–En realidad, Gloucester trataba de mostrarse respetuoso con vuestras creencias, cielo. Para él y para Edmundo, esta fiesta es una Saturnalia,[15] una verdadera orgía. De modo que tal vez todavía os quede algún regalito por desenvolver.

Sólo entonces Regan esbozó una sonrisa.

–Tal vez. Edmundo se ha mostrado tan tímido durante el banquete… Apenas me ha mirado. Supongo que teme a Cornualles. Pero tienes razón, lleva la oreja vendada.

–Así es, señora, y os diré que se avergüenza un poco de ello. Es normal que no quiera que lo vean.

–Pero yo lo vi en la cena.

–Sí, pero ha dado a entender que tal vez se haya infligido otros castigos en vuestro honor, y se muestra tímido al respecto.

De pronto, el rostro de Regan fue el de una niña feliz en Navidad, mientras su mente se poblaba de imágenes de un tío lesionándose.

–Oh, Bolsillo, déjame entrar.

Y eso hice. Abrí la puerta y, al franquearla ella, le quité la vela.

–Es que siempre es tan tímido…

Oí que, tras los cortinajes, la voz de Edmundo decía:

–Mi dulce señora, Regan, sois más blanca que la luz de la luna, más radiante que el sol, más gloriosa que las estrellas. He de haceros mía, o moriré.

Lentamente, cerré la puerta.

–No, mi diosa, desnudaos aquí. Dejadme que os vea.

Yo llevaba toda la tarde adiestrando a Babas en lo que debía decir, y en el modo exacto de hacerlo. A continuación le hablaría de sus encantos, y luego le pediría que apagara la única vela que ardía sobre la mesa y que se uniera a él tras los cortinajes, momento a partir del cual se la calzaría hasta dejarla inconsciente.

La cosa sonaba como supongo que sonarán un alce y un gato montés si aquél intenta ensartar a éste con un hierro al rojo vivo. Cuando vi que la segunda luz iluminaba la escalera, allí ya se habían oído bastantes gemidos, jadeos, gritos y chillidos. Por la sombra supe que quien portaba la vela avanzaba con una espada desenvainada. Parecía que Oswaldo, tal como yo ya había previsto, había sido fiel a su naturaleza traidora.

–Baja esa espada, que le vas a quitar el ojo a alguien.

El duque de Cornualles apareció en lo alto de la escalera con el arma baja y gesto de desconcierto.

–¿Y si un niño bajara en este instante por la escalera? – le pregunté-. Os sería difícil explicarle a Gloucester por qué su nietecito lleva una lengua de acero de Sheffield clavada en el buche.

–Gloucester no tiene nietos -replicó Cornualles, creo que sorprendido de que yo me enzarzara en aquella conversación con él.

–Ello no implica que debamos desatender la seguridad básica en lo concerniente a las armas.

–Pero es que yo he venido a matarte.

-Moi? -dije yo, con un acento francés impecable, joder-. ¿Y por qué, si puede saberse?

–Porque os estáis cepillando a mi señora.

Un gran rugido salió del torreón, seguido de un cachondo gritito femenino.

–¿Qué os parece? ¿Ha sido de dolor o de placer? – le pregunté a Cornualles.

–¿Quién está ahí? – quiso saber él, que volvió a poner la espada en alto.

–Pues la verdad es que es vuestra señora, y casi con toda seguridad se la está cepillando el bastardo Edmundo de Gloucester, pero la prudencia os dicta que detengáis el movimiento de la espada. – Acerqué a Jones a su muñeca y le bajé la mano que la empuñaba-. A menos que no os interese ser rey de Bretaña.

–¿Qué es lo que tramas, bufón? – El duque estaba impaciente por matar a alguien, pero su ambición podía más que su sed de sangre.

–¡Móntame, gran rinoceronte de verga inmensa como un tronco! – gritó Regan desde el aposento contiguo.

–¿Aún dice esas cosas? – pregunté.

–Bueno, por lo general es «semental de verga inmensa como un árbol» -puntualizó Cornualles.

–Le saca bastante partido a las metáforas, eso sí. – Le apoyé una mano en el hombro, para tranquilizarlo-. Supongo que esto será una sorpresa bastante triste para vos. Al menos, cuando un hombre, tras buscar en su alma, se agacha para joder a una serpiente, espera, como mínimo, no encontrarse con varios pares de botas ya alineados en el exterior de la madriguera.

El duque se zafó de mí.

–¡Lo mataré!

–Cornualles, estáis a punto de ser atacado. En este mismo instante Albany se prepara para hacer suya toda Britania. Edmundo, y las tropas de Gloucester, van a haceros falta para vencerlo, y cuando lo hagáis, seréis rey. Si entráis en ese aposento ahora, mataréis a una bestia, pero perderéis un reino.

–Por la Sangre de Cristo, ¿es eso cierto?

–Ganad la guerra, buen señor. Y luego matad al bastardo como mejor se os antoje, con todo el tiempo del mundo para hacerlo como Dios manda. El honor de Regan es bastante…, cómo decirlo…, maleable, ¿no?

–¿Y estás seguro de esta guerra?

–Sí. Por eso debéis llevaros los caballeros y escuderos que le quedan a Lear, lo mismo que Goneril y Albany se llevaron los otros. Y no debéis dejar que Goneril sepa que vos lo sabéis. En este preciso instante vuestra señora se está asegurando la lealtad de Gloucester para vuestra causa.

–¿De veras? ¿Es por eso por lo que se está cepillando a Edmundo?

Hasta que lo dije no se me había ocurrido, pero lo cierto es que todo vino bastante rodado.

–Sí, señor, su entusiasmo se lo inspira la inquebrantable lealtad que os profesa.

–Por supuesto -dijo Cornualles, envainando la espada-. Debí de haberlo supuesto.

–Ello no quiere decir que no matéis a Edmundo cuando todo haya terminado -recalqué yo.

–Claro, claro.

Cuando Cornualles ya se había ausentado, y un tiempo después de que la primera campana sonara en la torre, llamé a la puerta y asomé la cabeza.

–Señor Edmundo -le dije-. Veo movimiento en la torre del duque. Tal vez debierais despediros.

Mantuve alzada junto a la puerta entreabierta la lámpara de Regan, para que ésta encontrara la salida, y momentos después abandonó el torreón a trompicones, con el vestido del revés, el pelo enmarañado, y un río de baba entre los pechos. Toda ella, en general, se veía bastante escurridiza. Aturdida, cojeaba mucho, como si no supiera cuál de los dos lados favorecer, y arrastraba un zapato, que llevaba sujeto al tobillo por la correa.

–Señora, ¿os busco el otro zapato?

–A la mierda el zapato -me respondió, ahuyentándome con la mano, con voz ebria (o al menos así me lo pareció), y casi cayó escaleras abajo. La ayudé a mantenerse en pie, a ponerse bien el vestido, la limpié un poco con la falda, la agarré del brazo y la conduje escaleras abajo.

–Está bastante mejor dotado en las distancias cortas de lo que parece desde lejos.

–¿De veras?

–No podré sentarme en dos semanas.

–Ah, el amor… ¿Podéis llegar sola a vuestros aposentos, gatita?

–Creo que sí. Eres listo, Bolsillo… Empieza a pensar en alguna excusa que ofrecerle a Edmundo, por si mañana no logro salir de la cama.

–Así lo haré, gatita. Que durmáis bien.

Regresé arriba, donde encontré a Babas de pie, sin pantalones, junto a la luz de la vela, con una erección aún lo bastante dura como para dejar sin sentido a una ternera.

–Lo siento, Bolsillo, he salido. Estaba oscuro.

–No te preocupes, muchacho. Lo has hecho muy bien.

–Está buena.

–Sí. Bastante.

–¿Qué es un rinoceronte?

–Es como un unicornio con armadura en las pelotas. Es una cosa buena. Mastica estas hojas de menta, y vamos a lavarte un poco. Practica las frases de Edmundo mientras yo voy a por una toalla.

Cuando el reloj dio la segunda campanada, el escenario ya estaba dispuesto. Otra lámpara iluminó la escalera, proyectando una sombra pechugona en la pared.

–¡Calabacita mía!

–¿Qué estás haciendo tú aquí, gusano?

–Vigilar. Entrad, pero dejad aquí la lámpara. A Edmundo le da vergüenza que veáis la herida que se ha infligido en vuestro honor.

Goneril sonrió al pensar en el dolor del bastardo, y entró.

Pasaron unos minutos antes de que Oswaldo subiera los peldaños de puntillas.

–Bufón, ¿todavía estás vivo?

–Sí. – Me llevé una mano al oído-. Pero escucha a los hijos de la noche. ¡Qué música tocan!

–Parece una jineta tratando de cargarse a una familia entera de puercoespines -comentó el bribón.

–Sí, me gusta. Yo estaba pensando más en una vaca azotada con un ganso en llamas, pero tal vez sea más lo que tú dices. ¿Quién sabe? Deberíamos irnos, Oswaldo, y conceder cierta intimidad a los amantes.

–¿No te has encontrado con la princesa Regan?

–Hemos cambiado la hora de la cita, que no será hasta que suene la cuarta campanada. ¿Por qué?

16

Estalla la tormenta

La tormenta estalló durante la noche. Yo estaba desayunando en la cocina cuando en el patio se inició una discusión. Oí que Lear atronaba, y salí a atenderlo, dejándole mis gachas a Babas. Kent, que acudía a mi encuentro, dio conmigo en el pasillo.

–De modo que el viejo ha sobrevivido a la noche -comenté.

–Yo he dormido junto a su puerta -dijo Kent-. ¿Dónde estabas tú?

–Nada, tratando de cepillarme sin piedad a dos princesas y dando inicio a una guerra civil, por si os interesa saberlo, y además me quedé sin cenar como Dios manda.

–El banquete estuvo de lo mejor -dijo Kent-. Para evitar que envenenaran al rey, comí hasta reventar. Por cierto, ¿quién es ese san Esteban?

Fue entonces cuando vi que Oswaldo se acercaba por el corredor.

–Buen Kent, aseguraos de que las hijas no maten al rey, y de que Cornualles no mate a Edmundo, y de que las hermanas no se maten entre sí y, si podéis evitarlo, no matéis a nadie. Es demasiado temprano para las matanzas.

Kent partió a toda prisa, mientras Oswaldo se acercaba.

–Vaya -comentó él-. Veo que has sobrevivido a la noche.

–Por supuesto. ¿Y por qué no habría de haber sobrevivido?

–Pues porque le conté a Cornualles lo de tu cita con Regan, y esperaba que te asesinara.

–Joder, Oswaldo, un poquito más de astucia, por favor. El estado de la villanía, en este castillo, está por los suelos. Edmundo se muestra amable, y tú, directo. ¿Qué va a ser lo siguiente? ¿Cornualles va a empezar a alimentar a los huérfanos, mientras le salen jilgueros del culo, coño? Venga, vamos, inténtalo de nuevo, veamos si puedes al menos fingir algo de maldad. Vamos, vamos.

–Vaya, veo que has sobrevivido a la noche -repitió Oswaldo.

–Por supuesto ¿y por qué no habría de haber sobrevivido?

–Ah, no, por nada. Estaba preocupado por ti.

Le asesté un mamporrazo en la oreja con Jones.

–Pero ¡qué capullo eres! Yo no me creería nunca que te preocupa mi bienestar. Estás hecho todo un zorro, sí. – Oswaldo hizo ademán de llevar la mano a la espada, y yo le di otro golpe con el palo del títere. El villano se echó hacia atrás y se frotó la muñeca dolorida-. A pesar de tu incompetencia, nuestro acuerdo sigue vigente. Necesito que hables con Edmundo. Entrégale esta misiva de parte de Regan. – Le di la carta que había escrito con las primeras luces del alba. La letra de la princesa era fácil de imitar: remataba las íes con corazones-. No rompas el lacre. En ella le confiesa el amor que siente por él pero le insta a no demostrarle el menor afecto. Debes advertirle también que no lo demuestre ante tu señora, Goneril, en presencia de Regan. Y como me consta que la intriga te confunde, paso a exponerte resumidamente cuáles son tus intereses al respecto: Edmundo se va a cargar a Albany, liberando así a tu dama para que se entregue a nuevos afectos. Sólo entonces nosotros revelaremos a Cornualles que Regan le ha puesto los cuernos con Edmundo, y el duque se cargará al bastardo, momento a partir del cual yo obraré el hechizo de amor sobre Goneril, que caerá rendida en tus ávidos brazos.

–Podrías estar mintiendo. He intentado que te mataran. ¿Por qué habrías de ayudarme?

–Muy buena pregunta. En primer lugar yo, a diferencia de ti, no soy un villano y, por tanto, de mí puede esperarse que actúe con un mínimo de integridad. En segundo lugar, deseo vengarme de Goneril por cómo me ha tratado a mí, y por cómo ha tratado a su hermana menor, Cordelia, y al rey Lear. No se me ocurre mejor castigo que emparejarla con el montículo de mierda en forma de hombre que tú eres.

–Ah, claro, sí, parece razonable -dijo Oswaldo.

–Pues entonces ¡en marcha! Insiste mucho en que Edmundo no le muestre ningún afecto en público.

–Tal vez lo mate yo mismo, por haber violado a mi dama.

–No lo harás. Eres un cobarde. ¿O es que ya lo has olvidado?

Oswaldo empezó a temblar, encolerizado, pero en esta ocasión no hizo ademán de llevarse la mano a la espada.

–Parte ya, colega, que a Bolsillo le quedan aún un montón de intrigas por urdir.

La mano cachonda del viento sobó el patio, haciendo que los faldones de las hermanas se levantaran, y que los cabellos les cubrieran los rostros. Kent se agazapó, y agarró con fuerza su sombrero de ala ancha para que no saliera volando. El anciano rey se abrigó con el manto de pieles, y entrecerró los ojos para protegerlos del viento, mientras, el duque de Cornualles y el conde de Gloucester se arrimaban a la puerta principal para resguardarse -el duque satisfecho, al parecer, de que fuera su esposa la que llevara la voz cantante-. A mí me alivió constatar que Edmundo no estaba presente, y me puse a bailar en medio del patio, agitando los cascabeles, entusiasmado.

–¡Hola, hola! – exclamé-. Todos jodisteis a base de bien para celebrar la Saturnalia, ¿no?

Las dos hermanas me miraron desconcertadas, como si estuviera hablándoles en chino, o en el idioma de los perros, como si aquella misma noche ninguna de las dos hubiera fornicado varias veces con un tarado de miembro descomunal. Gloucester bajó la mirada, avergonzado, supongo por haber abandonado a sus dioses a favor de san Esteban y, al hacerlo, se hubiera quedado sin una celebración cojonuda. Cornualles no pudo reprimir una sonrisa de oreja a oreja.

–Ah -proseguí-. Entonces habrá sido una noche de alegría junto a un niñito Jesús recién nacido, una Navidad con su noche de paz, sus camellos y sus Reyes Magos, rodeados de oro, «incesto» y mirra y esas cosas…

–Las malditas arpías cristianas quieren quitarme a mis caballeros -dijo Lear-. Tú, Goneril, ya me has arrebatado la mitad de mi ejército. No perderé la otra mitad.

–Claro, claro, señor -intervine yo-. Ahora resulta que el cristianismo es culpa suya. Olvidaba que hoy os habíais levantado pagano.

Regan se adelantó entonces, y al hacerlo constaté que, en efecto, caminaba con las piernas algo separadas.

–¿Para qué precisáis mantener cincuenta hombres, padre? Disponemos de un montón de criados que pueden atenderos.

–Además -prosiguió Goneril-, seguirán bajo nuestras órdenes, de modo que no habrá discordias en el interior de los muros de nuestros hogares.

–En esto coincido con mi hermana -dijo Regan.

–Tú siempre coincides con tu hermana -contraatacó Lear-. Si tuvieras una sola idea propia, el cráneo débil que tienes se te partiría en dos, como abatido por un rayo, buitre rastrero.

–Así, ése es el tono -comenté yo-. Tratadlas como papeleras de compresas usadas y ya veréis cómo se ponen. Asombra que hayan salido tan amables, con una educación de semejante calidad.

–¡Tomadlos, pues, arpías que desgarráis la carne de vuestras presas! Hacedlo, para que yo saque a vuestra madre de su tumba y la acuse del más indigno de los adulterios, pues ninguna de las dos puede ser fruto de mis entrañas y tratarme así.

Yo asentí, y apoyé la cabeza en el hombro de Goneril.

–Parece claro que eso del adulterio os viene de la rama materna, calabacita mía. Pero la mala leche y esos asombrosos pechos son de vuestro padre.

Ella me apartó, a pesar de mis sabias palabras.

Lear ya había perdido todo el control, temblaba y gritaba a sus hijas, impotente, pero más débil y más apagado a medida que hablaba.

–¡Oídme, dioses! Si sois vosotros los que movéis los corazones de estas hijas contra su padre, tocadme de noble ira, y no permitáis que armas femeniles, gotas de agua, manchen mis mejillas de hombre.

–Eso no son lágrimas, majestad, es que está lloviendo.

Gloucester y Cornualles apartaron la mirada, avergonzados del anciano. Kent le puso las manos en los hombros y trató de llevarlo a recaudo de la lluvia. Lear se zafó de él y volvió a cargar contra sus hijas.

–Zorras malignas. Me vengaré tanto de las dos que el mundo…, o sea…, os haré unas cosas tan espantosas que todavía no sé cuáles son, pero serán espantosas…, será el terror en la tierra. Mas no voy a llorar. Este corazón se romperá en cien mil pedazos antes de que llore yo. ¡Ah, bufón, voy a enloquecer!

–Vaya, vaya, esto sí que es un buen comienzo.

Traté de pasarle un brazo por el hombro, pero él me apartó de un codazo.

–Revocad vuestras órdenes, arpías, o abandonaré esta casa -declaró, dando unos pasos en dirección a la gran puerta.

–Es por vuestro bien, padre -insistió Goneril-. Y ahora, poned fin a vuestra pataleta y entrad.

–¡Os lo he dado todo! – farfulló Lear, alargando una mano rígida hacia Regan.

–¡Y bastante que has tardado en dárnoslo, cabrón senil -soltó Regan.

–Eso se le ha ocurrido a ella solita -dije yo, siempre buscando el lado bueno.

–Me voy -amenazó Lear, dando un paso más en dirección a la puerta-. No pienso aceptarlo. Saldré ahora mismo por esa puerta.

–Qué lástima -opinó Goneril.

–Pues, sí, es una pena -coincidió Regan.

–Me marcho ahora mismo. Por esa puerta. Y no volveré jamás. Me voy solo.

–¡Pues gracias! – dijo Goneril.

-Au revoir -la secundó Regan, con un acento gabacho casi perfecto.

–Lo estoy diciendo en serio -insistió el anciano, que ya había llegado al umbral de la puerta.

–Cerrad al salir -dijo Regan.

–Pero, señora, ése no es lugar ni para hombre ni para bestia -intervino Gloucester.

–¡Cerradla, joder! – insistió Goneril, que salió corriendo y tiró del gran pasador de hierro con todas sus fuerzas. El pesado rastrillo metálico descendió al instante, y sus púas, que no se clavaron en el anciano de milagro, se hundieron más de dos palmos en los huecos que, a tal efecto, se abrían en el suelo de piedra.

–Me voy -repitió el rey entre la reja-. No creáis que no me voy.

Las hermanas abandonaron el patio y buscaron el refugio del castillo. Cornualles las siguió y llamó a Gloucester.

–Pero, con esta tormenta… -dijo Gloucester, observando a su viejo amigo a través de los barrotes-. Nadie debería estar ahí fuera con esta tormenta.

–Él mismo se lo ha buscado -dijo Cornualles-. Entrad, buen Gloucester.

Gloucester se alejó de la puerta y siguió a Cornualles hasta el castillo, dejándonos solos a Kent y a mí de pie, bajo la lluvia, cubiertos por nuestras capas de lana. El destino del rey parecía torturar a Kent.

–Está solo, Bolsillo. No es ni siquiera mediodía, pero está tan oscuro que parece medianoche. Lear está ahí fuera, solo.

–No me jodáis -dije yo. Alcé la vista hacia las cadenas sujetas en lo alto de la puerta, hacia las vigas que sobresalían de los muros, hacia las almenas más altas tras las que se protegían los arqueros. ¡Malditas la anacoreta y Belette por enseñarme acrobacias!-. Está bien, iré con él. Pero vos debéis ocultar a Babas de las garras de Edmundo. Hablad con la lavandera esa de las tetas como cántaros, y ella os ayudará. Por más que lo niegue, ese muchacho le gusta.

–Iré a por ayuda para abrir la reja.

–No os preocupéis. Vos ocupaos del mastuerzo, y cuidado con Edmundo y con Oswaldo. Yo volveré con el viejo en cuanto pueda.

Dicho esto, me metí a Jones en el jubón, di un salto y me colgué de la inmensa cadena. Me encaramé por ella, llegué hasta una de las vigas que sobresalían de la piedra y fui saltando de viga en viga hasta que encontré un hueco para meter la mano entre las piedras. Trepé entonces hasta lo alto de la muralla.

–Menuda mierda de fortaleza -le grité a Kent, agitando la mano. En un abrir y cerrar de ojos ya había superado la muralla y, descolgándome por las cadenas del puente levadizo no tardé en alcanzar el suelo, del otro lado.

El viejo monarca se encontraba ya a las puertas de la ciudad amurallada, invisible casi entre la lluvia, adentrándose en el páramo, envuelto en su capa de pieles, semejante a una rata vieja y empapada.

Acto III

Los bromistas a veces resultan profetas.

Shakespeare,

El rey Lear, acto V, escena III (Regan)

17

Lluvia de locos, granizo de chalados

–¡Sopla, viento, hincha tus carrillos hasta reventar! ¡Sopla! ¡Rabia! – atronaba Lear.

El anciano se había subido a lo alto de una colina, en las afueras de Gloucester, y gritaba al viento como un demente, a pesar de que los relámpagos rasgaban el cielo con sus garras de fuego, y los truenos retumbaban en mis costillas.

–Bajad de ahí, maldito loco decrépito -le dije yo, agazapado bajo un acebo cercano, empapado, muerto de frío, y con la paciencia casi agotada por completo-. Regresad a Gloucester y pedid cobijo a vuestras hijas.

