Cicerón cruzó de arriba abajo el espacio ante el tribunal presidido por Fanio, sujetándose con la mano izquierda la toga sobre el hombro y el brazo derecho caído, pegado al cuerpo. Todos estaban quietos, con los ojos clavados en él y conteniendo la respiración.
–¿Y qué es lo que hizo ese Crisógono? Mientras ante su patrocinador mantenía su radiante rostro sonriente, secretamente se dedicaba a ejercer su venganza contra éste que le había insultado, contra aquél que le había estorbado, y actuando sobre todo al amparo de la noche, y, con inicua pluma y traicionando la confianza de su patrón, insertaba los nombres de aquellos cuyas propiedades codiciaba, en connivencia con gusanos y sabandijas para enriquecerse a costa de su patrón, a expensas de Roma. ¡Ah, pero qué astuto era, miembros del jurado! ¡Cómo urdía y se las ingeniaba para ocultar las pistas, cómo adulaba a su amo, cómo manipulaba su cohorte de alcahuetes y maleantes, cómo se esmeraba por asegurarse de que su noble e ilustre patrón no tuviera idea de lo que estaba sucediendo realmente! Pues eso es lo que sucedió: que abusó del modo más vil y despreciable de la confianza y la autoridad otorgadas.
Y, echándose a llorar, Cicerón profirió fuertes sollozos, se retorció las manos y encorvó el cuerpo en un paroxismo de dolor.
–¡Ah, no puedo mirarte, Lucio Cornelio Sila! Que yo… un hombre bajo y sencillo del campo del Lacio… un rústico, un palurdo, un leguleyo del agro, que sea yo quien tenga que quitarte el velo de los ojos, quien te los abra a… ¿qué adjetivo hallaría yo para calificar el grado de trapacería de tu más estimado cliente, Lucio Cornelio Crisógono? ¿Vil, repugnante, despreciable trapacería? ¡Una trapacería que no tiene nombre!
Ya no había lágrimas.
–¿Por qué tenía que ser yo? ¿No podía haber sido cualquier otro? ¿No podía haber sido tu pontífice máximo o tu mestre ecuestre, grandes próceres los dos y colmados de honores? Pero no, me cupo a mí en suerte. Y no lo quería; pero lo acepto. Porque, miembros del jurado, ¿qué consideráis que debo hacer? ¿Ahorrar al gran Lucio Cornelio Sila la grave aflicción callando el engaño de Crisógono, o salvar la vida de un hombre que, aunque acusado de la muerte de su padre, no ha hecho realmente nada que justifique esa acusación? ¡Sí, naturalmente! Hay que optar por el desconcierto y la pública mortificación de un hombre honorable, distinguido, ¡legendario!, porque no podemos condenar injustamente a un hombre inocente -hizo una pausa y se irguió, severo-. Miembros del jurado, he dicho.
El veredicto, por supuesto, fue el previsto: ABSOLVO. Sila se puso en pie y se dirigió hacia donde estaba Cicerón, del que se apartaron los que le rodeaban.
–Muy bien, delgado jovencito -dijo el dictador, tendiéndole la mano-. ¡Qué magnífico actor hubieras podido ser!
Cicerón estaba tan eufórico que ni notaba sus pies en el suelo, pero se echó a reír y estrechó alegremente la mano.
–¡Qué actor soy, querrás decir! ¿Qué es la buena abogacía sino actuar conforme a lo que se dice?
–Pues acabarás siendo el Tespis de los tribunales de Sila.
–Con tal que me perdones las libertades que me he tenido que tomar en este juicio, Lucio Cornelio, seré lo que quieras.
–¡Ah, te lo perdono! – replicó Sila, displicente-. Creo que perdonaría cualquier cosa con tal de ver un buen espectáculo. Y, con una sola excepción, nunca había visto una representación igual, mi querido Cicerón. Además, ya hacía tiempo que pensaba en cómo deshacerme de Crisógono… tan tonto no soy; pero resultaba espinoso. ¿Y Sexto Roscio? – preguntó el dictador, mirando a su alrededor.
Compareció Sexto Roscio.
–Sexto Roscio, recupera tus tierras y tu reputación y la de tu difunto padre -dijo Sila-. Lamento que la corrupción y venalidad de quien merecía mi confianza te haya causado tanto dolor. Pero responderá de ello.
–Lucio Cornelio, todo ha acabado bien gracias a la capacidad de mi abogado -dijo Sexto Roscio, tembloroso.
–Ahora falta el epílogo -añadió el dictador, haciendo un gesto con la cabeza a los lictores y alejándose en dirección a las escaleras que conducían al Palatino.
Al día siguiente, Lucio Cornelio Crisógono, que era ciudadano romano de la tribu Cornelia, fue arrojado de cabeza desde la roca Tarpeya.
–Puedes considerarte afortunado -le dijo antes Sila-, pues podría haberte privado de la ciudadanía, mandándote azotar antes de crucificarte. Morirás como un romano por haberte ocupado tan bien de las mujeres de mi familia en tiempos difíciles. Más no puedo hacer por ti. Te escogí, en principio, porque sabía que eras un sapo. Pero lo que no tuve en cuenta fue que, al estar tan ocupado, no podría estar al tanto de lo que hacías. Las cosas acaban por saberse. Adiós, Crisógono.
Los dos primos de Roscio -Capito y Magnus- desaparecieron de Amena antes de que pudieran prenderlos para ser juzgados, y no se volvió a saber de ellos. En cuanto a Cicerón, de pronto se hizo famoso y con reputación de héroe. Nadie había tenido el valor de enfrentarse de aquel modo con las proscripciones.
Liberado del cargo de flamen dialis y con un destino militar a las órdenes de Marco Minucio Termo, gobernador de la provincia de Asia, Cayo Julio César partió hacia Oriente apenas un mes después de cumplir los diecinueve años, acompañado por dos nuevos criados y por su liberto germano, Cayo Julio Burgundus. Aunque casi todos los que iban a la provincia de Asia lo hacían en barco, César decidió hacer el viaje por tierra, recorriendo las ochocientas millas de la vía Egnatia desde Apollonia, en la Macedonia oriental, hasta Callípolis, en el Helesponto. Como era verano por el calendario y la estación, no fue un viaje incómodo, a pesar de carecer casi por completo durante él de las hosterías y casas de posta habituales en Italia. Los que iban por tierra a Asia tenían que acampar al aire libre.
Como al flamen dialis le estaba prohibido viajar, César había tenido que hacerlo imaginariamente devorando cuantos libros pudo obtener sobre el extranjero para figurarse cómo era el mundo. Pronto comprobó que no era como había supuesto, pero la realidad era aún mejor que la imaginación. En cuanto al hecho de viajar, ni él con su elocuencia era capaz de hallar palabras para describirlo. Era un viajero nato, aventurero, curioso e insaciable por probarlo todo. Hablaba con todo el mundo, pastores, viajantes, mercenarios en busca de empleo ante los caudillos locales; hablaba griego ático inmejorablemente, pero además todas las lenguas exóticas que había aprendido de niño en la insula de su madre ahora le eran muy útiles, y no porque tuviese la suerte de encontrar gente que las hablase conforme hacía camino, sino porque su inteligencia estaba armonizada a los idiomas y acentos extranjeros y era capaz de entender un oscuro dialecto griego fijándose en las palabras básicas. Como viajero, poseía la ventaja de que nunca le faltaban medios para comunicarse.
Habría sido maravilloso haber podido contar con Bucéfalo, claro, pero la joven y fiel mula no era mala cabalgadura, figura aparte; había veces en que César imaginaba que tenía garras en vez de cascos, por lo bien que andaba por mal terreno. Burgundus montaba su gigantesco caballo, y los dos criados dos buenos caballos. Ya que él había prometido no montar más que una mula, tendría que notarse que era una excentricidad y verse, por la calidad de las monturas de sus criados, que no padecía dificultades financieras. ¡Qué astuto era Sila! Porque eso era lo que le dolía a César: no poder deslumbrar a todos con su apariencia. En una mula era algo difícil.
La primera parte de la vía Egnatia era la que discurría por terreno más agreste e inhóspito, pues su trazado, sin pavimentar pero bien cuidado, ascendía por el altiplano de Candavia, unas altas montañas que no debían de haber cambiado mucho desde la época de Alejandro Magno; rebaños de ovejas y de vez en cuando, a lo lejos, guerreros a caballo que habrían podido ser escordiscos, eran los únicos signos de vida que vieron los viajeros. A partir de la Edesa macedónica, en donde los fértiles valles y llanuras eran más habitables, se veían más gentes y asentamientos mayores y más próximos entre sí. En Salónica César pudo alojarse en el palacio del gobernador y deleitarse con un baño de agua caliente; sus únicas abluciones desde Apollonia las había efectuado en ríos o lagos de frías aguas aun en verano, y, aunque el gobernador le instó a quedarse más, él sólo se detuvo un día.
Encontró interesante Filipos -escenario de varias batallas famosas, y ocupada no hacia mucho por un hijo de Mitrídates- por su historia y estratégica situación en las estribaciones de la cordillera del Pangeo; aunque más interesante aún fue el camino al este de la misma, en el que advirtió las posibilidades militares que presentaban los estrechos desfiladeros antes de que la ruta desembocase en terreno más plano y menos agreste. Y, finalmente, alcanzaron el golfo de Melas, rodeado de montañas, pero fértil, y tras las crestas otearon el estrecho del Helesponto. Era el lugar en que Hele cayó al mar desde el carnero con el vellocino de oro, dando su nombre a las aguas, el lugar de los escollos en los que estuvieron a punto de naufragar los Argonautas, el lugar en que los ejércitos de los reyes de Oriente, desde Jerjes a Mitrídates, habían pasado arrolladores de Asia a Tracia. El Helesponto era la verdadera encrucijada de Oriente y Occidente.
En Callípolis, para cubrir la última etapa del viaje, se embarcó en una nave con capacidad para los caballos, la mula y las acémilas, que zarpaba rumbo a Pérgamo. Llegaban noticias de la sublevación de Mitilene y de su asedio, pero él tenía órdenes de presentarse en Pérgamo, y su única esperanza era que le destinasen a la zona de guerra.
Pero el gobernador, Marco Minucio Thermo, tenía otros planes para él.
–Es crucial que aplastemos esta sublevación -dijo a su nuevo tribuno militar- porque ha sido provocada por el nuevo sistema de impuestos que el dictador ha decretado para la provincia de Asia. Los estados insulares de Lesbos y Quíos eran prósperos bajo Mitrídates, y les encantaría emanciparse de Roma, y hay ciudades en el continente con igual aspiración. Si Mitilene resiste un año, otras ciudades pueden seguir su ejemplo. Una de las dificultades para reducir a Mitilene es su doble puerto y el hecho de que no disponemos de una flota apropiada. Así pues, Cayo Julio, vas a ver al rey Nicomedes de Bitinia y que te proporcione una flota. Cuando la tengas reunida, zarpas para Lesbos y la entregas a mi legado Lúculo, que está al mando de las tropas de asedio.
–Perdona mi ignorancia, Marco Minucio -replicó César-, pero ¿cuánto se tarda en reunir una flota y qué naves y de qué clase deseas?
–Se tarda una eternidad -contestó Thermo con displicencia-. Y tendrás que traer lo que el rey pueda reunir a duras penas; más adecuado sería decir que conseguirás lo poco que Nicomedes pueda darte, pues él es como todos estos déspotas orientales.
El joven César frunció el ceño ante tal respuesta y procedió a demostrar al gobernador que poseía una gran arrogancia natural, no exenta de atractivo.
–Eso no basta -replicó-. Lo que Roma necesita debe conseguirlo.
Termo no pudo por menos de echarse a reír.
–¡Ah, mucho tienes que aprender, joven César! – dijo.
A César aquello no le sentó bien. Apretó los labios y lanzó una mirada muy parecida a las de su madre (a quien Termo no conocía, pues de haberla conocido habría entendido mejor al hijo).
–Bien, Marco Minucio, ¿por qué no me dices la fecha en que la querrías y las naves de que debe constar? – preguntó altanero-. Yo me comprometo a entregarla en la fecha que digas, tal como desees.
Termo se quedó con la boca abierta y por un instante no supo qué decir. Que aquella expresión de plena seguridad en si mismo no provocase su ira le sorprendió; tampoco la nueva muestra de arrogancia del joven le causaba risa. Y el gobernador de la provincia de Asia comprendió que realmente César se creía capaz de hacer lo que decía. El tiempo y el rey Nicomedes se encargarían de ponerle en su sitio, pero era curioso que César cayese en tal error a juzgar por la carta de Sila que él mismo acababa de entregarle.
Tiene relación conmigo en virtud de su matrimonio, que le convierte en sobrino mío, pero quiero que quede suficientemente claro que no deseo favoritismos para él. En realidad, no le favorezcas. Quiero que le encargues cosas difíciles y le asignes puestos difíciles. Es de una inteligencia excepcional y muy valiente, y es muy posible que responda muy bien.
Sin embargo, salvo por su conducta durante dos entrevistas que he tenido con él, su historia hasta el momento no tiene nada de particular porque ha sido flamen dialis. Ya no lo es ni legal ni religiosamente, pero la circunstancia significa que no ha prestado servicio militar y que su valor quizá sólo sea verbal.
Ponle a prueba, Marco Minucio, y que mi querido Lúculo haga lo propio. Si no responde, tienes plena autorización por mi parte para aplicarle el más duro castigo que desees. Si responde, espero que le des lo que merece.
Por último, tengo que pedirte una cosa en particular. si ves o te enteras de que César monta un animal que no sea su mula, haz que vuelva inmediatamente a Italia.
A la vista de semejante carta, Termo, recuperado de su estupefacción, dijo con voz pausada:
–Muy bien, Cayo Julio, te diré fecha y naves. Entregarás la flota a Lúculo en la playa de Anatolia, al norte de la ciudad, en las calendas de noviembre. Aún no habrás podido obtener una sola nave de Nicomedes, pero me has pedido fecha de entrega, y las calendas de noviembre sería la ideal, porque podríamos bloquear los dos puertos antes del invierno y les pondríamos en buen aprieto. En cuanto a la flota, que sean cuarenta naves, por lo menos la mitad de ellas trirremes o mayores. Y vuelvo a decirte que suerte tendrás si consigues treinta naves, y de ellas cinco trirremes.
»De todos modos, joven César -añadió Termo con mirada severa -, por manifestarte como lo has hecho, debo advertirte que si llegas tarde o traes una flota más reducida, enviaré un informe desfavorable a Roma.
–Como debe ser -replicó César sin amilanarse.
–Puedes alojarte en palacio de momento -añadió Termo, afable; a pesar de que Sila le autorizaba a tratarle con dureza, no pensaba indisponerse con una persona emparentada con el dictador.
–No, parto hoy mismo para Bitinia -respondió César, dirigiéndose hacia la puerta.
–No hace falta exagerar, Cayo Julio.
–Tal vez no, pero es imprescindible hacer las cosas cuanto antes.
Termo tardó un buen rato en enfrascarse en su profuso papeleo. ¡Qué muchacho tan extraordinario! De finos modales y a la particular manera de los vástagos de las mejores familias patricias; aquel joven daba perfectamente a entender que se llevaba bien con todos sin sentirse superior a nadie, y al mismo tiempo se le notaba que se creía superior a todos salvo (quizá) a Fabio Máximo. Imposible de definir; pero así eran precisamente los Julianos y los Fabianos. ¡Y muy bien parecido! Termo, que no sentía inclinaciones eróticas por los hombres, admiraba ese aspecto de César, consciente de que un atractivo físico como el del joven solía suscitar tal clase de deseo. En cualquier caso, aquel César no había mostrado el menor amaneramiento.
Volvió a sumirse en sus papeles, y al poco rato se había olvidado de Cayo Julio César y de la utópica flota.
César fue por tierra hasta Pérgamo sin consentir que su reducido séquito pernoctase en la posada. Siguió el curso del río Caico hasta su nacimiento, y luego cruzó una cordillera para entrar en el valle del Macestus, cercano al mar, que evitó siguiendo el consejo de los habitantes de la región; lo que hizo fue apartarse del Macestus, paralelo a la costa de la Propóntide, y llegarse a Prusa. Le habían informado que existía la posibilidad de que el rey Nicomedes estuviese visitando la segunda ciudad importante de su reino. La situación de Prusa en las laderas de un impresionante macizo coronado de nieve gustó enormemente a César; pero el rey no estaba allí. Continuó por el río Sangarius, y, torciendo al oeste, alcanzó la ciudad real de Nicomedia, adormecida al fondo de un amplio y abrigado golfo.
¡Qué distinto a Italia! Bitinia era de clima suave, nada caluroso, y muy fértil gracias a sus numerosos ríos, que en aquella época del año llevaban más agua que los de Italia. Era evidente que el rey poseía un país próspero en el que nada faltaba a sus súbditos. En Prusa no había visto pobres y tampoco tropezaba con ninguno en Nicomedia.
El palacio se alzaba en un promontorio en el centro de la ciudad, rodeada de imponentes murallas. La primera impresión de César fue la de una pureza de líneas, formas y colores helenísticos, y abundante riqueza, aunque la hubiese dominado Mitrídates varios años y el rey se encontrase exiliado en Roma. No recordaba haber visto al monarca, pero no era de extrañar, porque en Roma no se permitía a los reyes extranjeros cruzar el pomerium, y Nicomedes había alquilado una lujosísima villa en la colina Pinciana para efectuar en ella las negociaciones con el Senado.
En la puerta de palacio César fue recibido por un encantador afeminado de edad indefinida que le miró de arriba abajo con detenida admiración, y mandó a otro afeminado con sus criados para que les acompañase a las cuadras a dejar los caballos y la mula, para, a continuación, conducir a César a una antecámara en la que había de esperar hasta que el rey fuese informado y decidiese su alojamiento. No podía decirle si el rey le recibiría de inmediato, dijo el que resultó ser su mayordomo.
La reducida sala en que hubo de aguardar César era fría y muy bonita; no adornaban frescos sus paredes, pero estaban divididas en paneles por pilastras de escayola con cornisas doradas a juego con las molduras de los paneles, cuyo interior resaltaba pintado en rosa suave, bordeado de rojo púrpura. El suelo era de mosaico de mármol púrpura y rosa, y las ventanas, que daban a lo que debían de ser los jardines de palacio, enmarcaban exquisitas vistas de terrazas, fuentes y floridos arbustos. El perfume de las flores invadía la pieza, y César lo aspiró, cerrando los ojos.
