CAPÍTULO 13. El cambiazo

Jupe se dijo que él no sería nunca un entusiasta de la acampada, cuando se despertó en su saco de dormir a la mañana siguiente. Estaba entumecido después de haber pasado toda la noche sobre el duro suelo y tenía los ojos y la boca llenos de arena.

Miró su reloj. Las seis. Hora de levantarse. Tras desperezarse, salió del saco de dormir.

Los otros dos Investigadores ya se habían levantado. Pete se hallaba inclinado sobre la pequeña jaula de Galia y acariciaba las plumas de la paloma mientras le daba de comer. Bob ofreció a Jupe unos donuts y leche en un vaso de cartón.

Jupe vaciló. ¿Por qué no?, se dijo. Un donut no le iba a engordar tanto y necesitaba todas sus fuerzas. Bebió la leche despacito. Le ayudó a quitarse el gusto a arena de la boca.

Diez minutos después, los muchachos hablan recogido sus bártulos. Jupe ayudó a Pete a envolver la jaula de Galia con la arpillera para que quedaran las esquinas bien tapadas. Luego la sujetaron con cinta adhesiva al porta paquetes de la bicicleta de Jupe. Pete colgó una bolsa de viaje de líneas aéreas de su manillar.

Balanceando sus sacos de dormir enrollados en sus manillares, pedalearon despacio por la carretera hasta la gasolinera, Pete había pedido al empleado amigo suyo que les guardara sus cosas durante un par de horas.

Montaron de nuevo en sus bicicletas y recorrieron el medio kilómetro que les separaba del criadero de ostras. Jupe recordaba haber visto el día anterior un lugar ideal para poner en práctica su plan. Los dos caminos en que se bifurcaba la autopista se hallaban separados por un arcén muy ancho y cubierto de hierba en una curva muy cerrada, y había gran cantidad de maleza a la derecha del camino, en el lado más alejado del mar.

Los muchachos apartaron sus bicicletas del camino y las escondieron entre los arbustos. Jupe desató la jaula de Galia de su porta paquetes y la puso a la sombra, fuera de la vista. Bob retiró la bolsa de las líneas aéreas de su manillar. Los tres llevaban en la mano las bombas de hinchar los neumáticos de sus bicis, mientras se encaminaban a la curva del camino. Se acomodaron en la cuneta.

Bob sacó de su bolsa un paquete de globos de varias formas y colores.

Repartió los globos entre los tres, veinte para cada uno y se pusieron a trabajar. Utilizaron las bombas de sus bicicletas para hincharlos y luego ataron su extremo. Pronto tuvieron un montón de globos amontonados al borde del camino.

Jupe se alegró de que no hubiera pasado ni un solo automóvil desde que empezaron a hinchar los globos. Apenas había tráfico en aquel camino vecinal a aquellas horas de la mañana. Y también les favoreció que no soplase viento.

Bob volvió a abrir su bolsa de la que extrajo una pancarta de tela blanca que había preparado la noche anterior siguiendo las instrucciones de Jupe. Los muchachos la colgaron entre dos arbustos de la cuesta.

Se leía con letras muy grandes:

AYUDA A TUS AMIGAS LAS AVES. COMPRA UN GLOBO

Jupe miró hacia la curva del camino veinte metros atrás y luego hacia lo alto donde crecían las salvias y mesquites en una pequeña colina.

—Tú te puedes esconder ahí arriba, Bob —le dijo—, desde donde nos verás a Pete y a mí. ¿Tienes pañuelo?

—Sí, Pete. —Bob lo sacó del bolsillo de sus tejanos—. Lo agitaré así — dijo Bob—, hacia adelante y hacia atrás. Y será la señal para que puedas dejarle pasar.

Pete asintió de mala gana. No estaba muy tranquilo y sólo esperaba poder salir con bien sin enfurecer a Kyoto. En su opinión, aquel japonés bien pudiera ser un cinturón negro de karate. Si Kyoto le reconocía y llegaba a sospechar que le hacía víctima de algún truco, era capaz de entrar en acción y derribarle de un golpe seco ejecutado con una sola mano.

Pete sacó las gafas oscuras de su padre del bolsillo y se las puso.

—¿Cómo sabré que se acerca? —preguntó un poco inquieto.

