10

De aquel baile se habló durante años.

¡Había tantas cosas de que hablar! De aquella buscona de Orla Reilly, a la que habían enviado donde correspondía. De la cantidad de comida que había en la mesa: un verdadero banquete. De los maravillosos premios que se sortearon.

De la capa de piel que lucía Maura McMahon como si fuera de la realeza. Y de la multitud de hombres duros invitados por el taller, que durmieron en sus coches y por la mañana siguieron bebiendo en el bar de Paddles. Y del claro de luna en el lago.

Y de Stevie Sullivan y Kit, que bailaron juntos toda la noche. De la manera en que ella había corrido hacia el lago, cuando algún tonto dijo haber visto allí a un fantasma y ella pensó que era el espectro de su madre. Pobre chica, que salió gritando «no me dejes» o algo así, nadie oyó bien. Y de cómo se había quedado cogiendo frío allí abajo, con su vestido rojo, hasta que Stevie la llevó a su casa.

¡Había tantas cosas de que hablar!

—Oye, Maura, puedes dejarme con Stevie en el cuarto. Te juro que no vamos a desnudarnos inmediatamente para hacer nada.

—Nunca hubiera pensado semejante cosa —dijo Maura, indignada.

Había estado dos días llevando caldo de gallina a la temblorosa Kit, sin una palabra de reproche por la forma extraña en que había terminado el baile. La intranquilizaba que Stevie Sullivan fuera tan a menudo a visitar a la enferma y buscaba cualquier excusa para volver a la habitación. Kit le sujetó una mano.

—Claro que lo piensas, Maura. ¿Acaso Stevie no tiene fama de haberlo hecho con todas las mujeres del condado?

—Bueno... —Maura enrojeció.

—Pero hemos estado en sitios mucho más discretos y retirados que este, y si no lo he hecho hasta ahora no voy a sucumbir en mi propia casa. ¿No es así?

—No quiero que sufras.

—Quédate tranquila.

Maura le apoyó una mano en la frente.

—Peter me ha dado órdenes de mantenerte la temperatura baja. Creo que está normal, pero Stevie Sullivan no va a ser de mucha ayuda en eso.

—Sin él estaría peor, Maura.

Kit le hablaba de igual a igual. Eso la conmovió.

—Voy a hablar con tu padre.

—Él no lo entenderá, a menos que se lo digas como es debido. Es decir, yo no podría explicar a papá que si Stevie y yo no lo hemos hecho todavía, no vamos a comenzar bajo su techo.

—Trataré de explicar la situación de una manera algo más diplomática —dijo Maura.

Nadie había preguntado a Kit el porqué de su extraño arrebato. Hasta el doctor Kelly había dicho que no tenía importancia. Lo que había contado aquella estúpida de Dublín debió de recordarle la desaparición de su madre. Nadie aclaró al doctor Kelly que había sido Clio, su propia hija, quien había desencadenado el problema.

Cuando Kit se quedaba sola apretaba las sábanas con los puños, con la mente a cien por hora. Tenía que ser Lena. ¿Quién sino habría ido a mirar? Debía de haber visto a su hijo en el invernadero, con Anna Kelly, y a su hija en brazos de Stevie bajo el claro de luna. Debía de haber visto a Maura Hayes con su pequeña capa de piel.

Debió de ver un pueblo lleno de vida, de estandartes, globos, flores. Un pueblo que era gris y opresivo cuando ella vivía allí. Sabía que entre los asistentes a la fiesta estaban los muchachos O’Connor, hermanos menores de la chica que iba a casarse con Louis. Una muchedumbre de casi doscientas personas se divertía, mientras ella, con el corazón destrozado, permanecía al margen de una población que la creía muerta.

Y en aquel momento Kit estaba prisionera allí. Como había cogido un resfriado, tenía órdenes de guardar cama. No había un momento en que la casa quedara a solas; no tenía oportunidad de llamar a Ivy para averiguar si Lena había regresado. Ivy tenía que saberlo. Pero ¿cómo hablar con ella?

Emmet se sentó en la cama.

—¿Te sientes bien, Kit? Dime la verdad.

—Estoy bien, sí. ¿Acaso el baile no fue un éxito?

—Pero después...

—Después me llevé un susto. Estaba muy nerviosa, y con tanto alboroto no había comido nada.

—Estuviste maravillosa. Todo fue de maravilla.

—Sí.

—No sé cómo agradecértelo.

—Yo puedo sugerirte cómo —dijo ella.

—¿Cómo? Haré lo que me pidas.

Ella lo miró: deseoso de ayudar, tonta y felizmente enamorado (o eso creía él) de aquella horrible Anna Kelly. En muchos aspectos era todavía un niño.

No podía pedirle que llamara a Ivy. No podía contarle todo: que su madre estaba viva, que había ido a verlos a todos, que había vuelto a huir, corriendo otra vez hacia el lago.

Clio fue a visitarla.

—Habría querido darme de tortas. Qué inconsciente soy, cómo pude hablar de gente en el lago, de fantasmas.

—No importa. Yo estaba nerviosa. Había tomado tres copas sin comer nada... —Esa sería su excusa.

—¿Podrás perdonarme?

—Claro que sí.

—Debes de estar muy enferma para decir eso. Normalmente nunca me perdonas.

—Oh, pero esta vez te perdono. —Kit sonrió débilmente.

—Estuvo genial el baile, ¿no?

—¿No te descubrieron? —preguntó Kit.

—No. Solo Anna. A propósito, ella me pidió que viniera a averiguar todo lo posible sobre lo tuyo con Stevie Sullivan. —Clio soltó una risita aniñada.

—¿Y te pidió que fueras diplomática?

—Sí. Me dijo que fuera discreta.

—Ah, y estás cumpliendo —reconoció Kit.

—No quiero dar la menor información a esa odiosa Anna. Pero esto es para mí... solo para mí, Kit. ¿Qué estuviste haciendo, por Dios? ¿Estabas borracha de veras?

—Un poco, probablemente.

—Nunca se había visto nada igual. Estuviste pegada a él. Toda la noche.

—Lo sé —recordó Kit.

—Bueno, la gente se dará cuenta de que fue solo la locura de una noche.

—No, porque van a verme pegada a él durante el resto de mi vida.

Clio se quedó boquiabierta, con los ojos como platos.

—Estás loca, Kit. ¡Precisamente Stevie Sullivan!

—Justamente él, sí.

—¡Pero Kit, él tiene una novia en cada puerto! No le importa que sean solteras o casadas, gordas o flacas. Ya sabes cómo es.

—Lo sé. Le quiero.

—Todavía tienes fiebre. Es eso, seguro.

—Tú me has preguntado. ¿Querías saberlo? Pues ya lo sabes.

—¿Por qué me dices esto? No puede ser verdad.

—Te lo digo porque somos amigas. Tú me cuentas que estás enamorada de Michael O’Connor, que te acuestas con él y que te encanta. Somos amigas y nos contamos esas cosas.

—Pero estar enamorada de Michael es diferente. Es... bueno, lo que cabe esperar. Pero no puedes enamorarte del tipo del taller que se ha acostado con todas las criadas del distrito.

—Su pasado no me importa —dijo Kit con insolencia.

—Vamos, no seas ridícula. No se trata de su pasado. ¿No viste aparecer a Orla Reilly en el baile, hecha una loca, buscando un poco más de guerra con Stevie?

—¿Y tú no viste cómo la despachó él a su casa?

—Hablas en serio —reconoció Clio, espantada.

—¿No decías siempre que yo era anormal porque no me enamoraba de nadie? Ahora estoy enamorada y eso tampoco te gusta.

—Mira, me voy a casa. No estás en condiciones de recibir visitas.

—Bueno. Y cuéntale a Anna lo que te he dicho: que estoy loca por él y que no descansaré hasta que sea mío.

—No pienso decirle nada de eso. Le diré que estabas completamente borracha y que no recuerdas haber bailado con él.

—Cuando yo le diga lo contrario, tendrás problemas por haber hecho tan mal el encargo.

—Prefiero no hacerte caso. Estás completamente loca. He venido a preguntarte si podía hacer algo por ti, enviarte alguna carta, recibir tus mensajes... pero ahora creo que debería conseguirte un psiquiatra.

—Gracias, Clio. Eres una gran amiga.

Kit cayó en la cuenta de que su amistad con Clio era extraña, aunque se conocieran desde siempre. No habría podido pedirle que llamara a Ivy para transmitir un simple mensaje, aunque Clio hubiera sido la última persona en la tierra. No podía decirle: «Clio, llama a Inglaterra y habla con esta mujer, por favor; pregúntale si Lena está bien. Hazlo sin preguntar». Clio habría pedido todos los detalles. Y luego el país entero lo sabría.

—¿Estás muy cansada? No voy a quedarme mucho tiempo.

—No, Philip, estoy bien. Me alegro de verte. ¿Verdad que fue el mejor baile del mundo?

—Oh, sí. Jamás podré agradecértelo como mereces.

—¿Agradecerme qué, Philip? ¿Que haya quedado como una idiota? Cuando empezaron a hablar de fantasmas perdí la cabeza.

—Ah, eso...

—Claro. ¿En qué pensabas? —Kit se quedó mirándolo, con atención. Por fin dijo—: ¿Cómo están tus padres?

—Creen que todo fue idea suya.

La cara de Philip había cambiado. Ya no expresaba la misma devoción sumisa. Era como si el baile hubiera servido para convencerlo de que no tenían futuro como pareja.

Ella habría podido confiar en él hasta el fin del mundo. Pero ¿podía confiarle un mensaje para Ivy?

Cuando llegó Stevie la encontró incorporada, ruborizada y ansiosa.

—Deja la puerta abierta —susurró.

—¿Por qué?

—Para que sepan que no estamos revolcándonos como dos cerdos.

—¿Por qué has dicho eso? Soy capaz de controlarme cuando es necesario. No lo digas ni en broma. —Sonreía de oreja a oreja.

—Quiero pedirte algo.

—Lo que quieras.

—Lo tengo escrito. Quiero que hagas una llamada, pero nadie debe oírte.

—¿Adónde?

—A Londres.

—Cómo no.

—¿Te parece que Mona escuchará por la centralita?

—A mí no. Siempre hago llamadas aburridas a Dagenham, Cowley y lugares así.

—Pero no llames en presencia de Maura.

—Entendido.

—Es lo más importante de mi vida. ¿Podrías hacerlo ahora?

—De inmediato.

—Te lo he anotado.

—Bien.

—No, no es un mensaje común. Léelo primero.

—«Solo a Ivy; a Ernest, su marido, no. Di que eres mi novio, que estoy enferma y no puedo llegar hasta un teléfono. Dile que Lena puede haber estado aquí, en Lough Glass, la noche de Año Nuevo. Quiero saber si ha tenido noticias de ella desde entonces.»

Las lágrimas empezaron a rodar por las mejillas de Kit. Stevie sacó un pañuelo para enjugárselas con ternura.

—¿Y ella me lo dirá?

—Tal vez se preocupe, pero puedes decirle que solo te encargué hacer esa pregunta, sin contarte toda la historia.

Él asintió como si entendiera. Estaba arrebatador, con aquel pelo oscuro cayendo sobre el cuello de su jersey rojo... Comprendió que se había lavado y cambiado solo para cruzar la calle y hacerle una visita. Eso la conmovió tanto que habría querido llorar otra vez.

—Volveré pronto —dijo él—. Tómate la sopa, que se está enfriando.

—Gracias, Stevie.

Él se fue. Lo haría. Y no había preguntado nada. Kit cerró los ojos, con la absoluta certeza de haber hecho lo correcto.

—¿Cómo volviste a casa? —preguntó Ivy, haciéndose cargo del bolso de Lena y ayudándola a quitarse el abrigo mojado.

—¿A casa? —Lena la miró sin comprender.

—Bueno, a Londres.

—En barco y en tren. Era más fácil. —Su voz era monótona y apagada.

—¿Viniste en barco y en tren desde Brighton?

—No estuve en Brighton.

—Claro que sí, Lena. Te llamé allí.

—¿Ah, sí? Sí, tienes razón.

—¿Y dónde estuviste después?

—En Irlanda. En Lough Glass. Fui a verlos.

—No te creo.

—Sí.

—¿Qué dijeron?

—No me vieron. No sabían que yo estaba allí.

—Oye, Lena, ¿has comido algo?

—No sé.

—Si yo te preparara algo para comer, ¿qué te gustaría? No voy a ofrecerte pavo.

—No me importaría. Este año no he comido pavo.

—Bueno, ¿sopa y un bocadillo de pavo?

—Muy pequeño, Ivy.

Sonó el teléfono.

—¡Increíble! —exclamó Ivy—. Dice la operadora que es una comunicación con Irlanda.

—Kit. —Lena se levantó de un salto—. Pásamela.

—No, no sabemos si... —Su amiga trató de retener el teléfono.

—Hola —dijo una voz de hombre—. ¿Puedo hablar con Ivy, por favor? Aquí Stevie Sullivan; soy el novio de Kit McMahon.

—Habla Ivy —dijo Lena.

—Bueno, es con respecto a Lena. Kit quiere saber si está bien. ¿Se ha puesto en contacto con usted?

—¿Por qué no ha llamado Kit en persona? —Quiso saber Lena.

—Porque está en cama, enferma.

—¿Está mal? ¿No puede acercarse al teléfono?

—No, creo que es una especie de secreto y no quiere que la oigan telefonear desde su casa.

—¿Cómo que «cree»? Si ha llamado por ella debe de estar enterado de todo.

—Ivy —dijo el hombre—, Kit y yo somos amigos; ella me pidió que hiciera esto. Está afligida por alguien que se llama Lena. No estoy enterado de nada, de veras. Pero quiero volver ahora mismo y decirle que Lena está bien. ¿Es así?

—Sí —dijo ella lentamente—. Dígale que está bien.

—Disculpe, pero me gustaría darle un poco más de información. No pretendo que me diga quién es Lena, pero la otra noche Kit estuvo muy mal, muy alterada, y no dejaba de llamar a Lena. No se de qué se trata, pero es importante.

—Sí —contestó Lena, con voz inexpresiva—. Es importante, sí.

—¿Y bien?

—Puede decirle que Lena cogió el barco y el tren y llegó bien a casa. Que... que ya está bien y que pronto le escribirá una carta muy larga.

—Está muy intranquila. ¿Puede decirme algo que sirva como prueba de que he hablado con usted? —El muchacho quería hacer bien las cosas; no estaba dispuesto a volver junto a Kit sin un mensaje que la convenciera.

Lena hizo una pausa.

—Podría decirle... Podría decirle que el baile fue un éxito. Que nadie habría pensado que el Hotel Central podía quedar así.

—¿Y eso le demostrará que he hablado con usted?

—Sí, creo que sí.

Hubo otra pausa.

—¿No sabe de qué se trata? ¿En serio?

—En serio.

—Gracias —dijo ella.

—Gracias a usted, Ivy. —Y colgó.

Corrió al otro lado de la calle para decírselo a Kit. Repitió el mensaje palabra por palabra. Al oír los elogios del Hotel Central, ella lo miró con los ojos como platos.

—Repíteme eso.

Stevie se lo repitió.

—No has estado hablando con Ivy. Has hablado con Lena.

Y rompió a llorar.

Ivy ayudó a Lena a llegar hasta la mesa.

—Bueno, qué oportuno. Si hubiera llamado media hora antes, yo no habría sabido qué decirle.

—Oh, Dios mío.

—¿Qué pasa?

—Ella confía en él. Se lo dirá todo y estará en su poder para siempre.

—¿A qué te refieres?

—Si Stevie Sullivan conoce su secreto, de ahora en adelante tendrá un poder absoluto sobre ella. Hará con ella lo que quiera. Y por mal que la trate, ella tendrá que aceptarlo, porque no podrá escapar jamás. Si él conoce su secreto podrá usarlo para dominarla.

—¿Por qué lo odias tanto?

—Lo vi, Ivy. Estuve tan cerca de él como de ti ahora. Los vi besarse. Vi los ojos con que Kit lo miraba.

—Ella se va a enamorar. ¿O quieres que se meta monja?

—No. Es que lo vi, Ivy.

—¿Y qué tiene de malo?

—Que era Louis, otra vez. Podría haber sido el hijo de Louis o el hermano menor. Ella hará lo mismo que yo hice. Mira qué herencia le he dejado: amar a alguien que va a destrozarte el corazón.

—Carta de Lena, Jim —dijo Jessie.

—Oh, gracias a Dios. Temía que nos hubiera abandonado del todo. ¿Qué dice?

—Que sufre de estrés y está mal de los nervios. El médico dice que es por exceso de trabajo y le ha aconsejado que se tome algunas semanas de vacaciones. Dice que volverá a finales de enero.

—Bueno, es un alivio saber que ha ido al médico.

—Y es cierto que trabaja demasiado —dijo Jessie.

—Le hemos dicho muchas veces que se tomara unas vacaciones.

—Dice que tal vez vaya a Irlanda un tiempo. —Jessie seguía examinando la carta.

—Eso le hará bien. Aquello es más tranquilo. Además, como son de allí, probablemente tengan amigos y parientes.

—No dice nada de él.

—Bueno, lo más probable es que él también vaya.

—Habla siempre en primera persona. Ni siquiera lo menciona.

Clio estaba comiendo con la familia de Michael O’Connor. Parecían simpatizar mucho con ella y aceptarla en el grupo.

—Vendrás a la boda de Mary Paula, ¿verdad? —Le preguntó la madre de Michael.

—Sí, me encantaría, señora.

