan dentro de la mente, son provocadas por la información que desafía nuestra capacidad de pensar, en lugar de desafiar nuestras habilidades sensitivas. Como sir Francis Bacon escribió, hace casi cuatrocientos años, preguntar —que es la semilla de conocer— es el reflejo de la forma más pura de placer. Así como hay actividades de flujo que corresponden a cada potencialidad física del cuerpo, cada operación mental es capaz de ofrecernos su forma particular de disfrute.

Entre las muchas actividades intelectuales disponibles, actualmente la lectura es quizás la actividad de flujo más frecuentemente mencionada en todo el mundo. Resolver acertijos mentales es una de las formas más antiguas de actividad agradable, precursora de la filosofía y la ciencia moderna. Algunos individuos llegan a ser tan diestros en interpretar una partitura musical que no necesitan escuchar las notas reales para disfrutar de una pieza de música y prefieren la lectura de la partitura de una sinfonía en vez de oírla. Los sonidos imaginarios que bailan en sus mentes son más perfectos de lo que cualquier interpretación real pudiera ser. De modo similar, la gente que dedica mucho tiempo al arte llega a apreciar cada vez más los aspectos afectivos, históricos y culturales de la obra que están observando y en ocasiones disfrutan más con estos aspectos que con

los puramente visuales. Como un profesional de las artes expresó: «[Las obras de] arte ante las que personalmente respondo [...] tienen detrás de sí una gran actividad conceptual, política e intelectual. [...] Las representaciones visuales son realmente las señales de esta máquina hermosa que ha sido construida, única en la tierra, y no es simplemente un refrito de elementos visuales, sino que es realmente una nueva máquina pensante elaborada por un artista, a través de unos medios visuales y sus per-

ccpciones».

Lo que esta persona ve en una pintura no es simplemente un i cuadro, sino "la máquina de pensar" que son las emociones del pintor, su esperanzas y sus ideas, así como el espíritu de la cultura y el período histórico en que vivió. Con atención y cuidado, uno puede discernir una dimensión mental similar en las actividades físicas agradables como el atletismo, la comida o el sexo. Podríamos decir que distinguir entre las actividades de flujo que involucran las funciones del cuerpo y aquellas que involucran la mente es, en cierto modo, algo espurio, puesto que todas las actividades físicas involucran un componente mental si queremos que sean algo agradable. Los atletas saben muy bien que para mejorar el rendimiento más allá de un cierto punto deben aprender a disciplinar su mente. Y las gratificaciones intrínsecas que consiguen están más allá del simple bienestar físico: experimentan un sentimiento de realización personal y aumentan su autoestima. Y viceversa, la mayoría de las actividades mentales también se apoyan en la dimensión física. El ajedrez, por ejemplo, es uno de los juegos más cerebrales que existen, pero los jugadores de ajedrez más capaces se entrenan corriendo y nadando porque son conscientes de que si no están físicamente en forma, no serán capaces de mantener los largos períodos de concentración mental que requieren los torneos de ajedrez. En el yoga, el control de la conciencia se obtiene aprendiendo a controlar los procesos corporales, y lo primero se mezcla con lo segundo.

Así, aunque la experiencia de flujo siempre implique el uso

de los músculos y los nervios por un lado, y de la voluntad, el pensamiento y el sentimiento por el otro, tiene sentido diferenciar un tipo de actividades agradables que ordenan directamente la mente en vez de actuar a través de la mediación de los sentidos corporales. Estas actividades son primariamente de naturaleza simbólica y dependen de los idiomas naturales, las matemáticas o de algún otro sistema abstracto de anotación como el lenguaje de los ordenadores para lograr sus efectos de orden en la mente. Un sistema simbólico es como un juego en que se ofrece una realidad separada, un mundo propio donde uno puede llevar a cabo acciones que se permite que ocurran en ese mundo, pero que no tendrían mucho sentido en ninguna otra parte. En los sistemas simbólicos, la "acción" se halla comúnmente restringida a la manipulación mental de los conceptos.

Para disfrutar de una actividad mental, hay que encontrar las mismas condiciones que hacen agradables las actividades físicas. Debe tenerse alguna habilidad en un campo simbólico; tienen que haber una reglas, una meta y una manera de obtener retroalimentación. Hay que ser capaz de concentrarse interactuar con las oportunidades a un nivel equilibrado con las propias habilidades.

En realidad, lograr una condición mental tan ordenada no es tan fácil como parece. Contrariamente a lo que tendemos a suponer, el estado normal de la mente es el caos. Sin entrenamiento y sin un objeto en el mundo externo que exija nuestra atención, las personas son incapaces de enfocar sus pensamientos durante más de unos minutos cada vez. Es relativamente fácil concentrarse cuando la atención se estructura por los estímulos exteriores, como cuando una película se proyecta sobre la pantalla o cuando estamos conduciendo entre el denso tránsito que encontramos en nuestro camino. Si uno lee un libro interesante, ocurre lo mismo, pero la mayoría de los lectores también empiezan a perder su concentración tras unas pocas páginas, y sus mentes vagan lejos de la trama. En este punto, si desean seguir leyendo deben hacer un esfuerzo para volver a forzar su atención sobre las páginas.

Normalmente no notamos el poco control que tenemos sobre la mente, porque los hábitos canalizan tan bien la energía psíquica que los pensamientos parecen seguirse el uno al otro por sí mismos y sin interrupciones. Después de dormir recobramos el conocimiento por la mañana cuando suena la alarma del reloj, y entonces andamos hasta el baño y nos cepillamos los dientes. Los roles sociales prescritos por nuestra cultura toman el control de nuestras mentes en nuestro lugar y generalmente actuamos en piloto automático hasta el fin de la jornada, cuando nuevamente es el momento de perder la conciencia en el sueño. Pero cuando se nos deja solos, sin ninguna demanda a la que atender, el desorden básico de la mente se manifiesta. Sin nada que hacer, la mente empieza a seguir modelos aleatorios, por lo común se detiene en pensamientos dolorosos o perturbadores. A menos que una persona sepa cómo proporcionar orden a sus pensamientos, la atención se sentirá atraída por cualquier cosa que sea muy problemática en aquel momento: se enfocará en algún dolor verdadero o imaginario, en los rencores recientes o en las frustraciones a largo plazo. La entropía es el estado normal de la conciencia (una condición que ni es útil, ni es agradable).

Para evitar esta condición, las personas se sienten ávidas de llenar sus mentes con cualquier información fácilmente disponible mientras distraiga la atención de volverse hacia el interior y fijarse en los sentimientos negativos. Esto explica por qué una proporción enorme de tiempo se invierte en ver la televisión, a pesar del hecho que muy rara vez se disfrute haciéndolo. Si lo comparamos con otras fuentes de estimulación —como leer, hablar con otras personas o trabajar en una afición—, ver la televisión puede ofrecer información continua y fácilmente accesible que estructure la atención del espectador con un costo muy bajo desde el punto de vista de la energía psíquica que necesita invertirse. Mientras la gente mira la televisión, no temen que sus mentes les fuercen a enfrentarse a perturbadores problemas personales. Es comprensible que, una vez que se desarrolla esta estrategia para vencer la entropía psíquica, abandonar este hábito llegue a ser casi imposible.

El mejor camino para evitar el caos en la conciencia, por supuesto, es mediante hábitos que den el control sobre los procesos mentales al propio individuo, en vez de a alguna fuente externa de estimulación, como los programas de televisión. Sin embargo, para adquirir tales hábitos se requiere práctica y el tipo de metas y reglas que son inherentes a las actividades de flujo. Por ejemplo, una de las maneras más sencillas de usar la mente es soñar despierto: realizar una sucesión de hechos con imágenes mentales. Pero incluso esta manera aparentemente fácil de ordenar el pensamiento está más allá del alcance de muchas personas. Jerome Singer, el psicólogo de Yale que ha estudiado el soñar despierto y las imágenes mentales quizás más que cualquier otro científico, ha demostrado que soñar despierto es una habilidad que muchos niños nunca aprenden a usar. Pero soñar despierto no solamente ayuda a crear orden emocional compensando en la imaginación una realidad desagradable —como cuando una persona puede reducir su frustración y sus deseos de agresión contra alguien que le ha ocasionado algún daño visualizando una situación en la que el agresor es castigado— sino que también permite que los niños (y los adultos) puedan ensayar situaciones imaginarias y vean cuál es la mejor estrategia que pueden adoptar para enfrentarlas, busquen opciones alternativas, descubran consecuencias que no previeron, etc., es decir, todos los resultados que ayuden a aumentar la complejidad de la conciencia. Y, por supuesto, cuando lo usamos con habilidad, soñar despierto puede ser algo muy agradable.

Al revisar las condiciones que ayudan a establecer el orden en la mente, miraremos primero el papel sumamente importante de la memoria, y después cómo se pueden usar las palabras para producir experiencias de flujo. Seguidamente consideraremos tres sistemas simbólicos que son muy agradables si uno sabe sus reglas: la historia, la ciencia y la filosofía. Podríamos haber mencionado otros muchos campos de estudio, pero estos tres pueden servir como ejemplos para los demás. Cada uno de estos "juegos" mentales está al alcance de cualquiera que desee jugar con ellos.

La madre de la ciencia

Los griegos personificaron la memoria como la señora Mnemosine. Madre de las nueve musas, se creía que había engendrado todas las artes y las ciencias. Es válido pensar que la memoria es la habilidad mental más antigua, de la que derivan todas las demás, porque si no fuésemos capaces de recordar, no podríamos seguir las reglas que hacen posibles otras operaciones mentales. Ni la lógica ni la poesía podrían existir, y los rudimentos de la ciencia tendrían que ser redescubiertos por cada nueva generación. La primacía de la memoria es cierta, ante todo desde el punto de vista de la historia de la especie. Antes de que se inventasen los sistemas de escritura, toda la información aprendida tenía que ser transmitida de la memoria de una persona a la de otra. Y esto es cierto también desde el punto de vista de la historia de cada ser humano individual. Una persona que no puede recordar está desprovista de la conciencia de sus experiencias anteriores y es incapaz de construir modelos de conciencia que produzcan orden en su mente. Como dijo Buñuel: «la vida sin la memoria no es vida. [...] Nuestra memoria es nuestra coherencia, nuestra razón, nuestro sentimiento, incluso nuestra acción. Sin ella no somos nada».

Todas las formas de flujo mental dependen de la memoria, directa o indirectamente. La historia opina que la manera más antigua de organizar información era recordar los propios antepasados, la línea de descendencia que traspasaba a cada persona su identidad como miembro de una tribu o de una familia. No es por azar que el Antiguo Testamento, especialmente en los libros más antiguos, contenga tanta información genealógica (por ejemplo, Génesis 10: 26-29: «Los descendientes de Yoqtán eran la gente de Almodad, Selef Jasarmávet, Yéraj, Hadoram, Uzal, Diclá, Obal, Abimael, Sebá, Ofir, Javilá y Yobab...»). Saber los propios orígenes y con quién estaba uno emparentado era un método imprescindible para crear orden social cuando no existía ninguna otra base. En las culturas preliterarias recitar listas con los nombres de los antepasados es una actividad muy importante incluso hoy en día y es una actividad que puede proporcionar deleite a quienes la realizan. Recordar es agradable porque supone cumplir un objetivo y también trae orden a la conciencia. Todos sabemos cómo nos sentimos de satisfechos cuando recordamos dónde hemos puesto las llaves del coche o cualquier otro objeto que temporalmente habíamos perdido. Pero recordar una larga lista de antepasados que nos hace retroceder una docena de generaciones es particularmente agradable porque satisface la necesidad de encontrar nuestro lugar en la corriente de los procesos de la vida. Porque recordar los ascendientes sitúa a quien los recuerda como un eslabón en una cadena que comienza en un mítico pasado y se extiende en el insondable futuro. Aunque en nuestra cultura las historias de linaje hayan perdido toda su importancia práctica, la gente todavía disfruta pensando y hablando de sus raíces.

Y no era solamente sus orígenes lo que nuestros ascendientes tenían que memorizar, sino también otros muchos hechos que tienen que ver con la capacidad de controlar el ambiente. Las listas de frutas y hierbas comestibles, los consejos acerca de la salud, reglas de conducta, costumbres de herencia, leyes, conciencia geográfica, rudimentos de tecnología y perlas de la sabiduría popular eran empaquetadas en versos o refranes fácilmente memorizables. Hace solo unos siglos, la imprenta ha permitido disponer de los conocimientos de forma fácil, pero anteriormente se condensaron en formas parecidas a la Canción del alfabeto que ahora cantan los títeres de los espectáculos televisivos infantiles como Barrio Sésamo.

Según Johann Huizinga, el gran historiador holandés, uno de los precursores más importantes del conocimiento sistemático fueron las adivinanzas. En las culturas más antiguas, los mayores de la tribu se desafiaban el uno al otro en concursos en donde una persona cantaba un texto lleno de referencias ocultas y la otra persona tenía que interpretar el significado cifrado en la canción. Una competición entre expertos en adivinanzas era frecuentemente el acontecimiento intelectual más estimulante al que podía asistir la comunidad local. Las formas del acertijo se anticiparon a las reglas de la lógica, y su contenido se usó para transmitir el conocimiento objetivo que nuestros antepasados necesitaron conservar. Algunos acertijos eran bastante simples y fáciles, como adivinar la rima cantada por los clérigos galeses y traducida por lady Charlotte Guest:

Descubra qué es:

la poderosa criatura de antes del Diluvio

sin carne, sin hueso,

sin vena, sin sangre,

sin cabeza, sin pies...

en el campo, en el bosque...

sin mano, sin pie.

Es también tan amplio

como la superficie de la tierra,

y no ha nacido,

ni tampoco ha sido visto.

La respuesta, en este caso, es "el viento".

Otros acertijos que druidas y clérigos confiaban a la memoria eran mucho más largos y complejos, y contenían importantes retazos de ciencia oculta disfrazada en versos socarrones, Robert Graves, por ejemplo, piensa que los sabios antiguos de Irlanda y Gales almacenaron sus conocimientos en poemas que eran fáciles de recordar. Frecuentemente usaron elaborados códigos ocultos, como cuando los nombres de árboles significaban letras y una lista de árboles servía para deletrear palabras. Las líneas 67-70 de la Batalla de los árboles, un poema largo y extraño cantado por los antiguos clérigos galeses dice:

Los alisos en la línea de combate comenzaron la lucha. El sauce y el fresno tardaron en formar.

Y en él se halla cifrada en clave la letra F (que en el alfabeto secreto druídico estaba representada por el árbol aliso), S (sauce) y L (fresno). De este modo, los pocos druidas que sabían cómo usar las letras podían cantar una canción que ostensiblemente se refiere a una batalla entre los árboles del bosque, pero que realmente deletreaba un mensaje que únicamente los iniciados podían interpretar. Por supuesto, la solución de los acertijos no depende exclusivamente de la memoria; también se precisa de un conocimiento especializado, una gran imaginación y una buena capacidad para resolver problemas. Pero sin buena memoria uno no podría ser un maestro de los acertijos ni podría llegar a ser un experto en cualquier otra habilidad mental.

Si retrocedemos en el tiempo hasta los primeros registros de la inteligencia humana, el regalo mental más apreciado era una memoria cultivada. Mi abuelo a los setenta años de edad todavía recordaba de memoria pasajes de las tres mil líneas de la Ilíada que tuvo que aprender de memoria en griego para graduarse en la escuela superior. Cuando los recitaba, tenía una mirada de orgullo y sus ojos se fijaban en el horizonte. Con la cadencia de los versos recordados, su mente volvía a sus años de mocedad. Las palabras evocaban experiencias que había tenido cuando las aprendió por primera vez; recordar la poesía era para él como un viaje en el tiempo. Para las personas de su generación, el conocimiento era todavía un sinónimo de la memoria. Únicamente en el siglo pasado, gracias a que los registros escritos eran menos caros y más fáciles de conseguir, la importancia de recordar disminuyó espectacularmente. Hoy en día la buena memoria está considerada como algo inútil excepto en algunos concursos o para jugar al Trivial.

Sin embargo, para una persona que no tiene nada que recordar, la vida se convierte en algo gravemente empobrecido. Esta posibilidad fue completamente olvidada por los reformadores educativos de principios de siglo, quienes, armados con los resultados de diversas investigaciones, probaron que "la memorización" no era una manera eficaz para almacenar y adquirir información. Como resultado de sus esfuerzos, la memorización se ha expulsado de las escuelas. Los reformadores habrían tenido justificación si el objetivo de recordar fuera simplemente resolver problemas prácticos. Pero si se considera que el control de conciencia es por lo menos tan importante como la capacidad para conseguir hacer las cosas, entonces el aprendizaje de modelos complejos de información mediante la memoria no es un esfuerzo derrochado. Una mente con contenidos estables es mucho más rica que otra sin ellos. Es una equivocación suponer que la creatividad y la memorización sean incompatibles. Algunos de los científicos más originales, por ejemplo, se sabe que habían memorizado mucha música, poesía o información histórica.

Una persona que puede recordar narraciones, poemas, letras de canciones, estadísticas de béisbol, fórmulas químicas, operaciones matemáticas, fechas históricas, pasajes bíblicos y sabias citas tiene muchas ventajas sobre quien no ha cultivado tal habilidad. La conciencia de esta persona es independiente del orden que el ambiente pueda ofrecerle. Siempre podrá divertirse y encontrar significado en los contenidos de su mente. Mientras otros necesitan estimulación externa —televisión, leer, conversar o tomar drogas— para evitar que sus mentes floten en el caos, la persona cuya memoria se abastece con modelos de información es autónoma e independiente. Además, esta persona es también un compañero mucho más apreciado, porque puede compartir la información de su mente con los demás y así ayudar a traer orden en la conciencia de quien está interactuando con ella.

¿Cómo podemos encontrar más valores en la memoria? La manera más natural para comenzar es decidir en qué tema uno está realmente interesado —en la poesía, el arte culinario, la historia de la guerra de secesión o el béisbol— y entonces empezar a prestar atención a los hechos claves y a las figuras del área elegida. Con un buen enfoque del tema sabremos qué vale la pena recordar y qué no. Lo que es importante reconocer aquí es que usted no tiene que sentir que debe absorber una ristra de hechos, sino que hay una lista correcta que debe memorizar. Si usted decide lo que le gustaría tener en la memoria, la información estará bajo su control y la totalidad del proceso del aprendizaje memorístico será una tarea amena, en vez de ser una tarea impuesta desde fuera. Un conocedor de la guerra de Secesión no se siente obligado a saber la sucesión de fechas de todas las batallas importantes; si, por ejemplo, está interesado en el papel de la artillería, entonces solo le conciernen las batallas en las que los cañones jugaron un papel importante. Algunas personas llevan consigo a todas partes los textos de las citas o poemas que más les gustan, escritos en pedazos de papel, para mirarlos cuando se sienten aburridos o faltos de ánimo. Es increíble el sentimiento de control que proporciona saber que los hechos históricos favoritos o las letras de nuestras canciones predilectas están siempre a mano. Sin embargo, una vez que se almacenan en la memoria, este sentimiento de titularidad —o mejor, de conexión con el contenido recordado— llega a ser aún más intenso.

Por supuesto siempre existe el peligro de que la persona que domine esta información la use para convertirse en un aburrido arrogante. Todos conocemos personas que no pueden resistir la tentación de mostrarnos la amplitud de su memoria. Pero esto comúnmente ocurre cuando alguien memoriza únicamente con el fin de impresionar a los demás. Es menos probable que uno llegue a convertirse en un aburrido cuando se está intrínsecamente motivado, con un interés genuino en la materia y con un deseo de controlar la conciencia más que de controlar el ambiente.

