Saber que tenía padre, pero que a él también lo había matado el rey.
Enterarme de que la mejor amiga que había tenido nunca, y que había sido asesinada del modo más horrible por orden del rey, y por culpa de lo que yo había hecho con ella…, era la madre de la mujer a la que adoraba.
Pasar de bufón huérfano a príncipe bastardo, de príncipe bastardo a vengador sanguinario por encargo de fantasmas y brujas en menos de una semana, de cuervo advenedizo a general estratega en cuestión de meses…
Pasar de contar historias picantes para el placer de una santa encarcelada a planear el derrocamiento de un reino-Todo aquello me resultaba confuso, y no poco agotador. Además, me había dado hambre. Se imponía picar algo, tal vez comer como Dios manda, con vino y todo.
Desde las aspilleras de mi viejo aposento de la barbacana presencié la entrada al castillo de Cordelia. Llegó a lomos de un caballo blanco, imponente. Tanto ella como su montura iban cubiertos de armadura completa, confeccionada en negro con ribete dorado. Grabado en el escudo lucía el león de Inglaterra, también dorado, lo mismo que la flor de lis, emblema de Francia, que ocupaba la coraza. Tras ella cabalgaban dos columnas de caballeros que sujetaban los estandartes de Gales, Escocia, Irlanda, Normandía, Bélgica y España. ¿España? ¿Le había dado tiempo de conquistar España en sus ratos libres? ¡Pero si, antes del destierro, el ajedrez se le daba fatal! La guerra real debía de ser más fácil.
Cordelia tiró de las riendas de su caballo para que se detuviera en medio del puente levadizo y levantara las patas delanteras. Entonces se quitó el casco y agitó su larga cabellera rubia. Alzó la vista y sonrió en dirección de la puerta fortificada. Y yo me agazapé, para ocultarme. No sé por qué lo hice.
«Sí, ya lo sé, amor mío. Pero no son maneras, ¿no crees? Entrar con tu propio ejército apoderándote de lo que se te antoja. No es propio de una dama.»
Estaba preciosa, maldita sea.
Sí, sí, me vendría muy bien un tentempié. Me reí un poco, yo solo, y me dirigí bailando al gran salón, dando alguna que otra voltereta por el camino.
Tal vez el acudir al gran salón en busca de comida no fue la mejor de las ideas, y tal vez no fuera siquiera mi verdadera intención, pero no importaba, pues en lugar de un almuerzo, encontré los cadáveres de Lear y sus dos hijas tendidos sobre tres altas mesas.
A Lear lo habían dispuesto sobre la tarima en la que se alzaba el trono, y Regan y Goneril yacían más abajo, sobre el suelo, una a cada lado. Cordelia se plantó frente a su padre, vestida aún con su armadura, el casco bajo el brazo. Como los cabellos le cubrían el rostro, me resultaba imposible saber si estaba llorando.
–Su aspecto es ahora bastante más agradable -dije yo-. Mucho más tranquilo. Aunque moverse, se mueve más o menos a la misma velocidad.
Ella alzó la mirada y sonrió, me dedicó una sonrisa franca, deslumbrante. Pero entonces pareció recordar que estaba de luto y agachó de nuevo la cabeza.
–Gracias por tus condolencias, Bolsillo. Veo que en mi ausencia has logrado mantenerte inmune a la cortesía.
–Si lo he logrado es porque os he tenido constantemente en mis pensamientos, niña.
–Te he echado de menos, Bolsillo.
–Y yo a vos, corderita.
Cordelia le acarició el pelo a su padre, que llevaba puesta la pesada corona que había arrojado a la mesa delante de Cornualles y Albany hacía tanto tiempo, o eso parecía.
–¿Ha sufrido?
Sopesé la respuesta, algo que casi nunca hago. Podría haber dado rienda suelta a mi ira, podría haber maldecido al anciano, dejar constancia de su vida de crueldad, de maldad, pero a Cordelia no le habría servido de nada, y a mí de muy poco. Con todo, necesitaba templar mi relato con algo de verdad.
