A él nunca le había gustado el ordo equester, las noventa y una centurias de la primera clase que englobaban a los caballeros del estamento comercial, pero menos aún las dieciocho centurias de caballeros de raigambre con derecho al caballo público. Entre ellos había muchos que habían medrado notablemente bajo la administración de Mario, Cinna y Carbón, y eran ellos los hombres a quienes Sila haría pagar la factura de la recuperación económica de Roma. ¡Solución perfecta!, pensó el dictador con suma fruición. No sólo se recuperaría el Tesoro, sino que al mismo tiempo se deshacía de sus enemigos.
Simultáneamente, había hallado tiempo para solucionar una de sus aversiones secundarias -el Samnio-, y hacerlo del modo más severo posible para la desventurada región: enviando a Cetego y Verres con cuatro legiones de veteranos.
–Que no quede nada en pie -dijo-. Quiero que el Samnio quede tan arrasado que a nadie le apetezca jamás volver a vivir allí; ni al más acendrado patriota. Talad árboles, arrasad los campos, derruid las ciudades y destrozad los huertos. Segad hasta las cabezas de las amapolas más altas -añadió con siniestra sonrisa.
¡Así aprenderían los samnitas! Y de paso se quitaba de en medio durante un año a dos hombres valiosos que pudieran hacerle sombra. No tendrían prisa por volver por el dinero con que se enriquecerían, aparte de lo que enviasen al Tesoro.
Quizá redundase en beneficio de otras regiones de Italia que la familia de Sila llegase a Roma en aquellos momentos y le hiciera recobrar una especie de normalidad de la que carecía, aunque no la hubiese echado de menos. Para empezar, no sabía que al ver a Dalmática se llevaría tal impresión; las piernas le fallaron, y tuvo que sentarse a toda prisa para mirarla como un imberbe que contempla inesperadamente a la mujer soñada.
Hermosísima -algo que él no ignoraba-, con sus grandes ojos grises y la tez oscura como el cabello; y aquella mirada amorosa que nunca se apagaba ni modificaba por viejo y feo que se fuera haciendo él. Y allí estaba, sentada en su regazo, echándole los brazos al escuálido cuello, apretando los pechos contra su cara, acariciándole la costrosa cabeza y besándosela como si fuese la magnífica testa de pelo rubio-rojizo de antaño. Y la peluca, ¿dónde estaba? Pero ella ya le alzaba el rostro y sintió aquellos dulces labios sobre los suyos yertos hasta recobrar la lozanía… Recobraba las fuerzas, y se levantó alzándola al mismo tiempo en sus brazos, y con ella se fue triunfante a la habitación. Tal vez, después de todo, sea capaz de amar, pensó, hundiéndose en sus brazos.
–¡Cómo te he echado de menos! – exclamó.
–Cómo te quiero -respondió ella.
–Dos años… Han pasado dos años.
–Que han sido como dos mil.
Una vez consumido el fervor de aquel primer encuentro, volvió a su papel de esposa y le miró complacida.
–¡Tu piel está mucho mejor!
–Morsimo me envió el ungüento.
–Ya no te pica.
–Ya no me pica.
Después, volvió a su papel de madre y se empeñó en que fuese con ella al cuarto de los niños a saludar a los pequeños Fausto y Fausta.
–Tienen poco más de los dos años de nuestra separación -dijo él, con un profundo suspiro-. Se parecen a Metelo el Numídico.
–Sí… -asintió ella, conteniendo la risa-. ¡ Pobrecitos!
Y entre risas de ambos concluyó una de las jornadas más felices de la vida de Sila.
Los mellizos, que ignoraban lo que mamá y aquel viejo raro se cuchicheaban entre grandes risas, les miraban con tímidas sonrisas, hasta que no pudieron aguantarse y se unieron a ellos. Y, aunque no pueda decirse que aumentase el cariño de Sila, al menos pensó que eran unos graciosos pequeñuelos, aunque se pareciesen a su tío abuelo Quinto Cecilio Metelo el Numídico, el Meneitos, a quien él mismo había matado. ¡Qué ironía!, se dijo. ¿Será un castigo de los dioses? Pero creer eso sería cosas de griegos, y yo soy romano. Además, estaré más que muerto antes de que sean mayores y puedan recordar ese parecido a los demás.
El resto de otras recientes llegadas también fue grato, entre ellas la de la hija mayor, Cornelia Sila, con los dos hijos que tenía de su difunto esposo. La pequeña, Pompeya, tenía ya ocho años, y era una niña totalmente creída de su belleza. Quinto Pompeyo Rufo, con sus seis años, hacía honor a su apellido, pues era rojo de pelo, de piel, de ojos y de carácter.
–¿Cómo se encuentra ese invitado mío que no puede cruzar el pomerium para entrar en Roma? – preguntó Sila a su mayordomo Crisógono, a quien había confiado el cuidado de la familia.
Algo más delgado que antaño (no debía ser tarea fácil estar al cuidado de tanta gente de carácter tan distinto, pensó Sila), el mayordomo alzó los ojos al cielo y se encogió de hombros.
–Lucio Cornelio, me temo que no va a aceptar quedarse fuera del pomerium si no vas a verle en persona y se lo explicas. ¡Yo lo he intentado, vaya si lo he intentado! Pero él me desdeña y me considera un inferior indigno de crédito.
Era muy propio de Tolomeo Alejandro, pensó Sila, saliendo de la ciudad para dirigirse a la posada de la vía Apia próxima a la piedra miliar en donde Crisógono había alojado al altanero y tiquismiquis príncipe de Egipto, quien, desde que tres años antes se había instalado en Pérgamo, no cesaba de causar problemas.
Había pedido protección a Sila, como fugitivo de la corte del Ponto y, tras diversas indagaciones, éste le había concedido el derecho de asilo. Era nada menos que Tolomeo Alejandro el Joven, único hijo legítimo del faraón que había muerto tratando de recuperar el trono el mismo año en que Mitrídates había capturado a su hijo, que, por entonces, vivía en Cos con sus dos primos bastardos; los tres príncipes habían sido enviados al Ponto, y Egipto había caído en manos del hermano mayor del difunto faraón, Tolomeo Soter, apodado Lathyro (Garbanzo), que se había atribuido el título de faraón.
Nada más ver a Tolomeo Alejandro, Sila comprendió por qué Egipto había preferido el gobierno del viejo Lathyro. Tolomeo Alejandro el joven era afeminado al extremo de vestirse como si fuese la reencarnación de Isis, con vaporosas túnicas anudadas y ceñidas al estilo helenístico de la diosa de Egipto; llevaba una corona de oro sobre una peluca de rizos dorados, y se pintaba exageradamente la cara. Andaba con pasos menudos, miraba encandilado a los hombres, sonreía con afectación, hablaba ceceando y pestañeaba continuamente. Y, sin embargo, pensó Sila perspicaz, bajo aquella fachada de afeminamiento había algo inflexible.
Le había hablado a Sila de los tres horrendos años prisionero en la corte de aquel rey de acendrada heterosexualidad, Mitrídates, quien estaba convencido de que el afeminamiento podía «curarse» y había sometido al joven Tolomeo Alejandro a una serie interminable de humillaciones y degradaciones destinadas a apartarle de sus evidentes inclinaciones. Pero de nada había servido. Obligado a acostarse con cortesanas del Ponto y hasta con simples prostitutas, Tolomeo Alejandro no había hecho otra cosa que inclinarse hacia el borde de la cama para vomitar; obligado a llevar coraza y efectuar marchas con cien soldados que le miraban con desprecio, Tolomeo se había desplomado en tierra, llorando; le habían propinado puñetazos y latigazos, pero él había dado a entender que aquello le estimulaba; le habían hecho comparecer ante un tribunal en la plaza del mercado de Amisus, con todos sus elegantes atavíos y sus afeites, para someterle a una lluvia de fruta podrida, huevos, verduras y hasta piedras, que había soportado calladamente sin arrepentirse.
Pero la suerte le había sonreído al comenzar a retroceder Mitrídates en la guerra contra Roma, gracias a la buena dirección de ésta llevada por Sila; y, al dispersarse la corte, el joven Tolomeo Alejandro había logrado escapar.
–Mis dos primos bastardos han preferido quedarse en Amisus, naturalmente -arguyó a Sila, con relamida entonación-. A ellos les sienta estupendamente el ambiente de aquella corte horrenda, y los dos se han apresurado a casarse con dos hijas de Mitrídates, habidas de su esposa medio parta medio seleúcida, Antioca. ¡ Por mí, que se queden con el Ponto y todas las hijas del rey! ¡ Detesto aquel lugar!
–¿Y qué deseas de mí? – preguntó Sila.
–Asilo. Quiero refugiarme en Roma cuando regreses allí. Y cuando muera Lathyrus el Garbanzo, quiero el trono de Egipto. Él tiene una hija, Berenice, que reina conjuntamente con él, pero con la que no puede casarse, claro. Podría casarse con una tía, una prima o una hermana; pero no tiene. Por ley de la naturaleza, Berenice sobrevivirá a su padre, y, como el trono de Egipto es de herencia matrilineal, se proclama a un rey por matrimonio con la reina o con la princesa de más edad de la dinastía. Yo soy el único Tolomeo legítimo que queda. Los Alejandros -que tienen la única palabra en este asunto desde que los Ptolomeos macedónicos trasladaron la capital de Menfis a Alejandría- querrán que yo suceda a Lathyrus y consentirán en que me case con la reina Berenice. Así, cuando muera Lathyrus, quiero que me envíes a Alejandría a reclamar el trono… bajo los auspicios de Roma.
Sila reflexionó un instante, mirando con sorna a Alejandro.
–Te casarás con la reina -dijo finalmente-, pero ¿podrás tener hijos con ella?
–Probablemente no -contestó el príncipe, sereno.
–Entonces, ¿a qué molestarse? – replicó Sila, sonriendo con sarcasmo.
–Quiero ser faraón de Egipto, Lucio Cornelio -respondió Tolomeo Alejandro con voz solemne, sin amilanarse-. Tengo derecho a ese trono, y me da igual lo que suceda a mi muerte.
–¿Qué otros aspirantes hay al trono?
–Sólo mis dos primos bastardos, que ahora son títeres de Mitrídates y Tigranes. Yo pude escapar cuando llegó un mensajero de Mitrídates para decir que nos enviasen a los tres al reino sur de Tigranes, que se ha expansionado en Siria. Y me imagino que quería ponernos bajo su custodia para que no cayésemos en poder de los romanos en caso de la invasión del Ponto.
–Entonces tus primos bastardos no estarán en Amisus.
–Lo estaban cuando yo huí, pero ahora no lo sé.
Sila había dejado la pluma y miraba con fríos ojos de cabra al personaje resentido y peripuesto que tenía delante.
–Muy bien, príncipe Alejandro, te concedo asilo. Regresarás conmigo a Roma. En cuanto a la reivindicación de la doble corona de Egipto, ya hablaremos de ello en su momento.
Y aún no había llegado ese momento cuando Sila emprendió el camino de la posada, junto a la primera piedra miliar de la vía Apia, y ahora le constaban ciertos inconvenientes a propósito del joven Tolomeo Alejandro. Mentalmente se preguntaba por qué no se le habría ocurrido durante la primera entrevista haber enviado al joven a su tío Lathyrus en Alejandría, lavándose las manos. Ahora que le daba vueltas a la idea, sólo podía esperar vivir lo suficiente para ver los frutos; Lathyrus el Garbanzo era mucho mayor que él, aunque parecía ser que gozaba de inmejorable salud. Decían que Alejandría era muy salubre.
–De todos modos, príncipe Alejandro -dijo en cuanto entraron al mejor salón de la posada-, no puedo alojarte a expensas de Roma hasta que a tu tío le dé por morirse. Ni siquiera en un albergue como éste.
Con un brillo de furor en sus ojos negros, Tolomeo Alejandro se puso en pie como una serpiente dispuesta al ataque.
–¿Un lugar como éste? ¡Prefiero volver a Amisus que vivir en un sitio así!
–En Atenas -replicó friamente Sila -, vivías regiamente a expensas de los atenienses, gracias a los regalos que hizo tu tío a la ciudad, que yo me vi obligado a saquear en parte sin causar casi daños. Bien, eso fue iniciativa de Atenas, y a mi no me costó nada; pero aquí me costarías una fortuna que Roma no puede permitirse. Así que te ofrezco dos posibilidades: tomar un barco a Alejandría pagado por Roma y hacer las paces con tu tío Lathyrus, o negociar un préstamo con un banquero romano, alquilar casa y criados en Pinciano u otro lugar adecuado fuera del pomerium y esperar a que muera tu tío.
Por su excesivo maquillaje, era difícil saber si Tolomeo Alejandro palidecía, pero Sila se imaginó que sí.
–¡No puedo volver a Alejandría -exclamó- porque mi tío me mataría!
–Pues negocia un crédito.
–¡Bien, bien, eso haré! Pero dime cómo.
–Te enviaré a Crisógono para que te lo explique. Él está enterado de todo -respondió Sila, que no se había sentado, dirigiéndose a la puerta-. Por cierto, príncipe Alejandro, no puedes, bajo ningún pretexto, cruzar el límite sagrado del pomerium y entrar en Roma.
–¡Me moriré de aburrimiento!
–Mucho lo dudo, cuando se sepa que tienes dinero y una casa bonita -replicó Sila con su habitual sorna-. Las aguas siempre vuelven a su cauce. Alejandría está muy lejos de Roma, y es de suponer que serás rey por derecho en cuanto muera Lathyrus, cosa que ni tú ni yo sabremos hasta que la noticia llegue a Roma. Por consiguiente, como Roma no puede consentir que haya en su recinto ningún rey, tienes que vivir fuera de él. Y lo digo en serio. Si intentas engañarme, no tendrás necesidad de viajar a Alejandría para enfrentarte con la muerte.