–¡Dioses despiadados! ¡Disparad sobre mí rayos capaces de abatir robles enteros! Quemadme con vuestros fuegos sulfurosos y letales! ¡Chamuscad mi testa plateada y reducidme a un montón de cenizas! ¡Matadme! ¡Que vuestra ira adopte formas fieras y fulminadme! ¡Tomadme sin ahorraros violencia alguna!

»¡No os culpo, pues no sois mis hijas! ¡No os he dado nada, y nada espero de vosotros! ¡Sed directos en la ejecución horrible y placentera de vuestros actos contra un pobre, enfermo y despreciado anciano! ¡Resquebrajad los cielos! ¡Haced que caiga muerto!

El viejo rey se detuvo cuando un rayo partió por la mitad un árbol que se alzaba en medio del monte, y que empezó a arder mientras un rugido aterrador habría hecho que hasta las estatuas se cagaran encima. Yo salí de debajo del acebo, y me acerqué a Lear.

–Vamos, hombre. Guareceos bajo algún arbusto, aunque sólo sea para quitarle hierro a la lluvia.

–No necesito guarida. ¡Que la naturaleza descarnada se vengue de mí!

–Pues vale -dije yo-. En ese caso no necesitaréis esto. – Le quité la capa al viejo, le puse la mía, de lana, y regresé a mi arbusto, algo más protegido por la piel del animal.

–¡Eh! – protestó Lear, perplejo.

–Vamos, seguid con lo vuestro. «Que se abra el cielo, que frían vuestra cabeza provecta, que os aplasten las pelotas, y etcétera, etcétera.» Si perdéis comba ya os apuntaré yo.

Y, en efecto, el rey prosiguió.

–¡Poderoso Thor, que vuestras centellas pongan fin a los latidos de este corazón exhausto! ¡Que las olas de Neptuno descoyunten estas extremidades de sus articulaciones! ¡Que Hécate, con sus garras, me arranque el hígado y me devore el alma! ¡Que Baal me desgarre las entrañas! ¡Que Júpiter esparza mis músculos destrozados sobre la tierra!

El anciano interrumpió un instante su perorata, y miró a su alrededor con ojos de loco. Los posó en mí.

–Aquí fuera hace un frío del carajo.

–Parece que os ha abatido un rayo de obviedad camino de Damasco, ¿verdad, tío mío? – Retiré un poco la gran capa de piel para que el viejo se metiera también debajo del arbusto. Él se arrastró por la colina, tratando de no resbalar con los riachuelos de agua y lodo que descendían por su ladera, y vino a mi lado.

Lear se estremeció al pasarme un brazo esquelético por el hombro.

–Bastante más cerca de lo que tenemos por costumbre, ¿verdad, muchacho?

–Así es, tío. ¿Os he dicho alguna vez que sois un hombre muy atractivo? – dijo Jones, asomando su cabeza de títere.

Y el anciano se echó a reír, y se rio tanto que temblaba, la risa se le convirtió en una tos bronca, y tosió y tosió hasta que yo temí que fuera a expectorar algún órgano vital. Hice un cuenco con la mano, recogí un poco de agua de lluvia y se la di a beber.

–No me hagas reír, muchacho. Estoy loco, y sufro, y me encolerizo, y no estoy de humor para bromas. Será mejor que te alejes de mí, no vaya a ser que un rayo te abata cuando los dioses atiendan mi desafío.

–Mi tío, perdonadme que os lo diga, pero sois un capullo arrogante. Los dioses no os van a fulminar con un rayo sólo porque vos se lo pidáis. ¿Por qué iban a favoreceros con un rayo? Más probable es que os envíen una fístula, infectada y fatal, o tal vez uno o dos retoños desagradecidos, siendo los dioses, como son, amantes de la ironía.

–¡Qué cara! – dijo Lear.

–Cara es lo que tienen ellos -repliqué yo-. Y habéis nombrado a unos cuantos. Ahora, si caéis fulminado, no sabremos a cuál de ellos culpar, a menos que el rayo deje una firma en vuestro viejo manto de piel. Deberíais haber retado a uno, y luego esperar una hora, tal vez, en vez de desafiarlos a todos a la vez.

El rey se secó la lluvia de los ojos.

–He puesto a mil monjes y monjas a rezar por el perdón de mis pecados, y a los paganos a sacrificar enteros rebaños de cabras para alcanzar la salvación, pero me temo que no haya sido suficiente. Ni una sola vez actué en beneficio de mi pueblo, ni una vez actué en beneficio de mis esposas o las madres de mis hijas; he servido como si fuera un dios, y creo que soy poco misericordioso. Sé amable, Bolsillo, no sea que algún día te enfrentes a las mismas tinieblas a las que me enfrento yo. O, en ausencia de amabilidad, emborráchate.

–Pero, tío mío -le dije-. A mí no me hace falta ser prudente pensando en el día en que la fragilidad se apodere de mí, porque frágil ya soy. Y si buscamos el lado bueno del asunto, tal vez Dios no exista y las malas obras que habéis hecho sean en sí mismas recompensa.

–Quizá ni siquiera merezca un final sangriento como corresponde -sollozó Lear-. Los dioses me han enviado a estas hijas para que me chupen la sangre. Me castigan por el trato que yo di a mi padre. ¿Sabes cómo me convertí en rey?

–Lograsteis arrancar una espada encajada en una piedra y con ella matasteis a un dragón, ¿no?

–No, eso nunca sucedió.

–Maldita educación la que recibí en el convento. Que me aspen si lo sé entonces, mi tío. ¿Cómo os convertisteis en rey?

–Maté a mi propio padre. No merezco una muerte noble.

Me quedé mudo. Llevaba más de un decenio al servicio del rey, y nunca había oído hablar de ello. Lo que siempre se contaba era que el viejo rey Bladud le había entregado el reino a Lear y se había marchado a Atenas, donde había aprendido lo necesario para convertirse en nigromante. Después regresó a Bretaña, donde murió de peste al servicio de la diosa Minerva, en el templo de Bath. Pero no tuve tiempo de pensar en una réplica ingeniosa, pues en ese instante un relámpago cruzó el cielo, iluminando la silueta inmensa de una criatura que descendía por la colina, en dirección a donde nos encontrábamos.

–¿Qué es eso? – pregunté.

–Un demonio -respondió el anciano-. Los dioses me envían un monstruo para vengarse de mí.

Aquel ser estaba cubierto de lodo, y caminaba como si hubiera sido creado con la tierra que pisaba. Me llevé la mano a uno de los puñales que ocultaba en la riñonada, y lo desenvainé. Con el aguacero que estaba cayendo, me iba a ser imposible arrojárselo. Ni siquiera estaba seguro de poder mantener firme el filo.

–Vuestra espada, señor -dije yo-. Desenvainadla y defendeos.

Me puse en pie y abandoné el refugio del arbusto. Le di la vuelta a Jones para que el palo que lo sostenía quedara listo para el ataque, y con la daga realicé una floritura en el aire.

–¡Acércate, demonio! Bolsillo te va a devolver al más allá.

Me agazapé, presto a saltar de lado cuando aquella cosa se abalanzara sobre mí. Aunque tenía forma de hombre, veía que de él colgaban unas lianas largas y pegajosas, y que de su ser brotaba mucho lodo. Cuando tropezara, saltaría sobre su espalda y vería si lograba hacerle caer colina abajo, para alejarlo del rey.

–No, deja que venga a por mí y me lleve -dijo Lear. De pronto, el rey se quitó la capa y cargó contra el monstruo, con los brazos extendidos, como si quisiera ofrecer su corazón a la bestia-. ¡Mátame, dios despiadado, arranca este negro corazón del pecho de Bretaña!

No logré detenerlo, y el viejo acabó en brazos de la bestia. Pero, para mi sorpresa, ahí no hubo ni desgarro de miembros ni aplastamiento de sesos. Aquella cosa agarró al rey y con delicadeza lo dejó en el suelo.

Yo dejé de apuntarlo con la daga y me incliné hacia delante.

–Suéltalo, bestia.

La cosa se arrodilló junto al rey, que había puesto los ojos en blanco y se retorcía, como en trance. La bestia me miró, y yo vi franjas rosadas por entre el barro, y el blanco de sus ojos.

–Ayúdame -me dijo-. Ayúdame a guarecerlo.

Di un paso al frente y le limpié el barro que le cubría el rostro a aquella cosa. Se trataba de un hombre tan cubierto de lodo que llegaba a ocultarle incluso los labios y los dientes, pero de un hombre al fin y al cabo. No distinguía si lo que le cubría los brazos eran harapos o ramas de árbol.

–Ayuda al pobre Tom a sacarlo de este frío -insistió.

Envainé el puñal, recuperé la capa del anciano y ayudé a aquel tipo embarrado y desnudo a llevar a Lear al bosque.

Era una cabaña diminuta, sin apenas espacio para mantenerse de pie, pero el fuego calentaba y la anciana removía el contenido de una cazuela que olía a guiso de carne con cebolla, y que era como el aliento de las musas en aquella noche húmeda. Lear se agitó un poco. Hacía varias horas que lo habíamos llevado hasta allí para guarecerlo de la lluvia. El rey se reclinó sobre un jergón cubierto con paja y pieles. Su capa seguía secándose junto al hogar. – ¿Estoy muerto? – preguntó.

–No, mi tío, pero habéis estado a punto de lamer el hedor salado de la muerte -respondí yo.

–Atrás, demonio inmundo -dijo el hombre desnudo, dando manotazos al aire, frente a su rostro. Yo le había ayudado a limpiarse gran parte del barro que lo cubría, de modo que en ese instante ya sólo se veía sucio y demente; pero al menos había recuperado su forma.

–Oh, el pobre Tom tiene frío. Mucho frío.

–Sí, eso se nota -observé yo-. A menos que seas un tipo enorme que nació con un pito del tamaño de una uva pasa.

–El demonio obliga a Tom a comerse la rana que nada, el renacuajo, los lagartos, y a beber el agua estancada. Me preparo ensaladas con boñigas de vaca, y me trago ratas y pedazos de perros muertos. Bebo la espuma sucia de los estanques y en todas las aldeas me golpean y me meten en cepos. ¡Atrás, demonio, deja en paz al pobre Tom!

–Caramba -dije yo-. Cuánto majareta suelto esta noche.

–Le he ofrecido un poco de estofado de carnero -dijo la anciana, que seguía junto al fuego-, pero no, él tenía que tomarse sus ranas y sus tortas de boñiga. Para ser un chalado desnudo, es muy quisquilloso con la comida.

–Bolsillo -me llamó Lear, aferrándose a mi brazo-. ¿Quién es ese tipo grandullón que va sin ropa?

–Se hace llamar Tom, mi tío. Dice que el demonio lo persigue.

–Debe de tener hijas. Óyeme, Tom, ¿se lo has entregado todo a tus hijas? ¿Es eso lo que te ha llevado a la locura y a la pobreza, hasta el punto de ir desnudo por ahí?

Tom gateó por el suelo hasta situarse junto a Lear.

–Yo era un sirviente vanidoso y egoísta -declamó el loco-. Dormía con mi señora todas las noches, y despertaba pensando en volver a metérsela por la mañana. Bebía y me divertía, al tiempo que mi hermanastro combatía en la cruzada de una Iglesia en la que no creía. Lo tomaba todo sin pensar en quienes nada tenían. Y ahora soy yo el que no tiene nada, ni un harapo, ni una migaja de pan, ni una moneda, y el demonio me persigue hasta los confines de la tierra por mi egoísmo.

–Ya ves -dijo Lear-. Sólo las hijas crueles de un hombre pueden llevarlo a tal estado.

–El no ha dicho eso, viejo chocho. Lo que ha dicho es que era un libertino egoísta, y que el diablo se llevó todo lo que era suyo.

La anciana se volvió en ese instante.

–Así es, el bufón está en lo cierto. El joven chalado no tiene hijas, es su propia crueldad la que lo condena. – Atravesó la cabaña con un cuenco humeante de guiso en cada mano, y los dejó en el suelo, frente a nosotros-. Y es vuestra propia maldad la que os persigue, Lear. No vuestras hijas.

Yo ya tenía vista a aquella anciana. Era una de las arpías del bosque de Birnam. Con otra ropa, sí, y no tan verde, pero sin duda se trataba de Romero, la bruja con pies de gato.

Lear se acercó más al suelo y agarró al pobre Tom de la mano.

–Yo he sido egoísta. No he pensado nunca en las consecuencias de mis acciones. A mi propio padre lo encarcelé en el templo de Bath porque era leproso, y más tarde ordené que lo mataran. A mi hermano lo maté al sospechar que se acostaba con mi hermana. Sin juicio, sin siquiera concederle el honor de un duelo. Hice que lo asesinaran mientras dormía, sin pruebas. Y mi reina también está muerta por culpa de mis celos. Mi reino es fruto de la traición, y traición es lo que he cosechado. No merezco siquiera llevar las ropas que me cubren la espalda. Tom, es cierto, no tienes nada. Y yo tampoco tendré nada, pues ésa es mi justa recompensa.

El anciano empezó a desgarrarse los ropajes; se arrancó el cuello de la camisa, aunque al hacerlo, más que tejido, se llevó pedazos de su piel apergaminada. Yo le detuve la mano, le sujeté la muñeca y traté de que me mirara a los ojos, para sacarlo de su enajenación.

–¡Oh, cómo maltraté a mi dulce Cordelia! – se lamentó-. La única que me amaba, y yo la maltraté. ¡A mi única hija verdadera! ¡Que los dioses me arranquen las ropas que visto, que me arranquen la carne que recubre mis huesos!

Y entonces noté que unas garras se aferraban también a mis muñecas, y algo me apartó de Lear con tal fuerza que fue como si me hubieran arrastrado con grilletes de hierro.

–Deja que sufra -susurró la bruja.

–Pero es que soy yo quien ha causado ese dolor.

–El sufrimiento de Lear se lo ha causado él solito, bufón -replicó ella. Al instante sentí que la cabaña empezaba a girar, y oí la voz de la muchacha fantasma que me ordenaba:

–Duérmete, dulce Bolsillo.

–¿Quién es ese tipo desnudo y embarrado que morrea el magín del rey? – preguntó Kent.

Desperté y vi que el viejo caballero se encontraba junto a la puerta, acompañado del conde de Gloucester. La tormenta arreciaba en el exterior de la cabaña, pero la luz del fuego me bastó para distinguir que Tom McNicomio, el loco desnudo, se había acurrucado junto a Lear y le besaba la calva como quien besa a un recién nacido.

–Oh, majestad -dijo Gloucester-. ¿Acaso no podéis hallar mejor compañía que ésta? ¿Quién es esa bestia parda?

–Un filósofo -respondió Lear-. Y voy a hablar con él.

–Pobre Tom McNicomio, pobrecito -dijo Tom-. Maldito y condenado por los demonios, comedor de renacuajos.

Kent me miró y se encogió de hombros.

–Los dos están locos como cabras -le comenté yo, que busqué a la bruja con la mirada para que corroborara mis palabras. Pero la mujer se había ausentado.

–Pues estad atento, majestad, os traigo noticias de Francia -informó Kent.

–¿Que los huevos combinan muy bien con la salsa holandesa? – inquirí yo.

–No -dijo Kent-. Es algo más urgente.

–¿Qué el vino y el queso resultan una combinación exquisita?

–No, sinvergüenza de lengua viperina. Francia ha enviado un ejército a Dover, y circula el rumor de que cuenta con tropas escondidas en otras ciudades de la costa de Bretaña, dispuestas a atacar.

–Sí, claro, y eso es más importante que la noticia del queso y el vino, ¿verdad?

Gloucester trataba de arrastrar a Tom para apartarlo del rey Lear, pero le resultaba difícil lograrlo sin mancharse la capa de barro.

–He mandado informar al campamento francés de Dover de que Lear se encuentra aquí-dijo el conde-. He solicitado a las hijas del rey que me permitan llevarlo al castillo hasta que pase la tormenta, pero ellas no ceden. Incluso mi propia casa y mi poder han sido usurpados por el duque de Cornualles. Regan y él se han hecho con el mando de los caballeros del rey y, con ellos, de mi castillo.

»Venimos a llevaros a un cobertizo pegado a las murallas de la ciudad -prosiguió Kent-. Cuando la tormenta amaine, Gloucester enviará una carreta para que traslade al rey al campamento de Dover.

–No -se negó Lear-. Dejadme hablar en privado con mi filósofo y amigo. – Le dio unas palmaditas al loco de Tom-. Él sabe mucho sobre cómo hay que vivir la vida. Dime, amigo mío, ¿por qué existe el trueno?

El caballero se volvió para mirar a Gloucester, y se encogió de hombros.

–No está en sus cabales.

–¿Y quién puede culparlo? – se preguntó Gloucester en voz alta-. Después de lo que le han hecho sus hijas, carne de su carne, que se han alzado en su contra. Yo tenía un hijo muy querido que conspiró para asesinarme, y sólo de pensarlo a punto estuve de enloquecer.

–¿Y vosotros, los nobles, tenéis alguna reacción ante la adversidad que no sea poneros a ladrar y a comer tierra? – comenté-. Sujetaos los cojones y aguantaos. Kent, ¿cómo está Babas?

–Lo dejé escondido en la lavandería, pero Edmundo lo encontrará en cuanto se ponga manos a la obra. Por el momento está distraído tratando de evitar a las hermanas y conspirando con Cornualles.

–Mi hijo Edmundo todavía me es fiel -declaró Gloucester.

–Sí, sí, claro, señor-dije yo-. Pero cuidado, no tropecéis con el dondiego que le ha nacido en el culo la próxima vez que lo veáis. ¿Podéis, de algún modo, introducirme en el castillo sin que Edmundo sepa que estoy ahí?

–Supongo, pero yo no recibo órdenes de ti, bufón. Sólo eres un esclavo, y un esclavo imprudente, además.

–Todavía estáis enfadado porque me burlé de la muerte de vuestra esposa, ¿verdad?

–¡Haced lo que os pide el bufón! – masculló el rey-. Su palabra vale tanto como la mía.

El asombro que se apoderó de mí fue tal que un soplo de brisa habría bastado para tumbarme. Sí, claro, en los ojos del anciano todavía brillaba la locura, pero también el fuego de su autoridad. Una piltrafa débil y balbuciente, y al instante un dragón que, desde lo más profundo de su ser, escupía fuego.

–Sí, majestad -acató Gloucester.

–Es un buen tipo -sentenció Kent, tratando de quitar aspereza a la orden de Lear.

–Señor, traed con vos a vuestro loco desnudo y dejadnos ir con Gloucester al cobertizo que se apoya en la muralla de la ciudad. Yo rescataré del castillo a mi aprendiz bobo, y luego, juntos, iremos a Dover, al encuentro de Jeff, el rey franchute.

Kent apoyó la mano en mi hombro.

–¿Quieres llevar a un espada de apoyo?

–No, gracias -le respondí-. Vos quedaos con el viejo y acompañadlo hasta Dover. – Acerqué a Kent al fuego y le pedí que se agachara para poder susurrarle al oído-. ¿Sabíais vos que Lear había asesinado a su hermano?

El anciano caballero abrió mucho los ojos, antes de entrecerrarlos con fuerza, como si le doliera algo.

–El me dio la orden.

–Está bien, Kent. Sois de un leal que da asco.

18

Garras de gatita

Entramos furtivamente en el castillo de Gloucester, algo que, como habréis supuesto, no va conmigo. A mí se me da mejor acceder a un aposento dando unas cuantas volteretas, con una carraca en la mano, emitiendo algún ruido soez y proclamando: «Buenos días tengan ustedes, capullos», o algo por el estilo. A mí se me dan bien los cascabeles y los títeres, no lo otro. Tanto silencio y tanto arrastrarme por el suelo empezaba a pasarme factura. Seguí al conde por una trampilla secreta del establo que conducía a un túnel que pasaba bajo el foso. A oscuras, tuvimos que vadear dos palmos de agua helada, y al sonido de mis cascabeles sumé el chapoteo del lodo. Jamás lograría que Babas pasara por aquel lugar tan estrecho, ni siquiera si lograba iluminarlo con una antorcha. El túnel moría en otra trampilla que asomaba al suelo de una mazmorra. Y allí, en la misma cámara de tortura en la que me había encontrado con Regan, Gloucester se despidió de mí.

–Bufón, debo ocuparme del traslado a Dover de nuestro señor. Todavía cuento con algunos sirvientes que me son leales.

Me sentí en deuda con el noble por ayudarme a acceder al castillo, más aún considerando la animadversión que me profesaba.

–Manteneos a distancia del bastardo, excelencia. Sé que ahora es vuestro favorito, aunque sin motivos para que lo sea. Es un villano.

–No critiques a Edmundo, bufón. Ya conozco tus intrigas. Ayer mismo me dio la razón y protestó conmigo por el trato que Cornualles dispensa al rey.

Podría haber hablado a Gloucester de la carta que había escrito yo imitando la letra de Edgar, del plan del bastardo para usurpar el puesto de su hermano, pero ¿qué habría hecho él? Seguramente habría irrumpido hecho una furia en los aposentos de Edmundo, y éste lo habría matado en el acto.

–Está bien, pues -me limité a replicar-. Tened cuidado, señor. Cornualles y Regan son una sola víbora de cuatro colmillos, y si inoculan su veneno en Edmundo, deberéis libraros de él. No acudáis en su ayuda, no vayan a arañaros con sus garras venenosas.

–Es mi último hijo verdadero. Vergüenza debería darte, bufón -dijo el conde con desprecio, antes de abandonar la mazmorra a toda prisa y desaparecer escaleras arriba.

Pensé en encomendarme a algún dios para que protegiera al viejo conde, pero si los dioses obraban a mi favor, seguirían haciéndolo sin que se lo solicitara, y si se me oponían, entonces no había necesidad de convocarlos a mi causa. No sin pena, me quité los zapatos y el gorro y me los metí en el jubón para callar los cascabeles. Jones se había quedado en el cobertizo, con Lear.

La lavandería se encontraba en las plantas inferiores del castillo, de modo que me acerqué a ella en primer lugar. La lavandera de las portentosas tetas ya mencionada tendía unas sábanas junto al fuego cuando entré yo.

