CAPÍTULO 8. Visitantes de Oriente
—Es Galia, desde luego —dijo Pete—. Puedo jurarlo. Esas marcas en las plumas de su cola. Además es evidente que nos reconoce. ¿Verdad, Galia?
Los Tres Investigadores se hallaban reunidos en la oficina del Cuartel General. Galia, de nuevo en la jaula grande, iba de un lado a otro picoteando su maíz.
—Parker Frisbee me la roba a punta de pistola. —El Primer Investigador tiraba de su labio inferior con tal fuerza que le llegaba hasta la barbilla— Y luego, pocas horas después la trae y la suelta en nuestro patio. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? —A Jupe le daba la impresión de que en aquel caso habían más «por qué» que en ninguno de los que había intervenido.
—Puede que no la trajese él. —Los lentes de Bob resbalaron por su nariz y se los ajustó.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó Pete—. Galia está aquí, ¿no?
—Es por lo que leí en ese libro sobre palomas —explicó Bob—. Durante la Segunda Guerra Mundial utilizaban palomas mensajeras para llevar mensajes. Si el ejército avanzaba iban cambiando los palomares. Y descubrieron que una mensajera bien adiestrada se acostumbraba a la nueva base en dos o tres días...
—De modo que volvía a su nueva casa en vez de a la antigua —asintió Jupe—. Creo que tienes razón, Bob. Tal vez Galia no pertenezca a Parker Frisbee y desease regresar con su verdadero dueño. —Frunció el ceño—. No me preguntes por qué. Pero si eso es lo que intenta hacer, lo más sencillo sería soltarla y dejar que regrese a su casa.
—Esta es ahora tu casa, ¿verdad, Galia? —Pete introdujo su dedo a través de los alambres y acarició la suave cabecita de la paloma—. Por eso volviste aquí, cosa que celebro...
Se interrumpió al oír una voz por el altavoz.
—Jupe, Jupe.
Era tía Matilde. Jupe había puesto un micrófono en el patio para poder oír a su tía si le llamaba y él estaba en el Cuartel General.
—Jupe. Bob. Pete. ¿Dónde estáis?
Júpiter suspiró. Las llamadas de tía Matilde por lo general significaban una sola cosa... trabajo. Que tenía un trabajo para ellos. Esperaba que no se tratase de otro cargamento de hierro. Tal vez sólo necesitaba su ayuda para atender a los numerosos clientes de los sábados.
Los Tres Investigadores salieron cautelosamente de su bien escondido Cuartel General por la salida conocida como Puerta Cuatro, que daba a la parte de atrás del patio. Rodeando un montón de desperdicios se acercaron a tía Matilde.
Ella pegó un respingo cuando Júpiter la tocó en el hombro.
—De manera que estáis aquí —les dijo—. Nunca sé dónde os escondéis.
Jupe hizo lo posible por mostrarse servicial.
—¿De qué trabajo se trata? —preguntó.
Pero por una vez, tía Matilde no les había llamado para hacerles trabajar. Les dijo que dos hombres preguntaban por ellos, y que aguardaban junto a la verja.
Los dos hombres se hallaban de pie al lado de una camioneta verde aparcada en la carretera. Ambos tendrían unos treinta años, eran de corta estatura y delgados, y ambos vestían camiseta y tejanos azules descoloridos. Los dos eran japoneses.
—¿Vosotros sois Jupe, Pete y Bob? —preguntó uno de ellos dando un paso al frente.
Jupe le dijo que sí.
—¿Conocéis a Hoang Van Don?
—Sí, le conocemos —le dijo Jupe.
El hombre se volvió hacia su compañero para decirle algo en un lenguaje que Jupe supuso sería japonés. El otro asintió con la cabeza y le contestó en la misma lengua.
—Mi amigo aquí presente se llama Kyoto y le gustaría mucho haceros algunas preguntas —explicó el primer hombre—. Sólo que por desgracia Kyoto no habla inglés, de modo que yo haré de intérprete. ¿De acuerdo?
Jupe dijo que no había inconveniente.
