6
Ivy la alcanzó cuando ya llegaba al semáforo.
—Vuelve —dijo—. Vuelve, por favor.
Kit tenía la cara pálida; su vitalidad había desaparecido. No era la chica alegre que pocos minutos antes parloteaba en la sala de la planta baja. Claro que aquella chica acababa de ver un fantasma.
—Te suplico que vengas. —Ivy alargó la mano, pero Kit la esquivó—. Ha sido un golpe terrible. No puedes quedarte aquí, en la calle.
—Tengo que irme... Tengo que irme.
Kit miraba como enloquecida el tráfico que las rodeaba, los grandes autobuses rojos, tan ajenos, toda aquella gente tan distinta de los que vivían en su pueblo. El bullir de un anochecer londinense.
Ivy no la tocó, no trató de cogerla por la muñeca. Temía que Kit, por liberarse, se lanzara hacia los coches.
—Tu madre te quiere tanto... —dijo con la esperanza de que surtiera efecto.
—Mi madre ha muerto —le replicó Kit.
—No, no.
—Ha muerto. Se ahogó en el lago. Ella misma se arrojó. Lo sé... Soy la única que lo sabe. No puede estar aquí... Ella se ahogó...
La voz de la chica tenía el timbre agudo de la histeria. Ivy comprendió que había llegado el momento de tomar las riendas. Le rodeó los hombros con su brazo pequeño y fuerte.
—No me importa lo que digas; no puedo dejarte sola. Ahora vendrás conmigo.
Y la llevó, medio en volandas, hasta el número 27, a su propio apartamento.
Lena no estaba allí. La sala estaba igual que hacía apenas diez minutos, con sus paredes cubiertas de ridículos adornos. Kit se sentó en la misma silla que ocupaba cuando oyó a la mujer en la escalera y salió a investigar.
¿Qué la había impulsado a hacerlo? ¿Y si no hubiera salido? Sentía la cabeza muy rara, como si la parte superior se le hubiera convertido en papel. Luego oyó un chasquido en los oídos y le pareció que el suelo se elevaba hacia ella. Por todas partes se oían gritos, gritos lejanos.
Después sintió palmaditas en las mejillas y un olor extraño, horrible, que estuvo a punto de ahogarla. La cara de Ivy apareció ante ella, grande y afligida, muy cerca. Tenía un frasquito en la mano.
—No hables. Huele.
—¿Qué...? ¿Qué...?
—Son sales aromáticas. Te has desmayado.
—Nunca me desmayo —aseguró Kit, indignada.
—Ya estás bien. Te ayudaré a llegar hasta el sofá.
—¿Dónde está ella? —pregunto Kit. Volvía a ser consciente del asunto y de su importancia.
—Arriba. No bajará hasta que yo se lo pida.
—No quiero verla.
—Chist... De acuerdo. Pon la cabeza entre las rodillas, para que baje la sangre.
—No quiero...
—¿No me has oído? Solo iré a buscarla cuando estés preparada.
—Nunca estaré preparada.
—De acuerdo. Ahora te daré una taza de té con mucho azúcar.
—No tomo azúcar —protestó Kit.
—Hoy sí. —Por el tono estaba claro que Ivy no admitiría discusiones.
El té, fuerte y dulce, empezó a devolverle el color. Por fin habló.
—¿Estuvo aquí desde un principio? ¿Desde el primer día, cuando pensamos que había muerto?
—Te lo dirá ella misma.
—No.
—Más té... otro bizcocho... Por favor, Kit. Esto es lo que hacíamos durante la guerra cuando alguien sufría una conmoción. Si resultaba entonces, resultará ahora.
Kit iba a rechazar aquella segunda taza, pero de pronto cayó en la cuenta de que aquella mujer no tenía otra cosa para darle; entonces la aceptó.
—¿Por qué recurrió a usted? —preguntó Kit—. ¿Ya eran amigas?
—Alquilo habitaciones. Eso es todo.
—Pero ahora son amigas.
—Sí, ahora sí.
—¿Por qué? —La cara de Kit reflejaba su angustia e incomprensión.
—¿Por qué? Porque ella es una gran persona. ¿Quién no querría ser amiga suya?
Se oyeron pisadas en la escalera, pero no era Lena, sino la pareja del tercer piso, que salía. Kit e Ivy trataron de mirar a través de la cortina de red.
Cuando se oyó el chasquido de la puerta, la casera habló en tono casi triunfal:
—Te lo dije: prometió no bajar hasta que tú quisieras verla. —Silencio—. O subieras al apartamento.
—No puedo.
—Tómate tu tiempo.
—No hay tiempo que valga.
Se hizo otro silencio.
—¿No te molesta si subo a decirle que estás bien? —preguntó por fin Ivy—. No, te prometo que no voy a traerla. Es que ella estará inquieta.
—¿Qué puede importarle que estemos bien o no?
—Kit, por favor, no quiero dejarla esperando arriba sin saber qué pasa. Volveré dentro de un minuto. —Kit no dijo nada—. No vayas a escapar.
—No soy yo quien escapó —dijo la chica.
—Ella te lo explicará.
—No.
—Cuando quieras escucharla. —Ivy se fue.
Cuando sus pasos se perdieron por la escalera, Kit se acercó a la puerta.
Allí estaba el cuarto al que habían llegado sus cartas en aquellos años: cartas a Lena Gray, contando secretos de su madre, hablando de la tumba y de las flores que habían pintado alrededor. Ella había revelado a aquella tal Lena secretos que no contaba a nadie. Y todo había sido un engaño. La invadió una oleada de furia y vergüenza. No quería dejar las cosas así, alejarse discretamente de aquella casa como si nada hubiera ocurrido. Su madre estaba viva. Su padre tenía que enterarse. Y Emmet. Y todos.
Era demasiado para ella. Se sintió mareada una vez más, como si fuera a desmayarse de nuevo. Pero se controló. Subiría a hablar con su madre. Quería saber qué había sucedido y por qué. Por qué su madre los había abandonado a todos así, para mudarse a aquella casa de Londres, dejando que ellos la buscaran en el lago.
Salió y comenzó a subir la escalera, dispuesta a llamar a todas las puertas hasta encontrarla. Pero no hizo falta.
En el primer piso oyó la voz de Ivy:
—Bajo a verla, Lena. Con el golpe que ha sufrido esa criatura, no puedo dejarla sola.
Entonces vio a Kit en la escalera. En silencio, se apartó a un lado para permitirle la entrada.
—¿Kit?
Su madre estaba sentada en una silla, con una manta pequeña cubriéndole los hombros. Temblaba. Era evidente que Ivy la había arropado. En la mano tenía un vaso de agua.
La casera cerró suavemente la puerta, dejándolas solas.
Madre e hija.
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó Kit. Su mirada era dura; su voz, fría—. ¿Por qué nos dejaste creer que habías muerto?
—Era necesario —dijo Lena con voz inexpresiva.
—No, no era necesario. Si querías irte, alejarte de papá, de Emmet y de mí, podrías habérnoslo dicho, en vez de dejar que te buscáramos, que rezáramos por ti... pensando que estabas en el infierno. —A Kit se le quebró la voz por la emoción.
Lena no dijo nada. Tenía los ojos dilatados por el espanto. Todo había salido de la peor manera posible. Su hija la había descubierto. Estaba llena de odio y de desprecio. ¿Debía explicarse? ¿Explicar a la chica que era su padre quien había cometido la verdadera traición? ¿O sería mejor protegerlo, para que Kit conservara la confianza en uno de sus padres, en vez de pensar que los dos le habían fallado?
La chica era tan fuerte y dura... Y por sus cartas, Lena conocía los secretos de su corazón. Ya no se los contaría nunca más. Era un dolor tan grande como ver vacío el armario en que Louis Gray guardaba sus trajes.
Señaló una silla, pero Kit no quiso sentarse. Miraba a su alrededor, moviendo los músculos de la cara, intentando dominarse. Lena la seguía con la mirada, preguntándose qué impresión le causaría aquel lugar, ansiando poder adivinar los pensamientos que le pasaban por la cabeza.
La vio tomar aliento, como si fuera a hablar, pero cambió de idea. Se acercó a una de las ventanas para apartar las gruesas cortinas y miró hacia la calle.
Lena esperaba, con los ojos muy abiertos. Con mano temblorosa, dejó el vaso de agua. Todo parecía estar moviéndose a cámara lenta.
—Di algo —le ordenó.
Kit habló con voz firme.
—¿Por qué tengo que decir algo? Eres tú quien tiene algo que explicar.
—¿Me escucharás?
—Sí.
—Tomé una decisión. Estaba enamorada de otro. Era un amor tan fuerte que os abandoné, a ti y a Emmet. Y mi vida con vosotros.
—¿Y dónde está ese hombre al que amabas tanto? —Había sorna en la voz de Kit.
—No está aquí.
—Pero ¿por qué fingiste que habías muerto?
—Yo no fingí nada. Eso surgió por error.
—Oh, escúchame —estalló la chica—. Ahora escúchame. Desde que tenía doce años te he creído muerta. Mi hermano y yo visitamos tu sepultura; se reza por ti en cada aniversario. Papá se pone tan triste cuando habla de ti que hasta las estatuas llorarían. Y tú... aquí, en este lugar... porque estabas enamorada de otro... de un hombre que no te ama... Y dices que si la gente te cree muerta es solo por error. Debes de estar loca, completamente loca.
De algún modo, la cólera de Kit alentó a Lena, que arrojó la manta a un lado y se levantó para enfrentarse a su hija.
—Yo no tuve nada que ver con esta conspiración para hacerme pasar por muerta. Cuando me fui se lo dije a tu padre. Le dije que buscara un modo de explicar las cosas a sus vecinos y amigos. Eso era lo menos que podía concederle, un poco de dignidad. No le pedí nada. No estaba en situación de hacerlo. Solo esperaba que él me permitiera ver a mis hijos.
—No le dijiste nada. Poco me importan las mentiras que tú misma quieras creer, pero a mí no vas a mentirme. Porque era yo quien lo oía llorar en su cuarto, noche tras noche. Quien iba con él junto al lago mientras se te buscaba. Yo estaba allí cuando trajeron el cuerpo, y vi su alivio al decir que podrías descansar tranquila en la tumba. ¡No vengas a decirme que papá estaba enterado de toda esta... esta patraña! No sabía nada.
Estaban ambas muy cerca, coléricas y alteradas.
—Si te engañó tan bien, debe de ser mucho mejor actor de lo que yo creía. —En la voz de Lena había una gran amargura—. Jamás me perdonaré por lo que os hice a ti y a Emmet, pero él tiene su parte de culpa. Yo se lo dije. Tu padre lo sabe. Le dejé una carta.
—¿Qué...?
—Le dejé una larga carta en la que se lo contaba todo. Y no le pedía nada, ni siquiera comprensión.
Kit retrocedió.