Le hizo abrirlos el ruido de voces que llegaban a través de una puerta entreabierta de una de las paredes: una voz de hombre, aguda y ceceante, y una voz de mujer, fuerte y profunda.
–¡Salta! – decía la mujer-. ¡Eso es!
–¡Qué boba eres! – decía el hombre-. ¡Cómo le mimas!
–¡Aúpa, aúpa, auuu! – exclamó la mujer, con una carcajada.
–¡Fuera! – exclamó el hombre.
–¡Asíii! – replicó la mujer, con otra carcajada.
Quizá fuese una falta de educación, pensó César, pero le daba igual; se acercó a donde su vista pudiese verificar lo que escuchaba su oído, y contempló en la habitación contigua una escena fascinante. La componían un hombre viejo, una mujer grandota de quizá diez años menos y un viejo can regordete y pequeño de una raza que él no conocía. El perro hacía gracias, poniéndose de pie sobre las patas traseras, tumbándose, revolcándose y haciéndose el muerto con las cuatro patas tiesas, sin apartar los ojos de la mujer que, con toda evidencia, era su ama.
El viejo estaba furioso.
–¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera! – gritaba.
Como llevaba la cinta blanca de la diadema ceñida a la cabeza, César supuso que era el rey Nicomedes.
La mujer (la reina, pues también llevaba una diadema) se agachó a coger al perro, que rápidamente se puso en pie para esquivarla, corrió a sus espaldas y la mordió en el voluminoso trasero. El rey se echó a reír, el perro volvió a hacerse el muerto y la reina se puso a frotarse el trasero, complacida y enfadada a la vez. Predominó en ella el buen humor, no sin que antes lanzase un puntapié al animal, al que alcanzó entre el culo y los testículos, haciéndole chillar y huir, con ella tras él.
Ya a solas (no parecía saber que hubiera alguien en la sala contigua, ni que le hubiesen anunciado la llegada de César), la risa del rey fue desvaneciéndose poco a poco; se sentó en una silla y lanzó un suspiro como de satisfacción.
Del mismo modo que Mario y Julia habían experimentado una especie de conmoción al conocer al padre de este rey, César contempló más que perplejo a Nicomedes III. Alto, delgado y cimbreante, el anciano vestía una túnica de púrpura de Tiro bordada en oro y perlas que le llegaba hasta los pies, y calzaba sandalias doradas recubiertas de perlas, dejando al descubierto las uñas pintadas de purpurina. No llevaba peluca -tenía el pelo encanecido bastante corto-, pero se le notaba un profuso maquillaje de crema y polvos blancos en el rostro, además de pestañas y cejas pintadas de negro, mejillas con colorete y una boca con abundante carmín.
–Creo que la reina tiene lo que merecía -dijo César, entrando en la habitación.
Al rey de Bitinia se le salieron los ojos de las órbitas. Ante él tenía a un joven romano, vestido de viaje con coraza de cuero y faldilla también de cuero. Muy alto y ancho de hombros, aunque el resto del cuerpo era más esbelto, salvo las pantorrillas bien desarrolladas por encima de unos tobillos bien torneados cubiertos por las botas militares. Pero su cabeza, coronada de pelo rubio claro, era una contradicción: un cráneo grande y redondo, y un rostro alargado y puntiagudo. ¡Y qué rostro! Huesudo, pero unos huesos espléndidos, recubiertos de piel clara, y con unos ojazos bien espaciados y profundos. Cejas rubias y delgadas, y pestañas largas y pobladas; unos ojos inquietantes, pensó el rey, viendo aquellos iris azules bordeados de un azul tan intenso que parecía negro y que conferían a las pupilas un aire penetrante, atemperado en aquel momento por un fulgor de ironía. En cualquier caso, para el gusto del rey, no había nada en el joven comparable con aquella boca carnosa pero pequeña, y con un adorable frunce en las comisuras.
–¡Caray, hola! – exclamó el rey, apresurándose a sentarse erguido con postura de seducción contenida.
–¡Vamos, dejaos de tonterías! – dijo César, tomando asiento en una silla enfrente de él.
–Eres demasiado guapo para que no te gusten los hombres. ¡Ojalá tuviese diez años menos! – añadió con gesto triste.
–¿Qué edad tenéis? – inquirió César sonriente, mostrando sus dientes blancos y perfectos.
–¡Demasiado viejo para darte lo que yo quisiera!
–Concretad. La edad, quiero decir.
–Ochenta años.
–Se dice que un hombre no es nunca demasiado viejo.
–Para mirar no, pero para actuar si.
–Daos por satisfecho de que no podáis estar a la altura -replicó César sin dejar de sonreír-. Porque si pudierais tendría que zurraros y se crearía un incidente diplomático.
–¡Bobadas! – dijo Nicomedes con desdén-. Eres demasiado hermoso para ser hombre de mujeres.
–En Bitinia tal vez; en Roma, desde luego que no.
–¿No te tienta nada?
–No.
–¡Qué pérdida tan lamentable!
–Conozco muchas mujeres que no piensan lo mismo.
–Seguro que nunca has amado a ninguna.
–Amo a mi esposa.
–¡Nunca entenderé a los romanos! – exclamó el rey con gesto perdidamente enamorado-. Llamáis bárbaros a los demás y sois vosotros los que no estáis civilizados.
César colgó una pierna del brazo del sillón y balanceó el pie.
–Sé recitar a Homero y a Hesíodo -dijo.
–Y un pájaro también si se le enseña.
–Yo no soy un pájaro, rey Nicomedes.
–¡Ojalá lo fueses! Te tendría en una jaula de oro para contemplarte.
–¿Otro animal doméstico? Podría morderos.
–¡Hazlo! – replicó el rey, mostrándole el cuello desnudo.
–No, gracias.
–¡Así no vamos a ninguna parte! – espetó el rey malhumorado.
–Ya veo que os dais cuenta.
–¿Quién eres?
–Me llamo Cayo Julio César y soy tribuno militar de Marco Minucio Termo, gobernador de la provincia de Asia.
–¿Y vienes con poderes oficiales?
–Por supuesto.
–¿Por qué no me ha avisado Termo?
–Porque yo viajo más aprisa que los mensajeros y los correos, aunque no sé por qué no me ha anunciado vuestro mayordomo -contestó César, sin dejar de balancear el pie.
En ese momento entró el mayordomo, que se quedó de piedra al ver al romano con el rey.
–¿Que te creías, Sarpedón, que serías el primero? – preguntó el rey-. Pues olvídate. ¡No le gustan los hombres! ¿Julio? ¿Patricio?
–Sí.
–¿Eres pariente del cónsul Lucio Julio César, que mató Cayo Mario?
–Era primo hermano de mi padre.
–Entonces tú eres el flamen dialis.
–Era el flamen dialis. Ya veo que habéis estado en Roma.
–Demasiado tiempo. Sarpedón -dijo el rey, con el ceño fruncido, al ver que el mayordomo seguía en el cuarto-, ¿has dispuesto alojamiento para nuestro ilustre huésped?
–Sí, majestad.
–Pues aguarda afuera.
Con una profunda reverencia, el mayordomo salió del cuarto andando hacia atrás.
–¿A qué has venido? – inquirió el rey.
César puso el pie en el suelo y se sentó erguido.
–He venido a por una flota.
El rey no hizo gesto alguno.
–¡Ah, una flota! ¿Y cuántos barcos y de qué tipo?
–Olvidáis preguntar para cuándo los quiero -añadió el extraño visitante.
–¿Cuándo, pues?
–Quiero cuarenta naves, la mitad de ellas trirremes o mayores, y todas ellas en el puerto que decidáis a mediados de octubre -contestó César.
–¿Dentro de dos meses y medio? ¿Y por qué no cortarme las piernas? – replicó Nicomedes, poniéndose en pie.
–Eso haré si no obtengo la flota.
El rey volvió a sentarse con gesto de sorpresa.
–Te recuerdo, Cayo Julio, que estás en mi reino y que no es una provincia de Roma -replicó Nicomedes, sin que su ridícula boca pintada de carmín pudiese transmitir la impresión de fuerza debida-. ¡Te daré lo que pueda cuando pueda! ¡Pídelo y no lo exijas!
–Querido rey Nicomedes -dijo César en tono afable-, sois un ratón en medio de un camino por el que pasan dos elefantes: Roma y el Ponto -sus ojos dejaron de sonreír y Nicomedes recordó, de pronto, al horrible Sila-. Vuestro padre murió a una edad tan avanzada que no pudisteis subir al trono hasta que ya erais viejo; y esos años que lleváis reinando os habrán mostrado lo débil que es vuestra posición, habéis pasado la mitad de ellos en el exilio y ahora estáis en este palacio sólo porque Roma os repuso en el trono por mano de Cayo Escribonio Curión. Si Roma, que está muchísimo más lejos del Ponto de lo que está Bitinia, sabe perfectamente que el rey Mitrídates dista mucho de estar acabado -¡y dista mucho de ser un viejo!-, vos también debéis saberlo. Este reino se llama amigo y aliado del pueblo romano desde la época del segundo Prusias, y vos mismo estáis firmemente ligado a Roma. Con toda evidencia, reinar es mejor que estar en el exilio; lo que significa que debéis colaborar con Roma. Si no, Mitrídates del Ponto vendrá alegremente por ese camino a enfrentarse con Roma, que llega por la dirección contraria, y el pequeño ratón resultará aplastado… por unos pies o por otros.
El rey permanecía mudo, con sus labios carmín despegados y los ojos muy abiertos. Tras una larga pausa, respiró profundamente y sus ojos se llenaron de lágrimas.
–¡No hay derecho! – exclamó rompiendo a llorar.
Profundamente exasperado, César se puso en pie y metió la mano en la sobaquera de la coraza para sacar un pañuelo que arrojó desdeñosamente al rey.
–¡Sobreponeos para no deshonrar vuestra posición! Aunque hayamos comenzado sin ceremonia, es una entrevista entre el rey de Bitinia y el representante oficial de Roma. ¡Y ahí estáis sentado y vestido como una saltatrix tonsa y os ponéis a lloriquear cuando se os dice la cruda verdad! ¡No me han enseñado a castigar a venerables ancianos, que además son reyes vasallos de Roma, pero me incitáis a hacerlo! Id a lavaros la cara, rey Nicomedes, y volveremos a empezar.
Dócil como un niño, el rey de Bitinia se puso en pie y salió del cuarto, para regresar al poco tiempo con el rostro limpio y acompañado de criados con bandejas de refrescos.
–Vino de Quíos -dijo el monarca, sentándose y dirigiendo una amplia sonrisa a César sin resentimiento-. ¡Veinte años tiene!
–Os lo agradezco, pero tomaré agua.
–¿Agua?
–Pues si -respondió César, de nuevo con ojos risueños-; no me gusta el vino.
–Menos mal que el agua de Bitinia es famosa -dijo el rey-. ¿Qué quieres comer?
–Cualquier cosa -respondió César, encogiéndose de hombros.
El rey Nicomedes miraba ya de otra manera a su huésped; una mirada inquisitiva en la que no primaba la complacencia por su atractivo viril; una mirada que trataba de profundizar en lo que en un primer momento le había fascinado de César.
–¿Qué edad tienes, Cayo Julio?
–Preferiría que me llamarais César.
–Hasta que pierdas tu maravillosa cabellera -replicó el rey, dando muestra de que había estado lo bastante en Roma como para aprender algo de latín.
César se echó a reír.
–¡Sí, reconozco que es gracioso llevar un sobrenombre que significa eso! Espero que la conserve hasta la vejez como los Césares y no como los Aurelios, que la pierden. Tengo diecinueve años -añadió tras una breve pausa.
–¡Más joven que mi vino! – dijo el monarca, maravillado-. Tienes algo de Aurelio, ¿verdad? ¿Orestes o Cotta?
–Mi madre es una Aurelia de los Cotta.
–¿Y te pareces a ella? No te encuentro mucho parecido con Lucio César ni con César Estrabón.
–Tengo rasgos de ella y de mi padre. El parecido que tengo con los Césares no es el de Lucio César, que es el más joven, sino Catulo César, el mayor. Los tres murieron al regresar Mario, si recordáis.
–Si -contestó Nicomedes dando pensativo un sorbo de vino-. A los romanos suele impresionarles la realeza. Están encantados con el concepto republicano, pero son sensibles a la realeza. Pero a ti no te impresiona lo más mínimo.
–Majestad, si Roma tuviera rey, yo lo sería -contestó César sin inmutarse.
–¿Porque eres patricio?
–¿Patricio? – repitió César, perplejo-. ¡No, por los dioses! ¡Yo soy un Julio! Desciendo de Eneas, cuyo padre era mortal pero que tuvo por madre a Venus… Afrodita.
–¿Desciendes de Ascanio, hijo de Eneas?
–Nosotros a Ascanio le decimos Iulus -contestó César.
–¿El hijo de Eneas y Creusa?
–Según algunos. Creusa pereció en las llamas de Troya, pero su hijo escapó con Eneas y Anquises, y llegó al Lacio. Pero Eneas tuvo también un hijo con Lavinia, la hija del rey Latino. Y él también se llamaba Ascanio y Iulus.
–Entonces, ¿de qué hijo de Eneas eres descendiente?
–De los dos -contestó César muy serio-. Yo lo que creo es que sólo hubo un hijo; la controversia estriba en quién fue la madre, pues es sabido que el padre era Eneas. Es más sugestivo creer que Iulus era hijo de Creusa, pero yo más bien me inclino a creer que era hijo de Lavinia. Al morir Eneas, Iulus fundó la ciudad de Alba Longa en el monte Albano, más arriba de Bovillae. Y allí murió, dejando el gobierno en manos de su familia, los Julios. Éramos reyes de Alba Longa, y después, cuando cayó en manos del rey Servio Tulio de Roma, fuimos a Roma como ciudadanos prominentes, como lo demuestra el hecho de que somos los sacerdotes hereditarios de Júpiter Latiaris, mucho más antiguo que Júpiter Optimus Maximus.
–Yo creía que eran los cónsules quienes celebraban sus ritos -comentó Nicomedes, revelando una vez más sus conocimientos del mundo romano.
–Sólo una vez al año, como privilegio.
–Pues si los Julios son tan augustos, ¿por qué no han sido más enaltecidos durante los siglos de república?
–Dinero -replicó César.
–¡Ah, el dinero! – exclamó el rey-. ¡Horrible cosa, César! Para mi también. No tengo dinero para darte esa flota… Bitinia está en la ruina.
–Bitinia no está en la ruina y me daréis la flota. Si no, seréis aplastado como un ratón bajo la pata de un elefante.
–¡¡No tengo esa flota!!
–¿Pues qué hacéis ahí sentado perdiendo el tiempo? – le espetó César poniéndose en pie-. ¡Dejad la copa, rey Nicomedes, y poneos manos a la obra! ¡Vamos, arriba! – añadió, cogiendo al rey por el codo-. Iremos al puerto a ver qué podemos encontrar.
Furioso, Nicomedes se zafó de César.
–¿Vas a dejar de decirme lo que debo hacer?
–¡No, hasta que lo hagáis!
–¡Lo haré, lo haré!
–Ahora. Nada hay como el presente.
–Mañana.
–Mañana puede aparecer el rey Mitrídates por detrás de las montañas.
–¡Mañana no aparecerá Mitrídates! Está en Cólquida y han muerto dos tercios de su ejército.
–Explicaos -dijo César, sentándose, con expresión de interés.
–Fue con doscientos mil soldados a dar una lección a los salvajes del Cáucaso por haber asolado la Cólquida. ¡Muy propio de Mitrídates! No se le ocurrió pensar que podría ser derrotado llevando tantos soldados; pero los salvajes ni siquiera necesitaron luchar contra él. El frío en la alta montaña acabó con su ejército. Dos tercios de las tropas del Ponto han muerto de congelación -añadió Nicomedes.
–Roma no lo sabe -dijo César con el ceño fruncido-. ¿Por qué no informasteis a los cónsules?
–Porque acaba de suceder… y, además, ¡no es asunto mío decírselo a Roma!
–Mientras seáis amigo y aliado, ya lo creo que lo es. Lo último que sabíamos de Mitrídates es que se hallaba en Cimeria reorganizando sus tierras al norte del Euxino.
–Lo hizo en cuanto Sila ordenó a Murena que no atacase al Ponto -dijo Nicomedes, asintiendo con la cabeza-. Pero la Cólquida se había mostrado reacia a pagar tributo, y él se puso en marcha para enderezar la situación, y fue cuando descubrió las incursiones de esos bárbaros.
–Muy interesante.
–Así que ya ves que no hay elefante.
–¡Ya lo creo que sí! – exclamó César con los ojos centelleantes -. Y más grande: un elefante llamado Roma.
El rey de Bitinia no pudo evitar soltar la carcajada.
–¡Me rindo, me rindo! ¡Tendrás la flota!
En aquel momento entró la reina Oradaltis, con el perro detrás, y se encontró a su anciano esposo con la cara sin afeites y llorando de risa. Y, a decente distancia, un joven romano de porte más parecido a los que solían sentarse bien cerca de Nicomedes.
–Querida, te presento a Cayo Julio César -dijo el rey, una vez calmada la hilaridad-. Es descendiente de la diosa Afrodita y de mucha más alcurnia que nosotros. Acaba de lograr mañosamente que le entregue una gran flota.
La reina (que sabía perfectamente a qué atenerse respecto a su consorte) dirigió a César una regia reverencia.
–Mucho me extraña que no le hayas dado el reino -dijo, sirviéndose una copa de vino y cogiendo un pastelillo antes de sentarse.
El perro se acercó a César y se tumbó a sus pies, zalamero, y cuando él le dio una sonora palmada, se estiró, dándose la vuelta y mostrándole la barriga para que le rascara.
–¿Cómo se llama? – preguntó César, que era amante de los perros.
–Sila -contestó la reina.
César se echó a reír, reviviendo la imagen de la sandalia de la reina propinando un puntapié al trasero del perro.
Durante la cena supo la desgracia de Nisa, hija única de los reyes y heredera del trono de Bitinia.
–Tiene cincuenta años y sin descendencia -dijo Oradaltis entristecida-. Nosotros negamos su mano a Mitrídates, naturalmente; pero él impidió que le encontrásemos un esposo adecuado. Es una tragedia.
–¿Podré conocerla antes de irme? – preguntó César.
–Imposible -dijo Nicomedes con un suspiro-. Cuando huí a Roma la última vez que Mitrídates invadió Bitinia, Oradaltis y Nisa quedaron en Nicomedia; Mitrídates se apoderó de nuestra hija como rehén y aún la tiene en su poder.