Las cosas marchaban muy bien desde Año Nuevo. Todo el mundo había elogiado la fiesta del HCLG, como conocían en aquel momento al hotel. Dedos O’Connor se había interesado por todos los detalles.

—Y tu madrastra, Maura Hayes, ¿disfrutó del baile?

—En realidad es mi tía —dijo Clio.

—Es la madrastra de Kit —aclaró Kevin.

—¿Y Kit es...?

—Kit es la que me gustaba —explicó Kevin, para colaborar.

—Bueno, ¿y cómo está? —insistió Dedos.

—Me parece que está perdiendo la cabeza. Se ha liado con el don Juan del pueblo.

—¿Maura Hayes? —exclamó Dedos, incrédulo.

—No, Kit —respondieron todos a coro.

Dedos no obtendría más información sobre la agradable regordeta a la que siempre había deseado conquistar.

Kit había vuelto a Dublín. Por un acuerdo tácito, en sus encuentros con Clio no se mencionaba a Stevie Sullivan.

—Háblame de la boda de Mary Paula. ¿Van a celebrarlo a lo grande?

—No. Todo será muy discreto.

—Me extraña de los O’Connor.

—Al parecer, el adorable Louis no tiene familia... al menos, una familia que pueda presentar en una boda.

Clio se comportaba con tanto engreimiento que Kit la detestó durante unos instantes, hasta que recordó a quién odiaba en realidad.

—Bueno, ¿y cómo piensan celebrarlo?

—No será en ninguno de sus hoteles. Una ceremonia en la iglesia de la universidad y un almuerzo para dieciséis personas en un reservado del Russell, frente a St. Stephen’s Green.

—¡En el Russell! Dios mío, qué lujo.

—Sí. No sé qué ponerme. Como tú no quieres decirme dónde consigues esos vestidos tan bonitos...

—¿Pretendes ponerte un vestido sin mangas para almorzar en el Russell?

—Oh, está bien. Jamás lo sabré. Hay muchas cosas que jamás sabré de ti, Kit.

—Ni yo de ti. Qué mujeres tan misteriosas somos, ¿no?

—Estás muy pálida. ¿Te has repuesto de aquello?

—Sí. Es un poco de cansancio, nada más. —En realidad, había pasado la noche despierta, esperando la carta que Lena había prometido enviar. Una carta donde le explicaría todo. Pero aún no había llegado.

—Soy Clio, tía Maura. ¿Te acuerdas de esa preciosa capa de piel que te pusiste para el baile?

—Hola, Clio. Qué alegría que me llames. Y desde Dublín.

—Sí. Bueno, no puedo hablar mucho, pero quería pedirte un gran favor.

—¿Cuál?

—¿Podrías prestármela para una boda? Quiero estar deslumbrante y esa capa quedaría fantástica con mi traje color beis.

—Eres demasiado joven para usar pieles, Clio. Son para mujeres mayores, como yo.

—Ya lo sé, pero esa capa es muy bonita. En realidad, es más adecuada para mujeres más jóvenes.

—Oh, vaya —dijo Maura.

Clio trató de dar marcha atrás.

—Quiero decir... a ti te quedaba espléndida.

—Bueno, me alegro de que te gustara.

—Por eso se me había ocurrido... —Maura permanecía callada— se me había ocurrido que podrías prestármela. La cuidaría mucho.

—Lo siento, pero no —respondió Maura sin alterarse—. Lamento no poder colaborar, pero esa capa es un regalo muy especial y no quiero perderla de vista.

Stevie iba a Dublín cuatro noches por semana y cada una de aquellas noches salía con Kit. Habían acordado encontrarse fuera. Las tentaciones que brindaba el pequeño apartamento, donde nadie reparaba en quién entraba o salía del edificio, eran demasiado peligrosas.

Stevie quería respetar su promesa. Si para continuar sus relaciones con Kit debía mantenerse lejos de su cama, estaba dispuesto a hacerlo.

Se sentaban en un bar, cogidos de la mano. Viajaban en autobús hasta Dun Laoghaire para caminar por el muelle, bajo la lluvia y el viento. Iban a los grandes cines de O’Connell Street. Y no quedaban con nadie. No necesitaban a nadie más.

¿Y con quién iban a quedar? ¿Con Philip, que les rompía el corazón con su cara de pena? ¿Con Clio, que estaba convencida de que Kit estaba desperdiciando su vida? ¿Con Frankie, que estaba tan embelesada con Kevin O’Connor que no tenía tiempo para nadie más?

Pero nunca se cansaban de hablar, de hacerse carantoñas, de reír. Si alguien hubiera preguntado a Kit de qué hablaban, ella no habría podido decirlo. El tiempo volaba sin que ella supiera cómo. Nunca mencionaban el pasado de Stevie. Ni su deseo de amarla de otro modo. Tampoco mencionaban a la mujer con quien él había hablado por teléfono cierto día. Aquella mujer seguía siendo un secreto que él no quería conocer. Algún día Kit le diría que era su madre, pero aún no.

Mi queridísima Kit:

Lo he intentado muchas veces. Hay un cesto lleno de páginas rotas y hechas añicos. Creo que sufrí una especie de ataque. No puedo decirte más. Espero que ya haya pasado. Pero no pasará del todo hasta que Louis se case. Será el 26 de enero, en Dublín. Cuando todo esto termine, creo que podré volver a la normalidad. Créeme, Kit, por favor. Perdóname esto, como me has perdonado tantas otras cosas. Dime que estás sana y fuerte. Que has vuelto a estudiar.

Hablé con Stevie. Él creyó que era Ivy, pero tú sabes que no. Parecía muy preocupado por ti, como si te amara mucho. Lo digo porque sé que es lo que deseas. Y porque así lo creo. Eso no significa que sea para bien. Te quiero tanto, Kit... Pase lo que pase, no lo olvides.

Tu madre, que te quiere,

LENA

Kit estaba muy preocupada. Lena había vuelto a usar la palabra «madre» en una carta. ¿En verdad habría sufrido un ataque? ¿Qué le estaba advirtiendo con respecto a Stevie? Y sobre todo, ¿por qué insistía en que recordara que Lena la quería, pasara lo que pasase? ¿Qué podía pasar que no hubiera sucedido ya?

—¿Sabes qué me encantaría que hicieras?

—No, no quiero ni pensarlo —dijo Kit.

Clio tenía los ojos demasiado brillantes.

—¿Podrías quitarle la capa a Maura para prestármela? Ella no se dará cuenta. Y te pagaré el billete para que la devuelvas después de la boda.

—¿Estás loca? —preguntó Kit.

—Esas palabras son mías. La loca no soy yo, sino tú. Es tu nombre el que todo el mundo asocia con el de Stevie Sullivan. El otro día mi madre me preguntó qué hacías.

—Me importa un bledo lo que tu madre piense, pregunte o diga.

—Desde que yo recuerdo, siempre dices lo mismo —dijo Clio.

—Algún motivo debo de tener. Siempre la citas como si ella lo supiera todo y los demás nada.

—¿Por qué estamos discutiendo? —preguntó Clio.

—Porque tú has sido muy grosera y me has ofendido, como casi siempre.

—Lo siento.

—No es cierto. Solo quieres la capa de Maura.

—Es un préstamo. Nosotras nos prestamos todo: zapatos, bolsos, lápices de labios.

—Pero son cosas nuestras, no las de otra persona.

—Ella no se enterará.

Kit hizo una pausa. Qué ironía, que alguien le pidiera la capa de Lena para lucirla en la boda de Louis. Tal vez él mismo se la había regalado a su madre, hacía muchos años. Su padre no recordaba haberla comprado, cualquiera que comprara un abrigo de piel lo recordaría.

¿Y si permitía que Clio se la pusiera? Podía dar un buen susto a Louis, en plena boda, con el recuerdo del regalo que había hecho a Lena. Pero los hombres nunca se acordaban de aquellas cosas. Y si se acordara, pensaría que Clio tenía una capa parecida.

Clio la observó durante la pausa. Kit parecía estar dudando, tratando de decidir si se la prestaría o no.

—No —dijo Kit por fin—. Lamento que hayamos discutido como tontas, pero no es posible.

—Ojalá esa maldita boda ya hubiera pasado —dijo su amiga—. Todo el mundo está nervioso. Salvo el novio, al parecer. Ha invitado a cuatro personas y está encantado. A propósito, es muy guapo, para su edad.

—¿Cuándo lo conociste?

—Oh, está aquí. La otra noche estuvo tomando unas copas con el padre de Michael. Por su modo de dar la mano, una se da cuenta de que podría gustarle, en otras circunstancias. Ah, y decididamente, está embarazada. Se le nota en la postura, cuando está de pie.

—¿Quieres que vayamos al norte este fin de semana? —preguntó Stevie.

—No —respondió Kit—. Debo quedarme en Dublín.

—¿Para qué? Supuse que te gustaría dar un buen paseo en coche. Tengo una reunión de trabajo que durará unos veinticinco minutos. Después podríamos ir a ver una película porno...

—¿Para ponerme cachonda?

—No, solo para divertirnos. Y recorrer la carretera costera de Antrim. Dicen que es preciosa.

—Pero no podríamos hacer todo eso en un solo día.

—Nos quedaríamos a pasar la noche. En cuartos separados. Lo juro.

—No, Stevie, no puedo. Este sábado no. Quiero estar en Dublín, de veras.

—¿Por qué?

—Te lo diré: quiero ir a la iglesia, a ver cómo se casa la hermana de Michael O’Connor con ese tal Louis Gray.

Stevie la miró.

—Iba a preguntarte por qué demonios... Pero no lo voy a hacer.

—Gracias.

—Bueno, si no quieres acompañarme al norte, volveré esa noche para salir contigo.

—Eso espero —dijo ella, muy seria.

—¿Aceptas?

—Podrías pasar por el apartamento. Si me encuentras, bien.

—No es mucho prometer para que uno conduzca durante doscientos ochenta kilómetros por una carretera oscura, en una fría noche de invierno.

—Es que... bueno, hay algo que me preocupa. Tengo miedo de que pase algo.

—¿Quieres que me quede contigo, por si acaso?

Por un momento, Kit sintió la tentación de aceptar. Pero al final decidió no hacerlo. El viaje al norte podía ser el comienzo de un gran negocio. Y de cualquier modo, tal vez ella se equivocara. Era imposible que Lena quisiera asistir a la boda de Louis...

A Louis Gray le pesaban los años. Había pasado demasiadas noches con los miembros jóvenes del clan O’Connor, tratando de demostrar que era el cuñado idóneo. Aquellos muchachos tenían una capacidad ilimitada para beber cerveza. Su turno de pagar llegaba con asombrosa celeridad. Mary Paula se encontraba mal por las mañanas y no estaba de humor para consolarlo. Era él quien debía consolarla.

Eso era difícil porque él se hospedaba en uno de los hoteles de los O’Connor y ella, en la casa de sus padres. Louis pasaba gran parte de su tiempo familiarizándose con el régimen de la empresa de la que formaría parte.

El personal lo trataba con mucho respeto, pero él sabía que eso se debía solo a que era el futuro yerno y heredero visible del presidente.

Dedos O’Connor, su futuro suegro, le parecía un hombre difícil; su esposa, una entrometida agotadora. En aquellos días de ajetreo, eran muchos los aspectos que lo confundían. Los hermanos de Mary Paula, por ejemplo: dos mocosos mal educados que parecían muy interesados en los asuntos de Lough Glass, nada menos. Habían vuelto precipitadamente a Irlanda desde Londres para asistir a una fiesta que se celebraría en un lugar llamado HCLG.

En las muchas visitas secretas que Louis había hecho con anterioridad a Lough Glass no había visto aquel hotel; solo un antro destartalado en el que cualquiera habría tenido miedo de entrar.

Louis había buscado un padrino entre sus viejos conocidos de Dublín. No tuvo problemas para encontrarlo: un hombre al que había conocido hacía años en el negocio de la venta al por menor, presentable y carente de imaginación. A Harry Nolan le parecía razonable que Louis Gray volviera a Irlanda tras haber logrado seducir a una chica de veintiocho años, hija de un hotelero rico, y haber obtenido un contrato de gerente como recompensa por haberle devuelto la honra.

Harry había sido una elección perfecta. La noche anterior a la boda, Louis tomó un par de copas con él. La noche fue tranquila, porque ninguno de los dos quería acabar demasiado mal.

Desde su habitación de hotel, Louis contemplaba los tejados de Dublín. Le habría gustado dejar de pensar en Lena. ¿Dónde estaría aquella noche? Le había asegurado que comprendía. ¿Por qué le resultaba tan preocupante que, desde entonces, no la hubieran visto en la oficina ni en casa?

Hizo una llamada más a Ivy. Disfrazó la voz y dio otro nombre, pero siempre tenía la sensación de que ella lo reconocía.

—No sé si usted podría decirme dónde encontrar a la señora Gray. He tratado varias veces de comunicarme con ella en el trabajo —dijo Louis.

—Se ha ido —respondió la sepulcral voz de Ivy—. Nadie sabe adónde ni por qué. Me temo que no puedo serle útil.

Hacía frío, pero era agradable. Cuando Harry Nolan y Louis Gray llegaron a la iglesia de la universidad, en St. Stephen’s Green, lucía un tibio sol de invierno. Al pasar los coches, la gente estiraba el cuello en los autobuses para ver quiénes se estaban reuniendo ante aquella elegante iglesia donde se casaba la gente rica.

—Dentro de una hora habrá terminado la función y estaremos en el Russell, atiborrándonos de gin-tonics —dijo Harry.

Louis miraba a lo lejos. Se sentía nervioso. Todo parecía tener extrañas conexiones. Resultaba que Michael, el hermano de Mary Paula, tenía intención de casarse con la hermosa Clio, la hija del médico de Lough Glass, alguien a quien Lena probablemente conocía bien. Se obligó a recordar que todos creían muerta a Helen McMahon. Si a él se le ocurriera revelar que había vivido con ella durante tantos años, nadie le creería.

Mientras permanecía al sol vio a una mujer en la acera de enfrente, una mujer de gafas oscuras; la encontró tan parecida a Lena que se sintió desfallecer.

—Supongo que no has traído nada para animarnos —preguntó a Harry.

—Sí, una petaca de brandy. Si quieres atacarla, entremos en la sacristía —dijo Harry.

Dedos O’Connor ayudó a su hija a bajar de la gran limusina. Los invitados ya habían entrado.

—Estás encantadora, Mary Paula —dijo—. Espero que él te trate bien.

—Quiero a Louis, papá.

—Está bien. —No parecía del todo convencido.

—No se me ve gorda, ¿verdad?

—No, por supuesto que no. Fíjate en cómo te admira la gente.

Una pequeña multitud de viandantes se había detenido para sonreír a la novia. Algunos se sentaron en la parte trasera de la iglesia, para presenciar la ceremonia desde una distancia discreta.

Kit tenía la cabeza entre las manos, como si estuviera rezando. Llevaba una gabardina con cinturón y un pañuelo de cuadros en la cabeza. Estaba segura de que los asistentes a la boda ni la veían. Pero no estaba rezando: espiaba por entre los dedos. Había gente mayor, que rezaba el rosario en silencio. Y un par de estudiantes haciendo tiempo antes de ir a comer a Grafton Street. También un par de vagabundos: un hombre con un abrigo de arpillera y una mujer con cinco bolsas.

A Lena no la veía.

De pronto divisó una silueta junto al confesionario. Una mujer con una falda larga de lana oscura y una elegante chaqueta de estilo militar. Kit la vio quitarse las gafas oscuras y el pañuelo de la cabeza para ponerse un coqueto sombrero, un sombrero con pluma; debía de ser más caro que cuantos se veían en aquella boda elegante pero íntima. La mujer se irguió, dispuesta a reunirse con el grupo de invitados. Iba a sentarse en el lado del novio.

Lena había hecho lo que Kit temía: había ido a Dublín y estaba a punto de estropear la boda de Louis Gray. Perdería lo que le quedaba: su dignidad, su anonimato y, posiblemente, su libertad. Bien podía estar a punto de atacar al novio o a la chica. Sus ojos tenían una expresión delirante. No sería responsable de lo que hiciera. Podía pasar la noche y gran parte de su vida en la cárcel.

La novia estaba ya frente al altar y su padre la había entregado a Louis, que estaba radiante. Kit solo lo había visto una vez, pero recordaba aquella sonrisa. También recordó el comentario de Clio: que Louis Gray te hacía sentirte especial. Allí estaba, frente a todos, como un apuesto actor a punto de recitar su papel. Y ella cayó en la cuenta de que eso era, eso había sido y eso sería siempre. Su maravillosa madre no podía ni debía perder nada por alguien tan indigno.

Kit cruzó desde un lateral de la iglesia hasta el otro. Nadie las vio, porque estaban demasiado alejadas de la escena principal. Antes de que Lena hubiera podido dar más que unos pasos por el pasillo, Kit la sujetó por un brazo.

—¿Qué...? —Lena se volvió hacia ella.

—Llévame contigo —siseó Kit.

—¡Sal de aquí!

—Hagas lo que hagas, mamá, voy contigo. Si tú te hundes, me hundirás también a mí.

—Déjame, Kit, déjame. No tienes nada que ver con esto. —Estaban forcejeando en la parte oscura de la iglesia, sin llamar la atención de la gente congregada cerca del altar, de espaldas a ellas.

—Lo digo en serio —aseguró Kit—. Si tienes un cuchillo o un revólver, voy contigo. Que me arresten a mí también.

—No seas ridícula. No tengo nada de eso.