–Sí, al final sufrió mucho en su corazón. A manos de vuestras hermanas, y por el pesar que le causaba haberos tratado injustamente a vos. Sufrió, pero no físicamente. El dolor lo llevaba en el alma, niña.
Ella asintió y se alejó del viejo.
–No deberías llamarme niña, Bolsillo. Ahora soy reina.
–Eso ya lo veo. Y bien bonita que es esa armadura, por cierto. Muy del estilo de san Jorge. ¿Ya viene con el dragón incorporado?
–Pues no. Pero con un ejército sí viene.
–Ya os advertí que vuestro carácter desagradable os vendría muy bien en Francia.
–Es cierto. Lo hiciste inmediatamente después de decirme que las princesas sólo servían…, ¿cómo fue que lo dijiste?…, como alimento de dragones y botín de los cazadores de recompensas, o algo así.
Y ahí estaba de nuevo, una vez más aquella sonrisa, que para mí era como el sol que me calentaba el corazón helado. Y, como una extremidad adormecida por el frío, sentí el cosquilleo y los pinchazos que indicaban que volvía a la vida. En ese instante, sin querer, me llevé la mano al cinto y rocé el monedero que me habían proporcionado las brujas y que contenía el hongo de los polvos mágicos.
–Sí, bueno, no puedo tener siempre razón, eso socavaría mi prestigio como bufón.
–Tu prestigio ya está más que cuestionado en ese aspecto. Kent me cuenta que si el reino se ha rendido a mí con tal facilidad ha sido gracias a tus intrigas.
–No sabía que erais vos, creía que era ese maldito Jeff. ¿Dónde está, por cierto?
–En Borgoña, con el duque…, es decir, con la reina de Borgoña. Los dos insisten en que les llamen reinas de Borgoña. Con ellos sí acertaste, debo reconocerlo, lo que, una vez más, mina tus pretensiones de seguir ejerciendo de bufón. Los pillé juntos en el palacio de París. Me confesaron que se gustaban desde niños. Jeff y yo llegamos a un arreglo.
–Sí, siempre suele haber un arreglo en estos casos: la cabeza de la reina por aquí, y el cuerpo de la reina por allá.
–No, en absoluto, Bolsillo. Jeff es un tipo decente. Yo no lo amaba, pero fue siempre bueno conmigo. Me salvó cuando mi padre me echó de aquí, ¿recuerdas? Y cuando descubrí aquello, yo ya me había ganado las simpatías de la guardia y de casi toda la corte. Si alguien tenía que quedarse sin cabeza, no iba a ser yo. Francia se quedó con algunos territorios, como Tolosa, Provenza y partes de los Pirineos, pero si tenemos en cuenta los que he conservado yo, creo que el acuerdo, en general, es más que aceptable. Los chicos viven en un palacio inmenso, en Borgoña, que se pasan la vida redecorando. Son bastante felices.
–¿Los chicos? ¿O sea que el maldito Borgoña se calza al maldito franchute? Por los ovarios colgantes de Odin, de ahí sale una canción, eso seguro.
Cordelia sonrió.
–Le he comprado el divorcio al papa. Y bastante caro me ha costado, por cierto. De haber sabido que Jeff iba a insistir en obtener la sanción de la Iglesia, habría presionado para reinstaurar el oficio del papa Descuento.
El crujido de los grandes portones al abrirse resonó en el salón, y Cordelia se volvió, con fuego en los ojos.
–¡He dicho que me dejaran sola!
Pero entonces Babas, que acababa de asomarse por ellos, se sobresaltó, como si hubiera visto un fantasma, y empezó a retroceder.
–Lo siento, pido disculpas. Bolsillo, te he traído a Jones, y aquí tienes también tu gorro. – Me mostró los dos objetos, pero recordó que acababan de regañarle y siguió retrocediendo.