–¿Dónde está Babas, cielo? – le pregunté.

–Escondido -respondió ella.

–Ya sé que está escondido, maldita sea. Si no lo estuviera, no me habría hecho falta preguntártelo, ¿a que no?

–¿Y qué quieres? ¿Que te diga dónde está? ¿Y cómo sé que no quieres matarlo? Aquel viejo caballero que lo trajo me pidió que no le dijera a nadie dónde estaba.

–Pero yo he venido para sacarlo del castillo. Para rescatarlo, vaya.

–Sí, claro, eso es lo que dices ahora, pero… -Escúchame bien, mala pécora, dime dónde está el mastuerzo.

–Me llamo Emma -puntualizó la lavandera.

Me senté junto al fuego y apoyé la cabeza en las manos.

–Tesoro, me he pasado la noche en plena tormenta, con una bruja y dos locos de atar. Tengo un montón de guerras que atender, así como la violación sumaria de dos princesas, que hará que un par de duques pasen a llevar más cuernos de los que llevan. Estoy desolado, triste por la pérdida de un amigo, y ese bobo baboso que es mi aprendiz se dedica sin duda a vagar por el castillo buscándose una herida mortal en el pecho. Apiádate de este pobre bufón, cielo; una conclusión más que no siga las premisas podría hacer añicos mi frágil salud mental.

–Me llamo Emma -insistió la lavandera.

–Estoy aquí mismo, Bolsillo -dijo Babas, asomándose a la gran caldera. Un montón de ropa mojada lo cubría y ocultaba su melón hueco-. Tetas me ha ocultado. Es un amor.

–Ya ves -dijo Emma-. No para de llamarme así.

–Tómatelo como un cumplido, cielo.

–Es una falta de respeto -sostuvo ella-. Me llamo Emma.

Nunca entenderé a las mujeres. Al parecer la lavandera se vestía de un modo que acentuaba, que ensalzaba claramente sus pechos (un corpiño tan apretado que se los levantaba hasta casi hacérselos salir por debajo del cuello), pero va un pobre muchacho y se fija en ellos, y ella se ofende. No lo entenderé jamás.

–Ya sabes que es un tonto rematado, ¿verdad, Emma? – Da lo mismo.

–Bien. Babas, pídele disculpas a Emma por decir que tiene unas tetas de impresión.

–Siento lo de las tetas -dijo Babas, bajando tanto la cabeza que la pieza de ropa mojada que la cubría regresó a la caldera.

–¿Satisfecha, Emma? – le pregunté.

–Supongo que sí.

–Bien. Y ahora ¿sabes dónde puede estar el capitán Curan, el comandante de los caballeros del rey Lear?

–Sí, claro, cómo no -respondió Emma-. Edmundo y el duque me han consultado esta mañana sobre todos los aspectos militares, como tienen por costumbre, dado que yo, en tanto que lavandera, tengo acceso a las mejores tácticas y estrategias y todo eso.

–El sarcasmo hará que se te descuelguen las tetas -contraataqué yo.

–Eso no es verdad -dijo ella, levantando el brazo para sostenérselas.

–Es del dominio público -insistí yo, asintiendo con vehemencia, antes de mirar a Babas, que asentía también y que no tardó en repetir, imitando mi voz: «Es del dominio público.»

–¡Ah, qué miedo me da eso! – Emma se estremeció-. Salid los dos de mi lavandería.

–Está bien -dije yo. Le hice una seña a Babas para que abandonara la caldera-. Gracias por cuidar del bobo, Emma. Ojalá pudiera hacer algo por…

–Mata a Edmundo -soltó.

–¿Cómo dices?

–El hijo de un cantero agremiado iba a casarse conmigo antes de que yo entrara a trabajar aquí. Edmundo me poseyó en contra de mi voluntad y fue alardeando de ello por todo el pueblo. Mi hombre ya no me quiso. Y nadie que valga algo me querrá nunca, excepto el bastardo, que me hace suya cuando le place. Ha sido él quien me ha ordenado que lleve este escote tan pronunciado. Dice que si no le presto mis servicios, me arrojará a los cerdos. Mátalo por mí.

–Pero, buena mujer, yo soy sólo un bufón. Un payaso. Y muy bajito, además.

–Tú no eres sólo eso, granuja de gorro negro. He visto las dagas que llevas a la espalda, y me he fijado en quién corta el bacalao en el castillo, y no son ni el duque ni el viejo rey. Mata a ese bastardo.

–Edmundo me dio una paliza a mí -terció Babas-. Y ella tiene unas tetas de impresión.

–¡Babas!

–Es la verdad.

–Está bien. En ese caso… -dije, tomando a la lavandera de la mano-. Pero cada cosa a su tiempo. Antes tengo asuntos que atender. – Me incliné sobre su mano, la besé, me di la media vuelta y, descalzo, abandoné la lavandería dispuesto a hacer historia.

–La jodienda, heroica -le susurró Babas a Emma, guiñándole un ojo.

Oculté a mi aprendiz en la puerta fortificada, entre las pesadas cadenas que había usado para escalar cuando fui tras Lear y me adentré en la tormenta. Lograr que el inútil subiera por la muralla y se encaramara a lo alto de la puerta sin ser visto no fue tarea fácil, pues fue dejando una estela de babas sobre las piedras hasta que alcanzamos el exterior del castillo, pero, afortunadamente, con la tormenta la guardia no era demasiado estricta, por lo que durante casi todo el trayecto avanzamos por lo alto de las murallas sin que nadie nos descubriera.

Cuando regresé junto a un fuego tenía los pies helados, pero no existía ninguna otra vía de escape. La compañía de Babas en el espacio reducido del túnel, con su miedo a la oscuridad, era algo que no le deseaba ni a mi peor enemigo. Encontré una manta de lana y cubrí con ella al bobo, pidiéndole que me esperara sin moverse de allí.

–Cuida de mis zapatos y de mi zurrón, Babas.

Seguí mi camino, sujetándome en grietas y ranuras, pasé por la cocina y, a través de la entrada del servicio llegué al gran salón, con la esperanza de encontrar allí a Regan y de poder intercambiar unas palabras con ella. La gran chimenea de la estancia debía de ser un buen reclamo para la princesa en un día tan gélido, pues, por más que se entregara a actividades que se desarrollaban en las mazmorras, le gustaba el calor más que a los gatos.

Como el castillo de Gloucester no contaba con muralla en todo su perímetro, había aspilleras incluso en aquel gran aposento, para que el edificio quedara defendido desde todos los niveles ante un ataque por el agua. Aquellas aspilleras, aunque cubiertas por celosías, dejaban pasar mucho aire, de modo que, para proteger la estancia del viento, frente a las alcobas colgaban gruesos tapices. Aquéllos eran los lugares más propicios para que un bufón se ocultara a escuchar, a calentarse y a esperar su momento.

Me colé en el gran salón detrás de un grupito de sirvientas, y me metí en la alcoba contigua a la chimenea. Y, en efecto, ahí estaba ella, junto al fuego, arrebujada bajo una gruesa capa de pieles con capucha, mostrando al mundo sólo el rostro.

Aparté el tapiz y estaba a punto de llamarla cuando los cerrojos del portón principal se descorrieron y entró el duque de Cornualles, ataviado con sus delicados ropajes de costumbre, incluido el emblema del león que lucía en la pechera. Con todo, lo que más llamaba la atención era que llevaba puesta la corona de Lear, la que el anciano había arrojado sobre la mesa aquella noche fatídica en la Torre Blanca. Incluso Regan pareció sorprenderse al ver coronada la testa de su esposo.

–Señor, ¿consideráis prudente que os toquéis con la corona de Bretaña mientras mi hermana permanece en el castillo?

–Tenéis razón, debemos guardar las apariencias, como si no supiéramos que Albany prepara un ejército contra nosotros. – Cornualles se quitó la corona y la ocultó bajo un cojín, junto al fuego-. Debo encontrarme aquí con Edmundo y urdir un plan para causar el fatal desenlace del duque. Espero que a vuestra hermana pueda evitársele todo daño.

Regan se encogió de hombros.

–Si ella misma se arroja bajo las pezuñas del destino, ¿quiénes somos nosotros para evitar que le revienten los sesos?

Cornualles la estrechó entre sus brazos y la besó apasionadamente.

«Oh, señora -pensé yo-, apartadlo de vos, no vaya a embrutecer vuestros hermosos labios de villanía.» Pero entonces se me ocurrió, tal vez más tarde de lo debido, que a ella ya no le llegaba el sabor de la maldad, lo mismo que quien come ajo no nota el aliento de otros que también lo han comido. Aquella dama ya exudaba mal por todos sus poros.

Sin esperar a que el duque la soltara, ella le dio la espalda y se limpió la boca con la manga del vestido. Y cuando Edmundo entró en el salón, apartó a su esposo.

–Señor -dijo el bastardo, aunque saludando sólo a Regan-. Debemos posponer nuestros planes. Leed esta carta.

El duque le cogió el pergamino.

–¿Qué? – preguntó Regan, impaciente-. ¿Qué sucede? ¿Qué sucede?

–Francia ha enviado un ejército. Sabe del malestar que impera entre nosotros y Albany, y cuenta con tropas ocultas en ciudades costeras de toda Bretaña.

Regan le arrebató el pergamino a Cornualles y lo leyó.

–Esto va dirigido a Gloucester.

Edmundo le hizo una reverencia y compuso un gesto de falsa contrición.

–Así es, señora. Lo encontré en su armario y lo he traído apenas he tenido conocimiento de su contenido.

–¡Guardia! – llamó Cornualles. Los grandes portones se abrieron y un soldado asomó la cabeza-. Tráeme al conde de Gloucester. No tengas la menor consideración con él por mor de su título. Es un traidor.

Yo traté de encontrar una salida alternativa hacia la cocina, para ver si encontraba a Gloucester y lograba advertirlo de la traición del bastardo, pero Edmundo se hallaba frente a la alcoba en la que me ocultaba, y yo no tenía modo de salir de ella sin ser visto. Entreabrí la celosía de la aspillera y constaté que, aunque hubiera logrado pasar por ella, la caída hasta el lago era vertical, de modo que volví a dejar la celosía donde estaba y pasé el cerrojo.

Los portones del gran salón volvieron a abrirse, y yo regresé al espacio que quedaba entre el muro y el tapiz, desde donde observé que Goneril hacía su aparición, seguida de dos soldados que sujetaban a Gloucester por los brazos. El conde parecía haber abandonado ya toda esperanza, y colgaba de los soldados como un hombre ahogado.

–Que lo ahorquen -ordenó Regan, volviéndose para calentarse las manos en el fuego.

–¿Qué es todo esto? – preguntó Goneril.

Cornualles le entregó la carta y desde atrás la observó mientras la leía.

–Arrancadle los ojos -añadió, sin molestarse siquiera en mirar a Gloucester.

Cornualles le quitó la misiva con delicadeza y le apoyó la mano en el hombro, con gesto fraternal.

–Dejadnos a nosotros el mal trago, hermana. Edmundo, haced compañía a nuestra hermana, y velad por que llegue a casa sana y salva. Señora, informad a vuestro duque que debe unirse a nosotros en contra del ejército extranjero. Nos enviaremos despachos de inmediato. Y ahora, id, conde de Gloucester, es mejor que no veáis los tratos que cerramos con este traidor.

Edmundo no pudo disimular la sonrisa al oír que se dirigían a él empleando el título que había anhelado durante tantos años.

–Así lo haré -dijo Edmundo, ofreciéndole el brazo a Goneril, que lo aceptó. Y de ese modo, juntos, se encaminaron hacia la puerta.

–¡No! – exclamó Regan.

Todo el mundo se detuvo. Cornualles se interpuso entre Regan y su hermana.

–Señora, es hora de que estemos todos unidos en contra de las fuerzas invasoras.

Regan rechinó los dientes y regresó junto al fuego, haciendo un gesto con la mano para despacharlos.

–Id.

Edmundo y Goneril abandonaron el gran salón.

–Atadlo a esa silla, y luego dejadnos solos -ordenó Cornualles a los soldados.

Ellos así lo hicieron, antes de retirarse.

–Sois mis huéspedes -dijo Gloucester-. No juguéis sucio conmigo.

–Traidor repugnante -le espetó Regan, que le arrebató la carta a su esposo y la arrojó a la cara del anciano. Acto seguido, le retorció unos pelos de la barba y se los arrancó. El conde no pudo reprimir un grito de dolor-. Tan blanco y tan traidor.

–No soy traidor. Soy leal al rey.

Ella le arrancó otro mechón de la barba.

–¿Qué otras cartas habéis recibido últimamente de Francia? ¿Cuál es su plan?

Gloucester miró el pergamino que había terminado en el suelo.

–Sólo tengo ésa.

Cornualles se abalanzó sobre Gloucester y le echó la cabeza hacia atrás tirándole del pelo.

–Hablad ahora, ¿en qué manos habéis puesto al rey demente? Sabemos que le habéis enviado ayuda.

–A Dover. Lo he enviado a Dover. Hace apenas unas horas.

–¿Y por qué a Dover? – preguntó Regan.

–Porque no pienso consentir que le arranquéis los ojos seniles con vuestras crueles uñas, ni que vuestra hermana le arranque la piel con sus garras de jabalí. Porque ahí hay personas dispuestas a cuidar de él, y no a echarlo en plena tormenta.

–Miente -dijo Regan-. Hay una cámara de tortura magnífica en las mazmorras. ¿Vamos?

Pero Cornualles no esperó más. En un segundo se encontraba ya sentado a horcajadas sobre el viejo, metiéndole el pulgar en un ojo. Gloucester gritó hasta que se le quebró la voz, instante en que se escuchó una especie de chasquido.

Yo me llevé la mano a una de mis dagas.

La puerta principal se entreabrió y, desde la escalera de la cocina asomaron varias cabezas.

–¿Por qué a Dover? – insistió Regan.

–Ave carroñera -balbució Gloucester entre toses-. Arpía malvada, no pienso decíroslo.

–En ese caso no veréis la luz del nuevo día -dijo Cornualles, que volvió a abalanzarse sobre el anciano.

Yo ya no aguantaba más. Alcé el puñal para lanzarlo, pero antes de poder hacerlo, una mano que parecía de hielo me rodeó la muñeca, y al volverme vi a la muchacha fantasma junto a mí, deteniendo mi acción, paralizándome de hecho. Sólo podía mover los ojos, y con ellos contemplaba la espantosa escena que se desarrollaba en el gran salón.

De pronto, un niño que blandía un gran cuchillo salió corriendo desde la escalera de la cocina y se abalanzó sobre el duque. Cornualles se incorporó y trató de desenvainar su espada, pero no logró sacarla antes de que el muchacho se le viniera encima y le clavara el cuchillo en el costado. Cuando el pequeño se retiraba para clavárselo de nuevo, Regan se sacó un puñal de la manga y lo hundió en el cuello del niño, antes de apartarse para que el chorro de sangre no le manchara el vestido. Su víctima se llevó la mano a la garganta y cayó al suelo.

–¡Fuera! – gritó Regan, blandiendo el arma ante los sirvientes, que se agazapaban entre la escalera de la cocina y los portones. Y todos huyeron despavoridos, como ratones asustados.

Cornualles se puso en pie, tambaleante, y hundió la espada en el corazón del muchacho. Una vez lo hubo hecho, la envainó y se palpó el costado. La mano, al retirarla, estaba ensangrentada.

–Os está bien merecido, alimaña inmunda -dijo Gloucester.

Apenas el anciano pronunció aquellas palabras, Cornualles volvió a abalanzarse sobre él.

–Fuera tú también, gelatina putrefacta -exclamó, hincándole el dedo en el ojo que le quedaba al conde. Pero Regan acudió en su ayuda y se lo arrancó con la daga.

–No os molestéis, señor.

Gloucester se desmayó de dolor, y quedó inerte. Cornualles se levantó y le propinó un puntapié en el pecho, haciéndolo caer de espaldas. El duque observó entonces a Regan con expresión arrobada y los ojos llenos del amor y el afecto que, claro está, sólo se siente cuando tu esposa le arranca un ojo a alguien en tu nombre.

–¿Y vuestra herida? – preguntó Regan.

Cornualles extendió un brazo hacia su esposa, y ésta lo abrazó.

–Me ha atravesado las costillas. Sangraré un poco, y duele, pero si me vendo, no será mortal.

–Pues qué lástima -comentó Regan, antes de clavarle la daga en el esternón y mantenerla ahí mientras la sangre le cubría la mano blanca como la nieve.

El duque pareció algo sorprendido.

–Cabrona -enunció al fin, antes de desplomarse.

Regan limpió la daga en su túnica, que también usó para secarse las manos. Volvió a esconderse el arma bajo la manga y se acercó al cojín tras el que Cornualles había ocultado la corona de su padre. Se retiró la capucha y se la puso.

–Y bien, Bolsillo -dijo la duquesa, sin volverse siquiera en dirección a la alcoba en la que yo seguía agazapado-. ¿Cómo me queda?

A mí también me sorprendió un poco (aunque menos que al duque).

El fantasma me soltó entonces, y yo permanecí tras el tapiz, con mi puñal aún en posición de lanzamiento.

–Terminará por caberos, gatita -respondí.

Ella miró hacia mi alcoba y sonrió.

–¿Verdad que sí? Por cierto, ¿querías algo?

–Que sueltes al viejo. El rey Jeff de Francia ha desembarcado en Dover con su ejército, por eso Gloucester envía ahí a Lear. Vos haríais bien en montar vuestro campamento más al sur. Unid vuestras fuerzas con las de Edmundo y las de Albany en la Torre Blanca, tal vez.

Los grandes portones chirriaron y asomó la cabeza de un soldado con el casco puesto.

–Enviad un médico -gritó Regan, fingiendo apremio-. Han herido a mi señor. Arrojad a este atacante al estercolero, y echad a este traidor por la puerta. Que se guíe por el olfato si quiere llegar a Dover a reunirse con su decrépito rey.

Al instante la estancia se llenó de soldados y criados, y Regan la abandonó, dirigiendo una última sonrisa picara en dirección a mi escondite. Aún hoy no sé por qué me dejó vivir. Sospecho que porque todavía le gustaba.

Me metí disimuladamente en la cocina, y desde ahí regresé a la torre fortificada.

El fantasma se encontraba inclinado sobre Babas, que en un rincón, asustado, se cubría con una manta.

–Venga, bruto encantador, vamos a darnos un revolcón.

–Déjalo en paz, espectro -intervine yo, aunque su apariencia era casi tan corpórea como la de cualquier mortal.

–Te he jodido el asesinato del día, ¿verdad, bufón?

–Podría haberle salvado el segundo ojo al viejo.

–No lo habrías hecho.

–Podría haber hecho que Regan se reuniera con su duque en el infierno en el que habita.

–No, no lo habrías hecho. – Y entonces levantó un dedo fantasmagórico, carraspeó y pronunció la siguiente rima-:

Si una segunda hermana

con su desprecio infame

falsedades proclama

que nublan la visión

y contra su familia

la pequeña villana

destruye las cadenas

y rompe el eslabón,

un loco habrá de alzarse

contra la casquivana

para guiar sin falta

al cegatón.

–Ésa la has recitado ya.

–Lo sé, pero me anticipé más de la cuenta. Lo siento. Creo que ahora tendrá bastante más significado para ti. En este momento, hasta un majadero como tú podría resolver el enigma, digo yo.

–Otra opción sería que me explicaras tú lo que quieres decir, coño -dije yo.

–Lo siento, pero eso no puedo hacerlo. Es por lo del misterio de los fantasmas y demás. De nada.

Y, dicho esto, traspasó el muro de piedra y desapareció.

–No me he cepillado a la fantasma, Bolsillo -balbució Babas-. No me la he cepillado.

–Ya lo sé, muchacho. Ya se ha ido. Levántate, que tenemos que bajar las cadenas del puente levadizo y encontrar al conde ciego.

19

Un loco habrá de alzarse

Gloucester vagaba por los alrededores del castillo, poco más allá del puente levadizo, y estaba a punto de precipitarse al foso. La tormenta seguía arreciando, y la maldita lluvia se le metía en las órbitas oculares y desde ahí descendía en cascadas por su rostro.

Babas agarró al viejo por la capa y lo levantó como si fuera un gatito. Gloucester forcejeó, y agitó las manos, horrorizado, como si quien lo elevara por los aires fuera un ave de presa, y no una enorme bestia humana.

–Ya está, ya está -dijo Babas, tratando de calmar al conde como quien calmara a un caballo asustado-. Ya te tengo.

–Aléjalo del borde y bájalo -le ordené yo-. Gloucester, señor, soy Bolsillo, el bufón del rey. Vamos a llevaros a cubierto y a vendaros las heridas. El rey Lear también estará ahí. Agarraos de la mano de Babas.

–Alejaos -dijo el conde-. Vuestras atenciones son vanas. Estoy perdido. Mis hijos son unos bribones, y mis tierras están empeñadas. Dejad que me caiga al foso y me ahogue.

–Pues muy bien -dijo Babas, soltando al anciano y señalando el foso-. Adelante, señor.

–¡Sujétalo, Babas, cabeza hueca!

–Pero si me ha dicho que lo deje, que quiere ahogarse, y es conde y tiene castillo y todo eso. Y tú sólo eres bufón, Bolsillo, así que yo voy a hacer lo que él me diga.

Di unos pasos al frente, sujeté a Gloucester y lo aparté del borde del foso.

–Éste ya no es conde, muchacho. No tiene más que la capa que lleva para protegerse de la lluvia, como nosotros.

–¿No tiene nada? – se asombró Babas-. Entonces puedo enseñarle malabarismos, y así al menos podrá ser bufón.

–Mejor lo llevamos al cobertizo y nos aseguramos antes de que se desangre hasta morir, y luego ya le darás clases de bufón.

–Vamos a hacer un payaso de ti -le comunicó Babas, dándole unas palmaditas en la espalda-. Será la hostia, ¿verdad, señor?

–Ahógame -dijo Gloucester.

–Ser bufón es muchísimo mejor que ser conde -insistió Babas, alegre en exceso para estar dirigiéndose a alguien al que acababan de arrancarle los ojos y que se encontraba perdido en medio de una tormenta-. Castillo no te dan, pero haces reír a la gente, y la gente te da manzanas y, a veces, alguna fulana, o alguna oveja, pasa un buen rato contigo. Es la rehostia, de verdad.