–¡Eres una persona horrible y odiosa! – exclamó Tolomeo Alejandro, rompiendo a llorar.
Sila salió de la posada y tomó por la vía que llevaba a la puerta Capena, echándose a reír. ¡ Qué persona más horrible y odiosa era Tolomeo Alejandro! Pero que útil podría ser si Lathyrus tenía la bondad y el buen sentido de morirse mientras él siguiera siendo dictador. Y dio un saltito de contento pensando en lo que haría en cuanto supiese que el trono de Egipto estaba vacante.
Olvidando que su risa, sus saltitos y su caminar de cangrejo eran terroríficos augurios para quienes le vieran, su mente no se apartaba de la famosa Alejandría.
Sin embargo, era la religión el asunto que más ocupaba la mente de Sila. Como la mayoría de los romanos, no pensaba en un dios, cerraba los ojos e inmediatamente visualizaba una figura humana; eso era propio de los griegos. En los tiempos que corrían era signo de cultura y refinamiento representar a Bellona con la imagen de una diosa armada, a Ceres como una hermosa matrona con una gavilla de trigo, o a Mercurio con sombrero alado y sandalias también aladas, porque la sociedad helenística era superior, era una sociedad que mostraba desdén por las deidades numénicas, considerándolas primitivas e irracionales, incapaces de un comportamiento complejo como el humano. Para los griegos, los dioses eran fundamentalmente seres humanos con poderes sobrenaturales, y les resultaban inconcebibles seres más complejos que los humanos; por ello, Zeus, el primer dios de su panteón, actuaba como un censor romano, poderoso pero no omnipotente, y encomendaba tareas a otros dioses, que se complacían en engañarle, chantajearle y hasta incluso comportarse casi como tribunos de la plebe.
Pero Sila, que era romano, sabía que los dioses distaban mucho de ser tan tangibles como pretendían los griegos; no eran humanoides y no tenían ojos en la cara ni sostenían conversaciones; ni poseían poderes sobrenaturales, ni disponían de procesos de pensamiento y discernimiento como los humanos. El romano Sila sabía que los dioses eran fuerzas específicas que desencadenaban acontecimientos concretos y dominaban a otras fuerzas inferiores. Se nutrían de fuerzas vitales, y por eso les placía que les ofreciesen sacrificios; necesitaban orden y método en el mundo vivo igual que el suyo, porque el orden y el método en el mundo de los humanos contribuían a mantener el orden y el concierto en el mundo de las fuerzas invisibles.
Había fuerzas que impregnaban las despensas, los graneros, los silos y las bodegas, y se complacían en verlos llenos: se las llamaba penates. Había fuerzas que fomentaban la navegación y protegían las encrucijadas, y existía un propósito en los objetos inanimados, y se llamaban Lares. Había fuerzas que hacían que los árboles crecieran debidamente, echando ramas y hojas hacia arriba y raíces hacia abajo. Había fuerzas que mantenían el agua dulce y el discurrir de los ríos desde las cumbres hasta el mar. Había una fuerza que concedía a unos pocos suerte y riqueza, a la mayoría menos, y nada a unos pocos; ésta se llamaba Fortuna. Y la fuerza llamada Júpiter Optimus Maximus era el compendio de todas ellas, el tejido que las unía de un modo lógico inherente a ellas y desconocido para el hombre.
Estaba claro para Sila que Roma perdía contacto con sus dioses, sus fuerzas. ¿Por qué, si no, había ardido el gran templo? ¿Por qué se habían convertido en humo los preciosos registros y los libros proféticos? Los hombres olvidaban los secretos, las fórmulas y pautas estrictas que encauzaban las fuerzas divinas. Elegir los sacerdotes y los augures trastornaba el equilibrio de los colegios sacerdotales, impidiendo los delicados ajustes, sólo posibles mientras que unas mismas familias habían tenido acceso a los mismos cargos religiosos desde tiempos inmemoriales.
Por ello, antes de dedicar esfuerzos a rectificar las tambaleantes instituciones y leyes de Roma, había que purificar el aether de Roma, estabilizar sus fuerzas divinas y posibilitar su libre flujo. ¿Cómo podía Roma esperar buena fortuna si había alguien tan atolondrado que era capaz de subir a la tribuna y gritar a los cuatro vientos su nombre críptico? ¿Cómo iba Roma a esperar prosperidad si se saqueaban los templos y se asesinaba a los sacerdotes?
POr supuesto que olvidaba que él mismo en una ocasión había querido saquearlos; sólo recordaba que no lo había hecho. Tampoco recordaba lo que pensaba de los dioses en la época en que la enfermedad y el vino aún no habían destrozado su vida.
En el incendio del gran templo había un mensaje implícito, de eso estaba seguro. Y a él se le había encomendado contener aquel caos y corregir las acentuadas tendencias al desorden generalizado. Si no lo hacía, las puertas supuestamente cerradas se abrirían, y las supuestamente abiertas se cerrarían de golpe.
Convocó a los sacerdotes y augures en el templo más antiguo de Roma, el de Júpiter Feretrio, en el Capitolio. Era tan antiguo que lo había inaugurado Rómulo, y estaba construido con bloques de toba sin escayola ni adornos; sólo tenía dos columnas cuadrangulares para apoyo del pórtico, y en él no había imágenes. Sobre un basamento cuadrado de construcción de la misma antigüedad, se alzaba un electrum de un codo de longitud, y un pedernal negro y reluciente. Por la puerta penetraba la única luz del interior, que olía a viejo y estaba lleno de cagadas de ratón, humedad, moho y polvo. El único espacio era la cella de diez pies por siete, por lo que Sila se alegró de que tanto el Colegio de pontífices como el de augures estuvieran incompletos.
El propio Sila era augur; igual que Marco Antonio, el joven Dolabela y Catilina. De los sacerdotes, Cayo Aurelio Cotta era el más antiguo; le seguían de cerca Metelo Pío y Flaco, mestre ecuestre, príncipe del Senado y también flamen martialis. Y estaban Catulo, Mamerco, el rex sacrorum Lucio Claudio, de la única rama de los Claudios con el nombre de Lucio, y un pontífice muy molesto, Bruto, hijo del anciano Bruto. Todos ellos se preguntaban si alguno iba a ser proscrito.
–No tenemos pontífice máximo -comenzó diciendo Sila -, y somos pocos. Hubiera podido convocaros en un lugar más acogedor, pero creo que un poco de incomodidad desagraviará a los dioses; hace tiempo que venimos considerándonos por encima de nuestros dioses, y ellos están descontentos. No por casualidad ha ardido nuestro templo de Júpiter Optimus Maximus, inaugurado el mismo año en que nació la República; estoy convencido de que se quemó porque Júpiter juzga que el Senado y el pueblo romano se burlan de Él. No somos tan imberbes y crédulos como para sancionar la creencia bárbara en la cólera divina -los rayos que matan o las columnas que nos aplastan son fenómenos naturales-, y únicamente podemos ver en ellos la mala suerte de una persona, pero las catástrofes indican la insatisfacción de los dioses, y el incendio de nuestro gran templo es una terrible catástrofe. Si no hubiésemos perdido los libros de la Sibila, podríamos dilucidar algo más, pero los libros ardieron con los fasti de los cónsules, las doce tablillas originales y otras muchas cosas.
Los asistentes a la reunión eran quince, y no había espacio suficiente para distribuir orador y auditorio, por lo que Sila estaba situado en el centro y hablaba sin alzar la voz.
–Como dictador, es mi cometido hacer que la religión de Roma vuelva a sus formas tradicionales, haciéndoos actuar a todos vosotros en ese sentido. Ahora yo puedo dictar las leyes, pero sois vosotros quienes tenéis que hacerlas cumplir. Soy inflexible en cierto aspecto, pues he tenido sueños, y, como soy augur, sé que no me equivoco. En resumen: voy a derogar la lex Domitia de sacerdotiis que el pontífice máximo de hace unos años, Cneo Domitio Ahenobarbo, con tanta fruición nos hizo encajar. ¿Por qué? Porque consideraba que le habían marginado y era una ofensa para su familia. Motivos fundados en el orgullo personal y no en un auténtico espíritu religioso. Yo considero que el pontífice máximo Ahenobarbo desagradó a los dioses, y en particular a Júpiter Optimus Maximus. Por lo tanto quedan suspendidas las elecciones para cargos religiosos, incluido el de pontífice máximo.
–¡Pero siempre se ha elegido al pontífice máximo! – exclamó estupefacto el rex sacrorum Lucio Claudio-. ¡ Es el sumo sacerdote de la República, y debe nombrársele democráticamente!
–Digo que no. A partir de ahora también él será elegido por sus colegas del colegio de pontífices -replicó Sila en tono conminatorio-. Tengo toda la razón.
–No sé yo… -comenzó a decir Flaco, quien calló ante la terrible mirada de Sila.
–¡Yo sí que lo sé, y se acabó! – espetó Sila, mirándolos de hito en hito y acallando toda protesta-. Y creo también que desagrada a los dioses que nuestras fuerzas sean escasas; por lo que voy a dar a todos los colegios sacerdotales, tanto menores como mayores, quince miembros en lugar de los diez o doce habituales. ¡ Se acabó eso de que una sola persona cumpla a duras penas dos tareas! Además, el número quince da buena suerte; es el fiel de la balanza sobre el que se apoyan el trece y el diecisiete de la mala suerte. La magia es importante porque abre cauces para el flujo de las fuerzas divinas. Creo que los números encierran una magia, y vamos a emplear la magia en beneficio de Roma, como es nuestro sagrado deber.
–Quizá -terció Metelo Pío-, PO… po… podríamos proponer un so… so… solo candidato para pontífice máximo. Así po… po… podríamos conservar el proceso electoral.
–¡No habrá proceso electoral! – bramó Sila.
Se hizo un profundo silencio en el que no se oía ni una mosca.
Transcurrido un rato, Sila volvió a tomar la palabra.
–Hay un sacerdote que me cae muy mal por una serie de razones. Me refiero al flamen dialis, ese joven Cayo Julio César. A la muerte de Lucio Cornelio Merula, lo eligieron como sacerdote especial de Júpiter Cayo Mario y su paniaguado Cinna. ¡ Dos personajes de siniestro recuerdo! Contravinieron el proceso habitual de elección en el que intervenían todos los colegios. Otra de las razones que me conturba está relacionada con mis antepasados, pues el primer Cornelio con cognomen de Sila fue flamen dialis. Pero el incendio del gran templo es lo más perturbador. Así que comencé a hacer averiguaciones respecto a ese joven y me he enterado de que se negó a observar el reglamento que impone su cargo hasta que revistió la toga virilis, y que, desde entonces, su comportamiento ha sido regular, por lo que me han dicho. Bien, todo esto puede haber sido consecuencia de su juventud, pero no cuenta lo que yo crea. ¿Qué es lo que pensará Júpiter Optimus Maximus? Pues bien, colegas sacerdotes y augures, he descubierto que el incendio del templo de Júpiter se produjo dos días antes de los idus de quintilis: exactamente el mismo día del año en que nació el flamen dialis. ¡Un augurio!
–Podría ser un buen augurio -comentó Cotta, a quien preocupaba el porvenir del susodicho flamen dialis.
–Claro que sí -dijo Sila-, pero no soy yo quien debe decirlo. Como dictador, tengo libertad para determinar el método de designación de nuestros sacerdotes y augures, y libertad para suprimir las elecciones. Pero con el flamen dialis es distinto: vosotros debéis decidir su suerte. ¡Todos vosotros! Feciales, pontífices, augures, sacerdotes de los libros sagrados, y epulones y salii. Cotta, quedas encargado de las investigaciones, por ser el pontífice más antiguo. Dispones hasta los idus de diciembre, cuando volveremos a reunirnos en este mismo templo para hablar del cargo religioso del actual flamen dialis -añadió mirándole fijamente-. De esto nadie debe saber nada, y menos el joven César.
Y se fue a casa, conteniendo la risa y frotándose las manos con deleite. Sí, acababa de tener una ocurrencia genial. Una ocurrencia que Júpiter Optimus Maximus juzgaría un cauce sin par para insuflar su fuerza. ¡Una ofrenda! ¡Una víctima por Roma, por la República de la que era sumo sacerdote! Era un cargo inventado para sustituir al rex sacrorum, para garantizar la abolición de la monarquía, ya que todos los reyes habían ostentado a la vez el de rex sacrorum. ¡Ah, qué genialidad! ¡Ofreceré al gran dios una víctima que irá sumisa al sacrificio y seguirá sacrificándose hasta la muerte! Ofreceré a la república y al gran dios la mejor parte de la vida de un hombre… le ofrendaré su sufrimiento, su angustia, su dolor. Y con su propio consentimiento. Porque no se resistirá a ser sacrificado.
Al día siguiente se publicaba la primera de las leyes de Sila para la reforma de la religión, exponiéndola al público en el muro de los rostra y en la Regia. Al principio, los que deambulaban por los rostra pensaron que se trataba de otra lista de proscritos, y los profesionales del botín se apiñaron en seguida, pero no tardaron en alejarse despotricando al ver que no figuraban en ella más que los miembros de los distintos colegios sacerdotales, mayores y menores. Quince de cada uno, distribuidos un tanto al azar entre patricios y plebeyos (estos últimos eran mayoría) y muy bien equilibrados entre las primeras familias. ¡Y no había ningún nombre indigno; ningún Pompeyo, ni Tulio, ni Didio! Sólo Julios, Servilios, Junios, Emilios, Cornelios, Claudios, Sulpicios, Valerios, Domicios, Mucios, Licinios, Antonios, Manlios, Cecilios y Terencios. Además, Sila se había concedido un sacerdocio para complementar el cargo de augur, y así, era el único que compaginaba los dos.
«Como soy el dictador, tengo que tener un pie en cada campo», se dijo mientras elaboraba la ley.
Al día siguiente publicó un artículo suplementario con un solo nombre: el del pontífice máximo, Cecilio Metelo Pío, el Meneitos, famoso tartamudo.