–No, Babas, entra -le dijo Cordelia haciéndole señas para que no se ausentara. Los guardias volvieron a cerrar las puertas. Yo me preguntaba qué pensarían los caballeros y los demás nobles al ver que la reina guerrera sólo dejaba entrar en el salón a dos bufones. Seguramente ella era una más en la larga lista de chiflados de su familia.
Babas se detuvo al pasar junto al cuerpo de Regan, y se olvidó de su cometido. Dejó a Jones y mi gorro sobre la mesa, junto a la difunta, le sujetó los bajos del vestido y empezó a levantarle los faldones, para echar un vistazo.
–¡Babas! – le grité yo.
–Lo siento -dijo el idiota, que en ese momento se fijó en el cuerpo de Goneril y se desplazó a su lado. Permaneció en pie, mirando hacia abajo. Al cabo de un momento sus hombros empezaron a agitarse, y no tardó en estallar en desolados sollozos, empapando el pecho de la princesa con sus lágrimas.
Cordelia me miró con ojos implorantes, y yo a ella con algo que debía de ser parecido. Éramos los dos unos desalmados, no llorábamos por aquella gente, por aquella familia.
–Estaban buenas -dijo Babas, que se puso a acariciarle la mejilla a Goneril, y de ahí pasó al hombro, y de ahí a los dos hombros, y a los pechos, y entonces se subió a la mesa, se le puso encima y volvió a estallar en unos sollozos rítmicos y raros que, en su timbre, recordaban a los de un oso agitándose en una cuba de vino.
Yo recogí a Jones del lado de Regan y con él golpeé al mastuerzo en la cabeza y en los hombros, hasta que se separó de la hasta hacía poco duquesa de Albany, levantó el mantel y se escondió debajo de la mesa.
–Las amaba -dijo Babas.
Cordelia detuvo mi mano, se agachó y levantó una punta de la tela.
–Babas, muchacho -dijo-. Bolsillo no pretende ser cruel, él no entiende cómo te sientes. Pero debemos mantener la compostura. No está bien eso de ir fornicando con los difuntos.
–¿No?
–No. El duque llegará pronto, y se sentiría ofendido. – ¿Y la otra? Su duque está muerto. – Da lo mismo. No está bien.
–Lo siento -dijo, y volvió a ocultar la cara tras el mantel.
Cordelia se levantó, me miró, se alejó de Babas y, poniendo los ojos en blanco, esbozó una sonrisa.
Tenía tanto que contarle… Que me lo había montado con su madre, que técnicamente éramos primos y que…, bueno, que las cosas podían complicarse. Como actor, mi impulso me llevaba a mantener siempre un tono de frivolidad, de modo que solté:
–He matado a vuestras hermanas, más o menos.
Cordelia dejó de sonreír. Dijo:
–El capitán Curan me ha contado que se envenenaron la una a la otra.
–Sí. Y el veneno se lo di yo.
–¿Sabían ellas que era veneno?
–Sí.
–Entonces no pudo evitarse, ¿verdad? Además, eran unas perras malvadas. Se pasaron toda mi infancia torturándome, o sea que me has ahorrado un trabajo.
–Ellas sólo deseaban que alguien las quisiera -las justifiqué yo.
–No las defiendas ahora, bufón, que tú eres quien las ha matado. Yo sólo pretendía arrebatarles las tierras y las propiedades. Y tal vez humillarlas en público.
–Pero si acabáis de decir que…
–Yo las quería -terció Babas.
–¡Cállate! – exclamamos al unísono Cordelia y yo.
Las puertas volvieron a abrirse con un chirrido, y el capitán Curan asomó la cabeza.
–Señora, ha llegado el duque de Albany -informó.
–Dadme un momento, y hacedlo entrar -le pidió Cordelia.
–Muy bien.
Curan cerró las puertas.