—Una carta. ¡Oh, Dios mío! —Se llevó la mano a la boca. Se había puesto pálida. Kit McMahon nunca se había desmayado hasta aquel día, pero ahora parecía a punto de hacerlo por segunda vez. Se tambaleó. El suelo empezó a subir hacia ella, pero se obligó a dominar el vértigo y las náuseas.
—Sé que no vas a creerme —dijo Lena.
—Sí, te creo —contestó Kit, con voz ahogada.
—¿Lo sabías?
—Yo la encontré... y la quemé en la cocina.
—¿Que hiciste qué?
—La quemé.
—¿La quemaste? ¿Una carta dirigida a otra persona? En el nombre de Dios, ¿por qué? ¿Por qué hiciste eso?
—Para que te sepultaran en el cementerio de la iglesia —respondió Kit sencillamente—. Si se enteraban de que te habías suicidado, no lo habrían permitido.
—¡Pero si yo no me había suicidado! Oh, Dios mío, ¿por qué tuviste que meterte?
—Creía que te...
—¿Qué te hizo pensar así? ¿Qué derecho tenías a decidir? No puedo creerlo, de veras. No puedo creerlo.
—Todo el mundo te estaba buscando. La gente salía con linternas y el sargento O’Connor... Y el bote volcado...
—Pero por el amor de Dios... si hubieras entregado la carta a tu padre...
—Es que tú eras tan extraña... y alocada, ¿no lo recuerdas? Eso es lo que pensamos.
—Eso es lo que tú pensaste, lo que a ti se te ocurrió pensar.
—Da la casualidad de que mucha gente pensaba lo mismo.
—¿Cómo lo sabes?
—Una oye rumores.
—¿Y qué pasó con la investigación? ¿Qué farsa montaron tu padre y Peter Kelly, al hacer pasar por mí a alguna otra desdichada?
—Creyeron que eras tú. Todos lo creímos.
—Pero ¿quién era? ¿De quién es el cadáver que está en mi tumba?
Kit la miró, destrozada.
—No sé. Puede ser alguien que se ahogó hace mucho tiempo.
Lena desechó la posibilidad.
—Piensa. Él hizo cualquier cosa para ocultar el hecho de que yo lo había abandonado.
Kit estaba muy quieta.
—Papá no sabe que lo abandonaste. Gracias a mí, te cree muerta.
Lena la observó, asimilando el horror de todo aquello. Desde hacía años, Martin creía en verdad que ella había muerto ahogada en el lago, ante su propio umbral. ¿Cómo podía haber sucedido algo tan ridículo?
—¿Y sabe por qué? ¿O sospechó que yo quería abandonarlo y que por eso me quité la vida?
—No, no cree que te hayas quitado la vida. Piensa que te ahogaste por accidente. Tal vez sea uno de los pocos que lo cree. Nos lo ha dicho a Emmet y a mí, una y otra vez.
Lena buscó los cigarrillos. Automáticamente alargó la cajetilla hacia Kit, que negó con la cabeza. El cuarto que había sido escenario de tales gritos estaba en aquel momento tan silencioso que el roce de la cerilla sonó como el trallazo de un látigo.
—Lamento haber quemado la carta —dijo Kit tras una eternidad—. En aquellos momentos parecía la única solución.
Otro largo silencio.
—No sabes cuánto me arrepiento de haberos abandonado —confesó Lena—, pero por entonces... por entonces...
Se sentó. Kit seguía de pie.
—Podrías haber vuelto, venir a decirnos que estabas viva, que había sido un error. Pero no querías, ¿verdad? No te importaba dejarnos pensar... pensar...
—Estaba atrapada —dijo Lena—. Había prometido a tu padre...
—Esa trampa la creaste tú. Y no me hables de lo que prometiste a papá. Supuestamente, al casarte con él prometiste amarlo, honrarlo y obedecerlo. No diste mucho valor a esa promesa.
—Siéntate, Kit, por favor.
—No, no quiero sentarme. No tengo ganas de sentarme.
—Estás muy pálida. Pareces deshecha. Siéntate. Tal vez no tengamos mucho tiempo para conversar. Esta puede ser nuestra única oportunidad.
—No quiero ninguna charla de amigas.
—Yo tampoco quiero una charla de amigas. —Pero Kit se dejó caer en una silla, con alivio; sentía las piernas muy flojas—. ¿Qué es lo peor? —preguntó Lena al fin.
—Lo que le hiciste a papá.
Hubo un silencio.
—¿O lo que le hiciste tú? —dijo por fin la madre con mucha suavidad
—Eso no es justo. No voy a cargar con la culpa de esto.
—No te pido que cargues con la culpa. Solo te pido que dialogues conmigo. Dime qué debemos hacer ahora.
—¿Cómo quieres que dialogue contigo? No te veo desde que era una criatura de doce años. No sé quién eres. Ya no sé nada de ti. —Kit parecía rehuirla.
Lena apenas se atrevía a hablar. Cada palabra suya parecía alterar más a su hija. Quedó a la espera, hasta que no pudo soportarlo más.
—Sabes mucho de mí. Hace años que nos escribimos.
Kit la miró con ojos fríos.
—Te equivocas. Tú lo sabes todo de mí. Sabes cosas que no he dicho a nadie más en el mundo. Te las conté de buena fe. En cambio yo no sé nada de ti. Solo mentiras.
—Lo que te escribí era cierto —exclamó Lena—. Te dije que tu madre te amaba, que estaba muy orgullosa de ti. ¿No te dije eso... todo el tiempo?
—Y eran mentiras. No me contaste que mi madre nos había abandonado, dejándonos creer que había muerto.
Hubo un destello en los ojos de Lena.
—Tú tampoco me contaste que habías quemado la carta aclaratoria.
—No lo hice porque deseaba proteger su reputación.
Lena notó, con dolor, que hablaba de su madre en tercera persona. Como si su madre, en un sentido real, estuviera muerta.
Y así permanecería.
—En tus cartas parecías tenerme cariño. Yo soy la misma persona que te escribía. Todo lo que te dije es cierto. Trabajo en la agencia de empleo, Louis es encargado de un hotel...
—Nada de eso me interesa. ¿Qué más da? Ahora quiero irme.
—No te vayas, te lo ruego. No puedes salir sola a las calles de Londres después de esta terrible noticia.
—No es la primera noticia terrible que recibo. Y he sobrevivido. —La voz de la muchacha era amarga.
—Siéntate un rato. Si te molesta que te hable, no diré nada. Pero no quiero que estés sola después de este golpe.
—No pensaste en el golpe cuando te fuiste. —Kit tenía el puño apretado contra la boca, para contener las lágrimas.
Lena comprendió que no debía hacer ningún ademán de abrazarla, ni de tocarla siquiera. La chica estaba preparada para levantarse y salir. Solo se quedaría en aquel cuarto hasta reunir fuerzas y valor para marcharse.
Permaneció muy quieta, sin mirarla, con la cabeza apoyada en una mano y la vista perdida más allá de la ventana; en el mundo exterior, la gente seguía viviendo como siempre.
Kit levantó la cabeza para mirarla.
Su madre siempre había sido así, capaz de pasar horas enteras sentada, sin moverse. Cuando bajaban al lago y todo el mundo corría de un lado a otro señalando cosas, su madre se sentaba, apacible y a gusto, sin necesidad de hablar ni de moverse. Y por la noche, junto al fuego, mientras su padre hacía trucos con las cartas o jugaba al parchís con ellos, Helen contemplaba las llamas; a veces acariciaba el cuello de Farouk, sin decir nada, tranquilamente.
En aquel tiempo todo parecía estable y seguro. ¿Por qué tenía que aparecer aquel hombre para robarles a su madre? La ira contra el hombre que había trastornado la vida de todos vino a reemplazar a las lágrimas.
—¿Sabe que existimos? —consiguió decir Kit.
—¿Quién? —El sobresalto de Lena parecía auténtico.
—Ese hombre... Louis, como se llame.
—Se llama Louis. Sí, lo sabe, claro.
—¿Y aun así te llevó lejos? —La voz de Kit se había teñido de pesar.
—Yo lo acompañé por propia voluntad. Quería irme con él. Imagínate cuánto necesitaba irme. De otra manera, ¿cómo habría podido separarme de ti?
Kit se tapó los oídos con las manos.
—No quiero saber lo que necesitabas. No quiero imaginar nada. Me asquea pensar en eso.
Tenía la cara enrojecida y alterada. Demasiado difícil era ya para una chica imaginar a su madre con su padre; ni pensar en imaginarla con otro. Lena lo comprendió.
—Lo he dicho solo por aceptar mi culpa.
—¡Culpa! —La palabra sonó como un bufido.
Lena tuvo miedo de que su hija se levantara súbitamente y saliera por aquella puerta sin volver la cabeza.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó otra vez.
—No sé a qué te refieres.
—¿Les dirás, a Emmet y a tu padre, que... las cosas no son como pensaban?
—Tú siempre supiste que las cosas no eran como pensábamos.
—Por favor, Kit, sabes que mi intención no era esa. Todo esto fue consecuencia de lo que hiciste.
—¿Y qué es lo que me estás preguntando? —Kit hablaba con voz fría.
Hubo una larga pausa. Por fin Lena levantó la cabeza para mirarla a los ojos.
—Supongo que te estoy preguntando si me quieres viva o muerta.
Se produjo otra pausa.
—Ya que has preferido estar muerta durante estos cinco años —dijo Kit lentamente—, por lo que respecta a nosotros... deberías seguir estando muerta.
Se levantó para salir. Para Lena fue como si cerrara la tapa de su ataúd.
Ivy la vio salir hacia la puerta de la calle. En aquel momento parecía más entera. No daba la impresión de que necesitara apoyo ni ayuda para entenderse con el tráfico. Parecía capaz de arreglarse sola. Pero en su expresión había algo vacío y frío que antes no estaba allí.
Ivy se moría por subir al piso de Lena. Ante todo deseaba consolar a la mujer que había perdido, en un mismo día, al amante y a la hija. Pero comprendió que no debía hacerlo. Lena bajaría cuando estuviera lista.
Kit buscó una cafetería. Había una máquina de discos y un grupo de chicas de su misma edad estaba escuchando todo el repertorio. Qué maravilla ser como ellas. Tener un hogar como todos. Una madre que no se hubiera fugado, fingiéndose muerta. Ninguna de ellas se había encontrado nunca con un fantasma. Y tenían dinero suficiente para divertirse.
Hablaban de los muchachos con los que salían. Dos de ellas eran negras y tenían acento londinense. Parecía increíble: gente de distintos colores, decenas de cafeterías en la misma calle y nadie que te conociera; no como en el pueblo, donde todo el mundo conocía a todo el mundo.
Así había vivido su madre desde el día en que se había ahogado.