Me detuve y observé a mi aprendiz.

–¿Tú has pasado buenos ratos con alguna oveja?

Babas alzó la vista al cielo encapotado y los entornó.

–No… Yo… Y a veces nos dan pastel, cuando Burbuja lo prepara. Burbuja te va a caer bien, es genial.

A partir de ese instante, Gloucester pareció perder la poca voluntad que le quedaba, y me permitió llevarlo por la ciudad amurallada a paso muy lento. Al pasar junto a un edificio alargado, cubierto a medias por listones de madera, que me pareció que sería un barracón del ejército, alguien me llamó a voces. Al volverme vi a Curan, que se encontraba de pie bajo un toldo. El capitán del rey Lear nos hizo una seña, y nosotros nos apretamos mucho a la pared, tratando de escapar de la lluvia.

–¿Es éste el conde de Gloucester? – me preguntó.

–Así es -respondí yo, y pasé a relatarle lo que había sucedido en el castillo y en el monte desde la última vez que nos habíamos visto.

–Por la sangre de Cristo, dos guerras. Cornualles muerto. ¿Quién gobierna ahora sobre nuestro ejército?

–La señora -dije yo-. Manteneos fieles a Regan. El plan sigue como antes.

–No es así. Ni siquiera sabemos quién es su enemigo, si Albany o Francia.

–Sí, pero vuestra acción debe ser la misma.

–Pagaría un mes de mi soldada para hallarme tras la espada que abata a ese bastardo de Edmundo.

Al oír el nombre de su hijo, Gloucester empezó a mascullar de nuevo.

–¡Ahogadme! No quiero sufrir más. Dadme vuestra espada, que saltaré sobre ella para poner fin a mi vergüenza y a mi pena.

–Perdón -me disculpé ante Curan-. Desde que le han arrancado los ojos está quejica, llorón y un poco moñas.

–Tal vez deberías vendarlo. Tráelo. Cazador sigue con nosotros, y usa como nadie el hierro de cauterizar.

–¡Dejadme poner fin a mi sufrimiento! – suplicó Gloucester, lastimero-. Ya no puedo soportar por más tiempo las hondas y las flechas…

–Gloucester, mi señor, ¿seríais tan amable, y os lo pido por las pelotas chamuscadas de san Jorge, de callaros un poquito la boca, por favor?

–Ahí habéis estado un poco duro, ¿no? – opinó Curan.

–Pero si se lo he pedido por favor.

–Aun así…

–Lo siento, Gloucester, amigo. Qué sombrero tan bonito lleváis.

–Pero si no lleva sombrero.

–Pero es ciego, ¿a que sí? Si tú no hubieras dicho nada, tal vez habría estado tan contento con su maldito sombrero, ¿no?

El conde empezó a lamentarse de nuevo.

–¡Mis hijos son unos villanos y yo no tengo sombrero!

Abrió la boca para proseguir, pero Babas se la cubrió con su gran zarpa.

–Gracias, muchacho. Curan, ¿tienes algo de comida?

–Sí, Bolsillo, podemos entregarte tanto pan y tanto queso como te veas capaz de transportar, y uno de los hombres logrará distraer alguna botella de vino, supongo. Su excelencia ha sido de lo más generoso pagándonos la soldada -dijo Curan, refiriéndose a Gloucester, que ya forcejeaba para librarse del abrazo de Babas.

–¡Oh, Curan, otra vez no! Ya has vuelto a ponerlo en marcha. Debemos reunimos con Lear y dirigirnos a Dover.

–Ah, la cosa es en Dover, entonces. ¿Os encontraréis con el rey de Francia?

–Con Jeff, sí, con el franchute ese roba-mujeres de nombre simiesco.

–Se nota que te cae bien.

–Vete a la mierda, capitán. Tú ocúpate de que no nos dé alcance el ejército que Regan pueda enviar tras de nosotros. No os amotinéis. Es mejor que, para llegar a Dover, os dirijáis primero al este, y luego al sur. Yo, por mi parte, conduciré a Lear primero hacia el sur, y luego hacia el este.

–Déjame ir contigo, Bolsillo. Al rey le hace falta más protección de la que pueden brindarle dos bufones y un ciego.

–Cayo, el viejo caballero, se encuentra junto al rey. Tú lo servirás mejor si secundas su plan desde aquí.

Aquello no era estrictamente cierto, pero ¿habría cumplido con su deber de haber sabido que su comandante era un loco? Creo que no.

–De acuerdo entonces. Iré a por vuestros alimentos-dijo Curan.

Cuando llegamos al cobertizo, encontramos a Tom McNicomio en el exterior, desnudo, bajo la lluvia, ladrando.

–Ese tipo que ladra está desnudo -observó Babas- que con sus palabras, y por una vez, no rendía culto a san Obvio, dado que íbamos acompañados de un hombre privado de visión.

–Así es, pero la cuestión es saber si está desnudo porque ladra, o si ladra porque está desnudo -planteé yo.

–Tengo hambre -dijo Babas, superado mentalmente por el acertijo.

–El pobre Tom tiene frío y está maldito -dijo Tom entre dos ladridos, y por primera vez, al verlo ahí, a plena luz del día, y casi limpio, me impresionó. Sin su capa de lodo, Tom me sonaba de algo. Me sonaba mucho. Tom McNicomio era, de hecho, el mismísimo Edgar de Gloucester, el hijo legítimo del conde.

–Tom, ¿por qué has abandonado el cobertizo?

–Pobre Tom, ese viejo caballero, Cayo, le ha dicho que debía plantarse bajo la lluvia hasta que estuviera limpio y dejara de apestar.

–¿Y también te ha pedido que ladres y que hables en tercera persona?

–No, eso ha sido idea mía.

–Entra, Tom, y ayuda a Babas a acomodar a este pobre hombre.

Tom se fijó en Gloucester por primera vez, y al verlo abrió mucho los ojos y se arrodilló.

–Por la crueldad de los dioses -dijo-. Está ciego.

Le apoyé una mano en el hombro y le susurré:

–Daos prisa, Edgar, vuestro padre necesita vuestra ayuda.

En ese instante, una luz iluminó sus ojos, como si una chispa de cordura regresara a él. Asintiendo, se puso en pie y tomó al conde de la mano. «Un loco habrá de alzarse…, para guiar sin falta al cegatón.»

–Venid, mi buen señor-dijo Edgar-. Tom está loco, pero no tanto como para no ayudar a un desconocido que sufre.

–¡Dejadme morir! – exclamó el conde, tratando de apartar a Edgar-. Dadme una soga para apretarme el pescuezo con ella hasta quedar sin aliento.

–Últimamente le ha dado por ahí -le comenté yo.

Abrí la puerta, esperando encontrar a Lear en el interior del cobertizo, pero lo hallé vacío, y el fuego reducido a rescoldos.

–Tom, ¿dónde está el rey?

–Su caballero y él han partido hacia Dover.

–¿Sin mí?

–El rey estaba impaciente por regresar a la tormenta. Ha sido el caballero el que me ha pedido que te informe de que se dirigían a Dover.

–Meted dentro al conde, por aquí. – Me aparté para dejar que Edgar condujera a su padre al interior del cobertizo-. Babas, echa más leña al fuego. Nos quedaremos sólo hasta que hayamos comido y estemos secos. Debemos partir a unirnos con el rey.

Babas se agachó para pasar por la puerta y descubrió a Jones sentado sobre un banco, junto al fuego, en el mismo lugar en el que yo lo había dejado.

–¡Jones, amigo! – lo saludó el mastuerzo, levantando el títere de palo y abrazándose a él.

Babas siempre ha tenido algunas dudas sobre el arte de la ventriloquia, y aunque yo le he explicado que Jones sólo habla a través de mí, ha desarrollado cierto apego al títere.

–Hola, Babas, bufón enorme, cabeza de serrín. Bájame y enciende el fuego -dijo Jones.

Babas se metió el títere en el cinto, y empezó a cortar ramas con un hacha pequeña, junto al fuego, mientras yo partía el pan y el queso que Curan nos había entregado. Edgar vendó lo mejor que pudo los ojos de su padre, y el anciano se serenó un poco, lo bastante como para aceptar un pedazo de queso y un trago de vino. Por desgracia, el alcohol, sumado a la sangre que había perdido, llevó al conde de sus lamentos inconsolables a una melancolía negra, desgarradora.

–Mi esposa murió creyéndome un putero, mi padre me consideró condenado por no seguir la senda de su fe, y mis hijos son unos villanos. Creía que tal vez Edmundo, para variar y redimir su bastardía, pudiera ser bueno y sincero, que acudiría a luchar contra el infiel en la Cruzada, pero es aún más traidor que su hermano legítimo.

–Edgar no es ningún traidor -le dije al anciano. Y, apenas hube pronunciado aquellas palabras, Edgar se llevó el índice a los labios conminándome a no añadir nada más. Yo asentí para darle a entender que sabía cuáles eran sus deseos, y que no revelaría su verdadera identidad. Por mí, que siguiera siendo Tom el tiempo que le hiciera falta, pero que se pusiera unos pantalones, por Dios-. Edgar siempre fue leal con vos, señor. Su traición fue toda inventada por Edmundo, el bastardo. Y así, la maldad de vuestros dos hijos la perpetró sólo uno de ellos. Tal vez Edgar no sea la flecha más afilada de la aljaba, pero traidor no es. – Edgar arqueó una ceja, interrogándome sin palabras-. No decís mucho a favor de vuestra inteligencia si os quedáis ahí desnudo, cuando tenéis cerca un fuego encendido, y mantas que podéis convertir en ropas de abrigo -observé yo.

El hijo del conde se puso en pie, dejó solo a su padre y se arrimó a la hoguera.

–En ese caso he sido yo quien ha traicionado a Edgar -se lamentó Gloucester-. ¡Oh! Los dioses han decidido regarme con sus desgracias por culpa de mi corazón veleidoso. He enviado al exilio a un buen hijo y he soltado a los perros para que le den caza, y dejo sólo a los gusanos como herederos de mi única posesión: este cuerpo ajado y ciego. ¡Oh!, no somos más que blandos sacos de mortalidad, que giran en un cubo de aciagas circunstancias, goteando vida hasta que, fláccidos, sucumbimos a nuestra desesperación.

El anciano empezó a agitar los brazos, azotándose a sí mismo con frenesí, y quitándose sin querer las vendas. Babas se acercó a él y le sujetó las manos con fuerza.

–Ya está, ya está, señor -dijo Babas-. Vos casi no goteáis nada.

–No impidáis que esta casa quede en ruinas, que se pudra en el frío eterno de la muerte. Dejad que me desprenda de este atavío mortal; mis hijos traicionados, mi rey destronado, mis posesiones requisadas. Dejadme poner fin a esta tortura.

Lo cierto es que los argumentos que daba eran muy buenos.

Y entonces el conde agarró a Jones y lo sacó del cinto de Babas.

–Dadme vuestra espada, buen caballero.

Edgar quiso abalanzarse sobre su padre para detenerlo, pero yo lo agarré del brazo, y con un movimiento de cabeza impedí que Babas intercediera.

El anciano se puso en pie, se llevó el palo del títere a las costillas y se arrojó con fuerza sobre el suelo de tierra. Expulsó todo el aire, y gimió de dolor. Yo había puesto mi vaso de vino junto al fuego, para que se calentara, y arrojé su contenido al pecho del conde.

–Soy hombre muerto -balbució Gloucester, casi sin aire-. La vida escapa de mis venas. Enterrad mi cuerpo sobre la colina desde la que se divisa el castillo. Y pedid perdón en mi nombre a mi hijo Edgar. He sido injusto con él.

Edgar trató una vez más de acudir junto a su padre, y yo volví a impedírselo. Babas se cubría la boca, haciendo esfuerzos por no reírse.

–Me enfrío, me enfrío, pero al menos me llevo a la tumba mis malas obras.

–No sé si lo sabéis, señor -intervine yo-. Pero el mal que los hombres hacen les sobrevive, y el bien, a menudo, sí queda enterrado junto a sus huesos. O eso dicen.

–Edgar, hijo mío, estés donde estés, perdóname, perdóname. – El anciano se revolcó en el suelo, y pareció sorprenderse algo cuando constató que la espada en la que creía que se había ensartado, caía a su lado-. ¡Lear! Perdonadme por no haberos servido mejor.

–¡Mirad eso! – dije yo-. Pero si se ve cómo el alma negra abandona su cuerpo.

–¿Dónde? – preguntó Babas.

Me llevé un dedo a los labios para silenciar al bobo.

–¡Ah, grandes aves carroñeras ya hacen picadillo el alma del pobre Gloucester! ¡Oh, la venganza del destino se cierne sobre él, y sufre!

–¡Sufro! – dijo Gloucester.

–¡Se dirige a las profundidades más tenebrosas del Hades! ¡Para no despertar jamás!

–Desciendo al abismo. Ajeno para siempre a la luz y el calor.

–¡Ah! ¡Se lo lleva la muerte fría y solitaria! – abundé yo-. En vida fue un cabrón de mucho cuidado, o sea que es probable que ahora le den por el culo un billón de demonios de pollas espinosas.

–La muerte fría y solitaria me posee -dijo el conde.

–No, no os posee -rectifiqué yo.

–¿Qué?

–Que no estáis muerto.

–Pero lo estaré pronto. Me he arrojado contra esta espada cruel, y la vida, húmeda y pegajosa, se escurre entre mis dedos.

–Os habéis arrojado contra un títere.

–No es cierto. Es una espada. Se la he quitado a un soldado.

–Le habéis quitado el títere a mi aprendiz. Os habéis arrojado contra un títere.

–Qué capullo eres, Bolsillo. No eres de fiar, y te burlarías de un hombre hasta en sus últimos estertores. ¿Dónde está ese hombre desnudo que me ayudaba hace un momento?

–Así es, os habéis arrojado contra un títere -corroboró Edgar.

–¿Entonces no estoy muerto?

–Exacto -insistí yo.

–¿Me he arrojado contra un títere?

–Llevo un buen rato diciéndooslo.

–Eres un enano malvado, Bolsillo.

–Y decid, señor, ¿cómo os sentís ahora que habéis regresado de entre los muertos?

El viejo se puso en pie, se llevó los dedos al pecho y luego a los labios. Notó el sabor del vino.

–Mejor-dijo.

–Muy bien, en ese caso, permitidme que os anuncie la presencia de Edgar de Gloucester, el hasta hace un momento loco desnudo, que os acompañará a vos y a vuestro rey hasta Dover.

–Hola, padre -dijo Edgar.

Se abrazaron. Hubo llantos y súplicas de perdón, y tocamientos filiales, y en general, todo el asunto tuvo algo de nauseabundo. Y se produjo un momento de llanto silencioso entre los dos hombres, antes de que el conde reanudara sus lamentos.

–¡Oh, Edgar! He sido injusto contigo, y ni siquiera tu perdón servirá para deshacer mi mala acción.

–¡Joder, ya basta! – dije yo-. Ven, Babas, vamos a ver si encontramos al rey y nos vamos a Dover, a reunimos con ese maldito gabacho.

–La tormenta todavía arrecia -observó Edgar.

–Llevo varios días vagando bajo la lluvia -dije-. Estoy tan mojado y tengo tanto frío que ya no puedo estar peor, y sin duda en cualquier momento me aparecerán las fiebres, e inundarán mi cuerpecillo delicado de calor, pero por Safo comefelpudos, no pienso pasar ni un minuto más escuchando a un ciego chalado lamentarse por sus fechorías cuando tengo un montón de cosas que hacer. Carpe diem, Edgar, carpe diem.

–¿Y eso qué es? ¿El pescado del día? – preguntó el heredero legítimo del condado de Gloucester.

–Sí, exacto, si os parece invoco al maldito pescado del día, imbécil. Me caíais mejor cuando comíais renacuajos y veíais demonios y demás. Babas, déjales la mitad de la comida y abrígate tanto como puedas. Nosotros nos vamos en busca del rey. Ya nos veremos en Dover.

Acto IV

Somos para los dioses como las moscas para los niños traviesos: nos matan para su diversión.

Shakespeare,

El rey Lear, acto IV, escena I (Gloucester)

20

Qué cosita tan bonita

Babas y yo avanzamos durante un día entero bajo la lluvia, subiendo montes y descendiendo a valles, recorriendo páramos desiertos y caminos que eran poco más que roderas embarradas. Mi aprendiz presentaba un aspecto saludable, lo que constituía cierta proeza teniendo en cuenta las penalidades de las que acababa de escapar. Pero la alegría de espíritu es la bendición del idiota. Al pobre le dio por cantar y pisar los charcos durante el trayecto, y se mostraba encantado en todo momento. A mí, por el contrario, mi ingenio y mi conciencia me suponían una carga, y consideraba que el gesto adusto y el gruñido encajaban mejor con mi estado de ánimo. Lamentaba no haber robado unos caballos, no haber adquirido pieles enceradas, no haberme hecho con un kit para encender fuegos, y no haber asesinado a Edmundo antes de partir. Esto último, entre otras razones, porque, a causa de las palizas que el bastardo le había propinado a Babas, éste no podía montarme a caballito, pues aún tenía la espalda en carne viva.

Bastardo.

Creo que es momento de admitir que, tras algunos días expuesto a los elementos, los primeros que pasaba desde que iba de pueblo en pueblo a las órdenes de Belette, junto con la troupe de titiriteros, hacía ya muchos años, me había convencido de que yo soy un bufón de interior. Mi cuerpo esbelto no resiste bien el frío, ni parece responder mejor bajo el agua de lluvia. Me temo que resulto demasiado absorbente para ser un bufón de exterior. Mi voz cantarina se vuelve ronca con el frío, mis chanzas y bromas pierden su sutileza cuando se pronuncian contra el viento, y cuando el frío gélido me entumece los músculos, ni siquiera soy capaz de unos juegos malabares mínimamente dignos. No estoy hecho para la tempestad, la tormenta va en mi contra… A mí dadme una chimenea y un colchón de plumas. ¡Oh, vino tibio, corazón templado, fulana caliente!, ¿dónde estáis? ¡Qué frío tienes, pobre Bolsillo, que pareces una rata helada!

Avanzamos a oscuras durante millas hasta que el viento nos trajo un aroma de carne ahumada, y a lo lejos divisamos la luz rojiza de una ventana cubierta con pergamino encerado.

–Mira, Bolsillo, una casa -dijo Babas-. Podemos sentarnos junto al fuego y tal vez comer caliente.

–No tenemos dinero, ni nada con que pagar.

–Podemos pagar con una gracia, como hemos hecho otras veces.

–No se me ocurre nada gracioso que hacer, Babas. Las volteretas quedan descartadas, porque tengo los dedos tan agarrotados que no puedo ni mover el hilo que abre y cierra la boca de Jones, y estoy tan cansado que me siento incapaz de contar un cuento.

–Pues podemos pedirles algo. Tal vez sean amables.

–Eso es una patraña del tamaño de una boñiga gigante, lo sabes, ¿no?

–Tal vez lo sean -insistió el bobo-. Una vez Burbuja me dio un pastel sin que le contara nada gracioso. Me lo dio a cambio de nada, sólo porque tenía buen corazón.

–Sí, claro, claro. Contemos con su amabilidad, pero por si ésta fallara, vete preparando para aplastarles los sesos y llevarte su cena a la fuerza.

–¿Y si son muchos? ¿Tú no piensas ayudarme?

Me encogí de hombros y me señalé a mí mismo.

–Soy bajito y estoy cansado. Si me siento demasiado débil para representar un espectáculo de títeres, digo yo que eso de aplastar sesos es una tarea que, necesariamente, ha de recaer sobre ti. Busca un tronco bien gordo. Mira, ahí está la pila de leña.

–Pero yo no quiero aplastar ningún seso -dijo el necio testarudo.

–Está bien, toma, llévate una de mis dagas. – Se la alargué-. Aséstale una buena puñalada a quien lo merezca.

En ese momento la puerta se abrió y una figura flaca y arrugada apareció en el umbral, sosteniendo una lámpara.

–¿Quién anda ahí?

–Le pido disculpas, señor -balbució Babas-. Nos preguntábamos si le vendría bien una buena puñalada esta noche.

–Dame eso -le interrumpí yo, arrebatándole el arma y envainándomela a la espalda.

–Lo siento, señor, este pobre alelado bromea cuando no debe. Buscamos guarecernos de la tormenta y, tal vez, comer algo caliente. Sólo tenemos pan y un poco de queso, pero los compartiríamos con gusto a cambio de un techo.

–Somos bufones -apostilló Babas.

–Cállate, Babas, eso ya lo ve si se fija en mi atuendo y en tu mirada extraviada.

–Entra, entra, Bolsillo de Lametón de Perro -dijo la figura encorvada-. Cuidado, Babas, no te des en la cabeza con el quicio de la puerta.

–Estamos jodidos -susurré yo, empujando a Babas para que entrara antes que yo.

Las tres brujas estaban allí, Romero, Salvia y Perejil. No, no, no en el bosque de Birnam, donde residen habitualmente, donde uno podría cabalmente esperar encontrarlas, sino en una caldeada cabaña junto al camino que unía las aldeas de Capullo Mareado y Agua de Cachimba. En una casa voladora, tal vez, habría sido más normal, aunque se rumorea que a las brujas les asustan esos mecanismos.

–Creía que eras un hombre viejo, pero eres una mujer vieja -le comentó Babas a la arpía que nos había dejado entrar-. Lo siento.

–No necesitamos pruebas, gracias -me apresuré a añadir yo, temeroso de que alguna de las hechiceras deseara confirmar cuál era su sexo levantándose las faldas-. El muchacho ya ha sufrido bastante últimamente.

–Estofado -dijo Salvia, la de la verruga. Sobre el fuego colgaba una marmita pequeña.

–Ya he visto qué echáis a los estofados.

–Estofado liso y raspado -canturreó Perejil, la bruja más alta.

–Yo sí tomaré un poco, gracias -dijo Babas.

–Eso no es estofado -le advertí yo-. Lo llaman estofado porque rima con raspado, pero no lo es.

–Sí, es estofado -terció Romero-. De buey, zanahorias y demás.

–Por desgracia -añadió Salvia.