Cordelia se acercó a mí entonces. Era sólo ligeramente más alta que yo, pero con la armadura puesta resultaba más imponente de lo que recordaba, aunque no por ello menos hermosa.
–Bolsillo, me he instalado en los aposentos de mi viejo torreón. Me gustaría que vinieras a visitarme después de la cena.
Le dediqué una reverencia.
–¿Os apetece, mi señora, una chanza y un cuento antes de iros a dormir, para limpiar la mente de las tribulaciones del día?
–No, tonto. La reina Cordelia de Francia, Bretaña, Bélgica y España te va a cabalgar hasta que se te caigan esos malditos cascabeles.
–¿Cómo decís? – le pregunté, algo desconcertado. Pero ella me besó. Por segunda vez. Con gran sentimiento, antes de apartarme de su lado.
–He invadido un país por ti, capullo. Te he querido desde que era una niña. He regresado por ti, bueno, por ti y para vengarme de mis hermanas, pero sobre todo por ti. Sabía que me esperarías.
–¿Cómo? ¿Cómo lo sabíais?
–Un fantasma vino a verme al palacio de París hace unos meses. Jeff se asustó tanto que se le indigestó la salsa bearnesa. Desde entonces el espíritu no ha dejado de dictarme la estrategia.
Me pareció que ya habíamos hablado bastante de fantasmas. Debía descansar, así que volví a inclinarme ante ella.
–A vuestro maldito servicio, amor mío. Este humilde bufón está a vuestro servicio.
cuánto lo habría hecho mimarme, insistir, buscar
y esperar la estación propicia, y observar sus idas y venidas,
y derrochar su pródigo ingenio en estériles rimas,
y al servicio de mis órdenes lo pondría a toda hora
y lo haría sentirse orgulloso de ser digno de mis bromas!
De tal modo anularía yo su poderío
que él sería mi bufón, y yo sería su destino.
Shakespeare,
Trabajos de amor perdidos, acto V, escena II (Rosalina)
El bueno de Kent recuperó tierras y título, al que sumó el de duque de Cornualles, con sus consiguientes tierras y propiedades. Ha conservado la barba negra y el encanto que le concedieron las brujas, y parece haberse convencido a sí mismo de que es más joven y dinámico de lo que los muchos años que carga a sus espaldas llevarían a pensar.
Albany conservó su título y sus tierras, y firmó un juramento de vasallaje con Cordelia y conmigo. Confío en que lo cumpla. Es un muchacho decente, si bien gris, y sin Goneril a su lado, seguirá la senda de la virtud.
A Curan le concedimos el título de duque de Buckingham, ya que ejerce de regente de Bretaña cuando nosotros nos ausentamos de las islas.
Edgar, ya conde de Gloucester, regresó a su tierra, donde enterró a su padre intramuros del templo del castillo, erigido en honor de sus muchos dioses. Ha fundado su propia familia, y sin duda tendrá muchos hijos varones que crecerán y lo traicionarán, o que serán unos bobos, a imagen y semejanza de su padre.
Cordelia y yo vivimos en varios palacios erigidos por todo lo largo y ancho de nuestro imperio, viajamos con un séquito insultantemente abultado que incluye a Burbuja y a Chillidos, así como a María Pústulas y a otros criados leales de la Torre Blanca. Mi trono es enorme, y sentado en él recibo en audiencia, con Babas a un lado (a él le concedimos el título de ministro real de las Pajas) y con mi mono, Jeff, al otro. Atendemos los casos de granjeros y mercaderes locales, y yo emito juicios y dicto castigos y sentencias. Durante un tiempo permití que las dictara el mono, mientras yo me iba a comer con la reina. Para ello le entregué un pizarrín con varias penas, con la idea de que, en cada caso, señalara una, pero tuvimos que dejar de hacerlo porque una tarde, al regresar de un revolcón con Cordelia que se alargó más de la cuenta, me enteré de que el muy caradura había hecho ahorcar a todos los habitantes de la aldea de Beauvois por violar quesos (un caso raro, pero que los franceses entienden bien, son muy estrictos con sus quesos). En la mayoría de los casos, para hacer justicia basta con algo de humillación verbal, unos pocos insultos y cierta demostración de ingenioso sarcasmo, cosas que al parecer a mí se me dan de maravilla, por lo que la gente me considera un rey justo y ecuánime. El pueblo, incluidos los malditos franceses, me adora.