Helen estaba viva. ¿Qué diría Emmet? Estaría encantado. Y su padre, ¿qué diría su pare cuando se enterara? Entonces volvió a sentir aquel oscuro pesar. Ellos no podían enterarse. Después de tantos años, sería demasiada desgracia, demasiado sufrimiento.
Y todo era culpa de Kit.
¡Cuántas veces, en los últimos años, había sentido remordimientos por haber quemado aquella carta! Pero siempre se decía que lo había hecho por el mejor de los motivos y que Dios lo sabía. Quería que su madre fuera sepultada como todo el mundo, no como una criminal, fuera de los muros del cementerio. Lo había hecho por amor a su madre. Pero ¿a quién le importaba en aquel momento, quién podría entender cuál había sido su intención? La situación era espantosa para todos.
El café le quemó la garganta.
Lo mejor era que nadie se enterara. Así lo prefería... ella. Kit no podía identificarla con su madre. No era su madre aquella mujer delgada, la del piso elegante, que decía necesitar a Louis. ¿Por qué obligar a Emmet a pasar por lo mismo que ella estaba padeciendo? Y a papá. ¿Qué sentiría papá al saber que su amada Helen, por quien tanto había llorado, lo había abandonado porque deseaba a un hombre llamado Louis?
¿Y dónde estaba el tal Louis, a fin de cuentas? Si ella estaba tan loca por él, ¿por qué no había rastros de él en el piso? Kit se acordó del hombre que había entrado en la sala de Ivy, aquel moreno guapo como un actor. Pero aquel no podía ser Louis: se iba, dejaba un gran baúl con sus cosas para que alguien lo recogiera. Aquel no podía ser el Louis de mamá. Además, era demasiado joven. Demasiado joven para ser el capricho de mamá.
Alguien le tocó el brazo. Levantó la vista, sobresaltada.
Era un muchacho de unos dieciocho años.
—¿Estás sola?
—Sí. —Kit lo miró con cautela.
—¿Quieres unirte a nosotros? —Señalaba la mesa que ocupaba el grupo. Todos le dedicaron una sonrisa alentadora.
—No, gracias... muchísimas gracias.
—Anda, no puedes quedarte sola si hay música.
Kit lo miró dudando. El grupo cantaba, marcando el ritmo con palmadas. Tal como habrían hecho ella y Clio en otra situación. No podía sentarse entre ellos y reír como si nada hubiera pasado.
—Gracias. —Le sonrió.
Él parecía muy satisfecho de llevar a su mesa a una chica tan bonita y bien vestida. Kit respondía con una sonrisa y una inclinación de cabeza a medida que le decían sus nombres. Debía de haberles dicho el suyo, porque la llamaron Kit al despedirla, cuando dijo que debía irse y salió corriendo del café, para coger el autobús que la llevaría al convento.
Clio se paseaba protestando.
—Llegas tarde.
—No. Tú has llegado temprano.
—¿Qué has hecho? —Su amiga seguía enfadada por haber tenido que salir sola.
—Estuve en una cafetería. —Kit se encogió de hombros.
—¿Eso es todo? Yo he visto muchísimos sitios.
—Qué bien.
—¿Hablaste con alguien? —Clio, con ojos ávidos, buscaba información.
—Sí, con todo un grupo que había acaparado la máquina de discos.
—¿Había chicos?
—Eran mayoría.
—¿Cómo eran?
—Normales. ¿Y tú? —Kit comprendió que debía dar a las cosas un aspecto habitual.
—Yo di una vuelta, por aquí y por allá. ¿Cómo se llamaban?
—¿Quiénes?
—Los chicos con los que estuviste.
—No me acuerdo. —Era cierto.
Clio puso cara de sorpresa.
—No habrás tenido relaciones sexuales con alguno de ellos, ¿verdad, Kit? —preguntó súbitamente, mientras subían los escalones del convento.
—¡Por Dios! ¿Cómo se te ocurre? —Su amiga nunca dejaba de sorprenderla.
—Bueno, es que estás cambiada.
—Lamento desilusionarte, pero no hice nada de eso. No llegamos a tanto, quizá porque había demasiada gente en esa cafetería.
—Oh, cállate. Es que te noto distinta. No sé en qué sentido, pero te conozco muy bien. Algo ha pasado.
—Bueno, puedo asegurarte que no he perdido mi virginidad en una mesa de café.
—¿Qué te ha pasado?
—Nada. Supongo que es por estar en una ciudad desconocida sin formar parte de ella.
Acertó al decir eso. Clio la creyó. Su propio paseo le había parecido un fracaso absoluto. Era un consuelo pensar que Kit McMahon tampoco había encontrado nada que hacer. Pero lo extraño era que la notaba cambiada.
Aquella noche, Kit apenas pudo dormir. Cuando comenzó a amanecer sobre Londres, ella ya estaba sentada junto a la ventana. Se preguntaba si su madre estaría igualmente preocupada. No: seguramente estaba con ese tal Louis al que tanto deseaba. Una vez más consideró la posibilidad de que Louis fuera el hombre guapo que había dejado sus cosas para mandarlas recoger después.
De pronto, una idea surgió de la nada, con la fuerza y el dolor de un viento frío y penetrante. Si Louis se había ido y mamá había sido descubierta con vida, no había motivos para que ella no volviera a casa, después de todo.
Kit pasaba de un frío glacial a un acaloramiento febril que le ardía en la cara. Cuando amaneció, se sentía demasiado mal para salir de excursión; aquel día era una caminata por el Londres de Dickens.
La madre Lucy estaba preocupada.
—¿Esta reacción es frecuente en ti? —preguntó. Porque la chica realmente tenía la temperatura alta.
—Solo necesito quedarme en cama un rato, con la habitación a oscuras.
—Te visitaré cada hora —prometió la madre Lucy.
Kit se quedó en aquella cama estrecha, sola en el dormitorio que alojaba a ocho niñas. Fingió que dormía. Así no habría más conjeturas sobre la causa de aquella fiebre.
Lena no había dormido. A las seis comprendió que no habría modo de pegar ojo. Entonces se vistió y bajó la escalera para echar un mensaje bajo la puerta de Ivy. «Esta noche hablaremos», decía. No necesitaba agradecerle que la hubiera dejado en paz la noche anterior. Ivy lo sabía.
Ya en la agencia, comenzó a escribir una carta para su hija. Escribía y arrancaba las hojas de la máquina para romperlas. Trató de escribir a mano, pero eso tampoco dio resultado. Cuando llegó Dawn Jones, Lena ya se había dado por vencida. No había manera de expresar una sola cosa entre el millón que necesitaba decir.
Nadie sabría jamás que la tranquila señora Gray había pasado una noche de angustia. Que en un solo día se había reencontrado con su hija, había vuelto a perderla y había sido abandonada por el hombre con quien convivía desde hacía cinco años. No le quedaba nada por lo que vivir. Sin embargo, tendría que llegar al final de aquel día. Los pensamientos que le habían dado vueltas en la cabeza durante sus horas de insomnio la convencieron de que su hija tenía razón. Debía seguir muerta. Ya había causado demasiado sufrimiento.
Pero lo que la aterrorizó de pronto fue la posibilidad de que Kit cambiara de idea. Una vez que hubiera superado el horror inicial y el remordimiento por su propia culpa, por la trágica buena intención de quemar la carta, entonces tal vez cambiara de idea. Tal vez se creyera en el deber de revelar que su madre estaba viva.
Lena se sentía infinitamente culpable por lo de Martin. Lo había juzgado muy mal. Aquel hombre llevaba años viviendo a la sombra de su muerte, de su posible suicidio. Kit decía que el pueblo era un hervidero de rumores. Martin había sobrevivido a todo eso, enseñando a sus hijos a respetar la memoria de su madre. En aquel momento no podía verse expuesto como lo que era: un hombre cuya esposa se había fugado con otro y se había permitido aceptar la explicación de una muerte accidental.
Martin merecía más dignidad. Merecía ser un poco feliz. Era preciso advertir a Kit que no cediera nunca.
Durante la noche, Lena se había creído capaz de encontrar las palabras para escribir a su hija, pero no había sido posible.
Y allí estaba Dawn, fresca como una rosa.
—¡Y yo que me creía madrugadora! Me has ganado por la mano otra vez.
Lena se sentía vieja y cansada.
—Es posible que hoy tenga que tomarme algún tiempo libre, Dawn. ¿Podrías traer tu cuaderno y tomar nota de las tareas que deberás compartir con Jessie?
—Claro que sí. —Dawn prestó atención.
Lena volvió al número 27 y llamó a la puerta de Ivy.
—Cuando tengas un minuto, ¿puedes subir a hacerme compañía?
Tenía un aspecto tan frágil que Ivy se alarmó.
—¿Quieres que te acompañe al médico?
—No, pero me gustaría que me echaras una mano para subir.
Ivy la ayudó a desvestirse y la metió en cama. Notó que tenía en la cara profundas arrugas de dolor y cansancio.
Ninguna de las dos había dicho una palabra.
—Es una chica muy hermosa, Lena —comentó Ivy por fin—. Tienes una hija encantadora.
No habría podido decir nada mejor para levantar la barrera que contenía el llanto. Lena no había llorado desde que había empezado todo aquello, pero al oír aquel comentario perdió el control. Lloró como un bebé durante una eternidad. Y solo después de mucho tiempo pudo sonarse la nariz y contar aquella tragedia en toda su profundidad: el error que su hija había cometido, con toda inocencia, impidiendo que Helen McMahon pudiera reunirse nunca más con su familia.
—No te divertiste tanto, ¿verdad? —comentó Martin McMahon.
—Oh, claro que sí, papá. Vimos de todo.
—¿Qué fue lo que más te gustó? —preguntó Emmet.
—Creo que la Torre de Londres.
—¿Y esa fiebre que tuviste? —El padre todavía estaba preocupado.
—Duró solo uno o dos días. Ya sabes cómo exageran las monjas.
—Clio le contó a Peter que pasaste dos días en cama.
—Clio es peor que las monjas, papá.
—Qué coincidencia que usted estuviera en Londres al mismo tiempo que nuestras alumnas —comentó la madre Bernard a Maura Hayes.
—¿Cómo dice, madre?
—La madre Lucy me contó que Clio y Kit salieron a pasear con usted.
—Ah, la madre Lucy... —Maura no entendía nada, pero no quiso que la monja se diera cuenta.
—Qué coincidencia —repitió la madre Bernard.
—Es verdad —confirmó Maura. Pero su frente se arrugó.
—Ah, Clio, un momento, por favor.
—¿Sí, tía Maura?
—¿La madre Bernard está confundida o alguien le dijo que yo estuve en Londres con vosotras?
—Juro que yo no fui. Lo juro.
—Bueno, ¿quién fue, Clio?
—No tengo ni idea. Pero una monja boba dijo que había llamado mi tía y aprovechamos la oportunidad... —Clio soltó una risita pícara—. Cuando Dios te envía una ocasión así no puedes dejarla pasar, ¿no?