Los ciudadanos de Roma leyeron horrorizados el nuevo nombre en los rostra y la Regia. ¿Metelo Pío el nuevo pontífice máximo? ¿Cómo era posible? ¿Es que Sila se había vuelto loco?
Y a casa de Ahenobarbo fue a verle una estremecida delegación formada por sacerdotes, augures y el propio Metelo Pío. Por razones que huelgan, no era él el portavoz de la delegación, ya que en aquellos días su lengua tropezaba de tal modo que nadie tenía suficiente paciencia para aguantar nerviosamente a que terminara de articular las frases. El portavoz fue Catulo.
–¿A qué viene esto, Lucio Cornelio? – gimió Catulo-. ¿Es que no podemos impugnarlo?
–¡No qul… qui… quiero el ca… ca… cargo! – balbució con dificultad el Meneítos, pestañeando y retorciéndose las manos.
–¡No puedes hacer eso, Lucio Cornelio! – exclamó Mamerco.
Sila les dejó desahogarse antes de contestar con rostro imperturbable. Parte de la gracia consistía en que no lo descubrieran. Debían continuar creyendo que lo hacía en serio. Porque el mismo Júpiter se le había aparecido en sueños por la noche diciéndole cuánto le gustaba aquella gracia.
Una vez que se desahogaron, se hizo un profundo silencio, sólo roto por los profundos sollozos del Meneitos.
–En realidad -contestó Sila en tono de diálogo-, puedo hacer lo que desee como dictador que soy. Pero no se trata de eso. De lo que se trata es que he soñado que se me acercaba Júpiter Optimus Maximus y me pedía que nombrase pontífice máximo a Quinto Cecilio. Al despertarme, examiné los signos y vi que era un augurio propicio. Cuando me dirigía al Foro para clavar los dos pergaminos en los rostra y la Regia, vi quince águilas volando de izquierda a derecha sobre el Capitolio, y no chilló ningún búho ni hubo ningún relámpago.
La delegación miró a Sila de hito en hito, y a continuación bajó la vista al suelo. Hablaba en serio. Así pues, era decisión de Júpiter Optimus Maximus.
–¡Pero no hay rito que esté exento de error! – exclamó Vatia-. ¡Cualquier gesto, acto o palabra puede ser erróneo! ¡Cuando se hace o dice algo mal hay que volver a empezar toda la ceremonia!
–Soy muy consciente de ello -replicó Sila en tono afable.
–¡Lucio Cornelio, ya lo ves tú mismo! – protestó Catulo-. ¡Pío tartamudea cada vez que intenta decir algo! ¡Cada vez que oficie como pontífice máximo la ceremonia durará una eternidad!
–Me consta con claridad meridiana -replicó Sila muy serio-. Tened en cuenta que yo también tendré que aguantarme -añadió, encogiéndose de hombros-. ¿Que queréis que os diga? Quizá sea un sacrificio más que el gran dios nos impone por no haber actuado debidamente en lo que a religión respecta. Por supuesto, mi querido Pío, puedes rehusar -añadió, volviéndose hacia Metelo Pío y cogiendo una de aquellas manos temblorosas entre las suyas-. No hay nada en las leyes religiosas que te lo impida.
El Meneítos asió con la mano libre un pliegue de la toga para enjugarse ojos y nariz, respiró hondo y contestó:
–Lo acepto, Lucio Cornelio, si es la vo… vo… voluntad del gran dios.
–¿Lo ves? – dijo Sila, dándole una palmadita en la mano-. Casi lo has dicho bien. Practica, querido Meneitos. ¡ La práctica lo es todo!
Notaba que estaba a punto de estallar en una sonora carcajada. Se despidió de la delegación a toda prisa y se encaminó raudo a encerrarse en su despacho. Le temblaban las piernas y se dejó caer en un sofá, sujetándose con fuerza los costados, y se abandonó al ataque de hilaridad hasta que se le saltaron las lágrimas; como casi se ahogaba, se dejó caer al suelo y allí permaneció chillando entrecortadamente y pataleando en el aire, con un dolor mortal en el pecho. Pero aún siguió riendo, completamente convencido de que los augurios, en efecto, habían sido propicios. Y durante el resto del día, cada vez que la expresión de noble sacrificio del Meneitos le venía a la mente, se retorcía en un nuevo paroxismo, y tampoco podía evitar la risa cada vez que recordaba la expresión del rostro de Catulo, y la de Vatia y la de su yerno. ¡ Fantástico! ¡ Fantástico! Una gracia de perfecta justicia jupiterina. Todos la habían aceptado tal como la merecían; Lucio Cornelio Sila incluido.
En los idus de diciembre, unos sesenta miembros de los colegios sacerdotales menores y mayores se apretujaban en el templo de Júpiter Feretrio.
–Ya hemos presentado nuestros respetos al dios -dijo Sila-, y no creo que le importe que nos reunamos afuera.
Tomó asiento en el murete que rodeaba el antiguo Asilo en medio de la zona de vegetación que ascendía entre las cumbres gemelas del Capitolio y del Arx, e hizo un gesto a los demás para que se sentasen en la hierba.
Eso era una de las cosas más raras de Sila, pensó el infeliz Meneitos, que era capaz de conferir una gran dignidad a las cosas más sencillas, o reducir -como ahora- las cosas más solemnes a un acto de lo más informal. A los visitantes y forasteros que acudían al Capitolio y llegaban sin aliento a lo alto de las escalinatass del Asilo o de las Gemonianas, debería parecerles un filósofo que había salido de paseo con sus alumnos, o un patriarca rodeado de hermanos, sobrinos, hijos y primos.
–¿Qué informes nos traes, Cayo Aurelio? – preguntó Sila a Cotta, que estaba sentado en el centro de la primera fila.
–Antes que nada, quiero decir que me ha resultado una tarea difícil, Lucio Cornelio -respondió Cotta-. Imagino que sabrás que el flamen dialis es mi sobrino.
–También lo es mio, aunque por matrimonio más que por sangre -replicó Sila pausadamente.
–Entonces debo hacerte otra pregunta. ¿Vas a proscribir a los Césares?
Sin quererlo, Sila pensó en Aurelia y meneó enérgicamente la cabeza.
–No, Cotta, no voy a hacer nada de eso. Los Césares, que fueron cuñados míos, hace muchos años han muerto. Nunca cometieron crímenes contra el Estado, a pesar de que eran partidarios de Mario. Pero con motivo, pues Mario había ayudado económicamente a la familia y era un vínculo de gratitud obligada. La viuda de Cayo Mario es la tía del muchacho, y su hermana fue mi primera esposa.
–Pero has proscrito a las familias de Mario y de Cinna.
–Efectivamente.
–Gracias -dijo Cotta, con gesto de alivio, haciendo un carraspeo-. El joven César tenía trece años cuando fue solemnemente consagrado sacerdote de Júpiter Optimus Maximus, cumpliendo todos los requisitos menos uno: que era un patricio cuyos padres estaban vivos, aunque no estaba casado con una patricia cuyos padres estuvieran con vida. Sin embargo, Cayo Mario le buscó una novia con la que contrajo matrimonio antes de las ceremonias de consagración del cargo. La esposa fue la hija pequeña de Cinna.
–¿Qué edad tenía? – preguntó Sila, dirigiendo un chasquido con los dedos a su criado, que inmediatamente le tendió un sombrero de campesino de paja con ala ancha. Tras ajustárselo bien, les dirigió una mirada taimada de auténtico lugareño.
–Siete años.
–Ya. Una boda entre niños. ¡Uf! Cinna tenía apuros, ¿no?
–Bastantes -contestó Cotta, molesto-. Bien, el muchacho no aceptó complacido el cargo y se empeñó en que hasta que no revistiera la toga viril seguiría comportándose como un joven romano más. Acudía al campo de Marte a efectuar su entrenamiento militar, batiéndose, disparando flechas y arrojando la lanza; distinguiéndose en todo. Me han informado que solía hacer una cosa extraordinaria: montar un caballo veloz al galope con las manos a la espalda y sin silla. Sus antiguos compañeros del campo de Marte le recuerdan perfectamente y consideran que es una lástima que se le nombrara flamen dialis, dadas sus dotes militares. En cuanto a su comportamiento en otros aspectos, me he informado a través de su madre Aurelia, cuñada mía. Según ella, no cumplía la dieta estipulada, aparte de cortarse las uñas con un cuchillo de hierro, el pelo con navaja y usar nudos y hebillas.
–¿Y qué sucedió cuando revistió la toga virilis?
–Que cambió radicalmente -respondió Cotta, con notable sorpresa en la voz-. Su rebeldía -si tal había sido- cesó de inmediato, y en todo momento cumplió sus deberes religiosos con escrupuloso celo; vistió constantemente el apex y la laena, y no transgredió ninguna norma. Su madre afirma que no es que le gustase el cargo, pero lo había aceptado.
–Ya -dijo Sila, golpeando levemente el muro con los talones-. Me satisface bastante lo que me dices, Cotta. ¿A qué conclusiones has llegado respecto al muchacho y el cargo?
–Hay una dificultad -contestó Cotta, frunciendo el ceño-. Si hubiésemos tenido los libros proféticos, habríamos podido dilucidar este asunto; pero como no los tenemos, claro, es imposible llegar a una conclusión definitiva. No parece que haya duda de que el muchacho es legalmente flamen dialis, pero desde el punto de vista religioso no estamos tan seguros.
–¿por qué?
–Todo estriba en la categoría cívica de la esposa de César, Cinnilla, como la llaman. Ahora tiene doce años, y de una cosa estamos completamente seguros: el cargo es una entidad dual que implica tanto a la esposa como al esposo. Ella posee el título religioso de flaminica dialis, y está sujeta a las mismas prohibiciones e iguales deberes religiosos y si no cumple los requisitos religiosos, queda en tela de juicio que haga honor al cargo. Y hemos llegado a la conclusión de que no cumple los requisitos religiosos, Lucio Cornelio.
–¿Ah, sí? ¿Y cómo habéis llegado a esa conclusión, Cotta? – inquirió Sila, golpeando con más fuerza el muro, pensando en otra cosa-. ¿Se ha consumado el matrimonio?
–No, no se ha consumado. La niña ha vivido con mi hermana y su familia desde que contrajo matrimonio con el joven César. Y mi hermana es una noble romana muy estricta -respondió Cotta.
–Ya sé que es estricta -dijo Sila con una leve sonrisa.
–Pues, si… -Cotta cambiaba el peso de un pie al otro, recordando los debates que habían sostenido en su casa respecto a la naturaleza de la amistad entre Aurelia y Sila; además, sabía que iba a criticar una de las leyes de proscripción del dictador, pero continuó resueltamente, decidido a acabar de una vez por todas-. Pensamos que César es el flamen dialis, pero que su esposa no es la flaminica. Al menos, así es como hemos interpretado tus leyes de proscripción, que en el caso de hijos pequeños de los proscritos no dejan claro si éstos están sujetos a la lex Minicia. El hijo de Cinna era mayor cuando su padre fue proscrito, y no se duda de su ciudadanía; pero ¿qué sucede con los hijos menores, las niñas en particular? ¿Quedan incluidos en la lex Minicia o -en consonancia con la culpabilidad y la pena de destierro- la pérdida de ciudadanía del padre sólo a él afecta? Eso es lo que hay que dilucidar. Y dada la severidad de tus leyes de proscripción en relación con los derechos de los niños y otros herederos, hemos llegado a la conclusión de que no es aplicable la lex Minicia de liberis.
–Meneitos, querido, ¿qué nos dices? – inquirió el dictador en tono zalamero, haciendo caso omiso de la ambigüedad legislativa-. ¡Piénsalo, piénsalo! Hoy no tengo nada más que hacer.
Metelo Pío se ruborizó.
–Como dice Cayo Cotta, no es aplicable a la niña la ley que le da categoría de ciudadana. Cuando uno de los padres no es ciudadano romano, el hijo no puede ser ciudadano romano. Por consiguiente, la esposa de César no es ciudadana romana y, por lo tanto, no puede ser flaminica dialis conforme a la ley religiosa.
–¡Magnífico, magnífico! ¡ Lo has dicho sin trabucarte, Meneítos! – exclamó Sila, golpeando el muro con los talones-. ¿Así que toda la culpa es mía? He dejado una ley que puede interpretarse según convenga en vez de preverla en todos sus detalles.
–Sí -dijo heroicamente Cotta, con un profundo suspiro.
–Es cierto, Lucio Cornelio -dijo Vatia, añadiendo su granito de arena-. Pero somos conscientes de que podemos equivocarnos en la interpretación, y por eso solicitamos respetuosamente tu opinión.
–Bueno -contestó Sila, bajándose del murete-, a mí me parece que lo mejor para salir de este dilema es que César busque una nueva flaminica. Aunque, como estarán unidos por confarreatio, es imposible el divorcio por lo civil y lo religioso. Mi opinión es que César se divorcie de la hija de Cinna, que es inaceptable como flaminica ante el gran dios.
–Sí, claro, una anulación -dijo Cotta.
–Divorcio -replicó Sila, tenaz-. Aunque todos juren que el matrimonio no se ha consumado, y aunque podríamos hacer que las vestales examinasen el himen de la niña, es asunto que concierne a Júpiter Optimus Maximus. Me habéis dicho que mi ley admite interpretaciones. De hecho, vosotros mismos la habéis interpretado, sin venir a consultarme antes de llegar a una decisión. Ahí está vuestro error. Deberíais haberme consultado. Pero como no lo habéis hecho, ahora cargad con las consecuencias. Será un divorcio diffarreatio.
–¡La diffarreatio es un proceso horroroso! – dijo Cotta torciendo el gesto.
–Ganas me dan de llorar al verte tan triste, Cotta.
–En ese caso, informaré al muchacho -dijo Cotta, con los labios apretados.