–¿Y no se ha casado con ella?
–Creemos que no. Ella nunca fue muy guapa, y ya era mayor para tener hijos. Si le hubiese ofendido en público, él la habría matado; pero hemos sabido que vive y está en Cabeira, donde él tiene encerradas a mujeres que no deja casarse -dijo la reina.
–Esperemos que la próxima vez que los elefantes choquen, rey Nicomedes, el elefante romano venza; y si yo participo en la guerra, pediré a quien esté al mando que busque a la princesa Nisa.
–Espero estar muerto para entonces -replicó el rey muy serio.
–¡No puedes morirte antes de que haya regresado tu hija!
–Si regresa alguna vez será como títere del Ponto; ésa es la realidad -añadió amargamente Nicomedes.
–Pues más vale que dejes Bitinia en herencia a Roma.
–¿Como hizo Atalo con Asia y Ptolomeo Apion con Cirenaica? ¡Jamás! – exclamó Nicomedes de Bitinia.
–Pues caerá en manos del Ponto, y Ponto sucumbirá ante Roma, con lo cual Bitinia, de todos modos, acabará siendo de Roma.
–No, si yo puedo impedirlo.
–No podréis -dijo César muy serio.
Al día siguiente, el rey acompañó a César al puerto y le mostró detalladamente que no había ningún navío preparado para la guerra.
–Éste no es lugar para tener anclada una flota -dijo César, sin dejarse engañar-. Vayamos a Calcedonia.
–Mañana -dijo Nicomedes, cada vez más encantado de la compañía de su desconfiado huésped.
–Hemos de comenzar hoy mismo -replicó César, intransigente-. ¿Qué distancia hay? ¿Cuarenta millas…? No se hace en una etapa a caballo.
–Iremos en barco -dijo el rey, que detestaba viajar.
–No, iremos por tierra. Quiero conocer el terreno. Cayo Mario, que era tío mío por matrimonio, decía que siempre que sea posible hay que viajar por tierra. Así, si algún día tengo que combatir aquí, conoceré el terreno.
–Entonces, ¿Mario y Sila son tíos tuyos por matrimonio?
–Estoy muy bien relacionado -dijo César con tono solemne.
–¡LO tienes todo, César! Parientes poderosos, cuna, inteligencia, buen cuerpo y belleza. Cuánto me alegra no ser tú.
–¿Por qué?
–No te faltarán enemigos. Los celos, o la envidia, si prefieres ese término, te seguirán los pasos como las Furias al pobre Orestes. Unos te envidiarán por tu belleza, otros por el cuerpo o la estatura, otros por tu alcurnia y otros por la inteligencia. Y la mayor parte por todo ello. Y cuanto más te encumbres, peor será. Tendrás enemigos por todas partes, y ningún amigo. No podrás confiar ni en hombres ni en mujeres.
César le escuchaba muy serio.
–Sí, creo que es una justa apreciación -dijo-. ¿Qué me sugerís que haga?
–En tiempo de los reyes había un romano que se llamaba Bruto -contestó Nicomedes, exhibiendo de nuevo sus conocimientos de la historia de Roma-. Bruto era muy inteligente, pero lo enmascaraba su apariencia física, de ahí el sobrenombre. Cuando el rey Tarquino el Soberbio organizó la famosa carnicería no se le ocurrió matar a Bruto. Y fue éste quien le depuso y se convirtió en el primer cónsul de la república.
–Y mandó ejecutar a sus hijos cuando éstos trataron de restaurar la monarquía en Roma, haciendo regresar a Tarquino del destierro -añadió César-. ¡Bah! Nunca he admirado a Bruto, ni pienso emularle fingiéndome estúpido.
–Pues habrás de apechar con lo que venga.
–Os aseguro que pienso apechar con lo que venga.
–Hoy es muy tarde para salir hacia Calcedonia -dijo el rey taimadamente -. Será mejor que cenemos pronto, prosigamos esta estimulante conversación y salgamos al amanecer.
–Ah, sí que saldremos al amanecer -añadió César, animado-, pero no de aquí. Salgo para Calcedonia dentro de una hora. Si queréis venir, ya podéis daros prisa.
Nicomedes no se entretuvo; por dos razones: primero porque sabía que no debía perder de vista a César, que era muy listo, y, en segundo lugar, porque estaba locamente enamorado de aquel joven que seguía porfiando que no sentía debilidad alguna por los hombres. Llegó en el momento en que César montaba en su mula.
–¿Una mula?
–Una mula -dijo César con altivez.
–¿Por qué?
–Un gusto particular.
–¿Tú vas en mula y tu liberto a caballo?
–Lo que veis.
Nicomedes lanzó un suspiro y le ayudaron con cuidado a montar en su carro de dos ruedas que se puso en marcha tras César y Burgundus. Sin embargo, cuando se detuvieron a pasar la noche en la mansión de un noble tan anciano que ya no contaba con volver a ver a su soberano, César pidió excusas a Nicomedes.
–Os pido perdón. Mi madre habría dicho que no me paro a pensar. Estáis muy cansado. Hubiéramos debido hacer el viaje en barco.
–Estoy rendido, es cierto -dijo Nicomedes sonriente-, pero tu compañía me rejuvenece.
Efectivamente, cuando por la mañana, después de llegar a la residencia real en Calcedonia, desayunaron juntos, Nicomedes estaba animado y hablador, y parecía muy descansado.
–Como ves -dijo en el imponente malecón que cerraba el puerto de Calcedonia-, tengo una modesta flota, suficiente. Doce trirremes, siete quinquerremes y catorce naves descubiertas. Aquí. En Crisópolis y Dascilium tengo más.
–¿Cobra Bizancio parte de los derechos de tránsito por el Bósforo?
–Ya no. Los bizantinos los cobraban cuando eran muy poderosos y tenían una flota casi como la de los rodios, pero al caer Grecia y Macedonia, se vieron obligados a mantener un cuantioso ejército de tierra para mantener a raya a los bárbaros tracios que siguen haciendo incursiones. Bizancio no podía permitirse tener flota y ejército, y es Bitinia la que cobra los derechos de tránsito.
–Y por eso tenéis varias flotas.
–¡Y por eso tengo que conservarlas! Puedo entregar a Roma diez trirremes y quince quinquerremes, unas de aquí y otras de allí, además de quince navíos descubiertos. El resto de la flota la alquilaré.
–¿Alquilarla? – preguntó César, estupefacto.
–Naturalmente. ¿Cómo crees que se forman las escuadras?
–¡Como hacemos nosotros: construyendo navíos!
–Un despilfarro. Si, claro, los romanos sois así… -dijo el rey-. Mantener los barcos en servicio cuando no se necesitan cuesta dinero. Por eso, nosotros los pueblos asiáticos de habla griega y los egeos mantenemos nuestras flotas al mínimo, y si necesitamos más naves con urgencia las alquilamos. Y eso es lo que haré.
–Alquilar naves, ¿dónde? – quiso saber César, sin salir de su sorpresa-. Si en el Egeo hubiese naves disponibles me imagino que Termo ya las hubiera confiscado.
–¡En el Egeo no! – replicó Nicomedes con desdén, encantado de enseñarle algo al inteligente joven-. Las alquilaré en Paflagonia y Ponto.
–¿El rey Mitrídates va a alquilar naves al enemigo?
–¿Y por qué no? De momento no las necesita y le ocasionan gastos. Ya no tiene tropas para llenarlas y no creo que piense invadir Bitinia ni la provincia romana de Asia este año… ni el que viene.
–Así bloquearemos Mitilene con naves del reino con el que más deseos tiene de aliarse la isla -dijo César, meneando la cabeza-. ¡Es fantástico!
–Normal -se apresuró a decir Nicomedes.
–¿Y cómo negociaréis el alquiler?
–Por medio de un agente. El más de fiar reside aquí en Calcedonia.
César pensó que, tal vez, ya que el rey de Bitinia alquilaba naves para el uso de Roma, debía ser Roma la que corriera con los gastos, pero Nicomedes parecía no darle importancia, y César no dijo nada. Por una parte, no tenía dinero, y además no estaba autorizado a buscarlo. Mejor sería aceptar las cosas tal como vinieran. Ahora empezaba a comprender por qué Roma tenía problemas en las provincias y con los reyes vasallos. Por su conversación con Termo había supuesto que Bitinia recibiría el pago por la flota más adelante, pero ahora se preguntaba cuánto tardarían en liquidarle la deuda.
–Bueno, ya está todo arreglado -dijo el rey seis días más tarde-. Tendrás la flota en el puerto de Abidos el quince de octubre. Faltan casi dos meses, que pasarás conmigo.
–Mi deber es supervisar la reunión de las naves -replicó César, no por rechazar el acoso del rey, sino convencido de que debía hacerlo así.
–No puedes -contestó Nicomedes.
–¿Por qué?
–Porque no se hace así.
Regresaron a Nicomedia, y de buena gana por parte de César. Cuanto más conocía al anciano, más le gustaba; igual que su esposa y el perro.
Como había dos meses por delante, César pensó viajar a Pessinus, Bizancio y Troya. Por desgracia, el rey se empeñó en acompañarle a Bizancio y por mar, y César no pudo ir ni a Pessinus ni a Troya, pues lo que habría debido de ser un viaje en barco de dos o tres días se convirtió en una singladura de casi un mes. Viajaban muy despacio y con todos los formalismos, pues Nicomedes se detenía en todos los pueblecitos pesqueros para que sus habitantes le contemplaran en todo su esplendor, aunque, como deferencia para con César, sin la cara pintada.
Bizancio, de tradición griega y población no menos helenizada, existía desde seis siglos atrás sobre una península elevada en la orilla tracia del Bósforo, y tenía un puerto en el cabo norte en forma de cuerno y otro más abierto en el brazo sur; contaba con murallas muy fortificadas y altas y su riqueza era manifiesta en el tamaño y lujo de los edificios, tanto privados como públicos.
El Bósforo tracio era más bello que el Helesponto, y más majestuoso, pensó César, que había navegado por él. Que el rey Nicomedes era soberano de la ciudad se hizo evidente en cuanto la nave real llegó al muelle: todos los personajes importantes acudieron a saludarle. Sin embargo, no se le escapó a César que a él le dirigían miradas sombrías y que a algunos les disgustaba ver al rey de Bitinia en tan amigable compañía de un romano. Lo que planteaba otro dilema, pues hasta aquel momento la aparición pública de César en compañía del rey Nicomedes había tenido lugar en Bitinia, donde los súbditos conocían, querían y entendían a su soberano; pero no era así en Bizancio, donde no tardó en hacerse evidente que todos creían que el romano era el novio del rey.
Hubiera sido fácil borrar semejante suposición haciendo unos cuantos comentarios sobre viejos estúpidos que se engañaban a sí mismos, y lo fastidioso que era tener que andar negociando una flota con un viejo bobo. Pero el único inconveniente era que César no podía hacerlo; ya había cobrado cariño a Nicomedes en todos los aspectos menos en el que Bizancio suponía, y no podía herir al pobre viejo en lo que precisamente a él más le dolía: el orgullo. Pero existían motivos más que suficientes que le obligaban a dejar en claro la situación; en primer lugar y antes que nada, porque afectaba a su futuro: él pretendía llegar a lo más alto, y si ya era difícil para un individuo intentar ese duro ascenso ocultando una parte auténtica de su naturaleza, mucho peor era intentarlo sabiendo que la suposición era injustificada. Si el rey hubiese sido más joven, César hubiera optado por pedirle que él mismo disipara las sospechas, pese a que Nicomedes rechazaba la intolerancia romana de la homosexualidad como rasgo antihelenista, bárbaro incluso; pero, dada su avanzada edad, no sabía si su exigencia no le causaría una grave aflicción. Ahora veía que la vida, después de la adolescencia tutelada que se había visto obligado a llevar, a veces situaba a los hombres ante dilemas irresolubles.
El resentimiento de los bizantinos hacia los romanos se debía, evidentemente, a la ocupación de la ciudad por Fimbria y Flaco cuatro años antes, cuando, nombrados por el gobierno de Cinna, habían decidido ir a Asia y hacer la guerra a Mitrídates antes que volver a Grecia para combatir a Sila. A los bizantinos poco les importaba que Fimbria hubiese asesinado a Flaco; el hecho era que la ciudad había padecido. Y allí estaba su soberano derrochando lisonjas con otro romano.
Así, tras reflexionar sobre lo que podía hacer, César se dispuso a causar su propia impresión a los bizantinos para salvar su honra lo más posible. Su inteligencia y formación le fueron muy útiles, pero no estaba muy seguro de ese otro factor de su naturaleza que tanto deploraba su madre: su encanto. Sin embargo, mucho le valió para ganarse a los próceres de la ciudad, y harto le sirvió para apaciguar los ánimos tras el particular episodio de grosería y zafiedad de Flaco y Fimbria, pero, al final, tuvo que concluir que probablemente había reforzado las sospechas sobre sus inclinaciones sexuales, ya que en los hombres viriles no es cualidad el encanto.
César optó por un ataque frontal. La primera fase del mismo consistió en rechazar drásticamente todas las propuestas que le hacían los hombres, y la segunda en averiguar el nombre de la más famosa cortesana de la ciudad y hacer el amor con ella hasta que pidiera tregua.
–…tan grande como un burro y es tan cachondo como una cabra -comentó ella a todas sus amistades y amantes habituales, con cara de cansancio-. ¡Oh, es maravilloso! – añadió sonriente, con un suspiro, estirando los brazos voluptuosamente-. ¡Hace años que no gozaba así con un joven!
Y la cosa dio resultado. No hirió al rey Nicomedes, cuya devoción por él se reveló así como lo que era: una pasión inútil.
Volvieron a Nicomedia, a la reina Oradaltis y al can Sila, en aquel estrambótico palacio sobrecargado de pajes y de criados quisquillosos e intrigantes.
–Lamento tener que irme -dijo a la real pareja la noche de su última cena.
–No tanto como nosotros -replicó la reina malhumorada, provocando al perro con el pie.
–¿Volverás cuando caiga Mitilene? – le preguntó el rey-. Nos gustaría volver a verte.
–Volveré. Os lo prometo -contestó César.
–¡Estupendo! – exclamó Nicomedes con cara de satisfacción-. Ahora, te ruego que me descifres un acertijo del latín que nunca he entendido. ¿Por qué cunnus es del género masculino y mentula del femenino?
–¡No lo sé! – contestó César, perplejo.
–Debe de haber algún motivo.
–Sinceramente, nunca lo había pensado. Pero ahora que lo decís he de reconocer que es muy curioso.
–Cunnus debería ser cunna, al tratarse del órgano genital femenino; y mentula, más bien mentulus, tratándose del pene. ¡Hay que ver lo confusos que sois los romanos, después de tanta jactancia masculina! Vuestras mujeres son masculinas y vuestros hombres femeninos -apostilló, reclinándose en la silla con una amplia sonrisa.
–No habéis elegido las palabras más finas para las partes privadas -dijo César muy serio-. Cunnus y mentula son vocablos obscenos. Debería haber pensado que la respuesta es evidente -prosiguió sin alterar su grave expresión-. Que lo masculino sea del género femenino y viceversa significa el sexo con el que debe acoplarse.
–¡Bobadas! – exclamó el rey con los labios temblorosos.
–¡Sofismas! – añadió la reina, encogiéndose de hombros.
–¿Tú qué dices, Sila? – preguntó Nicomedes al perro, con el que se llevaba mucho mejor desde la llegada de César, o quizá porque Oradaltis no utilizaba tanto al animal para burlarse del anciano.
–Yo si que se lo preguntaré cuando regrese a Italia -dijo César echándose a reír.
En palacio se notó el vacío después de la marcha de César; la real pareja vagaba desconcertada, y hasta el perro andaba triste.
–Es el hijo que no hemos tenido -dijo Nicomedes.
–¡No! – replicó con firmeza Oradaltis-. Es el hijo que nunca hubiéramos podido tener. Nunca.
–¿Por mi predisposición hereditaria?
–¡Claro que no! Porque no somos romanos. Es un romano.
–Quizá sea mejor decir que es como es.
–¿Crees que volverá, Nicomedes?
–Sí, creo que si -se apresuró a contestar el rey, claramente animado.
Cuando César llegó a Abidos en los idus de octubre, se encontró con la flota prometida anclada y compuesta por dos enormes naves pónticas de dieciséis órdenes de remos, ocho quinquerremes, diez trirremes y veinte navíos bien construidos, pero no específicamente de guerra.
Como lo que deseáis es bloquear, más que perseguir a otra flota -decía la carta del rey a César-, he proporcionado naves mercantes anchas, cubiertas y transformadas, en lugar de las veinte galeras de guerra descubiertas. Si queréis impedir que los de Mitilene accedan al puerto durante el invierno, necesitaréis naves más fuertes que las galeras ligeras, que hay que varar en cuanto amenaza temporal. Las mercantes transformadas aguantarán bien, si no hay las furiosas galernas que hacen suspender toda navegación. He considerado que debías llevar esos dos grandes navíos pónticos, aunque sólo sea por su imponente aspecto; romperán cualquier cadena de obstáculo y os serán útiles cuando ataquéis. Además, el capitán del puerto de Sinope los incluyó por una bagatela, aparte del avituallamiento y la paga de las tripulaciones (quinientos hombres cada uno), pues dice que al rey del Ponto en este momento no le sirven para nada. Te adjunto la factura en hoja aparte.
Desde Abidos en el Helesponto, en la costa anatólica de la isla de Lesbos, al norte de Mitilene, la distancia era de unas cien millas, que según el primer piloto tardarían en cubrir entre cinco y diez días si el tiempo se mantenía y los barcos eran marineros.
–Pues más vale que comprobemos que lo son -dijo César.
El hombre, que no estaba acostumbrado a servir a un almirante (pues tal pensó César era su condición hasta que llegaran a Lesbos) que le ordenaba verificar los navíos antes de iniciar la expedición, reunió a los tres capataces de los astilleros de Abidos e inspeccionó detenidamente todas las naves, acompañados por César, que lo observaba todo y no cesaba de hacerles preguntas.
–¿No os mareáis? – preguntó el primer piloto con yana esperanza.
–No, que yo sepa -contestó César con ojos risueños.
Diez días antes de las calendas de noviembre, la flota de cuarenta naves zarpaba del Helesponto, desde donde la corriente -que siempre iba del Euxino al Egeo- les condujo rápidamente hacia la boca sur del estrecho, con el promontorio de Mastusia en la orilla de Tracia y el estuario del río Escamandro en la orilla asiática.