—¿Y adónde fuisteis tú y Kit, para aprovechar esa gran ocasión?
—No sé adónde fue Kit, porque estuvo muy misteriosa. La verdad es que me aburrí. Estuve mirando escaparates y entrando en los bares, como si buscara a alguien.
—¿Y no averiguaste quién era esa inesperada tía que preguntaba por ti?
Clio se encogió de hombros.
—No. Supuse que era un golpe de suerte. Pero me equivoqué.
Orla Dillon, que desde hacía algún tiempo se llamaba Orla Reilly, estaba en el establecimiento de su madre.
—¿Por qué no dejas que te ayude, mamá? Siempre te quejabas de que yo no te ayudaba.
—Eso era cuando vivías aquí. Ahora vives con tu marido. Y me gustaría que volvieras.
—Por Dios, mamá, una tiene que salir de casa de vez en cuando. Le dije que necesitabas ayuda aquí.
—Pues, hiciste mal. ¿Y el bebé? ¿Quién se encarga de él?
—La otra abuela. Así se mantiene ocupada, la vieja bruja.
—Te lo he dicho una vez y no quiero repetirlo, Orla: aquí no tienes nada que hacer.
—Por favor, mamá.
—Deberías haber pensado todo esto antes de meterte en ese otro asunto. —La madre miró a Orla con dureza. Aquella boda precipitada no había sido del agrado de su familia.
Clio y Kit estaban leyendo revistas. Generalmente se las arreglaban para leer cinco por cada una que compraban. Clio no se había perdido una palabra de la conversación entre Orla y su madre.
—El matrimonio no es tan bonito como cuentan —susurró a su amiga.
—¿Qué?
—Estás en la luna. —Últimamente, hablar con Kit McMahon era como hablar con la pared. Aquella chica no se interesaba por nada.
Llegó el prospecto de la Escuela de Hostelería St. Mary, de Cathal Brugha Street. Estuvo tres días en la mesa del vestíbulo, sin ser abierto.
—¿No vas a abrirlo, Kit? —preguntó Rita—. Debe de traer todos los detalles sobre uniformes y esas cosas.
—Claro que voy a abrirlo —dijo la chica.
Pero no lo hizo.
—¿Hostelería? —dijo la señora Hanley, la de la tienda—. Bueno, supongo que está muy bien. ¿Y no vas a estudiar en la universidad, como Clio?
—No, señora Hanley. Lo que realmente quiero es aprender a administrar hoteles. Dicen que es un curso muy bueno. Enseñan a cocinar, a llevar los libros y todo eso.
—¿Y qué opina tu padre de que no vayas a la universidad? Sé que estaba muy ilusionado.
Kit la observó.
—¿De veras? Nunca me ha dicho ni una palabra de eso. Será mejor que vaya a casa a preguntarle. Hasta ahora no tenía la menor idea.
—Bueno, puede que esté equivocada. No tienes por qué hacer preguntas embarazosas. —La tendera parecía asustada.
A Kit le brillaban los ojos de fastidio. Ignoraba que la señora Hanley estuviera avergonzada de que su hija Deirdre trabajara en una cafetería de mala muerte de Dublín, y no como camarera, sino solo fregando suelos. Por ese motivo se esforzaba por minimizar las oportunidades y el futuro de los otros chicos de Lough Glass.
La señora Hanley, además, ignoraba que aquella chica enfadada apenas había entendido el significado de su comentario. Era solo la mención de su padre lo que había provocado su irritación.
Kit dormía mal por la noche y no podía concentrarse durante el día. ¿Y si su madre escribía desde Inglaterra? Peor aún, ¿y si se presentaba allí? Y su padre parecía a punto de embarcarse hacia un agradable futuro sin problemas. ¿Y si todo estallaba ante sus narices?
—Hueles a alcohol, Emmet —dijo Kit.
—¿De veras? Supuse que ya se me habría pasado.
—¿Qué quieres decir?
—¿No me delatarás?
—¿Alguna vez te he delatado?
—Bueno, Michel Sullivan, Kevin Wall y yo... tomamos unas copas.
—No me lo puedo creer.
—Sí. Las preparamos con lo que había en todas las botellas que tira Foley. Mezclamos todo en una jarra y lo agitamos.
—Estás loco, Emmet. Completamente loco. ¿Por qué has hecho eso?
—Por hacer algo. A veces uno se siente un poco solo aquí. ¿No te parece?
Kit miró a su hermano y se mordió los labios. ¿Debería decírselo?
—¿Cómo estás, Kit? —saludó Stevie Sullivan.
—No muy bien.
—Es una pena que una chica tan bonita no esté bien. —Stevie le dirigió una sonrisa irónica y atractiva, que no sirvió para romper el hielo con Kit McMahon.
—Estaría mucho mejor si impidieras que tu hermano organizara cócteles en el patio trasero de los bares.
—¿Qué te has hecho ahora? ¿Abanderada de Alcohólicos Anónimos? ¿Eres el «Apóstol de la templanza»?
—Soy alguien a quien no le gusta que su hermano llegue a casa apestando a alcohol.
—De acuerdo. —Stevie asintió con la cabeza.
—¿Qué significa «de acuerdo»?
—Significa que lo voy a impedir.
—Gracias —dijo Kit, y entró en casa.
Mientras subía la escalera se preguntó por qué había reaccionado así ante un simple juego de chicos. En realidad no se habían emborrachado; solo fingían ser adultos.
Pero se dijo que lo hacía por su padre. Martin ya había sufrido demasiado. Y le esperaba otro tanto. Porque Kit pensaba que no podría guardarse un secreto tan grande. Le sería imposible ocultarlo, tal como había ocultado lo de la carta quemada. Todo saldría a la luz y destruiría la vida de todos.
—Tengo un bonito regalo para cuando empieces tu carrera, Kit. —La señora Hanley le entregó una caja plana.
—Qué amable de su parte, señora Hanley.
—Ábrela y dime si te gusta.
Era un jersey de manga corta, color limón, una prenda que Kit no se habría puesto jamás, pero que bajo una chaqueta podía quedar bien.
—Es precioso, señora Hanley. Muchas gracias.
—El otro día dije lo que no debía. Fuiste muy buena al no prestarme atención.
Kit la miró sin entender. No sabía de qué estaba hablando aquella mujer. Últimamente todo era muy extraño; le costaba recordar las cosas que había hecho desde su regreso de Londres. Todo parecía irreal, en el aire.
Para Lena, en Londres, los días y las noches eran interminables. Dormía o trataba de dormir encogida en un rincón de la gran cama que ella y Louis habían compartido con tanta felicidad.
En la oficina trabajaba como un autómata; la jornada laboral ya no tenía razón de ser para ella. No existían planes para cenar con Louis, para correr a casa a la hora del almuerzo y pasar una hora con él, entre dos turnos.
Le parecía imposible que fuera a pasar su cumpleaños sin que nadie se diera cuenta. Louis, en Francia, se habría olvidado. Kit, en Irlanda, no lo recordaría. Todos los demás, allá en su patria, la creían muerta. Tal vez Ivy se acordara, pero sabría comprender que, aquel año, no había nada que celebrar.
A veces, los sábados a mediodía, cuando cerraban la agencia, Lena se felicitaba por haber sobrevivido una semana más. Quizá así fuera el resto de su vida, a menos que su hija no soportara la presión, claro. A menos que se descubriera que aún vivía. En Londres, en la cama vacía del hombre que la había abandonado, tal como ella había abandonado a su marido.
Algunos días eran más difíciles que otros. Una viuda fue a buscar trabajo de media jornada diciendo que debía estar en su casa a las cuatro de la tarde, cuando su hijo volviera de la escuela.
—Tiene trece años, ¿comprende? A esa edad necesitan mucho a su madre —confesó a Lena.
Para sorpresa de la mujer, los ojos de la señora Gray se llenaron de lágrimas.
—Sí, supongo que sí —dijo con cara muy seria—. Probaremos hasta encontrar algo adecuado.
Y Lena se puso manos a la obra, como si estuviera tendiendo una mano a Emmet al ayudar a aquella mujer con su hijo.
Pensaba mucho en Emmet. Quizá él fuera menos duro de corazón, menos rápido para condenar que Kit. Después de todo, no tenía ninguna culpa. Él no había quemado su nota aclaratoria. ¿Habría algún modo de escribirle para decirle que estaba viva? ¿O eso era una locura?
Y también estaba Martin. Martin, a quien había juzgado tan mal. ¿Era mejor que siguiera dándola por muerta, como decía Kit? Pero Kit podía no mantener sus intenciones. Tal vez terminara por admitirlo todo. ¿No sería más justo hablar en aquel momento con Martin y decírselo personalmente, en lugar de permitir que se enterara por otros?
Sus pensamientos, como ratones, correteaban por su cabeza cuando estaba despierta. Y cuando dormía soñaba a menudo que Louis había regresado. Despertaba con frío y calambres, hasta caer en la cuenta de que no era cierto.
Una noche soñó que volvía a Lough Glass; bajaba de un autobús frente al convento y caminaba por el pueblo, dejando atrás Lakeview Street, que llevaba a la casa de los Kelly, y correos, donde Mona Fitz le daba con la puerta en las narices. Tommy, el cartero, quería salir a hablarle, pero Mona lo llamaba desde dentro; al otro lado de la calle temblaban las cortinas de las ventanas: la estaban viendo, pero nadie salía a saludarla. La señora Hanley había colgado en su tienda el cartel de «Cerramos temprano», para no encontrarse con ella.
Y junto a la puerta del bar de Foley se había reunido una multitud. El taller de Sullivan estaba desierto; en la ferretería de Wall, la gente le volvía la espalda. El padre Baily apretaba el paso por la calle de la iglesia, para no verla. Entonces ella trató de subir nuevamente la calle por la acera contraria, por si acaso alguien le salía allí al encuentro; pero en el bar de Paddles las puertas estaban cerradas y la señora Dillon no le dirigía la palabra. Dan y Mildred O’Brien, en el Hotel Central, esquivaron su mirada.
Por fin llegó a la farmacia. «Ya estoy aquí», anunció. Pero no hubo respuesta. Rita se asomó, vestida de negro. «Me temo que no puede pasar, la señora ha muerto», dijo con solemnidad. «¡La señora soy yo!», exclamaba Lena en su sueño. «Ya lo sé, señora, pero no puede pasar.»
Entonces se despertaba sudando. Era cierto. Ya no quedaba nada suyo lejos de allí. Mejor seguir muerta.
Lena sentía mucho que no hubiera correo. No tenía sentido asomarse al apartamento de Ivy, llena de esperanza. Jamás volvería a recibir una carta de Kit. Nunca más llegaría una carta repleta de noticias para la amiga de su madre.