–¡No! – exclamó Sila, estirando el brazo-. ¡No le digas nada! ¡Nada! Dile que venga a mi casa mañana antes de la hora de cenar. Prefiero decírselo yo. ¿Está claro?
–Así que tienes que ir a ver a Sila, sobrino -dijo Cotta a César y a Aurelia, poco después.
Tanto César como su madre recibieron con cierta tensión la noticia, pero no hicieron comentario alguno y despidieron a la visita en la puerta. Una vez que su hermano se hubo ido, Aurelia siguió a su hijo al despacho.
–Siéntate, mater -dijo él afectuoso.
Aurelia así lo hizo en el borde de una silla.
–No me gusta -dijo-. ¿Para qué querrá verte a solas?
–Por lo que ha dicho el tío Cayo. Va a reformar las órdenes religiosas y quiere ver al flamen dialis.
–No me lo creo -replicó tenaz Aurelia.
Preocupado, César apoyó la barbilla en la mano derecha y miró interrogante a su madre. No le preocupaba su situación, pues se sentía capaz de hacer frente a lo que fuese; no, era ella la que le preocupaba. Ella y las demás mujeres de la familia.
La tragedia se había abatido inexorablemente sobre la familia desde el momento en que el hijo de Mario había convocado aquella reunión para comunicarles su intención de presentarse a las elecciones de cónsul, luego hubo aquella temporada de alegría y confianza artificiales, la decepción de aquel terrible invierno y el negro desasTre que había sido la derrota de Sacriportus. Al joven Mario casi no le habían vuelto a ver desde su nombramiento de cónsul, igual que su madre y su esposa, porque había entrado en escena una querida, una hermosa romana de ascendencia noble llamada Praecia, que ocupaba todos los ratos de ocio que el joven pudiera tener. Era una mujer rica e independiente que cuando hizo caer al joven en sus redes tenía ya treinta y siete años, y ningún proyecto de matrimonio. Había estado casada a los dieciocho años, por obediencia a su padre, fallecido poco después; y Praecia se había embarcado en una serie de aventuras, por lo que su esposo había solicitado el divorcio para entera satisfacción de ella, que emprendió la clase de vida que más le apetecía: ser dueña de su casa y querida de algún noble interesante que recreaba su comedor y su cama con amistades, problemas e intrigas políticas, circunstancia que la permitía mezclar la política a la pasión, irresistible tentación para ella.
El joven Mario había sido su mejor trofeo, y había llegado a tenerle mucho afecto, encantada con su actitud juvenil, fascinada por el poder inherente al nombre de Cayo Mario y complacida por el hecho de que aquel primer cónsul tan joven la prefiriese a su madre, una Julia, y a su propia esposa, una Mucia. Por ello, había abierto de par en par las puertas de su amplia casa exquisitamente amueblada a los amigos del hijo de Mario, y su cama al reducido y selecto grupo de amigos íntimos del joven. Una vez que Carbón (a quien detestaba) había partido para Ariminum, se había convertido en la principal consejera del joven en todo género de cosas, jactándose de ser ella y no él quien mandaba en Roma.
Así, cuando llegó la noticia de que Sila estaba a punto de iniciar la marcha desde Teanum Sidicinum, y el joven Mario anunció que ya no podía demorar más unirse a sus tropas en Ad Pictas, Praecia había acariciado la idea de acompañar al joven cónsul al campo de batalla; pero no había podido ser, porque el hijo de Mario había adoptado para solventar el problema la clásica solución de abandonar Roma de noche sin anunciárselo. Praecia, nada afligida, se encogió de hombros y se dispuso a buscarse otro.
Por todas estas circunstancias, ni la madre ni la esposa del hijo de Mario habían podido despedirse de él y desearle la suerte que tanto iba a necesitar. Se había ido y nunca volvería. La noticia de Sacriportus no se había conocido en Roma hasta la matanza de Bruto Damasipo (demasiado vinculado a Carbón para sentir estima por Praecia). Entre los que habían muerto estaba Quinto Mucio Escévola, pontífice máximo, padre de la esposa del hijo de Mario y buen amigo de la madre de éste.
–Todo ha sido por culpa de mi hijo -dijo Julia a Aurelia, cuando ella acudió a su casa para ver si necesitaba algo.
–¡Tonterías! – replicó Aurelia para animarla-. La responsabilidad ha sido exclusivamente de Bruto Damasipo.
–He leído la carta que envió mi hijo desde Sacriportus, escrita de su puño y letra -había añadido Julia, conteniendo, más que los sollozos, un profundo pesar-. No podía aceptar la derrota sin esa miserable represalia. Y además, ¿cómo quieres que mi nuera vuelva a dirigirme la palabra?
César se había acurrucado en un rincón, observando sin inmutarse a las dos mujeres. ¿Cómo podía su primo haberle hecho eso a su tía Julia? ¿Y más después de la actuación del loco de su padre al final de su vida? La mujer estaba atrapada en un mar de pena como una mosca en una pella de ámbar; más hermosa que nunca por el estupor, pues no dejaba que su dolor se manifestase, y ni siquiera afloraba a sus ojos.
En ese momento había llegado Mucia, y Julia se encogió, rehuyendo su mirada.
Aurelia se había erguido tensa, con su rostro anguloso, duro y brillante.
–Mucia Tertia, ¿crees culpable a Julia del asesinato de tu padre? – preguntó.
–Claro que no -respondió la esposa del hijo de Mario, acercando una silla para poder sentarse cerca de Julia y cogerle las manos-. ¡Julia, mírame, te lo ruego!
–¡No puedo!
–¡Tienes que hacerlo! No voy a marcharme a casa de mi padre a vivir con mi madrastra, ni voy a acudir a casa de mi madre a aguantar a sus horrendos hijos. Quiero quedarme aquí con mi querida suegra.
Así se había solucionado la situación y había continuado la vida para Julia y Mucia Tertia, aunque nada supieron del asedio del joven Mario en Praeneste, y las noticias de batallas eran siempre favorables a Sila. De haber sido hijo de Aurelia, pensó César, el joven Mario poco consuelo habría obtenido en explayarse con su madre durante el interminable encierro de Praeneste. Aurelia no era tan dulce, cariñosa y comprensiva como Julia, pero, en cualquier caso -se dijo con una sonrisa-, si ella hubiera sido su madre, habría sido más parecida de carácter al joven Mario. César había heredado el distanciamiento de su madre. Y su entereza.
Las malas noticias fueron sucediéndose: Carbón había huido de noche, Sila había rechazado a los samnitas, Pompeyo y Craso habían derrotado a las tropas que Carbón había abandonado en Clusium, el Meneitos y Varrón Lúculo dominaban la Galia itálica y Sila había estado unas horas en Roma para establecer un gobierno provisional, dejando a Torcuato con la caballería tracia en apoyo del gobierno.
Pero Sila no había ido a ver a Aurelia. Circunstancia que a él le había extrañado tanto, que consideró oportuno hacer algunas indagaciones sobre aquella entrevista en Teanum Sidicinum de la que su madre había hablado tan poco. Y ahora que se había roto la tradición, ella se mostraba impasible.
–¡Hubiera debido venir a verte! – dijo él.
–No volverá a verme nunca más -contestó ella.
–¿Por qué?
–Esas visitas son agua pasada.
–¿De una época en que era guapo y presumía? – espetó César tajantemente para contener la ira que estaba a punto de brotarle.
Aurelia se quedó de piedra y le dirigió una mirada apabullante.
–¡Eres estúpido y ofensivo! ¡Sal de aquí!
La dejó a solas y no volvió a sacar el tema a colación. Su relación con Sila era asunto exclusivo de ella.
Les llegó la noticia de la torre de asalto construida por el hijo de Mario y su desastroso final, así como de los otros intentos por romper el cerco. Y, luego, el último día de octubre llegó la sorprendente noticia de que noventa mil samnitas habían ocupado el campamento de Pompeyo Estrabón ante la puerta Colina.
Los dos días que siguieron fueron los peores en la vida de César. Agobiado por sus atavíos de sacerdote, impedido de empuñar una espada y de mirar la muerte en el momento de producirse, se encerró en su despacho y se entregó a la redacción de un nuevo poema épico -no en griego, sino en latín- y en hexámetros dactílicos para mayor dificultad. Le llegaba nítidamente el fragor del combate, pero se hacía el sordo, esforzándose en pulir aquellos difíciles espondeos, ansiando acudir a la lucha, y diciéndose que igual le hubiese dado un bando u otro con tal de combatir…
Y una vez cesó el fragor, salió impetuosamente del despacho por la noche y se encontró con su madre, inclinada en su cuarto sobre los libros de cuentas, y se detuvo en el umbral lleno de indignación.
–¿Cómo voy a escribir sobre lo que me está vedado hacer? – exclamó-. ¿La literatura noble no trata acaso de la guerra y los guerreros? ¿Perdió, por ventura, Homero el tiempo en floridas chácharas? ¿Se dignó Tucídides consagrar su pluma al tema de la apicultura?
Ella sabía perfectamente cómo apaciguarle, y se contentó con replicarle en tono frío y objetivo:
–Probablemente no.
Y volvió a enfrascarse en las cuentas.
Y aquella noche fue el final: el hijo de Julia había muerto, todos habían muerto y Roma era de Sila, que ni vino a verles ni les envió recado alguno.
Que el Senado y la Asamblea centuriada le habían nombrado dictador era de dominio público, y todos lo comentaban; pero fue Lucio Decumio quien contó a César y a Cayo Matio, el que vivía encima de él, lo de la desaparición de caballeros.
–Todos los que se han enriquecido con Mario, Cinna o Carbón. Y no es casualidad. Suerte que tu tata ha muerto hace años -dijo Lucio Decumio a Cayo Matius-. Y el tuyo, seguramente también, Pavo -añadió, dirigiéndose a César.
–¿A qué te refieres? – preguntó Matius, frunciendo el ceño.
–Pues a que por Roma andan unos tipos siniestros de aspecto anodino apresando a los caballeros ricos -contestó el encargado de la fratría del cruce-. Son casi todos libertos, pero no como esos griegos chismosos preocupados por sus novios; éstos se llaman todos Lucio Cornelio no sé cuantos, pero mis hermanos y yo los llamamos Silanos, porque son hombres suyos. ¡Yo os digo que no prometen nada bueno, y os aseguro que van a echar mano a muchísimos caballeros ricos!
–¡Sila no puede hacer eso! – dijo Matius, apretando los labios.
–Sila puede hacer lo que se le antoje -replicó César-. Le han nombrado dictador, que es mejor que ser rey porque sus edictos tienen fuerza de ley y no está atado por la lex Cecilia Didia de los diecisiete días que deben transcurrir entre la promulgación y la ratificación, ni tiene que presentarlas al Senado ni a las asambleas. Y no se le puede pedir explicaciones por nada de lo que haga, ni por nada de lo que haya hecho antes. Ahora que te advierto -añadió pensativo-, que si Roma no se conduce con mano firme está acabada. Así que espero que todo le salga bien y que tenga la visión y el valor para hacer lo que sea preciso.
–¡Ese hombre tiene redaños para hacer lo que sea! – comentó Lucio Decumio.
Viviendo en el corazón del Subura, el barrio más pobre y políglota de Roma, las proscripciones de Sila no influían tanto en sus vidas como en barrios lujosos como la Carinae, el Palatino, el alto Quirinal y el Viminal. Aunque había muchos caballeros de la primera clase entre los pobres del barrio, pocos eran de categoría superior a la de tribunus aerarius y pocos tenían la clase de vinculación política que pusiese en peligro su vida ahora que Sila estaba en el poder.
Cuando quedó expuesta la primera lista con el nombre del hijo de Mario en segundo lugar, Julia y Mucia Tertia fueron a ver a Aurelia, y, como la visita solía efectuarse a la inversa, fue para ella una sorpresa. Se debía a la lista, de la que aún no se tenía noticia en el Subura. Sila no había dejado que Julia estuviera en ascuas respecto a su destino.
–Me ha llegado un aviso por mano del pretor urbano electo, el joven Dolabela -dijo Julia temblorosa-. ¡Un hombre bien desagradable! Han confiscado las propiedades de mi pobre hijo. Lo hemos perdido todo.
–¿Tu casa también? – inquirió Aurelia demudada.
–Todo. Traía una lista detallada. Todas las rentas de minería de Hispania, las tierras de Etruria, nuestra villa en Cumas, la casa de Roma, las otras tierras que Cayo Mario había comprado en Lucania y Umbría, los latifundia trigueros del río Bagradas en la provincia de Africa, los obradores de tintado de lana en Hierápolis y las fábricas de vidrio de Sidón. Hasta la granja de Arpino. Ahora todo es de Roma, y me han dicho que va a ser vendido en subasta.
–¡Oh, Julia!
Como era una Julia, tuvo la entereza de esbozar una sonrisa y alzar la vista.
–Bueno, no todo son malas noticias. Me han entregado una carta de Sila por la que me autoriza a recibir del Estado cien talentos de plata, que es la cantidad en que se estima mi dote, si Cayo Mario me hubiese otorgado una; pues, como bien saben los dioses, llegué al matrimonio sin un denario. Pero me van a dar esos cien talentos porque, según dice Sila, soy hermana de Julilla y, en recuerdo de ella, que fue su esposa, no quiere que quede en la indigencia. En realidad, es una carta muy cumplida.
–Es bastante dinero -dijo Aurelia, apretando los labios-, pero no es nada comparado con lo que tenías.
–Pero podré comprarme una bonita casa en el Vicus Longus o en la alta Semita, y me dará una renta suficiente. Por supuesto que el Estado se queda con los esclavos, pero Sila me permite quedarme con Strofantes, ¡no sabes cómo me alegro! El pobre viejo está trastornado por la pena -hizo una pausa, con los verdes ojos bañados en lágrimas, no por ella, sino por el mayordomo-. En fin -continuó-, me las arreglaré sin pasar grandes apuros, en comparación con las viudas o madres de los otros proscritos, que lo pierden todo.