Cerca del Escamandro estaba Troya, la fabulosa Ilión, de cuyas calcinadas minas su antepasado Eneas había huido de Agamenón. Lástima no haber podido visitar el impresionante lugar, pensó César. Ya tendría oportunidad, se dijo, encogiéndose de hombros.
El tiempo no se estropeó, y la flota, sin dispersarse, alcanzó el cabo norte de Lesbos seis días antes de lo previsto. Como no entraba en los planes de César llegar a su destino antes de las calendas de noviembre, volvió a consultar con el primer piloto y puso la flota al abrigo dentro de la rizada palma de la península de Cidonia, en la costa asiática, frente a Mitilene. El enemigo le traía sin cuidado; lo que quería era sorprender al ejército romano de asedio. Y dejar a Termo con dos palmos de narices.
–Tenéis una suerte fenomenal -dijo el primer piloto, cuando volvieron a levar anclas la víspera de las calendas de noviembre.
–¿Por qué?
–Jamás he visto una mar mejor en esta época del año, y el tiempo se mantendrá todavía unos días.
–Entonces, al anochecer echaremos el ancla en alguna ensenada que encontremos en Lesbos, y al amanecer iré al encuentro del ejército con el navío ligero más rápido que haya -dijo César-. No tiene objeto aparecer con toda la flota hasta que el comandante me dé órdenes de dónde situarla.
César encontró al ejército poco después de salir el sol al día siguiente, y desembarcó para presentarse a Termo o a Lúculo, quienquiera que estuviera al mando. Resultó ser Lúculo, pues Termo seguía en Pérgamo.
Se vieron en un lugar desde el cual Lúculo observaba la construcción de un muro con foso a través del brazo de tierra en que se asentaba Mitilene.
Quien realmente sentía curiosidad era César -Lúculo era un hombre con fama de enojadizo que menospreciaba a los oficiales jóvenes-, y se limitó a anunciarse como simple tribuno militar. Su fama en Roma había aumentado a lo largo de los años desde que había sido fiel cuestor de Sila y el único legado que había apoyado su primera marcha sobre Roma, cuando aquél era cónsul. Desde entonces había sido partidario del dictador, a tal extremo que Sila le había confiado misiones que no suelen desempeñar los que no han sido pretores: había hecho la guerra contra Mitrídates, permaneciendo en la provincia de Asia tras el regreso de Sila a Italia, conservándosela, mientras que el gobernador Murena hacia, sin permiso de Roma, la guerra contra Mitrídates en Capadocia.
César vio a un hombre delgado, de buen aspecto y estatura un poco mayor a la media, que andaba un poco rígido, no porque tuviera mal las articulaciones sino por pura rigidez mental. No era guapo, pero tenía una fisonomía interesante con aquel rostro alargado y pálido, rematado por una cabellera espesa y ondulada gris mate. Al aproximarse, vio que sus ojos eran de un gris claro, suave y frío.
–¿Y bien? – preguntó el comandante, frunciendo el ceño.
–Soy Cayo Julio César, tribuno militar.
–Supongo que te envía el gobernador.
–Sí.
–Bien. ¿Para qué querías verme? Estoy ocupado.
–He traído tu flota, Lucio Licinio.
–¿Mi flota?
–La que el gobernador me mandó traer de Bitinia.
–¡Por los dioses! – exclamó Lúculo, clavando en él su fría mirada.
César permaneció callado.
–¡Es una buena noticia! No sabía que Termo había enviado dos tribunos a Bitinia. ¿Cuándo te envió a ti? ¿En abril?
–Creo que soy el único que envió.
–César… César… ¡Tú no puedes ser el que envió a finales de quintilis!
–Sí, yo soy.
–¿Y ya has reunido una flota?
–Sí.
–Pues tienes que volverte con ella, tribuno. El rey Nicomedes te habrá dado una porquería.
–La flota no es ninguna porquería. Traigo cuarenta navíos que he inspeccionado personalmente en cuanto a navegabilidad: dos de dieciséis órdenes de remos, ocho quinquerremes, diez trirremes y veinte mercantes transformados, que el rey me dijo serían mejor para el bloqueo de invierno que las galeras ligeras sin puente -dijo César, reprimiendo su extraordinaria satisfacción con gran dominio.
–¡Por los dioses! – volvió a exclamar Lúculo, examinando ya detenidamente al joven tribuno, como si fuese un personaje monstruoso de circo, al tiempo que un leve gesto de admiración aflojaba el gesto adusto de su boca y su mirada se suavizaba-. ¿Cómo lo has conseguido?
–Sé cómo persuadir a la gente.
–Me gustaría saber qué le dijiste, porque Nicomedes es de lo más tacaño que hay.
–No temas, Lucio Licinio, traigo la factura.
–Llámame Lúculo; aquí hay por lo menos seis Lucios Licinios -dijo el general, echando a andar hacia la orilla-. No hace falta que me digas que tienes la factura. ¿Cuánto nos cobra por las de dieciséis órdenes de remos?
–Sólo la comida y el sueldo de las tripulaciones.
–¡Por los dioses! ¿Dónde tienes esa fantástica flota?
–Anclada una milla más arriba de la costa, hacia el Helesponto. Pensé que sería mejor adelantarme y preguntarte si querías que la fondeara aquí o que fuese directamente a bloquear los puertos de Mitilene.
Lúculo ya no andaba tan estirado.
–Creo que nos pondremos en seguida manos a la obra, tribuno -contestó frotándose las manos-. ¡Qué golpe para Mitilene! Ellos están convencidos de que pueden avituallarse durante todo el invierno.
Cuando los dos llegaron al navío ligero y Lúculo subió hábilmente a bordo, César se quedó rezagado.
–¿Qué sucede, tribuno, no vienes?
–Si lo deseas. No conozco muy bien las costumbres militares y no quiero cometer errores -replicó César.
–¡Vamos, hombre, sube!
Hasta que los veinte remeros -diez a cada costado- hubieron dado la vuelta al barco, poniéndolo proa al norte, no volvió Lúculo a decir nada.
–¿No conoces bien las costumbres militares, eh? Ya tienes más de diecisiete años, ¿no? Y no me has dicho que fueses contubernalis.
Conteniendo un suspiro (pensando en que iba a hastiarse de dar explicaciones), César contestó sin inmutarse:
–Tengo diecinueve, pero es mi primera campaña. He sido flamen dialis hasta junio.
Pero Lúculo no quería muchos detalles; era inteligente y estaba muy ocupado. Asintió con la cabeza, dando por supuesto toda una serie de cosas que otros hubieran preguntado.
–César… ¿tu tía fue la primera esposa de Sila?
–Sí.
–Entonces eres su protegido.
–De momento.
–¡Bien dicho! Yo soy su más leal partidario, tribuno, y te lo digo como una advertencia obligada, dado tu parentesco con él. No permito que nadie le critique.
–De mí no oirás ninguna crítica, Lúculo.
–Bien.
Se hizo un silencio, roto únicamente por el gruñido rítmico de los veinte remeros. Al cabo de un rato, Lúculo volvió a hablar con cierto tono de regocijo.
–De todos modos, me gustaría saber cómo conseguiste una flota tan poderosa del rey Nicomedes.
Su profundo deleite surgió de pronto de una manera que César aún no había aprendido a dominar, y dijo algo indiscreto a una persona que no conocia.
–Baste decir que el gobernador me irritó y no quiso creer que yo pudiera obtener cuarenta naves para las calendas de noviembre. Sentí mi orgullo herido y me propuse conseguirlas. ¡Y ahí están! Ha sido consecuencia lógica de la falta de fe por parte del gobernador en mi capacidad para cumplir mi palabra.
La respuesta irritó sobremanera a Lúculo; era un hombre que detestaba tener en su ejército gente presuntuosa, y aquella afirmación le parecía sumamente arrogante. Por ello se dispuso a dar una lección al presumido.
–Conozco muy bien a esa vieja meretriz de Nicomedes -dijo con voz glacial-. Tú eres muy guapito y él muy descarado. ¿Le gustaste? ¡Sí, claro que le gustaste! – añadió inmediatamente, sin dar tiempo a que César contestase-. ¡Has hecho muy bien, César! No todos los romanos hacen gala de tan noble propósito de supeditar la castidad a los intereses de Roma. Creo que debemos llamarte el rostro que hizo botar cuarenta navíos. ¿O más bien el culo?
La ira asomó al rostro de César con tal rapidez que tuvo que clavarse las uñas en la palma de la mano para contener sus brazos; nunca en su vida había tenido que violentarse tanto para no perder la cabeza, pero lo logró con un duro esfuerzo que jamás olvidaría. Volvió los ojos hacia Lúculo y los clavó en él. Y Lúculo, que había visto miradas como aquélla en muchas ocasiones, palidecío. De haber habido sitio para retirarse, lo habría hecho, pero tuvo que aguantar donde estaba con gran esfuerzo.
–Conocí la primera mujer -dijo César con voz monocorde- cuando estaba a punto de cumplir catorce años, y no podría decir el número de las que han venido después. Lo que quiere decir que conozco muy bien las mujeres. Y esa acusación que acabas de hacer, Lucio Licinio Lúculo, es la que suelen hacer las viejas. Las mujeres, Lucio Licinio Lúculo, no disponen de otra arma que sus cunni para lograr sus fines o lo que otro hombre les pida para sí. El día que tenga que recurrir al sexo para conseguir lo que quiero, Lucio Licinio Lúculo, me atravesaré con la espada. Tienes un nombre glorioso, pero comparado con el mio es menos que polvo. Has empañado mi dignitas, y no descansaré hasta borrar esa mancha. A ti no te importa el método de que me valí para conseguirte la flota. ¡Ni a Termo! No obstante, puedes tener la seguridad de que la obtuve de forma honorable y sin tener que pasar por el lecho del rey, ni tampoco de la reina. Cuando se explota el sexo los resultados son efímeros y yo no logro mis propósitos de esa manera, sino usando mi inteligencia, un don que me parece escaso entre los mortales. Por consiguiente, llegaré lejos. Más lejos probablemente que tú.
Concluida su réplica, César le dio la espalda y contempló las obras de asedio, cada vez más empequeñecidas por la distancia, que destrozaban los alrededores de Mitilene. Y Lúculo, apabullado, daba gracias para sus adentros de que el diálogo hubiese tenido lugar en latín y no se hubiesen enterado los remeros. ¡Oh, gracias, Sila, por habernos mandado semejante avispón a romper la placidez del asedio! Nos dará más preocupaciones que mil Mitilenes.
El resto del viaje se realizó en el más absoluto silencio; César sumido en sus pensamientos, y Lúculo torturándose el cerebro para descubrir la manera de desdecirse sin mancillar la buena opinión que de sí mismo tenía, pues era inconcebible que él, el comandante de aquella guerra, se rebajase a pedir excusas a un joven tribuno militar. Y como no acababa de hallar una solución satisfactoria, al final del breve viaje ascendió la escala de la galera de dieciséis órdenes de remos más próxima como si César no existiera, y, una vez en la cubierta, extendió el brazo con la palma abierta para detener al joven, que comenzaba a ascender también.
–No subas, tribuno -dijo con frialdad-. Vuelve al campamento y acuartélate. No quiero verte.
–¿Tengo libertad para recoger mis criados y caballos?
–Desde luego.
Si Burgundus, que conocía a su amo tan bien como el que más, estaba seguro de que algo no había ido bien durante el tiempo que César había estado ausente, tuvo la prudencia de no hacer ningún comentario al ver aquel rostro enfurruscado y aquella mirada glacial durante todo el camino hacia el campamento de Lúculo.
El propio César ni recordó el camino ni se dio cuenta de la disposición del campamento al que se dirigían. Un centinela les señaló la via principalis e indicó al joven tribuno militar que hallaría alojamiento en el segundo edificio de ladrillo de la derecha. No era aún mediodía, pero era como si la mañana hubiese sido de mil horas, y la clase de hastío que notaba César ahora era muy distinta; un hastío hosco, medroso y ciego.
Como era un campamento permanente que no esperaban abandonar hasta la primavera, el ejército estaba instalado con mayor comodidad que bajo las tiendas de cuero. Para la tropa, hileras interminables de cabañas de madera de ocho soldados; para los auxiliares, construcciones de madera más grandes con capacidad para ochenta; para los legados, una edificación igual; para los oficiales de grado medio, un edificio de ladrillo de cuatro pisos, y para los tribunos militares el mismo tipo de edificio, aunque más pequeño.
La puerta estaba abierta y salían voces del interior, cuando César se acercó al umbral; los criados y las cabalgaduras aguardaron afuera.
Al principio no vio gran cosa del interior, pero pronto sus ojos se habituaron a la penumbra y captó el ambiente antes de que nadie advirtiese de su presencia. En medio de la habitación había una gran mesa, en torno a la cual se sentaban siete jóvenes con los pies calzados con botas puestos sobre ella. No los conocía; era el inconveniente de haber sido flamen dialis. En ese momento, uno de los jóvenes, fuerte y de cara agradable, miró hacia la puerta y le vio.
–¡Hola! Entra, vamos -dijo en tono afable.
César cruzó el umbral con mayor confianza en sí mismo de la que sentía, pues aún reflejaba su rostro la indignación por la imputación de Lúculo. Los siete que clavaron sus ojos en él vieron un Apolo decaído, y todos fueron bajando los pies de la mesa y guardaron silencio, tras el saludo inicial, sin dejar de mirarle.
Luego, el de la cara agradable se puso en pie y se acercó a él con la mano extendida.
–Soy Aulo Gabinio -dijo, echándose a reír-. ¡No te muestres tan altanero, seas quien seas, que ya hay muchos de ésos!
–Cayo Julio César -contestó él, estrechando su mano con fuerza, pero sin ánimo para devolverle la sonrisa-. Creo que tengo que alojarme aquí. Soy tribuno militar.
–Ya sabíamos que aparecería el octavo -dijo Gabinio, volviéndose hacia los demás-. Eso somos todos, tribunos militares, la escoria del ejército y un quebradero de cabeza para nuestro general. ¡A veces hacemos algo, pero como no nos pagan, el general no puede pedir mucho más! Acabamos de comer y algo ha quedado. Pero primero ven que te presente.
Los demás se habían ido poniendo en pie.
–Cayo Octavio -dijo uno bajo y musculoso, guapo al estilo griego, con pelo castaño y ojos pardos, y orejas que le sobresalían como asas. Le estrechó la mano con agradable firmeza.
–Publio Cornelio Léntulo, llámame Léntulo.
Era evidente que aquél era uno de los que se daban aires, y poseía la fisonomía de los Cornelios de tez morena y cara fea. Parecía como si le costase estar a la altura de las circunstancias, aunque se le notaba firmemente decidido a estarlo; inseguro, pero terco.
–Éste es Léntulo el guapo: Lucio Cornelio Léntulo, el Negro.
Otro de los arrogantes y otro Cornelio, pero con más ínfulas que el otro Léntulo.
–A Lucio Marcio Filipo hijo le llamamos Lipo.
Era un joven de ojos grandes, oscuros y soñadores, en un rostro más agradable que el de su padre, heredado de su abuela Claudia, sin duda, a quien se parecía. Daba la impresión de ser una persona tranquila y apacible; le estrechó la mano con afabilidad, pero sin blandura.
–Marco Valerio Mesala Rufo, conocido por Rufo el Rojo.
Aquél no era de los arrogantes, pese a que su apellido patricio era de los más enaltecidos. Rufo era, efectivamente, rojo de pelo y ojos, aunque no parecía de temperamento sanguíneo.
–Y por último, como de costumbre, pues siempre miramos por encima de su cabeza, Marco Calpurnio Bíbulo.
Bíbulo era el más arrogante de todos, quizá porque era el más bajito y el menos fuerte. Sus rasgos físicos le conferían una especie de superioridad natural debido a sus pómulos prominentes y su nariz romana bulbosa; tenía boca despectiva y frente recta sobre sus ojos gris claro, algo saltones. Pelo y cejas eran rubio pajizo, pero no dorado, lo cual le hacía parecer mayor de sus veintiún años.
Rara vez dos individuos sienten mutuamente al conocerse un desagrado inexplicable, pero es algo instintivo e inevitable. Y ese desagrado brotó entre Cayo Julio César y Marco Calpurnio Bíbulo al mirarse. El rey Nicomedes le había hablado de enemigos potenciales: sin duda alguna aquél era uno de ellos.
Gabinio cogió una octava silla arrimada a la pared y la acercó a la mesa, entre la suya y la de Octavio.
–Siéntate y come -dijo.
–Me sentaré con mucho gusto, pero me perdonaréis que no coma.
–¡Pues bebe un poco de vino!
–No lo pruebo.
–¡Ah, pues te encantará vivir aquí! – exclamó con una risita-. Las vomitonas van de pared a pared.
–¡Tú eres el flamen dialis! – exclamó Filipo hijo.
–Era el flamen dialis -replicó César, decidido a no decir más, pero cambió de idea-. Si os cuento ahora la historia no volváis a preguntarme.
Y procedió a contarlo todo a grandes rasgos, con palabras tan escogidas que todos ellos, pese a que no eran intelectuales, comprendieron inmediatamente que el nuevo tribuno era individuo de grandes luces, si no un erudito.
–Vaya historia -comentó Gabinio cuando hubo concluido.
–Entonces sigues casado con la hija de Cinna -dijo Bíbulo.
–Sí.
–¡Y ahora, sin remedio, nos vemos trabados en el antiguo combate, Gabinio! – dijo Octavio con una carcajada-. ¡Con César son cuatro patricios! ¡Guerra a los muertos!
Los demás le fulminaron con la mirada y no dijo mas.
–¿Vienes de Roma, verdad? – inquirió Rufo.
–No, de Bitinia.
–¿Y qué hacías en Bitinia? – preguntó Léntulo el feo.
–Reuniendo una flota para la toma de Mitilene.
–Seguro que volviste loco a esa vieja maricona de Nicomedes -añadió Bíbulo sin poder contenerse, a pesar de que sabía que era una grosería capaz de ofender a cualquiera.
–Pues, efectivamente -respondió César con tranquilidad.
–¿Conseguiste la flota? – insistió Bíbulo.
–Naturalmente -respondió César con una arrogancia que ni el propio Bíbulo hubiera igualado.
Bíbulo lanzó una carcajada descarnada como su propio rostro.
–¿Natural o antinaturalmente? – preguntó.