Ahora nos encontramos en nuestro palacio de la Gascuña, cerca del norte de España. Encantador, pero muy seco. Hoy mismo se lo comentaba a Jeff, la reinona gabacha (ha venido a visitarnos, en compañía de la otra reina, la de Borgoña): «Es encantador, Jeff, pero muy seco. Yo soy inglés, y a mí me hace falta la humedad. Ahora mismo, mientras hablamos, siento que me voy secando y me cuarteo.»
–Es cierto -comentó Cordelia-. Él siempre ha gravitado alrededor de lo húmedo.
–Sí, sí, cariño, no creo que sea un tema para hablarlo delante de Jeff, ¿no crees? ¡Oh, mira! Babas tiene una erección.
Vamos a preguntarle en qué está pensando. De camino hacia aquí se ha cepillado un roble sarmentoso. Un polvo espectacular, la verdad. Al árbol se le han caído tantas bellotas que la aldea entera podría alimentarse de ellas durante una semana. Han propuesto instaurar un día festivo en honor del mastuerzo, declararlo dios del fornicio con árboles… Por aquí hay tantos símbolos de fertilidad que ya no les caben más.
Más tarde, mientras recibía en audiencia pública, tres personas ancianas y encorvadas entraron en el gran salón. Eran las brujas del bosque de Birnam. Supongo que en todo momento supe que acabarían por presentarse. Babas salió corriendo y se escondió en la cocina. Jeff se me sentó en el hombro de un brinco, y empezó a chillarles. (Jeff el mono, no la reina.)
Romero, la arpía verde con zarpas de gato, dijo:
-Para estas brujas tres
un año ha transcurrido
y a cobrar nuestro precio
hemos venido.
–Joder, ya estamos otra vez con las rimas.
Necesidades hemos aplacado
y promesas cumplido
por eso ahora las tres hemos venido
a cobrar lo prestado.
–Dejad de rimar, os lo ruego -insistí yo-. Además, esos harapos abrigan demasiado con este clima. Os van a salir eccemas en los granos y las verrugas si no tenéis cuidado.
–Te has convertido en rey y has encantado a tu amor verdadero para que te ame por siempre jamás, bufón. Nosotras sólo queremos lo que nos corresponde -intervino Salvia, la que tenía más verrugas de las tres.
–Y es justo, es justo -admití yo-. Pero a Cordelia no la embrujé para que me amara. Me ama por voluntad propia.
–Pamplinas -dijo Perejil, la bruja alta-. Te dimos tres hongos, uno para cada hermana.
–Sí, pero el tercero lo usé para encantar a Edgar de Gloucester, para que se enamorara de una lavandera de su castillo que se llama Emma. Una hembra encantadora, con unas tetas de impresión. Su hermano bastardo la había maltratado…, y me pareció un modo de hacer justicia.
–Da igual, lo que importa es que usaste el hechizo. Y pensamos cobrárnoslo -dijo Romero.
–Claro. Ahora poseo más tesoros de los que podéis transportar. ¿Oro? ¿Plata? ¿Joyas? Con todo, Cordelia no sabe nada de todos vuestros tejemanejes, y no debe enterarse. Si estáis de acuerdo, decidme qué pago queréis. Tengo cosas importantes que hacer, cosas de rey, y mi mono está hambriento. ¿Qué recompensa pedís, arpías?
–España -respondieron las tres al unísono.