Las reglas de los juegos mentales

La memoria no es la única herramienta necesaria para dar forma a lo que tiene lugar en la mente. Es inútil recordar hechos a menos que estos encajen en modelos, a menos que uno encuentre semejanzas y regularidades entre ellos. El sistema ordenador más simple es dar nombres a las cosas; las palabras que inventamos transforman sucesos diferenciados en categorías universales. El poder de la palabra es inmenso. En Génesis 1, Dios nombra el día, la noche, el cielo, la tierra, el mar y todas las cosas vivas inmediatamente después de crearlas, completando de este modo el proceso de la creación. El Evangelio de san Juan empieza: «Antes de que el mundo fuese creado, la Palabra ya existía...»; y Heráclito comienza su obra, hoy casi completamente perdida, así: «Esta Palabra (Logos) existe desde la Eternidad, aunque los hombres la entiendan tan pequeña como antes tras oírla por primera vez...». Todas estas referencias sugieren la importancia de las palabras para controlar la experiencia. Son los bloques de construcción de la mayoría de sistemas simbólicos. Las palabras permiten el pensamiento abstracto y aumentan la capacidad de la mente para almacenar los estímulos. Sin sistemas para ordenar la información, incluso la memoria más clara encontrará que la conciencia es un estado de caos.

Después de los nombres vinieron los números y los conceptos y luego las primeras reglas para combinarlos de manera predecible. En el siglo —vi, Pitágoras y sus estudiantes se embarcaron en una inmensa tarea de ordenación que intentaba encontrar leyes numéricas comunes para la astronomía, la geometría, la música y la aritmética. No es sorprendente que fuera difícil distinguir su obra de la religión, puesto que intentaba alcanzar metas similares: encontrar una manera de expresar la estructura del universo. Dos mil años más tarde, Kepler y más tarde Newton todavía realizaban la misma búsqueda.

El pensamiento teórico nunca ha perdido completamente las cualidades imaginativas y de rompecabezas de los acertijos más antiguos. Por ejemplo Arquitas, en el siglo —IV, siendo filósofo y comandante en jefe de la ciudad-estado de Tarento (en el sur de Italia), probó que el universo no tenía límites preguntándose: «suponiendo que yo llegase a los límites exteriores del universo, si entonces lanzase un palo al exterior, ¿qué encontraría?». Arquitas pensó que el palo debería haberse proyectado fuera en el espacio. Pero en este caso habría un espacio más allá de los límites del universo, lo que significaba que el universo no tenía límites. Si el razonamiento de Arquitas nos parece primitivo, es útil recordar que las experimentaciones intelectuales que Einstein usó para clarificar cómo actúa la relatividad, en lo que concierne a los relojes que se ven desde trenes que se mueven a diferentes velocidades, no eran diferentes.

Aparte de los cuentos y los acertijos, todas las civilizaciones desarrollaron gradualmente reglas más sistemáticas para combinar información en forma de representaciones geométricas y demostraciones formales. Con la ayuda de tales fórmulas fue posible describir el movimiento de las estrellas, predecir con exactitud los ciclos estacionales y realizar mapas precisos de la tierra. El conocimiento abstracto y, finalmente, lo que denominamos ciencia experimental surgieron de estas leyes.

Es importante acentuar aquí un hecho que demasiado a menudo todos perdemos de vista: la filosofía y la ciencia se inventaron y florecieron porque pensar es placentero. Si los pensadores no disfrutasen con el sentimiento de orden que el uso de silogismos y números crea en la conciencia, es inverosímil que ahora dispusiéramos de las disciplinas de las matemáticas y la física.

Esta afirmación, sin embargo, no ha sido contemplada por la mayoría de las teorías actuales del desarrollo cultural. Los historiadores, imbuidos en las variantes de los preceptos del determinismo materialista afirman que el pensamiento se forma por lo que la gente debe hacer para vivir. La evolución de la aritmética y de la geometría, por ejemplo, se explica casi ex— elusivamente desde el punto de vista de la necesidad de poseer un conocimiento astronómico preciso y por la tecnología del riego que era imprescindible para mantener las grandes "civilizaciones hidráulicas" ubicadas a lo largo del curso de grandes ríos como el Tigris, el Éufrates, el Indo, el Chang Jiang (Yang— tsé) y el Nilo. Para estos historiadores, cada paso creativo se interpreta como el producto de fuerzas extrínsecas, que para ellos pueden ser guerras, presiones demográficas, ambiciones territoriales, condiciones comerciales, necesidades tecnológicas o la pugna entre las clases sociales para detentar la supremacía.

Las fuerzas externas son muy importantes en determinar qué nuevas ideas se seleccionarán entre las muchas disponibles, pero no pueden explicar su producción. Es totalmente cierto, por ejemplo, que el desarrollo y la aplicación del conocimiento de la energía atómica fueron impulsados enormemente por la pugna a vida o muerte sobre la bomba atómica entre Alemania, por un lado, e Inglaterra y los Estados Unidos por el otro. Pero la ciencia que creó la base de la fisión nuclear debía muy poco a la guerra; fue posible por el conocimiento obtenido en circunstancias más pacíficas (por ejemplo, en el intercambio amistoso de ideas que los físicos europeos Niels Bohr y varios colegas habían sostenido través de los años en una cervecería de Copenhague).

Los grandes pensadores siempre se han motivado más por el disfrute de pensar que por las gratificaciones materiales que pudiesen ganar con ello. Demócrito, una de las mentes más originales de la Antigüedad, era respetado por sus paisanos, los abderitanos. Sin embargo, no sabían qué estaba haciendo Demócrito. Al verlo sentado durante días, hundido en sus pensamientos, pensaron que actuaba de forma poco natural y que debía estar enfermo. Y enviaron a Hipócrates, el gran médico, para ver qué enfermedad aquejaba a su sabio. Después de que Hipócrates, que no era solamente un buen médico sino también un sabio, discutiese con Demócrito las absurdidades de la vida, tranquilizó a los ciudadanos diciéndoles que si su filósofo sufría de alguna cosa era de estar demasiado cuerdo. No había perdido su mente; se había perdido en el flujo del pensamiento.

Los fragmentos de la obra de Demócrito que han llegado hasta nosotros ilustran la recompensa que encontró en la práctica de pensar: «es divino pensar siempre sobre algo hermoso y sobre algo nuevo»; «la felicidad no radica en la fortaleza o en el dinero; yace en la rectitud y en la amplitud de miras»; «me gustaría más descubrir una causa cierta que ganar el reino de Persia». No es sorprendente que alguno de sus contemporáneos más iluminados llegase a la conclusión de que Demócrito tenía un carácter alegre y dijeran que para él «el más alto bien, que llamaba alegría, y frecuentemente confianza, es una mente desprovista de temor». En otras palabras, disfrutó de la vida porque había aprendido a controlar su conciencia.

Demócrito no fue ni el primer ni el último pensador que se perdió en el flujo de la mente. Frecuentemente pensamos que los filósofos son "despistados", lo que, por supuesto, no significa que sus mentes se hayan perdido, sino que se han alejado temporalmente de la realidad cotidiana para morar entre las formas simbólicas de su dominio favorito de conocimientos. Cuando Kant, supuestamente, puso su reloj en una olla de agua hirviendo mientras tenía en su mano un huevo para saber cuánto tiempo tardaba en cocerse, toda su energía psíquica se empleó probablemente en traer armonía a los pensamientos abstractos y no dejó atención libre para tratar con las demandas incidentales del mundo concreto.

El argumento es que jugar con las ideas es algo sumamente placentero. No únicamente en la filosofía, también la emergencia de nuevas ideas científicas es abastecida por el disfrute que se obtiene al crear una nueva manera de describir la realidad' Las herramientas que hacen posible el flujo del pensamiento son propiedad de todos y consisten en el conocimiento que se halla escrito en los libros disponibles en las escuelas y las bibliotecas. Una persona que se familiariza con las convenciones de la poesía o con las reglas del cálculo, puede ser cada vez más independiente de la estimulación externa. Puede generar series ordenadas de pensamientos sin tener en cuenta qué está sucediendo en la realidad externa. Cuando una persona ha aprendido un sistema simbólico lo suficientemente bien como para usarlo, ha establecido un mundo portátil e independiente dentro de su mente.

A veces tener el control sobre estos sistemas simbólicos internalizados puede salvarle la vida. Se ha afirmado, por ejemplo, que la razón de que hayan más poetas per cápita en Islandia que en cualquier otro país del mundo es que recitar las sagas fue la manera con que los islandeses mantuvieron su conciencia en orden en un ambiente extremadamente hostil a la existencia humana. Durante siglos los islandeses no solamente se han servido de la memoria, sino que también agregaron nuevos versos a las epopeyas que narraban los actos de sus antepasados. Aislados en la noche gélida, solían cantar sus poemas alrededor del fuego en tugurios precarios, mientras aullaban afuera los vientos de los inacabables inviernos árticos. Si los islandeses hubiesen pasado todas aquellas noches en silencio, escuchando el viento burlón, el temor y la desesperación se habrían adueñado pronto de sus mentes. Al dominar la cadencia ordenada de la métrica y de la rima, y al convertir los sucesos de sus propias vidas en imágenes verbales, lograron tomar el control de sus experiencias. Frente al caos de las tormentas de nieve, crearon canciones con forma y significado. ¿Hasta qué punto las sagas ayudaron a resistir a los islandeses? ¿Habrían sobrevivido sin ellas? No hay manera de contestar a estas preguntas. Pero ¿quién osaría realizar el experimento?

Similares condiciones siguen siendo ciertas cuando los individuos son apartados repentinamente de la civilización y se encuentran en situaciones extremas tales como las que describimos anteriormente: campos de concentración o expediciones Polares. Cuando el mundo de fuera no tiene merced con nosotros, un sistema simbólico interno puede llegar a ser la salvación. Cualquiera que posea reglas portátiles para la mente tiene una gran ventaja. En condiciones de privación extrema, poetas, matemáticos, músicos, historiadores y expertos bíblicos son como islas de cordura rodeadas por las olas de caos. Hasta cierto punto, los granjeros que saben vivir en los campos o los leñadores que comprenden el bosque tienen sistemas similares de apoyo, pero puesto que su conciencia está codificada de forma menos abstracta, tienen más necesidad de interactuar con el ambiente real para poseer el control.

Esperemos que ninguno de nosotros sea forzado a usar las habilidades simbólicas para sobrevivir en un campo de concentración o en el Ártico. Pero tener un conjunto portátil de reglas con las que la mente pueda trabajar es un gran beneficio incluso en la vida normal. La gente sin un sistema simbólico internalizado puede ser prisionera de los medios de comunicación con demasiada facilidad. Es fácilmente manipulada por las demagogias, pacificada por los animadores de televisión y explotada por cualquiera que tenga algo que vender. Si nos hemos convertido en sujetos dependientes de la televisión, de las drogas y de los que proclaman la salvación política o religiosa es porque tenemos poca base en que apoyarnos, pocas reglas internas para evitar que nuestra mente sea atrapada por aquellos que dicen tener las respuestas. Sin la capacidad de proveerse de información propia, la mente flota en la aleatoriedad. Está dentro del poder de cada persona decidir si su orden se restaurará desde el exterior, sobre el que nosotros no tenemos ningún control, o si este orden será el resultado de un modelo interno que crece orgánicamente a partir de nuestras habilidades y de nuestra conciencia.

El juego de las palabras

¿Cómo podemos empezar a dominar un sistema simbólico? Depende, por supuesto, de qué faceta del pensamiento uno esté interesado en explorar. Hemos visto que el conjunto de reglas más antiguo, y quizás el más básico, se aplica al uso de las palabras. Y hoy en día, las palabras todavía ofrecen muchas oportunidades de entrar en flujo a diversos niveles de complejidad. Un ejemplo trivial pero clarificador es resolver crucigramas. Se han dicho muchas cosas en favor de este pasatiempo popular, que en su mejor forma se parece a los antiguos concursos de acertijos. Es barato y portátil, sus desafíos pueden graduarse para que tanto los novatos como los expertos puedan disfrutarlo, y su solución produce un sentimiento de orden grato que nos causa un agradable sentimiento de realización, ofrece oportunidades de experimentar un estado leve de flujo a mucha gente que debe hacer tiempo en la sala de espera de un aeropuerto, que viaja diariamente en tren o que simplemente desea entretenerse un domingo por la mañana. Pero si uno se limita simplemente a resolver crucigramas, permanece dependiente de un estímulo externo: el desafío ofrecido por un experto en el suplemento dominical o en la revista de pasatiempos. Para ser realmente autónomos en este dominio, una alternativa es construir nuestros propios crucigramas. Entonces no necesitamos de un modelo impuesto desde el exterior; uno se libera completamente. Y el disfrute es más profundo. No es muy difícil aprender a escribir crucigramas; sé de un niño de ocho años que, después de realizar unos cuantos crucigramas del New York Times, empezó a escribir su propios crucigramas. Por supuesto, como con cualquier habilidad que merezca la pena realizarse, esto requiere que al principio uno invierta energía psíquica en ello.

Un uso más significativo de las palabras que potencialmente podría mejorar nuestras vidas es el perdido arte de la conversación. Las ideologías utilitarias en los dos últimos siglos nos han convencido de que el propósito principal de hablar es transmitir información útil. Así, ahora valoramos la comunicación que transmite conocimientos prácticos y consideramos cualquier otra cosa un vano derroche de tiempo. Como resultado, la gente ha llegado a ser casi incapaz de conversar más allá de los temas estrechos de interés inmediato y especializado. Pocos de nosotros podemos aún comprender el entusiasmo del califa Alí Ben Alí, quien escribió: «una conversación sutil es como el Jardín del Edén». Es una lástima, porque podría argumentarse que la función principal de la conversación no es conseguir realizar cosas sino mejorar la calidad de la experiencia.

Peter Berger y Thomas Luckmann, los influyentes sociólogos fenomenológicos, han escrito que nuestro sentido del universo en el que vivimos se mantiene unido mediante la conversación. Cuando digo al conocido con quien me encuentro por la mañana, «Bonito día», no transmito primariamente información meteorológica —que sería redundante de cualquier manera, puesto que él tiene los mismos datos que yo— sino que logro una gran variedad de otras metas no expresadas. Por ejemplo, al dirigirme a él reconozco su existencia y expreso mi consentimiento para ser amigos. Segundo, reafirmo una de las reglas básicas para la interacción en nuestra cultura, que consiste en que hablar sobre el tiempo es una manera segura de establecer contacto entre las personas. Finalmente, al enfatizar que el tiempo es "bonito" implico el valor compartido de que "lo bonito" es un atributo deseable. Así el comentario se convierte en un mensaje que ayuda a ordenar los contenidos de la mente de mi conocido en su orden acostumbrado. Su respuesta de «Sí, qué bien, ¿verdad?» ayuda a mantener el orden en el mío. Sin estas constantes reafirmaciones de lo obvio, Berger y Luckmann dicen que la gente pronto comenzaría a tener dudas sobre la realidad del mundo en que viven. Las frases obvias que nos intercambiamos. la charla trivial de la televisión y la radio, nos convencen de que todo va bien, de que las condiciones usuales de existencia predominan.

Lástima que tantas conversaciones terminen justo ahí. Pero cuando las palabras se eligen bien, están bien ordenadas, generan experiencias gratificadoras en el oyente. No es solo por razones utilitarias que la amplitud de vocabulario y la soltura verbal están entre las calificaciones más importantes para el éxito como ejecutivo comercial. Hablar bien enriquece cada interacción y es una habilidad que puede ser aprendida por todos.

Una manera de enseñar a los niños la potencialidad de las palabras es enseñarles juegos de palabras bastante pronto. Los juegos de palabras y los significados dobles pueden ser una forma de humor facilón para los adultos instruidos, pero ofrecen a los niños un buen campo de entrenamiento para el control del idioma. Todo lo que uno tiene que hacer es prestar atención durante una conversación con un niño, y tan pronto como la oportunidad se presenta —que es cuando una palabra inocente o una expresión pueden interpretarse de una manera alternativa— uno interrumpe la conversación y finge comprender la palabra en un sentido diferente.

La primera vez que los niños se dan cuenta de que la expresión "tener a la abuela para cenar" podría significar tanto un invitado como un plato, les confunde, como una frase del tipo "hacer novillos". De hecho, el quebrantamiento de las expectativas sobre el significado de palabras puede ser levemente traumático al principio, pero con el tiempo todos los niños lo entienden y les gusta ver cómo lo consiguen y aprenden a dar giros a su conversación. Al hacer esto aprenden a disfrutar de las palabras controlándolas; como adultos, podrán ayudar a revivir el perdido arte de la conversación.

El uso creativo más importante del idioma, ya mencionado varias veces en contextos anteriores, es la poesía. Porque el verso permite a la mente conservar experiencias de forma condensada y transformada, es ideal para dar forma a la conciencia. Leer de un libro de poemas cada noche es para la mente lo mismo que hacer ejercicio con un Nautilus es al cuerpo: una manera de permanecer en forma. No tiene que ser "gran" poesía, por lo menos no al principio. Y no es necesario leer un poema entero. Lo importante es encontrar por lo menos una línea, o un verso, que empiece a sonar en nuestra mente. A veces incluso una palabra es suficiente para abrir una ventana sobre un nuevo paisaje del mundo, para comenzar un viaje interior.

Y nuevamente, no hay razón para ser simplemente un consumidor pasivo. Todos podemos aprender, con un poco de disciplina y de perseverancia, a ordenar la experiencia personal en el verso. Como Kenneth Koch, poeta y reformador social de Nueva York, ha demostrado, incluso los niños del gueto y las ancianas casi sin educación de los hogares de jubilados son capaces de escribir bellas y conmovedoras poesías si ellos reciben un mínimo de formación. No hay duda de que dominar esta habilidad mejora la calidad de sus vidas; no solamente hace que disfruten con la experiencia, sino que en el proceso aumentan apreciablemente su dignidad.

La escritura en prosa ofrece beneficios similares y, puesto que carece del orden obvio impuesto por la métrica y la rima, es una habilidad más fácilmente accesible. (Pero escribir gran prosa, sin embargo, es probablemente igual de difícil que escribir gran poesía.)

En el mundo actual hemos descuidado el hábito de escribir porque los otros medios de comunicación han ocupado su lugar. Los teléfonos y magnetófonos, los ordenadores y los aparatos de fax son más eficientes en transmitir noticias. Si escribir era simplemente para transmitir información, entonces la escritura merecería llegar a convertirse en algo obsoleto. Pero el objetivo de la escritura es crear información, no simplemente transmitirla. En el pasado, las personas educadas usaban los diarios personales y la correspondencia para poner sus experiencias en palabras, lo que les permitía reflexionar acerca de lo que había sucedido durante el día. Las cartas prodigiosamente detalladas que tantos Victorianos escribieron son un ejemplo de cómo las personas crearon modelos de orden a partir de los sucesos aleatorios que repercutían en su conciencia. El tipo de material que escribimos en diarios y cartas no existe antes de que lo anotemos. Es el lento y orgánico proceso de pensamiento que utilizamos al escribirlo lo que hace que surjan estas ideas.

No hace muchos años era aceptable ser un poeta o ensayista aficionado. Hoy si uno no gana algún dinero (que desgraciadamente es poco) gracias a escribir, se considera que es un derroche de tiempo. Es sumamente vergonzoso para un hombre de más de veinte años dedicarse a hacer versos, a menos que reciba un cheque por ello. Y a menos que uno tenga un gran talento, es inútil escribir para lograr grandes ganancias o la fama. Pero nunca es un derroche escribir por razones intrínsecas. Ante todo, escribir da a la mente unos medios disciplinados de expresión. Permite registrar los sucesos y experiencias para que puedan recordarse y revivirse en el futuro con facilidad. Es una manera de analizar y comprender experiencias, una auto— comunicación que les da orden.