Kit echaba de menos de las cartas. No tenía a nadie con quien comentar sus ideas, nadie a quien contarle todo lo que tenía ante sí: la escuela de hostelería, la sumisa devoción de Philip O’Brien, el creciente autoritarismo de Clio. Al saber que aquellas cartas solo contenían mentiras habían perdido todo su valor. Apenas soportaba pensar en lo que se habían dicho. Ya no creía en Lena Gray. Ya no creía en nada.
Recibió una postal de Philip. Estaba en Killarney.
Querida Kit:
Tengo un trabajo de verano en el hotel que se ve en la tarjeta. Imagínate, poner en una postal la foto de tu hotel. ¡Qué pretencioso!
Me muero por empezar el curso, ¿y tú? Llevaremos mucha ventaja a los otros, después de todo tú y yo estamos saliendo. Los demás tendrán que hacer amigos nuevos.
Con cariño,
PHILIP
Querida Kit:
Tu padre me dice que vendrás a la residencia de Mountjoy Square; no dudo que te resultará muy conveniente mientras estudias en la escuela de hostelería.
También comprendo que, entre las grandes ilusiones de venir a Dublín, una será la sensación de libertad con respecto a tu familia y a todo lo relacionado con tu casa. Recuerda que en Rathmines tengo un apartamento muy cómodo; si quieres venir a visitarme estaré encantada. Pero sobre todo deseo que sepas que no te estaré esperando todo el tiempo. Salgo del trabajo a las cinco y media, y si hace buen tiempo, voy una hora al campo de golf. A menudo visito a mis amigos o voy al cine. A veces viene gente a mi casa para cenar.
Te digo todo esto para que sepas que no busco compañía y que no tengo intención de vigilarte mientras estés en Dublín. Pero aquí tienes mi número de teléfono por si alguna vez quieres venir a comer.
Afectuosamente,
MAURA
Querido Michael Sullivan:
Esto es de alguien que te aprecia. Se te ha visto bebiendo los restos de las botellas frente a diversos bares de Lough Glass.
Eso debe terminar.
Inmediatamente.
De lo contrario se informará al sargento O’Connor.
Y al padre Baily.
Y lo más importante: a tu hermano, que te molerá a palos.
Quien avisa no es traidor.
Querido Philip:
Sea lo que sea lo que hagamos cuando lleguemos a Dublín, no vamos a salir juntos. Quiero que lo sepas desde un principio, para que no haya malentendidos.
Te quiere (pero solo si lo interpretas en el buen sentido),
KIT
—En Dublín quieren que comience pronto, Stevie —dijo Rita.
—¡Oh, vaya! Parece que todo empieza a funcionar.
—Ya iba siendo hora.
—Pero esa mujer todavía no vive con Martin.
—Si hablas de la señorita Hayes, son muy buenos amigos. Pero tienes razón: no se han comprometido... todavía.
—Yo esperaba que siguieras aquí y me ayudaras a mantener el taller a flote.
—A tu madre no le gusto, Stevie.
—Haz como yo: no le hagas caso.
—No es agradable que te ordenen sacar la basura, fregar las cacerolas o entrar la ropa.
—¡Vamos, Rita, que tú no haces nada de todo eso! Ella te lo pide y tú te niegas. Es un juego.
—Para mí no.
—No puedo creerlo. ¿Hay algún otro motivo? ¿Te han ofrecido un empleo mejor?
—No, en realidad no.
—¿Qué quieres decir?
—He salido de la nada y me he convertido en alguien. Quiero trabajar en algún lugar donde se me valore.
—Pero yo te pago bien.
—Si trabajara en las calles me pagarían aún mejor. El dinero no lo es todo.
—De acuerdo, me rompo el culo a trabajar. Reconozco que no tengo tiempo para tratar bien a la gente.
—Pero a los clientes los tratas bien, Stevie. Y a los que pueden conseguirte una representación de la Ford.
Él acusó el golpe.
—Eso es cierto.
—Y a las chicas que te llaman la atención. Y a los que pueden concederte un crédito. Y a los que piensan comprar un coche nuevo.
—Tienes los ojos bien abiertos.
—Sí, y no me gusta mucho todo lo que veo.
—Vale, Rita, estoy avergonzado. No sé qué otra cosa decirte.
—Es curioso, pero creo que lo dices en serio —comentó ella.
—¿Así que estamos de acuerdo? He aprendido la lección y voy a portarme muy bien. —Sonrió con la más convincente de sus sonrisas.
—Eres solo un chico, Stevie. Eso no funciona conmigo. —Rita se reía de él.
—¿Y qué debo hacer?
—En realidad, nada. Dame una carta con buenas referencias y me iré esta misma noche. Todo está arreglado.
—¡No irás a abandonarme!
—A ti no, a tu madre.
—Ella no tiene nada que ver con esto.
—En ese caso, que no se meta en tu oficina.
—¿Quién te enseñó a ser tan dura?
—La señora McMahon, que el Señor se apiade de ella.
—Dudo que Él lo haga. Ella se arrojó al lago.
—Eres un bocazas, Stevie Sullivan.
—Te pagaré mucho más. Quédate, Rita, por favor.
—No, pero gracias.
—¿A quién puedo recurrir?
—A una mujer mayor, de más edad que yo.
—¿Qué edad tienes, Rita? ¡Si eres solo una cría!
—Tengo por lo menos cinco años más que tú.
—En estos tiempos eso no es nada.
—Busca a alguien mayor, que sepa asustar a tu madre.
—¿Y qué debo decir en la carta de recomendación que me pides?
—Aquí la tengo, ya escrita. —Rita le sonrió.
—No puedo creerlo, Rita, en serio —le dijo Martin McMahon.
—Es hora de que me vaya, señor.
—¿Qué puedo hacer para que te quedes?
—Todo lo que usted hizo fue siempre por mi bien, pero ya conseguirá a alguien que ocupe mi lugar, señor.
—No hay nadie que pueda compararse contigo, Rita.
—Iba a proponerle que emplee a una prima mía. Usted puede ponerse de acuerdo con ella como prefiera, si desea que la casa se organice de otro modo, señor.
No tenía otra manera de decirle que ya era hora de que se casara con Maura.
Maura Hayes abrió la carta. Estaba escrita a máquina y sellada en Lough Glass.
Tal vez esta carta le parezca extraña, señorita Hayes; si se ofende será porque la he juzgado mal.
Maura se apresuró a ver quién la enviaba. La firma «Rita Moore» no le dijo nada. Luego comprendió: la muchacha que trabajaba en casa de Martin le estaba diciendo que se iba. Que habría dos puestos libres: el de ama de casa y otro en la oficina de enfrente.
—¿Hay algo entre tú y la pequeña Kit McMahon? —preguntó Dan O’Brien a su hijo, la víspera del comienzo del curso en la escuela de hostelería.
—¿Qué quieres decir?
—Ya sabes lo que quiero decir.
—No, en serio.
—Bueno, para tu información: lo que te pregunto es si tú y ella pensáis salir juntos.
—¿Y si así fuera?
—Si así fuera, quiero advertirte de que esa chica puede tener la cabeza llena de pájaros, como su madre; no me gustaría que dieras tu apellido a alguien así.
—Gracias, papá.
—No me hables en ese tono.
—¿Qué tono?
—Mildred, habla con tu hijo.
—No sé para qué. Está decidido a ser como todos los jóvenes de hoy en día.
—Hermana Madeleine —dijo Kit—, hay algo que quería decirle sobre las cartas de Londres.
—¿Qué pasa?
—Creo que ahora la amiga de mi madre me escribirá en la residencia de Dublín.
—Sí, claro.
—Se lo digo para que no piense que le oculto algo.
—No, por supuesto. A menudo las cosas que parecen complicadas son muy sencillas. Te diré una cosa, Kit: cuando una es tan vieja como yo ya no está segura de lo que sabe y de lo que solo sueña.
—¿Cree usted que todo el mundo tiene algún secreto?
—Seguro. Claro que hay algunos más importantes que otros.
Kit la observó. Quería preguntar algo más, pero no sabía cómo expresarlo.
—Si usted supiera algo... algo que impediría un acontecimiento... ¿trataría de cambiar lo que iba a suceder contándolo todo? ¿O sería mejor dejar que las cosas siguieran su curso?
—Es una pregunta muy difícil, desde luego. —La hermana Madeleine se mostraba solidaria.
—Necesitaría saber algo más para responderme, ¿no?
—No, no, en absoluto. Me sería imposible responder a una pregunta así. Cada uno tiene que buscar la solución por su propia cuenta. De cualquier modo, la respuesta siempre está en el fondo del corazón.
—Se puede saber lo que se quiere hacer, sin que eso sea necesariamente lo correcto.
—Lo correcto es lo que ayuda a la gente a ser feliz... —La hermana Madeleine hizo una pausa.
No era la primera vez que a Kit le cruzaba por la mente aquella visión fácil y simplista de las leyes divinas, que podía no ser del todo aceptable para los sectores más tradicionales de la Iglesia.
Lena compraba el periódico todas las semanas y lo leía de cabo a rabo. Habría querido que hablara más de Lough Glass y menos de las aldeas vecinas.
Al principio lo leía con miedo. Tenía miedo de que hubiera noticias de un gran escándalo en la zona. Después, con el paso del tiempo, comprendió que Kit no se había hundido pese a la gravedad de su descubrimiento. Ningún artículo desenmascararía el gran error cometido al identificar aquel cadáver años atrás.
Lena se enteró de que dos estudiantes de Lough Glass habían sido aceptados en la Escuela de Hostelería de St. Mary. A Kit se la denominaba «la hija de Martin McMahon, el conocido farmacéutico, y de su difunta esposa Helen».
Un día, cuando menos lo esperaba, leyó que Martin McMahon, farmacéutico de Lough Glass, contraería matrimonio con la señorita Maura Hayes. Pasó mucho rato inmóvil. Luego volvió a leerlo.
Kit McMahon debía de ser muy fuerte para haber afrontado a aquello a su edad. Era capaz de permitir que su padre cometiera bigamia. Sabiendo que su madre vivía, tendría el valor de presenciar en la iglesia una boda que sabía que era falsa. En verdad, necesitaría mucho coraje para enfrentarse a las iras de la Iglesia o del Estado, si aquello salía a la luz.
O quizá odiaba tanto a su madre que se había obligado a creerla realmente muerta.
Kit sabía que eso era lo correcto. No tenía duda alguna. La hermana Madeleine tenía razón: era preciso escuchar la voz de la conciencia.
Pero tenía una preocupación: ¿Y si Lena se enterara? ¿Y si Lena quisiera estropear las cosas? Tal vez apareciera en el último momento. ¡Sería imperdonable que Kit le permitiera echar a perder la boda de su padre y convertirlo con Maura en el hazmerreír de todos! Pero ya no podía escribir para pedirle un favor.
Al dejarla aquel día, estaba segura de hacer lo correcto: su madre ya no existía para ellos. Y en aquel momento no le era posible ir arrastrándose a suplicar, a pedirle que no volviera, que no echara a perder la felicidad de su familia que habían tardado tanto en conseguir. Solo quedaba rezar, rogar que Lena no se enterara de aquella boda.