–¿Y tú, Mucia Tertia? – preguntó César-. ¿Te han clasificado como Mariana o Muciana?
En seguida advirtió que no mostraba el menor dolor por su esposo ni lástima por su condición de viuda. En el caso de tía Julia, bien sabía que estaba afligida, aunque no lo demostrase, pero ¿y Mucia Tertia?
–Me han clasificado como Mariana -contestó ella-; así que he perdido mí dote. Las propiedades de mi padre estaban muy endeudadas y no me dejó nada en su testamento. En cualquier caso, de habérmelo dejado, mi madrastra me lo hubiera arrebatado. Mi madre no tendrá problemas porque Metelo Nepote no corre peligro, al ser partidario de Sila; pero antes que en mí, tienen que pensar en sus dos hijos. Ya lo hemos hablado Julia y yo por el camino, y me iré a vivir con ella. Sila me ha prohibido volver a casarme por haber sido esposa de un Mario. De todos modos, no deseo otro esposo.
–¡Es una pesadilla! – exclamó Aurelia, mirándose las manos llenas de tinta y algo hinchadas en los nudillos-. A lo mejor a nosotros nos incluyen también en la lista, ya que mi esposo fue siempre partidario de Cayo Mario y de Cinna antes de morir.
–Pero la insula está a tu nombre, mater -dijo César-, y como todos los Cotta son partidarios de Sila, no te la confiscarán. Yo quizá pierda mis tierras, pero por ser flamen dialis tendré mi sueldo del Estado y casa en el Foro. Me imagino que Cinnilla perderá la dote, tal como están las cosas.
–Tengo entendido que los parientes de Cinna lo pierden todo -dijo Julia suspirando-. Sila quiere acabar con la oposición.
–¿Y Annia? ¿Y la hija mayor, Cornelia Cinna? – preguntó Aurelia-. A mí Annia nunca me ha gustado; nunca fue buena madre de la pequeña Cinnilla, y se volvió a casar con escandalosa prisa nada más morir Cinna. Supongo que no sufrirá represalias.
–Exactamente. Lleva ya un tiempo casada con Pupio Pisón Frugi, y la clasificarán bajo ese patronímico -dijo Julia-. Dolabela me ha contado muchas cosas; parecía estar deseando decirme quiénes son los que van a pasarlo peor. La pobre Cornelia Cinna está clasificada con Cneo Ahenobarbo; ya perdió la casa la primera vez que vino Sila, y ahora Annia no se hará cargo de ella. Creo que vive en la vía Recta con una vieja tía que es vestal.
–¡Ah, cuánto me alegro de que mis hijas están casadas con hombres que no son muy descollantes! – exclamó Aurelia.
–Yo tengo otra noticia -dijo César para distraer la atención de las mujeres de los graves problemas.
–¿Cuál? – inquirió Mucia Tertia.
–Lépido debió imaginarse lo que iba a suceder, porque ayer se divorció de su mujer Apuleya, hija de Saturnino.
–¡Ah, pobre mujer! – exclamó Julia-. Puedo comprender que se castigue a los que han combatido a Sila, pero ¿por qué han de pagar sus hijos y los hijos de sus hijos? ¡Y esa historia de Saturnino pertenece al pasado! A Sila le tiene sin cuidado Saturnino, ¿por qué ha hecho eso Lépido con ella, que le ha dado tres hijos espléndidos?
–No le dará ninguno más -añadió César-, porque se abrió las venas en un baño caliente. Y ahora Lépido anda por ahí sollozando arrepentido. ¡Uf!
–Oh, él siempre ha sido así -añadió Aurelia con desdén-. No es que pretenda que no haya en el mundo hombres débiles, pero lo malo de Marco Emilio es que se cree enérgico.
–¡Pobre Lépido! – dijo Julia suspirando.
–Pobre Apuleya -añadió Mucia Tertia con sequedad.
Y ahora, después de lo que les había dicho Cotta, parecía que los Césares no iban a ser proscritos. Los seiscientos iugera de Bovillae no corrían peligro, y César quedaría incluido en el censo senatorial. ¡A él le traía sin cuidado lo del censo senatorial!, pensaba viendo caer la nieve como una cascada por el patio de luces; el flamen dialis era automáticamente miembro del Senado.
Del mismo modo que él contemplaba la inesperada irrupción del invierno, su madre le contemplaba a él.
Una persona excelente; obra mía y de nadie más, cavilaba ella. Aunque tiene muchas buenas cualidades, dista mucho de ser perfecto. No es tan simpático, tolerante o afectuoso como su padre, a pesar de que se parece a él. Y a mí también. Y es extraordinario en muy diversas cosas. Acude a donde haga falta en el edificio, y es capaz de arreglar lo que sea: tuberías, tejas, escayolas, persianas, desagües, pinturas, madera… ¡Y hay que ver cómo ha mejorado los frenos y cabrias del viejo inventor! Sabe escribir en hebreo y en medo y habla doce lenguas, gracias a la fantástica diversidad de inquilinos. Ya de niño era famoso en el campo de Marte, como me jura Lucio Decumio. Nada, monta a caballo y corre como el viento. Y escribe poemas como los de Ennio y obras de teatro tan buenas como las de Plauto; aunque, como madre suya, no debería decirlo. Y, según me dice Marco Antonio Cnifo, no tiene rival en las clases de retórica. ¿Cómo lo dice Cnifo? Ah, sí, que mi hijo puede conmover a las piedras y enfurecer a las montañas. Sabe de leyes y puede leer cualquier cosa de corrido por abstrusa que sea la escritura. Y no hay nadie en Roma capaz de eso; ni el prodigioso Marco Tulio Cicerón. ¡Y hay que ver cómo le persiguen las mujeres! Por todo el Subura. El cree que no lo sé y que pienso que es casto y aguarda a casarse. Bueno, mejor así. Los hombres son seres extraños en lo que respecta a esa parte que denota su virilidad. Pero no es que mi hijo sea perfecto, sino que es un superdotado. Tiene un carácter extraño, aunque lo oculte; y en muchos aspectos es egoísta y poco sensible a los sentimientos y necesidades de los demás. En cuanto a su obsesión por la limpieza, me complace mucho, pero no la ha heredado de mí; se niega a mirar a una mujer si no acaba de salir del baño, y creo que hasta debe examinarlas de pies a cabeza y entre los dedos de los pies. ¡En el Subura! De todos modos, como tantas le desean, la higiene ha aumentado entre la población femenina desde que cumplió los catorce años. ¡Qué animalito precoz! Yo solía pensar que mi esposo recurría durante sus largas ausencias a las mujeres de los sitios por donde andaba, pero él me confesó que jamás lo hacía y que esperaba a regresar a casa; y no había cosa que más detestara en él, porque me cargaba con un sentimiento de culpabilidad. Mi hijo no hará eso con su esposa; espero que ella aprecie esa suerte. Sila le ha mandado comparecer. No sé para qué será. Ojalá…
Salió de su ensimismamiento con un sobresalto al ver que César estaba inclinado sobre el escritorio, chascando los dedos y riéndose.
–¿Dónde estabas? – preguntó.
–Por todas partes -contestó ella, poniéndose en pie y sintiendo el frío que hacía-. Hijo, voy a decirle a Burgundus que te traiga un brasero, que hace frío.
–¡No te preocupes por nimiedades! – replicó él, impidiéndoselo afectuosamente.
–No quiero que vayas a ver a Sila sonándote y estornudando -insistió ella.
Pero al día siguiente ni se sonaba ni estornudaba. El joven se presentó en casa de Cneo Ahenobarbo una buena hora antes de la cena, decidido a recorrer el atrium de arriba a abajo antes que llegar tarde. Y, efectivamente, el mayordomo -un primoroso griego zalamero, que le sometió a provocativas miradas- le dijo que era demasiado pronto y que tuviese la bondad de aguardar. Sintiendo que se le ponía carne de gallina, César asintió concisamente con la cabeza y volvió la espalda al hombre que pronto sería célebre en Roma y a quien todos conocerían por Crisógono.
Pero Crisógono no le dejó a solas; era evidente que el visitante le resultaba demasiado atractivo para no acosarle, pero César tuvo la prudencia de no hacer lo que estaba deseando: romperle los dientes de un puñetazo. Y, de pronto, se le ocurrió una idea. Salió rápidamente a la galería y el mayordomo, ante el frío que hacía, renunció a seguirle. La casa tenía dos galerías; aquella en la que se encontraba César, trazando medias lunas en la nieve con la punta del zueco, no daba al Foro, sino a la cuesta del Palatino en dirección al clivus Victoriae. Más arriba veía la galería de otra casa, prácticamente encima de la de Ahenobarbo.
¿De quién sería? Frunció el ceño, pensativo. Era de Marco Livio Druso, asesinado en el vestíbulo diez años atrás. Así que allí era donde vivían todos aquellos huérfanos, bajo la severa tutela de… Ah, sí, de la hija de aquel Servilio Cepio que se había ahogado cuando regresaba de su provincia. ¿Cnea? Eso era: Cnea. Cnea y su temible madre, la horrible Porcia Liciniana, era una casa atiborrada de pequeños Servilios Cepios y Porcios Catones. Los Porcios Catones tarados, de la rama de Salonio, descendientes de un esclavo. Allí había uno, inclinándose sobre la balaustrada de mármol; un niñito enclenque de cuello largo como de cigüeña y una narizota que se le notaba desde tan lejos. Y una maraña de pelo rojo. ¡No cabía duda de que era de la camada de Catón el censor!
Todas estas reflexiones eran producto de un rasgo de carácter de César que su madre no había evocado durante su ensimismamiento: que era un inveterado chismoso y no se le escapaba detalle.
–Honorable sacerdote, mi señor desea recibirte.
César se volvió, después de dirigir una sonrisa y saludar con la mano al niño del balcón en la casa de Druso, sin ofenderse porque no le devolviera el saludo. Probablemente el pequeño Catón se hallaba demasiado sorprendido para contestar; seguramente Sila no tendría muchas ocasiones de hacer gestos amistosos a un flacucho descendiente de un señor tusculano y de un esclavo celtíbero.
Aunque estaba preparado para el momento de ver a Sila el dictador, César no pudo por menos de sorprenderse. ¡No era de extrañar que no hubiese ido a ver a mater! Yo, en su caso, tampoco lo hubiera hecho, pensó, avanzando tan despacio como se lo permitían sus zuecos.
Lo primero que pensó de él Sila al verle fue que se trataba de alguien totalmente desconocido; pero ello era debido a la fea capa rojo y púrpura, y a aquel extraño casco de marfil, semejante a un cráneo desnudo.
–¡Quítate todo eso! – dijo Sila, volviendo a bajar la vista al montón de papeles del escritorio.
Cuando volvió a alzar los ojos, no quedaba resto alguno de sacerdote. Aquel muchacho era su propio hijo. Y a Sila se le erizó el vello de los brazos y de la nuca, al tiempo que lanzaba una especie de gemido y se ponía en pie. Aquel pelo dorado, los ojos azules, el rostro alargado de los Césares, aquella estatura… Y, de pronto, la vista obnubilada de Sila acusó las diferencias: los pómulos protuberantes de Aurelia y los hoyuelos en las mejillas, y la preciosa boca de Aurelia con los surcos en las comisuras. Mayor que su hijo cuando murió y ya casi un hombre. ¡Oh, hijo mío, Lucio Cornelio! ¿Por qué has tenido que morir?
–Por un instante te había tomado por mi hijo -dijo con voz ronca, conteniendo las lágrimas, estremecido.
–Era primo mío.
–Recuerdo que decías que le querías.
–Así es.
–Decías que era mejor que el hijo de Mario.
–Exacto.
–Y escribiste un poema para él después de su muerte, pero dijiste que no me lo enseñabas porque no era bueno.
–Si, es cierto.
Sila volvió a derrumbarse en la silla, con las manos temblorosas.
–Siéntate, muchacho. Aquí, donde hay más luz y pueda verte. Mi vista ya no es la que era -añadió, anhelando absorber todo detalle de aquel enviado del gran dios, del que era su sacerdote-. cTe ha hablado tu tío Cayo Cotta?
–Sólo me ha dicho que deseabas verme, Lucio Cornelio.
–Llámame Sila, como me llaman todos.
–Y a mí todos me llaman César; hasta mi madre.
–Eres el flamen dialis.
Un brillo surgió en los inquietantes ojos familiares. ¿Por qué le resultaban tan familiares si los de su hijo eran de un azul más oscuro y más vivaces? ¿Un brillo de ira o de pena? No, no: de ira.
–Si, soy el flamen dialis -repitió César.
–Los que te nombraron eran enemigos de Roma.
–No cuando me nombraron.
–Sí, es cierto -replicó Sila, cogiendo la pluma de junco forrada de oro y volviéndola a dejar-. Tienes esposa.
–Así es.
–La hija de Cinna.
–Exacto.
–¿Habéis consumado el matrimonio?
–No.
Sila se levantó y se acercó a la ventana completamente abierta a pesar del frío. César sonrió para sus adentros, pensando en lo que hubiera dicho su madre al ver a otra persona despreocupada por la intemperie.
–Estoy acometiendo la renovación de la república -añadió Sila, mirando por la ventana a la estatua de Escipión el Africano sobre su alta columna; desde allí, quedaba a la misma altura que el rechoncho Escipión-. Por motivos que supongo entenderás, he decidido empezar por la religión. Se han perdido los valores tradicionales y hay que recuperarlos. He abolido las elecciones de sacerdotes y augures, incluida la del pontífice máximo. En Roma, la política y la religión están estrechamente entrelazadas, pero no quiero que la religión esté al servicio de la política, cuando debe ser al revés.
–Lo comprendo -dijo César desde su silla-. No obstante, creo que al pontífice máximo se le debe elegir.
–¡Me tiene sin cuidado lo que creas!
–Entonces, ¿para qué estoy aquí?