—Bueno, si vas a causar algún problema, yo estaré a tu lado.

A aquellas alturas el sacristán y dos de los monaguillos habían detectado algún problema y se esforzaban por mirar, pero ninguno de los invitados giró la cabeza.

—Créeme. Lo digo en serio —añadió Kit.

—¿Qué quieres hacer con tu vida? —preguntó Lena, con los ojos enloquecidos de pánico.

—Yo, nada. Eres tú quien la destruye. —Hubo un silencio que se prolongó una eternidad. Kit sintió que el brazo se aflojaba—. Salgamos. Acompáñame. —Lena seguía inmóvil—. Ven conmigo, mamá.

—No me llames así —dijo Lena.

Kit notó que respiraba normalmente. Si Lena estaba dispuesta a volver a su anonimato, la crisis habría terminado. Impulsó a su madre al aire libre, que era seco y frío. Pronto saldrían los novios y la gente les arrojaría confeti. Para entonces, ellas habrían desaparecido.

Lena no dijo nada. Ni una palabra.

—¿Estás cansada? —le preguntó Kit.

—Tan cansada que podría echarme a dormir aquí, en plena calle.

—Ven, vamos a la esquina; allí hay una parada de taxis.

Lena no preguntó adónde las llevaría el taxi. En el momento en que doblaban la esquina, una mujer gritó:

—¡Kit!

Ambas se volvieron. Era Rita, con un abrigo muy elegante. Las dos jóvenes se abrazaron.

—Te presento a una amiga, Lena Gray, de Inglaterra.

—Mucho gusto —dijo Rita.

—Hola, Rita.

Había demasiado placer y calidez en la voz de Lena. Rita levantó bruscamente la cabeza para mirarla otra vez, como si hubiera reconocido el saludo.

—Lena es una gran amiga, que me ha dado muy buenos consejos. Trabaja en una agencia de empleo —dijo Kit, desesperada.

Rita se mantuvo serena.

—Ya, claro; buen negocio en estos tiempos. La gente joven necesita todos los consejos que le puedan dar. Su trabajo debe de ser muy gratificante, señora.

Lena no dijo nada.

—Tenemos prisa —dijo Kit.

—Me alegro de haberte visto, Kit. —Pero Rita no dejaba de mirar a Lena—. Y también a usted, señora... señora Gray.

Doblaron la esquina.

—Se ha dado cuenta —comentó Lena.

—No, de ningún modo —aseguró Kit—. Pero quiero sacarte de aquí antes de que nos encontremos con alguien más. Podría ser uno de esos días en que Mona Fitz viene de compras.

El conductor del primer taxi de la parada las miró con impaciencia.

—¿Adónde, señoras?

Lena parecía tener la mente en blanco.

—¿Quieres que vayamos primero a recoger tu equipaje? —preguntó Kit.

—¿Equipaje?

—La maleta, el bolso. ¿Dónde lo has dejado? —Kit trataba de parecer indiferente.

—No tengo equipaje.

La chica se estremeció. Tal vez jamás supiera qué pensaba hacer su madre en la boda de Mary Paula O’Connor y Louis Gray. Había viajado a Dublín sin llevar nada, sin planear dónde pasaría la noche. Era como si no esperara estar en libertad cuando cayera la noche.

—¿Quieres venir a mi apartamento? Puedes descansar ahora y quedarte a pasar la noche. Siempre he querido que vinieras. Tengo un camisón para prestarte y una bolsa de agua caliente.

—¿Cabremos las dos en la cama?

—Yo dormiré en el suelo, sobre los cojines. —Hubo una pausa—. Me encantaría que vinieras, Lena. —Otra pausa—. No es mucho pedir.

—Eso es cierto —dijo Lena.

Kit dio su dirección al taxista.

Subieron las escaleras con lentitud. Lena no dijo nada cuando Kit abrió la puerta.

—Bueno, dime que te gusta. Di que es bonito, que tiene personalidad... —Kit estaba ansiosa—. Dime siquiera que tiene posibilidades.

Lena le sonrió.

—He soñado tantas veces con este lugar... Había imaginado la ventana al otro lado.

—¿Y qué soñabas que te serviría para comer cuando vinieras? —preguntó Kit.

Lena vio que en la mesita, junto al infiernillo de gas, había cuatro tomates y una hogaza de pan.

—En mis sueños siempre era té con bocadillos de tomate.

A partir de entonces todo fue bien. Conversaron como amigas.

Y por fin, agotada, Lena se acostó en la cama. Eran solo las cuatro de la tarde, pero Kit tenía la sensación de que su madre llevaba varias noches sin dormir. Ocupó una silla frente a la ventana, sintiéndose muy vacía. Habría querido que llegara Stevie. Cuando oscureció, no encendió la luz.

A eso de las ocho vio el coche de Stevie, que se detuvo para mirar hacia su ventana. Nunca había subido al cuarto. En aquel momento lo vería de un modo muy diferente al que ella había imaginado: con su madre acostada en la cama.

Caminó de puntillas hasta la puerta y le hizo señas para que entrara. Luego acercó otra silla a la ventana, con un dedo contra los labios.

—Ella necesita dormir. No la despiertes —dijo—. Es Lena.

—Lo sé.

Los dos callaron. Él le había llevado una caja de bombones que solo se vendían al norte de la frontera. Le acarició la mano.

—¿Has tenido un buen viaje? —preguntó ella.

—Agotador. ¿Qué tal la boda?

—No pasó nada.

—Eso era lo que tú querías, ¿no? —La miraba.

Ella asintió.

—Te lo contaré algún día. Lo juro.

—Entonces, ¿quieres que me vaya?

Kit nunca había visto tanta desilusión en una cara. Stevie había regresado, conduciendo con frío y lluvia, y ella le pediría que se fuera a causa de Lena, una mujer que ocupaba su cama, sin darle explicaciones.

—No. Le dejaré una nota para decirle que hemos ido al restaurante chino. ¿Te parece bien?

—Desde que salí de Drogheda estaba pensando en carne de cerdo agridulce.

—Si despierta, tal vez se reúna con nosotros, o al menos me esperará.

Lena:

Dormías tan apaciblemente que no quise despertarte. Son las ocho y cuarto; voy con Stevie al restaurante chino. Te dejo la tarjeta para que sepas dónde está. Por favor, ven a comer con nosotros. Si no, volveré a medianoche y me acostaré en los almohadones. Pero de veras me gustaría que vinieras a reunirte con nosotros.

Con el cariño de siempre,

KIT

Luego salieron de puntillas y cerraron la puerta.

Cuando hubieron salido, Lena se incorporó. Después de leer la nota, se acercó a la ventana para observarlos; caminaban abrazados por la calle. Aquel chico quería mucho a Kit, la quería de verdad. Por lo visto, no sabía nada de sus circunstancias; ella era solo una amiga, Lena, la de Londres, sobre la cual no daba explicaciones.

Y también notó que él tenía todas las características de Louis Gray. Cuando amaba, lo hacía con toda el alma. Pero en su caso no había durado demasiado. Si hubiera podido proteger a su hija de eso...

Kit volvió sola y leyó la nota.

Me desperté, pero no tenía fuerzas para ir a reunirme con vosotros. Perdona. Comí algunos bizcochos y ahora me vuelvo a la cama. Bendita seas, queridísima Kit. Hasta mañana.

—Deja que te lleve a pasear por Dublín —dijo Kit.

—No, será mejor que vuelva a Londres. Se acabaron las vacaciones. En otra ocasión me organizaré mejor.

—Me gustaría presentarte a Stevie. Quiero que lo conozcas.

—No.

—No confías en él.

—Cuando me fui era un niño. Confío en lo que tú dices de él.

—Te he dicho todo sobre él, hasta el último detalle. Si te vas a poner tan dura, tendré que dejar de contarte cosas.

—Creo que estás a punto de no hablarme más de él.

—¿Por qué? ¿Piensas que vamos a ser amantes?

—No te critico, créeme.

—¿Y por qué no apruebas esto?

—Temo que él te destroce el corazón.

—Bueno, ya se arreglaría.

—Los corazones muy destrozados no se arreglan.

—Lena, sé que ves... cierto parecido, digamos...

—Si tú también lo ves, es posible que exista.

—No. —Kit levantó la barbilla, a la defensiva.

—Sé lo que estás pensando. Vas a decir que si yo hubiera conocido a Stevie hace algunos meses... si todo esto hubiera ocurrido mientras Louis estaba conmigo... entonces habría aprobado y comprendido, diciendo que cada uno debe seguir su camino.

—¡Y es cierto! —exclamó la chica.

—Tal vez no. Te dije que había valido la pena. ¿Que sentido habría tenido todo esto si yo no creyera que había hecho lo debido? Entonces habría destruido la vida de todos por nada, que es lo que he hecho. La de todos, por culpa mía.

—No, no es así. —Kit hablaba con suavidad.

—Claro que sí. Miro a mi alrededor y lo veo.

—Pero papá está bien, y Maura. Emmet es feliz. Yo estoy enamorada. Y tú y Louis... bueno, lo que hubo entre vosotros fue estupendo. Una vez me dijiste que era mejor arder con intensidad... que era mejor...

Lena parecía perdida.

—En cierto sentido, estás diciendo que no destruí la vida de nadie, que todo el mundo sobrevivió perfectamente, incluido Louis. Solo destrocé mi propia vida. Es como si aquel día me hubiera ahogado de verdad.

—No he dicho eso, claro que no. Deja de poner palabras en mi boca. Solo digo que no te sientas tan culpable. Siempre has sido buena con la gente, para ayudar, para dar... Nunca has sido destructiva.

—Si tú no hubieras estado allí...

Kit no permitiría que siguiera por aquel camino.

—Dime, ¿qué es lo que más te gustaba de Louis?

—Cómo se le iluminaba la cara cuando me veía, como si se accionara un interruptor...

Era una frase curiosa, se dijo Kit, sobre todo después de haber visto a Louis en la boda, como un actor representando un papel.

—¿Y lo peor de él?

—Que estaba convencido de que yo me tragaba sus mentiras. Eso nos hacía pasar por idiotas a los dos.

—¿Y por qué crees que no duró lo que había entre vosotros? —Era amable, pero perspicaz. Intuyó que Lena quería responder. Pensar en voz alta.

—No sé —dijo Lena en tono reflexivo—. Dímelo tú. ¿Por qué piensas que fue?

—Tal vez porque no habéis tenido hijos. Si te hubieras quedado embarazada...

—Lo estuve. Estaba más avanzada que Mary Paula O’Connor. Por eso me fui de Lough Glass y de Irlanda, abandonándoos a ti y a Emmet. Claro que estaba embarazada.

—¿Y qué pasó?

—Lo perdí. Al hijo que iba a tener con Louis.

Kit le cogió la mano.

—¿Y no pudiste... nunca intentaste...?

—Él no quería tener hijos. Solo quiso tenerlos cuando yo ya era demasiado vieja para eso, pero por entonces quería tenerlos con otra. —Apretó los labios con fuerza.

Kit McMahon se sintió más triste que nunca.

No hablaron de lo que la había llevado a Dublín. De lo que podría haber hecho si Kit no la hubiera rescatado, llevándosela en el último momento.

Lena se recuperaba poco a poco, como una planta necesitada de agua. Algo le estaba devolviendo la energía, la esperanza, la razón de ser. Volvía rápidamente a ser la Lena de antes, llena de planes, la que se movía con rapidez. Corrió a una cabina telefónica para averiguar los horarios de los aviones. Telefoneó a Ivy para decirle que volvería aquella misma noche. Y a Jessie Millar, para avisar de que al día siguiente iría a trabajar.

—Te acompaño al aeropuerto —dijo Kit.

—No. Podríamos encontrarnos con una docena de conocidos.

—No me importa. Te acompaño.

—¿Y Stevie? Supón que apareciera por aquí.

—Le dejaré una nota en la puerta.

Lena la miró con expresión pensativa.

—¿No tiene llave?

—Ya sabes que no.

—Sí. Solo he querido decir que tal vez debería tenerla.

—¿Pero no pensabas que...?

—Sé que le quieres. —Para Lena todo era simple. El amor era algo que surgía y no podías controlar: se adueñaba de todo.

Kit estaba desconcertada.

—Pero... ¿y todo lo que me has dicho sobre lo que te había ocurrido y lo que no debería repetirse?

—Es demasiado tarde —replicó Lena con naturalidad—. Lo único que debes aprender de mí es a no escoger el camino seguro. No te precipites casándote con un buen hombre solo porque sea bueno. Esa no es la solución.

Kit pensó en Philip.

—No creo que lo haga —dijo pensativamente.

—Ahora crees que no, pero si te encontraras sola podrías hacerlo. Y sería un gran error. Bueno, ya ves cuánto dolor y cuántos desastres provocó.

Kit volvió a lo que había dicho antes.

—¿Te parece que debo darle a Stevie la llave... de aquí?

—Me parece que deberías preguntarte por qué estás retrasando algo que deseas tanto. —Se miraron con asombro—. Debo de ser la única madre irlandesa que piensa así en este viejo asunto...

Las dos se echaron a reír. La locura que se había apoderado de Lena parecía haber desaparecido, tal vez reemplazada por otra distinta.

Stevie llamó a la puerta.

—Solo será un momento.

—Pasa y te presentaré a Lena. —Kit abrió la puerta.

—Mucho gusto. —Ella le estrechó la mano con firmeza—. Lamento de veras haberos echado a perder los planes este fin de semana, Kit ha sido muy amable conmigo.

—No, por Dios. —Él sonreía con calidez. No parecía incómodo ni torpe, lo cual era estupendo, considerando que se encontraba en una situación de la que no entendía absolutamente nada.

—De cualquier modo, la buena noticia es que ya salgo hacia el aeropuerto. Estaba tratando de convencer a Kit de que no me acompañara... y tú eres la excusa perfecta. Podríamos caminar los tres juntos hasta Busaras; allí puedo coger el autobús al aeropuerto.

—Tengo un coche a la puerta —dijo Stevie, antes de que Kit dijera nada—. Sería un placer llevaros hasta allá. Después daré una vuelta mientras os despedís.

Lena aceptó. Stevie miró a su alrededor, buscando el equipaje, pero no pareció desconcertado al ver que no había ninguna maleta. Lena ocupó el asiento delantero, con Kit atrás, apoyada en el respaldo entre los dos.

—Mira, ¿ves esa casa de la esquina? Allí vive el abuelo de Frankie. Es increíblemente rico y toda la familia se pasa el día llamándolo para preguntarle por su salud. ¿Te imaginas?

—¿Y Frankie lo llama? —preguntó Lena.

—No. Ella es más sensata.

—Lo más probable es que el viejo se lo deje todo a ella, solo para burlarse de los demás —comentó Stevie.

Lena lo miró con interés. Louis habría dicho que no tenía nada de malo ser simpático con el viejo, que nunca se sabía. No esperaba que Stevie Sullivan no pensara igual.

El muchacho habló de temas no problemáticos. No le preguntó de dónde venía ni qué la había traído hasta allí. En cambio dirigió la conversación hacia los aviones y comentó que le gustaría pilotar uno. Al parecer, nunca había viajado por aire.

—Soy un verdadero paleto, Lena —dijo con una amplia sonrisa.

Costaba creer que el hijo de aquella bruja de Kathleen Sullivan y su marido, borracho y loco, pudiera haber salido así, apuesto y seguro de sí mismo, y nada autoritario.

Sabía que su hija había entregado el corazón a aquel hombre. Ninguna de sus advertencias serviría de nada. Solo le quedaba confiar y rezar.

Él cumplió con su palabra: las dejó en el aeropuerto y se despidió de Lena.

—Vuelve alguna vez a vernos —dijo con voz afectuosa y acogedora.

Ella respondió de igual manera:

—También podéis visitarme vosotros. Al menos, de ese modo subirías a un avión.

Kit la miró encantada. Stevie había sido aceptado. Era evidente que a Lena le caía bien. Se sintió contenta. En cuanto él estuvo lejos, asió a Lena por el brazo.

—Estaba segura de que te gustaría —dijo con entusiasmo.

—Por supuesto que sí. ¿A quién no?

Lena sacó la cartera para pagar el billete. Debía de haber sacado solo billete de ida. ¿Qué habría querido hacer en Irlanda? ¿O acaso no lo había pensado siquiera? En aquel momento parecía estar totalmente bien.

Kit la acompañó hasta la puerta de embarque.

—¿Vendrás pronto, muy pronto? —Lena la miró profundamente a los ojos.

—Sí, en cuanto te hayas instalado otra vez, claro que iré.

—Gracias, Kit. Gracias por todo.

La joven no supo por qué le daba las gracias. No tenía idea de lo que había evitado. Tenía un nudo en la garganta, así que en vez de decir adiós, se limitó a tener abrazada a Lena durante un rato, antes de volver corriendo a la salida.

Ya en el coche se sonó con fuerza la nariz.

—Bueno, eso está mejor —dijo Stevie con aire paternal, como si hablara con una criatura de dos o tres años.

—Has sido muy amable al traerla hasta aquí.

—Tonterías...

—Y gracias también por no preguntar y todo eso. Algún día te lo explicaré, pero es demasiado complejo.

—Claro. ¿Te gustaría subir a las montañas?

—¿Adónde?

—A los montes Wicklow. Podríamos ir allí, donde no hay casas ni gente, para que te airees un poco.

—Sería fantástico.

Viajaron en silencio. No sintieron la necesidad de conversar hasta cuando dejaron atrás Glendalough, ya en Wicklow Gap. Entonces aparcaron el coche para caminar bajo el aire frío y limpio, entre los matorrales de aliagas.