Recientemente se ha comentado mucho el hecho de que los poetas y escritores son un grupo que muestra síntomas extraordinariamente alarmantes de depresión y de otros desórdenes afectivos. Quizás una razón por la que decidieron ser escritores es que su conciencia estaba asediada por un grado inusitado de entropía; la escritura se convierte en una terapia al proporcionar orden entre la turbación de los sentimientos. Es posible que los escritores únicamente puedan experimentar flujo creando mundos de palabras donde puedan actuar con soltura, borrando de la mente la existencia de una realidad problemática. Como cualquier otra actividad de flujo, escribir puede convertirse en una adicción y llegar a ser peligroso: fuerza al escritor a sujetarse a una gama limitada de experiencias y excluye otras opciones de enfrentarse con los acontecimientos. Pero cuando la escritura se usa para controlar la experiencia, sin dejar que controle la mente, es una herramienta de infinita sutileza y ricas recompensas.

Favorecer a Ctío

Al igual que la Memoria era la madre de la cultura, Clío, "la Pregonera", era la hija mayor. En la mitología griega ella era la patrona de la historia, la responsable de mantener narraciones ordenadas de los sucesos pasados. Aunque la historia carece de las reglas claras que hacen que otras actividades mentales como la poesía o las matemáticas sean tan agradables, tiene su inequívoca estructura establecida por la sucesión irrevocable de los acontecimientos en el tiempo. Observar, grabar y conservar en la memoria los sucesos de la vida, sean grandes o pequeños, es una de las maneras más antiguas y satisfactorias para traer orden a la conciencia.

En cierto sentido, cada individuo es un historiador de su propia existencia. A causa de su poder emocional, los recuerdos de la infancia llegan a ser elementos decisivos para determinar el tipo de adultos que llegaremos a ser y cómo funcionarán nuestras mentes. El psicoanálisis es un intento de traer orden a las historias mutiladas de niñez de la gente. Esta tarea de darle nuevamente sentido al pasado vuelve a ser importante en la vejez. Erik Erikson cree que la última etapa del ciclo de vida humano tiene que ver con la tarea de lograr "la integridad", o reunir lo que uno ha realizado y lo que uno ha fracasado en realizar durante el curso de su vida en una historia significativa que es la propia. «La historia —escribió Thomas Carlyle— es la esencia de innumerables biografías».

Recordar el pasado es no solamente un instrumento para la creación y conservación de la identidad personal; puede ser también un proceso capaz de hacernos disfrutar. La gente guarda diarios, fotografías, hace diapositivas y películas familiares, y colecciona recuerdos que almacena en sus casas para construir lo que es realmente un museo de la vida de la familia, aunque un visitante podría no ser consciente de la mayoría de las referencias históricas. Podría no saber que la pintura de la pared de la sala de estar es importante porque fue comprada por los propietarios durante su luna de miel en México, que la alfombra en el vestíbulo es valiosa porque era el regalo de la abuela favorita, y que el viejo sofá que está en la buhardilla se guarda por ser donde los niños se alimentaron cuando eran tan solo unos bebés.

Tener un registro del pasado puede aportar una gran contribución a la calidad de vida. Nos libera de la tiranía del presente y permite que la conciencia revise el pasado. Permite seleccionar y conservar en la memoria los acontecimientos que son especialmente amenos y significativos y, por lo tanto, "crear" un pasado que nos ayudará a enfrenarnos al futuro. Por supuesto, tal pasado podría no ser literalmente cierto. Pero entonces el pasado nunca puede ser literalmente cierto en la memoria: debe ser escrito continuamente y la pregunta es si nosotros tenemos el control creativo de la redacción o no.

La mayoría no pensamos en nosotros mismos como historiadores aficionados. Pero una vez seamos conscientes de que ordenar los acontecimientos en el tiempo es una parte necesaria de ser un ser consciente, y además, que es una tarea agradable, entonces podremos hacer mucho mejor el trabajo. Hay varios niveles en que puede practicarse la historia como una actividad de flujo. El nivel personal involucra simplemente escribir un diario. El próximo es escribir la crónica familiar, yendo tan lejos en el pasado como sea posible. Pero no hay razón para detenerse allí. Algunas personas expanden su interés al grupo étnico al que pertenecen y empiezan a coleccionar libros y recuerdos. Con un esfuerzo extra pueden comenzar a escribir sus propias impresiones del pasado y así convertirse en "verdaderos" historiadores aficionados.

Otros desarrollan un interés en la historia de la comunidad en la que viven, bien sea el barrio o el estado, leyendo libros, visitando museos y uniéndose a las asociaciones históricas. O pueden centrarse en un aspecto particular del pasado: por ejemplo, un amigo que vive en la parte más agreste del Canadá occidental está fascinado por "la primera arquitectura industrial" de esa parte del mundo y gradualmente aprendió sobre ella lo suficiente como para disfrutar con viajes a los aserraderos, las fundiciones y las viejas estaciones de ferrocarril, donde su conciencia le permite evaluar y apreciar los detalles de lo que otros verían como unas pilas de basura cubiertas de maleza.

Demasiado a menudo todos nosotros somos proclives a pensar que la historia es una lista melancólica de fechas para memorizar, una crónica establecida por los antiguos eruditos para su propia diversión. Es un campo que podríamos tolerar, pero no amar; es un tema sobre el que aprendemos para que se nos considere educados, pero que se aprende de mala gana. Si este es el caso, la historia poco puede hacer para mejorar la calidad de vida. El conocimiento que se ve controlado desde el exterior se adquiere con desgana y no causa ningún placer, pero tan pronto como una persona decide que los aspectos del pasado le interesan, y decide conocerlos centrándose en las fuentes y en los detalles que sean personalmente significativos, y describe sus hallazgos con un estilo personal, entonces aprender historia puede convertirse en una completa experiencia de flujo.

Las delicias de la ciencia

Después de leer el apartado anterior, usted puede creer que apenas es plausible que alguien pueda llegar a ser un historiador aficionado. Pero si llevamos el mismo argumento a otro campo, ¿podemos concebir realmente que una persona normal sea un científico aficionado? Después de todo, muchas veces nos han contado que en este siglo la ciencia ha llegado a ser una actividad altamente institucionalizada, cuya actividad principal se restringe a las grandes universidades. Exige de unos laboratorios muy equipados, enormes presupuestos y grandes equipos de investigadores dedicados al avance en las fronteras de la biología, la química o la física. Es cierto que, si la meta de la ciencia es ganar premios Nobel o atraer el reconocimiento de los colegas profesionales en el marco ultracompetitivo de una determinada disciplina, entonces los métodos caros y sumamente especializados de hacer ciencia pueden ser las únicas alternativas.

De hecho, este panorama de grandes inversiones de capital.

basado en el modelo de la línea de montaje, es una descripción poco acertada de lo que conduce al éxito en la ciencia "profesional". No es cierto, a pesar de lo que les gustaría hacernos creer a los defensores de la tecnocracia, que los adelantos en la ciencia provengan exclusivamente de equipos en los que cada investigador es un experto de un campo muy estrecho, y donde los instrumentos más perfeccionados están a su disposición para probar las nuevas ideas. Ni es cierto que los grandes descubrimientos se realicen únicamente en los centros con los niveles más altos de inversión económica. Estas condiciones pueden ayudar a demostrar las nuevas teorías, pero en su mayor parte no tienen relación alguna con el lugar donde florecerán las ideas. Los nuevos descubrimientos todavía llegan a las personas como llegaron a Demócrito, que estaba sentado, perdido en sus pensamientos, en la plaza del mercado de su ciudad. Aparecen en personas que disfrutan jugando con las ideas que al final se extravían más allá de los límites de lo que se conoce y se encuentran explorando un territorio desconocido.

Incluso el desarrollo de la ciencia "normal" (a diferencia de la ciencia "revolucionaria" o creativa) sería casi imposible si no ofreciese disfrute al científico. En su libro La estructura de las revoluciones científicas, Thomas Kuhn sugiere varias razones para explicar por qué la ciencia es "fascinante". Primero, «por enfocar la atención en una gama pequeña de problemas relativamente esotéricos, el paradigma [o el enfoque teórico] fuerza a los científicos a investigar alguna parte de naturaleza en un detalle y una profundidad que de otra manera sería inimaginable». Esta concentración es posible por «las reglas que limitan tanto la naturaleza de soluciones aceptables como los pasos mediante los cuales se obtienen estas soluciones». Y, sostiene Kuhn, un científico ocupado en la ciencia "normal" no está motivado por la esperanza de transformar el conocimiento, hallar la verdad o mejorar las condiciones de vida. En su lugar «lo que entonces le desafía es la convicción de que, solamente si es lo suficientemente hábil, logrará resolver un acertijo antes de que nadie lo haya resuelto o de que lo haya resuello tan bien». También afirma: «La fascinación del paradigma de la investigación normal [...] [es que,] aunque su resultado pueda anticiparse, [...] la manera de lograr ese resultado es muy incierta. [...] El hombre que triunfa se prueba a sí mismo que es un experto resolviendo acertijos y el desafío del acertijo es una parte importante de lo que comúnmente nos motiva». No debe extrañar que los científicos frecuentemente se sientan como P. A. M. Dirac, el físico que describió el desarrollo de la mecánica cuántica en el decenio de 1920 diciendo: «era un juego, un juego muy interesante al que uno podía jugar». La descripción de Kuhn del atractivo de la ciencia se parece claramente a los informes que describen por qué los acertijos, la escalada, el navegar, el ajedrez o cualquier otra actividad de flujo nos recompensan.

Si los científicos "normales" se motivan en su trabajo por el desafío de los acertijos intelectuales a los que se enfrentan, los científicos "revolucionarios" —los que rompen con los paradigmas teóricos existentes para forjar otros nuevos— deben ser motivados aún más por el disfrute. Un precioso ejemplo de ello concierne a Subrahmanyan Chandrasekhar, el astrofísico cuya vida ha adquirido ya dimensiones míticas. Cuando dejó la India en 1933, en el barco que le llevaba de Calcuta a Inglaterra, escribió un modelo de evolución estelar que con el tiempo llegó a ser la base de la teoría de los agujeros negros, pero sus ideas eran tan extrañas que no fueron aceptadas por la comunidad científica. Finalmente fue contratado por la Universidad de Chicago, donde continuó su estudios en relativa oscuridad. Hay una anécdota sobre él que muestra su compromiso con su trabajo. En el decenio de 1950 Chandrasekhar estaba en Williams Bay, Wisconsin, donde se situaba el observatorio astronómico de la universidad, a ochenta millas de distancia de la ciudad universitaria. Aquel invierno debía impartir el seminario avanzado de astrofísica. Solo se apuntaron dos estudiantes; todo el mundo esperaba que Chandrasekhar anulase el seminario, para no sufrir la incomodidad de tener que ir y volver del observatorio. Pero no lo hizo, y condujo de regreso a Chicago dos veces por semana a lo largo de caminos rurales para dar la clase. Unos años después aquellos dos estudiantes ganaron, primero uno y después el otro, el premio Nobel de Física. Cuando esta historia solía contarse, el narrador concluía quejándose de que era una vergüenza que el profesor nunca hubiese ganado el premio. El lamento ya no es necesario, porque en 1983 se concedió a Chandrasekhar el Nobel de Física.

A menudo es bajo circunstancias tan modestas, con personas dedicadas a jugar con ideas, como ocurren los adelantos en nuestra forma de pensar. Uno de los descubrimientos más importantes de los últimos años es la teoría de la superconductividad. Dos de sus protagonistas, K. Alex Muller y J. Georg Bednorz, elaboraron sus principios y realizaron los primeros experimentos en el laboratorio de la IBM en Zurich, Suiza, que no es exactamente un páramo científico, pero tampoco uno de los lugares más importantes. Durante varios años los investigadores no dejaron que nadie supiera nada sobre su trabajo, no porque tuvieran miedo de que se lo robasen, sino porque temían que sus colegas se rieran de sus ideas aparentemente disparatadas. Recibieron sus premios Nobel de Física en 1987. Susumu Tonegawa, que el mismo año recibió el premio Nobel de Biología, es descrito por su esposa como una «persona que sigue su propio camino», a quien le gusta la lucha de sumo porque requiere del esfuerzo individual y no es el resultado del grupo lo que hace ganar en este deporte, sino el trabajo propio. La necesidad de laboratorios sofisticados y de equipos enormes de investigación ha sido claramente exagerada. Los adelantos en la ciencia todavía dependen primariamente de los recursos de una mente única.

Pero no deberíamos preocuparnos de lo que sucede en el mundo profesional de los científicos. La "gran ciencia" puede cuidarse a sí misma, o por lo menos debería, gracias a todo el apoyo que se le ha dado desde que los experimentos que rompían el núcleo atómico resultaron ser un éxito. Lo que nos interesa aquí es la ciencia aficionada, la delicia que las personas ordinarias pueden encontrar al observar y darse cuenta de las leyes de los fenómenos naturales. Es importante que observemos que durante siglos los grandes científicos realizaron su trabajo como una afición, porque se fascinaron con los métodos que inventaron, y no porque tuvieran un trabajo que cumplir y unos fondos del gobierno que gastar.

Nicolás Copérnico perfeccionó su descripción de los movimientos planetarios mientras era canónigo en la catedral de Frauenburg, en Polonia. El trabajo astronómico seguramente no ayudó a su carrera en la Iglesia y en la mayor parte de su vida las principales gratificaciones que obtuvo fueron estéticas, derivadas de la belleza sencilla de su sistema comparado con el más engorroso modelo ptolemaico. Galileo había estudiado medicina, pero fue el placer que obtenía deduciendo cosas tales como la ubicación del centro de gravedad de diversos objetos sólidos lo que le impulsó a realizar experimentos cada vez más arriesgados. Isaac Newton formuló sus importantes descubrimientos muy poco después de su graduación en Cambridge, en 1665, cuando la universidad se cerró a causa de la peste. Newton tuvo que estar dos años en la seguridad y el aburrimiento de un retiro campestre, de modo que llenó el tiempo jugando con sus ideas sobre una teoría universal de la gravedad. Antoine Laurent Lavoisier, el fundador de la química moderna, era un funcionario público que trabajaba para Ferme Genérale, el equivalente del Ministerio de Hacienda en la Francia prerrevolucionaria. Estaba interesado en la reforma social y en la planificación agrícola, pero disfrutaba más con sus experimentos. Luigi Galvani, que realizó la investigación básica sobre cómo los músculos y los nervios conducen la electricidad, lo que a su vez le condujo a la invención de la pila eléctrica, fue médico hasta el final de su vida. Grcgor Mcndel era otro clérigo y sus experimentos, que sentaron las bases de la genética, eran los resultados de su afición por la jardinería. Cuando se preguntó a

Albert A. Michelson, la primera persona en los Estados Unidos que ganó el premio Nobel de física, por qué había dedicado tanto tiempo de su vida a medir la velocidad de la luz, contestó: «era tan divertido...». Y no debemos olvidar que Einstein escribió sus ensayos más prestigiosos mientras trabajaba como empleado en la Oficina Suiza de Patentes. Estos y muchos otros grandes científicos que podrían mencionarse fácilmente no se sentían incapacitados en sus pensamientos porque no fueran "profesionales" en su campo, figuras reconocidas. Simplemente hicieron lo que les gustaba hacer.

¿Es realmente diferente la situación en nuestros días? ¿Realmente es cierto que una persona sin un doctorado, que no trabaje en uno de los mayores centros de investigación, no tiene ninguna oportunidad de contribuir al avance de la ciencia? O este es simplemente uno de esos errores, en su mayor parte inconscientes, debidos a la deformación ante los que sucumben las instituciones de éxito? Es difícil contestar a estas preguntas, parcialmente porque lo que constituye la "ciencia" lo definen, por supuesto, esas mismas instituciones que desean beneficiarse de su monopolio.

No hay duda de que un profano no puede contribuir, con su afición, al tipo de investigación que depende de los multimillonarios superconductores, o sobre el espectroscopio de resonancia magnética nuclear. Pero estos campos no representan la única ciencia que existe. La estructura mental que hace que la ciencia sea agradable es accesible a todos. Implica curiosidad, observación cuidadosa, una manera disciplinada de registrar los sucesos y encontrar las maneras para descubrir las regularidades subyacentes en lo que uno aprende. También requiere de la humildad, estar dispuesto a aprender de los resultados de los investigadores del pasado, junto con la franqueza y el escepticismo suficiente para rechazar las creencias que no estén apoyadas por los hechos.

Definida en este sentido amplio, hay en activo más científicos aficionados de lo que uno pensaría. Algunos enfocan su interés en la salud e intentan averiguar todo lo que pueden sobre una enfermedad que les amenaza a ellos o a sus familias. Siguiendo los pasos de Mendel, algunos aprenden todo lo que pueden sobre la cría de los animales domésticos o crean una nueva flor híbrida. Otros reproducen diligentemente las observaciones de los antiguos astrónomos con su telescopio en el patio de detrás de su casa. Existen geólogos anónimos que vagabundean por el desierto en busca de minerales, coleccionistas de cactos que rastrean las llanuras del desierto en busca de nuevos especímenes y, probablemente, centenares de miles de individuos que han llevado tan lejos sus habilidades mecánicas que casi han alcanzado una comprensión científica.

Lo que impide que muchas de estas personas desarrollen más sus habilidades es la creencia de que nunca serán capaces de llegar a ser auténticos científicos "profesionales" y, por lo tanto, que su afición no debería ser tomada en serio. Pero no hay una razón mejor para hacer ciencia que el sentimiento de orden que trae a la mente del investigador. Si el flujo que produce, en vez del éxito y del reconocimiento, es la medida para juzgar su valor, la ciencia puede contribuir inmensamente a la calidad de vida.

Amar la sabiduría

"Filosofía" significa "amar la sabiduría", y la gente le dedicaba su vida por esta razón. Los filósofos profesionales de hoy en día se sentirían avergonzados al reconocer una concepción tan ingenua de su arte. Hoy un filósofo puede ser un especialista en el deconstructivismo o un positivista lógico, un experto en los primeros escritos de Kant o en los escritos tardíos de Hegel, un epistemológico o un existencialista, pero que no le molesten con la sabiduría. Es un destino común a muchas instituciones humanas, que empiezan como una respuesta a algún problema universal hasta que, después de muchas generaciones, los problemas peculiares de las instituciones en sí mismas tienen prioridad sobre la meta original. Por ejemplo, las naciones modernas crean fuerzas armadas como una defensa contra sus enemigos. Pronto, sin embargo, un ejército desarrolla sus propias necesidades, su política, hasta el punto que el mejor soldado no es necesariamente quien mejor defiende al país, sino el que obtiene más dinero para el ejército.

Los filósofos aficionados, a diferencia de sus homólogos profesionales de las universidades, no necesitan preocuparse sobre pugnas históricas entre escuelas que compiten por la primacía, la política de las revistas y los celos personales de los eruditos. Pueden mantener sus mentes enfocadas sobre las preguntas básicas. ¿Cuáles son estas preguntas? Es la primera tarea que tiene que decidir el filósofo aficionado. ¿Está interesado en lo que los mejores pensadores del pasado han creído sobre lo que significa "ser"? ¿O está más interesado en lo que constituye lo "bueno" o lo "hermoso"?