–¡Cojones en calzones! – exclamó Jones, el títere.
Sí, estás pensando que «Shakespeare escribe una tragedia de perfecta elegancia que funciona impecablemente y tú no puedes dejarla en paz; tienes que ponerle encima tus manazas grasientas, mancharla con tus fornicios de alimaña y tus corridas de mono. Cosas bonitas, no, de eso no nos das nada».
Está bien, está bien. En primer lugar, decirte que tu razonamiento es bueno. Y en segundo lugar, que no doy crédito a que pienses así…
Pero tienes razón, me he cargado la historia y la geografía inglesas, El rey Lear y la lengua inglesa en general. Pero, en mi defensa…, vaya, en realidad no tengo ninguna defensa, pero te contaré de dónde partí cuando intentaba recrear la historia del rey Lear.
Si uno trabaja con la lengua inglesa, y más si lo hace durante un tiempo tan rejodidamente largo como lo he hecho yo, acaba tropezándose, inevitablemente, con las obras de Will casi en cada esquina. No importa lo que uno pretenda decir, resulta que Will ya lo ha dicho de modo más elegante, más sucintamente, con mayor lirismo, y además en pentámetro yámbico, y por si fuera poco hace cuatrocientos años. Uno no puede hacer lo que hizo William, pero sí reconocer la genialidad que hace falta para hacerlo. Pero no, yo no empecé El bufón como homenaje a Shakespeare, sino a causa de la gran admiración que siento por la comedia inglesa.
La idea de escribir la historia de un bufón, de un bufón inglés, se me ocurrió porque me encanta escribir sobre granujas. Lancé el primer globo sonda hace ya varios años, durante un almuerzo en Nueva York con mi editora norteamericana Jennifer Brehl, tras una noche en la que había tomado demasiados somníferos. (Esa ciudad me estresa. Siempre me siento como una esponja que se dedica a secar la ansiedad de la frente de Nueva York.)
–Jen, quiero escribir un libro sobre un bufón. Pero no sé si debería ser un bufón genérico, o el del rey Lear.
–No, no, tienes que escribir sobre el de Lear.
–Pues sobre el de Lear será -respondí yo, como si aquello no implicara mayor esfuerzo que el de decirlo.
Al momento, gradualmente, la editora se derritió en su silla y fue sustituida por un ciempiés fumador de narguile que sólo decía: «bah, bah, bah, bah», pero que pagó el almuerzo. Del resto de esa mañana no recuerdo nada. (Consejo para viajeros de negocios: si después de dos píldoras no os dormís, no os toméis una tercera.)
Y así fue como me sumergí en las profundidades, y me pasé casi dos años inmerso en la obra de Shakespeare: representada en vivo, en su forma escrita, y en DVD. Debo de haber visto treinta representaciones distintas de El rey Lear y, francamente, hacia la mitad de mi investigación, tras escuchar a una docena de Lears encolerizarse bajo la tormenta y lamentarse por lo capullos integrales que habían sido, sentía deseos de subirme yo mismo al escenario y matar al viejo con mis propias manos. Pues aunque respeto y admiro el talento y la energía que un actor necesita para interpretar al rey shakespeariano, así como la elocuencia de los parlamentos, existe un límite de resistencia al quejido a partir del cual el ser humano desea hacerse socio del «Comité a favor de convertir el maltrato a los ancianos en deporte olímpico». A todas la atracciones existentes en Stratford-upon-Avon, creo que deberían añadir una en la que a los participantes se les permitiera empujar a reyes Lear desde lo alto de un precipicio. Sí, sí, algo así como el puenting, pero sin cuerda. Sólo: «Rabia, viento, empujón, caída de morros, ¡Aaaaaaaaah!, Chof.» Y un bendito silencio. De acuerdo, tal vez no. (En Stratford está el Hospital de desahuciados de Shakespeare, por cierto, para aquellos que marcaron la casilla «O no ser».)