–Sin alas de murciélago, ojos de sátiro, menudillos de galápago y esas cosas.

–Tiene algo de cebolla -apostilló Perejil.

–Sí, claro. ¿Sin poderes mágicos? ¿Sin apariciones? ¿Sin maldición? ¿Aparecéis aquí, en medio de la nada, no, rectifico, en la goma de las bragas de la garrapata que le chupa el culo a la nada, y resulta que no tenéis más planes que darnos de comer a mi aprendiz y a mí, y brindarnos la ocasión de resguardarnos del frío?

–Pues sí, más o menos es eso -dijo Romero.

–¿Y por qué?

–No se nos ocurría nada que rimara con «cebolla» -aclaró Salvia.

–Así es, cuando las cebollas entraron en escena, lo de pronunciar hechizos se nos jodió del todo -abundó Perejil.

–A decir verdad, «buey» también nos puso un poco contra las cuerdas, ¿verdad? – se sinceró Romero.

–«Grey», supongo -aventuró Salvia, alzando la vista al cielo con su único ojo bueno-. Y «Hey», supongo, aunque estrictamente hablando, con ésa no se hace una rima.

–Exacto -coincidió Perejil-. Mejor no pensar en qué clase de aparición cutre conjuraríamos si pronunciáramos así la rima. Grey, Hey. En realidad, es patético.

–Estofado, por favor -insistió Babas.

Consentí que las arpías nos alimentaran. El estofado estaba caliente, espeso, y afortunadamente exento de pedazos de anfibios y cadáveres en general. Partimos el último pedazo de pan que Curan nos había proporcionado y lo compartimos con las brujas, que sacaron una jarra de vino espeso y nos los sirvieron.

Yo me calenté tanto por fuera como por dentro, y por primera vez en lo que me parecieron días enteros, sentí secos la ropa y los zapatos.

–¿Entonces? ¿Todo va bien? – preguntó Salvia, una vez hubimos dado cuenta de un par de vasos de vino.

Yo hice recuento de las calamidades ayudándome de los dedos.

–Lear ha sido despojado de sus caballeros, sus hijas se enfrentan en una guerra civil, Francia nos ha invadido, el duque de Cornualles ha sido asesinado, al conde de Gloucester le han arrancado los ojos y está ciego, aunque se ha unido de nuevo a su hijo, que está loco de atar, las hermanas están hechizadas, y enamoradas de Edmundo, el bastardo…

–Yo me las cepillé a las dos a base de bien -añadió Babas.

–Sí, Babas se las benefició a las dos hasta que apenas se tenían en pie, y, veamos qué más…, Lear vaga por los páramos en busca del refugio de los franceses en Dover.

Habían sucedido montones de cosas.

–¿Y Lear sufre? – se interesó Perejil.

–Grandemente -le respondí yo-. No le queda nada. Ha caído desde muy alto, siendo cabeza del reino y viéndose reducido a la condición de mendigo errante. El remordimiento por acciones que cometió hace muchos años le reconcome por dentro.

–¿Y tú te compadeces de él, Bolsillo? – me preguntó Romero, la bruja verde de pezuñas de gato.

–Me libró de un amo cruel, y me llevó a vivir a su castillo. Es difícil sentir odio con el estómago lleno y una cama caliente.

–Exacto -dijo Romero-. Bebe más vino.

Vertió algo más de aquel líquido oscuro en mi vaso. Yo di un sorbo. Su sabor era fuerte, y estaba más tibio que antes.

–Tenemos un regalo para ti, Bolsillo. – Romero se sacó una bolsita de cuero de la espalda y la abrió. Contenía cuatro diminutos frascos de piedra, dos de color rojo, y otros dos negros-. Vas a necesitarlos.

–¿Qué son? – pregunté, sintiendo que empezaba a nublárseme la vista. Oía las voces de las brujas, y los ronquidos de Babas, pero todo parecía distante, como si se encontrara al otro lado de un túnel.

–Veneno -dijo la bruja.

Y eso fue lo último que oí. El cuarto desapareció entonces, y me encontré sentado en lo alto de un árbol, cerca de un río tranquilo que atravesaba un puente. El color de las hojas de los árboles indicaba que era otoño. Río abajo, una muchacha de unos dieciséis años lavaba ropa en un cubo, junto a la orilla. Se trataba de una joven muy pequeña, y la habría tomado por una niña de no haber sido por sus curvas, propias de una mujer desarrollada. La muchacha era perfectamente proporcionada, pero de una talla inferior a la de la mayoría.

La joven alzó la vista, como si hubiera oído algo. Yo miré en su misma dirección, camino abajo, y divisé una columna de soldados a caballo, encabezada por dos caballeros, seguidos tal vez por doce hombres más. Pasaron bajo el roble en el que yo me encontraba encaramado, y detuvieron sus caballos sobre el puente.

–¡Mirad eso! – exclamó el caballero más corpulento, señalando a la joven. Oí su voz como si sonara dentro de mi cabeza-. Qué cosita tan bonita.

–Hazla tuya -dijo el otro. Yo reconocí la voz al momento, y con ella, el rostro con el que se correspondía. Lear, más joven, más fuerte, mucho menos canoso, pero Lear, sin duda alguna. La misma nariz aguileña, los mismos ojos azules, cristalinos. Era él.

–No -dijo el joven-. Debemos llegar a York al atardecer. No tenemos tiempo de buscar posada.

–Ven aquí, niña -dijo Lear a voz en cuello.

La muchacha abandonó el lecho del río y se acercó al camino, manteniendo en todo momento la cabeza gacha y los ojos clavados en el suelo.

–¡Ven! – masculló Lear. La joven cruzó el puente a la carrera y se detuvo muy cerca de él.

–¿Sabes quién soy, niña?

–Un caballero, señor.

–¿Un caballero? Yo soy tu rey, niña. Soy Lear.

La muchacha, sin aliento, se hincó de rodillas en el suelo.

–Y éste es Cano, duque de York, príncipe de Gales, hijo del rey Bladud, hermano del rey Lear. Y quiere poseerte.

–No, Lear -insistió el hermano-. Esto es una locura. La joven se echó a temblar.

–Eres hermano del rey, y puedes poseer a quien te plazca, cuando te plazca -proclamó Lear, bajándose del caballo-. Ponte de pie, niña.

La joven obedeció, aunque muy rígida, como si estuviera preparándose para recibir un puñetazo. Lear le sujetó la barbilla y la levantó.

–Eres una cosita muy bonita. Es una cosita muy bonita, Cano, y es mía. Yo te la regalo.

El hermano del rey abrió mucho los ojos, excitado, pero dijo:

–No, no tenemos tiempo…

–¡Ahora! – exclamó Lear-. ¡La poseerás ahora!

Y dicho esto, Lear agarró el vestido de la muchacha y se lo desgarró, dejando a la vista sus pechos. Cuando ella trató de cubrírselos con los brazos, él se los retiró, la levantó a peso y se puso a mascullar órdenes mientras su hermano la violaba sobre la ancha barandilla de piedra del puente. Al terminar, Cano cayó rendido entre sus piernas, pero Lear lo apartó de un manotazo, levantó a la joven por la cintura y la arrojó al río.

–¡Lávate! – le ordenó, mientras daba unas palmadas en el hombro a su hermano-. Al menos ésta ya no se te aparecerá en sueños esta noche. Todos los súbditos son propiedad del rey, y por tanto puedo decidir a quién se los ofrezco, Cano. Puedes poseer a todas las mujeres que desees, excepto a una.

Montaron en los caballos y se alejaron. Lear ni siquiera volvió la vista atrás para ver si la muchacha sabía nadar.

Yo no podía moverme, no podía gritar. Mientras duró el asalto, me sentí en todo momento como si estuviera atado al árbol. Y ahora la veía arrastrarse, desnuda, hasta la orilla, la ropa hecha trizas. Una vez en tierra, se acurrucó, hecha un ovillo, y estalló en sollozos.

De pronto me vi saltando del árbol, como una hoja llevada por un viento errante, y fui a posarme sobre el tejado de una casa de dos plantas que se alzaba en una aldea. Era día de mercado y todo el mundo había salido a la calle, e iba de carromato en carromato, de mesa en mesa, regateando el precio de carnes, verduras, vasijas y herramientas.

Una muchacha avanzaba a trompicones calle abajo, una cosita muy bonita de tal vez dieciséis años, que llevaba un recién nacido en brazos. Se detenía ante todos los tenderetes y mostraba el bebé, y todos los aldeanos le dedicaban unas vulgares carcajadas y la enviaban al tenderete de al lado.

–Es un príncipe -decía ella-. Su padre era príncipe.

–Vete de aquí, niña. Estás loca. No me extraña que nadie te quiera, furcia.

–Pero si es verdad. Es príncipe.

–Pues a mí me parece más bien un cachorro ahogado, zorra. Tendrás suerte si sobrevive una semana.

De un extremo al otro de la aldea, la muchacha recibía las burlas y las risas de todos. Una mujer, que debía de ser su madre, se apartó al verla pasar y, avergonzada, se cubrió el rostro.

Volví a flotar cuando la muchacha alcanzaba el límite de la aldea y cruzaba el puente en el que había sido violada. Proseguía hasta llegar a un grupo de edificaciones de piedra, una de ellas con una torre rematada en un pináculo. Se trataba de una iglesia. Se acercaba a los inmensos portones y ahí dejaba al bebé, sobre el primer peldaño de la escalera. Yo reconocí aquellas puertas. Las había visto en miles de ocasiones. Aquella era la entrada a la abadía de Lametón de Perro. La joven salía corriendo, y minutos después yo vi que las puertas se abrían y que una monja ancha de hombros se inclinaba y levantaba al diminuto recién nacido, que lloriqueaba. Era la madre Basila.

De pronto me encontré de nuevo junto al río, y la muchacha, aquella cosita tan bonita, estaba de pie sobre la barandilla de piedra del puente. Tras santiguarse, se arrojó a él. Y no nadó. El agua verde la cubrió.

Era mi madre.

Al despertar, vi que las brujas formaban un corro a mi alrededor, como si yo fuera una deliciosa tarta recién sacada del horno, y ellas unas zorras impacientes por comérsela.

–De modo que eres bastardo -dijo Perejil.

–Y huérfano -añadió Salvia.

–Las dos cosas a la vez -observó Romero.

–¿Sorprendido? – me preguntó Perejil.

–Lear no es exactamente el viejecito adorable que tú creías, ¿verdad?

–Eres un bastardo real, eso es lo que eres.

Yo me atraganté un poco, reaccionando así al aliento colectivo que vertían sobre mí las brujas, y me incorporé.

–¿Por qué no apartáis un poco esos cadáveres repugnantes que tenéis por cuerpos?

–De hecho, hablando con propiedad, aquí la única cadáver es Romero -dijo Perejil, la más alta.

–Me habéis drogado, me habéis puesto esa visión espantosa en la mente.

–Te hemos drogado, es cierto. Pero tú has mirado a través de la ventana de tu pasado. Ahí no ha habido más visión que lo que sucedió.

–Has visto a tu querida madre, ¿verdad? – dijo Romero-. Cómo me alegro por ti.

–He tenido que ver cómo la violaban y la llevaban al suicidio, arpía loca.

–Debías saberlo, pequeño Bolsillo, antes de tu viaje a Dover.

–¿A Dover? Yo a Dover no voy. No me apetece lo más mínimo reunirme con Lear. – Mientras pronunciaba aquellas palabras, sentí que el miedo me descendía por la espalda como si fuera la punta de un chuzo. Sin Lear, dejaba de ser bufón. Mi vida carecía de propósito, y me quedaba sin casa. Con todo, después de lo que había hecho, yo tendría que buscarme otro medio de vida-. Puedo lograr que contraten a Babas para que are los campos y cargue balas de lana y esas cosas. Ya saldremos adelante.

–Tal vez él sí quiera seguir viaje hasta Dover.

Miré a mi aprendiz, al que creía durmiendo junto al fuego, pero al que descubrí sentado, observándome con los ojos muy abiertos, como si algo le hubiera asustado y se hubiera quedado sin palabras.

–¿No le habréis dado a él la misma poción?

–Estaba en el vino -dijo Salvia.

Me acerqué al idiota y le pasé el brazo por el hombro, o al menos hasta donde el brazo me dio.

–Babas, muchacho, eres un buen chico. – Si yo, con mi inteligencia superior y mi gran comprensión del mundo me había horrorizado al entrar en trance, ni imaginaba lo que podía estar pasándole por la cabeza a él-. ¿Qué le habéis mostrado, brujas malvadas?

–El también ha mirado a través de la ventana de su pasado.

El gran mastuerzo me miró entonces.

–Fui criado por lobos -me dijo.

–Ahora ya no puede hacerse nada. No estés triste. Todos tenemos cosas en nuestro pasado que es mejor no recordar.

Miré a las arpías con ojos asesinos.

–No estoy triste -dijo Babas, poniéndose en pie. Debía andar agachado para no darse con la cabeza en las vigas del techo-. Mi hermano me mordisqueaba porque yo no tenía pelo, pero él no tenía manos, de modo que yo lo arrojaba contra un árbol, y él no se levantaba.

–Eres un tonto patético -le dije yo-. Pero no es culpa tuya.

–Mi madre tenía ocho tetas, pero por suerte sólo éramos siete, y a mí me tocaban dos. Era delicioso.

Lo cierto es que la experiencia no parecía resultarle traumática.

–Y dime, Babas, ¿siempre has sabido que te criaron los lobos?

–Sí. Ahora quiero salir y orinar contra un árbol, Bolsillo. ¿Quieres acompañarme?

–No, tesoro, ve tú, yo me quedaré aquí a regañar a estas ancianas. – Una vez que mi aprendiz se ausentó, volví a la carga-. No pienso seguir siendo el instrumento de vuestros planes. No sé qué políticas pretendéis poner en práctica, pero yo no seguiré participando en ellas.

Las brujas se rieron de mí al unísono, luego tosieron y finalmente Romero tomó un sorbo de vino para calmarse.

–Nada de eso, muchacho, nada tan sórdido como la política. Lo nuestro es venganza pura y dura. A nosotras la política y la sucesión nos importan un comino.

–Pero vosotras sois el mal encarnado y triplicado, ¿no es cierto? – pregunté yo, respetuoso. Los méritos hay que reconocerlos.

–Sí, lo nuestro es el mal, pero no llegamos a tanto como para meternos en política. Mejor lanzar contra las piedras el cerebro de un recién nacido que hervir en esa caldera de ordinariez y vulgaridad.

–Eso -dijo Salvia-. ¿A alguien le apetece desayunar?

Revolvía algo en la caldera, y yo supuse que se trataba de las sobras del guisado alucinógeno de la noche anterior.

–Muy bien, venganza entonces. A mí ya no me quedan ganas de más.

–¿Ni siquiera para vengarte de Edmundo, el bastardo?

¿Edmundo? Qué tormenta de sufrimiento había desencadenado sobre el mundo aquel desalmado… Y sin embargo, si no volvía a verlo más, ¿no acabaría olvidando el daño que había causado?

–Edmundo encontrará su justa recompensa -respondí, sin creer en absoluto mis palabras.

–¿Y de Lear?

Estaba enfadado con el viejo, pero ¿a qué venganza podía someterlo a esas alturas? Ya lo había perdido todo. Y yo siempre había sabido de su crueldad, pero hasta que no se había mostrado cruel conmigo, había sido ciego a ella.

–No, de Lear tampoco.

–Está bien. ¿Adónde irás? – preguntó Salvia, que metió el cucharón en el líquido humeante y lo sopló para enfriarlo.

–Llevaré a mi aprendiz a Gales. Iremos por los castillos hasta que alguien nos contrate.

–¿Y dejaréis de ver a la reina de Francia en Dover?

–¿A Cordelia? Yo creía que en Dover estaba solo Jeff, el maldito gabacho. ¿Cordelia lo acompaña?

Las brujas graznaron sus carcajadas.

–No, no, Jeff se encuentra en Borgoña. Quien dirige las fuerzas francesas en Dover es la reina Cordelia.

–¡Mierda! – dije yo.

–Te harán falta los venenos que te hemos preparado -dijo Romero-. No te desprendas de ellos en ningún momento. Seguro que se te presenta la ocasión de usarlos.

21

En los blancos acantilados

Hace años…

–Bolsillo -dijo Cordelia-. ¿Has oído hablar de una reina guerrera llamada Boudicca?

Cordelia tenía unos quince años por aquel entonces, y me había mandado llamar porque quería conversar sobre política. Yo la encontré tendida en la cama, con un gran volumen encuadernado en cuero abierto junto a ella.

–No, corderita. ¿De quién era reina?

–Pues de los britanos paganos. Era reina nuestra.

Lear había regresado hacía poco a las creencias paganas, abriendo así un nuevo mundo de aprendizaje para Cordelia.

–Ah, claro, por eso será. Como me crie en un convento, tesoro, mis conocimientos sobre paganismo son muy superficiales, aunque debo admitir que sus fiestas me encantan. Los borrachos fornicando con guirnaldas de flores en la cabeza me parecen mucho mejor que las misas de medianoche y las auto-flagelaciones, aunque, claro, yo soy un bufón, un tonto.

–Bueno, pues aquí pone que dejó hechas mierda a las legiones romanas cuando nos invadieron.

–¿De veras pone eso? ¿Que las dejó «hechas mierda»?

–Estoy parafraseando. ¿Por qué crees que ya no tenemos a reinas guerreras?

–Bueno, corderita, la guerra requiere acciones rápidas y decididas.

–¿Estás diciendo que la mujer no es capaz de moverse con rápida decisión?

–No, yo no digo eso. Es capaz de moverse con rapidez y decisión, pero sólo después de haber escogido el modelito y los zapatos adecuados. Sospecho que ahí radica el punto débil de cualquier reina guerrera en potencia.

–Y una mierda -opinó Cordelia.

–Apuesto a que tu Boudicca vivió antes de que se inventara la ropa. Ésos eran tiempos fáciles para una reina guerrera. En esa época sólo tenían que recogerse las tetas y empezar a cortar cabezas. Pero ahora…, me atrevería a decir que, para cuando la mayoría de las mujeres hubieran decidido qué conjunto ponerse para las invasiones, la erosión ya habría acabado con el país.

–La mayoría de las mujeres. Pero ¿yo no?

–Claro que no, corderita. Ellas. Yo sólo me refiero a fulanas sin voluntad, como tus hermanas.

–Bolsillo, creo que quiero ser reina guerrera.

–¿Reina de qué? ¿Del zoo real de mascotas del condado de Folletilandia?

–Ya lo verás, Bolsillo. El cielo todo se oscurecerá con el humo de los fuegos de mis ejércitos, la tierra temblará bajo los cascos de sus caballos, y los reyes se arrodillarán ante las murallas de sus ciudades, con sus coronas en la mano, suplicando que acepte su rendición, para evitar que la ira de Cordelia recaiga sobre su pueblo. Pero no, yo seré misericordiosa.

–Eso está claro, no hay ni que decirlo.

–Y tú, bufón, ya no podrás comportarte tan mal como ahora.

–Miedo y temblor, cielo, eso es todo lo que obtendrás de mí. Miedo y temblor.

–Lo importante es que sigamos entendiéndonos.

–Por lo que se ve, parece que estás pensando en algo más que en conquistar un zoo de mascotas.

–Europa -aclaró la princesa, como quien proclama una verdad desnuda.

–¿Europa? – pregunté yo. – Eso para empezar.

–Pues será mejor que no tardes en empezar, ¿no crees?

–Sí, supongo que sí-dijo Cordelia, esbozando una sonrisa tonta-. Querido Bolsillo, ¿me ayudas a escoger la ropa?

–Ya ha tomado Normandía, la Bretaña y Aquitania -dijo Edgar-. Y Bélgica se caga encima apenas oye su nombre.

–Cordelia puede ser muy pesada cuando se le mete algo en la cabeza -admití yo. Sonreí al imaginarla mascullando órdenes a las tropas, la furia y el fuego brotando de sus labios, pero siempre, a cada esquina, una risa a punto de escapar de ellos. La echaba de menos.

–¡Oh! Fui un traidor a su amor, y desgarré su dulce corazón por mi orgullo testarudo -dijo Lear, que parecía más loco y más débil que la última vez que lo había visto.

–¿Dónde está Kent? – le pregunté a Edgar, prescindiendo del anciano rey.

Babas y yo los habíamos encontrado sobre un acantilado, en Dover, dando la espalda a una gran roca de cal. Ahí estaban Gloucester, Edgar y Lear. El primero roncaba mansamente, con la cabeza apoyada en el hombro de su hijo. Desde allí se divisaba el humo del campamento francés, que se encontraba a menos de dos millas.

–Ha ido a ver a Cordelia, para pedirle que acepte a su padre en su campamento.

–¿Y por qué no habéis ido vos en persona? – le pregunté a Lear.

–Me da miedo -admitió el anciano, que ocultaba la cabeza bajo el brazo, como un pájaro que tratara de escapar, bajo su ala, de la luz del día.

Aquello no me gustaba nada. Yo lo prefería fuerte, porfiado, lleno de arrogancia y crueldad. Quería ver esas partes de él que yo sabía que se encontraban en su máximo esplendor cuando había arrojado a mi madre contra las piedras, hacía ya tantos años. Quise gritarle, humillarlo, hacerle daño en once lugares a la vez, ver cómo se arrastraba en su propia mierda, con su orgullo y sus agallas colgando tras de él, en la mugre. Pero ante aquel Lear tembloroso, ante aquella sombra de sí mismo, no había venganza que satisfacer. Ni yo deseaba tomar parte en ella.

–Voy a dormir un rato tras esas piedras -anuncié-. Babas, mantente vigilante. Despiértame cuando regrese Kent.

–Sí, Bolsillo. – El mastuerzo se fue hasta el extremo de la roca en la que se encontraba Edgar, se sentó y miró el mar. Si nos atacaran por el agua, él estaría listo en un periquete.

Yo me tumbé y dormí tal vez una hora, hasta que oí unos gritos tras de mí. Al volverme, por encima de las piedras que me rodeaban, vi a Edgar que sostenía la cabeza de su padre, ayudándole a mantenerse en pie, pues éste se había subido a una roca, un pie por encima de la tierra.

–¿Estamos en el borde?