–¡Desde luego, no para hacerme observaciones!
–Perdona.
Sila giró sobre sus talones y clavó su fiera mirada en el flamen dialis.
–No te infundo el menor temor, ¿verdad, muchacho?
César esbozó la famosa sonrisa que cautivaba mentes y corazones. ¡La misma sonrisa que la de su hijo!
–Solía esconderme en un falso techo encima del comedor para verte hablar con mi madre. Han cambiado los tiempos y las circunstancias, pero a uno no puede darle miedo una persona por la que ha sentido un súbito afecto al descubrir que no era amante de su madre.
La respuesta desencadenó una risotada en Sila, que hizo que se le saltaran las lágrimas.
–¡Cierto, cierto! No lo fui. Lo intenté en una ocasión, pero ella tuvo la gran prudencia de rechazarme. Tu madre piensa como un hombre. Yo no traigo suerte a las mujeres. Es mi sino -añadió, mirando de arriba abajo a César con sus inquietos ojos claros-. Tú tampoco les traerás suerte, aunque tendrás muchas.
–¿Para qué me has mandado llamar si no vas a pedirme consejo?
–Por un asunto relacionado con la reglamentación de la conducta religiosa. Me han dicho que naciste el mismo día del año en que empezó el incendio del templo de Júpiter.
–Sí.
–¿Qué interpretación le das?
–Un buen augurio.
–Desgraciadamente, el colegio de pontífices y el de augures no coinciden contigo, joven César. Hace tiempo que vienen estudiando el caso tuyo y de la flaminica, y han llegado a la conclusión de cierta irregularidad en ella que es la causa de la destrucción del templo del gran dios.
El rostro de César se iluminó de gozo.
–¡Ah, cuánto me alegro de que me lo digas!
–¿Eh? ¿Decirte qué?
–Que dejo de ser flamen dialis.
–No he dicho eso.
–¡Claro que lo has dicho!
–Has entendido mal, muchacho. Sigues siendo el flamen dialis. A esa conclusión han llegado quince sacerdotes y quince augures.
La alegría se había desvanecido del rostro del joven.
–Prefiero ser militar -dijo malhumorado-. Tengo mejores dotes.
–Lo que tú prefieras no cuenta. Cuenta lo que eres; y lo que es tu esposa.
César frunció el ceño y miró inquisitivo a Sila.
–Es la segunda vez que mencionas a mi esposa.
–Tienes que divorciarte de ella -dijo Sila sin rodeos.
–¿Divorciarme? ¡ Imposible!
–¿Por qué?
–Porque estamos casados por confarreatio.
–Pero existe la diffarreatio.
–¿Y por qué tengo que divorciarme de ella?
–Porque es hija de Cinna, y resulta que mis leyes relativas a los proscritos y sus familiares presentan un pequeño defecto en relación con la condición de ciudadanía de los niños. Los sacerdotes y augures han decidido que es aplicable la lex Minicia, por lo que tu esposa, que es flaminica dialis, no es romana ni patricia. Y, por consiguiente, no puede ser flaminica dialis. Como el cargo es de naturaleza dual, la legalidad de su posición es tan importante como la tuya. Tienes que divorciarte de ella.
–No lo haré -replicó César, comenzando a entrever una salida a su detestado sacerdocio.
–¡Harás lo que yo te diga que hagas, muchacho!
–No haré nada que considere que no debo hacer.
Los arrugados labios se abrieron lentamente.
–Soy el dictador y tienes que divorciarte de tu esposa -dijo Sila sin levantar la voz.
–Me niego -contestó César.
–Puedo obligarte a ello.
–¿Cómo? – inquirió César despectivo-. El proceso de diffarreatio requiere pleno consentimiento por ambas partes.
Haría temblar de miedo a aquel insolente, pensó Sila, dejándole atisbar la monstruosa criatura que llevaba dentro; pero mientras trataba de avasallarle, comprendió por qué aquellos ojos le resultaban tan conocidos. ¡Eran igual que los suyos! Y sostenían su mirada con la fijeza fría y carente de emoción de la serpiente. El monstruo sañudo de Sila hubo de retirarse, impotente. Por primera vez en su vida se veía desprovisto de los medios para doblegar a otra persona a su voluntad; y no le brotaba la rabia que habría debido ponerle fuera de si, obligado a contemplar en un rostro ajeno su propia imagen. Lucio Cornelio Sila se veía impotente.
Tuvo que recurrir a simples palabras.
–He prometido restaurar la ética religiosa conforme al mos maiorum -dijo-. Roma honrará y servirá a sus dioses como se hacía en el alba de la República. Júpiter Optimus Maximus está descontento contigo… Mejor dicho, con tu esposa. Tú eres su sacerdote, pero tu esposa es parte inseparable de tu condición sacerdotal, y debes apartarte de esa esposa inaceptable y casarte con otra. Debes divorciarte de esa mocosa de Cinna no romana.
–No lo haré -contestó César.
–Pues buscaré otra solución.
–Yo tengo una -replicó César-. Que se divorcie de mí Júpiter Optimus Maximus. Anula mi sacerdocio.
–Como dictador, hubiera podido hacerlo de no haber pasado el asunto al colegio de sacerdotes. Pero ahora tengo que actuar en consonancia con su veredicto.
–Pues me parece -añadió César imperturbable -que hemos llegado a un callejón sin salida.
–No. Hay otra solución.
–Matarme.
–Exactamente.
–Eso sería mancharte las manos con la sangre del flamen dialis, Sila.
–No, si se las mancha otro. Yo no suscribo la metáfora griega, Cayo Julio César. Ni tampoco los dioses romanos. La culpabilidad es intransferible.
César reflexionó.
–Creo que tienes razón. Si mandas a otro que me mate la culpa recaerá sobre él -dijo, poniéndose en pie y quedando unos centímetros por encima de Sila-. Entonces ha concluido la entrevista.
–Eso es. A menos que lo reconsideres.
–No voy a divorciarme de mi esposa.
–Pues te haré matar.
–Si puedes -dijo César, abandonando el despacho.
–¡Sacerdote -gritó Sila a sus espaldas-, te olvidas la laena y el apex!
–Guárdalos para el próximo flamen dialis.
Se encaminó a su casa sin apresurar el paso, inseguro de lo que Sila tardaría en reaccionar. Era evidente que había sacado de sus casillas al dictador, y no había muchos capaces de desafiar a Lucio Cornelio Sila.
El aire era helado, demasiado frío para que nevase. Y su gesto infantil le había privado de abrigo. Bueno, poco importaba; no iba a morirse de frío andando del Palatino al Subura. Lo más importante era lo que debía hacer a continuación, porque estaba completamente seguro de que Sila mandaría matarle. Lanzó un suspiro. Tendría que huir. Aunque sabía que podía cuidar de si mismo, no se hacía ilusiones sobre su vida si permanecía en Roma. Pero, de todos modos, tenía un día por delante, ya que el dictador se hallaba, como todo el mundo, abrumado por la maquinaria colosal de la burocracia, y tendría que intercalar en sus múltiples obligaciones una entrevista con uno de aquellos grupos de hombres anodinos. César había visto que su vestíbulo estaba lleno de clientes, pero no de asesinos a sueldo. La vida en Roma no era en nada parecida a una tragedia griega, y no se gritaban órdenes a una banda de sicarios impacientes, atados a una correa como perros. Sila daría las órdenes en su momento. Pero todavía no.
Cuando entró en el aposento de su madre estaba lívido de frío.
–¿Y tus ropas? – preguntó Aurelia, estupefacta.
–En casa de Sila -atinó a decir-. Se las he regalado para el próximo flamen dialis. Mater, me ha mostrado la manera de librarme de eso.
–Explícate -dijo ella, haciéndole sentarse junto a un brasero.
Y el joven se lo contó todo.
–¡Oh, César! ¿Por qué has hecho eso?
–Vamos, mater, bien lo sabes. Yo amo a mi esposa. Eso en primer lugar. Todos estos años ha vivido con nosotros, y yo me he ocupado de ella como no lo habrían hecho ni su padre ni su madre, y yo soy para ella lo mejor de su vida. ¿Cómo voy a abandonarla? ¡Es hija de Cinna, la desgraciada! ¡Ya no es ni romana! Mater, no es que busque la muerte; vivir siendo flamen dialis es infinitamente mejor que morir, pero hay cosas por las que vale la pena morir: los principios, los deberes de un noble romano que tú me inculcaste con tanto rigor. Cinnilla es responsabilidad mía y no puedo abandonarla -añadió encogiéndose de hombros, sonriente-. Además, es la manera de salir de esta situación. Mientras me niegue a divorciarme de Cinnilla, no puedo ser sacerdote del dios. Así que, basta con que rechace el divorcio.
–Hasta que Sila logre matarte.
–Eso está en manos del gran dios, mater. Creo que la Fortuna me ofrece esta ocasión y debo aprovecharla. Lo que debo hacer es conservar la vida hasta que muera Sila. Una vez muerto, nadie tendrá el valor de matar al flamen dialis, y los colegios sacerdotales se verán obligados a anular mis votos. Mater, no creo que Júpiter Optimus Maximus me haya designado sacerdote suyo. Creo que me encomienda otra tarea. Una tarea más útil para Roma.
Aurelia no discutió más.
–Dinero. Necesitarás dinero, César -dijo pasándose las manos por el pelo, como siempre hacía cuando trataba de localizar una cantidad extraviada-. Necesitarás más de dos talentos de plata, pues ése es el precio de la cabeza de los proscritos. Si te descubren, tendrás que pagar bastante más de dos talentos para que el delator te deje huir. Con tres talentos tendrás para comprarle y que te quede lo bastante para subsistir. ¿Cómo encuentro yo tres talentos sin hablar con los banqueros? Setenta y cinco mil sestercios… En mi cuarto tengo cien mil. Y puedo cobrar los alquileres esta noche; cuando los inquilinos sepan para qué los necesito me pagarán sin dilación. Te adoran, aunque no sé por qué, con lo raro y obstinado que eres… Cayo Matius podrá encontrar más, y me imagino que Lucio Decumio debe guardar debajo de la cama sus turbias ganancias…
Y salió del cuarto sin dejar de hablar. César lanzó un suspiro y se puso en pie. Había que organizar la huida, y antes de ello hablar con Cinnilla.
Mandó a Eutico, el mayordomo, a buscar a Lucio Decumio, e hizo venir a Burgundus.
El anciano Cayo Mario le había dejado aquel germano en su testamento, y en su momento César había sospechado que lo hacía como último eslabón de la cadena de flamen dialis con que le aprisionaba: si por algún motivo dejaba de ser flamen dialis, el gigante estaría a su lado para matarle. Pero César, que era encantador, no había tardado en hacerse con la voluntad de Burgundus, ayudado por la circunstancia de que la grandota criada de su madre, la auvernia Cardixa, le había hecho caer en sus redes. Burgundus era un germano de la tribu de los cimbros, que tenía dieciocho años al ser capturado en la batalla de Vercellae, y ahora tenía treinta y siete, contra cuarenta y cinco de Cardixa. Los dos habían sido manumitidos el día en que César revistió la toga viril, pero el rito de ser declarados libertos no los había cambiado en nada salvo su categoría de ciudadanos (ahora romanos, aunque, habiendo quedado inscrito en la tribu Suburana, su voto no tenía valor). Aurelia, que era tan frugal como escrupulosamente equitativa, siempre había pagado a Cardixa un salario razonable, y también al gigantón Burgundus, por lo que se suponía que los dos tendrían el salario ahorrado para sus hijos, teniendo cubiertas sus necesidades diarias.
–César, tienes que aceptar nuestros ahorros -dijo Burgundus en su espeso latín-. Los vas a necesitar.
Su amo era alto para ser romano, pero Burgundus le sacaba cinco centímetros y era el doble de ancho. Su rostro claro, feo para el criterio estético romano porque su nariz era demasiado recta y corta y su boca demasiado grande, adoptaba una expresión solemne diciéndolo, pero sus ojos azules manifestaban cariño y respeto.
César le sonrió y meneó la cabeza.
–Te agradezco el ofrecimiento, Burgundus, pero ya se las arreglará mi madre. Si no puede, pues… lo aceptaré y te lo devolveré con intereses.
Llegó Lucio Decumio entre un remolino de nieve, y César se apresuró a terminar con Burgundus.
–Prepara nuestras cosas para el viaje, Burgundus. Coge ropa caliente. Tú puedes llevar una porra; yo llevaré la espada de mi padre.
¡Ah, qué magnífico poderlo decir! Llevaré la espada de mi padre. Había cosas peores que ser fugitivo de la cólera del dictador.
–¡Ya sabía yo que tendríamos complicaciones! – dijo Lucio Decumio, sin mencionar la ocasión en que una simple mirada de Sila le había causado un miedo cerval-. He enviado a mis hijos a casa a por dinero; no te faltará -añadió, mirando de soslayo la espalda del germano-. Escucha, César, con el tiempo que hace, no puedes ir solo con ese patán. Te acompañaremos mis hijos y yo.
César, que se lo esperaba, le dirigió una mirada de mudo reproche.
–No; no puedo consentirlo. Cuantos más seamos, más llamaremos la atención.
–¿Llamar la atención? – repitió Lucio Decumio abriendo mucho la boca-. ¿Cómo no vas a llamar la atención con ese enorme mastuerzo detrás de ti? Déjale aquí y yo te acompañaré, ¿te parece? El viejo Lucio Decumio pasa ya inadvertido como parte del decorado.
–En Roma, sí -replicó César, sonriéndole con gran afecto-, pero en el país de los sabinos destacarás más que las pelotas de un perro. Iremos Burgundus y yo; además, sabiendo que estás aquí cuidando de las mujeres, estaré mucho más tranquilo.
Como era una verdad irrebatible, Lucio Decumio cedió, mascullando por lo bajo.