Como en todas las demás vertientes del aprendizaje, el primer paso después de decidir qué área quiere estudiar, es aprender qué han dicho los demás sobre la materia. Leyendo, hablando y escuchando selectivamente uno puede formarse una idea de cuál es el "estado de la cuestión" en ese campo. Nuevamente, la importancia de tomar personalmente el control de la dirección del aprendizaje desde los primerísimos pasos no puede acentuarse lo suficiente. Si una persona se siente obligada a leer cierto libro, a seguir un curso determinado porque se supone que es la manera de hacerlo, le costará aprender. Pero si la decisión es tomar la misma ruta a causa de un sentimiento interior de que esto es lo correcto, el aprendizaje será relativamente agradable y sin esfuerzo.

Cuando sus predilecciones en filosofía estén claras, incluso el aficionado puede sentirse obligado a especializarse. Alguien interesado en las características básicas de la realidad puede dirigirse hacia la ontología y leer a Wolff, Kant, Husserl y Heidegger. Otra persona más confundida por la cuestiones del bien y del mal escogería la ética y aprendería sobre la filosofía moral de Aristóteles, Aquino, Spinoza y Nietzsche. Un interés en lo que es hermoso puede conducir a revisar las ideas de los filósofos estéticos como Baumgarten, Croce, Santayana y Collingwood. Mientras que la especialización es algo necesario para desarrollar la complejidad de cualquier modelo de pensamiento, la relación con las metas debe estar siempre clara: la especialización es en aras de pensar mejor, y no un fin en sí. Por desgracia muchos pensadores serios dedican todo su esfuerzo mental a llegar a ser unos eruditos reconocidos, pero entretanto olvidan el propósito inicial de su disciplina.

En la filosofía, como en otras disciplinas, se llega a un punto donde la persona está lista para pasar de la condición de consumidor pasivo a la de productor activo. Anotar los propios pensamientos esperando que algún día la posteridad los leerá con admiración es, en la mayoría de los casos, un acto de arrogancia, una "presunción arrogante" que ha ocasionado mucho daño en los asuntos humanos. Pero si uno anota sus ideas como reacción a un desafío interior de expresar claramente las preguntas importantes a las que uno se siente enfrentado y trata de esbozar respuestas que ayuden a dar sentido a las propias experiencias, entonces el filósofo aficionado habrá aprendido a obtener disfrute de una de las tareas más difíciles y gratificantes de la vida.

Aficionados y profesionales

Algunos individuos prefieren especializarse y dedicar toda su energía a una actividad, esperando así alcanzar niveles casi profesionales en su ejercicio. Y tienden a despreciar a cualquiera que no sea tan hábil y tan dedicado a su especialidad como ellos. Otros prefieren la variedad en sus actividades, lograr todo el disfrute que sea posible de cada una de ellas sin llegar a ser necesariamente un experto en ninguna. Hay dos palabras cuyos significados reflejan nuestras actitudes hacia los distintos niveles de compromiso en las actividades físicas o mentales. Estos términos son amateur y diletante. Hoy en día estas etiquetas son ligeramente despreciativas. Un amateur o un diletante es alguien no lo bastante diestro, una persona que no debe ser tomada muy seriamente, alguien cuyo rendimiento no alcanza las normas profesionales. Pero originalmente, "amateur", proviene del verbo latino amare, "amar" y se refiere a una persona que ama lo que hace. De forma parecida "diletante", del latino delectare, significa "encontrar delicia en", era alguien que disfrutaba realizando una actividad determinada. Los significados más antiguos de estas palabras, por lo tanto, atendían a las experiencias en lugar de a las realizaciones; describían las gratificaciones subjetivas que obtenían los individuos al hacer las cosas, en vez de puntuar lo bien o mal que las realizaban. Nada ilustra tan claramente nuestras actitudes cambiantes hacia el valor de la experiencia como el destino de estas dos palabras. Hubo un tiempo en que era admirable ser un poeta amateur o un científico diletante, porque significó que la calidad de vida podría ser mejorada al ocuparse en tales actividades. Pero el énfasis se ha volcado cada vez más en valorar los comportamientos en vez de los estados subjetivos: lo que se admira es el éxito, el logro, la calidad del rendimiento en vez de la calidad de la experiencia. Consiguientemente ha llegado a avergonzar ser llamado un diletante, incluso aunque para ser un diletante haya que lograr lo que más cuenta: el disfrute que nos proporcionan las propias acciones.

Es cierto que el tipo de aprendizaje diletante fomentado aquí puede socavarse aún más fácilmente que la disciplina profesional si los aprendices pierden de vista la meta que les motiva. Hay personas de la calle que a veces utilizan la pseudociencia para conseguir sus intereses y frecuentemente sus esfuerzos son casi indistinguibles de los de un aficionado intrínsecamente motivado.

El interés en la historia de los orígenes étnicos, por ejemplo, puede llegar a pervertirse y convertirse fácilmente en una búsqueda de pruebas de la propia superioridad sobre los miembros de otros grupos. El movimiento nazi en Alemania se interesó por la antropología, la historia, la anatomía, el idioma, la biología y la filosofía, y sacó de ahí su teoría de la supremacía racial aria. Los eruditos profesionales también fueron atrapados por esta empresa dudosa, pero que estaba inspirada por aficionados y que se regía por reglas que pertenecían a la política, no a la ciencia.

La biología soviética retrocedió una generación cuando las autoridades decidieron aplicar las reglas de la ideología comunista al crecimiento del maíz, en vez de seguir la evidencia experimental. Las ideas de Lysenko sobre cómo los granos plantados en un clima frío crecerían más fuertes y producirían una progenie igualmente más fuerte, suenan bien a la persona de la calle, especialmente dentro del contexto del dogma leninista. Por desgracia las maneras de actuar de la política y las maneras de crecer del maíz no son siempre las mismas, así que los esfuerzos de Lysenko culminaron en décadas de hambre.

Las malas connotaciones que han ganado los términos amateur y diletante a través de los años han ocurrido, en su mayor parte, al confundirse la distinción entre las metas intrínsecas y las extrínsecas. Un aficionado que finge saber tanto como un profesional está probablemente equivocado y desea engañarnos. El objetivo de un científico aficionado no es competir con los profesionales en su propio terreno, sino usar una disciplina simbólica para expandir sus habilidades mentales y crear orden en su conciencia. En este nivel, el aficionado tiene su propio campo e incluso puede ser más efectivo que su homólogo profesional. Pero en el momento en que el aficionado pierde de vista esta meta y utiliza el conocimiento principalmente para aumentar su ego o para lograr una ventaja material, entonces se convierte en una caricatura del erudito. Sin formación en la disciplina del escepticismo y de la critica recíproca que subyace al método científico, los profanos que se aventuran en los campos del conocimiento con metas llenas de prejuicios se convierten en personas más despiadadas, más engreídas y menos preocupadas por la verdad que el erudito más corrompido.

El desafío de aprender durante toda la vida

El objetivo de este capítulo ha sido revisar las maneras en que la actividad mental puede producir disfrute. Hemos visto que la mente ofrece como mínimo tantas y tan intensas oportunidades para la acción como el cuerpo. Así como el uso de las extremidades y de los sentidos está a la disposición de todos sin tener en cuenta el sexo, la raza, la educación o la clase social, también lo está el uso de la memoria, del idioma, de la lógica y de las reglas de causalidad para quien desee tomar el control de la mente.

Mucha gente abandona el aprendizaje después de dejar la escuela porque trece o veinte años de educación motivada extrínsecamente es todavía una fuente de desagradables recuerdos. Su atención ha sido tan manipulada desde lucra por los libros y por los profesores, que consideran que el día en que se graduaron fue su primer día de libertad.

Pero una persona que olvida el uso de sus habilidades simbólicas nunca está realmente libre. Sus pensamientos son dirigidos por las opiniones de sus vecinos, por los editoriales de los periódicos y por las campañas de la televisión. Está a merced de los "expertos". Idealmente, el fin de la educación extrínseca debería ser el comienzo de una educación que se motivara intrínsecamente. Llegados a este punto, la meta de estudiar no es sobresalir, obtener un diploma y encontrar un buen trabajo, sino que es comprender qué sucede a nuestro alrededor, desarrollar un sentido personalmente significativo acerca de las propias experiencias. De allí vendrá el profundo placer del pensador, como el experimentado por los discípulos de Sócrates que Platón describe en Filebo: «El joven que ha bebido por primera vez de esta fuente es tan feliz como si hubiese encontrado un tesoro de sapiencia; se extasía verdaderamente. Entenderá cualquier discurso, pondrá todas las ideas juntas para hacer una sola, entonces las separará y tirará los pedazos. Se hará preguntas primero a sí mismo, después también a los demás, a quienquiera que se acerque a él, joven o viejo, discutirá con sus padres y con quien esté dispuesto a escucharle...». La cita tiene veinticuatro siglos de antigüedad, pero un observador contemporáneo no podría describir más vivamente lo que sucede cuando una persona descubre por primera vez el flujo de la mente.

7. EL TRABAJO COMO FLUJO

Al igual que los demás animales debemos dedicar una gran parte de nuestra existencia a buscar los recursos necesarios para vivir: las calorías que el cuerpo necesita para abastecerse no aparecen mágicamente sobre la mesa, y las casas y los automóviles no se arman a sí mismos espontáneamente. Sin embargo no hay fórmulas estrictas de cuánto tiempo tienen que trabajar las personas. Parece, por ejemplo, que los cazadores-recolectores antiguos, al igual que sus descendientes actuales que viven en los desiertos inhóspitos de África y Australia, dedican únicamente de tres a cinco horas cada día a lo que nosotros llamaríamos trabajar (buscar alimento, refugio, ropa y herramientas). Ocupan el resto del día conversando, descansando o bailando. En el extremo opuesto están los trabajadores industriales del siglo xix, que frecuentemente se veían forzados a ocupar doce horas al día, seis días a la semana, trabajando en fábricas sucias o minas peligrosas.

No solamente varía la cantidad de trabajo, también su calidad. Hay un viejo proverbio italiano que dice: «il lavoro nobi— Uta l'uomo, e lo rende simile alie bextie», es decir, «el trabajo ennoblece al hombre, y lo convierte en un animal». Este refrán irónico puede ser un comentario sobre la naturaleza de todos los trabajos, pero también puede interpretarse el significado de que el trabajo que requiere grandes habilidades y que se realiza libremente refina la complejidad de la personalidad y, por otro lado, que hay pocas cosas tan entrópicas como el trabajo no cualificado hecho por obligación. El cirujano cerebral que opera en un hospital espléndido y el esclavo obrero que se tambalea bajo una carga pesada mientras atraviesa un río de lodo son ambos trabajadores. Pero el cirujano tiene una oportunidad para aprender cosas nuevas todos los días y todos los días sabe que él manda y que puede desempeñar tareas difíciles. El obrero se ve forzado a repetir los mismos movimientos agotadores y lo que él aprende es mayormente sobre su propia impotencia.

Puesto que el trabajo es tan universal y tan variado, es tremenda la diferencia en la satisfacción general de uno según si lo que hace para vivir es agradable o no. Thomas Carlyle no estaba muy equivocado cuando escribió: «bendito es quien ha encontrado su trabajo; no le dejemos pedir ninguna otra bendición». Sigmund Freud amplió algo este sencillo consejo. Cuando se le pidió su receta para la felicidad, dio una respuesta muy corta pero sensata: «el trabajo y el amor». Cierto que si uno encuentra flujo en el trabajo y en las relaciones con otras personas, estará en el buen camino para mejorar la calidad de vida de una manera global. En este capítulo explicaremos cómo el trabajo puede ofrecer flujo y que al realizarlo participaremos también del otro tema importante que nos señalaba Freud: disfrutar de la compañía de los demás.

Trabajadores autotélicos

Como castigo a su ambición, Adán fue condenado por el Señor a trabajar la tierra con el sudor de su frente. El pasaje del Génesis (3:17) que explica este suceso refleja la manera en que la mayoría de las culturas, y especialmente las que han alcanzado la complejidad de la "civilización", han concebido el trabajo: como una maldición que debe ser evitada a toda costa. Y ciertamente, a causa de la manera ineficaz con que actúa el universo, se requiere mucha energía para conseguir nuestras necesidades y aspiraciones básicas. Si no nos preocupásemos de cuánto comemos, de si vivimos en sólidos y bien decorados hogares o de si podemos comprarnos las últimas novedades de la tecnología, la necesidad de trabajar sería un ligero peso sobre nuestros hombros, como lo es para los nómadas del desierto de Kalahari. Pero cuanta más energía psíquica invertimos en metas materiales y cuanto más improbables lleguen a ser las metas, más difícil es convertirlas en realidad. Entonces necesitamos trabajar cada vez más, mental y físicamente, así como también necesitamos cada vez más recursos naturales para satisfacer nuestras expectativas que no paran de aumentar. Durante gran parte de la historia, la mayoría de la gente que vivía en la periferia de las sociedades "civilizadas" tuvo que abandonar cualquier esperanza de disfrutar de la vida para convertir en realidad los sueños de los pocos que habían encontrado la forma de explotarles. Los logros que marcaron la diferencia entre las naciones civilizadas y sus coetáneas más primitivas —tales como las pirámides, la Gran Muralla china, el Taj Mahal, los templos, los palacios y los diques de la Antigüedad— se construyeron habitualmente con la energía de los esclavos obligados a realizar las ambiciones de sus amos. No debe sorprendernos, pues, que el trabajo adquiriese una reputación más bien pobre.

Con todo el debido respeto a la Biblia, sin embargo, no parece ser cierto que el trabajo deba ser necesariamente desagradable. Puede que siempre sea duro, o por lo menos más duro que no hacer nada en absoluto, pero hay muchas evidencias de que el trabajo puede ser agradable y que, desde luego, a menudo es la parte más agradable de la vida.

Ocasionalmente las culturas evolucionan de tal manera que las tareas cotidianas y productivas que realizan están muy cerca de ser actividades de flujo. Hay grupos donde tanto la vida de familia como el trabajo son desafiantes pero están armoniosamente integrados. En los valles de alta montaña de Europa, en 'as aldeas alpinas donde no llegó la revolución industrial, existen todavía comunidades de este tipo. Es curioso ver cómo se vive el trabajo en una granja "tradicional", cuyo estilo de vida era frecuente en todas partes hasta hace pocas generaciones. Hace poco un equipo de psicólogos italianos dirigido por el profesor Fausto Massimini y la doctora Antonella Delle Fave entrevistó a algunos de sus habitantes, y generosamente nos han permitido leer sus exhaustivas transcripciones.

El aspecto más llamativo de tales lugares es que quienes viven allí apenas pueden distinguir el trabajo del tiempo libre. Podría decirse que trabajan dieciséis horas cada día, pero también podría argumentarse que nunca trabajan. Uno de los habitantes, Serafina Vinon, una mujer de setenta y seis años que vive en un caserío minúsculo de Pont Trentaz, en el valle de Aosta, en la región de los Alpes italianos, todavía se levanta a las cinco de la mañana para ordeñar sus vacas. Después cocina un desayuno enorme, limpia la casa y, según el clima y de la época del año, lleva el rebaño a las praderas justo bajo los glaciares, cuida del huerto o carda la lana. En el verano pasa semanas en los pastos altos segando heno y después transporta las enormes balas sobre su cabeza durante varios kilómetros hasta el pajar. Podría llegar al pajar en la mitad del tiempo si tomase un camino directo; pero prefiere los senderos tortuosos y casi invisibles para evitar la erosión de las laderas. Por la noche lee, cuenta historias a sus biznietos o toca el acordeón en alguna reunión de amigos y parientes que organiza en su casa unas cuantas veces a la semana.

Serafina conoce cada árbol, cada piedra, cada detalle de las montañas como si fuesen viejos amigos. Las leyendas de la familia que se remontan atrás muchos siglos se vinculan al paisaje: sobre este viejo puente de piedra, cuando finalizó la epidemia de peste de 1473, una noche la última mujer superviviente de la aldea de Serafina, con una tea en la mano, encontró al último hombre superviviente de la aldea que se encontraba más abajo del valle. Se ayudaron mutuamente, se casaron y se convirtieron en los ascendientes de su familia. En este campo de frambuesas, su abuela se perdió cuando era una niña. Sobre esta roca, el diablo, con el tridente en la mano, amenazó al tío Andrew durante la terrible tormenta de nieve del año 1924.

Cuando le preguntaron a Serafina qué era lo que más le gustaba hacer en la vida no tuvo ningún problema en contestar: ordeñar las vacas, llevarlas a pastar, cuidar del huerto, cardar lana..., en efecto, ella disfruta con las cosas que realiza cotidianamente para vivir. En sus propias palabras: «Me da una gran satisfacción. Estar fuera, hablar con la gente, estar con mis animales. [...] Les hablo a todos: a las plantas, a los pájaros, a las flores y a los animales. Todo en la naturaleza me hace compañía; se ve cómo la naturaleza cambia todos los días. Uno se siente limpio y feliz: es una lástima sentirse cansado y tener que volver a casa. [...1 Incluso cuando se tiene que trabajar duramente es muy hermoso».

Cuando se le preguntó qué haría si tuviese todo el tiempo y todo el dinero del mundo, Serafina se rió y repitió la misma lista de actividades: ordeñaría las vacas, las llevaría a pastorear, cuidaría del huerto, cardaría lana. No es que Serafina ignore las alternativas que ofrece la vida urbana: de vez en cuando mira la televisión y lee revistas, y muchos de sus parientes más jóvenes viven en grandes ciudades y tienen un estilo de vida cómodo, con automóviles, aparatos eléctricos y vacaciones en lugares exóticos. Pero su estilo de vida, más elegante y moderno, no atrae a Serafina; ella está totalmente contenta y satisfecha con el papel que juega en el universo.

Se entrevistó a los diez residentes más viejos de Pont Tren— taz, de sesenta y seis a ochenta y dos años de edad; todos ellos dieron respuestas parecidas a las de Serafina. Ninguno de ellos estableció una distinción brusca entre el trabajo y el tiempo libre, todos mencionaron el trabajo como una fuente importante de experiencias óptimas y ninguno querría trabajar menos si tuviese la oportunidad.

La mayoría de sus hijos, a quienes también se entrevistó, expresaron la misma actitud hacia la vida. Sin embargo, entre los nietos (de edades entre 20 y 33 años), predominaron las actitudes más típicas hacia el trabajo: si tuvieran una oportunidad trabajarían menos y dedicarían más tiempo al ocio (leer, hacer deporte, viajar, ver los últimos espectáculos). Parcialmente estas diferencias entre generaciones son causadas por la edad; la gente joven suele estar menos satisfecha, está más ávida de cambio y es más intolerante frente a las limitaciones de la rutina. Pero en este caso las divergencias también reflejan la erosión de un modo de vida tradicional en el que el trabajo tenía un significado y estaba relacionado con la identidad de la gente y con sus metas. Algunas personas jóvenes de Pont Tren taz podrían, en su vejez, sentir sobre su trabajo lo mismo que Serafina; probablemente la mayoría no. En vez de eso, seguirán ampliando la brecha entre los trabajos, que son necesarios pero desagradables, y las actividades de ocio, que son agradables pero tienen poca complejidad.

La vida en esta aldea alpina nunca ha sido fácil. Para sobrevivir día a día cada persona tuvo que dominar una gama muy amplia de desafíos que abarcan desde el simple trabajo duro a la artesanía, a la conservación de un idioma distintivo, a la elaboración de canciones, de obras de arte y de complejas tradiciones. Aunque, de algún modo, la cultura ha evolucionado de tal manera que la gente encuentra agradables estas tareas. En vez de sentirse oprimidos por el sentimiento de que es necesario trabajar duro, ellos comparten la opinión de Giuliana B., una señora de 74 años: «Yo soy libre, libre en mi trabajo, porque hago todo lo que quiero. Si no hago algo hoy, lo haré mañana. Yo no tengo un jefe, yo soy el jefe de mi vida. Yo mantengo mi libertad y he peleado por mi libertad».