Stevie tenía razón: era como si toda la población se hubiera marchado. No había nada que mirar, excepto lo que estaba allí desde el principio del mundo: árboles, montañas y un río.

Kit sintió que su mente se vaciaba. Aspiró larga y profundamente. Se sentaron en una roca grande, que formaba una especie de saliente, para mirar hacia el valle.

—Es una historia muy larga... —comenzó a decir ella.

—Ella es tu madre —dijo Stevie.

Ivy se alegró mucho al verla.

—Sube enseguida a ver el empapelado nuevo —le dijo.

El cuarto parecía totalmente distinto: rayas blancas y rosas desde el techo hasta el suelo. Un taburete ante el tocador, tapizado con una tela haciendo juego. La cama había sido levemente cambiada de lugar y tenía una colcha rosada, con un borde de la misma tela de rayas.

—Es hermoso, ha quedado fantástico —exclamó Lena.

—Diferente, al menos —rezongó Ivy.

—Está muy cambiado. No parece el mismo lugar.

—Es lo que yo esperaba. —Ivy estaba enfurruñada.

—No, todo está muy bien. Te aseguro que ya estoy bien.

—¿Qué estuviste haciendo en Irlanda?, dime —quiso saber Ivy.

—Fui a ver. Quise ver con mis propios ojos cómo se casaba con otra. Ya pasó.

—¿Fuiste a la boda?

—Solo a la iglesia. No estaba invitada. —Rió.

—Me asombras. ¿Quieres hablar de eso o prefieres no hacerlo?

—Creo que prefiero no hablar de él. Quiero seguir adelante con mi vida.

Ivy pareció complacida.

—Es lo mejor, sin duda. Bueno, eso significa que volverás a comer. Porque tengo unos bistecs estupendos para los tres.

—Un gran bistec bien jugoso... Eso era exactamente lo que estaba deseando que me ofrecieras —dijo Lena.

Ivy trotó alegremente hasta la planta baja, para informar a Ernest de que Lena estaba curada.

Su amiga se quedó sola en la habitación que había compartido con Louis. No volvería a hablar de él, no se lo mencionaría a nadie. Pero sobre todo pensaría en él lo menos que fuera humanamente posible.

Lo había visto casarse con otra mujer. Él estaba fuera de su vida. Se alegraba de haber visto aquello, de haber presenciado la boda. De algún modo, aquello ponía fin a todo.

No tenía muy claro cómo había llegado hasta allí ni qué tenía intenciones de hacer. Pero eso no importaba. Había estado allí para verlo. Había estado muy cerca de Kit; sabía lo mucho que amaba a Stevie. Antes, aquello la asustaba. En aquel momento sabía que no tenía sentido tratar de oponerse. Era inevitable.

En el trabajo se alegraron mucho de ver nuevamente a la señora Gray.

—La fiesta de Navidad no fue lo mismo sin usted.

—¡La fiesta de Navidad! —Qué lejos parecía haber quedado. Ni siquiera recordaba no haber estado presente—. Oh, seguramente se las arreglaron bien sin mí.

—No tan bien. Nos faltaba animación... Y usted, ¿pasó una hermosa Navidad o aún estaba enferma?

—Todavía estaba enferma, pero gracias a Dios ya me siento mejor.

Su sonrisa era luminosa; su actitud, práctica, como diciendo: «Volvamos al trabajo».

La gente de Millar soltó un suspiro de alivio colectivo. La señora Gray había regresado. Todo estaba bien.

—¿James?

—¿Eres tú, Lena?

—Sí. Quería saber si estarás libre para comer conmigo un día de estos.

—Estoy libre cuando quieras. Hoy, mañana, cualquier día del año.

—Muy galante, James. ¿Qué te parece mañana, en el mismo lugar que la vez pasada, a la una en punto?

—Con muchísimo gusto.

Lena examinó los papeles. Decubrió que había oportunidades desaprovechadas y contratos malogrados y que se había dedicado mucho tiempo a gente inadecuada. También era deficiente la búsqueda mensual de posibilidades en periódicos y publicaciones. Ni siquiera la oficina parecía tan elegante como de costumbre. Eran solo pequeños detalles, pero los detectó.

Y ella tenía que arreglarse tanto como su oficina. Al salir del trabajo fue al salón de belleza. Grace West no le hizo preguntas. Pero Lena le debía una explicación.

—Se casó con una muchacha a la que había dejado embarazada. Los hermanos de ella son amigos de mi hija.

—¿Se casó? Pues sí que le han concedido rápido el divorcio, ¿no? —exclamó Grace.

—No había necesidad. No estábamos oficialmente casados.

—Me alegro de que tengas una hija —dijo Grace simple y llanamente.

James Williams la esperaba sentado a la mesa.

—Estás muy bien —dijo.

—Ahora me siento bien.

—Estaba muy preocupado por ti. Traté de ponerme en contacto contigo.

—Lo sé —dijo ella.

—Pero ¿por qué no respondiste a ninguna de mis llamadas?

—Por entonces no estaba bien, pero ya pasó. Bueno, aquí estamos. —Su cara era alegre y animada.

—¿Una copa de vino? —sugirió él.

—Sí, me hace falta.

—¿Sabías que despedí a Louis?

—No, no lo sabía. Supuse que se habría quedado contigo hasta la semana pasada.

—No, después de lo que te hizo ya no soportaba verlo.

Ella actuaba con perfecta compostura y calma.

—No sé qué decir. Supongo que debería darte las gracias por haber hecho eso por mí... Pero si te invité a comer fue para decirte que Louis ya ha desaparecido de mi vida. No quiero volver a mencionarlo ni pensar en él, ni quiero volver a hablar de cosas pasadas.

—Muy bien.

—Sí. Hace cuatro días... nada más, asistí a su boda. Todo eso ya pasó.

—Creo que tienes toda la razón. No volveremos a mencionar su nombre, ni tú y ni yo; pero me gustaría que pudiéramos hablar de otras cosas. Por ejemplo, si quieres venir al teatro conmigo, a ver una exposición de arte o salir, simplemente, a cualquier parte.

Ella lo miró con expresión pensativa.

—De vez en cuando me encantaría salir contigo, como con cualquier amigo, pero eso sería todo. No parto de ningún prejuicio, pero he aprendido que es mejor evitar los malentendidos.

—Desde luego... —murmuró él.

—Lo digo en serio, James. He pasado por dos matrimonios; a mi modo de ver, dos relaciones largas. Y no tengo la menor intención de volver a complicarme.

—Comprendo perfectamente.

—Ni siquiera en una relación intrascendente. Por eso, si quieres que seamos amigos y que nos invitemos a comer de vez en cuando...

—¿Y a cenar?

—Y al teatro. —Ella le siguió el juego.

—Siempre se puede vivir de esperanzas.

—Pero un hombre inteligente como tú debería saber que vivir de una falsa esperanza es una manera muy tonta de malgastar la vida.

Él levantó la copa.

—Por nuestra amistad.

Ivy la vigilaba como un halcón.

Ella bajaba a menudo al apartamento de su casera. A veces le aceptaba un café; con frecuencia Ivy la convencía de que comiera un bocadillo. Estaba mejor, decía la amiga. Su piel volvía a ser firme y joven; había aumentado esos pocos kilos que la hacían parecer menos nerviosa, menos demacrada. Kit aún seguía enviando sus cartas al domicilio de Ivy, aunque ya no había necesidad. Era como si adivinara que a ella le gustaba hacer de cartero.

A veces Lena le leía algunos párrafos.

Fuimos a ver a la hermana Madeleine. En muchos sentidos es exactamente la misma. Trabaja en la cocina y en la huerta. Tiene una paloma con una pata artificial que ella misma le hizo. Y una liebre, una pobre liebre vieja que se pasa todo el día durmiendo en una caja y come copos de maíz. Se golpeó en la cabeza, al parecer mientras huía de algo, y no sabe dónde está.

Se alegró mucho de verme. No preguntó por ti llamándote por tu nombre delante de Stevie, por supuesto. Pero quiso saber si en Londres iba todo bien y le dije que sí. Es como si siempre hubiera vivido allí. Cuando le menciono a personas como Tommy, gente a la que ella quería, aparta la mirada, como si le hablara de alguien con quien soñó alguna vez.

¿Será cierto que estuvo casada? ¿Recuerdas eso que nos contó hace años, a Clio y a mí, y que nosotras mantuvimos tan en secreto? El otro día pregunté a Clio qué pensaba. Ella dijo que se había olvidado del asunto. Me cuesta creerlo. Fue el secreto más grande que nos revelaron siendo niñas. Claro que en estos días Clio tiene sus propios secretos y problemas. Esta vez está casi segura de haberse quedado embarazada. Y le aterroriza decírselo a Michael.

—¿No es estupendo que pueda contarte todas esas cosas? —preguntó Ivy.

Lena estuvo de acuerdo. Ninguna madre podía hablar así con su hija. Pero había algo sobre Stevie que no le decía, aunque ella no estuviera segura de qué era. Decidió no preocuparse. Algún día se lo diría... si fuera importante.

—Voy a rendirme a tus pies —dijo Clio a Kit.

—No lo hagas. Te arrepentirás. —Estaban en el apartamento de Kit. Clio había llegado de improviso.

—Necesito desesperadamente ayuda.

—¿Así que estás segura? ¿Te hiciste un análisis?

—Sí. Presenté una muestra de orina bajo nombre falso.

—¿Y todavía no se lo has dicho a Michael?

—No puedo, Kit. Es demasiado para sus padres. Dos bodas rápidas en pocos meses.

—Pero la tuya no les cuesta nada. La pagarán tus padres.

—Por Dios, ya lo sé. ¿Por qué crees que tengo tanto miedo? A ellos también tengo que decírselo.

—Bueno, hazlo lo antes posible. Díselo hoy a Michael y yo te acompañaré a Lough Glass para ayudarte a dar la noticia a tus padres. ¿Te parece bien? —Kit miró a su amiga, esperando que le diera las gracias. Era un gesto muy generoso, considerando que Clio no había hecho más que ser despectiva y hostil con Stevie.

—No, no es el favor que necesito.

—¿Qué otra cosa puedo hacer? —preguntó Kit.

—Quiero abortar.

—¡No puede ser!

—No hay otra solución.

—Estás loca. ¿No quieres casarte con él? ¿No te pasas el día diciendo eso? Ahora él tiene que casarse.

—Tal vez no quiera.

—Claro que querrá. De cualquier modo, en eso otro no puedes pensar.

—Mucha gente lo hace. Si supiéramos adónde ir... Quería pedirte que lo averiguaras.

—No pienso averiguar nada de eso. Piénsalo bien, Clio. Esta es la oportunidad de tu vida.

La chica estaba sollozando.

—Es que no lo entiendes. No sabes lo horrible que va a ser esto. No sabes lo que significa.

Kit le puso una mano en el hombro.

—¿Recuerdas cuando éramos niñas y buscábamos el lado positivo de las cosas?

—¿Eso hacíamos?

—Sí. Veamos cuál es en este caso. Él es respetable, así que tus padres no pueden escandalizarse tanto como si se tratara de Stevie Sullivan.

—Eso es verdad. —Clio sollozó.

—Le quieres y crees que él te quiere.

—Sí, creo que sí.

—Su familia puede afrontar una boda apresurada. Ya han pasado por eso y saben que no es el fin del mundo.

—Sí, sí.

—Puedes pedir a Maura que te ayude, que interceda por ti. Ella es estupenda para evitar peleas; la he visto.

—¿Y lo haría? Tengo la sensación de que se ha alejado de mí.

—Se lo pediré yo —dijo Kit—. Y Maura podría sugerir que ocupes su apartamento; es estupendo y ella estaba pensando venderlo. Michael podría comprárselo. Tiene jardín; sería estupendo para el bebé.

—¡El bebé! —gimió Clio.

—Eso es lo que vas a tener —explicó Kit.

—¿Serás mi dama de honor? —preguntó Clio.

—Sí, sí, claro, gracias —la tranquilizó Kit.

—No tiene por qué ser una gran boda. Solo unas cuantas personas... Podríamos celebrarla en el Central. Que venga solo la familia de Michael, Mary Paula con Louis y...

A Kit se le heló la sangre. Louis Gray no podía ir a Lough Glass. Era preciso pensar muy deprisa.

—No sé si sería buena idea hacerlo en casa. Ya sabes cómo son allí; la mitad del pueblo se ofendería si no la invitaras.

—¿Y dónde, si no?

—¿Recuerdas el lugar de la boda de Maura? Era precioso... y para ella sería un halago que le pidieras que se encargara de eso.

—Eres muy lista, Kit. Deberías haberte metido a espía internacional —dijo Clio, admirada.

El Hotel Central de Lough Glass recibió cuatro reservas para fiestas, como resultado directo de la cena de Año Nuevo. Philip estaba al borde de un ataque.

—No podemos poner velas de Navidad por todas partes.

—No. Tus padres tendrán que mojarse y decorar el local.

—¿Me ayudas a convencerlos? —preguntó él.

—¿Por qué yo? —Kit se sentía metida en demasiados asuntos.

—Porque eres práctica y tranquila para hablar. No te precipitas como todos nosotros.

—De acuerdo.

La gran remodelación del Hotel Central se inició casi de inmediato.

Aunque el doctor Kelly y su esposa hubieran querido celebrar la boda allí, no habría sido posible. En aquel molesto asunto, Maura fue una gran ayuda.

—Ha sido muy buena con Clio —repetía Lilian—. ¡Y yo, tan convencida de que últimamente había cierta distancia entre ellas!

—Eso te demuestra cómo se equivoca uno —comentó Peter Kelly. Estaba sorprendido por su propia reacción ante la noticia de que su hija estaba embarazada.

Todos parecían pensar que como Maura iba a venderles su apartamento, todo encajaba. Nadie mencionaba el sexo «ilícito» que había llevado a aquello. El doctor Kelly pertenecía a una generación que no mantenía relaciones sexuales antes de la boda. ¿Cómo podía haber cambiado todo en su propia familia sin que él se diera cuenta?

—Seguramente lo sabías, papá. Tienes que haberte dado cuenta de que yo estaba embarazada —le dijo Clio.

—No, no. Te aseguro que para mí ha sido un gran golpe.

—Pero los médicos suelen darse cuenta —insistió ella.

—Esta vez no.

Sin motivo alguno le vino a la mente un recuerdo: el recuerdo de aquella noche, hacía ya tanto tiempo, en que al ver a Helen McMahon había notado que estaba encinta. Después ella se había lanzado al lago. Al menos en algunos aspectos, el mundo había cambiado para mejor, se dijo. Y dio unas palmaditas en el brazo a su hija.

—Yo te diré cómo debes vestirte para ser la dama de honor —dijo Clio—. Esta noche lo consultaré con Mary Paula y decidiré con ella qué se pondrá cada uno.

—No, no es así como se hará. Yo te diré lo que voy a ponerme para ser tu dama de honor —aclaró Kit.

—¿Qué?

—Pienso ponerme un vestido de hilo color beis, con una chaqueta a juego. Si dependiera de ti, llevaría un sombrero grande o un adorno de flores y cintas.

—No te creo —tartamudeó Clio.

—Será mejor que me creas. Si no estás de acuerdo, elige otra dama de honor.

—Puedo elegir a otra, ¿sabes?

—Como quieras, Clio. Y no creas que me ofenderías, por favor. No voy a romper contigo por eso. —En muchos sentidos, romper sería maravilloso; así no tendría que asistir a la reunión familiar y encontrarse con Louis. El Louis de su madre. Kit suspiró.

—No sé a qué viene ese suspiro —protestó Clio—. Soy yo quien ha de soportar todo esto. Soy la novia, caramba. Se supone que la gente debe ser amable conmigo.

—Soy amable contigo —susurró Kit—. Te dije que ese payaso aceptaría casarse contigo, te propuse que usaras a Maura como mediadora, te sugerí lo de su apartamento, lo del hotel de Dublín... ¡Jesús, María y José! ¿Te parece que es poca amabilidad?

Ese violento estallido las hizo reír.

—Tú ganas —dijo Clio—. Le diré a Mary Paula que mi dama de honor está loca. Otra cruz a la espalda.

¿Te gustaría venir a Londres con Stevie? Hay una exposición especial de automóviles y motores —escribía Lena—. A él le encantaría y nosotras podríamos ponernos al día con la charla. Si te parece buena idea, házmelo saber; de cualquier modo, aquí te envío el billete. No quiero pagar el de Stevie para no ofender su orgullo. Para él sería una gran oportunidad de ver coches nuevos y hacer contactos.

Hazme saber tu opinión.

Kit la llamó por teléfono.

—Abrí la carta hace cinco minutos. Nos encantaría ir a Londres. No dirás que no soy entusiasta.

—¿Y Stevie? ¿A él también le encanta?

—Todavía no lo sabe, pero en cuanto se lo diga saltará de ganas.

—Pareces muy segura de él —observó Lena.

—Y lo estoy.

Philip caminaba por la calle.

—Pareces muy alegre —dijo en tono acusador. La típica observación que habría hecho su madre.

Kit se preguntaba si ella también usaba algunas expresiones de su madre. Quizá todo el mundo lo hacía. Clio, por ejemplo, hacía los mismos comentarios esnobs de la señora Kelly.

Quizá sea cierto que voy a llevar una vida como la de mi madre, se dijo horrorizada. Y miró a Philip como si lo viera por primera vez.

—Eh, Kit, tranquila. No tiene nada de malo estar alegre.

—¿Qué?