A partir del momento en que alguien decide recrear a Lear, el tiempo y el espacio se convierten en problemas que deben abordarse.
Según la historia de los monarcas británicos (Los reyes de Bretaña), recopilada en 1136 por el clérigo galés de Monmouth, el auténtico rey Leir, si en verdad existió, vivió en el año 400 a.C, es decir, a caballo entre las vidas de Platón y Aristóteles, durante el máximo esplendor del imperio griego, cuando en Inglaterra no existían grandes castillos, cuando a los condados a los que Shakespeare se refiere en su obra les faltaba mucho para establecerse y cuando, en el mejor de los casos, Leir habría sido una especie de jefe tribal, no el soberano de un vasto reino con autoridad sobre un complejo sistema sociopolítico de duques, condes y caballeros. Su castillo habría sido una fortaleza de adobe. En la obra, Shakespeare se refiere a algunos dioses griegos, y ciertamente, según la leyenda, el padre de Leir, Bladud, que era pastor de cerdos, leproso y rey de los britanos, viajó a Atenas en busca de guía espiritual, y a su regreso construyó, en Bath, un templo dedicado a la diosa Atenea, donde la veneraba y se dedicaba a la nigromancia. Leir llegó a ser rey un poco por defecto, cuando a Bladud empezaron a caérsele varios órganos y extremidades vitales. La batalla por las almas entre paganos y cristianos que yo describo en El bufón tal vez tuviera lugar entre los años 500 y 800 d.C, y no durante el siglo XIII imaginario de Bolsillo.
Al abordar la geografía de la obra, busqué las localizaciones modernas de lugares que se mencionan en el texto: Gloucester, Cornualles, Dover, etc., así como Londres. La única Albany que hallé se encuentra hoy, más o menos, en el perímetro del área metropolitana londinense, por lo que situé la de Goneril en Escocia, sobre todo para facilitar el acceso al bosque de Birnam y a las brujas de Macbeth. Lametón de Perro, Agua de Cachimba y Coyunda de Cabra sobre Cabeza de Lombriz existen en mi imaginación, aunque en Gales existe un lugar que sí se llama «Cabeza de Lombrices».
La trama de El rey Lear, de Shakespeare, está tomada de otra obra que se representó en Londres tal vez diez años antes, La tragedia del rey Leir, y cuya versión impresa se ha perdido. El rey Leir se representó en tiempos de Shakespeare, pero no hay modo de saber cómo era el texto, aunque sí que la historia debía de ser similar a la de el bardo, y puede afirmarse con ciertas garantías que él era consciente de ello. Se trata de algo que no resulta excepcional en Shakespeare. De hecho, de sus treinta y ocho obras, se cree que sólo tres surgieron de sus ideas originales.
Incluso el texto de El rey Lear que nosotros conocemos fue confeccionado por Alexander Pope en 1724 a partir de fragmentos y pedazos de ediciones impresas anteriores. Resulta interesante saber que, en contraste con la tragedia, el primer poeta laureado inglés, Nathan Tate, reescribió El rey Lear con un final feliz, en el que Lear y Cordelia acaban reconciliándose, Cordelia se casaba con Edgar y todos eran felices y comían perdices. La versión con «final feliz» de Tate se representó durante unos doscientos años antes de que la versión de Pope subiera a un escenario. Y, en efecto, en el Reyes de Britania, de Monmouth, Cordelia aparece como la monarca que sucedió a Leir, y que mantuvo la corona durante cinco años (aunque, de nuevo, no existen datos históricos que lo avalen.)