—Primera pregunta. Vosotros entregásteis a Hoang Van Don un mensaje escrito en japonés y le pedísteis que se lo llevara a un amigo suyo japonés para que lo tradujera. El amigo de Don se lo dijo a Kyoto porque reconoció su letra.
Aquello a Jupe no le pareció una pregunta y aguardó.
—¿Dónde encontrásteis ese mensaje?
Jupe reflexionó unos segundos. No hubiera querido contestar, pero se imaginó que si lo hacía tal vez Kyoto se mostrase dispuesto a su vez a responder algunas preguntas.
—En una paloma muerta —respondió Jupe—. Llevaba el mensaje atado a una pata.
El intérprete sonrió cortésmente y acercándose a Kyoto le cogió de un brazo para alejarle de la camioneta.
Bob observó cómo los dos japoneses hablaban en su propia lengua y le sorprendió su extraordinario parecido. Los dos tenían el mismo cabello negro y lacio, los pómulos altos y la piel cetrina. No estaba seguro de poder decir quién era Kyoto, o quién el intérprete, si llegase a encontrarles por la calle.
O puede que fuese únicamente porque ambos eran japoneses. A lo mejor no se parecían nada. Y puede que ellos sintieran lo mismo respecto a él, Pete y Bob. Tal vez para ellos todos los caucasianos fuesen iguales. Jupe observó a los dos hombres mientras hablaban tratando de descubrir alguna pequeña diferencia en su aspecto.
—La camioneta verde —susurró Jupe de pronto a Bob—. Es la misma que Guiños siguió desde el restaurante el Caballito de Mar. Si pudiésemos seguirla...
Jupe miró a los dos japoneses. Estaban muy enfrascados en su conversación.
—El emisor de rastreo —susurró Jupe en tono apremiante—. ¿Crees que podrás encontrarlo?
—Lo intentaré —susurró Bob a su vez.— Me parece que tía Matilde está llamando —dijo en voz alta para que el intérprete pudiera oírle—. Será mejor que vaya a ver qué quiere.
Y dando media vuelta atravesó la verja y corrió hacia el Cuartel General.
—Segunda pregunta. —El intérprete y Kyoto se acercaron de nuevo a Jupe—. ¿Dónde encontrásteis la paloma muerta?
El Primer Investigador volvió a reflexionar un segundo. Aunque era un muchacho sincero por naturaleza, había veces en que los Tres Investigadores tenían que disfrazar un poco la verdad. En especial cuando trataban de proteger a un cliente. Y en el caso de los pájaros asesinados fue Maureen Melody quien les había llamado para pedirles ayuda. Mirándolo así, hacía de la señorita Melody su cliente y su trabajo consistía en protegerla.
—Encontramos esa paloma muerta en la carretera —dijo.
—¿En qué carretera?
—Al otro lado de la ciudad. —Por lo menos eso se acercaba algo a la verdad.
El intérprete volvió a sonreír.
—Tercera pregunta —dijo—. ¿Cómo creéis que murió esa paloma?
—No lo sé. —Eso era la pura verdad. Jupe hubiese deseado conocer la respuesta.
—¿Qué aspecto tenía el cuerpo? ¿Crees que alguien le disparó?
—No —Jupe meneó la cabeza—. No parecía que le hubiesen disparado. —Oyó a Bob que regresaba del Patio Salvaje—. Supongo que pudo chocar contra un coche —sugirió.
—Bien. Gracias. —Kyoto y el intérprete se dirigían hacia la cabina de la furgoneta. Bob acababa de cruzar la verja. Jupe se adelantó para tocar el brazo del intérprete.
—Perdone —le dijo—. ¿Le importaría que ahora le hiciera yo una pregunta?
Ahora le tocó el turno al japonés considerar la respuesta.
—De acuerdo —dijo.
—El mensaje decía: «Hoy no hay perlas». Por lo menos es lo que dijo el amigo japonés de Don.
—Sí.
Bob estaba detrás de Jupe. Mirando por el rabillo del ojo Jupe pudo ver un pequeño objeto de metal entre las manos de Bob. El emisor.