—Tres silbidos cortos significa que la camioneta está a la vista —le dijo Jupe—. Luego silbaré dos veces más después de que me haya pasado por delante. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Jupe observó el tono de inseguridad de Pete. Sabía que su papel era el más difícil del plan que había trazado. ¡Ojalá le fuera posible ocupar su lugar y representarlo él! Pero Jupe era uno de los tres muchachos que había sido visto por Kyoto en la chatarrería, y el más fácil de recordar y reconocer.

—No ceses de sonreír, Pete —le dijo con intención de tranquilizarle—. No dejes de hablar y sonreír.

—¿Y qué digo?

—Cualquier cosa —replicó Jupe—. No importa. Él no habla inglés, de manera que tampoco entenderá lo que le digas.

—Está bien —dijo Pete, pero seguía muy nervioso.

Jupe miró su reloj. Era casi la hora cero.

—Es hora de prepararse —dijo.

Bob subió a lo alto de la pequeña colina y se tendió entre la hierba, con el pañuelo preparado.

Jupe regresó al lugar donde habían dejado sus bicicletas y se escondió entre los arbustos al borde del camino. Puso la mano encima de la jaula tapada y sintió cómo Galia se movía bajo la arpillera.

Pete se quedó junto al enorme montón de globos. «Ayuda a tus amigas las aves», murmuró contemplando la gran pancarta de letras rojas. Qué diablos importarán los pájaros. Soy yo el que necesitaré ayuda.

Aunque hacía un poco de fresco y él permanecía inmóvil, Jupe sentía como las gotas de sudor resbalaban por sus mejillas y su nariz: estaba preocupado por Pete y ni siquiera podía vigilarle. Ahora no veía a ninguno de los otros dos Investigadores. Jupe no apartaba los ojos de la carretera que estaba a su izquierda, aguardando la aparición de la camioneta verde.

Cinco minutos. Diez minutos. Empezaba a pensar que no iba a llegar. Por alguna razón Kyoto no iría a trabajar aquella mañana. Pensando en Pete, Jupe casi deseó que la camioneta no apareciese jamás.

Y de repente allí estaba traqueteando hacia él. Jupe se llevó los dedos a la boca y silbó tres veces.

La camioneta pasó por delante de él. Jupe volvió a silbar dos veces.

En cuanto la camioneta se perdió de vista después de la curva se puso en pie de un salto y, sosteniendo la caja cuadrada contra su pecho, corrió por la cuneta tras ella.

Pete oyó los tres silbidos primeros. Alargó los brazos y con ellos rodeó la torre de globos empujándola hacia el centro del camino. Cuando oyó los otros dos silbidos, estaba metido hasta el cuello entre globos, reuniéndolos y amontonándolos para que formaran una barrera de colores brillantes de un lado a otro de la carretera.

Ahora ya se oía la camioneta. Aminoraba la marcha, y se detuvo a unos cinco metros de la barrera de globos que Pete había construido.

Kyoto se asomó por la ventanilla y le gritó algo en japonés. Pete no le hizo caso y fingió apartar los globos del camino, pero en realidad lo que hacía era asegurarse de que no quedaba ningún resquicio por donde pudiera pasar la camioneta sin peligro de verse envuelta en un torbellino de globos.

Kyoto se apeó de la camioneta y se acercó a él. Se detuvo mirándole extrañado y propinó un puntapié al globo más cercano. Era uno largo de color verde en forma de salchicha. Subió disparado y fue a darle suavemente en la nariz. Kyoto dijo algo ininteligible y lo apartó.

Pete esbozó una sonrisa forzada.

—Ayude a sus amigas las aves —dijo—. Compre un globo.

Kyoto murmuró algo en japonés.

Pete continuó sonriendo. No pares de hablar, le había dicho Jupe. Lo malo era que no se le ocurría nada que decir y sentía como si su rostro llevara varias horas contraído en aquella sonrisa inexpresiva. De pronto le vino una idea a la cabeza. Era una vieja tonada de la unión que su padre cantaba por casa.

—No, no nos moverán —dijo Pete a Kyoto esperanzado y sin dejar de sonreír—. No, no nos moverán. Como el árbol arraigado junto al agua, no nos moverán.

Kyoto propinó un puntapié a otro globo, esta vez a uno redondo y amarillo. Se elevó unos metros en el aire y volvió a caer encima de los otros haciendo la barrera más alta.

—Nos quedaremos para luchar juntos —le explicó Pete con una amplia sonrisa señalando la pancarta—. No nos moverán. Nos quedaremos para...