Seguramente, no todas las culturas preindustriales eran así de idílicas. En muchas sociedades cazadoras o agricultoras, la vida era dura, sucia y corta. De hecho, algunas de las comunidades alpinas no lejos de Pont Trentaz fueron descritas por los viajeros extranjeros del siglo pasado como asediadas por el hambre, la enfermedad y la ignorancia. Perfeccionar un estilo de vida capaz de equilibrar de forma armoniosa las metas humanas con los recursos del ambiente es una hazaña tan poco común como construir una de las grandes catedrales que llenan de tanto asombro a sus visitantes. No podemos generalizar a todas las culturas preindustriales a partir de un ejemplo. Pero de igual modo incluso una excepción ya es suficiente para rebatir la noción de que el trabajo debe ser siempre menos agradable que el ocio libremente elegido.

Pero ¿qué ocurre en el caso de un obrero urbano, cuyo trabajo no está tan claramente ligado a su subsistencia? La actitud de Serafina no es exclusiva de los pueblos ganaderos tradicionales. Podemos encontrarla ocasionalmente alrededor nuestro en medio de las agitaciones de la edad industrial. Un buen ejemplo es el caso de Joe Kramer, un hombre a quien entrevistamos en uno de nuestros primeros estudios de la experiencia de flujo. Joe tenía sesenta y pocos años, era soldador en una fábrica al sur de Chicago donde montaban vagones de ferrocarril. Unas doscientas personas trabajaban con Joe en tres estructuras enormes, oscuras, parecidas a hangares, donde las planchas de acero que pesan varias toneladas se manejan suspendidas en unas vías del techo, y se sueldan entre chorros de chispas a las plataformas del vagón. En el verano es un horno, en el invierno los vientos helados de la pradera aúllan en su interior. El sonido del choque del metal es siempre tan intenso que hay que gritar en la oreja de una persona para hacerse entender.

Joe vino a Estados Unidos cuando tenía cinco años de edad; dejó la escuela después del cuarto grado. Había trabajado en este taller durante treinta años, pero nunca quiso llegar a ser capataz. Rechazó varios ascensos, argumentando que le gustaba ser un simple soldador y que se sentía más cómodo si no era el jefe de nadie. Aunque está en el escalafón más bajo de la jerarquía en la planta de montaje, todos conocen a Joe, y todos están de acuerdo en decir que él es la persona más importante de toda la fábrica. El director afirma que si hubieran cinco personas más como Joe, su planta sería la más eficiente en el negocio. Sus compañeros trabajadores decían que sin Joe tendrían que cerrar el taller al momento.

La razón de su fama era simple: Joe aparentemente dominaba cada fase de todas las operaciones realizadas en la planta y era capaz de ponerse en el puesto de cualquiera si era necesario hacerlo. Además, podía arreglar cualquier avería de la maquinaria, desde las enormes grúas mecánicas a los minúsculos monitores electrónicos. Pero lo qué más sorprendía a la gente era que Joe no solo podía desempeñar estas tareas, sino que realmente disfrutaba cuando le llamaban para hacerlas. Cuando se le preguntó cómo había aprendido a reparar instrumentos y motores complejos sin tener ningún tipo de preparación para ello, Joe dio una respuesta muy especial. Desde su niñez se había sentido fascinado por las máquinas de todo tipo. Especialmente por cualquier cosa que no funcionase adecuadamente: «Como cuando se averió la tostadora de mi madre. Me pregunté: "si yo fuese esa tostadora y no funcionase ¿qué provocaría el fallo?"». Encontró la avería y la arregló. Desde entonces siempre ha usado este método de identificación empática para aprender acerca de los sistemas mecánicos y reparar cada vez máquinas más complejas. Y la fascinación del descubrimiento no le ha abandonado nunca; ahora que ya está cerca de la jubilación, Joe todavía disfruta trabajando todos los días.

Joe nunca ha sido un adicto al trabajo, alguien completamente dependiente de los desafíos de la fábrica para sentirse bien. Lo que hizo en su hogar fue quizás aún más notable que la transformación de un trabajo rutinario y sin sentido en una actividad compleja, productora de flujo. Joe y su esposa viven en un modesto bungalow en las cercanías de la ciudad. Con el paso de los años compraron los dos terrenos libres a ambos lados de su casa. En estos terrenos, Joe construyó un jardín intrincado de rocas, con terraplenes, caminos y varios cientos de flores y arbustos. Mientras instalaba los mecanismos subterráneos de riego tuvo una idea: ¿y si hacía arcos iris con ellos? Buscó cabezas de regadera que produjeran una neblina lo suficiente fina para este fin, pero ninguna le satisfizo; así que la diseñó y la construyó él mismo en el torno del sótano. Entonces, después del trabajo, podría sentarse en el porche y, al tocar un interruptor, activaría una docena de regaderas que llenarían el jardín con muchos arcos iris pequeños.

Pero había un problema en el pequeño Jardín del Edén de Joe. Puesto que trabajaba la mayoría de los días, cuando llegaba a casa el sol estaba normalmente bajo el horizonte y no podía producir los arcos iris de colores. Así que Joe volvió a la mesa de dibujo y diseñó una solución admirable. Encontró unas luces de proyector que contenían suficiente espectro solar como para formar arcos iris y los instaló alrededor de las regaderas. Entonces estaba realmente a punto. Incluso en medio de la noche, simplemente tocando dos interruptores, podía rodear su casa con abanicos de agua, luz y color.

Joe es un ejemplo poco común de lo que significa tener una "personalidad autotélica", o la capacidad para crear experiencias de flujo incluso en el ambiente más estéril (un lugar de trabajo casi inhumano, un barrio urbano invadido por la maleza). En toda la planta de montaje de ferrocarriles, Joe parecía ser el único que tuvo visión para percibir las oportunidades que le desafiaban para actuar. El resto de los soldadores que entrevistamos consideraba que sus trabajos eran una carga de la que debían escapar tan pronto como les fuese posible y, cada tarde, tan pronto como el trabajo finalizaba, salían corriendo hacia las cantinas estratégicamente situadas en las calles que circundaban la fábrica, para olvidar el aburrimiento del día gracias a la cerveza y a la camaradería. A continuación se iban a casa, para beber más cerveza frente al televisor, tener un breve encuentro con su esposa y así terminar un día que en todos los aspectos se parecía al anterior.

Alguien podría argumentar aquí que valorar más el estilo de vida de Joe que el sus compañeros de trabajo es "elitismo" censurable. Después de todo, los chicos en la cantina pasan un buen rato y ¿quién dice que cavar en el patio de atrás de la casa para hacer arcos iris sea una manera mejor de pasar el tiempo? Según los principios del relativismo cultural, la crítica sería justificable, por supuesto. Pero cuando uno comprende que el disfrute depende de incrementar la complejidad, ya no es posible tomar en serio este relativismo radical. La calidad de la— experiencia de la gente que transforma y juega con las oportunidades que le rodean, como hace Joe, está claramente más desarrollada, y también es más agradable, que la calidad de vida de la gente que renuncia a ser ella misma para vivir dentro de las limitaciones de una realidad estéril que siente que no puede alterar.

En el pasado, considerar que el trabajo emprendido como una actividad de flujo es la mejor manera para desarrollar las potencialidades humanas, ha sido frecuentemente propuesto por diversos sistemas religiosos y filosóficos. Para la gente imbuida de la visión del mundo cristiano de la Edad Media tenía sentido decir que mondar patatas era tan importante como construir una catedral, si ambas cosas se hacían para mayor gloria de Dios. Para Karl Marx, los hombres y las mujeres construyeron su ser mediante las actividades productivas; no hay "naturaleza humana", afirmaba, excepto la que nosotros creamos mediante el trabajo. El trabajo no solamente transforma el entorno al construir puentes para atravesar los ríos y cultivar tierras yermas; también transforma al trabajador, de ser un animal orientado por los instintos pasa a ser una persona consciente, hábil y con metas.

Uno de los ejemplos más interesantes de cómo el fenómeno del flujo aparecía en los pensadores de otras épocas es el concepto de yu aparecido hace 2.300 años en las escrituras del erudito taoísta Chuang Tzu. Yu es un sinónimo de la manera correcta de seguir el camino, o Tao: se ha traducido como "vagar"; como "caminar sin tocar el terreno" o como "nadar", "volar" y "fluir". Chuang Tzu creyó que el yu era la manera apropiada para vivir, es decir, sin preocuparse por las gratificaciones externas, espontáneamente, con un compromiso total; en suma, como una experiencia autotélica.

Como ejemplo de cómo vivir en yu —o en flujo— Chuang

Tzu presenta, en los capítulos interiores de la obra que ha contribuido a conservar su nombre hasta nuestros días, una parábola acerca de un humilde trabajador. Este personaje es Ting, un cocinero cuya tarea era cortar la carne para la corte del señor Hui Wei. Los niños que van a la escuela en Hong Kong y Taiwan todavía tienen que memorizar la descripción de Chuang Tzu: «Ting cortaba un buey para el señor Wen-Hui. A cada toque de su mano, a cada elevación de su hombro, a cada movimiento de sus pies, a cada empujón de su rodilla, manejaba el cuchillo con entusiasmo, todo tenía un ritmo perfecto y él parecía estar bailando al ritmo de la música de Ching-shou».

El señor Wen-Hui estaba fascinado por cuánto flujo (o yu) había encontrado su cocinero en el trabajo, de modo que felicitó a Ting por su gran habilidad. Pero Ting negó que fuese un asunto de habilidad: «lo que me preocupa es la Manera, que está más allá de la habilidad». Entonces describió cómo había logrado su soberbio rendimiento: una especie de comprensión intuitiva y mística de la anatomía del buey, que le permitía cortarlo en pedazos con lo que parecía ser una facilidad automática: «la percepción y la comprensión llegan hasta cierto punto y de ahí en adelante el espíritu va donde él quiere».

La explicación de Ting puede implicar que el yu y el flujo son el resultado de diferentes tipos de procesos. De hecho, algunos críticos tienen clasificadas las diferencias: mientras el flujo es el resultado de un intento consciente de dominar los desafíos, el yu ocurre cuando el individuo abandona conscientemente la maestría. En este sentido, ven el flujo como un ejemplo de la búsqueda occidental de experiencias óptimas, que según ellos se realiza basándose en las condiciones objetivas cambiantes (por ejemplo, enfrentándose a los desafíos mediante las habilidades), mientras que el yu es un ejemplo del enfoque oriental, que no se ocupa de las condiciones objetivas sino que está enteramente a favor del goce espiritual y de la transcendencia de la realidad.

Pero ¿cómo logra una persona esta experiencia trascendental y estas ganas espirituales de jugar? En la misma parábola, Chuang Tzu ofrece una reflexión valiosa para contestar esta pregunta, una reflexión que ha dado origen a interpretaciones diametralmente opuestas. En la traducción de Watson se lee lo siguiente: «Sin embargo, cuando llego a un lugar complicado, valoro las dificultades, me digo que debo vigilar y tener cuidado, debo mantener mis ojos sobre lo que hago, trabajo muy lentamente y muevo mi cuchillo con la mayor sutileza, hasta que ¡hop!, todo se abre como un terrón de tierra desmoronándose en el suelo. Yo permanezco allí sosteniendo el cuchillo y mirando a todos a mi alrededor, completamente satisfecho y poco dispuesto a irme; entonces limpio el cuchillo y lo guardo».

Algunos eruditos antiguos tomaron este pasaje para referirse a los métodos de trabajo de un carnicero mediocre que no sabe lo que es el yu. Otros eruditos más modernos, como Watson y Graham, creen que se refiere a los métodos de trabajo propios de Ting. Basándome en mi conocimiento de la experiencia de flujo, creo que la lectura posterior es la correcta. Demuestra, incluso después de que todos los niveles obvios de habilidad y de las artes (chi) se han dominado, que el yu todavía depende del descubrimiento de nuevos desafíos (el "lugar complicado" o las "dificultades" de la cita anterior) y del desarrollo de nuevas habilidades («vigilar y tener cuidado, debo mantener los ojos sobre lo que hago, [...] muevo mi cuchillo con la mayor sutileza»).

En otras palabras, las alturas místicas del Yu no se lograban por un salto cuántico sobrehumano, sino simplemente mediante el enfoque gradual de la atención sobre las oportunidades para la acción en el propio entorno, lo que, como resultado, da una perfección de las habilidades que con el tiempo llega a ser tan automática que parece espontánea y de otro mundo. La actuación de un gran violinista o de un gran matemático parece ser igualmente sobrenatural, aunque puede explicarse por el continuo progreso de los desafíos y de las habilidades. Si mi interpretación es cierta, en la experiencia de flujo (o yu) Oriente y

Occidente se encuentran: en ambas culturas el éxtasis proviene de las mismas fuentes. El cocinero del señor Wen-Hui es un ejemplo excelente de cómo uno puede encontrar flujo en los lugares más inverosímiles, en los trabajos más humildes de la vida diaria. Y es también notable que hace veintitrés siglos la dinámica de esta experiencia fuera ya tan bien conocida.

La anciana que cultiva en el los Alpes, el soldador en el sur de Chicago y el cocinero mítico de la antigua China tienen esto en común: su trabajo es duro y feo, y la mayoría de la gente lo encontraría aburrido, repetitivo y sin sentido. Sin embargo, estos individuos transformaron los trabajos que tuvieron que hacer en actividades complejas. Lo hicieron al descubrir posibilidades para la acción donde otros no las descubrieron, al mejorar sus habilidades, al enfocar su atención en la actividad que tenían a mano y permitirse perderse en la interacción para que sus personalidades pudieran después surgir con más fuerza. Así transformado, el trabajo llega a ser agradable y, como es el resultado de una inversión personal de energía psíquica, se siente como si hubiese sido elegido libremente.

Trabajos autotélicos

Serafina, Joe y Ting son ejemplos de personas que han desarrollado una personalidad autotélica. A pesar de las graves limitaciones de su entorno fueron capaces de cambiar las limitaciones en oportunidades para expresar su libertad y su creatividad. Su método representa una manera de disfrutar del trabajo a la vez que lo hace más interesante. El otro método consiste en cambiar el propio trabajo, hasta que sus condiciones sean más propicias para el flujo, incluso para la gente que carece de personalidades autotélicas. Cuanto más se parezca el trabajo a un juego —con variedad, desafíos apropiados y flexibles, metas claras y retroalimentación inmediata— más agradable será, sea cual sea el nivel de cualificación del trabajador.

La caza, por ejemplo, es un buen ejemplo de "trabajo" que por su naturaleza tuvo todas las características de flujo. Durante centenares de miles de años el juego de la caza era la actividad productiva principal a la que se dedicaban los humanos. La caza ha resultado ser tan agradable que mucha gente todavía la practica como una afición, después de que toda la necesidad práctica de hacerlo haya desaparecido. Lo mismo es cierto para la pesca. El modo de vida pastoril también tiene algo de la libertad y de la estructura de flujo de los antiguos "trabajos". Actualmente muchos jóvenes navajos de Arizona dicen que seguir sus ovejas a lomo del caballo sobre las llanuras es lo más agradable que hacen. Comparado con la caza o la pesca, es más difícil disfrutar de la agricultura. Es una actividad más repetitiva y sedentaria, y los resultados tardan mucho más tiempo en aparecer. Las semillas plantadas en la primavera necesitan de muchos meses para dar fruto. Para disfrutar de la agricultura hay que jugar dentro de un plazo de tiempo más largo que en la caza: mientras el cazador puede escoger su método de ataque varias veces al día, el labrador decide qué cosecha debe plantar, dónde y en qué cantidad únicamente unas pocas veces al año. A fin de tener éxito, el labrador debe realizar laboriosos preparativos y aguantar períodos de impotente espera, deseando que el tiempo colabore. No es sorprendente saber que las poblaciones enteras de nómadas o de cazadores, cuando se vieron forzadas a convertirse en labradores, prefiriesen estar muertos antes que someterse a una existencia ostensiblemente aburrida. Aunque con el tiempo muchos granjeros aprendieron a disfrutar de las posibilidades más sutiles de su ocupación.

Antes del siglo dieciocho, la industria de la artesanía ocupaba la mayoría del tiempo libre que no se ocupaba en las tareas agrícolas, y estaba razonablemente bien proyectada desde el punto de vista de proporcionar flujo. Los tejedores ingleses, por ejemplo, trabajaban en su casa y la familia entera colaboraba según lo acordado previamente entre ellos. Se proponían sus propias metas de producción y las modificaban según lo que pensaban que podrían realizar. Si el tiempo era bueno, lo dejaban para trabajar en el huerto o en el jardín. Cuando tenían ganas cantaban unas baladas y cuando un trozo de tela se terminaba todos lo celebraban con un trago.

Este sistema todavía funciona en algunas partes del mundo que han sido capaces de mantener un ritmo de producción más humano a pesar de todos los beneficios de la modernización. Por ejemplo, el profesor Massimini y su equipo entrevistaron a los tejedores de la provincia de Biella, en el norte de Italia, cuyo sistema de trabajo se parece al de los legendarios tejedores ingleses de hace dos siglos. Cada una de estas familias posee de dos a diez telares mecánicos que pueden ser supervisados por una sola persona. El padre puede mirar los telares por la mañana temprano, entonces llama a su hijo para que se haga cargo mientras él va a buscar setas al bosque o se queda en el riachuelo para pescar truchas. El hijo hace funcionar las máquinas hasta que se aburre, punto en el que la madre toma el relevo.

En las entrevistas, cada miembro de la familia dijo que tejer era la actividad más agradable que hacía, más que viajar, más que ir a discotecas, más que la pesca y seguramente más que ver la televisión. La razón por la que el trabajo era tan divertido es que continuamente les estaba desafiando. Los miembros de la familia diseñaban sus propios modelos y cuando habían tejido suficiente de uno, cambiaban a otro. Cada familia decidía qué tipo de tela tejer, dónde comprar los materiales, cuánto producir y dónde venderlo. Algunas familias tuvieron clientes de países tan lejanos como Japón y Australia. Los miembros de la familia estaban siempre viajando a los centros de fabricación para estar al tanto de las nuevas tecnologías o para comprar el equipo necesario al precio más barato posible.

Pero en Occidente tan convenientes arreglos propicios al flujo fueron brutalmente desbaratados por la invención de los— primeros telares mecánicos y por el sistema centralizado de fábricas que provocaron. A mediados del siglo XVIII las familias artesanas de Inglaterra eran incapaces de competir con la fabricación en serie. Las familias se dispersaron, los trabajadores tuvieron que salir de sus cabañas y trasladarse en masa a una fea y desagradable fábrica donde se les imponían unos rígidos horarios que duraban desde el amanecer al anochecer. Los niños con siete años de edad tuvieron que trabajar hasta el agotamiento entre desconocidos indiferentes o explotadores. Si el disfrute del trabajo tuvo cualquier credibilidad, se destruyó efectivamente con el primer frenesí de la industrialización.

Ahora hemos entrado en una nueva era postindustrial, y se dice que el trabajo puede ser nuevamente benigno: el obrero típico ahora se sienta frente a un tablero de botones, supervisando la pantalla de un ordenador en una sala de control, mientras una banda de robots en la línea de montaje realiza cualquier trabajo "verdadero". De hecho, la mayoría de la gente no está ya comprometida en la producción; trabaja en el llamado "sector servicios", realizando trabajos que seguramente les parecerían un descanso a los trabajadores de fábrica y a los labradores de unos cuantas generaciones atrás. Por encima de ellos están los gerentes y los profesionales, que tienen un gran margen para hacer lo que quieran en su trabajo.