—Bien, ¿y qué significa —preguntó Jupe— «Hoy no hay perlas»? —Era un buen actor cuando se lo proponía y una de sus mejores representaciones era hacerse el tonto—. No tiene sentido —dijo dejando caer su mandíbula y adoptando una expresión estúpida—. ¿Qué perlas? ¿Por qué no había hoy?
Le dio un ligero codazo a Bob y se dirigió hacia la parte delantera de la camioneta. El intérprete y Kyoto siguieron a Jupe.
—Le agradecería muchísimo que me lo explicara —le dijo el Primer Investigador al japonés.
El intérprete exhibió su sonrisa cortés.
—Es muy sencillo —dijo—. Mi amigo Kyoto es jardinero agricultor. Tiene muchas hortalizas en su granja de la costa y las vende en un mercado japonés y el hombre del mercado necesita saber lo que él tiene para vender...
Jupe le escuchaba con la misma mirada ausente mientras Bob iba a la parte trasera de la camioneta. Le vio agacharse y alargar el brazo rápidamente bajo el parachoques posterior.
—De manera que Kyoto envía mensajes al hombre del mercado por medio de una paloma mensajera —decía el intérprete—. Le dice: “Hoy hay muchas zanahorias”, o “Montones de apios”. Y entonces el hombre del mercado sabe lo que tiene que vender.
Jupe vio que Bob retiraba su mano y se incorporaba. Ya no tenía el pequeño objeto metálico.
—Ya comprendo —dijo el Primer Investigador empleando su tono más bobalicón—. ¿Y Kyoto también cría perlas?
El intérprete se echó a reír.
—No se trata de perlas, sino de cebollas perla —explicó—. Hoy no hay perlas, significa que hoy no hay cebollas tipo perla.
—Oh. Gracias.
Jupe continuó con su expresión estúpida mientras Kyoto y su compañero subían a la camioneta y se alejaban. Y no se movió hasta que doblaron la esquina de la calle.
—De prisa, Bob —dijo—. El radiogoniómetro.
Bob lo había dejado justo junto a la verja. Se lo llevó a Jupe; era una caja pequeña con diales y una antena circular encima. Parecía una radio antigua. Y había sido una radio anteriormente. Jupe la había convertido en un goniómetro. Lo puso en marcha.
Bip-bip-bip.
El sonido brotó en seguida del receptor. Había captado la señal del emisor electrónico que Bob había colocado en la parte posterior de la camioneta sujetándolo por medio de un imán.
Jupe hizo girar la antena hasta que señaló el sur.
Bip-bip-bip. Ahora se oía con mayor potencia.
—Se dirigen hacia la costa —dijo Jupe—. Vayamos tras ellos.
Pete ya había sacado las tres bicicletas y Jupe sujetó con cinta aislante el receptor al manillar de la suya. Montaron y salieron pedaleando.
Jupe conducía con una mano. Con la otra dirigía la antena del receptor hacia la derecha, hacia la izquierda, o hacia el centro. Por la mayor o menor potencia de los bips sabía la dirección que tomaban.
La señal del emisor llegaría hasta ellos siempre que se mantuvieran a menos de un kilómetro de distancia. Podían seguir a la camioneta en sus bicicletas sin peligro de ser vistos.
Jupe no pensaba que tuvieran problemas para mantener aquella distancia. Recordaba cómo jadeaba el motor de la furgoneta mientras subía la colina del restaurante el Caballito de Mar.
Mientras pedaleaba sintonizando los bips con la antena, el Primer Investigador deseaba que la camioneta no fuera demasiado lejos.
No le importaba ir en bicicleta, y además el ejercicio era bueno para él... le ayudaría a rebajar el espléndido desayuno de aquella mañana... pero esperaba que la camioneta no se dirigiera a San Francisco o algo por el estilo.
Cebollas perla, pensó. Kyoto y su amigo debieron creerle tonto de verdad si esperaban que se tragara eso. ¿Pero qué era lo de los japoneses tenían que esconder para llegar a tales extremos?