Enlazó su brazo al de él para caminar hasta la escuela. Conversaron de cosas en las que no estaban pensando. Philip se preguntaba si Kit ya lo habría hecho con Stevie Sullivan. Kit se preguntaba qué dirían Philip y todos los O’Brien si se enteraran de que ella estaba alegre porque su madre, fallecida hacía muchos años, acababa de invitarla a Londres.

Os he reservado habitaciones en una pensión cercana. Dos cuartos individuales. Yo invito. En cuanto a las camas, vosotros decidiréis.

LENA

No hay nada que decidir. Te dije que si hubiera algo de eso te lo contaría.

KIT

—Vienen amigos a visitarme. Voy a retrasar el plan un par de semanas —dijo Lena a los Millar, durante el almuerzo del sábado.

El plan consistía en establecer una sucursal de Millar en Manchester. Habían encontrado a la mujer perfecta para que la llevara. Peggy Forbes estaba preparándose con ellos, en Londres. Solo se necesitaba un local adecuado, personal apto y un gran lanzamiento. Recibían tantas solicitudes del norte de Inglaterra que era razonable establecerse allí. Peggy era de la zona. Si todo marchaba bien (y estaban seguros de que así sería) pronto la harían socia.

—No soporto que hayas viajado en avión antes que yo —comentó Stevie, mientras despachaban el equipaje en el aeropuerto de Dublín.

—Oh, pero tú has hecho muchas cosas que yo nunca he hecho. Demasiadas, en realidad.

Él la abrazó al instante.

—Ninguna que tuviera importancia —aseguró.

—Eso ya lo sé —respondió Kit en tono arrogante.

No era obstáculo entre ellos el pasado libertino de Stevie ni la virginidad de Kit. Se resolvería solo. Ella sabía que Stevie tenía esperanzas de resolverlo durante la estancia en Londres.

—¿Se lo dirás ahora? —preguntó él.

—Sí, aunque probablemente ya lo ha adivinado. Cuando nos escribimos sabemos leer entre líneas. Es curioso.

—No trataré de caerle bien ni de fingir que soy digno de ti. —Él hablaba con mucha seriedad.

—No. Te descubriría de inmediato —dijo Kit, mientras cruzaban por la tienda de objetos libres de impuestos.

—¿Qué podría llevarle? —Stevie se detuvo a observar los estantes llenos de bebidas y cigarrillos. Se detuvo delante del champán—. No me importa que le guste o no. Es algo apropiado para una fiesta. Y será una celebración.

Por todo lo que Lena le había contado, Kit comprendió que Louis Gray habría dicho y hecho exactamente lo mismo.

Lena los estaba esperando. Stevie se maravilló al verla tan bien. Su cara, hundida y ojerosa hacía dos meses, relucía en aquel momento de salud y entusiasmo.

—Tengo un amigo que insistió en traerme —dijo—. Nos está esperando fuera.

Comieron con James en Earl’s Court. Después él se despidió, porque aquella noche debía conducir hasta su casa de Surrey. Stevie se hizo cargo del equipaje y las dejó solas para que conversaran.

Kit y Lena se cogieron de las manos. La chica miró a su madre a los ojos, encantada. Todo saldría bien.

—Él lo sabe todo, Lena. Yo no se lo dije. Lo adivinó.

—Es un chico inteligente. Y te quiere mucho. Es lógico que lo sepa. Tendríamos que habernos dado cuenta.

—No importa. Eso no cambia nada.

—Lo sé.

—De veras. ¿Quién más lo sabe? Ivy, Stevie y en cierto modo la hermana Madeleine. ¿Alguien más? —Kit miraba a su madre.

—No. James no lo sabe.

—Y ninguna de esas personas hará nada que nos perjudique.

—No, por supuesto. Me alegro de que Stevie esté enterado. Me alegro por ti, porque guardar un secreto así es una carga pesada. —Parecía pensativa.

Kit comprendió que Lena había guardado secretos durante muchos años. Primero las cartas; después el encuentro entre las dos. Debía de ser difícil no compartir algo así con alguien a quien se amaba.

El fin de semana fue mágico. Fueron a Trafalgar Square y se hicieron fotografiar con las palomas. Recorrieron de la mano la National Gallery, de cuadro en cuadro.

—Tendré que estudiar a los artistas y leer un libro al mes —dijo Stevie—. No quiero que te cases con un ignorante.

Era la primera vez que hablaba de matrimonio. Ella lo miró con agudeza.

—Algún día —añadió él, con su irresistible sonrisa.

Stevie fue varias veces a ver los coches. Un día lo hizo en compañía de Ernest; al siguiente, con James. Ambos comentaron que era un entendido. No había nada que ignorara sobre el motor o la carrocería de un coche.

Lena llevó a Kit a su oficina. Era mucho más grande y espléndida de lo que la chica había pensado. Y era evidente que todo giraba alrededor de su madre.

—Una amiga mía, de Irlanda —era la presentación.

La gente parecía interesada. Muy rara vez Lena llevaba algo de su vida privada a la oficina. Hacía tiempo que no se tenían noticias de su guapo marido, pero nadie se atrevía a preguntar directamente.

—Y aquí está mi pequeño armario. —Lena rió al cerrar la puerta tras ellas.

Kit miró a su alrededor, asombrada. El gran escritorio tallado, los cuadros y diplomas de la pared, los artículos enmarcados, las flores frescas en un jarrón azul y dorado. Parecía haberse quedado sin palabras.

—¿En qué piensas? —Le preguntó Lena, con suavidad.

—Es curioso, pero me decía que es una pena que la gente de Lough Glass no pueda saber lo bien que te ha ido. —Su voz sonaba ahogada.

—A veces pienso algo parecido: es una pena que la gente de aquí jamás sepa lo bien que me ha ido en otro aspecto. Jamás sabrán que eres hija mía.

En aquel momento hablaban en serio. Habían cambiado de actitud.

—¿A Louis también lo mantenías lejos de tu trabajo?

—Sí. Por protección, supongo. Necesitaba algo que pudiera dominar. Aunque no siempre funcionó. Una de nuestras mejores chicas formaba parte de su larga lista de amantes, según descubrí. Dawn, Dawn Jones. Todavía la echo de menos.

—¿Qué fue de ella?

—La despedí. No soportaba ver todos los días una parte del pasado de Louis.

—Medio país forma parte del pasado de Stevie —comentó Kit en tono melancólico—. Es algo que debo soportar.

—Ah, pero eso es diferente —dijo Lena—. El pasado pasado está. Lo malo es que surjan estas cosas en el presente.

—No, es cierto. Eso no me gustaría. —Lena notó que su hija se mordía los labios.

—Error fue hacer la vista gorda —explicó—. Creo que hice bien al no cuestionar su pasado y olvidarlo por completo. Pero debería haberle hecho saber que sabía lo del presente. En eso me equivoqué. Le dejé pasar todo con tal de retenerlo... o retener algo suyo.

La mente de Kit estaba muy lejos. Pensaba en Clio. Su amiga le había dicho que Stevie seguía corriendo tras las chicas y que todo el mundo lo sabía. Que si Kit no se acostaba con él, no faltaría quien lo hiciera. La idea la preocupó.

La terminal del aeropuerto estaba al final de calle. Lena fue a despedirlos.

—James quería traernos, pero...

—No quieres sentirte en deuda con él —dijo Kit.

—Exactamente.

—No es que quiera venderte un coche —dijo Stevie—, pero ¿por qué no compras uno? Kit dice que antes tenías coche.

—Y tiene razón. Se lo di a Louis. En realidad, lo compré para él, así que se lo quedó. —Se mostraba tan desenvuelta al hablar de Louis con Stevie que a Kit la reconfortó aquella sensación de intimidad.

—Deberías comprar uno. Un vehículo pequeño y fácil de aparcar. Voy a pensar qué es lo que más te conviene y te lo diré cuando vuelvas.

—No será fácil volver a Lough Glass.

—Me refería a Dublín.

—No sé. Es curioso, pero tuve una sensación muy absurda cuando sobrevolaba la ciudad, el día en que me llevasteis al aeropuerto de Dublín. Pensé que ese era mi último viaje allí.

—Eso es un poco macabro —dijo Stevie.

—No, no tenía ese sentido. Estaba segura de que volveríamos a vernos. No tenía que ver con la muerte, con accidentes aéreos ni nada de eso. Simplemente, sentí que ese período de mi vida había terminado. La próxima vez que vengáis, podríais acompañarme a Manchester para ver lo que tenemos allí.

—Pero Irlanda es tu patria —A Kit le temblaban los labios.

—No, la patria no es un lugar: es tu gente. Créeme. Siempre te tendré a ti, ¿verdad?

—¿No quieres volver a Dublín porque allí vive Louis?

—Para mí no vive allí, en cierto sentido. Te juro que es como si él estuviera en Marte. No, pero pienso que vosotros vendréis con más frecuencia...

—¿Asistirás a nuestra boda... dentro de algunos años? —dijo Stevie.

—Bueno, bueno, eso sí que no lo sabía —exclamó Lena.

—Yo tampoco —añadó Kit.

—Debe de ser la primera vez que alguien se declara en el aeropuerto de Londres.

Como Lena lo estaba tomando a broma, Kit decidió hacer lo mismo.

—No le hagas caso, mujer. Cuando Stevie y yo nos casemos, lo más probable es que tú ya estés en silla de ruedas.

Anunciaron su vuelo. Stevie la besó en ambas mejillas.

—No sé cómo darte las gracias por los buenos ratos que hemos pasado. Y por presentarme a tus amigos. —Kit la abrazó con lágrimas en los ojos.

La gente se dirigía a los autobuses. Era hora de partir.

De pronto Stevie se volvió para abrazarla también.

—Cuidaré de ella. Créeme, por favor, seré un buen marido. Si no lo creyera me marcharía ahora mismo.

Eso tomó a Kit tan por sorpresa que la dejó sin aliento.

—¿Por qué has hecho eso? —le preguntó cuando ya estaban en el autobús.

—Porque sentí la necesidad —respondió Stevie. Y tras una pausa—: Tuve la extraña sensación de que no volvería a verla.

—Bueno, muchísimas gracias —exclamó Kit con rabia—. ¡Podías haber dicho otra cosa! ¿A cuál de los dos se supone que perderé? ¿A mi madre o al hombre con quien voy a casarme?

—¡Has caído! —apuntó Stevie con alegría—. Has prometido casarte conmigo. —Se volvió hacia un turista norteamericano—. ¿Lo ha oído? Mary Katherine McMahon ha aceptado casarse conmigo.

—Piensa en los gastos —replicó el hombre, que tenía pinta de haberse visto obligado a pensar mucho en eso.

Al parecer, la boda de Clio sería más difícil de lo que Kit había pensado. Y todos los detalles debían ser analizados con la dama de honor.

—Puedo invitar a Stevie, si insistes —dijo Clio—, pero eso significa añadir otra persona por el lado de Michael.

—Stevie estará ocupado —aclaró Kit. No estaba ocupado, y a ella la fastidiaba profundamente que no lo hubieran invitado.

Dos días después se apuntó una tía de Michael que vivía en Belfast pero viajaría a Dublín. De modo que Stevie podía asistir.

Clio protestaba porque el hotel no era muy elegante.

—¿No querías una boda discreta? —preguntó Kit.

—No, fuiste tú quien dijo que fuera discreta.

—¿Michael está contento por lo del bebé?

—¡No hables del bebé, por favor! —dijo Clio.

—Mira, no pienso aparecer durante el desayuno de bodas para hacer un discurso sobre el asunto. Simplemente te pregunto si a tu futuro marido le gusta la idea de ser padre.

—Bueno, no es como Louis, si a eso te refieres. Louis no puede apartar la mano del vientre de Mary Paula. ¡Qué pesado! Que si el bebé se mueve, que si está dando patadas...

—El tuyo tiene menos tiempo. No puede hacer esas cosas.

—Oh, no hables del mío —pidió Clio—. Ahora el problema es la luna de miel. El señor O’Connor opina que Michael debería hacer ese curso intensivo de contabilidad, para que él pueda emplearlo en uno de sus hoteles.

—Bueno, sí, es lógico. Él no está preparado para la hostelería y necesita un empleo.

—Nosotros queríamos ir al sur de Francia —se quejó Clio. Parecía una niña de cuatro años a la que le hubieran quitado la muñeca.

—¿Te pondrás la capa de piel para la boda de Clio? —preguntó Martin.

—No, querido. Si no te molesta, había pensado en otra cosa.

—Pero te quedaba muy bien.

—La reservo para usarla cuando se case Kit —dijo Maura.

—No me digas que eso es inminente. —Martin McMahon parecía alarmado.

—No, por supuesto. —Maura rió—. Pero algún día se casará. Y con suerte, tú y yo estaremos allí.

—Está muy entusiasmada con Stevie. —Parecía preocupado.

—Lo sé. Al principio eso me alarmó, pero el muchacho se ha reformado. Ya no lo llama ninguna chica. Solo sale de la oficina para ver a Kit.

—Supongo que hay hombres a los que una mujer puede reformar. —Martin parecía dudarlo.

—Bueno, en la historia hay algunos casos.

La boda de Clio Kelly fue deprimente.

Los O’Connor ya habían agotado toda su capacidad de fingir alegría y disimular los problemas del embarazo. Dedos sujetó a Maura McMahon por el brazo en cuanto la vio.

—Mal asunto, este, mal asunto.

Maura le apartó la mano con mucha decisión.

—Puede que esto no hubiera sucedido si tú hubieras dado mejor ejemplo a tus hijos —dijo Maura en tono formal.

Lilian Kelly nunca habría pensado que la boda de su primogénita se celebraría bajo semejante nubarrón. Muchas veces la había planeado mentalmente. Siempre la imaginaba en su pueblo natal, con una recepción en el Castle. Aquella anónima iglesia de Dublín y el mismo hotel que había escogido la pobre Maura le parecían de segunda.

Clio vestía de blanco, pero Kit se había puesto un atuendo demasiado informal. Era bonita, eso no se podía negar, y aquel sombrero blanco con cintas largas resultaba muy elegante.

A Lilian Kelly la consolaba un poco saber que la desgracia de Kit era aún mayor que la de Clio. Todos podían sospechar que la boda de su hija era algo precipitado, sí, pero al menos se casaba con un O’Connor. En cambio Kit andaba con aquel paleto venido a más, un muchacho que tenía una reputación espantosa, hijo de la pobre Kathleen y de un borracho que había terminado loco. Eso sí que era inaceptable.

Stevie fue una estupenda incorporación para la fiesta, tal como Kit esperaba. Entretuvo a la tía de Michael hablándole de Belfast y le prometió buscarle un buen Mini Morris de segunda mano, la próxima vez que estuviera por allí. Formuló al señor O’Connor preguntas muy inteligentes sobre la industria hotelera. Discutió con el padre Baily la posibilidad de conseguir un coche para una rifa. Habló con Maura sobre el viaje a Londres, en términos tan claros que ella quedó convencida de que habían ocupado cuartos separados en la pensión.

—¿Cómo conseguiste ese alojamiento? —preguntó ella, con toda inocencia.

—Oh, en este trabajo uno siempre tiene conocidos que le recomiendan algún lugar —respondió él.

Recordó con Kevin la gran noche de fin de año. Estudió con Martin McMahon sus planes para ampliar el taller.

—No quiero destrozar la vida de mis buenos vecinos si mis negocios siguen creciendo. Voy a mudarme donde tenga más espacio —dijo, acallando una inquietud que el farmacéutico quería expresar desde hacía algún tiempo.

Finalmente se acercó a Mary Paula y a Louis, que se mostró tan cordial y despreocupado que Stevie sintió un nudo en la garganta. Por aquel hombre la madre de Kit había abandonado el hogar, permitiendo que se la creyera ahogada. Había vivido con él tanto tiempo, soportando sus traiciones, que había estado a punto de perder la cabeza.

Louis habló de su propio coche, un Triumph Herald comprado en Londres. Ya tenía algunos años, pero aún estaba bien y no le daba problemas. Lo había comprado nuevo.

A Stevie se le subió la bilis a la garganta al enterarse de que había conocido a Mary Paula cuando iba conduciendo hacia un congreso. Aquel hombre del Triumph blanco había despertado su admiración, explicaba ella.

—Le dije: «Qué bonito coche». Y él me respondió: «Vamos a probarlo, ¿quieres?». —Y ninguno de los dos asistimos al congreso.

—Pero no le cuentes eso a mi suegro —susurró Louis—. Podría creer que soy indigno de su confianza.

Mary Paula soltó una risa aniñada.

—¿Y no lo eres? —preguntó Stevie.

—No. —Louis parecía alarmado. Aquel muchacho lo estaba mirando de una manera extraña.

Stevie se alejó muy deprisa. Kit lo había estado observando.

—Por favor —le susurró al oído—. Por favor, no debemos decir nada. Por el bien de ella. Por papá, por Maura.

Y dirigió una mirada a Louis, con los ojos llenos de odio.

¿Era estúpido, acaso, para no saber quiénes eran todos ellos? Sabía que Lena estaba casada con Martin McMahon, el farmacéutico de Lough Glass. Sabía que Clio era de Lough Glass. ¿O tal vez no le importaba su vida con Lena? ¿Había quedado tan atrás que no le importaba nada?

Naturalmente, estaba convencido de que todos creían muerta a Helen McMahon, ahogada en el lago y sepultada en el cementerio. Pero debería de haberle resultado un poco difícil enfrentarse a su familia.