De modo que el trabajo puede ser brutal y aburrido, o agradable e interesante. En solo unas décadas, como sucedió en Inglaterra en 1740, las condiciones de trabajo pueden cambiar de ser relativamente amenas a ser una pesadilla. Las innovaciones tecnológicas como la noria, el arado, el motor de vapor, la electricidad o el chip de silicio pueden provocar una diferencia tremenda que haga que el trabajo sea agradable o no. Los derechos que regulan el acceso a los terrenos comunitarios, la abolición de la esclavitud, la abolición de los aprendices o la institución de las cuarenta horas de trabajo por semana y los jornales mínimos también pueden tener un gran impacto. Cuanto antes nos demos cuenta de que la calidad de la experiencia en el trabajo puede transformarse, más pronto podremos mejorar esta dimensión tan importante en nuestra vida. Aunque la mayoría de la gente todavía cree que el trabajo está destinado para siempre a ser "la maldición de Adán".

En teoría, cualquier trabajo podría alterarse para que nos produjera más disfrute siguiendo las prescripciones del modelo del flujo. En la actualidad, como siempre, si el trabajo es agradable o no, está fuera de los intereses de quienes tienen el poder para influir en la naturaleza de un determinado trabajo. La gestión tiene que cuidar de la productividad antes que nada, y los jefes sindicales piensan sobre todo en el mantenimiento de la seguridad y las remuneraciones salariales. A corto plazo estas prioridades podrían entrar en conflicto con las condiciones productoras de flujo. Es lamentable, porque si los trabajadores disfrutaran realmente de sus trabajos se beneficiarían no solamente a nivel personal, sino que seguramente tarde o temprano producirían más eficientemente y alcanzarían todas las otras metas que ahora tienen prioridad.

Al mismo tiempo sería erróneo esperar que si todos los trabajos se proyectaran como juegos, todo el mundo disfrutaría con ellos. Incluso las condiciones externas más favorables no garantizan que una persona esté en flujo, porque la experiencia óptima depende de una evaluación subjetiva de qué posibilidades para la acción existen y de las propias capacidades, y sucede bastante a menudo que un individuo esté a disgusto incluso en un trabajo potencialmente bueno.

Tomemos como ejemplo la profesión de cirujano. Pocos trabajos implican tanta responsabilidad o confieren tanto prestigio a quienes lo realizan. Ciertamente, si los desafíos y las habilidades son los factores importantes, entonces los cirujanos deben encontrar que su trabajo es maravilloso. Y de hecho, muchos cirujanos dicen que se envician con su trabajo, que nada en sus vidas puede compararse a él desde el punto de vista del disfrute, que cualquier cosa que les lleve lejos del hospital —unas vacaciones en el Caribe, una noche en la ópera— es un derroche de tiempo.

Pero no todos los cirujanos están tan entusiasmados con su trabajo. Algunos se aburren tanto con él que empiezan a beber, a apostar en los juegos de azar o se lanzan a un estilo de vida rápido para olvidarse de su monotonía. ¿Cómo es posible que tengan puntos de vista tan ampliamente divergentes acerca de la misma profesión? Una razón es que los cirujanos que tienen empleos bien pagados pero cuyas funciones son repetitivas pronto comienzan a sentir el tedio. Hay cirujanos que operan únicamente el apéndice o las amígdalas; unos pocos incluso se especializan en taladrar el lóbulo de la oreja. Tal especialización puede ser lucrativa, pero hace más difícil disfrutar del trabajo. En el otro extremo hay cirujanos competitivos que van totalmente en la dirección opuesta y que constantemente necesitan nuevos desafíos, quieren practicar nuevos y espectaculares procedimientos quirúrgicos hasta que finalmente no pueden cumplir las expectativas que se han impuesto. Los cirujanos pioneros se queman por la razón opuesta del especialista rutinario: han realizado lo imposible una vez, pero no han encontrado una manera para hacerlo de nuevo.

Aquellos cirujanos que disfrutan de su trabajo, suelen trabajar en hospitales que les permiten cierta variedad y cierta cantidad de experimentación con las últimas técnicas, y parte de su trabajo lo dedican a la investigación y a la enseñanza. Estos cirujanos mencionan el dinero, el prestigio y salvar vidas como algo importante para ellos, pero afirman que su mayor entusiasmo reside en los aspectos intrínsecos del trabajo. Lo que hace que la cirugía sea tan especial para ellos es el sentimiento que consiguen de la propia actividad. Y la manera en que describen este sentimiento es, en casi cada detalle, parecida a las experiencias de flujo descritas por los atletas, los artistas o el cocinero que cortaba animales para el señor Wei.

La explicación para esto es que las operaciones quirúrgicas poseen todas las características que debería tener una actividad de flujo. Los cirujanos mencionan, por ejemplo, lo bien que están definidas sus metas. Un especialista en medicina interna trata problemas que son menos específicos y menos localizados, y un psiquiatra trata con síntomas y soluciones aún más ambiguas y efímeras. Por el contrario, la tarea de cirujano está clara como un cristal: extraer el tumor, colocar el hueso o conseguir que algún órgano bombee nuevamente. Una vez que esa tarea ha sido realizada, coserá la incisión y se dirigirá al próximo paciente con la sensación de un trabajo bien hecho.

De igual modo, la cirugía provee de retroalimentación inmediata y continua. Si no hay sangre en la cavidad, la operación va bien, entonces el tejido enfermo se extrae, o el hueso se une, se hacen las puntadas (o no, según el caso); a lo largo del proceso uno sabe exactamente si la cosa va bien, y si no es así, por qué. Por esta razón, la mayoría de los cirujanos cree que lo que ellos hacen es más agradable que cualquier otra rama de la medicina o que cualquier otro trabajo sobre la tierra.

Por otro lado, no hay carencia de desafíos en la cirugía. En las palabras de un cirujano: «Yo consigo disfrute intelectual, como el jugador de ajedrez o el académico que estudia los mondadientes mesopotámicos antiguos. [...] El arte es agradable, como la carpintería. [...] Obtengo la gratificación de enfrentarme a un problema sumamente difícil y resolverlo». Y otro dice: «Es muy satisfactorio, y si es algo difícil también es excitante. Es muy bonito lograr que las cosas funcionen de nuevo, poner las cosas en su lugar correcto para que tengan el aspecto que deberían y todo encaje. Es muy ameno, especialmente cuando el grupo trabaja unido de forma fluida y eficiente: entonces puede apreciarse la estética de la situación». Esta segunda cita indica que los desafíos de una operación no están limitados a lo que el cirujano debe hacer personalmente, sino que incluye coordinar un acontecimiento que involucra a un número de participantes adicionales. Muchos cirujanos comentan cuán interesante es ser parte de un equipo bien entrenado que funciona fluida y eficientemente. Y por supuesto, siempre hay la posibilidad de hacer mejor las cosas, de mejorar las propias habilidades. Un cirujano ocular comentó, «Usas instrumentos precisos y delicados. Es un ejercicio artístico. [...] Todo depende de la precisión y el arte con que ejecutes la operación». Comentó otro cirujano: «Es importante observar los detalles, ser pulcro y técnicamente eficiente. No me gusta derrochar movimientos y trato de hacer la operación tan bien como estaba planificada y pensada. En especial sobre dónde pongo la aguja, dónde pongo los puntos, el tipo de sutura, etc., las cosas deben tener el mejor aspecto y deben parecer fáciles».

La manera de practicar la cirugía ayuda a evitar las distracciones y a concentrar toda la atención en el procedimiento. El teatro de operaciones es realmente parecido a un escenario, con proyectores de luz que iluminan la acción y los actores. Antes de una operación, los cirujanos realizan unos pasos previos de preparación, de purificación y de disfrazarse con ropas especiales, como los atletas antes de una competición o los sacerdotes antes de una ceremonia. Estos rituales tienen un propósito práctico, pero también sirven para separar a los celebrantes de las preocupaciones de la vida cotidiana y enfocar sus mentes en el acto que van a ejecutar. Algunos cirujanos dicen que la mañana antes de una operación importante se ponen en "piloto automático" comiendo el mismo desayuno, vistiendo las mismas ropas y conduciendo al hospital por la misma ruta. No lo hacen porque sean supersticiosos, sino porque sienten que este comportamiento habitual facilita el que dediquen su atención al desafío que les espera.

Los cirujanos tienen suerte. No solo están bien pagados, no solo disfrutan de respeto y admiración, sino que además su trabajo se ha construido siguiendo las reglas de las actividades de flujo. A pesar de todas estas ventajas, hay cirujanos que se vuelven locos a causa del aburrimiento o porque desean alcanzar una fama y un poder inasequibles. Lo que esto indica es que aunque sea importante la estructura de un trabajo, no determina por sí mismo si una persona que desempeñe ese trabajo encontrará disfrute haciéndolo o no. La satisfacción en un trabajo dependerá también de si el trabajador tiene una personalidad autotélica o no la tiene. Joe el soldador disfrutó con tareas que pocos pensarían que ofrecían oportunidades para el flujo. Al mismo tiempo algunos cirujanos logran odiar un trabajo que parece haber sido creado adrede para producir disfrute.

Para mejorar la calidad de vida mediante el trabajo son necesarias dos estrategias complementarias: por un lado, los trabajos deberían ser rediseñados para que se pareciesen tan aproximadamente como fuese posible a las actividades de flujo, como la caza, el tejer artesanalmente y la cirugía. Pero también será necesario ayudar a las personas a desarrollar personalidades autotélicas como las de Serafina, Joe y Ting, enseñándoles a reconocer las oportunidades para la acción, a mejorar sus habilidades, a fijarse metas alcanzables. Ninguna de estas estrategias es probable que por sí misma haga el trabajo más agradable; es en combinación cuando deberían contribuir enormemente a la experiencia óptima.

La paradoja del trabajo

Es más fácil de comprender la manera en que el trabajo afecta a la calidad de vida cuando tomamos una perspectiva amplia y nos comparamos con personas de diferentes épocas y culturas, aunque al final tengamos que mirar con más detalle lo que sucede aquí y ahora. Los cocineros de la antigua China, los labradores alpinos, los cirujanos y los soldadores ayudan a iluminar el potencial inherente al trabajo, pero, después de todo, ellos no son muy típicos del tipo de trabajo que la mayoría de la gente realiza hoy en día. ¿Cuál es el trabajo de los adultos estadounidenses actualmente? En nuestros estudios hemos encontrado muchas veces un extraño conflicto interior entre la manera de relacionarse las personas y su forma de ganarse la vida. Por un lado, nuestros sujetos suelen decir que han tenido alguna de sus experiencias más positivas mientras estaban trabajando. De esta respuesta podríamos deducir que desearían estar trabajando, que su motivación sobre el trabajo debería ser alta. Sin embargo, incluso cuando se siente bien en el trabajo, la gente suele decir que preferiría no estar trabajando, que su motivación en el trabajo es baja. Lo inverso también es cierto: cuando se supone que está disfrutando de su bien ganado ocio, la gente suele tener el ánimo sorprendentemente bajo; y a pesar de ello siguen deseando más ocio.

Por ejemplo, en un estudio usamos el Método de Muestreo de la Experiencia para contestar a la pregunta: ¿la gente da más ejemplos de flujo en el trabajo o en el ocio? Los sujetos, unos cientos de hombres y mujeres que trabajaban en una amplia variedad de ocupaciones, llevaron el buscapersonas durante una semana, y cuando sonaba, ocho veces aleatorias al día durante una semana, llenaban dos páginas de un folleto para describir qué estaban haciendo y cómo se sentían en el momento en que sonó la señal. Entre otras cosas se les pidió que indicasen, sobre una escala de diez puntos, cuántos desafíos vieron en aquel momento y cuántas habilidades sintieron que usaban.

Una persona contó que estaba en flujo cada vez que superaba el nivel de desafíos y el nivel de habilidades promedio de la semana. En este estudio se recogieron unas 4.800 respuestas (un promedio de 44 por persona y semana). En términos del criterio que nosotros habíamos adoptado, el 33% de estas respuestas eran "en flujo", o lo que es lo mismo, superaban el promedio personal de desafíos y habilidades semanales. Por supuesto, este método de definir el flujo es más bien liberal. Si únicamente se desea incluir experiencias de flujo sumamente complejas —es decir, aquellas con los niveles más altos de desafíos y habilidades— quizá menos del 1% de las respuestas se definiría como en flujo. La convención metodológica adoptada aquí para definir flujo funciona algo así como un microscopio: según el nivel de ampliación que se utilice, serán visibles detalles diferentes.

Como esperábamos, cuanto más tiempo una persona estaba en flujo durante la semana, mejor era la calidad total de su experiencia. Las personas que estaban más frecuentemente en flujo era muy probable que se sintiesen "fuertes", "activas", "creativas", "concentradas" y "motivadas". Sin embargo, fue algo inesperado lo a menudo que las personas decían estar en situaciones de flujo en el trabajo y qué raramente lo estaban durante el ocio.

Cuando respondían a la señal mientras realmente trabajaban en sus trabajos (lo que sucedió únicamente tres de cada cuatro veces, porque resulta que a menudo estos trabajadores estaban soñando despiertos, hablando o resolviendo alguna cuestión personal), la proporción de respuestas de flujo era alta, un 54%. En otras palabras, sobre la mitad del tiempo que estaban trabajando, se enfrentaban a desafíos por encima del promedio y usaban habilidades por encima del promedio. En contraste, cuando estaban ocupados en actividades de ocio tales como leer, ver televisión, estar con los amigos o ir al restaurante, solo el 18% de las respuestas eran de flujo. Las respuestas de ocio entraban típicamente en la gama que nosotros hemos venido a llamar apatía, caracterizada por niveles que están bajo el promedio tanto de desafíos como de habilidades. En esta condición, la gente tiende a decir que se siente pasiva, débil, aburrida e insatisfecha. Cuando trabajaban, el 16% de las respuestas estaban en la región de apatía; durante el ocio, más de la mitad (el 52%).

Como podría esperarse, los gerentes y los supervisores estaban significativamente más frecuentemente en flujo en el trabajo (64%) que los trabajadores administrativos (51%) y que los trabajadores de taller (47%). Los trabajadores de taller dijeron que sentían más flujo durante el ocio (20%) que los trabajadores administrativos (16%) y que los gerentes (15%). Pero incluso los trabajadores de las cadenas de ensamblaje dijeron que estaban en flujo el doble de veces en el trabajo que durante el ocio (47% frente a un 20%). Inversamente, la apatía en el trabajo se registró más frecuentemente entre los trabajadores de taller que entre los gerentes (23% frente a un 11%), y durante el ocio más frecuentemente en los gerentes que en los trabajadores de taller (61 % frente a un 46%).

Cuando las personas estaban en flujo, describían el trabajo o el tiempo libre como una experiencia mucho más positiva que las veces que no estaban en flujo. Cuando los desafíos y las habilidades eran altas, ellas se sentían más felices, más alegres, más fuertes, más activas; se concentraban más; se sentían más creativas y satisfechas. Todas estas diferencias en la calidad de la experiencia eran muy importantes estadísticamente y eran más o menos las mismas para cada tipo de trabajador.

Había únicamente una excepción a esta tendencia general. Una de las preguntas en el folleto de respuestas pedía a los sujetos que indicasen, nuevamente sobre una escala de diez puntos que iba desde no a sí, su respuesta a la siguiente pregunta: «¿Desearía usted estar haciendo otra cosa?» Si la persona responde no a esta pregunta es generalmente un indicio fiable de cuán motivada estaba en el momento de la señal. Los resultados mostraron que las personas deseaban estar haciendo otra cosa más veces en el trabajo que cuando estaban realizando actividades de ocio, sin importarles si estaban o no en flujo. En otras palabras, la motivación era baja en el trabajo aunque este ofreciese flujo y era alta en el ocio aun cuando la calidad de experiencia fuese baja.

Así que nos encontramos ante una situación paradójica: en el trabajo la gente se siente hábil y presta a enfrentarse a los desafíos, y por lo tanto es más feliz, fuerte, creativa y satisfecha. La gente, en su rato libre siente que generalmente no hay muchas cosas que hacer y que sus habilidades no son usadas, por lo tanto tiende a sentirse más triste, débil, aburrida e insatisfecha, a pesar de que le gustaría trabajar menos y dedicar más tiempo al ocio.

¿Qué significa este modelo contradictorio? Hay varias explicaciones posibles, pero una conclusión parece inevitable: cuando se trata del trabajo, la gente no escucha la evidencia de sus sentidos. Desatiende la calidad de experiencia inmediata y basa su motivación en el estereotipo cultural, fuertemente arraigado, de lo que se supone que es el trabajo. Piensa en él como una imposición, una limitación, una transgresión de su libertad y, por lo tanto, algo que debe ser evitado tanto como sea posible.

Podría afirmarse que aunque el flujo en el trabajo sea agradable, la gente no puede permanecer en niveles altos de desafío todo el tiempo. Necesita recuperarse en casa, volver a echarse en el sofá durante unas horas cada día, aunque no lo disfrute. Pero los ejemplos comparativos parecen contradecir este argumento. Por ejemplo los granjeros de Pont Trentaz trabajan mucho más duro, y durante más horas, que el estadounidense medio, y el desafío que encaran en su rutina diaria requiere, por lo menos, de niveles igual de altos de concentración e involucración. Sin embargo, ellos no desean estar haciendo otra cosa mientras trabajan, y después, en vez de descansar llenan sus ratos libres con exigentes actividades de ocio.

Como estos hallazgos sugieren, la apatía de mucha gente de nuestro alrededor no es debida a estar físicamente o mentalmente agotada. El problema parece radicar en la relación del trabajador moderno con su trabajo, con la manera de percibir sus metas en relación con él. Cuando sentimos que empleamos la atención en una tarea contra nuestra voluntad, es como si nuestra energía psíquica estuviese siendo derrochada. En vez de ayudarnos a alcanzar nuestras propias metas, las estamos alcanzando para otra persona. El tiempo utilizado en esta tarea se percibe como un tiempo a restar del total disponible en nuestras vidas. Muchas personas consideran que sus trabajos son algo que tienen que hacer, una carga impuesta desde fuera, un esfuerzo que les roba vida y la existencia. Aunque en el momento mismo de la experiencia de trabajo puedan considerarla positiva, tienden a descartarlo, porque no contribuye a sus propias metas de largo alcance.

Debemos acentuar, sin embargo, que "el descontento" es un término relativo. Según las encuestas nacionales a gran escala llevadas a cabo entre 1972 y 1978, únicamente el 3% de los trabajadores estadounidenses dijeron que estaban muy insatisfechos con sus trabajos, mientras que el 52% dijeron que estaban muy satisfechos, lo que es uno de los resultados más altos en las naciones industrializadas. Pero se puede amar el trabajo y todavía sentirse insatisfecho con algunos aspectos del mismo; entonces se puede intentar que mejore lo que no es perfecto. En nuestros estudios encontramos que los trabajadores estadounidenses tienden a mencionar tres razones principales para su descontento con el trabajo, todos ellos relacionados con la calidad de la experiencia típica que puede conseguirse en el trabajo; aunque, como acabamos de ver, su experiencia en el trabajo tiende a ser mejor que en su hogar. (Contrariamente a la opinión popular, el salario y los otros intereses materiales no están generalmente entre sus intereses más urgentes.) La primera queja, y quizá la más importante, es la falta de variedad y desafíos. Esto puede ser un problema para todos, pero especialmente para quienes trabajan en los puestos de nivel más inferior, en los que la rutina juega un papel importante. La segunda razón tiene que ver con los conflictos con los compañeros de trabajo, especialmente con los jefes. La tercera razón es "quemarse": demasiada presión, demasiada tensión, demasiado poco tiempo para pensar en uno mismo, demasiado poco tiempo para estar con la familia. Este es un factor que inquieta particularmente a las categorías más altas, los ejecutivos y los gerentes.