Lo que sucedió a continuación nadie lo vio. Lo único que vieron los seis pares de ojos fue a César al otro lado de la mesa agarrando a Bíbulo a pulso a cierta altura. El hombrecillo resultaba grotesco, tratando de alcanzar con sus cortos brazos el rostro sonriente de César. Parecía una escena de mimo.
–Si no fueses tan insignificante como una pulga -dijo César-, ya estaría fuera haciéndote morder el polvo. Desgraciadamente, Pulex, sería un asesinato matar a golpes a una insignificancia como tú. ¡No vuelvas a acercarte a mí, Pulga! – Y, sin dejarle en el suelo, miró en derredor buscando un sitio apropiado: un armario de casi dos metros, en el que le subió sin aparente esfuerzo, esquivando sus patadas-. Patalea ahí arriba un rato, Pulex.
Dicho lo cual salió del cuarto.
–¡Realmente te cae bien eso de Pulex, Bíbulo! – dijo Octavio riendo-. A partir de ahora te llamaré así, te lo mereces. ¿Y tú, Gabinio? ¿Vas a llamarle Pulex?
–¡Le llamaré más bien Podex! – exclamó Gabinio rojo de indignación-. ¿ Pero, cómo se te ocurrió decir eso, Bíbulo? ¡No venía a cuento y nos has dejado en mal lugar! – añadió mirando a los demás, furioso-. No sé lo que pensáis hacer vosotros, pero yo voy a ayudar a César a descargar.
–¡Báj ame! – chilló Bíbulo desde encima del armario.
–¡Yo no! – contestó Gabinio con desprecio.
Al final nadie quiso ayudarle y Bíbulo tuvo que tirarse de un salto, porque el mueble era poco estable para bajarse descolgándose.
Pese a su rabiosa indignación, se sentía también turbado y mortificado. Gabinio tenía razón. ¿Cómo se le habría ocurrido decir aquello? Lo único que había logrado era quedar como un patán, había perdido la estima de sus compañeros y ni siquiera podía felicitarse por haber ganado el reto. César le había derrotado fácilmente, y con honor, no por abstenerse de golpear a uno más pequeño que él, sino poniendo de manifiesto esa pequeñez. Era natural que Bibulo estuviera resentido por la estatura y los músculos de sus compañeros; bien sabía que el mundo era de los hombres altos y fuertes. El aspecto físico de César había bastado para provocarle -el rostro, el cuerpo, la altura- y, además, el joven había hablado con una fluida cascada de palabras escogidas. ¡No había derecho!
No sabia a quién odiaba más, si a sí mismo o a Cayo Julio César, el superdotado. De afuera le llegaban los ecos de unas risotadas intrigantes que eran una tentación. Despacio, se fue acercando a la puerta y miró cautelosamente. Allí estaban sus colegas tribunos desternillándose de risa viendo al superdotado montado en… ¡una mula! No podía oír lo que decía, pero imaginaba que era algo divertido, ingenioso, simpático, agradable, irresistible, fascinante, interesante, bien traído.
–Bueno -se dijo, mientras se dirigía a su cuarto-, jamás se verá libre de esta pulga.
Al empezar el invierno y con él la fase del asedio en que todo se reducía a la mínima actividad por parte de los sitiadores, que esperaban la rendición por hambre de los sitiados, Lucio Licinio Lúculo halló un momento para escribir a su admirado Sila.
Tengo buenas esperanzas de que esto acabe en primavera gracias a una sorprendente circunstancia de la que te hablaré más adelante. En primer lugar, quiero que me concedas un favor. Si logro tomar Mitilene en primavera, ¿puedo regresar a Italia? Ha sido una larga campaña, querido Lucio Cornelio, y tengo ganas de ver Roma, y no digamos a ti. Mi hermano Varrón Lúculo es ya de edad y experiencia para ser edil curul, y me gustaría compartir con él la edilidad. No hay cargo como ése para que lo compartan dos hermanos con la aprobación popular. íImagínate qué juegos organizaríamos! Yo tengo treinta y ocho años y mi hermano treinta y seis, casi la edad del pretorado, y no hemos sido ediles. Te ruego que nos concedas ese cargo y luego el de pretor lo antes posible. De todos modos, si consideras que mi solicitud es imprudente o inmerecida, lo entenderé.
Parece que Termo controla la provincia de Asia, una vez que a mí me ha asignado el asedio de Mitilene para tenerme entretenido y que no le estorbe. Realmente no es mala persona. Los indígenas le estiman porque tiene paciencia para escuchar sus cuentos de por qué no pueden pagar el tributo, y a mí me gusta porque después de escucharlos con tanta paciencia insiste en que deben pagarlo.
Las dos legiones que tengo están formadas por tropas muy tormentosas. Las tuvo Murena en Capadocia y Ponto y Fimbria antes que él. Tienen una independencia de criterio que no me gusta nada, y estoy tratando de quitársela. Naturalmente, están resentidas por tu edicto que no les permite regresar a Italia por haber sancionado el asesinato de Flaco por mano de Fimbria, y periódicamente me envían una delegación para solicitar que se derogue. Saben que dan en hierro frío y al mismo tiempo se dan cuenta de que las diezmaré apenas me den una excusa. Son soldados romanos y tienen que hacer lo que se les ordene. Me pongo frenético cuando los veteranos que han ascendido a oficial y los tribunos jóvenes se creen con derecho a opinar. Pero más adelante te hablo de esto.
Yo creo que, tal como andan las cosas, Mitilene habrá cedido bastante en su resistencia en primavera, y entonces intentaré un asalto frontal. Dispondré de varias torres y no puede fallar. Si logro Àsometer esta ciudad antes del verano, el resto de la provincia de Asia se doblegará sumisa.
El principal motivo por el que tengo tantas esperanzas se debe a que dispongo de la imponente flota enviada por -ni te lo imaginas- ¡Nicomedes!. Termo envió a tu sobrino político, Cayo Julio César, a finales de quintilis, para solicitarla, y me escribió comunicándomelo, bien que ninguno de los dos esperábamos contar con ella antes de marzo o abril. Pero, mira por dónde, Termo tuvo la audacia de reírse de la seguridad que mostraba el joven César diciéndose capaz de tener reunida la flota tan pronto. Bien, César partió y pidió la flota que Termo quería en una fecha determinada, sin andarse con rodeos. Cuarenta naves, la mitad de ellas quin querremes y trirremes cubiertas, para entregar en las calendas de noviembre. Las órdenes que había dado Termo a este joven arrogante.
¿ Y querrás creer que César apareció en mi campamento en las calendas de noviembre con una flota mejor de lo que habría podido esperarse de una persona como Nicomedes? ¡Y con dos galeras de dieciséis órdenes de remos por las que no he tenido que pagar más que la manutención y los sueldos de las tripulaciones! Cuando vi la cuenta me quedé aturdido; Bitinia tendrá su ganancia, pero no escandalosa. Lo que me obliga a devolvérsela honorablemente en cuanto caiga Mitilene. Y habrá que pagar. Desde luego, espero poder sacar la suma del botín. Pero si no fuese tan importante como creo, ¿podrías hacer que el Tesoro concediese un empréstito especial?
Tengo que añadir que el joven César se mostró arrogante e insolente cuando me entregó la flota, y me vi obligado a pararle los pies. Naturalmente, sólo hay un medio para haber podido conseguir tan magnífica flota en tan poco tiempo de ese maricón de Nicomedes: acostarse con él. Así se lo dije para que no se diera aires, ¡pero mucho dudo que haya manera de bajarle a César los humos! Se revolvió como una serpiente de cascabel y me dijo que no necesitaba recurrir a trucos de mujeres para obtener las cosas, y que el día que tuviera que hacerlo se clavaría la espada. Me dejó pensando en cómo someterle a la disciplina; un problema que no suelo tener, como bien sabes. Al final pensé que quizá sus colegas tribunos militares lo consigan. Los recordarás, pues debiste verlos en Roma antes de que marcharan. Son Gabinio, los dos Léntulos, Octavio, Mesala Rufo, Bibulo y el hijo de Filipo.
Tengo entendido que el pequeño Bibulo lo intentó y acabó en lo alto de un armario. Desde entonces se han dividido bastante las filas de los tribunos; César ha formado bando con Gabinio, Octavio y el hijo de Filipo; Rufo es neutral, y los dos Léntulos y Bíbulo le odian. Siempre surgen problemas durante las operaciones de asedio; por supuesto, es consecuencia del hastío, y resulta difícil azotar a estos díscolos por faltas de servicio, incluso para mi. Pero es que César causa dificultades sin cuento. Detesto tener que molestarme con una persona a este nivel tan bajo, pero no he tenido más remedio en varias ocasiones. César es tremendo. Bien parecido, seguro de sí mismo, muy consciente de su, ¡ay!, gran inteligencia.
Aunque hay que decir que César presta servicio. No para. Yo no sé cómo puede ser, pero casi todos los oficiales por ascenso le conocen, y -lo que es peor- le estiman. Él sabe imponerse. Mis legados han optado por eludirle porque no acepta órdenes en una tarea si a él no le parece bien la forma en que se hace. ¡Y desgraciadamente, la manera que él dice es siempre la mejor! Es uno de esos individuos que se lo saben todo de antemano, antes de que se dé el primer golpe o el subordinado grite la primera orden. La consecuencia es que la mayoría de las veces mis legados quedan en ridículo, azorados.
La única manera que hasta ahora he logrado descubrir que menoscaba su seguridad es comentar cómo logró obtener la flota del rey Nicomedes a precio de ganga. Eso sí funciona; hasta el punto de que se indigna profundamente. Pero ¿piensas que él iba a hacer lo que yo quería, que me agrediese, dándome una excusa para someterle a un tribunal militar? ¡No! Es demasiado listo y sabe dominarse. ¡Y tuvo la impudicia de comentarme que mi alcurnia comparada con la suya es menos que polvo!
Basta de jóvenes tribunos. Tengo que encontrar algo que decir de los oficiales mayores, los primeros legados, por ejemplo. Pero me temo que no se me ocurre nada.
Me han dicho que has entrado en el mundo de los negocios y que le has encontrado a Pompeyo el joven Carnicero una esposa de categoría muy superior a él. Si te queda tiempo podrías encontrarme una esposa. Estoy fuera de Italia desde que cumplí treinta años y ya tengo casi la edad de pretor y sin esposa ni hijo que me suceda. Lo malo está en que prefiero el buen vino, la buena comida y pasarlo bien en vez de la clase de mujer con la que un Licinio Lúculo debe casarse. Además, me gustan las mujeres muy jóvenes, y ¿quién va a estar tan apurado económicamente que me dé una hija de trece años? Si sabes de alguien, dímelo. Mi hermano se niega rotundamente a actuar de intermediario, así que ya puedes imaginarte lo que me alegra saber que tú te dedicas a ello.
Te quiero y te echo de menos, querido Lucio Cornelio.
A finales de marzo, Marco Minucio Termo llegó de Pérgamo y coincidió con Lúculo en que había que atacar. Al enterarse de los detalles relativos a César y la flota de Bitinia, soltó verdaderas carcajadas, pese a que Lúculo aún no le veía la gracia, pues estaba más que harto de que la cadena de mando le pasase continuas quejas contra sus rebeldes y pendencieros tribunos jóvenes.
Sin embargo, existía un antiguo reglamento militar que se aplicaba por tradición: si un hombre es causa constante de problemas, se le destina a un puesto en combate en el que halle la muerte. Y haciendo sus planes para el asalto de Mitilene, Lúculo decidió actuar conforme a esa costumbre militar. César tenía que morir. Él tenía mando pleno en la batalla que se avecinaba, pues Termo se reservaba el papel de mero observador.
No era nada extraordinario que un general convocase a consejo a todos sus oficiales, pero sí era raro en el caso de Lúculo que suscitara comentarios. Y no es que a nadie le extrañara ver en él a los tribunos militares jóvenes, porque eran notoriamente díscolos y el general no confiaba mucho en ellos; normalmente servían de mensajeros a las órdenes del tribuno de su respectiva legión, y ese destino les dio al dar los últimos detalles en el consejo. Excepto a César, a quien dijo en tono glacial:
–Eres un auténtico quebradero de cabeza, pero he observado que te gusta cumplir. Por consiguiente, he decidido darte el mando de una cohorte especial compuesta por los peores elementos de la «Fimbria». Cohorte que quedará en reserva hasta que yo vea dónde opone mayor resistencia el enemigo, para ordenar entonces que acuda a esa zona del combate. Tú, como jefe, tendrás que arreglártelas para invertir la situación.
–Eres hombre muerto -dijo Bíbulo con complacencia cuando se sentaron en el alojamiento después del consejo.
–¡Yo no! – exclamó César entusiasmado, cortando con la espada un pelo de la cabeza y otro con el puñal.
Gabinio, que apreciaba mucho a César, le miró preocupado.
–¡Hay que ver lo grandísimo mentula que eres! – exclamó-. Si te callaras y no te hicieras notar no te elegirían para cosas así, porque te ha encomendado una misión que no es para un tribuno joven, y menos cuando no ha servido en ninguna campaña. Todas sus tropas son de Fimbria y están castigadas con el exilio, y ha reunido a los que más detesta para ponerte a ti al mando. Si quería asignarte el mando de una cohorte, tendría que haberte dado tropas de las legiones de Termo.
–Eso ya lo sé -replicó César sin alterarse-. Y tampoco puedo evitar ser un grandisimo mentula… Pregunta a las mujeres del campamento.
Algunos se echaron a reír y otros le miraron furiosos; los que le detestaban le hubieran perdonado más fácilmente su actitud si durante el invierno no se hubiese ganado una envidiable fama entre las cantineras, realzada más aún por la novedad de que la elegida tenía que estar limpia y reluciente.
–¿Y no te preocupa lo más mínimo? – preguntó Rufo el Rojo.
–No -contestó César-. Tengo tanta suerte como talento. Ya veréis -añadió, guardando con cuidado la espada y el puñal en sus respectivas vainas y disponiéndose a llevarlos a su habitación. Al pasar junto a Bíbulo le hizo cosquillas debajo de la barbilla-. No tengas miedo, pulguita, tú eres tan pequeño que el enemigo no te verá.
–Si no estuviese tan seguro de sí mismo, sería más soportable -comentó Léntulo el feo a Léntulo el Negro, mientras subían hacia sus cuartos.
–Ya habrá algo que le rebaje los humos -dijo el último.
–Espero estar presente para verlo -añadió Léntulo el feo con un estremecimiento-. Mañana va a ser una jornada terrible, Negro.
–Sobre todo para César -contestó Léntulo con una aviesa sonrisa de satisfacción-. Lúculo lo envía al matadero.
Había seis torres de asalto cerca de las murallas de Mitilene, cada una de ellas capaz de permitir el ascenso de centenares de soldados que tomasen los adarves lo bastante aprisa como para desbordar a los defensores. Desgraciadamente para Lúculo, los defensores sabían de sobra que tenían menos posibilidades de resistir semejante asalto que de vencer en un combate pírrico fuera de las murallas.
A media noche despertaron a Lúculo con la noticia de que las puertas de la ciudad estaban abiertas y comenzaban a salir sesenta mil hombres para tomar posición en la explanada entre la ciudad y el muro de asedio que habían levantado los romanos.
Sonaron las trompetas, repicaron los tambores y resonaron los cuernos, y en el campamento romano se produjo una frenética actividad al llamar Lúculo a sus hombres a las armas. Contaba ahora con las cuatro legiones de Asia, ya que Termo había traído las otras dos que no formaban parte del ejército de Fimbria y que, por consiguiente, tenían derecho a regresar a Roma con el gobernador cuando cesase en su cargo. Por ello, su presencia en el asedio de Mitilene había hecho que las tropas de Fimbria recordasen su castigo del exilio y volviera a surgir el descontento. Ahora que era inevitable una batalla campal, Lúculo temía que esas tropas cedieran, lo que hacía aún más necesario que la cohorte de César con los descontentos más notorios fuese separada del resto.
Lúculo disponía de veinticuatro mil hombres contra los sesenta mil de Mitilene, pero entre los curtidos guerreros de la ciudad habría más viejos y niños, como sucedía siempre que una plaza recurría a la población para defenderse de un asedio.
–¡Qué estúpido; debía de habérmelo imaginado! – exclamó furioso Lúculo.
–Lo que no entiendo es cómo sabían que íbamos a atacar hoy -comentó Termo.
–Seguramente por espías entre las mujeres del campamento -contestó Lúculo-. Las mandaré matar -añadió, mientras se disponía al combate-. Lo peor de todo es que aún es de noche y no se ven las posiciones que han ocupado. Tendré que mantenerlos a raya hasta que podamos elaborar un plan de ataque.
–Tú eres brillante en la táctica, Lúculo -dijo Termo-. Todo saldrá bien.
Al amanecer Lúculo estaba en lo alto de una de las torres contemplando la masiva formación enemiga que se hallaba ya en la tierra de nadie, al borde del foso de cuyo fondo habían desaparecido los millares de agudas estacas, pues Lúculo no deseaba que su ejército pereciera empalado en caso de verse obligado a una retirada. Una ventaja es que habría de ser una lucha a muerte, pues el muro del cerco impediría la desbandada. No es que pensara en ello, pues las tropas de Fimbria eran tan buenas como las otras si les daba por combatir debidamente.
Antes de que saliera el sol, él mismo se llegó a la tierra de nadie rodeado de su cadena de mando para transmitir las órdenes.
–No puedo arengar a las tropas porque no me oirían -dijo con los labios prietos-. Así que todo depende de que me oigáis bien vosotros y obedezcáis al pie de la letra. Como punto de referencia os guiaréis por la puerta norte de Mitilene, que está en el centro de nuestro campo de operaciones. El ejército se extenderá en forma de media luna, con los flancos avanzados, pero justo en el centro quiero una fuerza ariete que se adelante a las demás unidades con el objetivo de tomar la puerta. La táctica consistirá en utilizar ese ariete para escindir en dos al enemigo y cercarlo con las dos alas de la media luna. Eso quiere decir que hay que mantener la formación, y los extremos de las alas deben avanzar al mismo nivel que el ariete. No hay caballería, y la infantería de los extremos tendrá que actuar como si lo fuera. Rápido y con contundencia.