Lena lo pensó mucho tiempo.
Martin, de la mano de Maura Hayes, pronunciando las palabras que repetían todas las parejas del mundo. Martin, llevando a Maura a casa, a su cama. Maura, presidiendo la mesa de la cocina, asistiendo a la graduación de Kit, comprando la ropa para Emmet.
Se quedó pensando hasta muy entrada la noche. Pero ¿qué importaba otra noche de insomnio, si ya había tenido tantas?
Por la mañana estaba decidida. A la hora del almuerzo cogió un autobús para ir a una de las calles comerciales más elegantes y pasó dos horas eligiendo un vestido. Después de hacerlo envolver correctamente, lo llevó a una estafeta de correos para enviarlo a nombre de Kit McMahon, estudiante de primer año de administración hotelera, Escuela de Hostelería de St. Mary, Cathal Brugha Street, Dublín. Y sin darse tiempo para cambiar de idea añadió una nota: «Se me ocurrió que te gustaría llevar esto en la boda. L.».
No contó a Ivy lo del vestido ni lo de la boda. De algún modo era mejor no mencionarlo. Así su propia posición resultaba menos vulnerable, menos solitaria.
Todas las noches soñaba con sus hijos. Con Emmet, que la buscaba por todas partes, siempre diciendo: «Sé que estás ahí; sal, por favor, vuelve, vuelve». Y con Kit, que tenía puesto el vestido y estaba en la puerta de la iglesia, inmóvil: «No puedes entrar, no debes ir a la boda, estás enterrada ahí fuera. Recuérdalo y vete».
Maura Hayes reflexionó mucho sobre la boda.
Sería una ceremonia sencilla, pero no a escondidas. Se casarían en Dublín, lejos de los ojos demasiado curiosos de Lough Glass. Los padrinos serían Lilian y Peter. ¿O no convenía? Después de todo, Peter había sido el padrino de Martin cuando se casó con Helen, con todas las ilusiones de la primera boda. Pero si no era Peter, ¿quién podía ser? Martin no tenía otros amigos íntimos, y no podían excluir a Peter.
Ella llevaría un traje color beis y un sombrero azul con una cinta a juego.
Sus planes fueron una sorpresa para sus amigos de Dublín, que no esperaban ver casada a aquella mujer tan sensata y amante del golf. Habían oído hablar de aquel amable viudo, farmacéutico de pueblo, con dos hijos a los que Maura quería mucho; al parecer, los chicos estaban muy contentos de que el padre se casara con ella. Mayor aún fue el asombro cuando se enteraron de que Maura ya había conseguido empleo en aquel lugar, como administradora y contable de una agencia de coches que crecía muy deprisa y que estaba a dos pasos de su futura casa.
Maura había estudiado las fotos de la boda anterior, tomadas en 1939. En aquella ocasión los invitados habían sido sesenta. Maura reconoció a los hermanos de Martin, una familia dispersa y silenciosa que solo se reunía para bodas y funerales. Decidió no incluirlos en su lista de invitados; parecería que se les estaba exigiendo un segundo regalo. Vio a su hermana Lilian, joven y de aspecto inocente; a Peter, muy serio en su papel de padrino. Vio a la madrina, una muchacha llamada Dorothy, y sus ojos se detuvieron un buen rato en la hermosa cara de Helen McMahon, la mujer a quien Martin McMahon había amado con una intensa pasión.
Un día, junto al lago, él se lo había contado todo. Fue sincero y justo: con Helen, consigo mismo, y con Maura. Reconoció que ella le llenaba la mente como una tormenta de arena.
Maura estudió aquel rostro. ¿En qué habría estado pensando aquel día, mientras posaba para las fotos? ¿Confiaba en que tras varios años junto a un hombre bondadoso como Martin desaparecería el dolor de haber sido abandonada por el hombre al que amaba? La cara era oval, de ojos grandes y oscuros; la sonrisa, dulce. Pero aun sin saber toda la historia era posible ver que aquella no era la expresión normal de una novia en el día de su boda: miraba mucho más allá de la cámara, hacia algo que nadie más podía ver.
Maura apartó de su mente aquellos pensamientos y volvió a su lista. Invitaría a los O’Brien, los del hotel, sobre todo para que no se ofendieran por el hecho de que la boda no se celebrara en su local. También podía asistir el joven Philip, que estudiaba hostelería con Kit. Pero antes consultaría con la chica. Era absurdo suponer que todos los jóvenes se llevan bien solo porque se hayan criado en la misma calle.
Ivy llamó a la agencia Millar.
—Está con un cliente, señora Brown —dijo Dawn—. ¿Puede atenderla alguna otra persona?
—No, querida. Dile que soy Ivy. Solo le robaré medio minuto.
—Pero... Yo sé que ustedes son amigas y todo eso, señora Brown, pero ella está con un empresario muy importante, que podría conseguirnos mucho trabajo. Puede que se moleste con nosotras si la interrumpimos.
—Nos dará las gracias, créeme —dijo Ivy.
—Señora Gray, la señora Ivy Brown insiste en hablar con usted. ¿Puedo ponerle con ella un momento?
—Sí, Dawn. Gracias. —La voz de Lena sonaba imperturbable.
Ivy tenía la certeza de que Dawn estaría escuchando.
—Oye, Lena, lamento interrumpirte, pero el señor Tyrone vino a buscar su llave. Le dije que te la había entregado a ti.
—Y es cierto —exclamó alegremente Lena.
—Bueno, creo que debo decirle al señor Tyrone a qué hora volverás.
—Esta noche a las ocho, o un poco más tarde. Muchas gracias por llamar, Ivy.
Lena colgó, pero su amiga permaneció en la línea hasta oír el chasquido indicador de que Dawn también había colgado. Luego sonrió para sí, orgullosa. Nunca habían tenido que utilizar una clave. ¡Qué rápida había sido Lena para descifrarla! Más de una vez habían comentado que Louis, por guapo, parecía una estrella de cine. Hasta podía pasar por Tyrone Power.
Ivy no quería dar a la joven Dawn la satisfacción de saber que el marido pródigo había regresado. Sobre todo, ni Dawn ni nadie debía enterarse de lo ansiosa que estaba Lena por recibirlo.
A las ocho. Eso significaba que iría a la peluquería.
Grace se puso filosófica.
—¡Cómo voy a pensar que eres una tonta! Creo que tienes razón. Conviene que te arregles. De ese modo, si él se queda te alegrarás de haber hecho el esfuerzo. Y si no, podrás pensar que con ese aspecto no tendrás dificultades en conseguir a otro hombre.
—No quiero a ningún otro hombre —dijo Lena.
—Por supuesto —asintió Grace—. Ese es el problema.
Ivy había subido a limpiar. La mesa junto a la ventana estaba brillante y tenía en el centro un florero lleno de rosas amarillas. También planchó algunas blusas, puso sábanas limpias en la cama y dejó pan fresco, jamón y tomates, además de una botella de vino. No debía parecer que Lena esperara a Louis, pero tampoco que estuviera angustiada.
Aunque Ivy no había rezado mucho en los últimos años, se pasó todo el día pidiendo que el regreso de Louis fuera afortunado. Esta vez debía encontrar algo que lo obligara a quedarse.
Al otro lado de la calle había una cafetería. Desde allí, por el rabillo del ojo, Louis Gray vigilaba el número 27.
Hacía una hora que estaba allí. Ivy había dicho que Lena volvería a las ocho. Ella no lo esperaba. Cuando la vio llegar pidió disculpas a la persona con quien estaba conversando y cruzó rápidamente. Quería sorprenderla cuando subiera la escalera.
Vio desaparecer sus piernas por la esquina.
—Lena —llamó con suavidad.
Ella se giró con expresión triunfante y segura de sí misma. Una mujer que cualquier hombre se detendría a mirar. Tenía el pelo brillante y estaba perfectamente maquillada. No había otra mujer que, tras un largo día de trabajo, volviera a su casa con aquel aspecto. Se acercó.
—Vaya, vaya... —dijo Lena lentamente.
—No entraste en el apartamento de Ivy.
—No lo hago todas las noches. —Estaban hablando como dos viejos amigos.
—¿Puedo pasar? —Él señaló hacia arriba.
—Caramba, Louis, es tu casa. Por supuesto que puedes pasar. —¿Dónde había aprendido a actuar así? Ella misma estaba maravillada.
—Entregué mi llave a Ivy. Ella dijo que la tenías tú.
—Es cierto. —Lena estaba segura de que, en su ausencia, Ivy habría devuelto la llave.
Al entrar en el piso arreglado, el corazón de Lena se llenó de afecto hacia la buena mujer que vivía allí abajo. Todo estaba listo para la reconciliación. En la repisa, bien a la vista, estaba la llave de Louis, en un pequeño cuenco de cristal. Lena se la entregó.
—He traído champán —dijo él.
—Qué bien. —Lena había reunido fuerzas durante todo el día, preparándose para mantener la calma.
—Se me ocurrió que, si me permitías volver, serviría para celebrarlo. Y si no, podría beberlo para consolarme. —Esbozó su sonrisa infantil.
—Entonces vamos a celebrarlo.
Cuando él se acercó para abrazarla, Lena apartó un poco la cara. No quería dejarle ver lo deseosa que estaba de abrazarlo. Quería besarlo en los labios, en los ojos y el cuello, desnudarlo lentamente y caminar con él hacia el dormitorio. Pero no debía ser demasiado impaciente.
Él le cogió la cara para besarla.
—Soy un tonto, Lena.
—No más que la mayoría.
—Este es mi hogar. Lo supe cinco minutos después de abandonarlo.
—Y ahora has vuelto.
—¿No quieres saber... enterarte?
—Oh, no. De ningún modo. No quiero saberlo. Y ahora ¿vas a servir ese champán o era solo una falsa promesa?
—No habrá más promesas falsas, Lena —aseguró él—. Te quiero para siempre y jamás volveré a marcharme.
Kit trataba de ayudar.
—¿Cómo prefieres que me vista? —Había preguntado a Maura.
—Oh, Kit, como quieras. Ponte cualquier cosa que pueda servirte para otras ocasiones.
—No, es tu gran día y debes darme tu opinión. —A Maura se le llenaron los ojos de lágrimas—. Y también el gran día de papá —añadió Kit—. Pero los hombres no dan importancia a estas cosas. Dime si puedo hacer algo para ayudarte a disfrutarlo.
—Ya me ayudas dándome a entender que estás contenta de que me case con tu padre.
—Emmet también, Maura, aunque no sepa decirlo.
—Supongo que los chicos tienen otra manera de recordar a sus madres.
—No, no es por eso. Emmet solo tenía nueve años cuando sucedió aquello. Además, yo era la más unida a mamá. Siempre la comprendí mejor.