Tales quejas son realmente suficientes en lo que se refiere a las condiciones objetivas, aunque pueden superarse con un cambio subjetivo en la conciencia. La variedad y el desafío, por ejemplo, son en cierto sentido inherentes a las características del trabajo, pero también dependen de cómo percibe uno las oportunidades. Ting, Serafina y Joe vieron desafíos en tareas que la mayoría la gente encontraría aburridas y sin sentido. Si un trabajo tiene variedad o no finalmente depende más del enfoque de la persona que de las condiciones reales del trabajo.

Lo mismo es cierto para las otras causas de descontento. Entenderse con los compañeros de trabajo y con los supervisores podría ser algo difícil, pero generalmente puede lograrse si uno lo intenta. El conflicto en el trabajo es debido frecuentemente al sentimiento defensivo de alguien que teme perder prestigio. Para demostrar su valía establece unos parámetros determinados de cómo deberían tratarle los demás, y entonces espera rígidamente que los otros cumplan esas expectativas. Esto, sin embargo, raramente sucede tal como se planifica, porque los otros también tienen su propia agenda de rígidas metas que alcanzar. Quizás la mejor manera de evitar este callejón sin salida sea establecer el desafío de alcanzar las propias metas al mismo tiempo que se ayuda a que el jefe y los colegas alcancen las suyas; es menos directo y consume más tiempo que luchar para satisfacer los propios intereses sin tener en cuenta lo que les pase a los demás, pero a largo plazo raramente falla.

Finalmente, las tensiones y las presiones son claramente los aspectos más subjetivos de un trabajo y, por lo tanto, deben ser más dóciles al control de la conciencia. La tensión existe únicamente si nosotros la experimentamos; son necesarias las condiciones objetivas más extremas para ocasionarla directamente. La misma cantidad de presión que debilitará a una persona, será un desafío bien venido para otra. Hay centenares de maneras de disminuir la tensión; algunas se basan en una mejor organización, en la delegación de responsabilidad, en una mejor comunicación con los compañeros de trabajo y con los supervisores; otras tienen como base los factores externos del trabajo, tales como la mejora de la vida doméstica, disfrutar del ocio, o practicar una disciplina interna como la meditación trascendental.

Estas soluciones parciales pueden ayudar, pero la única respuesta verdadera para manejar la tensión del trabajo es considerarlo como parte de una estrategia general de mejora de la calidad total de la experiencia. Por supuesto, esto es más fácil decirlo que hacerlo. Hacerlo implica movilizar energía psíquica y mantenerla enfocada en metas forjadas personalmente, a pesar de las distracciones inevitables. Más adelante, en el capítulo 9, comentaremos varias formas de manejar la tensión externa. Ahora puede sernos útil considerar cómo el uso del tiempo de ocio contribuye —o fracasa en contribuir— a la calidad de vida global.

El derroche del tiempo libre

Aunque, como hemos visto, la gente generalmente anhela dejar sus lugares de trabajo y llegar a casa para disponer de su duramente ganado tiempo libre y hacer un buen uso de él, demasiado a menudo no tienen idea de qué hacer entonces. Irónicamente, es más fácil disfrutar realmente del trabajo que del tiempo libre, porque, al igual que las actividades de flujo, el trabajo tiene metas, retroalimentación, reglas y desafíos, todo lo cual consigue que uno se implique en el trabajo, se concentre y se pierda en él. El tiempo libre, por otra parte, no está estructurado, requiere de un esfuerzo mayor para convertirse en algo que pueda disfrutarse. Las aficiones que exigen habilidad, los hábitos que imponen metas y límites, los intereses personales, y especialmente la disciplina interior, ayudan a que el ocio sea lo que se supone que es: una oportunidad para la recreación. Pero en conjunto, la gente pierde la oportunidad de disfrutar del ocio más plenamente que del trabajo. Hace sesenta años, el gran sociólogo estadounidense Robert Park escribió: «es en el mal uso de nuestro ocio donde sospecho que radica el mayor despilfarro de la vida de los estadounidenses».

La tremenda industria del ocio que ha aparecido en las últimas generaciones está diseñada para ayudarnos a llenar nuestros ratos libres con experiencias agradables. No obstante, en vez de usar nuestros recursos físicos y mentales para experimentar flujo, la mayoría de nosotros pasamos muchas horas cada semana viendo cómo famosos atletas compiten en estadios enormes. En vez de elaborar música, escuchamos los discos de platino de unos músicos millonarios. En vez de crear arte, vamos a admirar las pinturas que obtuvieron los precios más altos en las últimas subastas de arte. No corremos riesgos actuando según nuestras creencias, pero pasamos muchas horas cada día viendo a unos actores que fingen tener aventuras y que se comprometen, de mentira, en acciones significativas.

Esta participación indirecta es capaz de enmascarar, por lo menos temporalmente, el vacío subyacente a la pérdida de tiempo. Pero es un sustituto muy débil de la atención empleada en desafíos verdaderos. La experiencia de flujo que resulta del uso de nuestras habilidades conduce al crecimiento; la diversión pasiva no conduce a ninguna parte. Colectivamente, derrochamos cada año el equivalente de millones de años de conciencia humana. La energía que podría usarse para enfocarla en metas complejas, para ofrecernos un crecimiento personal placentero, se malgasta en modos de estimulación que solo copian la realidad. El ocio masivo, la cultura masiva, e incluso la cultura elevada cuando solo participamos en ella pasivamente y por razones extrínsecas —tales como el deseo de ostentar nuestro estatus— son parásitos de la mente. Absorben energía psíquica sin ofrecernos nada a cambio. Nos dejan más agotados, más desanimados de lo que estábamos antes.

A menos que la persona tome las riendas de ellos, tanto el trabajo como el tiempo libre probablemente le decepcionen. La mayoría de los trabajos y muchas actividades de ocio —especialmente las que potencian el consumo pasivo de los medios de comunicación de masas— no han sido diseñados para hacernos más felices y fuertes. Su propósito es hacer dinero para alguna otra persona. Si lo permitimos, pueden absorber nuestra vida hasta la médula y dejarnos como débiles peleles. Pero como todo lo demás, el trabajo y el ocio puede ser apropiados a nuestras necesidades. La gente que aprende a disfrutar de su trabajo, que no derrocha sus ratos libres, acaba por sentir que su vida, en cuanto totalidad, ha llegado a valer mucho más la pena. «El futuro —escribió C.K. Brightbill— pertenecerá no solamente al hombre instruido, sino al hombre que haya sido educado para usar su ocio sabiamente».

8. DISFRUTAR DE LA SOLEDAD Y DE LOS DEMÁS

Los estudios sobre el flujo han demostrado repetidamente que más que de cualquier otra cosa, la calidad de vida depende de dos factores: de cómo experimentamos el trabajo y de nuestras relaciones con otras personas. La información más detallada sobre quiénes somos como individuos proviene de las personas con las que nos comunicamos y de la manera en que realizamos nuestros trabajos. Nuestra personalidad está definida principalmente por lo que sucede en estos dos contextos, como Freud reconoció en su prescripción de "amor y trabajo" como receta para la felicidad. En el último capítulo revisamos algunas de las potencialidades de flujo del trabajo; en este capítulo exploraremos las relaciones con la familia y los amigos, para determinar cómo ellos pueden llegar a ser fuente de experiencias agradables.

La calidad de la experiencia es muy diferente si estamos en compañía de otras personas o no. Estamos biológicamente programados para pensar que los demás seres humanos son los objetos más importantes del mundo porque ellos pueden hacer que la vida sea muy interesante y llena de logros o totalmente miserable. Nuestra forma de llevar las relaciones con los demás marca enormes diferencias en nuestra felicidad. Si aprendemos a convertir nuestras relaciones con los demás en experiencias de flujo, nuestra calidad de vida global mejorará notablemente.

Por otra parte, también valoramos la privacidad y frecuentemente deseamos estar solos, aunque a menudo resulta que tan pronto como estamos solos, empezamos a deprimirnos. Es típico que la gente en esta situación se sienta sola, sienta que no hay desafíos, que no hay nada que hacer. Para algunos, la soledad provoca, en su forma más leve, los síntomas de desorientación de la privación sensorial. Así que, a menos que uno aprenda a tolerar e incluso a disfrutar el estar solo, es muy difícil realizar cualquier tarea que precise de total concentración. Por esta razón es esencial encontrar modos de controlar la conciencia, incluso cuando estamos solos.

El conflicto entre estar solo y estar con otros

De todas las cosas que nos asustan, el temor de ser expulsado fuera del flujo de la interacción humana es seguramente el peor. No hay duda de que somos animales sociales; únicamente en compañía de otras personas nos sentimos completos. En muchas culturas preliterarias se piensa que la soledad es tan insoportable que las personas hacen grandes esfuerzos para no estar nunca solas; únicamente las brujas y los chamanes se sienten cómodos pasando el tiempo solos. En sociedades humanas muy diferentes —aborígenes australianos, campesinos amish, cadetes de West-Point— la peor sanción que la comunidad puede emitir es la expulsión o el aislamiento. La persona se deprime gradualmente y pronto empieza a dudar de su misma existencia. En algunas sociedades el resultado final de ser desterrado es la muerte: la persona a la que se deja sola, acaba aceptando el hecho de que debe estar muerta, puesto que nadie le presta atención; poco a poco abandona el cuidado de su cuerpo y finalmente muere. La locución latina para "estar vivo" era ínter hominem esse, que literalmente significa "estar entre hombres"; mientras que "estar muerto" era ínter hominem esse desinere, o "cesar de estar entre hombres". El destierro de la ciudad era lo más próximo a matar a alguien, el castigo más severo para un ciudadano romano; por lujosa que fuese su hacienda, si un romano era desterrado de la compañía de sus iguales urbanos, se convertía en un hombre invisible. El mismo amargo destino es bien conocido por los neoyorkinos actuales cuando, por alguna razón, deben abandonar su ciudad.

La densidad de contactos humanos que proporcionan las grandes ciudades es como un bálsamo apaciguador; la gente, en tales lugares, disfruta con ello aunque la interacción pueda ser desagradable o peligrosa. Las muchedumbres fluyendo a lo largo de la Quinta Avenida pueden esconder a un gran número de asaltantes y excéntricos; no obstante, son emocionantes y tranquilizadoras. Todos se sienten más vivos cuando están rodeados de otras personas.

Las encuestas sociales han llegado a esta conclusión en todas partes, las personas dicen ser muy felices cuando están con sus amigos y su familia, o simplemente en compañía de otras personas. Cuando se les pide que enumeren las actividades amenas que mejoran su ánimo durante todo el día, el tipo de sucesos que frecuentemente mencionaron la mayoría fueron «estar junto a gente feliz», «que la gente muestre interés en lo que digo», «estar con los amigos», y «que sientan que soy sexualmente atractivo». Uno de los síntomas principales de la gente deprimida o triste es que rara vez dicen que les ocurran estas cosas. Una red social de apoyo también mitiga la tensión: una enfermedad u otro percance es menos probable que derrumbe a una persona si puede confiar en el apoyo emocional de los demás.

No hay duda de que estamos programados para buscar la compañía de nuestros iguales. Es probable que los genetistas del comportamiento encuentren tarde o temprano en nuestros cromosomas las instrucciones químicas que nos hacen sentir tan incómodos cuando estamos solos. Hay buenas razones por las que, durante el curso de la evolución, tales instrucciones se habrían agregado a nuestros genes. Los animales que desarrollan una ventaja competitiva frente a otras especies mediante la cooperación, sobreviven mucho mejor si están constantemente a la vista los unos de los otros. Los babuinos, por ejemplo, que necesitan de la ayuda de los compañeros para protegerse de los leopardos y las hienas que vagabundean en la sabana, tienen pocas oportunidades de alcanzar la madurez si abandonan su manada. Las mismas condiciones deben haber seleccionado el comportamiento gregario como una característica positiva para la supervivencia entre nuestros antepasados. Por supuesto, cuando la adaptación humana empezó a recaer cada vez más en la cultura, empezaron a ser importantes otras razones adicionales. Por ejemplo, cuanta más gente dependía del conocimiento en vez del instinto para la supervivencia, más se beneficiaban de compartir mutuamente lo que habían aprendido; un individuo solitario bajo tales condiciones se convirtió en un idiota, que en griego originalmente significaba una "persona encerrada en sí misma", es decir, alguien incapaz de aprender de los demás.

Al mismo tiempo, paradójicamente, hay una larga tradición de sabiduría que nos advierte que «el infierno son los otros». El sabio hindú y el ermitaño cristiano buscaron la paz lejos de la muchedumbre enloquecedora. Y cuando pensamos en las experiencias más negativas en la vida de una persona normal, encontramos la otra cara de la resplandeciente moneda del instinto gregario: los sucesos más dolorosos son también aquellos que atañen a nuestras relaciones. Los jefes injustos y los clientes mal educados que nos hacen sentir mal en el trabajo. En casa, un cónyuge poco cariñoso, un niño desagradecido y los suegros que se inmiscuyen en nuestra vida son las fuentes primarias de la melancolía. ¿Cómo es posible reconciliar el hecho que la gente ocasiona tanto las mejores como las peores situaciones que vivimos?

Esta contradicción evidente realmente no es difícil de resolver. Como cualquier otra cosa que realmente importe, las relaciones nos hacen sentir sumamente felices cuando van bien y muy deprimidos cuando no funcionan bien. La gente es el aspecto más flexible y más cambiante del entorno con el que tenemos que enfrentarnos. La misma persona puede hacer que la mañana sea maravillosa y que la tarde sea insoportable. Puesto que dependemos tanto del afecto y de la aprobación de los demás, somos sumamente vulnerables a la forma en que nos tratan.

Por lo tanto una persona que aprenda a entenderse con los demás conseguirá un cambio tremendo que mejorará su calidad de vida en conjunto. Este hecho es muy conocido por los que escriben y por los que leen libros con títulos del tipo Cómo hacer amigos e influir en las personas. Los gerentes anhelan comunicarse mejor para ser más eficaces como directivos y los advenedizos leen libros sobre la etiqueta social para ser aceptados y admirados por la gente de moda. Gran parte de este interés refleja un deseo extrínsecamente motivado de manipular a los demás. Pero la gente no es importante únicamente porque puede ayudarnos a convertir nuestras metas en realidad; cuando la tratamos por su valor intrínseco, la gente es la fuente de felicidad que más nos llena.

Es la misma flexibilidad de las relaciones lo que hace posible transformar interacciones desagradables en tolerables, o incluso excitantes. Nuestra definición e interpretación de una situación social marcará una gran diferencia en cómo las personas se traten entre sí y en cómo se sientan desenvolviéndose en ella. Por ejemplo, cuando nuestro hijo Mark tenía doce años de edad, tomó un atajo a través de un parque más bien desierto una tarde cuando volvía a casa desde la escuela. En medio del parque fue repentinamente sorprendido por tres jóvenes del gueto vecino. «No te muevas o él te disparará» dijo uno de ellos, señalando con la cabeza al tercer joven, que tenía la mano en su bolsillo. Los tres le arrebataron todo lo que tenía Mark: unas cuantas monedas y un viejo reloj. «Ahora sigue andando. No corras, no te gires». Mark empezó a caminar nuevamente hacia casa y ellos tres se fueron en otra dirección. Sin embargo, después de dar unos pasos, Mark se giró y trató de alcanzarlos, «Escuchen —gritó—, quiero hablar con ustedes». «Vete», gritaron ellos de nuevo. Pero él alcanzó al trío y les pidió que reconsiderasen devolverle el reloj que le habían robado. Les explicó que era muy barato y posiblemente de ningún valor para nadie excepto para él: «Miren, mis padres me lo dieron en mi cumpleaños». Los tres estaban furiosos, pero finalmente decidieron votar si le devolverían el reloj. El voto fue dos a uno en favor de devolverlo y Mark caminó orgullosamente hacia nuestra casa sin el dinero, pero con el viejo reloj en su bolsillo. Por supuesto a sus padres les costó más rato recuperarse de la experiencia.

Desde una perspectiva adulta, Mark era un insensato al arriesgar posiblemente su vida por un reloj viejo, por mucho valor sentimental que tuviese. Pero este episodio ilustra un importante punto general: que una situación social tiene la potencialidad para ser transformada si redefinimos sus reglas. Al no asumir el papel de la "víctima" que se le había impuesto y al no tratar a sus asaltantes como "ladrones", sino como gente razonable de quien uno puede esperar que tengan simpatía por el apego de un hijo a un recuerdo familiar, Mark fue capaz de cambiar el encuentro de un asalto a un encuentro que implicase, por lo menos en algún grado, una decisión democrática racional. En este caso su éxito dependió en su mayor parte de la suerte: los ladrones podrían haber estado borrachos o drogados más allá del alcance de la razón, y entonces podrían haberle herido gravemente. Pero el punto todavía sigue siendo válido: las relaciones humanas son maleables, y si una persona tiene las habilidades apropiadas puede transformar sus reglas.

Pero antes de considerar en más profundidad cómo las relaciones pueden ser transformadas para ofrecernos experiencias óptimas, es necesario tomar un rodeo por los reinos de la soledad. Únicamente después de comprender un poco mejor cómo afecta a la mente estar solo podremos ver más claramente por qué estar en compañía es tan imprescindible para el bienestar. El adulto medio pasa solo una tercera parte del tiempo que está despierto, y sabemos muy poco sobre esta parte enorme de nuestras vidas, excepto que nos desagrada.

El dolor de la soledad

La mayoría de la gente tiene un sentimiento casi insoportable de vacío cuando está sola, especialmente si no tiene nada específico que hacer. Adolescentes, adultos y ancianos; todos dicen que sus peores experiencias han tenido lugar en soledad. Casi todas las actividades son más agradables si hay otra persona alrededor, y menos cuando uno las hace solo. La gente es más feliz, está más alerta y alegre si hay otras personas presentes que si se siente sola, bien sea trabajando en una línea de montaje o viendo la televisión. Pero la condición más deprimente no es el trabajo o ver la televisión a solas; los peores estados de ánimo se producen cuando uno está solo y no hay nada que deba hacerse.

En nuestros estudios, para la gente que vive sola y no va a la iglesia, los domingos por la mañana son la peor parte de la semana, porque sin reclamos sobre los que dirigir la atención, son incapaces de decidir qué hacer. El resto de la semana la energía psíquica está dirigida por las rutinas externas: el trabajo, comprar, ver el programa de televisión favorito, etc. Pero ¿qué hacer el domingo por la mañana después del desayuno, después de haber ojeado la prensa? Para muchos, la carencia de estructura de esas horas es devastadora. Generalmente al llegar el mediodía, se ha tomado una decisión: segaré el césped, visitaré a los parientes o veré el partido de fútbol. Retorna entonces una sensación de propósito y la atención se enfoca en la próxima meta.

¿Por qué la soledad es una experiencia tan negativa? La respuesta más profunda es que mantener el orden en la mente desde dentro es muy difícil. Necesitamos objetivos externos, estímulos externos, retroalimentación del entorno para mantener enfocada la atención. Y cuando nos falta información externa, la atención divaga, y los pensamientos pueden ser caóticos, dando como resultado el estado que hemos denominado en el capítulo 2: la "entropía psíquica".