Tendría a su alrededor unos setenta hombres, a los que hablaba subido sobre una caja para que todos le oyeran; estaban los centuriones de las cohortes además de los oficiales. Su severa mirada se detuvo en César, y en el centurión pilus prior que mandaba la cohorte de rebeldes en que había pensado en primer lugar como carnaza. Lúculo conocía perfectamente al agresivo pilus prior, sabía que se llamaba Marco Silio y que era un advenedizo mal educado, cabecilla siempre de las delegaciones que constantemente le enviaban las tropas de Fimbria. No era el momento de pensar en venganzas, sino de adoptar una decisión basada estrictamente en el sentido común. Y lo que debía decidir era si la cohorte tenía que formar como cabeza en el ariete del centro -con lo cual era casi seguro que perecería hasta el último hombre- o dejarla detrás de uno de los extremos de la media luna, donde lo más que podría hacer era servir de refuerzo. Y tomó la decisión.
–César y Silio: situaréis la cohorte en cabeza del ariete que avance hacia la puerta. Cuando lleguéis a ella, resistid a toda costa.
Tras lo cual, siguió dando órdenes.
–Los dioses me valgan, ese cunnus de Lúculo me ha dado un niño bonito por jefe -masculló Silio, torciendo el gesto y mirando a César, mientras Lúculo terminaba de dar las órdenes.
César respondió a la afrenta del veterano centurión con un simple fulgor de ira en la mirada, y se echó a reír.
–¿Y no prefieres tener por jefe a un niño bonito que ha estado dos años seguidos sentado en las rodillas de Mario escuchando cómo se combate que a un legado que no sabe dónde tiene la mano derecha?
¡Cayo Mario! Era el nombre que resonaba como una campana en el corazón de todo buen soldado romano. La mirada que Marco Silio dirigió a su jefe era inquisitiva y menos severa.
–¿Y qué eras tú de Cayo Mario? – preguntó.
–Era mi tío y creía en mí -contestó César.
–Pero ésta es tu primera campaña… y tu primer combate -replicó Silio.
–¿Te lo sabes todo, verdad, Silio? Pues toma nota de esto: no voy a dejarte a ti ni a tus hombres en la estacada, pero si me dejáis vosotros a mí haré que os azoten -le dijo César.
–Trato hecho -se apresuró a contestar Silio, alejándose para dar instrucciones a sus centuriones subordinados.
Lúculo no era el tipo de general que pierde el tiempo. En cuanto los oficiales transmitieron las órdenes y la tropa estuvo en formación, dio orden de avanzar. Le resultaba evidente que el enemigo no tenía plan de batalla, ya que sólo aguardaba apiñado en el terreno interior del muro de asedio, y, cuando el ejército romano inició el avance, aquel enemigo no hizo ningún movimiento de ataque; resistirían el ataque con los escudos y lucharían cuerpo a cuerpo, convencidos de vencerles por su superioridad numérica.
Tan astuto como agresivo, Silio hizo correr la voz entre sus seiscientos hombres de que el jefe era un niño bonito, sobrino, además, de Cayo Mario y que Cayo Mario creía en él.
César avanzaba en cabeza del estandarte, con el gran escudo rectangular en el brazo izquierdo y la espada sin desenvainar; Mario le había dicho que no debía desenvainarse hasta el último momento antes de atacar al enemigo, porque:
–No puedes mirar el terreno, avances al paso o corras, y si la llevas desenvainada en la mano derecha y caes en un hoyo o tropiezas con una piedra, puedes herirte tú mismo -le había comentado balbuciente con su torcida boca paralizada.
César no tenía miedo ni en lo más íntimo de su ser, y ni por un instante se le ocurrió pensar que fuera a morir. En un momento dado advirtió que sus hombres iban cantando.
¡So-mos-los-fim-bria-nos!
¡Ojo-a-los-fim-bria-nos!
¡Le-di-mos-al-rey-del-Pon-to!
¡So-mos-los-me-jo-res!
Fascinante, pensó César conforme se acercaban cada vez más a las hordas de Mitilene. Debe de hacer cuatro años que murió Fimbria; cuatro años en los que habían combatido con dos Licinios, Murena y ahora con Lúculo. Fimbria era un lobo y ellos siguen considerándose soldados de él. Nunca se considerarán licinianos. No sé qué pensarán de Murena, pero a Lúculo le detestan. ¡No es de extrañar! Es un aristócrata estirado, que no cree que es útil que la tropa le estime. No sabe el error que comete.
En el momento preciso César hizo seña al corneta para que tocase «lanzar venablos», y se mantuvo erguido cuando por encima de su cabeza sintió los silbidos de las dos voleas, que hicieron buen estrago en las filas de los de Mitilene. ¡Adelante!
Desenvainó la espada y la hizo brillar al aire, oyendo el ruido propio de las seiscientas espadas desenvainadas, y se encaminó con calma hacia el enemigo como un senador andando por el Foro, escudo en ristre y sin preocuparse por lo que sucedía a sus espaldas. Corto y de doble filo muy afilado, el gladium no era un arma para blandirla sobre la cabeza y descargarla y César la empleaba con arreglo a su propósito: esgrimida a la altura del vientre con la hoja en diagonal, punta hacia arriba. Estocada y empellón; empellón y estocada.
Al enemigo no le gustaba aquel tipo de ataque dirigido a las sensibles ijadas, y la cohorte de rebeldes fimbrianos siguió avanzando sin que los de Mitilene tuviesen espacio suficiente para manejar sus largas espadas por encima de la cabeza; la sorpresa les hacía retroceder, y la presión de los romanos los mantuvo suficientemente en retirada para ver aparecer por la brecha la columna-ariete de Lúculo que desde el centro de la media luna comenzó a internarse en las filas del enemigo.
Pero los de Mitilene, tras aquel primer retroceso, cobraron valor y se dispusieron a combatir con todas sus ganas, por odio a Roma, y decididos a morir antes que su querida ciudad cayera en manos extranjeras.
Pero César vio en seguida que aquel coraje era en gran parte ficticio. Cuando se te acerque un enemigo no hay que mostrar terror ni ceder terreno, porque si no pierdes el enfrentamiento psicológicamente y aumentan las posibilidades de morir. Atacar, atacar y seguir atacando; parecer invencible, y entonces es el enemigo el que cede terreno. Y César era excepcional en el ataque; dotado de sensibles reflejos y vista agudísima, combatió durante un buen rato sin pensar en lo que sucedía a sus espaldas.
Pero reflexionó y se dijo que había que pensar con inteligencia, aun en lo más encarnizado del combate. El era el jefe de la cohorte, y casi se había olvidado de su existencia. ¿Pero cómo volverse y ver lo que sucedía sin quedar aislado? ¿Cómo encontrar un punto elevado desde el cual formarse una idea de la situación? Notaba el brazo algo cansado, aunque la posición baja de ataque y el menor peso de su espada no podían compararse con el cansancio que sufría el enemigo con sus espadas mucho más pesadas: cada vez las blandían con menor precisión y las descargaban con menos fuerza.
Vio a un lado un montón de cadáveres enemigos en medio del reflujo de los que retrocedían, y redobló su fuerza de ataque para aprovechar la ocasión y subirse a él para ver. Unicamente sus piernas quedarían expuestas, pero podía girar en redondo sobre el siniestro montículo para parar cualquier golpe.
Sus hombres le vitorearon al verle, y eso le reconfortó; pero observó que la cohorte estaba aislada. El ariete de Lúculo había abierto brecha, pero no le habían apoyado debidamente. Estamos en una isla en medio del enemigo, pensó. ¡Pero aguantaremos y no moriremos! Descendió del montón con una serie de asombrosos saltos que sorprendieron al enemigo y se llegó al lado de Marco Silio que seguía avanzando.
–Estamos aislados. Toca «formación en cuadro» -dijo al corneta, que luchaba junto al portaestandarte.
El cuadrado se formó con inaudita precisión y rapidez. ¡Ah, qué buenas tropas! César y Silio entraron en el cuadrado y fueron recorriendo el perímetro animando a los soldados y ordenando reforzar los puntos débiles.
–Si tuviera una mula podría ver lo que está sucediendo en el campo de batalla -dijo César a Silio-, pero los tribunos militares al mando de una simple cohorte no van montados. Es un error.
–¡Eso se arregla! – dijo Silio, que ya le miraba con gran respeto, silbando a una docena de soldados de reserva que estaban allí cerca-. Te haremos una tribuna de hombres y escudos.
Al poco, César estaba de puntillas sobre una plataforma de cuatro hombres con los escudos por encima de la cabeza, a la que había accedido por escalones también humanos.
–¡Ten cuidado con los venablos! – le gritó Silio.
Ahora veía que el resultado de la batalla no estaba decidido, pero la táctica de Lúculo surtía efecto. El enemigo parecía hallarse a punto de ser arrollado inexorablemente por los flancos de la formación romana que se iban cerrando.
–¡Dame el estandarte! – gritó César, cogiéndolo al vuelo y enarbolándolo en dirección a Lúculo, muy visible sobre su caballo blanco-. Así al menos el general sabrá que estamos vivos y no retrocedemos como nos ordenó -dijo a Silio al bajar de su atalaya, al tiempo que dirigía un gesto grosero a dos lanceros enemigos-. Gracias por la tribuna. No se sabe muy bien quién va ganando.
Poco después los de Mitilene lanzaban un ataque decisivo contra el cuadrado de César.
–¡No podremos resistir! – dijo Silio.
–¡Sí que resistiremos! Que cierren filas como ano de pez -ordenó César-. ¡Vamos, Silio, a ello!
Y acto seguido se abrió paso, seguido del centurión, hasta el punto en que la lucha era más encarnizada, repartiendo mandobles a diestro y siniestro para desesperación del enemigo. Aquella cohorte aislada de romanos debía morir para ejemplo de los demás. Notó que alguien se abalanzaba sobre él, oyó un grito ahogado de Silio y vio caer la espada. Nunca se explicaría cómo había podido parar el golpe con el escudo, evitando que a Silio le partiera la cabeza; lo había hecho y había matado al enemigo con el puñal, a pesar de que lo empuñaba con la mano del escudo.
El incidente fue un momento de inflexión en el combate, pues a continuación notaron que disminuía la fuerza de ataque del enemigo y la cohorte pudo reemprender el avance. Llegaron a la puerta, y bajo su arco los fimbrianos se volvieron eufóricos cara al lejano muro de asedio: de allí nadie les desalojaría.
Y así fue. Aproximadamente una hora antes de caer el sol, Mitilene cedía, dejando treinta mil cadáveres en el campo de batalla, viejos y niños en su mayoría. Lúculo, inmisericorde, ordenó ejecutar a todas las mujeres de Lesbos del campamento romano, al tiempo que permitía a las de Mitilene recorrer el campo de batalla para recoger los cadáveres y enterrarlos.
César comprobó que tardaron un mes en poner orden en los destrozos de la batalla y que la tarea fue más ingente que los preparativos del combate. Su cohorte, a la que ya estaba estrechamente unido, había decidido que era digno del favor de Mario (aunque, desde luego, él se guardó mucho de decirles que el favor de Mario se había traducido en el cargo de flamen dialis) y era él quien ostentaba el mando. Unos días antes de la ceremonia en la que el general Lúculo y el gobernador Termo entregaban las condecoraciones a los que las habían merecido, el pilus prior Marco Silio se había presentado ante Lúculo y Termo para manifestarles bajo juramento que César le había salvado la vida sin después ceder terreno al enemigo, y juró también que había sido César quien había salvado a la cohorte de una muerte cierta.
–De haber sido una legión, habrías ganado la Corona de Hierba -dijo Termo al colocarle la corona de roble en la cabezota dorada, abriéndola por los extremos-, pero como sólo es una cohorte, Roma te concede la corona cívica -hizo una pausa-. Sabes muy bien, Cayo Julio, que, al ganar la corona cívica, accedes automáticamente al Senado, y con arreglo a las nuevas leyes de la República tienes derecho a otros honores. ¡Decididamente, parece que Júpiter Optimus Maximus quiere verte en el Senado! Con esto recuperas el escaño que perdiste al dejar de ser flamen dialis.
César fue el único de la batalla de Mitilene que recibió tal honor, y su cohorte la única que recibió la phalerae para adornar el vexilium. A Marco Silio le concedieron un precioso arnés de nueve phalerae de oro, que él colgó orgulloso de su coraza de cuero; poseía ya nueve phalerae de plata (con las que ahora adornaba la espalda de la coraza), dos armillae anchas de plata y dos torcas de oro que colgaban de las trabillas de cuero de las hombreras.
–Esto se lo debo a Sila -dijo Silio a César, mientras formaban entre los otros condecorados en la tribuna para que el ejército los saludase-. Nos habrá negado el regreso a casa, pero fue justo y no nos quitó las condecoraciones. Eres un auténtico soldado, niño bonito -añadió, mirando admirado su corona de roble-. Nunca he visto otro mejor.
Y eso, se dijo César después, era mejor alabanza que todos los formalismos y enhorabuenas con que le abrumaron Lúculo, Termo y los legados durante el banquete celebrado en su honor. Gabinio, Octavio, Lipo y Rufo se congratularon sobremanera, pero los dos Léntulos no dijeron nada. Bíbulo, que no era cobarde, pero no había ganado nada porque había actuado de mensajero durante la batalla, no podía callarse.
–Me lo imaginaba -dijo apesadumbrado-. No has hecho nada que no hubiéramos podido hacer nosotros de haber tenido la suerte de hallarnos en igual situación. Pero tú, César, tienes más suerte que nadie.
César se echó a reír, al tiempo que le hacía cosquillas bajo la barbilla, una costumbre que había adquirido; pero Gabinio replicó.
–Eso es negar a una persona el mérito de su acción -dijo enojado-. César nos ha superado a todos trabajando este invierno, y nos ha aventajado en el campo de batalla trabajando aún más. ¿Suerte? ¡La suerte nada ha tenido que ver, tonto envidioso de estrechas miras!
–Ah, Gabinio, no te lo tomes así -dijo César, que podía permitirse ser afáble, sabiendo que eso era lo que más le dolía a Bíbulo-. Siempre hay algo de suerte. ¡Una suerte especial! Es un signo del favor de la Fortuna que sólo tienen hombres de capacidad superior. Sila tiene suerte, y es el primero en decirlo. ¡Pero ya veréis! La suerte de César se hará famosa.
–Y la de Bibulo brillará por su ausencia -sentenció Gabinio más tranquilo.
–Probablemente -añadió César, dando a entender por el tono que era un asunto que ni le iba ni le venía.
Termo y Lúculo, con sus legados, oficiales y tribunos, regresaron a Roma a finales de junio. El nuevo gobernador de Asia, Cayo Claudio Nerón, había llegado a Pérgamo para hacerse cargo de la provincia, y Sila había concedido permiso a Lúculo para regresar a Italia, informándole al mismo tiempo que él y su hermano Varrón Lúculo serían ediles el año próximo.
Cuando llegues aquí -terminaba la carta de Sila- habrás sido elegido edil curul. Te ruego me excuses que no actúe como intermediario matrimonial; la suerte no parece acompañarme en esa actividad. Ya habrás sabido que ha muerto la esposa dé Pompeyo. Además, si te inclinas por las niñas, mejor será que te las busques tú, mi querido Lúculo. Tarde o temprano encontrarás algún noble arruinado que esté dispuesto a venderte su hijita. ¿ Y cuando crezca, qué? ¡Todas se hacen mayores!
Fue Marco Valerio Mesala Rufo quien al llegar a Roma tuvo que arreglar un matrimonio. Su hermana -a la que quería mucho- había sufrido un radical divorcio por parte de su esposo, como ella misma le había informado en cartas regadas con lágrimas. Aunque seguía perjurando que le amaba con toda su alma, el divorcio había evidenciado que él no la quería en absoluto. Y no se entendía por qué, pues Valeria Mesala era hermosa, inteligente, bien educada y nada aburrida; no le gustaba el chismorreo, no era derrochadora y no dirigía miradas incitantes a otros hombres.
A finales de junio murió uno de los plutócratas más ricos de Roma, y sus dos hijos celebraron espléndidos juegos funerarios en su memoria en el Foro. Estaba previsto el combate de veinte parejas de gladiadores con lujosa coraza de plata, no una tras otra, como era costumbre, sino diez contra diez, tracios contra galos; pero entendido como estilos, no nacionalidades, pues eran los dos estilos que se practicaban entonces, y los contendientes procedían de las mejores escuelas de gladiadores de Capua. Ansiando diversión, Sila se dispuso a acudir, por lo que los huérfanos se apresuraron a instalar un palco restringido en el centro de la primera fila, orientado al norte, para que el dictador no corriera riesgo de apreturas.
No había ninguna regla del mos maiorum que impidiera la asistencia de mujeres ni que se sentasen entre los hombres; los juegos funerarios eran más bien un espectáculo de circo que una representación teatral. Marco Valerio Mesala, el primo de la divorciada, eufórico aún de su éxito al haber contratado a Cicerón para que defendiese a Roscio de Amena, pensó que el espectáculo animaría a la desesperada Valeria Mesala y la llevó a verlo.
Sila ya estaba sentado en su estrado del honor cuando llegaron los primos, y se hallaban ya casi todos los asientos ocupados. Se veía en la palestra, cubierta de serrín, a las diez parejas de gladiadores que hacían ejercicios y calentaban sus músculos aguardando a que los hermanos diesen la señal de empezar una vez hechas las plegarias y realizados los sacrificios por el difunto. En asuntos sociales como aquél era muy conveniente tener amigos de alcurnia, y sobre todo una tía ex vestal e hija de Metelo Baleárico, porque, sentada con su hermano Metelo Nepote, su esposa Licinia y el primo de ambos, Metelo Pío (que aquel año era cónsul y personaje de gran influencia), era la antigua vestal Cecilia Metela Baleárica quien reservaba dos asientos que nadie osaba ocupar.
Para llegar a ellos, Mesala el Negro y Valeria Mesala hubieron de abrirse paso entre los que ya estaban sentados en la segunda fila, detrás del dictador, quien, como todos podían ver, se encontraba sereno y con buen aspecto, quizá porque el tacto y la habilidad de Cicerón le habían permitido descargarse bastante su mala conciencia por las proscripciones, y deshacerse de un problema arrojando a Crisógono desde la roca Tarpeya. En el Foro no cabía un alfiler; la plebe, encaramada en tejados y escalinatas, y los pudientes, acomodados en un graderío de madera al lado de la palestra de unos cuarenta pies de lado.
Los retrasados, como era habitual en Roma, tuvieron que sufrir toda clase de improperios al pasar molestando a los que ya estaban sentados; aunque a Mesala le importaba un bledo, la pobre Valeria no pudo por menos de avanzar musitando excusas. Luego, tuvo que pasar justo detrás del dictador, y, por temor a empujarle, clavó los ojos en su nuca y su espalda. Llevaba la ridícula peluca, por supuesto, y una toga praetexta bordada en púrpura, y sus veinticuatro lictores estaban agachados delante, a sus pies. Al pasar, Valeria vio una borla de lana púrpura enganchada en los pliegues del hombro izquierdo de la toga blanca de Sila, y, sin pararse a pensar, la cogió.