Entre quienes han leído El bufón, hay quien ha expresado su deseo de «desempolvar» su rey Lear y releerlo, para comparar, tal vez, el material del que bebe mi versión de la historia. (Lo del polvo con el árbol no lo recuerdo en el original, pero ha pasado ya mucho tiempo.) Aunque sin duda se me ocurren formas peores de pasar el rato, sospecho que «por ahí queda la locura». En El bufón cito y parafraseo fragmentos de no menos de una docena de obras, y a estas alturas ya no estoy seguro de qué pertenece a qué. Esto lo he hecho fundamentalmente para asustar a los críticos, que se mostrarán reacios a citar pasajes de mi obra por miedo a que les replique el propio bardo en persona. (En una ocasión, un crítico me llamó a capítulo por escribir con prosa forzada, y el fragmento que citó era de La desobediencia civil de Thoreau. En la vida no se dan muchos grandes momentos; ponerle en evidencia su error a aquel crítico fue uno de los míos.)
Unas líneas sobre los prejuicios de Bolsillo: sé que el término «malditos franceses» parece abundar más de la cuenta en el discurso del bufón, pero ello no debe interpretarse en modo alguno como indicador de mis propios sentimientos hacia Francia o los franceses. Lo que quería era mostrar esa especie de resentimiento a flor de piel que los ingleses parecen albergar hacia los franceses, y por ser justos, el que se da en sentido inverso. Como un amigo inglés me explicó en una ocasión: «Sí, claro, nosotros odiamos a los franceses, pero no queremos que nadie más los odie. Son nuestros. Lucharemos hasta la muerte para preservarlos y poder seguir odiándolos.» No me importa si eso es cierto o no; el caso es que me pareció gracioso. O, como dice un conocido francés: «Todos los ingleses son gays, lo que pasa es que algunos no lo saben y se acuestan con mujeres.» Yo estoy bastante seguro de que eso no es cierto, pero me pareció gracioso. Esos malditos franceses son geniales, ¿verdad?
Y, por último, deseo dar las gracias a todos los que me han ayudado en mis investigaciones para la escritura de El bufón. A los actores y el personal de los muchos festivales sobre Shakespeare a los que asistí en Carolina del Norte, que mantienen viva la obra del bardo para aquellos de nosotros que vivimos en lugares remotos de las Colonias; y a todas las personas inteligentes y amables del Reino Unido y Francia que me han ayudado a encontrar lugares y artefactos medievales, para que luego yo pudiera ignorar por completo la coherencia histórica al escribir El bufón. Y, finalmente, a los grandes escritores de comedia británica que inspiraron mi incursión en su arte, aunque fuera por su parte más baja: Shakespeare, Oscar Wilde, G. B. Shaw, P. G. Woodhouse, H. H. Munro (Sa-ki), Evelyn Waugh, Los Goons, Tom Stoppard, Monthy Python, Douglas Adams, Nick Hornby, Ben Elton, Jennifer Saunders, Dawn French, Richard Curtis, Eddie Izzard y Mil Millington (que me advirtió de que, si bien era loable que yo escribiera un libro en el que pretendía llamar «mastuerzos, pajilleros y gilipollas» a los personajes, habría sido mezquino y poco auténtico no llamarlos también «capullos».
También quiero dar las gracias a Charlee Rodgers por su paciencia al organizar los aspectos logísticos y viajeros de mi investigación; a Nick Ellison y a sus muchachos por el manejo de los temas comerciales; a Jennifer Brehl por sus manos limpias y su aplomo en las labores de maquetación y edición; a Jack Womack por presentarme ante mis lectores. Y también a Mike Spradlin, a Lisa Gallagher, a Debbie Stier, a Lynn Grady y a Michael Morrison por dedicarse a la sucia labor de publicar libros. Y sí, a mis amigos, que han soportado mi naturaleza obsesiva y mi exceso de lloriqueos mientras trabajaba en El bufón. Gracias por no empujarme desde lo alto de un precipicio.
Hasta la próxima, adieu.
Christopher Moore,
San Francisco, abril de 2008
Personajes… 9
Escenario… 11
Acto I… 13
Acto II… 125
Acto III… 229
Acto IV… 267
Acto V… 331
Nota del autor… 337
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28/12/2009
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