—¿Crees que ella se alegraría de saber que Martin vuelve a casarse? Soy tan diferente que no podría tratar de ser una segunda Helen.
—Estoy segura de que se alegraría.
Kit se preguntaba cómo podía permitir que se llevara a cabo aquella boda, si sería un pecado. En una parte de la ceremonia se preguntaría si alguien conocía algún impedimento por el que aquella pareja no pudiera unirse para siempre. Y cuando el sacerdote lo preguntara, Kit debería callar, aun sabiendo que su padre tenía una esposa viva. Después de todo, lo había consultado con la hermana Madeleine y la monja le había dicho que hiciera lo que le pareciese correcto.
Era una enorme responsabilidad, pero lo haría.
Kit se sentía muy a gusto en la escuela de hostelería.
La primera semana había conocido a una chica llamada Frankie Barry, de ojos alegres y carácter rebelde. Frankie planeaba ir a Norteamérica en el futuro, y viajar de costa a costa, administrando un hotel aquí y otro allá, a lo largo de su camino.
—¿Crees que podríamos hacer eso? —Kit tenía sus dudas.
—Claro que sí. ¿Acaso no debemos aprobar los exámenes oficiales del gremio y del ayuntamiento? Es el requisito más exigente del mundo —afirmó Frankie, confiada.
Kit quedó complacida. No habría peligro de encontrarse sin trabajo después de estudiar durante dos años y medio; no tendría que ingresar simplemente en el Hotel Central, soportar sin queja a los horribles padres de Philip y quizá casarse con él, solo para que todos estuvieran contentos.
Philip también disfrutaba en la escuela. Con mucho orgullo le enseñó las etiquetas con su nombre que había cosido personalmente a su ropa.
—¡Pero si eres toda una joya! —bromeó Kit—. La chica que se case contigo se llevará un tesoro.
Pero se arrepintió de haber dicho aquello al verlo enrojecer. Habría sido estupendo que él se enamorara de Frankie. Kit trató de acercarlos, pero no funcionó.
Dublín estaba lleno de cosas que hacer. El problema era elegir. Acordó una salida con Rita. Después de clase, tal como imaginaba, encontró a Philip esperándola pacientemente.
—No, Philip. Realmente tengo un compromiso con otra persona.
—¿Con quién?
—¿Cómo has dicho?
Philip cayó en la cuenta de que había sido demasiado prepotente.
—Si es alguien que yo conozco, preguntaba.
—En realidad, sí. Salgo con Rita Moore.
—¿Rita, la criada que tenías en Lough Glass?
—Sí. —A Kit no le gustó el tono presuntuoso de ese comentario, que sonaba como los de su madre.
—¿Y os encontraréis en una cafetería, así sin más? —Philip parecía estupefacto ante tanta confianza.
—No, por supuesto. Yo me sentaré a una mesa a comer sola mientras ella me sirve.
—Solo era una pregunta.
—Y ya te he contestado —dijo Kit secamente.
Rita quería conocer todas las noticias y saber, al detalle, cómo se desenvolvía Peggy en su lugar.
—¿Te parece que la señorita Hayes hará algún cambio?
—Eso espero —dijo Kit—. Me gustaría que se sintiera en su propia casa, no como una extraña.
—Me ha invitado a la boda —dijo Rita.
—Lo sé. ¿Qué te vas a poner?
—En Clery vi un traje. Es perfecto. Y podría comprar zapatos a juego, en verde claro. ¿Y tú, Kit? ¿Qué te pondrás?
—No sé. Papá me ha dado dinero para que me compre algo, pero todavía no he visto nada que me guste.
A la mañana siguiente, en la escuela, le informaron de que había un paquete para ella.
Cuando vio que venía de Londres se lo llevó al vestuario de chicas. Allí lo abrió, con el corazón golpeándole como un martillo. ¿Qué estaría tramando ahora Lena Gray? ¿Con qué horrible secreto iba a complicarlo todo?
Desenvolvió con asombro el vestido gris y blanco. No parecía gran cosa, pero lo importante no era eso. Lo importante era la nota: «Se me ocurrió que te gustaría llevar algo nuevo en la boda. L.».
La leyó una y otra vez.
Eso significaba que la boda contaba con su bendición. Helen McMahon le estaba diciendo que la boda podía llevarse a cabo, que no se entrometería. Por la cara de Kit corrieron lágrimas de verdadero alivio.
Observó el vestido. Era de seda, tal vez seda natural. Debía de haber costado una fortuna. Decidió probárselo por la noche. Luego pensaría qué escribirle.
Si llegaba a hacerlo.
Pero estaba obligada a escribir para agradecerle el regalo. Probablemente, eso era lo que Lena quería.
La pensión de Clio estaba cerca de la universidad. Allí vivían chicas de toda Irlanda; algunas, de familias muy acomodadas. En general, ninguna de ellas había oído hablar de Lough Glass. Muchas se conocían entre sí por haber sido internas de las mismas escuelas. Entablar amistad no era tan fácil como Clio esperaba.
Los primeros días en la Universidad de Dublín no le resultaron tan divertidos como había imaginado. Por primera vez en su vida se sentía un poco sola.
Se animaba pensando que si las cosas eran malas para ella, peor debían de ser para Kit, entre todos aquellos horribles estudiantes de hostelería, venidos de todas partes. Y allí, en el otro extremo de O’Connell Street, tan lejos del verdadero centro de la ciudad.
Kit salió a cenar con Philip O’Brien. Invitó ella.
—¿De qué se trata? —preguntó Philip con suspicacia.
—Quiero hablar claramente contigo, y si me invitaras tú, parecería otra cosa.
—Bueno, me has invitado tú. ¿No es lo mismo? —gruñó él.
—Ya sabes que no —dijo Kit con firmeza.
Philip era alto y ahora las pecas parecían sentarle mejor; el pelo ya no se le erizaba de modo extraño y había perdido aquella expresión de perplejidad que tenía cuando era niño. No le faltaba sentido del humor. En casi todos los aspectos, era el amigo ideal. Salvo en un punto, y de eso quería hablar Kit.
—Voy a pedir espaguetis —dijo ella, observando el menú.
—Lo más probable es que sean de lata —objetó él.
—Mejor. Me encantan los espaguetis de lata. Son mucho más fáciles de comer.
—Que no te oigan en la escuela. Nos tomarían por una pareja de salvajes.
—Justamente de eso quería hablarte —dijo Kit.
—¿De qué? ¿De los espaguetis?
—No, de esa expresión: «una pareja de salvajes».
—Hay muchos alumnos que son de Dublín o de ciudades grandes. A los que venimos de lugares como Lough Glass nos toman por salvajes.
—No me preocupa lo de «salvajes», sino lo de «pareja».
—¿Dos personas no son una pareja? —Philip estaba dolido.
—Nosotros dos, no. Tengo toda una vida por delante y muchas cosas que hacer. No quisiera, además, caer sin darme cuenta en una relación de pareja contigo.
—No veo qué tiene de espantoso... —empezó él.
—No es espantoso, pero sí algo en lo que dos personas deben estar de acuerdo. No es posible que una lo dé por sentado y la otra se deje llevar sin pensar.
—¿Quieres ser mi novia? —preguntó Philip.
—No, Philip.
—¿Por qué?
—Porque quiero ser yo misma. Sin novio.
—¿Siempre?
—No, siempre no. Solo hasta que conozca a alguien, que tal vez seas tú, y ambos nos pongamos de acuerdo.
—Pero a mí ya me conoces. —En aquel momento Philip estaba muy confundido.
—Soy tu amiga, Philip, no tu novia. Y si vas a decirme que es lo mismo te clavaré el tenedor en un ojo.
—Siempre he querido que fueras mi novia —dijo él sencillamente—. Puedes salir con quien quieras, pero yo siempre te estaré esperando en Lough Glass, con el hotel. Y tal vez nos casemos.
—Tienes dieciocho años, Philip. Nadie se casa a los dieciocho años.
La camarera estaba esperando.
—Los enamorados sí se casan a los dieciocho —objetó él, sin prestar atención a la muchacha.
—No, a menos que estén embarazados —aseguró Kit en tono firme.
—Podríamos quedarnos embarazados. Sería una gran idea.
—¡Por Dios! —dijo la camarera—. Volveré cuando tengan pensado algo menos dramático. Qué quieren cenar, por ejemplo.
—¿Hay muchos paletos allí abajo? —preguntó Clio, que estaba tomando un café con Kit en Grafton Street.
—Deja de decir «allí abajo». Yo tardo menos que tú en llegar a mi escuela caminando.
—Bueno, pero ¿cómo son?
—Muy buenos, en general. Hay que trabajar mucho. Es preciso concentrarse, pero supongo que ya le iré cogiendo el tranquillo.
—¿Y qué harás al final? Es decir, ¿adónde te lleva todo eso?
—¡Qué sé yo, Clio! Hace apenas una semana que he empezado. ¿Qué me dices de ti? ¿Adónde te lleva la licenciatura en bellas artes?
—Tía Maura me dijo que era una base estupenda para conocer gente.
—Maura asegura que nunca te ha dicho eso.
—Me gustaría que dejaras de repetirle a mis espaldas lo que te comento. Después de todo, es mi tía.
—Y va a ser mi madrastra.
Las dos se echaron a reír. Estaban peleando como a los siete años.
—¿Seremos siempre así? —preguntó Clio.
—Oh, sí. Cuando seamos viejas y vayamos de vacaciones al sur de Francia, nos pelearemos por las tumbonas para tomar el sol o por nuestros caniches —aseguró Kit.
—Y tú estarás huyendo de Philip O’Brien, el decrépito propietario del Hotel Central.
—¿Por qué no me imaginas como propietaria de una cadena de hoteles?
—Porque las mujeres no hacen esas cosas.
—¿Y tú? ¿Estarás casada con algún buen partido de bellas artes?
—No, por Dios. Allí no hay buenos partidos. Debo buscar entre los estudiantes de derecho y medicina.
—¿Quieres ser la mujer de un médico? No tienes paciencia para eso, Clio. Mira lo que tiene que soportar tu madre.
—Quiero ser esposa de un cirujano, de un especialista. Lo tengo bien pensado —dijo Clio—. Oye, ¿y qué vas a ponerte?
—Un vestido gris y blanco —respondió Kit.
—¿De qué tela?
—Seda, parece.
—¡No me digas! ¿Dónde lo has conseguido?
—En una tienda de una calle pequeña. —Kit se iba por las ramas.
—Parece que no te importa.
—Es bonito —aseguró Kit, defendiendo el vestido—. Muy adecuado para una boda.
—Gris y blanco... A mí me suena a novicia.
—Bueno, ya veremos.
—¿No te parece raro que tu padre vuelva a casarse? —preguntó Anna Kelly a Emmet en la tienda de Dillon, frente al mostrador de las golosinas.
—¿Raro? ¿En qué sentido? —preguntó Emmet.