–Debido a las proscripciones, es más importante que nunca que haya alguien aquí al cuidado de las mujeres. Julia y Mucia Tertia no tienen a nadie, y, aunque no creo que les suceda nada en el Quirinal, pues toda Roma siente afecto por tía Julia, menos Sila, tendrás que vigilar tú. Mi madre… -añadió, encogiéndose de hombros-, mi madre es distinta; y eso es tan bueno como malo en relación con Sila. Si las cosas cambian, si se da el caso de que Sila me proscribe y la proscripción alcanza a mi madre, tendrás que encargarte de mi patrimonio. Hemos gastado mucho dinero para criar a los hijos de Cardixa para que el Estado se aproveche de ellos -añadió sonriente.
–¡Nada malo les sucederá, pierde cuidado, Pavo!
–Gracias. Ahora -añadió, pensando en otro asunto-, quiero que alquiles dos mulas y saques los caballos de la cuadra.
Aquél era el secreto de César, lo único en su vida que nadie sabía aparte de Burgundus y Lucio Decumio. Por su condición de flamen dialis no podía tocar caballos, pero desde que el anciano Cayo Mario le había enseñado a montar, le había fascinado la sensación de velocidad, notando la fortaleza del cuerpo del caballo entre sus piernas; y, aunque no era rico, con excepción de las tierras, disponía de una cantidad de dinero estrictamente suya, que su madre jamás habría osado administrar, procedente del testamento paterno, con la que había ido adquiriendo cuanto necesitaba sin necesidad de recurrir a Aurelia. Y se había comprado un caballo. Pero no un caballo cualquiera.
César había sacado fuerzas de flaqueza y se había sacrificado para cumplir todos los requisitos de flamen dialis menos aquél. Se mostraba indiferente a la monótona dieta pensando en que no le costaba nada, y muchas veces había estado tentado de sacar la espada paterna del arca en que se guardaba y esgrimirla, pero se había contenido. A lo único que no había sido capaz de renunciar era a su adoración por los caballos y a montar. ¿Por qué? Por el perfecto resultado de la combinación de dos seres vivos tan distintos. Y se había comprado un precioso caballo castrado color castaño, tan veloz como Bóreas, al que llamaba Bucéfalo en honor al legendario corcel de Alejandro Magno. El animal era su mayor placer, y siempre que podía se escapaba a la puerta Capena, en donde le aguardaban Burgundus y Lucio Decumio con el caballo, para correr con él por el sendero de remolque del Tíber sin temor a matarse, esquivando los pesados bueyes que tiraban de las barcazas corriente arriba. Y cuando ya se había divertido lo bastante, galopaba a campo través saltando cercas, fundido como un solo ser con su querido Bucéfalo. Muchos conocían al caballo, pero no al jinete, pues se disfrazaba de gálata y se cubría cabeza y rostro con un pañuelo medo.
Aquellas cabalgadas secretas conferían a su vida un riesgo de cuya afición no era aún consciente; a él le divertía sobremanera burlar a Roma y arriesgar su cargo, pues, aunque honraba y respetaba al gran dios al que servía, sabía que mantenía con Júpiter Optimus Maximus una relación particular, y que su antepasado Eneas era hijo de Venus, la diosa del amor. Júpiter lo comprendía, lo autorizaba; Júpiter sabía que por las venas de su terrenal servidor corría una gota de linfa divina. En todo lo demás cumplía los preceptos del flaminado lo mejor que podía, pero sin renunciar a aquella comunión con Bucéfalo, un ser vivo más valioso para él que todas las mujeres del Subura.
Poco después de medianoche estaba listo para partir. Lucio Decumio y sus hijos habían acarreado los setenta y seis mil sestercios que Aurelia había ido llevando a la puerta del Quirinal, mientras otros fieles miembros de la cofradía iban a las cuadras del campo Lanatarius a por los caballos de César y los conducían hacia el lugar convenido, fuera de las murallas Servianas.
–Hubiera preferido -dijo Aurelia, sin mostrar la angustia que la embargaba- que hubieses elegido una cabalgadura menos vistosa que este caballo castaño con el que galopas por todo el Lacio.
César tuvo que reprimir la incontenible risa, hasta que pudo contestar.
–¡No creo, mater! ¿Desde cuándo sabes lo de Bucéfalo?
–¿Así le llamas? – replicó ella con gesto de desdén-. Hijo, tienes manías de grandeza que no corresponden a tu condición sacerdotal. Lo sé desde siempre -añadió con un fulgor irónico en los ojos-. Y sé el precio astronómico que te costó. ¡Cincuenta mil sestercios! Eres un derrochador empedernido, César. Y no sé de dónde los sacaste… De mí no, desde luego.
César la abrazó y la besó en la lisa frente.
–Bueno, mater, juré que nadie más que tú llevaría mis cuentas, pero quiero saber cómo te enteraste de lo de Bucéfalo.
–Tengo mis propias fuentes de información -contestó ella sonriente-. Es inevitable, después de veintitrés años viviendo en el Subura. Aún no has hablado con Cinnilla -añadió, ya seria, mirándole a los ojos-. Y está inquieta, imaginándose que algo sucede, a pesar de que le he dicho que se quede en su cuarto.
–¿Y qué le digo, mater? – preguntó él con un suspiro, frunciendo el ceño-. ¿Qué puedo explicarle?
–Dile la verdad, César. Tiene doce años.
Cinnilla ocupaba lo que había sido el cuarto de Cardixa, debajo de las escaleras que ascendían hacia los pisos más altos que daban al vicus Patricius; Cardixa vivía ahora con Burgundus y los hijos en un cuarto nuevo que el propio César se había complacido en idear y construir sobre las dependencias de los criados.
Al entrar César, anunciándose con los nudillos en la puerta, su esposa estaba sentada ante el telar, tejiendo una tela gris y lanuda destinada a su vestuario de flaminica dialis, cuyo aspecto tan poco agradable suscitó en César un repentino e inexplicable pesar.
–¡No hay derecho! – exclamó, levantándola del escabel para abrazarla y sentarla en su regazo sobre el reducido catre.
Le parecía una niña adorable, aunque él era demasiado joven para que le atrajese su incipiente femineidad; a él le gustaban las mujeres mucho más maduras, pero para quien ha vivido siempre rodeado de personas altas y de tez clara, aquella piel un poquitín cetrina en un cuerpo llenito resultaba fascinante. Sus sentimientos hacia ella eran ambiguos, pues hacía ya cinco años que vivía en la casa como si fuera una hermana, aunque sabía perfectamente que era su esposa y que Aurelia le daba permiso para que él la sacara de aquel cuarto y la acostara en su cama. No era de índole moral aquella ambigüedad que habría podido denominarse logística; había momentos en que era hermana, y otros en que era esposa. Sí, era sabido que los monarcas orientales se casaban con sus hermanas, pero le habían dicho que los cuartos de los niños de los Tolomeos y de Mitrídates eran un reñidero increíble, y que los hermanos se pegaban con las hermanas como fieras; él nunca se había peleado con Cinnilla más de lo que había hecho con sus propias hermanas. Aurelia no se lo hubiera consentido.
–¿Te marchas, César? – preguntó Cinnilla.
Tenía un mechón de pelo sobre las cejas, y él se lo retiró hacia atrás y siguió acariciándole la cabeza, con un ritmo suave, consolador, sensual, como si fuese un gatito. Ella, con los ojos cerrados, se reclinó contra su pecho.
–¡Eh, no, no te duermas ahora! – dijo él, severo, zarandeándola-. Ya sé que es tarde, pero tengo que hablarte. Si, es cierto; me voy.
–¿Qué está pasando estos días? ¿Tiene que ver con las proscripciones? Aurelia dice que mi hermano ha huido a Hispania.
–Sí, Cinnilla, tiene algo que ver con eso. Pero es porque las dicta Sila. Tengo que irme porque Sila dice que está en tela de juicio mi cargo de flamen dialis.
Ella sonrió de modo que el carnoso labio superior dejó ver el pliegue interno; un gesto característico que todos encontraban encantador.
–Pues estarás contento; a ti que no te gustaba ser flamen dialis…
–Ah, sigo siendo flamen dialis -replicó César con un suspiro-. Según dicen los sacerdotes, eres tú quien no cumple los requisitos -añadió, cambiándola de postura y haciendo que se sentara derecha en sus rodillas para mirarla a la cara-. Ya sabes la situación en que se encuentra tu familia, pero lo que quizá no sepas es que cuando declararon sacer a tu padre dejó de ser ciudadano romano.
–Bueno, comprendo que Sila nos quite las propiedades, pero mi padre murió mucho antes de que volviera Sila -dijo Cinnilla, que no era muy despierta y necesitaba que se lo explicasen todo-. ¿Cómo puede haber perdido la ciudadanía?
–Porque las leyes de proscripción de Sila despojan automáticamente al proscrito de la ciudadanía, y porque de los que están en las listas de Sila muchos ya habían muerto. Tu padre, el hijo de Mario, los pretores Carrinas y Damasipo y muchos otros estaban muertos cuando fueron declarados proscritos. Pero, a pesar de ello, han perdido la ciudadanía.
–No me parece justo.
–Estoy de acuerdo, Cinnilla -replicó César, lamentando no tener unas dotes explicativas más simples-. Tu hermano ya era mayor de edad cuando tu padre fue proscrito y conserva la ciudadanía romana, pero no puede heredar dinero ni propiedades de la familia, ni presentarse a las elecciones de magistrado curul. Pero tu caso es distinto.
–¿Por qué? ¿Porque soy niña?
–No, porque eres menor de edad. El sexo no tiene nada que ver. La lex Minicia de liberis estipula que los hijos de cónyuges, uno romano y otro no, deben adoptar la ciudadanía del cónyuge no romano. Es decir que, según los sacerdotes, tú ahora eres extranjera.
Cinnilla comenzó a temblar, sin llorar, mirando compungida a César con sus enormes ojos negros.
–¡Oh! ¿Y por eso ya no soy tu esposa?
–No, Cinnilla, no es eso. Eres mi esposa hasta que uno de los dos muera, porque estamos casados conforme al rito tradicional. No hay ninguna ley que prohíba a un romano casarse con una extranjera. No es nuestro matrimonio lo que se discute. Lo que se pone en duda es tu ciudadanía, lo mismo que la ciudadanía de los hijos de todos los proscritos que eran menores de edad en el momento de la proscripción. ¿Está claro?
–Creo que sí -replicó la niña muy pensativa, sin dejar de fruncir el ceño-. ¿Y significa eso que si te doy hijos no van a ser ciudadanos romanos?
–Con arreglo a la lex Minicia, así es.
–¡Oh, César, qué horrible!
–Pues sí.
–Pero yo soy patricia.
–Ya no, Cinnilla.
–¿Y qué voy a hacer?
–De momento nada. Pero Sila sabe que tiene que aclarar sus leyes a este respecto, y esperemos que lo haga de una manera que permita que nuestros hijos sean romanos aunque tú no lo seas. Hoy Sila me ha llamado y me ha dicho que me divorciase de ti -añadió, abrazándola con más fuerza.
Ahora sí que le brotaron las lágrimas, en silencio, trágicas. Ya a sus dieciocho años César sabía lo que eran las lágrimas de mujer; un fastidio bastante rutinario que solía producirse cuando se cansaba de una, o una de ellas se enteraba que andaba con otra, esa clase de lágrimas le aburrían y ponían a prueba su carácter brusco y colérico; y, aunque había aprendido a dominarse totalmente, cuando le venían con lloriqueos siempre perdía el control, con funestas consecuencias para la llorona. Pero las lágrimas de Cinnilla eran de auténtico dolor, y fue Sila quien despertó su ira por haber hecho llorar a la niña.
–Vamos, vamos, cariño -dijo apretándola contra su pecho-. No voy a divorciarme de ti aunque lo ordenase Júpiter Optimus Maximus en persona. ¡Aunque viviéramos mil años no me divorciaría!
La niña lanzó una risita, haciendo ruido con la nariz, y dejó que él le enjugase las lágrimas con el pañuelo.
–¡Suénate! – dijo César, y ella así lo hizo-. Bueno, ya está bien. No hay por qué llorar. Eres mi esposa y lo seguirás siendo pase lo que pase.
Cinnilla le rodeó el cuello con un brazo y se echó a reír, hundiendo la cabeza en el hombro de él.
–¡Oh, César, te quiero! ¡Cuánto me cuesta esperar a hacerme mayor!
Aquellas palabras le conmovieron. Y sentía el bultito de sus pechos incipientes, pues sólo vestía una túnica. Acercó la mejilla al pelo de Cinnilla, pero la soltó con delicadeza para no caer en la tentación de algo que su honor le impediría concluir.
–Júpiter Optimus Maximus no baja en persona -dijo ella, como buena niña romana que conocía la religión-. El está en donde Roma está… por eso Roma es la mejor y la más grande.
–¡Qué estupenda flaminica dialis hubieras sido!
–Lo habría procurado. Por ti -dijo ella, alzando la cabeza para mirarle-. Si Sila te dijo que te divorciases de mí y tú no has querido, ¿él va a intentar matarte? ¿Te marchas por eso, César?
–Desde luego que intentará matarme, y por eso me marcho. Si me quedase en Roma, podría matarme fácilmente, porque tiene muchos sicarios y nadie sabe quiénes son. Pero en el campo correré menos peligro -dijo, haciéndola saltar en sus rodillas como hacía al principio, cuando había venido a vivir con ellos-. Cinnilla, tú no tienes que preocuparte por mí. Mi vida es demasiado resistente para que Sila pueda cortarla. Ya verás. Tú lo que tienes que hacer es no dejar que mater se preocupe.
–Lo intentaré -contestó ella, besándole en la mejilla, sin atreverse a hacer lo que deseaba, que era besarle en la boca y decirle que ya era mayor.
–¡Muy bien! – dijo él, bajándola de su regazo y levantándose-. Volveré cuando muera Sila.
Y sin más, salió del cuarto.