Lena nunca había mencionado a Martin el nombre de Louis, de eso Kit estaba segura. Solo había dicho que quería a otro, sin pronunciar su nombre, porque eso lo hacía demasiado real. Lo había escrito en su carta, por supuesto. Pero aquella fue la carta que Martin jamás recibió.

Las formalidades terminaron antes de lo que sería de esperar en cualquier boda irlandesa. Clio fue a cambiarse.

—Ha sido maravilloso —dijo Kit, mientras ayudaba a su amiga a quitarse el vestido.

—Ha sido diabólico —dijo Clio.

—Te equivocas. Ya verás cuando lleguen las fotos.

—Primero tendría que olvidarme de la cara que tenían todos. Por Dios, qué bruja es la señora O’Connor. Su propia hija se casa embarazada y no dice una palabra. Pero yo soy quien pervirtió a su pobre niño. Lo tiene escrito en la cara.

—Bueno, basta. Ha estado muy bien —dijo Kit para tranquilizarla.

—Stevie se ha comportado muy bien, a decir verdad.

—Bien —dijo Kit, en tono seco.

—Hablaba con unos y con otros como si estuviera acostumbrado.

—Probablemente está acostumbrado a causa de su trabajo. —Kit se comportaba con dignidad.

—Acostumbrado a esta clase de gente, quise decir.

La novia no arrojaría el ramo. Solo se quedaría algunos minutos más, para lucir su conjunto de viaje. Luego los novios se irían. El resto haría lo mismo poco después.

Louis se acercó a Kit, tal como ella esperaba. Sabía que era la hija de Lena, pero no tenía idea de que ella conociera su relación con ella.

Kit habría querido estar muy lejos de él, pero le pareció grosero no responder a su cálida sonrisa.

—Un día estupendo, ¿no?

—Sí, desde luego.

—¿Y no hay nada entre tú y el padrino? ¿Esto no va a terminar en otra boda, para que yo tenga otra cuñada encantadora?

—No, no. Kevin sale con mi amiga Frankie. —Las palabras surgieron con lentitud. Se sentía muy intranquila. Se alejó.

Algo desconcertado, Louis se volvió para conversar con otra persona. No era normal que una muchacha se apartara de él de aquel modo. Stevie lo estaba observando; le había visto apoyar una mano en el brazo de Kit, con su encanto despreocupado y familiar, y ardía por dentro.

La gente se estaba reuniendo cerca de la puerta para despedir a los novios. Louis y Stevie se encontraron allí.

—Me dice Clio que tú también eres de Lough Glass. Parece ser un buen lugar. Tendremos que ir allí, un día de estos —comentó Louis.

Stevie acercó mucho la cara a la suya.

—Ya estuviste en Lough Glass —dijo con voz serena y decidida. Hubo una pausa. Luego añadió, en tono de amenaza—: Y si sabes lo que te conviene, no volverás.

Luego se alejó.

Louis se había puesto pálido. ¿Qué quería decir aquel individuo? Vio que Stevie rodeaba con el brazo los hombros de Kit y que ella le cogía la mano con fuerza. Kit McMahon, la hija de Lena. Y su novio. Pero ellos no podían saberlo, por Dios.

Ninguno de ellos lo sabía.

Lena escribió desde Manchester. Allí la gente era muy amable y parecía tener más tiempo para relacionarse que en Londres; no vivían a la carrera. Y cuando una conocía a alguien tenía muchas probabilidades de volver a verlo. Se parecía más a la vida de Dublín, aunque en Dublín, por supuesto, te encontrabas con demasiada gente. Recordaba vagamente haberse cruzado con Rita, pero estaba segura de que Kit lo había arreglado. Se preguntaba si habría estado inconsciente o loca durante un tiempo.

Ya no importaba. Solo importaba vivir para su hija, por si Kit la necesitaba.

Lena comprendió que debía renunciar a Emmet. Lo había abandonado cuando era un niño. En aquel momento el chico tenía edad suficiente para abrazar a una muchacha y decirle que la quería. Para Lena sería imposible volver a su vida. Ya había terminado con las fantasías... para siempre.

Pensaba conseguir un pequeño apartamento en Manchester. Peggy Forbes vivía con su madre y, de cualquier modo, no sería buena idea compartir el alojamiento con una persona de la agencia. Peggy era una cuarentona divorciada, estupenda para tratar con la gente. La próxima vez que Kit y Stevie viajaran a Inglaterra, tenían que ir a Manchester. Peggy enseñaría a todos cómo era la vida en el norte.

A veces, Kit enseñaba a Stevie parte de las cartas.

—No me gusta leer lo que ella te escribe. Debería ser privado.

—Solo te enseño algunos párrafos. Me reservo las partes privadas.

—¿Hablan de mí?

—A veces.

—¿Te aconseja que no sigas sus malos pasos? —La miraba con ansiedad. En realidad quería saberlo.

—Antes sí. Ya no.

—¿Cuándo cambió?

—Al conocerte.

Casi inmediatamente después de la boda, Clio y Michael se mudaron al apartamento de Maura. El precio había sido acordado muy pronto. Dedos firmó el cheque sin regatear.

—Tienes que venir a verlo —dijo Clio—. Hasta puedes traer a Stevie, si quieres.

—No, gracias. Puedo ir alguna noche que él no venga a Dublín.

—¿No viene siempre?

—Bueno, recuerda que vive y trabaja a dos horas de viaje de aquí.

Kit sabía que hablaba en tono sarcástico y a la defensiva. Solo Clio la hacía comportarse así.

La tarde en que fue al apartamento encontró a Clio de muy malhumor.

—¿Ya has tomado el té? —preguntó con brusquedad.

—En realidad, no, pero no tengo hambre —dijo Kit.

—No se me ocurrió que...

—No importa. —Kit se preguntaba cómo podía no habérsele ocurrido. Cuando se hace una invitación para las seis de la tarde, se supone que la gente va a tomar algo a esa hora.

Kit admiró el apartamento y los regalos de boda. Algunos estaban todavía en sus cajas, sin desenvolver.

—Creo que sufro de depresión preparto —dijo Clio—. ¿Has oído hablar de ella?

—No —respondió Kit con sinceridad—. Se supone que a estas alturas una está entusiasmada, tejiendo peúcos y preparando la cena para el marido y sus amigos.

Clio estalló en lágrimas.

—Cuéntamelo. Vamos, cuéntamelo.

Kit sabía que iba a oír una retahíla de quejas. ¿No convendría sacudir a aquella chica hasta romperle los dientes? Alguien debería haberlo hecho hacía mucho tiempo. El doctor Kelly y su esposa siempre le habían permitido salirse con la suya.

—Todo es absolutamente horrible. El miércoles Michael no vino a dormir. Había una fiesta en el hotel donde está trabajando y ninguno de ellos volvió a su casa. Ni siquiera Louis, que vive al lado del hotel. Mary Paula está completamente furiosa, aunque Louis le lleva flores todos los días. Michael no me trae flores. Dice que soy una pesada. ¡A estas alturas! Hace apenas unas semanas que nos hemos casado y ya me dice que soy una pesada.

—Bueno, bueno, no lo dice en serio —dijo Kit.

—Y papá no me ayuda en nada. Ni mamá. Les dije que me gustaría ir a casa unos días y me dijeron que no. Dicen que yo me lo he buscado. Y odio este apartamento. Se ve por todos lados el sello de tía Maura. Todo el mundo está tan enfadado, Kit...

—Yo no.

—Claro, porque te revuelcas como una tonta con Stevie Sullivan y no puedes pensar en otra cosa.

—Ni por asomo, aunque te parezca mentira.

—Pues te vendría bien.

—Clio, quien está mal eres tú. Hablemos. Veamos la parte positiva. Michael solo pasó fuera una noche y estaba con... tu cuñado. No hay motivo para pensar que estuviera haciendo algo malo.

—No sé —dijo Clio, lúgubre—. Mary Paula me dijo que allí había otras chicas. Mujeres fáciles.

Kit se preguntaba si Mary Paula y Clio, que se habían casado embarazadas hacía muy poco, estaban en situación de considerar «fáciles» a otras mujeres. Pero lo dejó correr.

—¿Qué otros puntos positivos hay? —prosiguió Kit, empeñada—. Tienes un hogar precioso. Michael tiene un buen empleo. Vas a tener un bebé.

—Lo que significa que no puedo trabajar —se quejó Clio.

—¡Si no querías trabajar! Dijiste que solo querías conseguir marido. Bueno, pues ya lo tienes.

—Nada es como antes. —Clio sollozó.

—No, es diferente, pero nosotras también tenemos que cambiar, supongo.

—Ojalá pudiéramos ser otra vez niñas, visitar a la hermana Madeleine, ir a casa a tomar el té.

—Bueno, ahora somos nosotras las que debemos preparar el té. ¿Quieres que salga a comprar algunas cosas?

—¿Me harías el favor? Me siento tan mal, tan torpe, que no puedo moverme.

—Estás igual que Mary Paula. ¿Cuándo nace su bebé?

—Esta semana. Por eso es tan horrible lo de Louis y todo eso. Y Louis se peleó con el padre de Michael por cuestiones de dinero. Parece que se limita a embolsarse el sueldo todos los meses y no le pasa por la cabeza pagar las cuentas. La otra noche hubo allí una escena horrible.

—Hablando de dinero: no tengo mucho, si quieres que compre algo para cenar —dijo Kit.

—Ah, hay un billete de cinco libras bajo el reloj. —Clio señaló con un movimiento de la mano. Sonó el teléfono—. ¿Quieres cogerlo, Kit, por favor?

Era Louis.

—No eres Clio.

—No, soy Kit McMahon. ¿En qué puedo ayudarte?

—Mi esposa está en el hospital y ha empezado el parto.

—Enhorabuena —dijo Kit en tono inexpresivo.

—No, espera. Quería preguntar a Clio si podía llamar al suegro para decírselo.

—¿Por qué no lo llamas tú?

—Bueno, para serte franco, hemos tenido unas palabras. Creo que él preferiría enterarse por otro miembro de la familia. Pero no encuentro a Michael ni a Kevin por ninguna parte.

—Sí, me enteré de que tuviste problemas con tu suegro. —Kit lo dijo sin saber por qué lo hacía, pero le asqueaba pensar que aquel aprovechado de Louis vivía a costa de todos.

Él cambió de tono.

—¿Cómo te has enterado?

—Por Clio, que lo supo por tu mujer. —En aquel momento se comportaba con descaro.

—¿Y te parece que es asunto tuyo?

—No —reconoció ella.

—Bueno, ¿puedes ponerme con Clio?

—No está en casa.

—Bueno, está bien.

—¿Quieres que llame a O’Connor y le diga que Mary Paula ya está ingresada y que tú no querías llamarlo personalmente?

Louis colgó.

—¿A qué ha venido todo eso? —Clio la miraba boquiabierta.

—Ese gusano de Louis Gray tiene miedo de hablar con tu suegro.

—¿Y por qué lo has tratado tan mal?

—Porque lo odio.

—¿Por qué, mujer?

—No sé. Es irracional. A veces hay antipatías irracionales.

—Bueno, ese hombre es parte de mi familia política, Kit. No está bien que descargues tu odio en ellos solo porque tus cosas con Stevie no anden bien.

—¿Quién ha dicho que mis cosas con Stevie no andan bien?

—Supongo que así es. De lo contrario él no habría ido a esa fiesta del hotel donde trabajan Louis y Michael. La del miércoles por la noche.

Kit la miró con incredulidad.

—¿Que Stevie estuvo allí?

—Sí. ¿No te lo dijo?

—Sabes muy bien que no me lo dijo.

El miércoles anterior... él le había dicho que tenía una reunión en Athlone. Maldito Stevie, él y todos los hombres atractivos. Kit se puso la chaqueta y se dirigió a la puerta.

—El billete de cinco libras, Kit. —Clio señaló la repisa.

—Arréglatelas sola con ese té, Clio —dijo Kit.

Y salió dando un portazo.

Se moría por escribir a Lena y contarle que el matrimonio de Louis estaba en crisis, apenas cinco meses después de la boda. Habría querido abrazarse a su madre para llorar. Consultarle si debía hacer frente a Stevie y preguntarle directamente dónde había estado, verificar si existía aquella reunión en Athlone.

¿No era aquel el camino que había recorrido su madre y del que tanto se arrepentía, pasarse la vida averiguando cosas para luego pasarlas por alto? Caminaba por la calle, mirando a otras personas que no tenían la vida destrozada, que se ocupaban de sus asuntos. Hombres que llegaban a casa después de trabajar, esposas que les abrían la puerta, niños que jugaban en el jardín, bajo el sol poniente de junio.

No debía contar a Lena que Louis estaba mal. Ella había dicho que tenía paz si no sabía nada de él. Aun así, existía el peligro de que Lena lo aceptara a su lado otra vez. Que olvidara, que perdonara. Después de todo, tampoco le costaría mucho perdonar una esposa y un bebé, cuando ya había soportado tantas cosas.

Lena y Peggy Forbes estaban cenando en un restaurante indio de Manchester, después de la inauguración oficial de la agencia. Peggy era una rubia muy elegante, de cuarenta y tres años. Se había casado siendo muy joven y muy tonta, decía, con un hombre que habría estado mejor con una corredora de apuestas. Lo había conocido en el hipódromo, lo que debería haber sido ya una pista... Se divorció a los veintisiete, tras seis años de un matrimonio muy insatisfactorio.

Entonces comenzó a trabajar, a trabajar mucho. Eso le daba un gran placer, decía. No por el dinero en sí, porque no tenía como objetivo ganar una fortuna, sino porque le gustaba conocer gente nueva y ayudarla a progresar.

Peggy comentó que no solía contar toda su vida a cualquiera, pero como Lena había puesto tanta fe en ella, prefería ponerla en antecedentes.

—Yo también tengo un pasado algo confuso —dijo Lena—. Estuve casada dos veces y ninguno de esos matrimonios funcionó. En la oficina no comento nada sobre el asunto; en realidad, allí casi nadie sabe nada de mi primer matrimonio y se creen que el segundo aún dura.

Peggy asintió.

—Es lo mejor.

—Si te lo cuento es solo porque no quiero responder a tu franqueza con mi silencio.

—Eso no me habría molestado.

—Porque eres una mujer práctica y sabes que soy la jefa. Pero también me gustaría que fuéramos amigas.

—Estoy segura de que así será.

—Y sería muy agradable que saliéramos juntas, aquí en Manchester; podríamos ir al cine o a comer, o visitar a tu madre. Eso sí: no me gustan los clubes ni ese tipo de salidas nocturnas.

—Tampoco a mí —dijo Peggy—. En la oficina, las chicas más jóvenes me tienen lástima y están siempre proponiéndome que salga con ellas, pero no tenemos la misma idea de lo que es pasarlo bien.

—A mí me pasa lo mismo —dijo Lena.

—Lo único que lamento es no haber tenido hijos. Me habría gustado tener una hija. ¿Y a ti?

Lena vaciló.

—En realidad, tengo una. Pero eso no se sabe.

—No te preocupes. No diré nada —aseguró Peggy. Y sonrió con una sonrisa abierta y cordial.

—Creo que hemos hecho una estupenda elección —decía Lena a Jim y Jessie Millar en la oficina de Londres.

En aquel momento entró la recepcionista.

—Lo siento mucho, señora Gray, pero la llama su marido. Dice que se trata de una emergencia y que necesita hablar con usted.

—Usa esta habitación —dijo Jim Millar.

Él y Jessie se levantaron para salir, pero Lena se opuso.

—Pídele su número, Karen, y dile que lo llamaré dentro de cinco minutos.

Fue al despacho y se miró en el espejo. Estaba viva y bien. Estaba sana. No permitiría que él la turbara. No había en la vida de Louis ninguna emergencia que pudiera afectarle.

En el número de Dublín la atendieron dándole el nombre de un hotel. Louis la llamaba desde el trabajo. ¿Qué novedad era aquella?

—Soy Lena.

—Gracias por llamarme. Era de esperar. Siempre fuiste muy formal.

—Cierto. ¿En qué puedo ayudarte? —Su voz era tranquila.

—¿Estás sola?

—Tan sola como se puede estar aquí. ¿Por qué?

—Tengo un gran problema y tú también.

—¿Yo? ¿Por qué?

—Están enterados.

—¿Quiénes?

—Todos los de Lough Glass.

—¿De qué están enterados, Louis?

—Saben lo tuyo.

—Lo dudo. A menos que tú se lo hayas dicho.

—Juro por Dios que no he abierto la boca. Hasta ahora no he dicho una palabra a nadie.

Ahí estaba: la amenaza. Había chantaje en su tono de voz. «Hasta ahora...»

—¿Y quién parece estar enterado, concretamente? —preguntó ella.

—Un individuo llamado Sullivan. ¿Lo conoces?

—Me acuerdo de él. Su familia tiene un taller.

—Y Kit... Kit lo sabe. Ayer estuvo muy grosera conmigo. Me trató mal.

—Eso lo dudo.

—De veras. Dijo haber oído rumores de que yo me había peleado con mi suegro.

—Lamento que estés en malas relaciones con tus parientes —dijo Lena. Su voz sonaba tan dura que a ella misma le costaba reconocerse.

—No me vengas con eso, Lena. Yo también tengo problemas. —Ella esperó—. Ellos creían que yo tenía más efectivo del que tengo.

—¿Sí?

—Me enteré por los periódicos de que habéis abierto una oficina nueva en Manchester. La agencia salió mencionada en las páginas de finanzas, nada menos.

—Sí. ¿Viste qué bien les va a los Millar?

—Investigué, Lena.

—¿Qué?