Sila jamás mostraba el menor indicio de temor en medio de la multitud, y siempre parecía inmune al peligro; pero al notar el suave contacto, se encogió, saltó del asiento y se volvió tan velozmente que Valeria retrocedió, pisando a alguien los pies. El dictador, borrado ya todo indicio de terror en sus ojos, vio a una mujer muy asustada, pelirroja y de ojos azules, joven y muy hermosa.
–Perdona, Lucio Cornelio -atinó a decir Valeria, humedeciéndose los labios y pensando en alguna explicación. Y para quitar hierro, le mostró la borla en su mano-. Es que la tenías en el hombro y pensé que cogiéndola podría tener algo de tu suerte. – Los ojos se le llenaron de lágrimas, que contuvo resueltamente con un mohín-. ¡Necesito suerte!
Sonriéndole sin abrir los labios, Sila cogió aquella mano que le tendía la borla y la cerró.
–Quédatela, y que te traiga suerte -dijo, y volvió a sentarse.
Pero durante todo el espectáculo de los gladiadores no dejó de volverse hacia el sitio que ocupaba Valeria con Mesala, Metelo Pío y los demás; y ella, consciente de sus miradas, le sonreía nerviosa, ruborizándose y apartando la vista.
–¿Quién era ésa? – preguntó al Meneitos, cuando, una vez acabado el espectáculo, la multitud se dispersaba poco a poco.
Desde luego que todo el grupo había advertido su interés (junto con otra mucha gente), y Metelo Pío no se hizo de nuevas.
–Valeria Mesala -dijo-. Es prima del Negro y hermana de Rufo, que estará regresando del asedio a Mitilene.
–¡Ah! – exclamó Sila asintiendo con la cabeza-. Tan bien nacida como hermosa. Y acaba de divorciarse, ¿verdad?
–Ha sido una sorpresa para todos. Por cierto que está muy afectada.
–¿Es estéril? – preguntó, él que se había divorciado de una alegando lo mismo.
–Lo dudo, Lucio Cornelio -replicó el Meneítos torciendo el gesto-. Será más bien falta de uso.
–Hummm -musitó Sila pensativo-. Que venga mañana a cenar -añadió de pronto-. Y que la acompañen el Negro y Metelo Nepote, y tú también, claro. Pero no las otras mujeres.
Y así, cuando el joven tribuno militar Marco Valerio Mesala Rufo llegó a Roma, se encontró con que el dictador le reclamaba a su presencia sin contemplaciones. Estaba enamorado de su hermana y quería casarse con ella.
–¿Qué podía decir? – manifestó Rufo a su primo Mesala.
–Espero que dijeras estar muy complacido -replicó el Negro, lacónico.
–Es lo que he dicho.
–¡Estupendo!
–Pero, ¿qué dirá la pobre Valeria? ¡Es tan viejo y tan feo! No he tenido ni tiempo de decírselo.
–Se pondrá contenta, Rufo. Sí, él tiene un aspecto deplorable, pero es como si fuese el rey de Roma… ¡y es más rico que Creso! Por lo menos para ella será como el bálsamo por ese injusto divorcio -añadió el Negro, convencido-. ¡Y figúrate las ventajas que a nosotros nos da ese matrimonio! Creo que a mí piensa nombrarme pontífice y a ti augur. Tú calla la boca y da gracias.
Rufo siguió el prudente consejo de su primo, una vez que supo que su hermana encontraba a Sila atractivo y deseable, y que consentía en casarse.
Pompeyo, que acudió invitado al enlace, halló un momento para hablar a solas con el dictador.
–Ni la mitad de tu suerte -dijo el joven, cariacontecido.
–Cierto; no has tenido mucha suerte con tus matrimonios -replicó Sila, que estaba realmente disfrutando de la fiesta y se sentía bien predispuesto hacia la gente.
–Valeria es una mujer muy hermosa -insistió Pompeyo.
–¿Te sientes frustrado, Pompeyo? – inquirió Sila con ojos risueños.
–¡Por los dioses que si!
–Roma está repleta de mujeres nobles hermosas. ¿Por qué no te buscas una y le pides la mano a su tata?
–A mí esos asuntos no se me dan bien.
–¡Bobadas! Eres joven… rico… guapo y… famoso -contestó Sila con su habitual modo de enumerar las cosas-. ¡Pide, Magnus, pide a alguna! No habrá muchos padres que te la nieguen.
–A mí esos asuntos no se me dan bien -repitió Pompeyo.
Los ojos risueños escrutaron al joven. Sila sabía perfectamente por qué Pompeyo no se decidía: temía que le rechazaran por no estar su alcurnia a la altura de la pretendida; su ambición buscaba lo mejor, y su propio engreimiento no le permitía otra cosa, pero siempre se interponía aquella nimia duda de si Pompeyo de Piceno no iba a verse subestimado. En suma: Pompeyo quería que fuese un padre quien le propusiera el matrimonio, y no se lo proponía nadie.
Y en la mente de Sila se abrió paso una idea parecida a la que le había impulsado a nombrar pontífice máximo de Roma a un tartamudo.
–¿Te importaría que fuese viuda? – inquirió, otra vez con ojos de picardía.
–No, con tal que no sea vieja como la República.
–Creo que tiene veinticinco años.
–No está mal; mi misma edad.
–No tiene dote.
–Me importa más su alcurnia que su fortuna.
–Su alcurnia -dijo Sila en tono alegre- es espléndida por ambos lados. ¡Plebeya, pero espléndida!
–¿Quién es? – preguntó Pompeyo, inclinándose hacia él-. ¿Quién es?
Sila se levantó de la camilla y se le quedó mirando un poco achispado.
–Espera a que haya transcurrido la luna de miel, Magnus. Luego vuelve y te lo diré.
Para Cayo Julio César el regreso había sido una especie de triunfo que le hizo pensar que tal vez lo que viniera después no sería igual. No sólo estaba libre, sino que se había quitado una espina: había ganado una importante corona.
Sila había mandado llamarle inmediatamente, y César había encontrado al dictador de muy buen humor. La entrevista había tenido lugar antes de la boda, de la que ya todo Roma hablaba oficiosamente; por eso César ni la mencionó.
–Bueno, muchacho, veo que has sido el no va mas.
¿Qué decir? No estaba dispuesto a mostrarse con la misma ingenuidad que ante Lúculo.
–No lo creo, Lucio Cornelio; me esforcé, pero puedo hacer cosas mejores.
–No lo dudo; no hay más que verte -replicó Sila, dirigiéndole una mirada guasona-. Me han dicho que conseguiste reunir en Bitinia una flota de lo mejor.
César enrojeció sin poder evitarlo.
–Hice exactamente lo que me ordenaron -contestó apretando los dientes.
–¿Estás resentido, no?
–La acusación de que me prostituí por ello es injustificada.
–Voy a decirte una cosa, César -dijo el dictador, cuyo rostro arrugado y fofo parecía algo más fresco que cuando él le había visto poco más de un año atrás-. Los dos hemos sido víctimas de Cayo Mario, pero tú al menos te ves libre de él a… ¿qué edad? ¿Veinte años?
–Exacto -contestó César.
–Yo tuve que sufrirle hasta después de los cincuenta; así que puedes considerarte afortunado. Y, por si te sirve de consuelo, a mí me importa un bledo con quién se acuesta un hombre si sirve bien a Roma.
–¡No, no es ningún consuelo! – exclamó César-. Ni por Roma, ni por ti, ni por Cayo Mario vendería mi honor.
–Ni por Roma, ¿eh?
–Roma no debería exigírmelo si ha de ser la Roma que yo creo.
–Sí, buena contestación -dijo Sila, asintiendo con la cabeza-. Lástima que no siempre sean así las cosas. Roma, como podrás comprobar, es tan puta como cualquiera. Tú no has tenido una vida fácil, aunque no ha sido tan dura como la mía. Pero eres como yo, César; lo noto. Y tu madre también. Te ha caído ese borrón y tendrás que acostumbrarte a él. Cuanto más famoso seas, cuanto más dignitas tengas, más se correrá la voz. Del mismo modo que se dice que yo asesiné a mujeres para entrar en el Senado. La diferencia entre nosotros dos no está en la naturaleza sino en la ambición. Yo quería ser cónsul y quizá censor; lo que me correspondía. Lo demás me vino impuesto, por Cayo Mario en su mayor parte.
–Yo no ambiciono más -dijo César, sorprendido de sí mismo.
–No te llames a engaño. No me refiero a cargos, sino a la ambición. Tú, César, quieres ser perfecto. No es la injusticia de la mancha lo que te preocupa, lo que te amarga es que te aparta de la perfección. Honor intachable, carrera perfecta, hoja de servicios perfecta, reputación perfecta. Todo in suo anno en todo momento. Y como te obligas a ser perfecto, exigirás que lo sean todos los que te rodeen, y cuando veas que no lo son los desecharás. La perfección te reconcome del mismo modo que a mí obtener lo que me correspondía por derecho de cuna.
–¡Yo no me considero perfecto!
–No he dicho eso. ¡Escucha! Digo que quieres ser perfecto. Escrupuloso con precisión matemática. Y no cambiarás. Pero cuando te veas obligado harás lo que sea. Y cada vez que falte perfección en tus actos, los detestarás y… te detestarás a ti mismo -dijo Sila alzando en el aire una hoja de papel-. Mañana mandaré que claven este decreto en los rostra. Has ganado la corona cívica, y, con arreglo a mis leyes, eso te da derecho a un asiento en el Senado, un sitio especial en el teatro y en el circo, y una ovación en pie cada vez que co''mparezcas luciendo la corona cívica. Tienes obligación de llevarla cu~do acudas al Seriado, al teatro y ‹al circo. La próxima reunión del Senado es dentro de quince días. Espero verte en la Curia Hostilia.
Y así concluyó la entrevista. Pero cuando César llegó a casa se encontró con un premio mejor de Sila: un caballo joven castaño con una nota colgada en las crines.
«No hace falta que sigas montando en mula, César. Tienes permiso mío para montar ese corcel. De todos modos, no es perfecto. Mira sus patas.»
César miró y soltó la carcajada. En lugar de cascos redondos, el animal los tenía partidos como pezuñas de vaca.
–Más vale que se los cortes -dijo Lucio Decumio, meneando la cabeza, sin verle la gracia-. No quiero ver muchos como él.
–No, hombre, al contrario -replicó César, enjugándose las lágrimas-. No podré montarlo mucho porque no se le puede calzar, pero el Pezuñas me llevará a todas las batallas, y cuando no haga eso, se dedicará a montar mis yeguas en Bovillae. ¡Lucio Decumio, me traerá suerte! Tendré siempre caballos así y no perderé ninguna batalla.
Su madre vio inmediatamente cuánto había cambiado, y se entristeció sin saber por qué. ¡Con lo bien que le habían ido las cosas! Había regresado con una corona civica y había figurado muy honrosamente en los partes de guerra. Incluso le había comunicado que no había vaciado la bolsa tanto como se temía; el rey Nicomedes le había dado oro, y su parte en el botín de Mitilene había sido mayor debido a la corona cívica.
–No lo entiendo -dijo Cayo Matius, sentado en el jardín del patio de luces con las rodillas entre los brazos, mirando a César, que estaba sentado del mismo modo en el suelo-. Dices que tu honor ha quedado en entredicho y aceptas una bolsa de oro de ese viejo rey. ¿No crees que está mal?
A otro no le hubiera tolerado hacer semejante pregunta, pero él y Cayo Matius eran amigos desde niños.
César le miró entristecido.
–Si la acusación la hubieran hecho antes de tener el oro, sí – contestó-. Pero el pobre anciano me entregó ese oro como obsequio a un huésped. Exactamente lo que un rey vasallo debe dar al representante oficial de Roma. Del mismo modo que paga tributo, lo que ofrezca al enviado de Roma es libre y claro -añadió, encogiéndose de hombros-. Lo acepté agradecido, Pustula; la vida de campaña es cara. No es que yo sea de gustos excesivos, pero hay que contribuir a los gastos comunes, a los banquetes y festines especiales, y a los lujos que piden los demás. Los vinos tienen que ser de los mejores, la comida de lo más absurdo, y de nada sirve que yo sea parco en comer y beber. Por eso el oro tenía tanta importancia para mí. Después de que Lúculo dijera eso pensé en devolverlo, pero me di cuenta de que si lo hacía ofendería al rey. No podía explicarle lo que habían dicho Lúculo y Bíbulo.
–Sí, te entiendo -dijo Cayo Matius con un suspiro-. Mira, Pavo, me alegra mucho no tener que ser senador o magistrado. ¡ Es mucho mejor ser un caballero ordinario de los tribuni aerarii!
Pero a César eso no le entraba en la cabeza y no hizo comentarios, sino que volvió al tema de Nicomedes.
–Me he comprometido a volver -dijo-, y eso atizará los rumores. Cuando era flamen dialis pensaba que a nadie le interesaban las andanzas de los tribunos militares jóvenes, pero se ve que no es así. ¡Todo son chismorreos! Sólo los dioses saben a cuántos no habrá contado Bíbulo esa historia con Nicomedes. Y me imagino que Lúculo también la habrá difundido; igual que los Léntulos. Desde luego, Sila estaba al corriente.
–Él te ha favorecido -comentó Matius pensativo.
–Sí; pero no me imagino por qué.
–¡Pues si tú no lo sabes, figúrate yo…! – exclamó Matius. Jardinero empedernido, acababa de ver dos hojitas de un hierbajo germinado y se apresuró a arrancarlas-. En fin, César, yo creo que lograrás borrar esa historia. Ya verás como se olvida con el tiempo.
–Sila dice que no se borrará.
Matius lanzó un bufido.
–¿Por qué no se han borrado las que cuentan de él? ¡Vamos, César! Él es un mal bicho, pero tú no.
–Yo soy capaz de asesinar, Pústula. Todos los hombres son capaces.
–No he dicho que no lo fueras, Pavo. La diferencia es que Sila es mala persona y tú no.
Y a Cayo Matius nadie le hacía cambiar de idea.
Llegó la fecha de la boda de Sila, y, una vez celebrada, los recién casados dejaron Roma para pasar unos días en la villa de Misenum. Pero el dictador volvió para la reunión del Senado a la que había convocado a César. Ahora, con sus veinte años, era uno de los nuevos senadores de Sila. ¡Senador por segunda vez a los veinte años!
Habría debido ser el día más maravilloso de su vida: entrar en aquella cámara llena con la corona de roble y que todos en pie -incluidos consulares como Flaco, príncipe del Senado, y Marco Perpena – aplaudieran con todas sus ganas en la única ocasión en que se podía infringir las rigurosas leyes del dictador sobre el comportamiento en la Curia Hostilia.
Pero el joven miraba aquellas caras con ánimo de hallar un gesto de ironía o desprecio, tratando de figurarse hasta qué extremo se habría difundido la historia, para saber quiénes le menospreciaban. Avanzaba con angustia, y ésta aumentó al ascender hasta la última fila que ocupaban los pedarii, que era el sitio que pensaba le correspondía cuando oyó que Sila le gritaba que tomase asiento entre los de la grada de en medio, el puesto que se destinaba a los héroes militares. Naturalmente, hubo algunos que contuvieron una risita, pero era un gesto amable destinado a mitigar su aturdimiento. Sin embargo, él creyó que era irrisión y le dieron ganas de esconderse en el rincón más oscuro.
Pero lo aguantó todo sin que se le saltaran las lágrimas.
Cuando volvió a casa después de la sesión – bastante aburrida-, halló a su madre esperándole en la sala de visitas. No era costumbre suya, ya que, ocupada como estaba siempre, rara vez dejaba su despacho durante el día. Ahora, haciendo de tripas corazón, esperaba a su hijo con fingida paciencia, sin saber cómo abordar un tema que no le gustaba nada; de haber sido buena conversadora le habría resultado más fácil, claro. Pero a Aurelia le costaba hallar las palabras, y le dejó que se quitara la toga sin decir nada. Luego, cuando vio que hacía ademán de dirigirse al despacho, comprendió que tenía que encontrar algo que decir o no hablarían y el espinoso tema quedaría sin abordar.
–César -dijo, e inmediatamente enmudeció.
Desde que había revestido la toga viril, tenía por costumbre dirigirse a él por el cognomen, más que nada porque para ella «Cayo Julio» era el esposo, y su muerte no había cambiado en nada la costumbre; además, su hijo era una persona bastante extraña para ella, después de todos aquellos años de distanciamiento obligado que ella misma se había impuesto por temor a mimarle.
–Sí, madre -contestó él, enarcando una ceja.
–Siéntate, que quiero hablar contigo.
César se sentó con gesto apenas sorprendido, como si no se tratase de nada importante.
–César, ¿qué sucedió en Oriente? – inquirió lacónica.
El gesto de leve sorpresa se transformó en expresión irónica.
–Cumplí con mi deber, gané una corona cívica y complací a Sila -respondió.
–La prevaricación no te va – replicó ella, tensando su preciosa boca.
–No he cometido ninguna prevaricación.
–¡Ni me has dicho lo que necesito saber!
Ahora él se inhibía y su mirada se hizo fría.
–No puedo decirte lo que no se.
–Puedes decirme más de lo que me has dicho.
–¿Sobre qué?
–Sobre el disgusto.
–¿Qué disgusto?
–El disgusto que veo en cada uno de tus movimientos, de tus miradas, de tus evasivas.
–No hay disgusto alguno.
–No me lo creo.
César se levantó, dispuesto a dejarla, palmeándose los muslos.
–Yo nada puedo hacer con lo que tú creas, mater. No hay ningún disgusto.
–¡Siéntate!
Volvió a sentarse, con un leve suspiro.
–César, acabaré por enterarme; pero me gustaría que me lo contases tú en vez de otra persona.
César ladeó la cabeza, con las manos cruzadas y los ojos cerrados. Volvió a lanzar un suspiro y se encogió de hombros.
–Conseguí una magnífica flota del rey Nicomedes de Bitinia, y se ve que fue una hazaña singular. Se dijo de mí que la había conseguido mediante relaciones sexuales con el rey. Así que he vuelto a Roma con fama no de valentía, eficiencia o astucia, sino de haber vendido mi cuerpo para lograr mis fines -dijo sin abrir los ojos.