–Sí, hay pescadores en la playa de abajo: parecen ratones. Y los perros son como hormigas.

–¿Y los caballos? ¿A qué se parecen? – preguntó Gloucester.

–No hay caballos. Sólo hay pescadores y perros. ¿Es que no oís las olas que baten contra la playa?

–Sí, sí las oigo. ¡Adiós, Edgar, hijo mío! ¡Los dioses obran su voluntad!

Y, dicho esto, el anciano saltó desde el acantilado, con la esperanza de iniciar un descenso de centenares de pies que lo llevara a la muerte, supongo, por lo que pareció algo sorprendido al tocar tierra al instante.

–¡Oh, Señor! ¡Oh, Señor! – exclamó Edgar, tratando de fingir una voz distinta y fracasando estrepitosamente en el intento-. Señor, acabáis de caer desde los acantilados de arriba.

–¿Ah, sí?

–Sí, señor. ¿Es que no lo veis?

–Pues no, capullo, tengo los ojos vendados y ensangrentados. ¿Es que no lo ves tú?

–Lo siento. Lo que yo he visto es que caíais desde una gran altura y aterrizabais con la suavidad de una pluma.

–Eso quiere decir que estoy muerto -dijo Gloucester, que se hincó de rodillas y pareció quedar sin aliento-. Estoy muerto y sigo sufriendo, mi pesar es manifiesto, y me duelen los ojos, aunque no los tenga ya.

–Eso es porque os está tomando el pelo -tercié yo.

–¿Qué? – dijo Gloucester.

–Ssssst -chistó Edgar-. Ése es un mendigo loco, no le hagáis caso, buen señor.

–De acuerdo. Estáis muerto. Disfrutad -dije, tendiéndome en el suelo para resguardarme del viento, y cubriéndome los ojos con la gorra de bufón.

–Vamos, vamos, siéntate conmigo -me pidió Lear. Yo me incorporé y vi que el rey conducía al anciano hacia su nido, junto a las grandes rocas blancas-. Dejemos que las crueldades del mundo resbalen por nuestras espaldas encorvadas, amigo mío.

Lear le pasó el brazo por el hombro y lo atrajo hacia sí mientras le hablaba al cielo.

–Mi rey -dijo Gloucester-. En vuestra misericordia estoy a salvo, mi rey.

–Rey, sí, pero sin soldados y sin tierra. Ningún súbdito tiembla en mi presencia, ningún criado me atiende, e incluso tu vástago bastardo me trata mejor que mis propias hijas.

–Oh, no me jodáis -dije yo. Pero veía que el anciano al que habían arrancado los ojos sonreía y que, a pesar de todo su sufrimiento, hallaba consuelo en su amigo el rey, ciego sin duda a sus crueldades mucho antes de que Cornualles y Regan lo hubieran mutilado de ese modo. Cegado por la lealtad. Cegado por el título. Cegado por un patriotismo barato y una rectitud mal entendida. Adoraba a su rey loco y asesino. Yo me tendí de nuevo para seguir escuchando.

–Permitidme que os bese la mano -dijo Gloucester.

–Déjame que primero me la limpie. Huele a mortalidad -respondió Lear.

–Yo no huelo nada, y ya nunca veré nada. No soy digno.

–¿Estás loco? Ves con tus oídos, Gloucester. ¿Acaso no has visto nunca cómo ahuyenta a un mendigo el perro de un granjero con sus ladridos? ¿Es ese perro la voz de la autoridad? Para negarle a ese hombre que sacie su apetito, ¿es ese perro acaso mejor que otros? ¿Es recto el alguacil que azota a una ramera, cuando es para satisfacer su propia lujuria que lo hace? Ya ves, Gloucester, ¿quién es digno? Ahora nos vemos despojados de afeites, y los pequeños vicios se intuyen a través de las ropas descosidas, cuando todo se oculta bajo las pieles y los elaborados atuendos. Baña el pecado con oro y la dura lanza de la justicia se rompe al clavarse contra él. Bienaventurado eres tú que no ves, pues no puedes ver lo que soy: un ser malvado.

–No -dijo Edgar-. Vuestra impertinencia nace de la locura. No lloréis, buen rey.

–¿Que no llore? Lloramos al oler el aire por vez primera. Cuando nacemos, lloramos por haber llegado a este gran escenario de locos.

–No, todos volveremos a estar bien y…

En ese momento se oyó un golpe seco, seguido de otro, y después un grito ahogado.

–Muere, topo ciego.

Me incorporé a tiempo de ver a Oswaldo que, de pie sobre Gloucester, sostenía una piedra ensangrentada en una mano, y apuntaba el pecho del viejo conde con la espada.

–Ya no envenenarás más la causa de mi señora. – Le clavó la espada, y la sangre brotó del cuerpo del anciano, que no emitió ni un sonido. Estaba muerto. Oswaldo le desclavó la espada y de una patada lo envió junto a Lear, que, asustado, se apretaba contra la pared de piedra. Edgar se encontraba inconsciente a los pies de Oswaldo. El gusano se echó hacia atrás, como si quisiera clavarle el arma por la espalda.

–¡Oswaldo! – exclamé yo, que me había puesto en pie tras las piedras mientras desenvainaba los puñales que llevaba a la espalda. El mal bicho se volvió hacia mí, alzando el filo de su espada. Soltó la piedra ensangrentada que había usado para aplastarle los sesos a Edgar-. Hicimos un trato -le dije-. Y si sigues matando a mis acompañantes me obligarás a dudar de tu sinceridad.

–Piérdete, bufón. No hay trato entre nosotros. Eres una sabandija mentirosa.

-Moi? -me asombré yo en perfecto francés-. Puedo ofrecerte el corazón de tu dama, y no en su forma desagradable, eviscerada, cadavérica.

–No tienes semejante poder. Y tampoco has hechizado el corazón de Regan. Es ella la que me ha enviado aquí a asesinar a este traidor ciego que vuelve las mentes en contra de nuestros ejércitos. Y también a entregar esto.

Se sacó del jubón una carta sellada.

–¿Qué es, una licencia por la que, en nombre de la duquesa de Cornualles, se otorga permiso para ser un gilipollas integral?

–Tu ingenio cansa, bufón. Se trata de una carta de amor dirigida a Edmundo de Gloucester. Ha partido hacia aquí con una avanzadilla para calibrar cuáles son las fuerzas con que cuentan los franceses.

–¿Que mi ingenio aburre? ¿Que mi ingenio aburre?

–Aburre, sí -reiteró Oswaldo-. Y ahora, en garde -me retó, en un francés apenas aceptable.

–Sí-dije yo, asintiendo exageradamente-. Sí.

En ese instante alguien agarró a Oswaldo por el cuello y lo estampó varias veces contra las rocas. El bribón no tardó en soltar la espada, la daga, la carta de amor y el monedero que llevaba. Babas (pues se trataba de él) levantó entonces al mayordomo por los aires, y le apretó el pescuezo, despacio pero con perseverancia, haciendo que de su apestosa garganta brotaran gárgaras y gorgoritos.

Aunque del todo intacto por mi afilado ingenio

un mastuerzo gigante te asfixia hasta la muerte,

así que os dejo solos, a ver quién se divierte

habiendo este bufón vencido en el proscenio.

Oswaldo pareció bastante sorprendido con el giro de los acontecimientos, tanto que los ojos y la lengua sobresalían mucho respecto del rostro, de un modo del todo enfermizo. Fue entonces cuando liberó varios de sus fluidos corporales, y Babas tuvo que apartarlo más de su lado para no mancharse.

–Suéltalo -dijo el rey, que seguía acurrucado contra las piedras, temeroso.

Babas me miró, y yo negué con la cabeza, aunque muy poco.

–Muere, mono repugnante -le dije.

Cuando Oswaldo dejó de patalear y quedó colgando, fláccido, goteando, le hice una seña a mi aprendiz, que arrojó el cuerpo del mayordomo por el acantilado con la misma facilidad con la que habría arrojado un carozo de manzana.

Babas clavó una rodilla en el suelo, junto a Gloucester.

–Yo quería enseñarle a ser bufón.

–Sí, muchacho, ya lo sé.

Permanecí junto a mis piedras, resistiendo mi impulso de consolar al bobo grandullón y asesino dándole una palmadita en el hombro. En lo alto del acantilado se oyó algo, y me pareció que se trataba del chasquido de un metal contra otro, traído por el viento.

–Ahora está ciego y está muerto -insistió mi aprendiz.

–Cabrón -musité yo entre dientes. Y al bobo-: Ocúltate, y no pelees, y no me llames.

Me eché al suelo justo en el momento en que el primer soldado llegaba a lo alto de la colina. «¡Cabrón, cabrón, cabrón! ¡Maldito cabronazo cabrón!», reflexioné serenamente.

Entonces oí la voz de Edmundo el bastardo:

–¡Mira! Si es mi bufón. Y ¿qué es esto? ¿El rey? ¡Qué gran suerte la mía! Seréis unos buenos rehenes para detener el avance de la reina de Francia y de sus tropas.

–¿Es que no tienes corazón? – preguntó Lear, acariciando la cabeza de Gloucester, su amigo muerto.

Yo espiaba entre mis rocas. Edmundo observaba a su padre muerto con la expresión de alguien que acaba de encontrarse con una cagarruta de ratón en las tostadas del desayuno.

–Bueno, sí, es trágico, supongo, pero una vez resuelto el tema de la sucesión de su título, y privado de visión, un oportuno mutis ha sido lo más discreto que ha podido hacer. ¿Quién es este otro muerto? – Edmundo dio un puntapié en el hombro a su hermanastro inconsciente.

–Un mendigo -respondió Babas-. Intentaba proteger al viejo.

–Esta no es la espada de un mendigo. Y tampoco es de mendigo este monedero. – Edmundo levantó el saquito de monedas de Oswaldo-. Esto pertenece al hombre de Goneril, Oswaldo.

–Así es, señor -admitió Babas.

–¿Y dónde está?

–En la playa.

–¿En la playa? ¿Ha bajado dejándose aquí el monedero y la espada?

–Era un memo, así que lo he tirado abajo. Ha matado a tu anciano papá.

–Ah, claro, sí. Bien hecho entonces. – Edmundo le arrojó el monedero a Babas-. Úsalo para sobornar a tu carcelero a cambio de un mendrugo de pan. Lleváoslos.

El bastardo hizo una seña a sus hombres para que apresaran a Babas y a Lear. El rey no lograba ponerse en pie, y Babas lo levantó y le ayudó a mantenerse derecho.

–¿Qué hacemos con los cadáveres? – preguntó el capitán de Edmundo.

–Que los entierren los franceses. Deprisa, a la Torre Blanca. Ya hemos visto bastante.

Lear tosió entonces, una tosecilla seca, débil, una especie de crujido en las bisagras de las puertas de la muerte, y yo temí que se desplomara. Uno de los hombres de Edmundo le ofreció un poco de agua, que pareció aplacar la tos, aunque no bastó para que dejara de tambalearse. Babas se lo cargó al hombro y lo llevó a lo alto de la colina; el trasero huesudo del anciano se mecía sobre el hombro del mastuerzo como si del almohadón de un palanquín se tratara. Cuando se fueron yo salí de mi escondrijo y me acerqué al cuerpo postrado de Edgar. La herida de la cabeza no era profunda, pero había sangrado copiosamente, como suele suceder en esos casos. Tal vez el charco abundante que se esparcía a su alrededor le hubiera salvado la vida. Lo levanté y lo apoyé en la pared de piedra blanca, y lo reanimé dándole unas palmaditas en la cara, y arrojándole el agua que llevaba en un pellejo. – ¿Qué sucede?

Edgar miró a su alrededor y agitó la cabeza para aclarar la vista, algo que lamentó al instante, pues no tardó en descubrir el cadáver de su padre. Se puso a gritar.

–Lo siento, Edgar-le dije-. Ha sido el mayordomo de Goneril, Oswaldo, quien os ha abatido y lo ha matado. Babas ha estrangulado a ese perro vil y lo ha lanzado por el acantilado.

–¿Dónde está Babas? ¿Y el rey?

–Los hombres de vuestro hermano bastardo se los han llevado. Escuchadme, Edgar, tengo que seguirlos. Id vos al campamento francés. Llevad este mensaje. – Edgar puso los ojos en blanco, y temí que volviera a desmayarse, por lo que le arrojé un poco más de agua a la cara-. Miradme, Edgar, debéis acudir al campamento. Hablad con Cordelia y decidle que debe atacar la Torre Blanca directamente. Decidle que envíe barcos al Támesis y que lleve un ejército por tierra hasta Londres. Kent sabrá cómo ejecutar el plan. Pedidle que haga sonar la trompeta tres veces antes de que ataque la fortaleza. ¿Entendéis?

–¿Tres veces, la Torre Blanca?

Desgarré la tela de la camisa del conde muerto, la enrollé y se la di a Edgar.

–Tomad, apretáosla contra la cabeza para detener la hemorragia… Y decidle a Cordelia que no deje de atacar por temor a que a su padre le suceda algo. Yo me encargaré de mantenerlo a salvo.

–De acuerdo -dijo Edgar-. No salvará al rey por negarse a atacar.

22

En la Torre Blanca

–¡Pajillero! – graznó el cuervo.

Lo que no me fue de gran ayuda para entrar subrepticiamente en la Torre Blanca. Yo me había cubierto los cascabeles con barro, y también con barro me había oscurecido el rostro, pero ni todo el camuflaje del mundo me serviría de nada si aquel cuervo daba la voz de alarma. Debería haber ordenado a algún guardia que le disparara una flecha con la ballesta mucho antes de abandonar la fortaleza.

Yo me encontraba tendido sobre una gabarra chata que le había tomado prestada a un barquero. Estaba cubierta de telas y ramas para que pareciera uno más de los montones de desperdicios que flotaban sobre el Támesis. Remaba con la mano derecha, y el agua fría se me clavaba como una aguja en el brazo, hasta que se me entumeció del todo. Había bloques de hielo que iban a la deriva, a mi alrededor. Otra noche fría como ésa y, en vez de llegar remando a la Puerta del Traidor, haría mi aparición caminando sobre el hielo. Eran las aguas del río las que alimentaban el foso y éste, a través de un arco bajo, comunicaba con la puerta por donde la nobleza inglesa llevaba cientos de años conduciendo a sus miembros hasta el cadalso para ser decapitados.

Dos puertas de hierro encajaban a la perfección en el centro del arco, protegido además por una cadena que, bajo el agua, mecida ligeramente por la corriente, las atravesaba de lado a lado. En lo alto, donde las puertas se encontraban, había un hueco. No era lo bastante ancho como para que por él pasara un soldado portando armas, pero un gato, una rata o un bufón ágil y ligero tirando a flaco sí podía colarse sin dificultad. Y eso hice.

No había guardias en los peldaños de piedra, ya del otro lado, pero doce pies de agua me separaban de donde estaban, y no podía subir la gabarra hasta lo alto de la puerta, donde me hallaba colgado. Un bufón iba a tener que mojarse, no había otra salida. Pero me parecía que el agua era poco profunda, un pie o dos, a lo sumo. Tal vez lograra mantener los zapatos secos. Me los quité y me los metí en el jubón, antes de arrojarme desde la puerta al agua fría.

Qué fría estaba, coño. Sólo me llegaba a las rodillas, sí, pero fría del carajo. Y creo que habría logrado llegar sin ser descubierto de no haber susurrado, bastante enfáticamente, lo reconozco, un «¡Qué fría está, coño!». En lo alto de la escalera me aguardaba el extremo puntiagudo de una alabarda, alzada con maldad contra mi pecho.

–¡Joder! – maldije yo-. Haz todo lo malo que tengas que hacer, pero hazlo rápido y mete mi cuerpo dentro, que se está más calentito.

–¿Bolsillo? – aventuró el escudero desde el otro extremo de la lanza-. ¿Señor?

–Soy yo, sí.

–Hace meses que no te veía. ¿Qué es eso que llevas en la cara?

–Es barro. Vengo camuflado.

–Ah, de acuerdo. ¿Por qué no entras a calentarte un poco? Debes de estar helado, con esas medias tan mojadas.

–Bien pensado, muchacho -le agradecí yo. Se trataba del joven escudero con la cara llena de granos al que había regañado en la muralla cuando Regan y Goneril llegaron para obtener su herencia-. ¿Pero tú no deberías permanecer en tu puesto? Por aquello del deber y esas cosas.

Me condujo a través del patio empedrado, me introdujo por la entrada de servicio del castillo y me hizo bajar la escalera que llevaba a las cocinas.

–No hace falta. Es la Puerta del Traidor, ¿verdad? Tiene un cerrojo más grande que tu cabeza. Por ahí no se cuela nadie. Y no se está tan mal. Al menos queda resguardada del viento. No como la muralla. ¿Sabes que la duquesa Regan se ha instalado en la Torre? He seguido tu consejo de no hablar sobre su chingamenta,[16] aunque ahora el duque ya está muerto, y demás. Pero nunca se es lo bastante precavido. Aunque un día la vi en camisón, porque había salido así al parapeto de su torre. Tiene unos buenos flancos, la princesa, a pesar del peligro de muerte que entraña decirlo, señor.

–Sí, la dama es guapa, y tiene el gadongo más fino que el pelo de rana, pero incluso tu insobornable silencio te llevará a la horca si no dejas de pensar en voz alta.

–¡Bolsillo! ¡Rata inmunda infectada de peste por las pulgas!

–¡Burbuja! ¡Tesoro! – exclamé yo-. ¡Pedo con verruga y aliento de dragón! ¿Cómo estás?

La cocinera de trasero bovino trató de ocultar su alegría arrojándome una cebolla, pero no pudo evitar sonreír.

–No has comido un plato como Dios manda desde que saliste por última vez de esta cocina, ¿verdad?

–Se decía que habías muerto -intervino Chillidos, dedicándome una sonrisa de oreja a oreja desde detrás de sus pecas.

–Da de comer a esta plaga -dijo Burbuja-. Y límpiale la mugre que lleva en la cara. ¿Qué? ¿Ya has vuelto a revolcarte con los cerdos, Bolsillo?

–¿Celosa?

–Eso seguro que no -dijo Burbuja.

Chillidos me sentó en un taburete, junto al fuego, y mientras yo me calentaba los pies, ella me frotaba la cara y el pelo para quitarme el barro, golpeándome sin piedad con sus pechos mientras lo hacía.

Ah, hogar, dulce hogar.

–¿Ha visto alguien a Babas?

–Está en las mazmorras, con el rey -respondió Chillidos-. Aunque se supone que los guardias no deben saberlo.

Miró al joven escudero que seguía de pie a nuestro lado y le guiñó un ojo.

–Pues yo ya lo sabía -dijo él.

–¿Y qué hay de los hombres del rey, de sus caballeros y guardias? ¿Se encuentran en los cuarteles?

–No -dijo el escudero-. La guardia del castillo estaba hecha papilla hasta que el capitán Curan regresó de Gloucester. Él ha puesto a un caballero de noble cuna como capitán en cada guardia, y por cada viejo centinela hay un nuevo soldado. También ha desplegado grandes campamentos de soldados en el exterior de las murallas; las tropas de Cornualles al oeste, y las de Albany al norte. Se dice que el duque de Albany se aloja con sus hombres en el campamento. Que no quiere venir a la Torre.

–Sabia decisión, teniendo en cuenta la gran cantidad de víboras que circulan por el castillo. ¿Y qué hay de las princesas? – le pregunté a Burbuja, que, aunque parecía no abandonar jamás la cocina, sabía qué sucedía en todos los rincones de la fortaleza.

–No se hablan -explicó Burbuja-. Se hacen servir las comidas en los aposentos que ocupaban de niñas. Goneril en la torre de levante de la muralla principal. Y Regan en la suya, la de la muralla exterior, a mediodía. El almuerzo sí lo comen juntas, pero sólo si el bastardo de Gloucester está presente.

–¿Podrías llevarme con ellas, Burbuja? Sin que me vea nadie.

–Podría meterte dentro de un lechón, coserlo y enviarte con ellas.

–¡Qué bien!, perfecto, pero esperaba regresar también sin que me viera nadie, y hacerlo dejando tras de mí un reguero de salsa tal vez llame la atención de los gatos y los perros del castillo. Por desgracia, tengo experiencia con esas cosas.

–También podríamos vestirte de niño criado -dijo Chillidos-. Regan nos ha ordenado que no le enviemos doncellas, sino muchachos. Le gusta meterse con ellos y amenazarlos hasta que se echan a llorar.

Miré a Burbuja con odio.

–¿Por qué no me lo has sugerido tú?

–Quería verte metido dentro de un lechón, sinvergüenza grasiento.

(Burbuja lleva años luchando contra el profundo afecto que me tiene.)

–Pues muy bien, entonces. Niño criado seré.

–¿Sabes, Bolsillo? – me dijo Cordelia en una ocasión, cuando tenía dieciséis años-. Goneril y Regan dicen que mi madre era hechicera.

–Sí, ya lo había oído, tesoro.

–Si eso es cierto, estoy orgullosa de ello, porque significa que no le hacía falta contar con ningún hombre sarnoso para obtener poder. Ella tenía el suyo propio.

–Entonces la desterrarían, supongo -opiné.

–Bueno, sí. O la ahogaron…, nadie quiere decírmelo. Padre me prohíbe que lo pregunte. Pero lo que yo digo es que una mujer debe acceder al poder por sí mima. ¿Sabías que el mago Merlín le otorgó sus poderes a Vivían a cambio de sus favores, y que ella se convirtió en una gran hechicera y reina, y que embrujó a Merlín por lo que le había hecho, y que éste se pasó cien años dormido?

–Los hombres son así, corderita. Les das tus favores y, no sabes cómo, te los encuentras roncando como osos en su cueva. Así está hecho el mundo.

–Tú no hiciste eso cuando mis hermanas te entregaron sus favores.

–No me los entregaron.

–Sí te los entregaron. Te los han entregado muchas veces. En el castillo lo sabe todo el mundo.

–Rumores malintencionados -respondí.

–Está bien, pues. Pero cuando has gozado de los favores de mujeres que no nombraremos, ¿te has quedado dormido después?

–Bueno, no, pero tampoco les he entregado mis poderes mágicos ni mi reino.

–Pero lo habrías hecho, ¿no?