—Hice que alguien fuera a la Cámara de Comercio. Estás en el registro.

—¿Y qué, Louis?

—Formas parte de la empresa. Estás en condiciones de ayudarme. Nunca en mi vida he pedido nada. Ahora te pido a ti.

—No, no me estás pidiendo nada. Lo que tratas de hacer es chantajearme.

—¿No dijiste que la línea podía estar abierta?

—En este extremo, probablemente no. En el tuyo, quién sabe.

Hubo un silencio.

—Nos separamos como amigos, Lena. ¿No podemos seguir siéndolo?

—No nos separamos como amigos.

—Claro que sí. Me acuerdo de esa noche.

—Nos separamos sin peleas y sin escenas. Pero entonces yo no era tu amiga ni lo soy ahora. —Hubo un silencio. Lena volvió a hablar—. Bueno, si eso es todo, te deseo buena suerte. Y espero que superes ese problema con tu suegro. No dudo que lo harás, porque tienes mucho encanto.

—Solo una cantidad, Lena. No volveré a pedirte nada.

—No. Y espero que no vuelvas a llamarme. Si lo haces, pediré al personal que no me pase tus llamadas.

—Con esa actitud altanera no conseguirás nada. No sabes con quién estás tratando —exclamó él.

—Con un hombre que debe dinero a su suegro, al parecer.

—No porque le haya robado ni pedido prestado. Solo porque él supone que debo pagar mis propios gastos.

—O que debes rascarte el bolsillo de vez en cuando.

Esa era exactamente la frase que había usado Dedos. Louis le había mentido; había dicho que estaba ahorrando para el nacimiento de su hijo.

—Tengo un hijo —informó.

—Qué bien.

—No, es que necesito dinero para abrirle una cuenta de ahorros. Eso es lo que dije: que estaba ahorrando para abrirle una cuenta.

—Adiós, Louis.

—Te vas a arrepentir.

—¿Qué puedes hacerme?

—Puedo acabar contigo. Puedo decir a esos paletos que no has muerto. A Martin, Maura, Peter, a todos ellos. Que te estás dando la gran vida en Londres, como directora de una empresa. ¡Eso sí que armará jaleo en Lough Glass! Bigamia, Maura convertida en una mujer de dudosa virtud... Kit y su hermano, abandonados por una madre débil...

Lena cayó en la cuenta de que no sabía siquiera cómo se llamaba Emmet.

—Hazlo, Louis, y caerás mucho más bajo de lo que puedas haberte imaginado.

—Simples amenazas. —Rió.

—No, en absoluto. Al telefonearme con esta noticia has cometido un gran error. Te habría sido más fácil conseguir dinero vendiendo toda tu sangre o asaltando una joyería.

—Lena...

Pero la línea estaba muerta.

Llamó al taller de Sullivan. Atendió Maura McMahon. Lena estuvo a punto de colgar, pero el tiempo era valioso. Disimulando la voz con una mala imitación del acento de los barrios bajos, pidió hablar con Stevie.

—En este momento no puede ponerse. ¿Puede decirme quién le llama?

Había olvidado el timbre de Maura. El tono amable, la voz dulce. Se sintió más decidida que nunca a que nada turbara la vida serena que llevaba aquella mujer. Que nadie malograra su felicidad con Martin McMahon.

—Es realmente urgente. Hablo desde una pensión de Londres donde estuvo hospedado.

—¿Sí? —En aquel momento Maura parecía nerviosa y alerta.

—¿Está segura de que no puede ponerme con él?

—¿Hubo algún problema con la factura o algo así?

—No, no.

—Bueno, ¿puedo decirle que la llame cuando regrese?

—¿Cuándo regresará?

—Mañana. Está en Dublín.

—¿Hay alguna manera de que pueda comunicarme con él allí?

—Temo que no, pero si me deja su nombre y su número...

Dio a Maura el nombre y el número telefónico de Ivy. Luego hundió la cabeza entre las manos.

Su única esperanza era Stevie.

Aquella noche Kit llamó a casa y habló con Maura.

—Me han dicho que Clio es tía política —comentó Maura.

—Oh, ¿de veras?

—Sí. Un niño, me dijo Lilian.

—Estupendo —comentó Kit.

—¿Así que has reñido otra vez con ella?

—Esta es la última pelea.

—Me alegro de saberlo.

—No, quiero decir que la amistad se acabó.

—Eres demasiado mayor para pensar así, Kit. Una amistad no se acaba nunca.

—Sí: cuando no es auténtica —dijo Kit.

—Pasemos a cosas más alegres —sugirió Maura—. ¿Esta noche saldrás con Stevie?

—No sé —respondió Kit sinceramente. Habían acordado que él pasaría por el apartamento a las ocho, si podía. Pero ella no estaba segura de querer recibirlo.

—Bueno, si lo ves, ¿quieres darle un mensaje?

—Espera. —Kit sacó un cuaderno—. Adelante, Maura.

—Debe llamar a Londres, a esta pensión.

—¿Qué?

—No, no es por ninguna factura. Pregunté. Pero esa mujer es como una ostra, no quiso decirme nada. Quiere que él la llame a este número...

—Creo que ya tengo el número —dijo Kit.

—Te lo doy, de cualquier modo. Se llama Ivy Brown y el número de Londres es este...

Ivy. Kit se apoyó contra la cabina telefónica. A Lena debía de haberle sucedido algo. Y debía de ser algo muy malo para que quisiera hablar con Stevie. Kit se sintió muy débil. ¿Qué podía haber pasado?

¿No sería estupendo tener dinero suficiente para llamar a Londres desde una cabina sin pensarlo dos veces, en vez de ahorrar monedas un par de días para llamar a Lough Glass? No podía esperar hasta las ocho; eran solo las seis y cuarto. Iría a pedir dinero prestado.

Al salir de la cabina vio el coche de Stevie, que se detenía allí. Él abrió el maletero y sacó su chaqueta fina. Solía viajar con una vieja, para mayor comodidad, según decía. Curioso, que aún se pusiera elegante para ella.

—Presumido —dijo ella, acordándose de las chaquetas de Louis Gray, colgadas en el armario de Lena. Pero en aquel momento lo necesitaba. Se le acercó antes de que hubiera tenido tiempo de guardar la chaqueta vieja.

—Me has pillado —exclamó él.

—¿Y te preocupa que te pille en esto, precisamente?

—¿Qué pasa?

—¿A qué te refieres?

—Hablas como si yo tuviera una lista de crímenes que ocultar.

—¿Y no la tienes?

—No, en absoluto. ¿Qué pasa? Estás más blanca que el papel.

Ella le contó lo de la llamada.

—Debe de ser un mensaje en clave.

—Voy a llamar —dijo él—. ¿Quieres entrar en la cabina?

—No. —Kit se apartó. No quería la intimidad de la cabina telefónica, donde los dos estarían apretados.

—De acuerdo.

Lo vio hablar por teléfono un rato. Después de colgar hizo otra llamada. El asunto debía de ser grave. Kit se paseaba junto a la cabina, pero no lo notaba impresionado ni afligido, como si se estuviera enterando de una enfermedad o un accidente. Parecía muy enfadado.

Kit abrió la puerta de la cabina, vacilando.

—No, no. No le diré nada hasta que se haya arreglado. Comprendo. Sí, puedes confiar en mí. Te llamaré mañana. Adiós.

Luego Stevie salió.

—¿Qué pasa? —preguntó ella.

—Tu madre está bien. Hablé con ella. Está bien de salud y parece muy tranquila. Quería que le solucionara un problema, pero sin que tú te enteres.

—No te creo.

—Mira qué gracioso. Si tú me dijeras algo así, yo te creería.

—¡No puedo confiar en ti! —le gritó ella—. Esta es otra mentira. Seguramente te has valido de mi madre para encubrir algo.

—Te has vuelto loca, Kit —dijo él sin alterarse—. Tú misma me diste el mensaje. Llamé a ese número y eso fue lo que pasó. No sé de qué me estás hablando.

—Claro que lo sabes. Hablo de lo del miércoles. Querías que ella te encubriera.

—¿Lo del miércoles? —Parecía sinceramente desconcertado.

—Lo del miércoles, sí. Alguien te ha dicho que se te había descubierto la mentira. Y ahora estás amañando algo con ella porque crees que le gustas.

—Supongo que le gusto, sí. Y se nota que me tiene confianza.

—Eres un mentiroso, Stevie.

—No —dijo él, simplemente—. No miento. —Durante un momento no hicieron más que mirarse—. No pienso volverte la espalda por algún malentendido. Pero creo que estás demasiado furiosa como para explicármelo, así que dime: ¿qué hacemos?, ¿adónde quieres ir?

—Quiero que te vayas al infierno —dijo Kit.

—¿Por qué? ¿Por qué dices eso?

—Porque soy hija de mi madre, claro, pero no voy a soportar lo que ella soportó durante toda su vida. Es mejor que lo entiendas ahora y no dentro de algunos años.

—Ahora tengo algo que hacer. Un encargo de tu madre. Pero me gustaría volver para que habláramos.

—Te vas a encontrar con la puerta cerrada —aseguró Kit.

—Ella me pidió especialmente que te mantuviera al margen de esto, pero si quieres verificar lo que te digo, puedes llamarla para preguntarle y agregar un problema más a los que tiene. ¿Y de qué serviría?

—De qué, es cierto.

—Si no me crees y necesitas comprobarlo, lo más probable es que tampoco la creas a ella. Es preferible que ahorres dinero.

Stevie subió a su coche y salió a gran velocidad.

Kit pasó un buen rato despierta, pero él no volvió al apartamento. Tampoco le dejó mensaje alguno.

Cuando por fin llegó la mañana, ella tenía los ojos enrojecidos.

En la escuela se encontró con Philip.

—¿Estás resfriada, Kit?

—Un poco. ¿Cómo estás?

—Bien. Con muchísimo trabajo. Tenemos reservas para seis excursiones, este verano. ¿No quieres venir a trabajar en el hotel, Kit? ¿O ya tienes algún trabajo?

—No sé, Philip. No es un buen día para preguntármelo.

—Necesito que me respondas pronto.

—El fin de semana —prometió ella.

—Ah, Kit, Clio te estaba buscando.

—¿Cuándo?

—Llamó cuando yo estaba a punto de salir. Quiere que la llames. Era muy urgente.

—Para ella todo es urgente —dijo Kit—. Probablemente quiere que alguien le alcance un pañuelo.

Al mediodía, al salir de clase, vio a Clio sentada en el vestíbulo.

—¿No tienes miedo de coger algún virus si te alejas tanto de la zona elegante? —preguntó Kit.

Su amiga estaba muy pálida.

—Fue todo culpa mía, Kit. Lo dije solo por despecho.

—¿El qué?

—Eso de que Stevie estuviera en la fiesta. No es cierto. Lo inventé para que no presumieras tanto.

—Estupendo. Gracias por decírmelo ahora, al menos.

A Kit le brillaban los ojos; su corazón estaba contento. Debería haber adivinado desde un principio que todo era fruto de la mezquindad de Clio, que Stevie no le mentía. Luego recordó la conversación de la noche anterior, y se estremeció.

Clio aún la estaba mirando.

—No hacía falta que vinieras hasta aquí solo para decirme eso —dijo Kit.

—Claro que sí. Después de lo que ha pasado...

—¿Qué ha pasado?

—Stevie. Fue al hotel y le dio a Louis una paliza de órdago. Ha perdido tres dientes y tiene la mandíbula rota.

—¿Qué?

—Está hospitalizado. Mary Paula está medio loca. La semana que viene bautizan al niño y Louis parece que ha sido recogido en una taberna del puerto después de cerrar.

—Pero ¿por qué le pegó Stevie?

—Debe de haber pensado que fue Louis quien te dijo lo de la fiesta.

—Yo no le mencioné a Stevie lo de la fiesta.

—Bueno, alguien debe de habérselo dicho. ¿Qué otro motivo tenía para pegarle así? Por Dios, Kit, cuánto lo siento. Qué cosas tan horribles están pasando últimamente.

En Manchester había muchos problemas que solucionar. Lena dijo que iría a ocuparse en persona.

Por la tarde llamó Louis.

—Veo que aún no has puesto mi nombre en la lista negra. Me han pasado contigo directamente.

—¿Qué le ocurre a tu voz, Louis? Suena cambiada.

—Como si no lo supieras. Mandaste a un matón para que me golpeara.

—No es cierto. Mandé a un amigo para que te hiciera entrar en razón.

—Me rompió la mandíbula, tengo un ojo morado y me faltan tres dientes. Hermoso espectáculo voy a ser en el bautizo.

—Qué mala suerte.

—Para mí no: para ti. Voy a demandarle. Y explicaré públicamente en los tribunales por qué lo hago. Ese hombre tiene dinero de sobra. Y tú también hablarás, y el premio será mayor de lo que pensamos.

Lena se echó a reír.

—No eres capaz de algo así. ¿Echar a perder todo lo que has conseguido: un puesto cómodo, una esposa joven, un bebé...? No te conviene divulgar que has estado viviendo con una mujer que abandonó a su marido y a sus hijos. Te conozco bien. Estás tirándote un farol.

—Antes de que mandaras a ese individuo, tal vez. Ahora ya no tengo nada que perder. Si alguna credibilidad tenía, ha desaparecido. Me estoy hundiendo, pero voy a arrastrarte conmigo. Solo quería que lo supieras, por si te permites el lujo de dormir bien.

—No te creo. Y de ahora en adelante estás en la lista negra, sí. No podrás volver a llamarme.

—No, pero ya tendrás noticias mías. Verás de lo que soy capaz, Helen McMahon.

—No viajes esta noche —dijo Jessie—. Hoy has trabajado mucho.

—Cuanto antes llegue allí, mejor.

—Bueno, coge el tren. Así podrás dormir.

—Allí necesito el coche. —Lena había comprado un Volkswagen Escarabajo por consejo de Stevie; nunca le había fallado y le resultaba muy preciado—. Me gusta ir sola en el coche; es como un pequeño mundo diferente, donde puedo pensar.

—No pienses demasiado —dijo Jessie—. Y si te cansas, para. Manchester está muy lejos.

—¿Por qué no viajas por la mañana? —dijo Ivy.

—Tonterías. Me encantan las noches largas. Además, haré la mayor parte del trayecto con la luz del día —aseguró Lena.

—Llévate un termo con café. Te lo traigo en dos minutos, mientras tú preparas la bolsa.

—De acuerdo. Cuando tenga allí un pequeño apartamento propio, ni siquiera tendré que preparar la bolsa.

Estaba en pleno viaje cuando la atacó aquella sensación, la misma que había tenido después de Año Nuevo: nada parecía real, el suelo le quedaba muy lejos y los sonidos le llegaban distorsionados. La acompañaba una opresión en el pecho, como si fuera a desmayarse o a caer.

Pero eso era ridículo. Estaba en su coche, viajando a una velocidad del todo normal. ¿Convendría detenerse? Al ver un sitio adecuado, se situó en un lateral y paró el coche. Después de tomar unos sorbos de café, bajó a estirar las piernas. Pero entonces volvió aquella extraña sensación de que el suelo formaba un ángulo peculiar. Se apoyó en el coche para sujetarse. Por todas partes la rodeaba la cara de Louis y su voz: «No tengo nada que perder, te arrastraré conmigo, Helen McMahon».

Así no podía conducir. Pero tampoco podía quedarse allí. Era preciso volver al coche. El asiento y el volante le servirían de apoyo; era solo su mente, que estaba jugando sucio. Después de un rato se unió al torrente de coches que iban hacia el norte, e intentó pensar en la oficina de Manchester.

La gente ya había encendido las luces. La carretera brillaba; allí debía de haber llovido. La cara de Louis regresaba otra vez. No podía imaginarla tal como estaría en aquel momento: con cardenales y cortes, con dientes de menos. Ella había pedido a Stevie que lo amenazara, simplemente. Tal vez no se había explicado bien. Pero allí estaba otra vez: su cara hermosa, petulante, impaciente, como cuando no obtenía lo que deseaba.

—Sal de aquí, Louis —dijo en voz alta.

—Ya no tengo nada que perder —dijo Louis—. Te arrastraré conmigo. Te arrepentirás de no haberme escuchado. No tengo nada que perder.

Vio un camión enorme. Las luces de un camión y un terrible estruendo de cristales y...

Después, nada.

Peggy Forbes esperaba que Lena la llamara en cuanto se hubiera inscrito en el hotel. Sería a las once de la noche, como muy tarde. Era medianoche, y estaba preocupada.

En el hotel también estaban molestos.

—Hemos perdido varias oportunidades de ocupar su habitación —dijeron.

—Creo que lo principal es averiguar si la señora Gray ha tenido algún accidente, en vez de preocuparse por la ocupación de la habitación —observó Peggy Forbes.

Ellos le pidieron mil disculpas.

Fue Ivy quien se enteró, a las dos de la mañana.

Un joven policía llamó a su puerta.

—¿Puedo pasar?

—Ernest —llamó ella—. Ernest, ven pronto. Lena ha muerto.

Fue instantáneo, le dijeron. Ella había cruzado la carretera hacia el sentido contrario. Debía de haberse dormido o deslumbrado. El conductor del camión estaba desconsolado. Lloraba como un niño al lado de la carretera. Quería hacer saber a la familia que había sido imposible evitarla. El coche de la señora estaba fuera de control. Claro que eso no serviría en absoluto de consuelo a la familia, había dicho.

—Ella no tiene familia —dijo Ivy al policía—. Su trabajo y yo: eso era todo lo que tenía. Nosotros somos su familia. Por la mañana avisaré a la oficina.