Cuando está solo, el adolescente típico comienza a preguntarse: «¿qué estará haciendo ahora mi chica?, ¿tengo acné?, ¿terminaré a tiempo mis deberes de matemáticas?» En otras palabras, sin nada que hacer, la mente es incapaz de impedir que los pensamientos negativos se coloquen en primer término. Y a menos que uno aprenda a controlar la conciencia, la misma situación les ocurre a los adultos. Las preocupaciones sobre la vida amorosa, la salud, las inversiones, la familia y el trabajo siempre revolotean en la periferia de la atención, a la espera hasta que no haya nada que pida concentración. Tan pronto como la mente está dispuesta para relajarse, ¡zas!, los problemas potenciales que esperaban con impaciencia asumen la dirección.

Por esta razón la televisión resulta tan beneficiosa a tanta gente. Aunque ver la televisión esté lejos de ser una experiencia positiva —generalmente las personas dicen que se sienten pasivas, débiles, más bien irritables y tristes cuando lo hacen— por lo menos la pantalla aporta una cierta cantidad de orden a la conciencia. Los argumentos predecibles, los personajes familiares, e incluso los anuncios redundantes, ofrecen un tranquilizador modelo de estimulación. La pantalla atrae la atención porque es un aspecto manejable y limitado del entorno. Mientras la mente está interactuando con la televisión, se protege de las preocupaciones personales. La información que pasa a través de la pantalla mantiene fuera de la mente las preocupaciones. Por supuesto, evitar la depresión de este modo es más bien un derroche, porque uno debe dedicarle mucha atención y después no obtiene mucho a cambio.

Maneras más drásticas de enfrentarse con el temor a la soledad son el uso regular de drogas o el recurrir a prácticas obsesivas, cuya gama puede ir desde limpiar la casa incesantemente hasta hacer el amor de forma compulsiva. Bajo la influencia de los productos químicos la personalidad queda relevada de la responsabilidad de dirigir su energía psíquica; podemos ponernos cómodos y observar los modelos de pensamiento que la droga ofrece y que suelen ser de este tipo: pase lo que pase, está fuera de nuestro control. Y como la televisión, la droga evita que la mente tenga que enfrentarse a los pensamientos deprimentes. A pesar de que el alcohol y otras drogas son capaces de producir experiencias óptimas, por lo general el nivel de complejidad es muy bajo. A menos que se consuman en contextos rituales altamente complejos, como se practica en muchas sociedades tradicionales, lo que las drogas de hecho hacen es reducir nuestra percepción, tanto de lo que puede ser realizado como de lo que nosotros en tanto que individuos somos capaces de realizar, hasta que ambas sensaciones se equilibran. Este es un estado ameno de las cosas, pero es solo una simulación engañosa del disfrute que causa incrementar las oportunidades para la acción y las capacidades para actuar.

Algunas personas disentirán profundamente de esta descripción sobre cómo las drogas afectan a la mente. Después de todo, durante el cuarto de siglo pasado nos habían contado con total seguridad que las drogas "expandían la conciencia", y que usarlas mejoraba la creatividad. Pero la evidencia sugiere que cuando los químicos alteran el contenido y la organización de la conciencia, no expanden ni aumentan el control de la personalidad sobre su funcionamiento. Y para realizar cualquier cosa creativa hay que lograr precisamente ese control. Por lo tanto, aunque las drogas psicotrópicas ofrecen una más amplia variedad de experiencias mentales que las que uno encontraría bajo las condiciones sensitivas normales, no agregan nada a nuestra capacidad para ordenarlas de forma efectiva.

Muchos artistas contemporáneos experimentan con alucinógenos con la esperanza de crear un trabajo tan misteriosamente sorprendente como aquellos versos del Kubla Khan que se supone que Samuel Coleridge compuso bajo la influencia del láudano. Sin embargo, tarde o temprano ellos se dan cuenta de que la composición de cualquier obra de arte requiere de una mente sobria. El trabajo que se efectúa bajo la influencia de drogas carece de la complejidad que nosotros esperamos del arte.

tiende a ser obvio y autoindulgente. Una conciencia químicamente alterada puede producir imágenes, pensamientos y sentimientos inusitados que luego, cuando vuelve la claridad, el artista puede utilizar. El peligro es que, al llegar a ser dependiente de los productos químicos para organizar la mente, se arriesga a perder la capacidad para controlarla por sí mismo.

Mucho de lo que ocurre con la sexualidad es también simplemente una manera de imponer un orden externo sobre nuestros pensamientos, de "matar el tiempo" sin tener que enfrentarse a los peligros de la soledad. No debe sorprendernos que ver la televisión y practicar el sexo lleguen a ser actividades frecuentemente intercambiables. Los hábitos de la pornografía y del sexo despersonalizado se construyen sobre la atención programada genéticamente hacia las imágenes y las actividades relacionadas con la reproducción. Así enfocan la atención natural y placenteramente, y al hacerlo ayudan a evitar los contenidos indeseables de la mente. En lo que fracasan es-en desarrollar cualesquiera de los hábitos de la atención que pueden conducirles a una mayor complejidad de la conciencia.

El mismo argumento sirve para lo que a primera vista puede parecer lo opuesto al placer: el comportamiento masoquista, arriesgarse, apostar. Estas formas que la gente utiliza para lastimarse o asustarse no requieren de una gran habilidad, pero ayudan a lograr la sensación de una experiencia directa. Incluso el dolor es mejor que el caos que se filtra en la mente no enfocada. Al lastimarse uno mismo, ya sea física o emocionalmente, esta atención puede enfocarse en algo que, aunque doloroso, por lo menos es controlable, puesto que somos nosotros quienes lo ocasionamos.

La prueba definitiva para la capacidad de controlar la calidad de la experiencia es lo que una persona hace en soledad, sin demandas externas que den estructura a su atención. Es relativamente fácil sentirse involucrado en un trabajo, disfrutar de la compañía de los amigos, entretenerse en un teatro o yendo a un concierto. Pero cuando nos dejan que nos las arreglemos con nuestros propios recursos, ¿qué sucede? Solos, cuando cae la noche oscura del alma, ¿nos vemos obligados a realizar desesperados intentos de distraer a la mente de su llegada? ¿Somos capaces de crear actividades que, además de ser agradables, hagan crecer la personalidad?

Llenar nuestros ratos libres de actividades que requieran concentración, que hagan aumentar nuestras habilidades, que produ7.can un mayor desarrollo de la personalidad, no es lo mismo que matar el tiempo viendo la televisión o tomando drogas. Aunque ambas estrategias podrían verse como maneras distintas de manejar la misma amenaza de caos, como defensas contra la inquietud ontológica, la primera conduce al crecimiento, mientras que la segunda sirve meramente para evitar que la mente se disperse. Una persona que rara vez se aburre, que no necesita constantemente de un ambiente externo favorable para disfrutar del momento, ha superado la prueba de haber logrado una vida creativa.

Aprender a usar el tiempo en soledad, en vez de escapar de ella, es especialmente importante en nuestros primeros años. Los adolescentes que no pueden soportar la soledad se descalifican a sí mismos para poder luego efectuar tareas adultas que requieran de una preparación mental seria. Una típica situación familiar que preocupa a muchos padres sucede cuando un adolescente regresa de la escuela, deja los libros en su habitación y, después de coger algo de comida del refrigerador, se dirige al teléfono inmediatamente para seguir en contacto con sus amigos. Si no sale a dar una vuelta, encenderá el equipo de música o la televisión. Si por azar se siente tentado a abrir un libro, es improbable que la lectura se prolongue. Y estudiar significa concentrarse en difíciles modelos de información y, más pronto o más tarde, incluso la mente más disciplinada flota muy lejos de las implacables letras de molde que surcan la página para perseguir derroteros más amenos. Pero es difícil evocar pensamientos amenos a voluntad. En su lugar, la mente será asaltada por sus visitantes más usuales: los fantasmas sombríos que irrumpen en la mente no estructurada. El adolescente comienza a preocuparse acerca de su apariencia, de su popularidad, de sus oportunidades en la vida. Para repeler estos pensamientos debe encontrar otra cosa para ocupar su conciencia. Estudiar no, es demasiado difícil. El adolescente está dispuesto a hacer casi cualquier cosa para sacar a su mente de esta situación, mientras no exija demasiada energía psíquica. La solución más frecuente es volver a la familiar rutina de la música, la televisión o un amigo con quien pasar el rato.

Con el transcurso de las décadas nuestra cultura se ha vuelto más y más dependiente de la tecnología de la información. Para sobrevivir en este ambiente, la persona debe familiarizarse con los idiomas simbólicos abstractos. Unas pocas generaciones atrás, alguien que no supiese leer y escribir todavía podría haber encontrado un trabajo que le ofreciera buenos ingresos y una dignidad razonable. Un granjero, un herrero, un pequeño comerciante podrían aprender las habilidades requeridas para su vocación como aprendices de expertos de más edad, y hacerlo bien sin dominar un sistema simbólico. Hoy en día, incluso los trabajos más simples se apoyan en las instrucciones escritas y las ocupaciones más complejas requieren conocimientos especializados que hay que aprender de la manera más dura: a solas.

Los adolescentes que nunca aprenden a controlar su conciencia crecen hasta ser adultos sin una "disciplina". Carecen de las habilidades complejas que les ayudarán a sobrevivir en un entorno competitivo y repleto de información. Y lo que es aún más importante, nunca aprenderán a disfrutar viviendo. No han adquirido el hábito de encontrar desafíos que despierten las potencialidades ocultas y las desarrollen.

Pero los años de la adolescencia no son el único momento crucial para aprender a explotar las oportunidades de la soledad. Por desgracia, muchos adultos sienten que una vez han alcanzado los 20 o los 30 años (o seguro que a los 40), tienen derecho a relajarse en cualquier rutina que tengan establecida. Han pagado sus deudas, han aprendido los trucos para sobrevivir y de ahora en adelante pueden avanzar en piloto automático. Equipados con el mínimo nivel de disciplina interior, estas personas inevitablemente acumulan entropía con cada año que pasa. Las desilusiones en su trabajo, el declinar de la salud física, los reveses usuales del destino van construyendo una masa de información negativa que cada vez amenaza más su tranquilidad mental. ¿Cómo alejarse de estos problemas? Si una persona no sabe cómo controlar su atención en la soledad, se dirigirá inevitablemente hacia las fáciles soluciones externas: las drogas, la diversión, el placer, que siempre embotan o distraen a la mente.

Pero estas respuestas son regresivas, no conducen a ninguna parte. La manera de crecer mientras se disfruta de la vida es crear una forma más alta de orden que nos aleje de la entropía, que es una condición inevitable en la vida. Esto significa tomar cada nuevo desafío no como algo que debe reprimirse o evitado, sino como una oportunidad para aprender y para mejorar las habilidades. Cuando el vigor físico declina con la edad, por ejemplo, significa que uno estará listo para dirigir las propias energías desde la maestría del mundo externo a la exploración más profunda de la realidad interior. Significa que uno puede finalmente leer a Proust, aprender a jugar al ajedrez, cultivar orquídeas, ayudar a los vecinos y pensar sobre Dios, si estas son las cosas a las que uno ha decidido dedicarse. Pero es difícil realizar cualquiera de ellas a menos que uno haya adquirido con anterioridad el hábito de usar la soledad ventajosamente.

Y lo mejor es desarrollar este hábito pronto, aunque nunca es demasiado tarde para hacerlo. En los capítulos anteriores hemos reflexionado sobre algunas de las maneras con que el cuerpo y la mente pueden provocar flujo. Cuando una persona es capaz de realizar esas actividades a voluntad, sin considerar lo que sucede externamente, entonces ha aprendido a cultivar la calidad de vida.

Vencer la soledad

Todas las reglas tienen sus excepciones y, aunque la mayoría de la gente teme la soledad, hay personas que han elegido vivir solas. «Quien halla placer en estar solo —dice el viejo refrán que Francis Bacon repitió— es o una bestia salvaje o un dios». En realidad uno no tiene que ser un dios, pero es cierto que para disfrutar estando sola una persona debe construir sus propias rutinas mentales, para poder lograr el flujo sin los apoyos de la vida civilizada (sin otras personas, sin trabajo, televisión, teatro, restaurantes o bibliotecas para ayudarle a canalizar su atención). Un interesante ejemplo de este tipo de persona es una mujer llamada Dorothy, que vive en una isla minúscula en la región solitaria de los lagos y bosques del norte de Minnesota, bordeando la frontera canadiense. Originalmente era una enfermera en una gran ciudad. Dorothy se trasladó a la naturaleza después de que su esposo muriese y sus hijos crecieran. Durante los tres meses estivales, los pescadores que reman a través de su lago se detienen en la isla para charlar, pero durante el largo invierno ella está completamente sola durante meses. Dorothy ha tenido que colgar pesadas cortinas en las ventanas de su cabaña, porque se acobardaba al ver las manadas de lobos, con sus narices aplastadas contra los cristales de la ventana, mirándola con ansia cuando se despertaba por la mañana.

Al igual que otras personas que viven solas en la naturaleza, Dorothy ha tratado de personalizar sus alrededores hasta un extremo poco frecuente. Aquí y allá hay tinas con flores, gnomos de jardín, herramientas inservibles por el suelo. La mayoría de los árboles tienen letreros clavados en ellos, llenos de poemas, malos chistes o con viejos dibujos que señalan hacia los retretes y los cobertizos. Para el visitante urbano, la isla es el paradigma de la vulgaridad, pero como extensión del gusto de Dorothy, estos "cachivaches" crean un ambiente familiar donde la mente puede estar a sus anchas. En medio de la naturaleza indómita, ella ha introducido su propio e idiosincrásico estilo, su civilización propia. Dentro de la casa, sus objetos favoritos hacen que Dorothy se acuerde de sus metas. Ha dejado la impronta de sus preferencias sobre el caos.

Más importante que estructurar el espacio es, quizás, estructurar el tiempo. Dorothy tiene rutinas estrictas para todos los días del año: levantarse a las cinco, mirar si las gallinas han puesto huevos, ordeñar a la vaca, cortar leña, hacer el desayuno, lavarse, coser, pescar, etc. Como el inglés de la época colonial que se afeitaba y se vestía impecablemente cada tarde en su solitario puesto fronterizo, Dorothy también ha aprendido que para mantener el control en un ambiente ajeno hay que imponer un orden propio sobre la naturaleza. Las largas tardes transcurren leyendo y escribiendo. Libros sobre todos los temas imaginables cubren las paredes de sus dos cabañas. Luego están los viajes ocasionales para el abastecimiento, y en el verano los pescadores de paso introducen alguna variedad en la rutina gracias a sus visitas. A Dorothy parece que le gusta la gente, pero aún le gusta más tener el control de su mundo propio.

Uno puede sobrevivir en la soledad, pero solo si encuentra maneras de ordenar la atención para impedir que la entropía desestructure su mente. Su san Butcher, una entrenadora y criadora de perros que corre en trineo por el Ártico hasta durante 11 días tratando de eludir los ataques de los alces y de los lobos, se trasladó hace algunos años de Massachusetts para vivir en una cabaña alejada cuarenta kilómetros de la aldea más cercana: Manley, Alaska (población 62 habitantes). Antes de su boda, vivía sola junto a 150 perros huskies. No tiene tiempo para sentirse sola: caza para conseguir alimento y cuida de sus perros, que requieren de su atención dieciséis horas al día, cada día de la semana, pase lo que pase. Conoce a cada perro por su nombre, y el nombre de los padres y de los abuelos de cada perro. Conoce sus temperamentos, sus preferencias, sus hábitos de comida y su salud actual. Susan sostiene que a ella le gusta vivir de este modo más que hacer cualquier otra cosa. Las rutinas que ha construido exigen que su conciencia esté enfocada todo el tiempo en tareas manejables, y gracias a eso su vida es una continua experiencia de flujo.

Un amigo al que le gusta atravesar océanos en solitario en un buque de vela contó una vez una anécdota que ilustra lo que los navegantes solitarios tienen que hacer alguna vez para mantener sus mentes enfocadas. Al acercarse a las Azores en una travesía del Atlántico hacia el este, a unos 1.200 kilómetros de la costa portuguesa, y después de muchos días sin ver ni una vela, vio otro barco pequeño que se dirigía en la dirección opuesta. Era una buena oportunidad para visitar a un colega navegante, y los dos barcos trazaron el rumbo para encontrarse en mar abierto, lado a lado. El hombre del otro barco estaba fregando la cubierta, que estaba parcialmente sucia por una viscosa sustancia amarilla que olía mal. «¿Qué ocurrió para que su barco se ensuciara tanto?» preguntó mi amigo para romper el hielo. «Bueno, ya lo ve —respondió el otro encogiéndose de hombros—, es simplemente un montón de huevos podridos». Mi amigo admitió que no era lógico para él que tantos huevos podridos se hubieran roto en un barco en medio del océano. «Bueno — dijo el hombre—, la nevera se averió y los huevos se estropearon. Durante varios días no tuve viento y estaba realmente aburrido. Por lo tanto pensé que en vez de arrojar los huevos al mar, los rompería sobre la cubierta, y así después tendría que limpiarlo. Los dejé un tiempo ahí, porque así sería más difícil limpiarlo todo, pero no me figuré que olerían tan mal». En circunstancias ordinarias, los navegantes en solitario tienen muchas cosas que hacer para mantener sus mentes ocupadas. Su supervivencia depende de estar siempre alerta a las condiciones del barco y del mar. Es esta concentración constante sobre la meta y la tarea que conlleva lo que hace de la navegación una afición tan agradable. Pero cuando hay calma chicha, ellos necesitarán incluso recurrir a tareas heroicas para poder encontrar algún desafío.

¿Enfrentarse con la soledad mediante innecesarios pero trabajosos rituales que mantengan ocupada la mente se diferencia de tomar drogas o ver la televisión constantemente? Podría afirmarse que Dorothy y los otros ermitaños escapan de la "realidad" justo como lo hacen los adictos. En ambos casos, la entropía psíquica se ha evitado al eliminar de la mente los pensamientos y sentimientos desagradables. Sin embargo, el cómo se enfrentan con la soledad hace que todo sea distinto. Si estar solo se ve como una oportunidad para realizar las metas que no pueden alcanzarse en la compañía de los demás, entonces en vez de sentirse sola, la persona disfrutará de la soledad y podrá ser capaz de aprender nuevas habilidades en el proceso. Por otra parte, si la soledad se ve como una condición que debe evitarse a toda costa en vez de como un desafío, la persona será presa del pánico y recurrirá a distracciones que no pueden conducir a niveles más altos de complejidad. Criar perros peludos y correr en trineo por los bosques árticos podría parecer un empeño más bien primitivo, comparado con las elegantes gracias de los playboys o de los usuarios de la cocaína, aunque desde el punto de vista de la organización psíquica lo primero es infinitamente más complejo que lo segundo. Los estilos de vida construidos sobre el placer sobreviven únicamente en simbiosis con culturas complejas fundamentadas en el trabajo duro y en el disfrute, pero cuando la cultura ya no puede o no quiere mantener a improductivos hedonistas, a aquellos que se han enviciado en el placer, que carecen de habilidades y disciplinas y, por lo tanto, son incapaces de sobrevivir por sí mismos, se encontrarán perdidos e inútiles.

Esto no implica que la única manera de lograr el control sobre la conciencia sea trasladarse a Alaska y cazar alces. Una persona puede dominar actividades de flujo en casi cualquier ambiente. Algunos necesitarán vivir en la naturaleza o estar largos períodos de tiempo solos en el mar. La mayoría de gente preferirá estar rodeada por el ajetreo y el bullicio tranquilizador de la interacción humana. Sin embargo, la soledad es un problema que debe ser enfrentado tanto si uno vive en Manhattan como en la zona norte de Alaska. A menos que una persona aprenda a disfrutarla, puede malgastar su vida tratando desesperadamente de evitar sus efectos negativos.

El flujo y la familia