Ella no se enterneció conmovida, tampoco lanzó una exclamación de horror ni estalló indignada; permaneció sentada hasta que su hijo tuvo que abrir los ojos y mirarla. Fue un intercambio ecuánime de miradas de dos fuertes personalidades que compartían una pena en vez de consolarse mutuamente, pero dispuestas a transigir.
–Grave problema -dijo ella.
–Un baldón inmerecido.
–Eso desde luego.
–¡No puedo luchar contra ello, mater!
–Tienes que hacerlo, hijo.
–¡Dime cómo!
–Bien sabes cómo, César.
–De verdad que no -replicó él, lacónico, con cara de perplejidad-. He tratado de hacer caso omiso, pero es muy difícil sabiendo lo que piensan todos.
–¿De dónde procede el comentario? – preguntó Aurelia.
–De Lúculo.
–¡Oh, ya entiendo…! A él pueden creerle.
–Le creen.
Durante un buen rato, ella, con mirada de preocupación, estuvo callada. Su hijo la miraba, maravillado de su entereza y su capacidad para desechar las implicaciones personales. Luego, abrió la boca y comenzó a hablar muy despacio, sopesando las palabras.
–Tienes que olvidarlo, eso antes que nada. Pues cuando hablas de ello te sitúas a la defensiva y haces ver cuánto te preocupa. Piensa un poco, César. Sabes lo grave que es semejante suposición para tu futura carrera política. ¡Pero no puedes dejar que nadie advierta que eres consciente de la gravedad! Así que debes olvidarlo para siempre. Lo mejor es que te haya sucedido ahora en vez de dentro de diez años, porque para un hombre de treinta años sería una imputación mucho más difícil de afrontar que para uno de veinte. De eso debes dar gracias. En esos diez años sucederán muchas cosas, pero no volverá a repetirse el baldón. Lo que tienes que hacer, hijo, es esforzarte con denuedo para disiparlo -añadió, con un brillo burlón en sus extraordinarios ojos-. Hasta ahora, tus conquistas las has hecho entre las mujeres ordinarias del Subura. César, yo sugiero que apuntes más alto. ¡No sé por qué, pero lo cierto es que te llevas las mujeres de calle! Así que, a partir de ahora, tus iguales deben saberlo. Y eso quiere decir que debes concentrarte en la conquista de mujeres que cuentan, mujeres conocidas. No cortesanas como Praecia, sino mujeres nobles. Patricias.
–¿Que me ponga a desflorar a Domicias y Licinias? – inquirió César, sonriendo embobado.
–¡No! – respondió ella-. ¡Nada de muchachas solteras! ¡Solteras nunca! Esposas de hombres importantes.
–¡Edepol! – exclamó él.
–Hay que combatir el fuego con el fuego, César. No hay otra manera. Si no se difunden tus historias amorosas, todos pensarán que tienes líos con hombres. Así que, en lo posible, han de ser historias escandalosas y de las que todo el mundo se entere. Tienes que labrarte fama de ser el mayor mujeriego de Roma, pero elige con cuidado las presas -añadió Aurelia, meneando desconcertada la cabeza-. Sila sabía volver locas a las mujeres, pero al menos en una ocasión pagó un amargo precio, cuando Dalmática, de jovencita, era esposa de Escauro. La estuvo evitando escrupulosamente, pero, a pesar de todo, Escauro le castigó impidiendo que fuese elegido pretor, y por culpa de él tardó seis años en llegar a serlo.
–Lo que quieres decirme es que me ganaré enemigos.
–No es eso -replicó ella-. No, yo lo que quiero decirte es que ese problema de Sila surgió por el hecho de que no puso cuernos a Escauro. De haberlo hecho, a Escauro le hubiera sido más difícil vengarse, porque para un hombre que es la irrisión es imposible mostrarse admirable. Lamentable, sí; pero fue Escauro quien quedó en buen lugar, porque Sila permitió que adoptara una actitud noble de esposo benevolente capaz de ir con la cabeza bien alta. Así que, si eliges una determinada mujer, debes estar seguro de que el engañado es el marido. No elijas mujeres que te pidan tirarte al Tíber, y nunca busques una que sea tan lista que te encandile hasta exigirte públicamente que te tires al Tíber tú.
El la miraba con un profundo respeto, tan nuevo en su expresión como dentro de sí mismo.
–Mater, ¡eres la mujer más extraordinaria del mundo! ¿Cómo sabes esas cosas? Eres tan estirada y virtuosa como Cornelia, la madre de los Gracos, y das a tu hijo unos consejos terribles.
–He vivido muchos años en el Subura -respondió ella, con gesto complacido-. Además, de eso se trata: eres mi hijo y te han calumniado. Lo que hago por ti no lo haría por nadie, ni por mis propias hijas. Por ti sería capaz de matar si preciso fuera. Pero eso no solucionaría el problema. Así que, en vez de eso, me complace destrozar unas cuántas reputaciones. Ojo por ojo.
Estuvo a punto de abrazarla, pero las costumbres tradicionales tenían fuerte arraigo; se puso en pie, le cogió la mano y se la besó.
–Gracias, mater; yo también mataría por ti con igual decisión y alegría. – De pronto le vino una idea a la cabeza y se estremeció de contento-. ¡Ah, estoy deseando que se case Lúculo! ¡Y ese mierda de Bíbulo!
Al día siguiente volvió a haber mujeres en la vida de César, pero no para conquista.
–Julia nos ha mandado llamar -dijo Aurelia, antes de que César saliera camino del Foro.
Como aún no había ido a ver a su querida tía, César no protestó.
Era un día espléndido y caluroso, pero por lo temprano de la mañana el paseo desde el Subura al Quirinal fue agradable. César y Aurelia tomaron cuesta arriba por el Vicus ad Malum Punicum, y después por la calle que conducía al templo de Quirino en la Alta Semita. En el precioso recinto del templo estaba el manzano púnico plantado por Escipión el Africano después de su victoria sobre Cartago, y junto a él crecían dos mirtos antiquísimos, uno para los patricios y otro para los plebeyos, si bien, en el caos que siguió a la guerra itálica, el mirto patricio había empezado a secarse y estaba ya casi muerto, mientras que el plebeyo seguía floreciendo. El significado que se le atribuía era la muerte del patriciado, por lo que a César no le causó ningún placer ver sus ramas desnudas. ¿Por qué no habrían plantado un nuevo mirto patricio?
Los cien talentos que Sila había permitido conservar a Julia le habían servido para obtener una buena vivienda en una calle que discurría desde la Alta Semita a las murallas servianas. Era bastante espaciosa y recién construida, y las rentas le bastaban para disponer de esclavos que la atendiesen y para subvenir más que holgadamente a sus propias necesidades; incluso podía permitirse mantener y alojar a su nuera Mucia Tercia, aunque fuese poco consuelo para César y Aurelia, que lamentaban su triste situación.
Julia rondaba ya los cincuenta y no parecía haber cambiado. Al trasladarse al Quirinal había dejado de tejer y se dedicaba a otras cosas; aunque no era un barrio de pobres, ni estaba saturado de casas, ella siempre encontraba familias necesitadas de ayuda, desde casos de un padre borracho hasta situaciones de enfermedad. Una mujer más presuntuosa y sin tacto hubiera sido rechazada, pero Julia tenía encanto y los necesitados del barrio sabían a dónde acudir.
Sin embargo, aquel día no había obras de caridad que hacer, y Julia y Mucia Tercia aguardaban nerviosas.
–He recibido una carta de Sila -dijo Mucia Tercia-, y me dice que tengo que volver a casarme.
–¡Si eso va én contra de sus leyes relatívas a las viudas de los proscritos…! – exclamó Aurelia extrañada.
–Mater, quien hace las leyes puede contravenirlas -dijo César-. Una cláusula especial y ya está.
–¿Y con quién tienes que casarte? – inquirió Aurelia.
–Ahí está la cosa -añadió Julia muy seria-. No se lo ha dicho a la pobre. Y por la carta ni siquiera podemos saber si tiene pensado alguien o quiere que sea Mucia quien se busque esposo.
–A ver -dijo César, tendiendo el brazo, cogiendo la carta y leyéndola de un tirón-. No dice nada, es cierto. Sólo que vuelva a casarse.
–¡Yo no quiero volver a casarme! – exclamó Mucia Tercia.
Se hizo un silencio que rompió César.
–Escríbele y díselo. Dilo muy cortésmente, pero con firmeza. Y a ver qué hace. Así sabrás más.
–No puedo hacerlo -replicó Mucia temblorosa.
–Claro que sí. A Sila le gusta la gente que se le enfrenta.
–Serán los hombres, pero no la viuda del hijo de Mario.
–¿Qué queréis que haga yo? – preguntó César a Julia.
–No tengo ni idea -respondió Julia-. Es que eres el único hombre de la familia, y pensé que debíamos decírtelo.
–¿De verdad que no quieres volver a casarte? – preguntó César a Mucia.
–No, César, de verdad que no.
–Pues como soy el paterfamilias, yo escribiré a Sila.
En aquel momento el viejo mayordomo Estrofantes entró en el cuarto.
–Domina, tenéis visita -dijo a Julia.
–¡Qué fastidio! – exclamó ella-. Di que no estoy, Estrofantes.
–Es que quiere ver a la señora Mucia.
–¿Quién? – inquirió César cortante.
–Cneo Pompeyo Magnus.
–Supongo que el pretendido esposo -comentó César sonriente.
–¡Pero si yo no le conozco! – exclamó Mucia Tercia.
–Yo tampoco -añadió César.
–¿Qué hacemos? – preguntó Julia.
–Oh, le recibiremos, tía Julia. Hazle pasar -añadió con un movimiento de cabeza dirigido al mayordomo.
Estrofantes volvió al atrium donde el visitante se consumía de impaciencia entre perfume de rosas.
–Seguidme, Cneo Pompeyo -farfulló el anciano.
Desde el casamiento de Sila, Pompeyo había estado esperando noticias sobre la misteriosa novia que le había buscado el dictador, y en cuanto supo que Sila había regresado a Roma tras la luna de miel, esperó que le llamase; pero no fue así. Finalmente, sin poder aguantar más, fue a ver a Sila y le preguntó qué sucedía y qué había resuelto.
–¿Sobre qué? – inquirió Sila, haciéndose de nuevas.
–¡Bien que lo sabes! – gruñó Pompeyo-. Me dijiste que habías encontrado esposa para mi.
–¡Ah, sí, sí! – dijo Sila entre risas-. ¡Hay que ver la impaciencia de la juventud!
–¿Me lo dirás, malvado torturador?
–¡Magnus, Magnus, no insultes al dictador!
–¿Quién es?
Sila cedió.
–La viuda del hijo de Mario: Mucia Tercia. Es hija de Escévola, pontífice máximo, y de Licinia, hermana de Craso Orator. Tiene más de Mucio Escévola que de Licinio Craso, porque su abuelo materno era en realidad hermano del abuelo paterno. Y, desde luego, es pariente de las hijas de Escévola el Augur, las llamadas Mucia Prima y Mucia Secunda, por eso a ella la llaman Mucia Tercia, a pesar de que hay cincuenta años de diferencia entre ella y las otras. La madre de Mucia Tercia vive aún, por supuesto. Escévola se divorció de ella por adulterio con Metelo Nepote, con el que se casó después. Así que Mucia Tercia tiene dos hermanastros Cecilios Metelos, Nepote el joven y Celer. Está muy bien emparentada, Magnus, ¿no crees? Muy bien emparentada para quedarse siendo la viuda de un proscrito para el resto de sus días. Mi querido Meneitos, que es su primo, me lo viene diciendo hace tiempo -añadió Sila, reclinándose en la silla-. Bueno, Magnus, ¿te parece bien?
–¿Que si me parece bien? – repitió Pompeyo apabullado-. ¡Ya lo creo!
–¡Estupendo! – La montaña de papeles de su escritorio pareció hacerle señas y Sila bajó la vista hacia unos documentos. Al cabo de un rato volvió a mirar a Pompeyo con gesto de sorpresa-. Le escribí para decirle que tenía que volver a casarse, Magnus. Así que no hay impedimento -añadió-. Y ahora haz el favor de dejarme solo. No se te olvide invitarme a la boda.
Y Pompeyo se había dirigido directamente a su casa a bañarse y cambiarse, mientras sus criados averiguaban como enloquecidos dónde vivía Mucia Tercia; tras lo cual su amo se apresuró a personarse en casa de Julia, deslumbrando a cuantos se cruzaban con él con su nívea toga y dejando una estela de esencia de rosas en su camino. ¡La hija de Escévola! ¡La sobrina de Craso Orator! ¡Emparentada con los principales Cecilios Metelos! ¡Los hijos que le diera serían parientes por consanguinidad de casi todo el mundo! ¡Ah, le importaba un bledo que fuese la viuda del hijo de Mario! ¡Y le daba igual que fuese más fea que la sibila de Cumas!
¿Fea? ¡Nada de eso! Era muy exótica y hermosa. Pelirroja y con ojos verdes; pero las dos cosas de matiz oscUro; y con· un cutis claro y perfecto. ¡Y qué ojos! ¡Jamás había visto nada parecido! ¡ Era una preciosidad! Pompeyo se enamoró nada más verla sin que mediara palabra.
No era de extrañar, pues, que apenas se diera cuenta de las demás personas que había en la habitación, aun después de hacerse las presentaciones. Acercó una silla a la de Mucia Tercia y cogió su serena mano entre las suyas.
–Dice Sila que tienes que casarte conmigo – dijo, sonriéndole con sus blancos dientes y sus ojos azules.
–Es la primera noticia -replicó ella, notando inmediatamente que su antipatía cedía; se le notaba realmente feliz, y realmente era muy atractivo.
–Ah, bueno, ya sabes cómo es Sila -añadió él, conteniendo la felicidad que le embargaba-. Pero hay que admitir que se preocupa de todo corazón por los intereses ajenos.
–Es natural que tú pienses así -terció Julia con frialdad.
–¿De qué te quejas? A ti no te hizo tanto mal en comparación con otras viudas de proscritos -replicó el enamorado Pompeyo, sin delicadeza alguna, mirando arrobado a su futura esposa.
Julia estuvo a punto de replicar que Sila era el responsable de la muerte de su único hijo, pero optó por callar; era bien sabido que aquel bobalicón era partidario de Sila y no entendería otro punto de vista.
Y César, sentado en un rincón, se dedicó a observar detalladamente a Cneo Pompeyo Magnus sin que éste se diera cuenta. Con mirarle se veía que no era un verdadero romano, eso era evidente; los rasgos galos del picentino eran notorios en su ancho rostro y su barbilla hendida. Y oyéndole, se corroboraba la impresión, pues era pasmosa su total carencia de sutileza. El Joven Carnicero. Buen apodo.
–¿Qué te parece? – preguntó Aurelia a César por el camino de vuelta al Subura bajo el calor del mediodía.
–Más adecuado sería preguntárselo a Mucia.
–Oh, a ella le gusta a rabiar. Mucho más de lo que le gustaba el hijo de Mario.
–No le vendrá mal, mater.
–No.
–Y tía Julia se encontrará sola sin ella.
–Sí, pero encontrará más cosas en que ocuparse.
–Lástima que no tenga nietos.
–¡Culpa de su hijo Mario! – replicó Aurelia con aspereza.
Estaban ya casi en el vicus Patricius antes de que César reanudara la conversación.
–Mater, tengo que volver a Bitinia -dijo.
–¿A Bitinia? Hijo, eso es poco prudente.
–Lo sé; pero di mi palabra al rey.
–¿Una de las nuevas reglas de Sila para el Senado no es que los senadores deben pedir permiso para salir de Italia?
–Sí.
–Pues menos mal -añadió Aurelia-. Debes decir sinceramente en la cámara a dónde piensas ir. Y llevarte a Euticus y a Burgundus.
–¿A Euticos? – inquirió César, deteniéndose y mirándola-. ¡Si es tu mayordomo! ¿Qué harías sin él? ¿Y por qué habría de llevármelo?
–Me las arreglaré sin él. Él es de Bitinia, hijo. Debes decir en el Senado que tu liberto, que sigue siendo mayordomo, tiene necesidad de viajar a Bitinia por asuntos comerciales y tienes que acompañarle, como es de rigor en todo buen amo.
César se echó a reír.
–¡Sila tiene toda la razón! ¡Hubieras debido nacer hombre! ¡ Muy romano y sutil! Decirles claramente mi destino en lugar de fingir que voy a Grecia y que luego descubran que voy a Bitinia. Sí, las mentiras siempre se saben. Hablando de sutileza -añadió, al venirle una idea a la cabeza-, ese Pompeyo carece totalmente de ella. Me dieron ganas de pegarle cuando le dijo lo que le dijo a la pobre tía Julia. ¡Y por los dioses, qué fanfarrón es!
–Sin tasa, me imagino -añadió Aurelia.
–Me alegro de haberle conocido -dijo César-, porque así me ha dado a entender un buen motivo por el que mi baldón puede ser una buena cosa.
–¿Qué quieres decir?
–A él no ha habido manera de situarle en su sitio. Tiene su lugar, pero no tan alto e intocable como él cree. La concatenación de circunstancias ha hecho que su engreimiento alcance límites insospechados. Todo lo que ha querido hasta ahora se lo han dado; hasta una esposa mejor de lo que merece. Y se ha acostumbrado a pensar que siempre va a ser así. Y está claro que no; algún día las cosas le irán muy mal y no podrá soportarlo. Yo al menos he aprendido ya la lección.
–¿De verdad crees que Mucia es muy superior a lo que merece?
–¿Tú no? – inquirió César, sorprendido.
–No, yo no. Aquí poco importa su alcurnia. Ha sido esposa del hijo de Mario, y lo fue porque su padre la dio conscientemente al hijo de un hombre nuevo. A Sila no se le olvidan esas cosas. Ni las perdona. A ese simplón le ha deslumbrado hablándole de su linaje, pero no le ha dicho los motivos por los que la daba a alguien inferior a ella.
–¡Astuto!
–Sila es un zorro, como todos los pelirrojos desde Ulises.
–Entonces, mejor que me marche de Roma.
–¿Después de que Sila renuncie al poder?
–Después de que Sila renuncie al poder. Dice que será después de haber supervisado la elección de los cónsules del año siguiente al próximo; dentro de unos once meses, si las supuestas elecciones se celebran en julio. Los del año que viene van a ser Servilio Vatia y Apio Claudio, pero no sé en quién habrá pensado para el otro. En Catulo probablemente.
–¿No correrá peligro si renuncia al poder?
–En absoluto -contestó César.