—Estas eran las únicas direcciones que figuraban en su agenda y en su cartera, al parecer —dijo el policía—. Nuestra gente de allí dijo que los únicos contactos registrados eran usted y la agencia Millar. Supongo que es como usted dice.

—Es como le digo —confirmó Ivy—. Gracias, oficial.

A las nueve de la mañana Ivy fue a la agencia Millar, rigurosamente vestida de negro. Tenía una lista de cosas de las que hablar con Jessie Millar. Las formalidades policiales y lo que preguntarían, la empresa fúnebre, el entierro, el anuncio en los periódicos.

No esperaba que el golpe afectara tanto a Jessie Millar. No reaccionó como una simple compañera de trabajo, sino como una verdadera amiga. Cuando cesó el llanto lo arreglaron todo.

—Lo delicado es la cuestión del señor Gray. Creo que yo puedo encargarme de eso —sugirió Ivy.

—Por favor. Pase y use su despacho. Haga todas las llamadas que necesite. Como si estuviera en su casa.

Ivy nunca había estado en una oficina tan lujosa. Le habría encantado comentarlo con Lena, pero estaba allí para disponer su entierro con la empresa de pompas fúnebres. Luego se encargaría del señor Gray. Recordaba el nombre del hotel donde él trabajaba en aquel momento. La violencia de su reacción la tomó por sorpresa.

—Ese es un truco sucio y barato, Ivy —dijo él.

—¡Ojalá! —A ella le temblaba la voz.

—Si cree que puede librarse con esa mentira, que lo piense mejor.

—Los funerales serán el jueves, Louis. Sería preferible que vinieras.

—¡Qué funerales! ¡No me hagas reír!

Ella le dio el nombre y el número telefónico de la funeraria. Dijo que se lo confirmaría por escrito, poniendo en el sobre «Privado».

—Sería preferible que vinieras —repitió con voz serena.

Luego llamó a Stevie Sullivan. La atendió una mujer que debía de ser la segunda esposa de Martin McMahon.

—Habla Ivy.

—Ah, la de la pensión, recuerdo —dijo amablemente Maura.

Ivy se acordó de la excusa. Parecía mentira que apenas hacía un par de días Lena estuviera sana y salva.

—¿Puedo hablar con él?

—Claro. —Maura estaba desconcertada. Esa tal Ivy hablaba ahora con una voz muy distinta.

—Tengo que ir a Dublín, Maura —dijo Stevie, metiendo algunos papeles en un maletín, mientras recogía las llaves de un coche—. Es por un asunto inesperado e importante. Volveré dentro de unos días.

—Pero tienes compromisos, entrevistas...

—Cancélalas, ¿quieres?

—¿Alguna excusa?

—Ninguna que pueda darte ahora. Inventa alguna.

—¿No puedes decirme nada más? Por favor, Stevie. Estoy un poco preocupada. Esas llamadas desde Londres...

Stevie la miró.

—Sí, en realidad viajo a Londres. Paso por Dublín para recoger a Kit. Ha muerto una amiga nuestra.

—Pero ¿qué amiga...?

—Por favor, Maura. Sé que estás preocupada, pero por favor. Este es un mal momento.

—Su padre querrá saber por qué sale volando de ese modo.

—No, no sale volando. Escucha: sé que vosotros no me tenéis mucha confianza, pero daría la vida para impedir que Kit sufriera algún daño. Creo que ya lo sabes. No la he seducido y no trataré de... Con el paso del tiempo, dentro de algunos años, espero que se case conmigo. Pero tal vez no quiera. No puedo ser más franco.

—Ve a preparar tus cosas, Stevie —dijo ella—. Yo me encargo de todo.

Sacó a Kit de una clase. Le ofreció las dos manos.

—Esta será la segunda vez que recibas esta noticia, Kit —dijo.

Ella apoyó la cabeza en su hombro y lloró.

Sacaron el cuerpo del hospital y lo llevaron a una funeraria de Londres. Stevie entró llevando a Kit de la mano. Se detuvieron junto al ataúd. Lena parecía dormida. Los cardenales y las heridas que pudiera tener en la frente estaban disimuladas por el pelo. Ninguno de los dos lloró. Se limitaron a mirarla un rato.

Ivy los invitó a ocupar el apartamento de Lena.

—Es lo que ella querría. Lo dejé preparado.

Ellos subieron, moviéndose con lentitud, como en un sueño.

—Ella me dijo que había cambiado el empapelado —comentó Kit.

—Cuando él se fue, para borrar su recuerdo de allí. Creo que sirvió de algo.

—Seguramente —dijo Stevie.

—Tenía toda la vida por delante —dijo Ivy, arrugando la cara. Les volvió la espalda—. Os dejo. Si necesitáis algo, no tenéis más que bajar.

—Solo hay una cama —observó Stevie.

—Podemos sobrevivir así —dijo Kit.

Se quitó el vestido y las sandalias. Se lavó la cara, los brazos y el cuello en el lavabo que su madre debía de haber usado con tanta frecuencia. Luego ocupó un lado de la cama. Stevie se tendió al otro lado y le cogió la mano. Al cabo de un rato notó que ella se había dormido.

—Él no vendrá al entierro —dijo Ivy.

—Claro que sí —aseguró Kit. Estaba pálida, pero tranquila.

—¿No estamos mejor sin él? —preguntó Ernest—. Todo esto fue culpa suya.

—No pienso enterrarla sin ese cretino aquí, mirando —dijo Kit—. Ella merece siquiera eso. Merece que él aparezca en su funeral, con corbata negra.

—¿Y si no viene?

—Lo obligaré.

Louis Gray no atendió la llamada que Kit McMahon hizo desde Londres. La secretaria dijo que tenía instrucciones de no pasarle a la señorita McMahon.

—¿Puede darle un mensaje de mi parte, por favor?

—Por supuesto.

—Aquí, en Londres, se le espera en cierta reunión y necesito saber si piensa asistir o no.

—Un momento. Voy a preguntar. —Al cabo de unos instantes regresó—. Lo siento, pero dice el señor que lamentablemente no irá.

—En ese caso dígale que lamentablemente tendré que ir a buscarlo.

Kit colgó.

En la oficina pidió a Jessie un préstamo de cien libras. Dijo que era para el entierro. Se lo dieron sin problemas. Luego dejó una nota para Stevie y fue directamente al aeropuerto. El vuelo fue de una hora; el viaje en taxi hasta el hotel de Louis, de una hora más. Estaba tranquila cuando pidió verlo. Le dijeron que estaba en una reunión con el señor O’Connor padre y algunos miembros de la dirección.

—Tengo un taxi esperando —dijo Kit—, así que voy a entrar para hablar con él.

Antes de que la recepcionista pudiera detenerla, Kit estaba ya en la sala de juntas.

—Les pido disculpas por esto, pero se trata de una emergencia.

O’Connor reconoció a la muchacha que sabía causar tantos problemas.

—Sal de aquí ahora mismo —dijo Louis.

—Escúchala, Louis —ordenó Dedos.

—Temo que en Londres ha muerto una persona muy amiga nuestra y todos necesitamos su presencia en los funerales. No me gusta armar semejante drama, pero usted es muy necesario allí.

—¿Quién es esa persona? —preguntó O’Connor, al ver que Louis parecía haber perdido la voz.

—Leonard Williams, hermano de James Williams, su ex jefe —dijo Kit con toda claridad—. La familia reclama insistentemente su presencia. —Miraba a los ojos de Louis al hablar. Le estaba diciendo que le guardaría el secreto, que no diría nada, siempre que él fuera al entierro.

—¿James Williams, el que conocimos en el Dryden la vez pasada? —preguntó Dedos.

—Ese Williams, sí. ¿Vendrá conmigo? Tengo un taxi fuera.

—No esperarán que vaya ahora mismo —dijo Louis tartamudeando.

—Debe estar allí lo antes posible.

Seguían mirándose a los ojos. Louis comprendió que Kit era capaz de cualquier cosa. No tenía elección.

—Debo volver para el bautizo —repuso Louis.

—Los bautizos se pueden retrasar, pero la muerte súbita y los entierros no.

—Iré esta noche —prometió él.

—Ya sabe adónde: a la casa de Londres oeste. Allí están todos los detalles.

—Sí, sí, lo sé.

—¿Qué papel tienes tú en esto? —preguntó Dedos en tono suspicaz.

—La persona fallecida se portó muy bien conmigo y con todos nosotros. Por eso, los que tuvieron alguna importancia en su vida deben estar presentes en el funeral —explicó ella.

Los otros no sabían de qué se trataba y se miraban confundidos. Primero, Louis Gray, el nuevo administrador, aparecía con cara de haberse peleado y luego las extrañas indicaciones de aquella joven a quien Dedos escuchaba con un respeto insólito en él.

Louis Gray y su suegro salieron juntos y acompañaron a Kit hasta el taxi.

—Será mejor que vayas, Louis —dijo Dedos—. Si te tiene agarrado por los cojones, como al resto de nosotros, estamos todos listos.

El día era demasiado luminoso para un entierro. Londres tenía un aspecto demasiado bueno para albergar algo tan triste. Kit se había puesto un sencillo vestido de algodón negro y un sombrero de Lena. Llevaba un pequeño bolso negro que había encontrado en un cajón de su madre.

Ahí estaban Ivy, Jessie, Grace West, la anciana señora Park, en su silla de ruedas, y Peggy Forbes, la de Manchester, destrozada. Todo el personal de la agencia Millar, James Williams, todos los inquilinos de la casa, clientes de la agencia, camareros de algunos restaurantes, empleados del banco. Había una numerosa multitud en la iglesia católica que Kit había encontrado para la misa.

Mientras el sacerdote leía la oración, pidiendo que los ángeles le salieran al encuentro, Kit estrechó con mucha fuerza la mano de Stevie. Los dos habían estado en la iglesia parroquial de Lough Glass el día en que el padre Baily leyó su responso por Lena. Pero en aquella ocasión se había pedido a los ángeles que salieran al encuentro de Helen McMahon.

Antes, el cura había preguntado si preferían algún himno en especial. A Kit no se le ocurrió ninguno. Algo que hubiera cantado en la escuela, le dijo el cura.

—La Salve —había dicho Kit.

No fue una buena elección. El organista comenzó dos veces, pero los presentes, que eran mayoritariamente anglicanos, no conocían aquel himno en honor de la Virgen. Kit no iba a permitir que aquello fallara, aunque tuviera que cantar sola.

—Salve, reina y madre... —comenzó a entonar.

Stevie la acompañó.

Luego se sumó otra voz. Era Louis Gray, de chaqueta oscura y corbata negra, con la cara amoratada y torcida, con un ojo negro. La mayoría pensó que él también había estado en el mismo accidente. Tenía buena voz, potente, y ayudó a Stevie y a Kit.

El organista, complacido, tocó la segunda estrofa. Los tres repitieron lo que ya habían cantado. Cuando llegaron al final, toda la congregación se les había unido. Kit y Stevie se miraron. Lena se habría sentido orgullosa de ellos.

Solo unas cuantas personas fueron a la incineración, por sugerencia de Ivy y de Kit.

Louis miró patéticamente a la muchacha.

—¿Tengo que ir?

—Sí.

Era muy distinto de todo lo que Kit había visto hasta entonces; no había ataúd que descendiera a la tierra, ni ruido de palas y arena al caer: solo unas cortinas, que se abrieron y se cerraron. Parecía irreal.

Esperaron fuera, ante la pequeña capilla del horno crematorio.

—¿Cuándo te enteraste? —preguntó Louis a Kit.

—Lo supe siempre —dijo ella.

—No mientas. Ella pasó la primera Navidad muriéndose de pena porque no podía llamarte.

—Me escribió poco después.

—No te creo.

—Como quieras. Yo era el secreto que tú ignorabas, así como tú tenías muchos de los que ella no estaba enterada. Las cuentas quedan saldadas.

—De acuerdo —dijo Louis.

Parecía viejo y cansado. Esa fue la venganza de Kit.

Tuvieron que hablar con un abogado. Lena había dejado todos sus bienes a Mary Katherine McMahon de Lough Glass. Descontando los legados para Ivy y Grace West, su cuarta parte de la agencia Millar pertenecía en aquel momento a Kit.

—¿Cómo desea que se las transfiera cuando terminen los trámites? Se trata de cuarenta o cincuenta mil libras —dijo el abogado.

—Más adelante le escribiré —resolvió Kit.

Alquilaron un coche para volver a casa cruzando Inglaterra. Atravesaron sembrados, bosques y pequeñas poblaciones; luego subieron por Gales. Regresarían a Londres para visitar a los amigos: Ivy, Ernest, Grace y Jessie.

Pero en aquel momento querían ir a casa.

—¿Qué voy a hacer con el dinero? No puedo decir que me han regalado cincuenta mil libras.

—No. —Stevie estaba pensativo.

—¿Y qué puedo hacer? Ella quería que fuera mío... pero tengo que hacerlo bien. Sería terrible que toda la historia se destapara a estas alturas.

—Podrías dármelo a mí —sugirió Stevie.

—¿Qué?

—Puedes invertirlo en mi negocio.

—¿Estás loco?

—No, yo podría transformar el local por completo. Y de cualquier modo, cuando te cases conmigo será tuyo. Mientras tanto lo cuidaré por ti.

—¿Y qué confianza me mereces tú?

—Lena confiaba en mí.

—Cierto. Pero eso sería una locura.

—No, en absoluto. Podríamos buscar a un abogado para hacerlo legalmente.

—No sé, Stevie.

—Entonces piensa algo mejor.

Y siguieron cruzando las carreteras de Gales.

Pasaron la noche en Anglesey, en una encantadora pensión. La mujer tenía un acento cantarín.

—Tengo una hermosa habitación para ustedes —les dijo—. La cama tiene dosel. Y desde ahí casi se puede ver Irlanda.

Estaban demasiado exhaustos como para explicarle la situación. O tal vez cada uno pensó que lo diría el otro. De cualquier modo, en Londres habían dormido inocentemente juntos en la cama de Lena. Subieron a acostarse. Él estaba muy guapo a la luz de la luna, con el pelo largo y oscuro contra la almohada. Kit alargó una mano hacia él.

—Si vamos a ser compañeros de cama, será mejor que empecemos a practicar.

Se quedaron tres días en Anglesey. Y tres noches.

Y luego volvieron a casa.

Hubo muchas explicaciones que dar, pero no les importó. Kit accedió a trabajar en el Hotel Central durante el verano. Stevie dijo a Maura que tal vez recibieran una inyección de dinero para el taller.

—Ya sé de dónde sacaste ese dinero —dijo Maura súbitamente.

—Por Dios, ¿lo sabes? —exclamó Stevie.

—Sí, de las carreras de galgos —contestó ella en tono triunfal—. ¿Me equivoco? Dime.

—Algo así —reconoció Stevie, avergonzado.

—¿Y te parece que puedo confiar en ti?

—Pero confías, ¿no?

—Sí. No sé por qué, pero el día en que saliste corriendo me di cuenta de que eras sincero al decir que no seducirías a Kit.

Stevie rezó pidiendo que no se volviera a preguntárselo.

Era la noche más corta del año. Stevie y Kit salieron a remar por el lago.

Todo el mundo se había acostumbrado a verlos juntos, paseando de la mano por la orilla. Ya nadie se molestaba en cotillear. Como Anna Kelly y Emmet, que estaban juntos desde que la gente podía recordar. Igual que Philip O’Brien y aquella chica estupenda, aquella estudiante de farmacia de tanto carácter, que había empezado a trabajar en la farmacia McMahon. Se llamaba Bárbara y, según decía la gente, era la chica que Philip O’Brien había buscado toda su vida sin saberlo. De la hermana Madeleine ya nadie se acordaba y Orla Reilly rara vez iba al pueblo. El bar de Paddles se llenaba todas las noches. Mona Fitz estaba en el asilo para enfermos mentales.

La vida continuaba. Y era normal que los jóvenes salieran en bote por las serenas aguas del lago de Lough Glass durante la noche.

Stevie y Kit tomaron la pequeña caja de cenizas y las esparcieron por el lago. La luna estaba alta en el cielo. No estaban tristes: aquello no era realmente un funeral. Todo había terminado en Londres hacía años, aquella primera vez. Esta vez no era algo triste. Era, simplemente, lo correcto.

Igual de correcto que pasar la luna de miel en Gales. En el futuro, cuando se estudiara la historia del pueblo y se hablara de las personas que habían vivido allí, tal vez se mencionara a Helen McMahon, que había muerto en el lago. De este modo sería verdad: en aquel momento su cuerpo estaba en el lago, como el de tantos otros que se habían ido antes, pero el de ella se iba en paz.

Maeve Binchy nació y se crió en Dublín. Licenciada en historia por el University College Dublin, ejerció de profesora en varias escuelas para chicas, mientras en los veranos escribía artículos de viaje. En 1969 se incorporó al Irish Times. Es autora de diversas obras de teatro y un telefilme. Entre sus novelas destacan: Círculo de amigos, El lago de cristal, Ecos del corazón, Tara Road: una casa en Irlanda, La pluma escarlata, Los bosques de Whitethorn y Bajo el cielo de Dublín.

Título original: The Glass Lake

Edición en formato digital: septiembre de 2012

© 1994, Maeve Binchy

© 2011, Random House Mondadori, S. A.

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© Edith Zilli

Diseño de la cubierta: Yolanda Artola / Random House Mondadori, S. A.

Fotografía de la cubierta: © Jeff Cottenden

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ISBN: 978-84-9032-349-6

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27/10/2013