–Bueno, bueno, ya está bien de hablar de hechiceras y esas cosas. ¿Qué tal si bajamos a la capilla y nos convertimos de nuevo al cristianismo? Babas se bebió todo el vino de consagrar y se comió todas las hostias que sobraron cuando echaron al obispo, así que supongo que está lo bastante santificado como para devolvernos al redil sin necesidad de clérigo. Se pasó una semana eructando el cuerpo de Cristo.

–Intentas cambiar de tema.

–¡Maldición! ¡Nos ha descubierto! – exclamó Jones, el títere-. Eso te enseñará, víbora de alma negra. Haz que lo azoten, princesa.

Cordelia se echó a reír, liberó a Jones de mi mano y me dio con él en el pecho. Incluso de mayor, siempre sintió debilidad por las conspiraciones de títeres y la justicia de cachiporra.

–Y ahora, bufón, dime la verdad, si es que la verdad, en ti, no ha muerto de hambre de tanto descuidarla. ¿Entregarías tus poderes y tu reino a cambio de los favores de una dama?

–Eso dependería de la dama, ¿no?

–Si la dama fuera yo, pongamos por caso.

-Vous? -dije yo, arqueando las cejas en imitación perfecta de un maldito francés.

-Oui -respondió ella, también en el idioma del amor.

–Ni en broma -declaré-. Me pondría a roncar sin darte tiempo a declararme tu deidad personal, cosa que sin duda harías. Es una carga con la que he de convivir. Dormiría el sueño profundo de los inocentes, eso es lo que haría (o el sueño profundo de los inocentes que han fornicado profundamente). Sospecho que, cuando amaneciera, tendrías que recordarme cómo me llamo.

–No te quedaste dormido después de que mis hermanas te poseyeran, eso lo sé.

–Bueno, una amenaza de muerte poscoital suele mantenerte alerta, ¿no te parece?

Cordelia se arrastró por la alfombra, acercándose a mí.

–Eres un mentiroso.

–¿Cómo has dicho que te llamabas?

Ella volvió a darme con Jones, esta vez en la cabeza, y me besó, un beso rápido, pero con sentimiento. Fue la única vez que lo hizo.

–Pues yo me quedaría con tu poder, y también con tu reino, bufón.

–Devuélveme el títere, fulana sin nombre.

El torreón de Regan era mayor de lo que recordaba. Una estancia imponente, circular, con chimenea y mesa de comedor. Seis criados, incluido yo, le trajimos la cena y la dejamos sobre la mesa. Ella iba vestida de blanco de los pies a la cabeza, como de costumbre, los hombros níveos, el pelo negro como ala de cuervo, iluminado por los destellos del fuego.

–¿No preferirías espiar desde detrás de una cortina, Bolsillo?

Con un gesto de la mano, ordenó a los demás que salieran, y cerró la puerta.

–He mantenido la cabeza gacha en todo momento. ¿Cómo has sabido que era yo?

–Porque no has llorado cuando te he gritado.

–Mierda, ¿cómo se me ha pasado?

–Y, además, eras el único criado con braguero.

–Los talentos conviene mostrarlos, ¿no creéis? – La furia de Regan aumentaba por momentos. ¿Es que nada la sorprendía? Hablaba como si me hubiera ordenado comparecer y estuviera esperándome de un momento a otro. La verdad es que se te quitaban las ganas de ocultarte y disfrazarte. Estuve tentado de decirle que la habían engañado, que el que se la había cepillado había sido Babas, pero ah, todavía tenía guardias que le eran leales, y temía que fuera capaz de ordenarles que me mataran. (Yo no llevaba mis puñales; se los había dejado a Burbuja en la cocina, aunque, de todos modos, no me habrían sido de gran ayuda contra un pelotón de escuderos.)

–Decidme, señora, ¿cómo lleváis el luto?

–Asombrosamente bien. El pesar no me sienta nada mal, creo. El pesar o la guerra, no sé cuál de las dos cosas me sienta mejor, pero el caso es que últimamente tengo una tez de lo más sonrosada. – Levantó un espejo de mano y se miró en él, pero entonces vio mi reflejo tras ella y se volvió-. Pero, Bolsillo, ¿qué estás haciendo aquí?

–Ah, lealtad a la causa y esas cosas. Con los franceses a las puertas, he pensado que debía venir para ayudar a defender el hogar y la patria. – Consideré mejor no pormenorizar los motivos que me habían llevado hasta allí, de modo que cambié de tema-. ¿Y cómo va la guerra?

–Complicada. Los asuntos de estado son complicados, Bolsillo. No creo que un bufón esté capacitado para comprenderlos.

–Pero es que yo ahora pertenezco a la realeza. ¿No lo sabíais?

Ella dejó el espejo en su sitio y me miró, a punto de echarse a reír.

–Qué bufón más tonto. Si la nobleza se pudiera adquirir por el tacto, haría años que serías caballero. ¿O no? Pero, ah, sigues siendo más plebeyo que la caca de gato.

–Oh, sí, lo he sido, lo he sido. Pero ahora, prima mía, la sangre azul corre por mis venas. De hecho, tengo en mente iniciar una guerra y joder con varios parientes, que según creo son los principales pasatiempos de la realeza.

–Tonterías. Y no me llames prima.

–Bueno, joder al país y matar a varios parientes, pues. Hace menos de una semana que soy noble, todavía no he memorizado todo el protocolo. Ah, y por cierto, es que resulta que somos primos, gatita. Nuestros padres eran hermanos.

–Imposible. – Regan picoteó unos frutos secos que Burbuja había dispuesto en la bandeja.

–Cano, el hermano de Lear, violó a mi madre sobre un puente de Yorkshire mientras el rey la sujetaba. Yo soy el producto de esa desagradable unión. Vuestro primo. – Le hice una reverencia-. A vuestro maldito servicio, joder.

–Un bastardo. Debería haberlo imaginado.

–Sí, pero los bastardos son receptáculos de promesa, ¿no es cierto? ¿O acaso no os vi matar al señor duque para correr en brazos de un bastardo que, según tengo entendido, es hoy el conde de Gloucester? Por cierto, ¿qué tal va el romance? Tórrido y censurable, espero.

Regan se sentó y se pasó los dedos por su mata de pelo negro como el azabache, como si tratara de extraer pensamientos de su cabeza.

–No, si gustarme me gusta bastante, aunque después de la primera vez ha sido algo decepcionante. Pero las intrigas resultan agotadoras, Goneril intenta irse a la cama con Edmundo, y él no ha podido mostrarme deferencia por miedo a perder el apoyo de Albany, y además a la maldita Francia le da por invadir precisamente ahora. De haber sabido a todo lo que mi esposo debería haberse enfrentado, habría esperado un poco más para matarlo.

–Tranquila, tranquila, gatita -le dije, acercándome por detrás y acariciándole los hombros-. Vuestra tez es rosada y tenéis buen apetito. Además, y como siempre, sois un verdadero festín de follabilidad. Cuando seáis reina podréis decapitar a todo el mundo y dormir una buena siesta.

–Precisamente a eso me refiero. No es que una pueda ponerse la corona y, hala, ya está, a disfrutar de la monarquía… Por Dios, está san Jorge, y todos esos perversos líos de la historia. Tengo que derrotar a los malditos franceses y luego matar a Albany, a Goneril, y supongo que tendré que encontrar a padre y conseguir que le caiga encima algún objeto pesado. De otro modo, el pueblo jamás me aceptará.

–Sobre eso traigo buenas noticias, cielo. Lear está en las mazmorras. Loco como una cabra, pero vivo.

–¿En serio?

–Sí. Edmundo acaba de regresar con él desde Dover. ¿No lo sabíais?

–¿Edmundo ha vuelto?

–No hace ni tres horas. Yo he venido siguiéndolo.

–¡Bastardo! Ni siquiera me ha enviado una línea para anunciar su regreso. Y eso que yo le envié una carta a Dover.

–¿Esta? – Le mostré la misiva que se le había caído a Oswaldo. Yo había abierto el lacre, claro, pero ella la reconoció y me la arrebató al instante.

–¿De dónde la has sacado? Yo se la envié con el hombre de Goneril, y le pedí a Oswaldo que se la entregara a Edmundo personalmente.

–Bueno, sí, pero es que yo lo envié al Valhalla antes de que pudiera cumplir con su mandato.

–¿Lo mataste?

–Ya te lo he dicho, gatita, ahora pertenezco a la nobleza, soy un cabroncete asesino, como todos vosotros. Pero casi mejor, porque esa carta es una cagarruta de mariposa, ¿no creéis? ¿Es que no tenéis asesores que os ayuden con esas cosas? No sé, un canciller, un chambelán, un maldito obispo, alguien.

–No tengo a nadie. Todo el mundo está en el palacio de Cornualles.

–Vamos, tesoro, dejad que os ayude vuestro primo Bolsillo.

–¿Lo harías?

–Por supuesto. En primer lugar, vayamos a ver a vuestra hermana. – Extraje dos tubos del monedero que llevaba al cinto-. El rojo es un veneno mortal. Pero el azul sólo es un veneno falso, que hace que quien lo ingiera presente los mismos síntomas que un muerto, cuando en realidad está dormido. El sueño dura un día por cada gota consumida. Podríais verter dos gotas en el vino de vuestra hermana, pongamos por caso, cuando estéis lista para atacar a los franceses, y durante dos días ella dormirá el sueño de los muertos mientras vos y Edmundo hacéis lo que se os antoje, y sin perder el apoyo de Albany en la guerra.

–¿Y el veneno?

–Bueno, gatita, tal vez el veneno no haga falta. Podríais derrotar a Francia, tomar a Edmundo para vos y llegar a algún acuerdo con vuestra hermana y Albany.

–Ya mantengo un acuerdo con ellos. El reino se divide como padre decretó.

–Lo único que digo es que podríais combatir a los franceses, quedaros con Edmundo y no tener que matar a vuestra hermana.

–¿Y si no derroto a Francia?

–Bueno, en ese caso os queda el veneno, ¿no?

–Menuda mierda de consejo, ¿no?

–Esperad, primita, que aún no os he hablado de la parte en la que me nombráis duque de Buckingham. Me encantaría disponer de ese palacio viejo y tronado, Hyde Park. Saint James Park. Y un mono.

–Estás chiflado.

–Se llamaría Jeff.

–¡Sal de aquí!

Antes de abandonar la estancia, agarré la carta de amor que reposaba en la mesa.

Recorrí a toda prisa los corredores, atravesé el patio y regresé a la cocina, donde me quité el braguero y me puse unos calzones de camarero. Una cosa era dejar a Jones y el gorro de juglar en la gabarra, otra entregarle los puñales a Burbuja para que los custodiara, y otra muy distinta desprenderme de mi braguero, sin el que me sentía como desnudo de personalidad.

–Su enormidad casi me cuesta la vida -le comenté a Chillidos, a la que entregué la guarida portátil de mi singularidad masculina.

–Sí, seguro, una familia de ardillas podría anidar en el espacio que sobra -observó ella, metiendo un puñado de las nueces que llevaba rato cascando en mi receptáculo de pitos.

–Es raro que no suenes como una calabaza seca cuando caminas -terció Burbuja.

–Como queráis. Podéis pronunciar escarnios sobre mi hombría si así lo deseáis, pero sabed que no os protegeré cuando lleguen los franceses, a quienes les encanta fornicar en lugares públicos, y además huelen a caracoles y a queso. Me carcajearé, ¡ja!, cuando a las dos se os cepillen unos bribones franchutes con olor a pies.

–Pues a mí no me suena tan mal -dijo Chillidos.

–Bolsillo, será mejor que te vayas ya, muchacho -me aconsejó Burbuja-. Ya le suben la cena a Goneril.

-Adieu -declamé, anticipándome con mi despedida al futuro afrancesado que aguardaba a mis ex amigas, ávidas por convertirse en furcias traidoras embestidas por franceses-. Adieu.

Les dediqué una reverencia exagerada, casi un desmayo, y me ausenté.

(Lo reconozco, a servidor le gusta ornamentar sus recurrentes entradas y salidas con algo de melodrama. El teatro lo es todo para el bufón.)

Los aposentos de Goneril no eran tan imponentes como los de Regan, aunque sí más suntuosos, y la chimenea estaba encendida. Yo no había puesto el pie en ellos desde que ella había abandonado el castillo para casarse con Albany, pero a mi regreso descubrí que me sentía excitado al instante, y simultáneamente lleno de temor. Supongo que serían los recuerdos, agolpados bajo el manto de la conciencia.

La princesa llevaba un vestido cobalto con ribetes dorados, de corte atrevido. Debía de saber ya que Edmundo había vuelto.

–¡Calabacita mía!

–¿Bolsillo? ¿Qué estás haciendo aquí? – Hizo una seña a los demás sirvientes y a una dama joven que la peinaba, y todos abandonaron la estancia-. ¿Y por qué llevas un atuendo tan ridículo?

–Sé que lo es -respondí yo-. Calzones de moña. Sin el braguero me siento indefenso.

–Pues a mí me parece que te hace más alto -comentó ella.

Qué dilema. Más alto con calzones o arrebatadoramente viril con braguero. Ilusiones ambas, cada una con su ventaja.

–¿Qué creéis vos que causa mejor impresión en el sexo débil: ser alto o lucir un buen paquete?

–¿No es las dos cosas tu aprendiz?

–Pero es que él es…, oh…

–Sí. – Le dio un mordisco a una ciruela de invierno.

–Ya veo -dije yo-. ¿Y bien? ¿Qué pasó con Edmundo? ¿Con todo aquel atuendo negro?

Lo que había pasado era que ella estaba embrujada, eso era lo que había pasado.

–Edmundo -suspiró ella-. Creo que Edmundo no me ama.

Yo me senté entonces, delante de todos los platos del almuerzo dispuestos para ella. Se me pasó por la cabeza hundir la frente en el cuenco de caldo, para refrescármela. ¿Era el amor? ¿El amor maldito, jodido, rejodido, el maldito, rejodido y maldito amor? ¿El amor irrelevante, superfluo, maldito, el podrido, apestoso y doloroso amor? ¿Qué coño era? ¿Para qué? ¿Qué mierda? ¿Amor?

–¿Amor? – apunté.

–A mí no me ha amado nadie -declaró Goneril.

–¿Y vuestra madre? Seguro que vuestra madre…

–A mi madre no la recuerdo. Lear la hizo ejecutar cuando yo era niña.

–No lo sabía.

–No debía saberse.

–Jesús, entonces. ¿No cuentas con el consuelo de Jesús?

–¿Qué consuelo? Yo soy duquesa, Bolsillo, princesa, y tal vez sea reina. No se puede gobernar en Cristo. ¿Es que eres tonto? A Cristo hay que pedirle que abandone la sala. Tras tu primera guerra civil o ejecución, lo del perdón se pone un poco feo, ¿o no? Se produce la desaprobación jesusina, o una bronca, al menos, y tú tienes que hacer como que no lo ves.

–Pero Él es infinito en Su perdón -repliqué yo-. Lo pone en alguna parte.

–Como deberíamos serlo todos, que eso también lo pone. Pero yo no me lo creo. Nunca he perdonado a nuestro padre por matar a nuestra madre, y nunca lo perdonaré. Yo no soy creyente, Bolsillo. No hay consuelo ni amor ahí. Yo no creo.

–Yo tampoco, señora, así que al cuerno con Jesús. Sin duda Edmundo se enamorará de vos cuando intiméis con él y haya tenido ocasión de asesinar a vuestro esposo. El amor necesita espacio para crecer. Como una rosa. O un tumor.

–Apasionado lo es bastante, aunque nunca tan entusiasta como aquella primera noche en la torre.

–¿Le habéis dado a conocer…, esto…, vuestros gustos especiales?

–Con ellos no me ganaré su corazón.

–Tonterías, un príncipe como Edmundo, de oscuro corazón, arde en deseos de que le azote el culo una dulce damisela como sois vos. Seguramente se muere de ganas, pero su timidez le impide pedíroslo.

–Creo que otra mujer le ha entrado por el ojo. Me temo que se siente atraído por mi hermana.

«No, ha sido más bien su hermana la que le ha entrado por el ojo a su padre, literalmente, y se lo ha arrancado», pensé, pero entonces tuve una idea.

–Tal vez pueda ayudaros a resolver el conflicto, calabacita mía.

Y, dicho esto, me saqué del monedero los frasquitos rojo y azul. Le expliqué que uno proporcionaba un sueño idéntico a la muerte, y que el otro garantizaba el descanso eterno. Y, mientras lo hacía, palpé el monedero de seda, que aún contenía el último hongo que las brujas me habían entregado.

¿Y si lo usaba con Goneril? ¿Y si la hechizaba para que amara a su propio esposo? Seguro que Albany la perdonaría. Era un muchacho noblote, a pesar de pertenecer, precisamente, a la nobleza. De ese modo Regan podría quedarse para sí a aquel villano de Edmundo, el conflicto entre las dos hermanas se resolvería, Edmundo se sentiría satisfecho con su nuevo papel de duque de Cornualles y conde de Gloucester, y todo terminaría bien. Quedaban, claro está, asuntos como la invasión de Francia, el hecho de que Lear siguiera en las mazmorras, el destino incierto de un bufón sabio y atractivo…

–Calabacita mía -dije-. Tal vez si Regan y vos llegarais a algún acuerdo… Tal vez si ella se quedara dormida hasta que su ejército hubiera cumplido con su deber contra Francia… Tal vez la misericordia…

Y no pude seguir, pues en ese preciso instante Edmundo hizo su entrada.

–¿Qué es esto? – inquirió el bastardo.

–¿Es que no sabéis llamar a la puerta, coño? – dije yo-. ¡Maldito bastardo! ¡Qué ordinario!

Ahora que ya era medio noble, podría haber sucedido que mi desprecio por él hubiera disminuido. Pero, curiosamente, no fue así.

–¡Guardia! Llevaos a este gusano a las mazmorras hasta que tenga tiempo de ocuparme de él.

Cuatro guardias, que no pertenecían al viejo retén de la Torre, entraron y me persiguieron por el aposento un buen rato, antes de que la estrechez de mis calzones de camarero me hiciera caer. El muchacho para el que los habían confeccionado debía de ser más pequeño aún que yo. Una vez que me tuvieron en el suelo, me sujetaron los brazos a la espalda y me arrastraron fuera del torreón. Cuando ya me encontraba junto a la puerta, grité:

–¡Goneril!

Ella levantó la mano, y los guardias se detuvieron y me pusieron en pie.

–Sí os han amado -le dije.

–¡Bah! Lleváoslo de aquí y azotadlo.

–Está de broma -dije yo-. La señora está de broma.

23

En lo más profundo de las mazmorras

–Mi bufón -dijo Lear cuando los guardias me introdujeron a rastras en la mazmorra-. Traedlo hasta aquí y quitadle las manos de encima. – El viejo parecía más fuerte, más alerta, más consciente, y mascullaba órdenes una vez más. Pero cuando terminó de darlas le sobrevino un acceso de tos que terminó con un hilo de sangre en su barba blanca. Babas le alargó el pellejo de agua para que bebiera un poco.

–Antes tenemos que darle unos azotes -dijo uno de los guardias-. Cuando terminemos os devolveremos a vuestro bufón a rayas, e incluso a cuadros.

–No si os apetece comeros estos bollos y beberos esta cerveza -terció Burbuja, que acababa de bajar por otra escalera y llevaba una cesta cubierta con un trapo, y que desprendía el más delicioso aroma a pan recién horneado. Con la otra mano sostenía una botella de cerveza, y bajo el brazo apretaba un ovillo de ropa para que no se le cayera.

–También podemos azotar al bufón y comernos tus bollos -retó el más joven de los guardias, secuaz de Edmundo y sin duda ignorante de la jerarquía vigente en la Torre Blanca. A Dios, a san Jorge e incluso al rey de barba blanca podías darles por el culo, si se terciaba, pero si te metías con aquella cocinera irascible llamada Burbuja, estabas listo, porque te echaría tierra y gusanos en la comida el resto de tu vida, hasta que el veneno acabara matándote.

–Mejor que no sigas por ahí, muchacho -le advertí yo.

–El bufón lleva el uniforme de uno de mis criados -prosiguió Burbuja-, y el muchacho está muerto de frío en la cocina. – La cocinera me arrojó un montón de ropa negra a través de los barrotes de la celda en la que se encontraban Babas y Lear-. Aquí está el traje de rombos de Bolsillo. Y ahora desnúdate, sinvergüenza, que tengo muchas cosas de las que ocuparme.

Los guardias habían empezado a reírse a carcajadas.

–Vamos, vamos, pequeñín, quítate el uniforme -secundó el mayor de ellos-. Que nos esperan unos bollos con cerveza.

Me desvestí delante de todos ellos. Lear protestaba de vez en cuando, aunque a nadie le importara ya un comino lo que opinara el viejo. Cuando estaba totalmente desnudo, los guardias abrieron la puerta y corrí hacia mis ropas. ¡Sí! En efecto, ahí estaban mis dagas, escondidas entre ellas. Con algo de destreza, y aprovechándome de la distracción que me brindaba Burbuja, entregada en ese instante a la tarea de repartir los bollos y la cerveza, logré escondérmelas en el jubón mientras me lo ponía.

Otros dos guardias se sumaron a los dos que se hallaban frente a nuestra celda, y compartieron con ellos la merienda. La cocinera inició el ascenso por la escalera, guiñándome un ojo antes de desaparecer.

–El rey está melancólico, Bolsillo -me dijo Babas-. Deberíamos cantarle alguna canción para animarlo.

–Que se vaya a la mierda este rey de mierda -repliqué yo, mirándolo fijamente a los ojos aguileños.

–Cuidado con lo que dices, muchacho -me advirtió Lear.

–¿Y si no lo tengo, qué me haréis? ¿Sujetaréis a mi madre para que la violen y luego la arrojaréis al río? ¿Y después haréis que maten a mi padre? Ah, no, esperad. Esas amenazas ya no sirven, ¿verdad, tío mío? Ésas ya las habéis cumplido.

–¿De qué hablas, muchacho? – El aspecto del anciano era temible, como si hubiera olvidado que lo habían tratado como a una cosa y lo habían encerrado en una jaula llena de payasos, como si se hallara ante una afrenta recién estrenada.