Jupe estaba ahora a sólo unos diez metros de la camioneta. Había llegado corriendo por la cuneta y subió a la carretera. Sus zapatillas de suela de goma no hicieron el menor ruido mientras recorría los últimos metros. Lo más difícil iba a ser abrir la puerta posterior de la camioneta sin que Kyoto le oyera. Dio gracias a su buena estrella de que el japonés hubiera dejado el motor en marcha.

—. . . luchar juntos. No nos moverán. —Pete alzó la voz ligeramente.

Kyoto rebuscaba en el bolsillo de sus tejanos.

¿Qué buscaba? La sonrisa de Pete era ya desesperada—. Como el árbol arraigado junto al agua —se apresuró a continuar.

Jupe con sumo cuidado hizo girar el tirador de la puerta de atrás de la camioneta. Chirrió. Fue tan sólo un ligero chirrido, pero a Jupe le sonó como un grito. Abrió la puerta.

Desde su escondite en lo alto de la colina, Bob vio cómo Jupe se inclinaba hacia adelante para asomarse al interior de la camioneta. Sujetó el pañuelo con más fuerza.

Jupe, sentado en la parte de atrás de la camioneta vio que allí estaba la caja cuadrada envuelta en arpillera. Jupe colocó la suya a su lado y con suavidad y sumo cuidado levantó la otra. Con la caja de Kyoto abrazada contra su pecho, colocó a Galia con su jaula idénticamente envuelta en el mismo sitio donde estuvo la primera caja.

—No nos moverán... —Pete se interrumpió. Su voz pareció quebrarse y morir en su garganta. Kyoto había sacado una navaja de su bolsillo. Abrió su hoja larga y reluciente.

Jupe se dispuso a cerrar la puerta de la camioneta. Se oyó un estallido. Jupe pegó un salto como si algo hubiera estallado a sus pies. La paloma que sostenía entre sus brazos lanzó un sonido ahogado.

Jupe se quedó muy quieto aguardando.

Se oyó otra explosión.

—No nos moverán —repitió Pete con voz débil.

Kyoto andaba entre los globos a navajazos haciéndolos estallar uno tras otro.

—La unión nos protege, no nos... —Pete le gritó con una sonrisa helada y fantasmal—... moverán. La unión nos protege...

Jupe empujó la puerta de la camioneta cerrándola con cuidado y se aseguró de que corriera el pestillo. Se dispuso a retroceder por el camino con la caja de Kyoto abrazada contra su pecho.

—¡No nos moverán! —gritó Pete corriendo entre los globos como una gallina que trata de salvar a sus polluelos de una zorra. Y mientras los iba reuniendo y gritaba: “No nos moverán” miraba desesperadamente hacia la colina donde Bob se había escondido.

Kyoto seguía pinchando y apartando los globos. Ya había hecho estallar más de la mitad.

Bob vio que Jupe volvía de la camioneta. Observó cómo corría unos cuantos metros y luego se refugiaba entre los arbustos de la cuneta.

Bob se incorporó agitando su pañuelo de un lado a otro.

—Igual que el árbol... —continuó Pete desesperado. Y entonces vio la señal. Casi se desmaya de alivio. Vio cómo el japonés reventaba los últimos globos y luego volvía a montar en su camioneta sentándose al volante.

Pete se apartó tambaleándose hasta un lado del camino y se sentó en la cuneta para contemplar cómo la camioneta pisaba los restos de brillantes colores de los pobres globos.

Jupe salió de entre los arbustos con la caja de Kyoto y se dirigió hacia Pete. Lo había conseguido, había logrado lo que se propuso hacer, cambiar una paloma por otra. Pero estaba muy lejos de sentirse satisfecho de sí mismo. Era Pete quien había llevado a cabo la parte más difícil, la más peligrosa, detener la camioneta y entretenerla el tiempo suficiente para que Jupe hiciera el cambiazo.

—¿Estás bien? —le preguntó al sentarse junto a su amigo.

Bob bajó de la colina para reunirse con ellos—. Hiciste un buen trabajo, Pete. ¿Estás bien?

Pete meneó la cabeza de un lado a otro lentamente.

—¡Uau! —exclamó—. Cuando sacó esa navaja... Mis nervios ya no volverán a ser los de antes.

Miró a Júpiter.

—Como ese Poe dice en su poema dedicado a los pájaros: nunca más.

¡Nunca más!