Al llegar a la puerta del Quirinal, César se encontró con Lucio Decumio y sus hijos, que estaban esperándole. Habían repartido el dinero entre las dos mulas para que no fuesen muy cargadas, y las bolsas de cuero estaban disimuladas en falsos fondos de baldes llenos de rollos de pergamino.
–Esto no lo habrás ingeniado hoy mismo -dijo César, sonriendo-. ¿Es así como transportas el producto de tus pillajes?
–Anda, habla con tu caballo. Pero primero quiero decirte una cosa: que el dinero lo cargue Burgundus. Escucha, patán -añadió, volviéndose hacia el germano, con mirada tan fiera que el gigantón dio un paso atrás-, cuando cojas estos baldes cuida bien de fingir que son como plumas. ¿Entendido?
–Entiendo, Lucio Decumio -contestó Burgundus, asintiendo con la cabeza-. Plumas.
–¡Ahora pon el resto de las cosas encima de los libros, y si el chico echa al galope como el viento, tú no sueltes las mulas para nada!
César estaba con la mejilla pegada a la cabeza de su caballo, musitándole tiernas palabras. Sólo cuando el resto del equipaje estuvo atado sobre las mulas, se despegó de él para que Burgundus le ayudase a montar.
–¡Cúidate, Pavo! – dijo Lucio Decumio con voz estridente y lágrimas en los ojos, agitando su mugrienta mano.
César, el epíctome de la limpieza, se inclinó y la cogió para besársela.
–Sí, papá -dijo.
Y ambos comenzaron a alejarse, desapareciendo en la cortina de nieve.
El caballo de Burgundus era el corcel de la familia, casi tan valioso como Bucéfalo, un animal niseano de raza meda mucho más grande que los caballos de los pueblos mediterráneos; había pocos caballos de aquéllos en Italia, puesto que su único uso era transportar personas de gran estatura. Muchos granjeros y comerciantes se recreaban mirándolos, pensando en su utilidad como acémilas o para uncirlos a carros pesados o al arado, dado que eran más rápidos e inteligentes que los bueyes; pero cuando se les uncía para arrastrar cargas, los arreos les estrangulaban, y como acémilas tampoco resultaban por la cantidad de pienso que consumían en el viaje. Pero un caballo corriente no hubiera podido con Burgundus, y, aunque una mula si que lo hubiera aguantado, en ella habría rozado el suelo.
César se encaminó hacia Crustumerium, agachado sobre Bucéfalo y resguardándose con la cabeza del animal. ¡ Era un crudo invierno!
Cabalgaron a toda prisa por la noche para alejarse lo más posible de Roma, deteniéndose sólo a la noche siguiente. Pero ya habían llegado a Trebula, en las estribaciones de las montañas. Era un pueblecito, pero contaba con una posada que era a la vez acogedora taberna de la localidad, y estaba llena de gente bulliciosa. Lo que no gustó nada a César fue su estado sucio y descuidado.
–Pero al menos estamos bajo techado y tendremos donde dormir -dijo a Burgundus, después de que le enseñaran el cuarto en que habían de dormir en el piso de arriba, en compañía de varios perros de pastor y seis gallinas.
Era inevitable que llamaran la atención entre los lugareños que allí había bebiendo, que luego volverían tambaleándose a sus casas en medio de la nevada, aunque algunos (como les dijo el posadero) pasarían la noche en el mismo sitio en que acabaran cayendo borrachos.
–Hay salchichas y pan -dijo el hombre.
–Bien -dijo César.
–¿Vino?
–Agua -respondió César con firmeza.
–¿Tan joven eres que no bebes? – preguntó el posadero, torciendo el gesto, puesto que en lo que ganaba era en el vino.
–Mi madre me mataría si probara el vino.
–¿Y tu amigo? El ya tiene edad.
–Sí, pero es retrasado mental y es preferible que no lo cate porque es capaz de abrir un oso en canal y ha partido en dos unos leones que un pretor tenía para los juegos de Roma -dijo César muy serio, mientras Burgundus miraba con ojos vacíos.
–¡Cáspita! – exclamó el hombre, apartándose sin pensárselo dos veces.
Nadie molestó a César al verle acompañado de aquel gigantón, por lo que pudieron sentarse en el sitio más tranquilo del bullicioso lugar y se dedicaron a contemplar el deporte local, que al parecer consistía en emborrachar a los más jóvenes, discutiendo cuánto aguantarían sin caer al suelo.
–¡La vida del campo! – comentó César, dándose una palmada en el brazo-. ¿Acaso pensabas que Roma está demasiado lejos para que estos palurdos voten? Y sus votos cuentan, porque pertenecen a tribus rurales, mientras que hombres listos, que incluso entienden de política, han tenido la desgracia de nacer en Roma, y su voto no cuenta para nada. ¡No hay derecho!
–Estos no saben ni leer -añadió Burgundus, que ya sabía por haberle enseñado César y Cnifo-. Mejor, César -añadió, apagándose su fugaz sonrisa-. Nuestros baldes no corren peligro.
–Desde luego -contestó César, volviéndose y dándose una palmada en el brazo-. ¡ Esta posada está llena de mosquitos!
–Acuden en invierno. Con este calor podrían cocerse huevos -dijo Burgundus.
Era una exageración, pero si que hacía un notable calor, producto de lo lleno que estaba el local y del enorme fuego que ardía en un pozo de piedra en una de las paredes, que, aunque tenía un agujero en el techo para que saliera el humo, contrarrestaba sobremanera el frío con unos troncos gruesos como la cintura de un hombre, que lanzaban enormes llamaradas. Era evidente que en la boscosa Trebula no estaban dispuestos a pasar frío.
Los rincones oscuros estaban llenos de mosquitos, y las camas llenas de pulgas y chinches; César pasó la noche sentado en una silla, y al amanecer abandonó a toda prisa la posada. Inmediatamente se comentó en la taberna quién sería aquel hombre que viajaba con aquel tiempo, acompañado de un criado gigante.
–¡Muy engreído! – comentó el posadero.
–Proscritos -añadió su mujer.
–Es demasiado joven -añadió un individuo con aspecto de ser de ciudad, que había llegado en el momento en que se iban César y Burgundus-. Además, se les hubiera notado el miedo si hubieran sido fugitivos de Sila.
–Pues irá a visitar a alguien -dijo la esposa del posadero.
–Lo más probable -añadió el forastero, no muy convencido-. Habrá que investigar. La pareja es inconfundible, ¿no crees? Aquiles y Ayax -añadió, mostrando su erudición-. Lo que más me ha llamado la atención son los caballos, que debían de valer una fortuna. No es un pobretón.
–Seguramente tendrá un buen trozo de rosea rura en Reate -dijo el posadero-. Seguro que los caballos son de allí.
–Tenía aire de ser del Palatino -añadió el forastero, que ahora ya comenzaba a tener sospechas-. Cachorro de una de las familias egregias. Sí, no era ningún pobretón.
–Bueno, si tiene dinero, con él no lo lleva -comentó el posadero despectivo-. ¿Sabes lo que llevaban en las mulas? ¡ Libros! Doce grandes baldes con libros. ¿Te imaginas? ¡ Libros…!
Tras sufrir las inclemencias de un frío más intenso conforme ascendían las estribaciones del monte Fiscellus, César y Burgundus alcanzaron Nersae un día más tarde.
La madre de Quinto Sertorio llevaba viuda más de treinta años, y no parecía haber estado nunca casada. A César le recordaba al finado y llorado Escauro, príncipe del Senado, pues era pequeña y delgada, llena de arrugas, casi calva, y conservaba como único atractivo un par de ojos verdes muy vivos. Costaba creer que hubiese podido traer al mundo un varón tan robusto como Quinto Sertorio.
–Se encuentra bien -le dijo a César, mientras llenaba la bien fregada mesa con toda clase de alimentos de su despensa; estaban en el campo y se sentaban en sillas para comer-. No le costó hacerse gobernador en la Hispania Citerior, pero espera complicaciones ahora que Sila se ha proclamado dictador -añadió con una risita-. Pero no importa, a Sila le dará mucho más que hacer que ese pobre hijo de mi primo Mario. Claro, es que le educaron con mucha blandura. Julia es encantadora, pero muy blanda, y mi primo Mario estaba fuera de casa la mayor parte del tiempo. Lo mismo que en tu caso, César, pero tu madre no ha sido blanda, ¿verdad?
–No, Ria -contestó César, con ojos risueños.
–De todos modos, a Quinto Sertorio le gusta Hispania. Siempre le ha gustado. Estuvo allí con Sila hace años, cuando anduvieron espiando a los germanos. Me ha dicho que en Osca tiene una esposa germana y un hijo. Me alegra saberlo, porque así tendrá quien le cuide.
–Debería casarse con una mujer romana -dijo César, lacónico.
Ria lanzó una risa nerviosa.
–¿Quinto Sertorio? ¡Qué va! No le gustan las mujeres. Se casó con esa germana porque le exigían tener esposa para pertenecer a la tribu. No, a él no le gustan las mujeres; pero tampoco los hombres -añadió, frunciendo los labios.
La conversación giró en torno a Quinto Sertorio y sus hazañas durante un buen rato, hasta que, finalmente, Ria dejó el tema de su hijo y comenzó a decirle a César lo que debía hacer.
–Me gustaría que te quedases aquí, pero me conocen de sobra y no eres el primer fugitivo al que alojo. Mi primo Mario me envió a Copillus, nada menos que rey de los volcos tectosagos. Un hombre encantador y muy civilizado para ser bárbaro. Le estrangularon en la Carcer después del triunfo de mi primo Mario. Pero yo pude hacer unos ahorros gracias a los cuidados que le dispensé todos esos años. Cuatro creo que fueron… Mi primo Mario siempre fue generoso y me pagó bien. Yo lo hubiera hecho de balde, porque Copillus era buena compañía… Quinto Sertorio es poco casero; a él lo que le gusta es el combate -añadió, encogiéndose de hombros y palmeándose enérgicamente las rodillas-. Bien, conozco un matrimonio que vive en la montaña, en la ruta hacia Amiternum, que se alegrarán de ganar algún dinero, y se puede confiar en ellos, te lo aseguro. Te daré una carta para ellos y te diré cómo encontrar el lugar cuando te vayas.
–Mañana -dijo César. Pero ella meneó la cabeza.
–Ni mañana ni pasado. Está nevando mucho y no se sabe el terreno que se pisa. Y tu germano se hundiría en cualquier río helado sin darse cuenta de que es un río. Te quedas aquí conmigo hasta que amaine el invierno.
–¿Cómo hasta que amaine?
–Hasta que cesen estas primeras nevadas intensas y el hielo sea sólido. Entonces se puede viajar sin riesgo; es difícil a caballo, pero podréis llegar. Haz que el germano vaya delante, pues, como los cascos de su caballo son muy grandes, resbalará menos y abrírá camino a tu bonito corcel. ¡Mira que viajar en invierno con un caballo así…! No tienes sentido común, César.
–Eso dice mi madre -contestó él, contrito.
–Ella sí que lo tiene. La gente del país de los sabinos entiende de caballos, y el tuyo no les pasará inadvertido, mientras que a donde te envío no habrá nadie a quien llame la atención -dijo Ria sonriente, mostrando unos cuantos dientes ennegrecidos-. Claro, es que sólo tienes dieciocho años, pero ya aprenderás.
Al día siguiente el tiempo dio la razón a la anciana; la nevada continuó, amontonándose la nieve de un modo espectacular, y, de no haberse puesto César y Burgundus manos a la obra para quitarla con palas, la acogedora casa de piedra hubiera quedado sepultada, y ni el propio germano habría podido abrir la puerta. Continuó nevando otros cuatro días, y después comenzaron a verse retazos de cielo azul y el frío se intensificó.
–Me gusta el invierno aquí -comentó Ria, mientras les ayudaba a apilar la paja en el establo-. En Roma el frío es horrible, y esta década estamos padeciendo un ciclo de inviernos fríos.
–Pronto tendré que irme -añadió César, amontonando heno.
–Teniendo en cuenta lo que comen tu germano y su rocín, no creas que me apenará que os vayáis -replicó refunfuñando la madre de Sertorio-. Quizá pasado mañana, porque cuando vuelva a abrirse el camino entre Roma y Nersae aquí correréis peligro. Si Síla sabe de mi existencia, y no la ignorará porque conocía muy bien a mi hijo, será aquí a donde primero mande a sus esbirros.
Pero el destino decidiría en contra de la marcha de los huéspedes de Ria. La noche antes de iniciar los preparativos César cayó enfermo. Aunque afuera hacía una temperatura por debajo de cero grados, la casa estaba bien caldeada a la manera rural, con braseros y sólidas contraventanas para que no entrase el viento; pero César tenía cada vez más frío.
–No me gusta esto -dijo Ria-. Te castañetean los dientes, y hace ya mucho tiempo para que sean unas simples fiebres -añadió, poniéndole la mano en la frente y frunciendo el ceño-. ¡Estás ardiendo! ¿Te duele la cabeza?
–Mucho -musitó él.
–Pues mañana no vas a ninguna parte. ¡Tú, patán germano, lleva a tu amo al lecho!
Y en cama se quedó César, consumido por la fiebre y abatido por la tos y el dolor de cabeza, sin poder probar bocado.
–Caelum grave et pestilens -dijo la curandera que vino a examinarle.
–No son las fiebres intermitentes -replicó tenaz Ría-. No son cuartanas ni tercianas. Y no suda.
–Oh, sí que son las fiebres, Ria. Con otras manifestaciones.
–Pues morirá.
–Es fuerte -respondió la curandera-. Hazle beber -añadió-. Es mi único consejo: agua mezclada con nieve.
Sila se disponía a leer una carta que le había enviado Pompeyo desde Africa, cuando entró el mayordomo Crisógono lleno de inquietud.
–¿Qué sucede? ¡ Estoy ocupado!
–Domine, una dama desea veros.
–¡Dile que se largue!
–¡Es imposible, domine!