Anna era bonita: rubia, de pelo rizado y con una sonrisa preciosa. Después de la boda serían medio parientes.
—Bueno, ¿vas a llamarla mamá? —Quiso saber la chica.
—No, ¿cómo se te ha ocurrido eso? Si la llamamos Maura.
—¿Y va a dormir en el cuarto de tu padre o en el de tu madre? —Anna quería conocer todos los detalles.
—No sé. No lo he preguntado. En el de papá, supongo. Como hacen todos los casados.
—¿Y tu madre por qué no lo hacía?
—Porque estaba resfriada y no quería contagiar a papá.
—¿Resfriada? ¿Tanto tiempo?
—Eso es lo que me dijeron. —Emmet hablaba sin malicia.
Maura no había querido anillo de compromiso.
—Ya somos mayores para eso —dijo a Martin.
—No digas eso. No somos viejos. Pero si no quieres un anillo de diamantes, deja que te compre alguna otra joya. No me conformo con darte una simple alianza. ¿No te gustaría un broche de diamantes? —Estaba ansioso por complacerla.
—No, amor mío. De veras.
—Hay una caja llena de joyas que eran de Helen. Tú lo sabes. Podría llevarlas a un joyero de la ciudad y pedirle que hiciera algo completamente distinto. Así no te preocuparías por el precio. —En aquel momento podía hablar de Helen con naturalidad, sin inmutarse.
—No, Martin. Esas joyas son de Kit. Algún día tendrás que dárselas. Tal vez cuando cumpla los veintiuno. Faltan solo tres años. Debes guardarlas para ella. No las hagas arreglar para mí. Ya tengo suficientes.
Sin embargo, Maura las había mirado, tocándolas con tristeza. Hubo dos que le llamaron la atención: el anillo de compromiso y el de boda. Helen McMahon no los llevaba puestos la noche en que salió a navegar por el lago. Maura se preguntaba si el sargento Sean O’Connor o los detectives de Dublín habrían averiguado ese detalle. Sin duda, eso señalaba un estado de ánimo: si alguien pensaba poner fin a su vida, bien podía quitarse cuidadosamente las cosas de valor para dejarlas.
—¿Vas a invitar a Stevie Sullivan? —preguntó Clio a su tía Maura.
—No. Hemos hablado mucho de eso. Como es mi futuro jefe, tendríamos que invitarlo, pero pensando en su madre decidimos no hacerlo. Y eso que es vecino; pero es que su hermano es terrible...
—Es soltero y guapo —observó Clio.
—Sí, pero también tiene fama de marcharse de las fiestas llevándose a alguna chica. —Maura ya sabía todo de Lough Glass—. Después de pensarlo, Martin y yo decidimos no invitarlo.
—Imagínate, trabajar para él. Salió de la nada, tía Maura.
La tía la miró con ojos fríos. Clio cayó en la cuenta, demasiado tarde, de que con frecuencia la juzgaba mal. Tía Maura no veía el mundo con los ojos despreocupados y chismosos de su madre. Cotilleaba muy poco y no le cabía en la cabeza que algunas personas fueran aceptables y otras no.
—Nunca me cuentas nada de Lough Glass —comentó Louis a Lena, una mañana de sábado.
—Antes lo hacía, mi amor, pero tú decías que era muy aburrido.
—Bueno, en parte sí... Las cosas mezquinas, ya sabes... Pero no soy del todo insensible. Supongo que piensas en los chicos y en Martin.
—De vez en cuando —reconoció ella.
—Bueno, no me dejes al margen. Me interesa todo lo que te interese a ti. Te quiero —dijo él, como a la defensiva.
—Ya lo sé.
—¿Cómo lo sabes? —Aquel tono seco parecía despertarle dudas.
—Lo sé porque volviste —dijo Lena. Una vez más, fue como si estuviera repitiendo algo de memoria. En realidad, eran sus propias palabras: «¿Volvería a tu lado si no te quisiera?».
—Bueno, entonces todo está bien.
Pero Louis desconfiaba. Aquella mañana Lena no parecía la misma.
—¿Cómo crees que estará aquello? —soltó Louis.
Lena lo miró durante un rato, preguntándose si debía decirle que aquel mismo día, a las once de la mañana, su marido se casaría con Maura Hayes, y que ella había gastado el sueldo de una semana en un vestido para que Kit lo llevara en la ceremonia. Se preguntaba si sería posible que, al informarle de aquellos importantes aspectos de su propia vida, él se sintiera comprometido con ella hasta el punto de descartar las múltiples distracciones de su mundo. Pero el momento pasó. Sabía que era imposible. No obtendría la reacción deseada. Al contrario: él la recriminaría hasta la saciedad por haberle ocultado que llevaba años carteándose con su hija y que la había visto en Londres.
—Oh, supongo que estará como siempre —dijo—. Como cualquier sábado de Lough Glass.
Stevie Sullivan dijo que ya que estaría en Dublín, llevaría a la novia a la iglesia. Y luego los trasladaría a ambos hasta la recepción.
—No podemos aceptar, Stevie —repuso Martin.
—Por Dios, Martin, es un pequeño regalo de bodas.
Stevie era ya un joven guapo de veintiún años; tenía la tez morena, y la melena oscura le caía sobre los ojos. Durante la infancia, en sus delirios de borracho, su padre solía considerar la posibilidad de que su mujer se hubiera acostado con uno de los gitanos. ¿De qué otro modo podía haberle dado un hijo tan poco parecido a él? Stevie había oído a su madre responder que demasiado infernal era ya acostarse con su marido, para repetir la experiencia con otro hombre, fuera gitano o no. Por su propia experiencia con el sexo, Stevie pensaba que su madre se había perdido una de las mejores cosas de la vida, para tener aquella actitud. Pero eso no se lo decía.
—Además, en mí puedes confiar, Maura. No te pongas en manos de esos tipos de Dublín.
Ella le dio las gracias. Prefería ver una cara amiga a su lado cuando partiera hacia la iglesia. Había llevado a Lough Glass, por anticipado, todas las cosas que necesitaría allí. El piso había sido alquilado a una joven pareja que ya estaba instalada. Maura tenía la esperanza de que, en días futuros, Kit y Clio quisieran compartirlo. Les resultaría cómodo: tenía dos dormitorios y estaba cerca del centro. Pero tal vez no tuvieran el carácter necesario para compartir una vivienda.
Stevie se presentó en el hotel luciendo un traje oscuro que casi podía pasar por uniforme.
—Estás encantadora.
El rubor cubrió la cara y el cuello de Maura.
—Gracias, Stevie.
—Me gusta ver que mi personal sabe arreglarse.
Kit y Clio esperaban juntas en la gran iglesia. Desde que habían llegado, Clio no dejaba de fastidiar a su amiga por el vestido.
—¿Dónde dices que lo compraste?
—En una calle pequeña, ya te lo dije.
—Estás mintiendo descaradamente.
—¿Qué necesidad tengo de mentir?
—Ese vestido es muy elegante. Cuesta una fortuna. ¿Lo robaste?
—¡Qué mente tan enferma la tuya! ¿Por qué no te callas y me dejas disfrutar de la boda de mi padre?
En aquel momento, la pequeña congregación se volvió hacia la puerta. Maura Hayes se acercaba del brazo de su hermano. Martin McMahon esperaba, radiante, ante la barandilla del altar.
—Está preciosa —susurró Clio—. Qué bonito vestido.
—Probablemente lo robó. Como hacemos casi todas —dijo Kit en tono insolente.
Stevie sujetaba la puerta del coche.
—No sabía que estuviera invitado —comentó Philip a Clio.
—Oh, él va a donde quiere. Con ese coche y una pinta como la suya tiene el mundo abierto.
Philip parecía desencantado.
—¿Ese coche es suyo?
—Sí. —Clio aún hablaba con desdén—. El Servicio de Automóviles Sullivan sabe que hay ocasiones en que la gente necesita un poco de distinción. Y él se adelanta a ofrecerla.
—¿Es atractivo para las mujeres?
—Sí, pero solo a primera vista. Personalmente, no lo tocaría ni con la punta de una caña. Ha estado con todas las sirvientas de Lough Glass y alrededores.
—¿En la cama con ellas, quieres decir? —Philip tenía los ojos como platos.
—Eso dicen.
—¿Y ninguna quedó... embarazada?
—Al parecer, no. En todo caso, no ha corrido la voz.
Maura había elegido bien el hotel. Se sirvió un jerez en un salón grande y luminoso, con sillones y sofás tapizados con estampados florales. Las camareras se movían con eficiencia, manteniendo las copas llenas.
Los discursos fueron muy sencillos. Peter Kelly dijo que era el día más feliz desde hacía mucho tiempo. Y que se alegraba de que su amigo hubiera encontrado una compañera para el resto de su vida. Todo el mundo aplaudió.
Martin agradeció a todos el apoyo que le daban con su presencia. Dijo que era muy gratificante ver que Maura tenía ya muchos amigos en Lough Glass y que, en cierto modo, para ella sería como volver al hogar. Todos pensaron que con eso terminaban los discursos, pero entonces se levantó Maura McMahon. Un pequeño escalofrío recorrió al grupo. Las mujeres rara vez hablaban en público; las novias, nunca.
—Quiero sumar mi agradecimiento al de Martin y decir que este es el día más feliz de mi vida. Pero deseo dar las gracias principalmente a Kit y a Emmet McMahon, por su generosidad al permitirme compartir a su padre. Ellos son hijos de Martin y Helen y así será siempre. Espero que el recuerdo de su madre no se borre jamás, en ellos ni en ninguno de nosotros. Sin Helen McMahon, Kit y Emmet no existirían. Sin Helen, Martin no habría conocido la felicidad de su primer matrimonio. Le estoy agradecida por todo lo que nos ha dado y espero que su alma sepa cuánto afecto nos inspira este día. Les aseguro a todos que haré lo posible por hacer a Martin tan feliz como merece. Es un hombre realmente bueno.
Se hizo el silencio mientras la gente captaba la profundidad de aquellos sentimientos. Luego, todos aplaudieron y alzaron las copas. El pianista del rincón hizo sonar algunas teclas para que la gente pidiera canciones. Maura se había asegurado: en la boda de Martin y Helen no se había cantado.
Stevie Sullivan esperaba ante la puerta. Maura no se cambió: el vestido de boda y la chaqueta eran indicados para viajar. Las maletas ya estaban en el maletero del coche.
—Estás irresistible, Kit —comentó Stevie.
—Será mejor que te resistas —advirtió la chica—. Creo que vas a llevar a los recién casados a la estación.
—No es eso lo que me dijeron.
—Pero ¿no vas a llevarlos para que inicien la luna de miel?
—Exactamente.
—¿Y entonces?
—Pero no a la estación, sino al aeropuerto.
—¿Al aeropuerto? —Kit pensaba que irían a Galway.
—Van a Londres —dijo Stevie—. ¿No te lo han dicho?