–De vos, Lear. ¿Ya no lo recordáis? Un puente de piedra en Yorkshire, hará unos veintisiete años… Ordenasteis a una muchacha que se acercara desde la orilla del río, una cosita muy bonita, sí, y la sujetasteis mientras obligabais a vuestro hermano a que la violara. ¿Lo recordáis, Lear, o habéis hecho tanto mal que todo se confunde en el gran sendero negro de vuestra memoria?

El rey abrió mucho los ojos, y supe que sí lo recordaba.

–Cano…

–Sí, vuestro maldito hermano me engendró, Lear. Y como nadie creía a mi madre cuando decía que su hijo era el bastardo de un príncipe, se tiró al mismo río en el que vos la arrojasteis aquel día, y se ahogó. Durante todo este tiempo os he llamado «tío mío». ¿Quién podía imaginar que era verdad?

–No es cierto -se defendió él con voz temblorosa.

–¡Sí lo es! ¡Y vos lo sabéis, decrépito viejo embustero! Lo que os mantiene en pie es una urdimbre de villanía y un hilo de avaricia, dragón disecado.

Los cuatro guardias se habían congregado junto a los barrotes, y observaban como si fueran ellos los encarcelados.

–¡Caramba! – exclamó uno de los guardias.

–Menudo caradura -dijo otro.

–Entonces, ¿no hay canción? – preguntó Babas.

Lear me apuntó entonces con dedo tembloroso, tan iracundo que a simple vista se distinguía la sangre que circulaba por las venas hinchadas de su frente.

–No te atrevas a hablarme así. Tú no eres nada, menos que nada. Yo te saqué de las cloacas, y si yo lo ordeno tu sangre volverá a correr por las cloacas antes del alba.

–¿De veras, tío mío? Tal vez corra por las cloacas, sí, pero no porque lo ordenéis vos. Tal vez vuestro hermano muriera por una orden vuestra. Tal vez vuestras reinas murieran por una orden vuestra. Pero este bastardo de sangre azul no, Lear. Vuestras palabras se las lleva el viento.

–Mis hijas os…

–Vuestras hijas están ahí arriba, luchando para hacerse con los restos de vuestro reino. Son vuestras carceleras, viejo chocho.

–¡No! Ellas…

–Cuando matasteis a su madre os encerrasteis vos mismo en esta celda. Eso acaban de decirme las dos.

–¿Las has visto? – De pronto, extrañamente, pareció recuperar la esperanza, como si yo me hubiera olvidado hasta entonces de contarle las buenas nuevas de sus hijas traidoras.

–¿Verlas? Me las he cepillado. – En realidad era una tontería que, después de tantas maldades, de tantas fechorías y crueldades, pudiera importar que un bufón se cepillara a sus hijas, pero le importaba, y para mí fue una manera de liberar parte de la rabia que él me despertaba.

–No es cierto -dijo Lear.

–¿Te las has cepillado? – me preguntó un guardia.

Entonces me puse en pie y me pavoneé un poco ante mi público, porque quería meterle el dedo en la llaga a Lear. Lo único que veía en ese instante era el agua cubriendo la cabeza de mi madre, y sólo oía sus gritos mientras el rey la sujetaba.

–Me las he cepillado a las dos, repetidamente y con ganas. Me las he cepillado hasta que han gritado, hasta que me han suplicado, hasta que han lloriqueado. Me las he cepillado en los parapetos que dan al Támesis, en los torreones, debajo de la mesa del gran salón, y una vez le eché un polvo a Regan sobre una fuente con lechones, en presencia de unos mahometanos. Me he cepillado a Goneril en vuestro propio lecho, en la capilla y en vuestro trono…, fue idea suya, por cierto. Me las he cepillado mientras nos miraban los criados, y por si os cabe alguna duda, ya que la concurrencia se lo pregunta, me las he cepillado simplemente por el sucio y dulce placer de cepillármelas, que es como hay que cepillarse a las princesas. En cuanto a ellas…, ellas lo han hecho porque os odian.

Lear no había dejado de vociferar mientras yo hablaba, tratando de obligarme al silencio. Y ahora masculló:

–¡No es cierto! Todas me aman. Me lo dijeron.

–¡Asesinasteis a su madre, viejo loco y decrépito! ¡Os han encerrado en una celda de vuestras propias mazmorras! ¿Qué más pruebas precisáis? ¿Un decreto por escrito? Yo he intentado quitarles a polvos el odio que sienten por vos, tío mío, pero hay curas que exceden los talentos de un juglar.

–Yo quería un hijo varón. Su madre no me dio ninguno.

–Estoy seguro de que si lo hubieran sabido no os habrían despreciado tan profundamente, y no se lo habrían hecho tan bien conmigo.

–Mis hijas no te han cabalgado. Y tú no te las has cepillado a ellas.

–Sí me las cepillé. Por la sangre de mi negro corazón, me las cepillé. Y al principio, cuando empezamos, todas gritaban «¡Padre!» cuando se corrían. Me pregunto por qué. Oh, sí, tío mío, sí, me las cepillé, eso es más que cierto. Y ellas querían que vos lo supierais, por eso me acusaron ante vos. He fornicado con las dos.

–¡No! – gritó Lear.

–Y yo también -soltó Babas, esbozando una sonrisa húmeda que hacía honor a su apodo-. Con perdón -añadió al instante.

–Pero hoy no -preguntó uno de los guardias-. ¿Verdad?

–No, hoy no, capullo. Hoy las he matado.

Los franceses avanzaban por tierra desde el sureste, y los barcos remontaban el Támesis desde el este. Los señores de Surrey, al sur, no presentaron resistencia, y como Dover pertenecía al condado de Kent, las fuerzas del conde desterrado no sólo no ofrecieron resistencia, sino que se sumaron a los franceses en el asalto a Londres.

Avanzaban tierra adentro, río arriba, sin disparar una sola flecha ni perder a uno solo de sus hombres. Desde la Torre Blanca los centinelas divisaban las hogueras de los franceses, que dibujaban una gran luna creciente en el cielo nocturno, que iba del este al sur.

Cuando el capitán, en el castillo, llamó a las armas, uno de los viejos caballeros de Lear, bajo el mando de Curan, acercó el filo de su espada al pescuezo de los hombres de Edmundo o de Regan, uno por uno, exigiéndoles que se rindieran o murieran. Todos los integrantes de la guardia personal habían sido drogados por los cocineros con un veneno misterioso, que no era mortal pero que provocaba los mismos síntomas que la muerte.

El capitán Curan envió un mensaje al duque de Albany, de parte de la reina francesa, en el que le informaba de que, si se rendía, es decir, si se aliaba con ella, podría regresar a Albany y mantendría todas sus tropas, sus tierras y sus títulos. Los soldados de Goneril, que eran los de Cornualles, y los de Edmundo, procedentes de Gloucester, habían acampado en el lado de poniente de la torre, y se encontraron rodeados por los franceses al este y al sur, y al norte por Albany. Se enviaron arqueros y ballesteros a lo alto de los muros de la Torre, por encima del ejército de Cornualles, y un heraldo se abrió paso a través de la aterrorizada tropa, y llegó hasta las posiciones de un comandante, al que transmitió el mensaje de que el ejército de Cornualles debía deponer las armas de inmediato, si no quería que sobre él cayera una lluvia de muerte como jamás se había visto.

Nadie estaba dispuesto a morir por la causa de Edmundo, bastardo de Gloucester, ni por el difunto duque de Cornualles. De modo que se rindieron y se alejaron tres leguas hacia el oeste, tal como se les había indicado.

En dos horas todo había terminado. De los casi treinta mil hombres que ocuparon el campo de batalla en la Torre Blanca, apenas murió una docena de ellos, todos miembros de la guardia personal de Edmundo que se negaron a entregarse.

Los cuatro guardias yacían en el suelo de la mazmorra, adoptando varias posturas raras. Parecían muertos.

–Maldito veneno -dije yo-. Babas, mira a ver si alcanzas al que tiene las llaves.

El mastuerzo alargó el brazo a través de los barrotes, pero el guardia se encontraba demasiado lejos.

–Espero que Curan sepa que estamos aquí.

Lear miró a su alrededor, de nuevo con la mirada extraviada, como si la locura hubiera vuelto a apoderarse de él.

–¿Qué es esto? ¿El capitán Curan está aquí? ¿Y mis caballeros?

–Pues claro que está aquí. Y por el sonido de las trompetas diría que ha tomado el castillo, como estaba planeado.

–¿Entonces? ¿Todo ese teatro tuyo ha sido para confundirme? – me preguntó el rey-. ¿No estás enfadado?

–Furioso, viejo necio, pero ya me estaba cansando de tanta bronca mientras esperaba a que ese maldito veneno surtiera efecto. Pero eso no quiere decir que seáis menos desalmado de lo que yo he afirmado.

–No -replicó el anciano, como si mi ira le importara de veras. Se puso a toser de nuevo, y volvió a escupir sangre. Babas se acercó a él y le secó la cara-. Yo soy el rey, y no consentiré que me juzgues tú, un bufón.

–No soy sólo un bufón, tío. Soy el hijo de vuestro hermano. ¿Ordenasteis a Kent que lo matara? El único tipo decente a vuestro servicio, y vais vos y lo convertís en asesino. ¿No es así?

–No, no fue Kent. Fue otro, que no era caballero siquiera. Un carterista que se presentó ante el magistrado. Fue a él a quien Kent mató; yo lo envié a que diera caza al asesino.

–Pues él todavía se siente vejado por ello. ¿Y también ordenasteis a un carterista que asesinara a vuestro padre?

–No, mi padre era leproso y higromante. No soportaba que alguien tan deforme gobernara Britania.

–En lugar de vos, queréis decir.

–Sí, en mi lugar. Sí. Pero no envié a ningún asesino. Él se encontraba en una celda de su templo de Bath. Lejos de todo, donde nadie podía verlo siquiera. Pero yo no podía acceder al trono hasta que él muriera. No, yo no lo maté. Los sacerdotes, sencillamente, lo emparedaron. Fue el tiempo el que mató a mi padre.

–¿Lo emparedasteis? ¿Vivo?

Empecé a temblar. Me había parecido que tal vez podría perdonarlo, viendo su sufrimiento, pero en ese instante sentí que toda la sangre se agolpaba en mis oídos.

Los pasos de unas botas contra el suelo de piedra resonaron en las mazmorras, y vi que Edmundo, el bastardo, entraba sosteniendo una antorcha.

Dio un puntapié a uno de los guardias inconscientes y los miró a todos como si acabara de descubrir semen de mono en sus Weetabix.[17]

–Vaya, menudo engorro -dijo-. Supongo que tendré que matarte yo personalmente entonces.

Se agachó, recogió un arco del suelo, apoyó el pie en el estribo y tensó la cuerda.

Intermedio

(Al fondo del escenario, con los

actores)

–Bolsillo, sinvergüenza, me has atrapado en una comedia.

–Bien, sí, para algunos lo es.

–Al ver el fantasma me ha parecido que la tragedia estaba asegurada.

–Sí, en las tragedias siempre hay un maldito fantasma.

–Pero por la confusión de identidades, la vulgaridad, la ligereza del tema y lo soez de las ideas, parece más una comedia. Y yo no voy vestido para la comedia. Voy todo de negro.

–Como yo. Y sin embargo, aquí estamos.

–Entonces, es una comedia.

–Una comedia negra…

–Lo sabía.

–Al menos para mí.

–¿Una tragedia, entonces?

–El fantasma así parece indicarlo.

–Pero, con tanto fornicio gratuito, con tanta paja…

–Un genial acto de distracción deliberada.

–Me estás tomando el pelo.

–No, lo siento. En la siguiente escena el lancero te da una sorpresa.

–¿Me matan, entonces?

–Para gran satisfacción del público.

–¡Cabrón!

–Pero también hay buenas noticias.

–¿De veras?

–Para mí sigue siendo una comedia.

–Qué capullo más desagradable puedes llegar a ser.

–Eh, tú, odia la obra, pero no al actor, tío. Y pasa por aquí, permíteme que te sostenga el telón. ¿Tienes algún plan para esa daga de plata? Una vez que pases a mejor vida, quiero decir.

–Con que una maldita comedia…

–Las tragedias siempre terminan en tragedia, Edmundo, pero la vida sigue, ¿o no? El invierno de nuestro descontento se convierte, inevitablemente, en la primavera de una nueva aventura. Para ti no, claro.

–Nunca he matado a un rey -dijo Edmundo-. ¿Crees que seré famoso por ello?

–No obtendrás el favor de tus duquesas por asesinar a su padre.

–Ah, esas dos. Me temo que, al igual que estos guardias, también están bastante muertas. Estaban compartiendo una copa de vino mientras consultaban mapas y planeaban estrategias para la batallas, y han caído al suelo echando espuma por la boca. Una lástima.

–Estos guardias no están muertos, sólo drogados. Despertarán en uno o dos días.

Edmundo bajó la ballesta.

–¿Entonces, mis señoras sólo están dormidas?

–Oh, no, ellas sí están muertas. Les administré dos tubos a cada una. Uno con veneno, y el otro con agua. Burbuja metió la adormidera en la comida de los guardias, así que el licor era nuestro sustituto letal. Si cualquiera de las dos hubiera demostrado algo de compasión por la otra, al menos una de ellas se habría salvado. Pero, como habéis dicho vos, una lástima.

–Muy bien jugado, bufón, vaya eso por delante. Pero ahora quedaré a la merced de la reina Cordelia, y deberé contarle que fui arrastrado hasta esta horrenda conspiración en contra de mi voluntad. Tal vez conserve el título y las tierras de Gloucester.

–¿Mis hijas? ¿Muertas? – preguntó Lear.

–Oh, cállate, viejo -dijo Edmundo.

–Estaban buenas -balbució Babas con voz triste.

–Pero ¿qué sucederá cuando Cordelia se entere de lo que en realidad habéis hecho? – le pregunté yo.

–Estamos llegando a la cúspide, ¿verdad? Tú no podrás contarle a Cordelia lo que ha acontecido.

–Cordelia, mi única hija verdadera -se lamentó Lear.

–¡Cállate, joder! – insistió Edmundo, que alzó la ballesta y apuntó a Lear a través de los barrotes. Pero entonces dio un paso atrás y pareció perder de vista el blanco cuando una de mis dagas le alcanzó el pecho con un chasquido seco.

Al momento bajó la ballesta y miró el mango del puñal. – Pero si habéis dicho que la sorpresa me la daría un lancero…

–¡Sorpresa! – exclamé yo.

–Bastardo -masculló el bastardo, alzando de nuevo la ballesta, con intención de disparar, a mí esta vez. Fue entonces cuando le lancé la segunda daga, que fue a clavársele en el ojo derecho. La cuerda de su arma se destensó con una especie de maullido, y la pesada flecha cayó sobre una losa de piedra, al tiempo que Edmundo se tambaleaba y caía sobre los guardias.

–Qué genial -dijo Babas.

–Serás recompensado, bufón -proclamó el rey, con la voz empañada por la sangre. Tosió de nuevo.

–No tiene importancia, Lear -dije yo-. No es nada.

En ese instante se oyó la voz de una mujer en la cámara.

–Los cuervos gritan «cerdo» desde las murallas, el aire huele a cadáver de Edmundo, y el pico del ave arroja agua sobre el aroma del bribón.

El fantasma. Se alzó por sobre el cuerpo sin vida de Edmundo, fuera de la celda, bastante más etérea, menos maciza de lo que la había visto la última vez. Apartó entonces la mirada del bastardo muerto y esbozó una sonrisa de oreja a oreja. Babas se echó a lloriquear, y trató de ocultar la cabeza tras la cabellera blanca de Lear.

El rey intentó ahuyentarla agitando las manos, pero la muchacha fantasma flotó hasta plantarse frente a él, del otro lado de los barrotes de la celda.

–Ah, Lear. Emparedasteis a vuestro padre, ¿verdad? – preguntó el fantasma.

–Márchate, espíritu, no me vejes.

–Emparedasteis a la madre de vuestra hija, ¿verdad? – insistió el fantasma.

–¡Me había sido infiel! – exclamó el anciano.

–No -sostuvo el fantasma-. No os fue infiel.

Yo me senté en el suelo de la celda, algo aturdido. Matar a Edmundo me había mareado un poco, sí, pero aquello…

–¿La anacoreta de Lametón de Perro era vuestra reina? – le pregunté, y mi propia voz me llegó muy lejana.

–Era una hechicera -se justificó Lear-. Y frecuentaba mucho a mi hermano. Yo no la maté. No habría podido soportarlo. La mandé encarcelar en la abadía de York.

–¿Que no la asesinasteis? ¡Le quitasteis la vida cuando ordenasteis que la emparedaran!

Lear se acobardó al ver que me expresaba con seguridad.

–Me fue infiel, coqueteaba con un muchacho del lugar. No soportaba la idea de que estuviera con otro.

–Y por eso ordenasteis que la emparedaran.

–¡Sí, sí! Y que ahorcaran al muchacho. ¡Sí!

–Monstruo horrible.

–Ella tampoco me dio ningún varón. Yo quería un varón.

–Pero os dio a Cordelia, vuestra favorita.

–Que además fue sincera con vos -intervino el fantasma-. Hasta el momento mismo en que ordenasteis su destierro.

–¡No! – El rey trató de ahuyentar de nuevo al espíritu.

–Claro que sí. Y además sí tuvisteis un hijo varón. Durante años lo tuvisteis.

–No he tenido hijos varones.

–De otra granjera a la que poseísteis junto a otro campo de batalla, en este caso en Iberia.

–¿Un bastardo? ¿Tengo un hijo bastardo?

Vi que la esperanza asomaba a sus ojos de águila, y quise arrancárselos como Regan había hecho con los de Gloucester, así que desenvainé la última de mis dagas arrojadizas.

–Sí-reiteró el fantasma-. Durante muchos años tuvisteis un hijo varón, y ahora mismo estáis en sus brazos.

–¿Qué?

–El aprendiz de bufón, el bobo, es hijo vuestro -reveló el fantasma.

–¿Babas? – pregunté yo.

–¿Babas? – preguntó Lear.

–Babas -confirmó el fantasma.

–¡Pa! – dijo Babas, estrechando en sus brazos, con fuerza, a su padre recién hallado-. ¡Pa!

Se oyó un crujido de huesos, y el desagradable sonido del aire que escapaba de unos pulmones enfermos y aplastados. Pero Babas seguía, empeñado en concentrar en un solo instante el amor filial de toda una vida. Los ojos de Lear parecían a punto de salírsele de las órbitas, y su piel, seca como un pergamino, adquiría por momentos un tono azulado.

Cuando aquellos silbidos entrecortados dejaron de brotar del anciano, me acerqué a Babas, le bajé los brazos y apoyé la cabeza de Lear en el suelo.

–Suelta, muchacho. Suéltalo.

Y le cerré los ojos azules, cristalinos, al rey.

–Está muerto, Babas.

–¡Capullo! – exclamó el fantasma, antes de escupir una gotita de saliva fantasmal que se evaporó apenas abandonó su boca.

Entonces me levanté y me volví para dirigirme a ella:

–¿Quién eres? ¿Qué injusticia se ha hecho contigo que pueda deshacerse para que tu espíritu descanse al fin, o al menos logre que te largues de una vez?, pesada, que eres una pesada a pesar de lo etéreo de tus miembros.

–La injusticia acaba de deshacerse -respondió el espíritu-. Al fin.

–¿Quién eres?

–¿Que quién soy? ¿Que quién soy? Tu respuesta está en un golpe, buen Bolsillo. Golpéate con los nudillos el gorro de juglar y pregunta a esa perezosa máquina de pensar de dónde le viene el arte. Golpéate con los nudillos el braguero y pregúntale a su pequeño ocupante quién lo despierta por las noches. Golpéate con los nudillos el corazón y pregúntale al espíritu que habita en él quién aviva el fuego de su hogar, pregúntale a ese tierno fantasma quién es este fantasma que tienes delante.

–Talía -dije yo, pues al fin logré verla. Y me arrodillé ante ella.

–Así es, muchacho, así es. – Me puso una mano en la cabeza-. Levántate, señor Bolsillo de Lametón de Perro.

–Pero ¿por qué? ¿Por qué no me dijisteis nunca que erais reina? ¿Por qué?

–El tenía a mi hija, a mi dulce Cordelia.

–¿Y siempre supisteis lo de mi madre?

–Había oído rumores, pero no supe quién era tu padre hasta después de mi muerte.

–¿Y por qué no me hablasteis de mi madre?

–Eras un niño. No era una historia muy propia para ti.

–No era tan niño. De hecho, me hacías tuyo a través de la aspillera.

–Eso fue después. Pensaba decírtelo, pero me emparedaron.

–¿Y fue porque nos pillaron? La fantasma asintió.

–El siempre tuvo problemas para aceptar la impureza de los demás. La suya propia no se los creó nunca.

–¿Y fue horrible?

Yo siempre había tratado de apartar de mi mente aquel pensamiento, de no imaginarla sola, a oscuras, muriendo de hambre y de sed.

–Fue solitario. Siempre estaba sola, Bolsillo. Menos cuando venías tú.

–Lo siento.

–Eres un amor, Bolsillo. Adiós.

Se acercó a los barrotes de la celda y me rozó la mejilla. Aquella caricia fue como el tacto ligerísimo de la seda.

–Cuida de ella.

–¿Qué?

Talía se acercó flotando al muro del fondo, junto al que yacía Edmundo, y al llegar a él dijo:

Tras gravísimas ofensas

a las tres hijas causar

pronto el rey bufón será.

–¡No! – gimoteó Babas-. Mi papa está muerto.

–No lo está -corrigió Talía-. Lear no era tu padre. Era broma.

Y, dicho esto, se esfumó.

Cuando estuve seguro de que ya no se encontraba entre nosotros, me eché a reír.

–No te rías, Bolsillo -dijo Babas-. Soy huérfano.

–Y ni siquiera nos ha entregado las malditas llaves -dije yo.

Oímos pasos decididos en la escalera, y el capitán Curan apareció en el pasadizo, flanqueado por dos caballeros.

–¡Bolsillo! Te estábamos buscando. Hemos obtenido la victoria, y Cordelia se aproxima desde el sur. ¿Qué ha sido del rey?

–Muerto -respondí yo-. El rey ha muerto.

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