Primera parte
Escenario despejado: una silla, una mesa, un sillón de hamaca o de balance. Sobre la mesa hay un teléfono. En una de las paredes, un lavabo, con jabón, vaso, toalla, etcétera. Ventana alta, con rejas. No debe dar, sin embargo, la impresión de una celda, sino de una sala de interrogatorios.
Entra Pedro, amarrado y con capucha, empujado por presuntos guardianes o soldados, que no llegan a verse. Es evidente que lo han golpeado; que viene de una primera sesión —leve— de apremios físicos. Pedro queda inmóvil, de pie, allí donde lo dejan, como esperando algo, quizá más castigos. Al cabo de unos minutos, entra el Capitán, uniformado, la cabeza descubierta, bien peinado, impecable, con aire de suficiencia. Se acerca a Pedro y lo toma de un brazo sin violencia. Ante ese contacto, Pedro hace un movimiento instintivo de defensa.
Capitán
No tengas miedo. Es sólo para mostrarte dónde está la silla.
Lo guía hasta la silla y hace que se siente.
Pedro está rígido, desconfiado.
El Capitán va hacia la mesa, revisa unos papeles, luego se sienta en el sillón.
Capitán
Te golpearon un poco, parece. Y no hablaste, claro.
Pedro guarda silencio.
Capitán
Siempre pasa eso en la primera sesión. Incluso es bueno que la gente no hable de entrada. Yo tampoco hablaría en la primera. Después de todo no es tan difícil aguantar unas trompadas y ayuda a que uno se sienta bien. ¿Verdad que te sentís bien por no haber hablado?
Silencio de Pedro.
Capitán
Luego la cosa cambia, porque los castigos van siendo progresivamente más duros. Y al final todos hablan. Para serte franco, el único silencio que yo justifico es el de la primera sesión. Después es masoquismo. La cuenta que tenés que sacar es si vas a hablar cuando te rompan los dientes o cuando te arranquen las uñas o cuando vomites sangre o cuando… ¿A qué seguir? Bien sabés el repertorio, ya que constantemente ustedes lo publican con pelos y señales. Todos hablan, muchacho. Pero unos terminan más enteros que otros. Me refiero al físico, por supuesto. Todo depende de en qué etapa decidan abrir la boca. ¿Vos ya lo decidiste?
Silencio de Pedro.
Capitán
Mirá, Pedro…, ¿o preferís que te llame Rómulo, como te conocen en la clande? No, te voy a llamar Pedro, porque aquí estamos en la hora de la verdad, y mi estilo sobre todo es la franqueza. Mirá, Pedro, yo entiendo tu situación. No es fácil para vos. Llevabas una vida relativamente normal. Digo normal, considerando lo que son estos tiempos. Una mujercita linda y joven. Un botija sanito. Tus viejos, que todavía se conservan animosos. Buen empleo en el Banco. La casita que levantaste con tu esfuerzo. (Cambiando el tono.) A propósito, ¿por qué será que la gente de clase media, como vos y yo, tenemos tan arraigado el ideal de la casita propia? ¿Acaso ustedes pensaron en eso cuando se propusieron crear una sociedad sin propiedad privada? Por lo menos en ese punto, el de la casita propia, nadie los va a apoyar. (Retomando el hilo.) O sea, que tenías una vida sencilla, pero plena. Y de pronto, unos tipos golpean en tu puerta a la madrugada y te arrancan de esa plenitud, y encima de eso te dan tremenda paliza. ¿Cómo no voy a ponerme en tu situación? Sería inhumano si no la entendiera. Y no soy inhumano, te lo aseguro. Ahora bien, te aclaro que aquí mismo hay otros que son casi inhumanos. Todavía no los has conocido, pero tal vez los conozcas. No me refiero a los que anoche te dieron un anticipo. No, hay otros que son tremendos. Te confieso que yo no podría hacer ese trabajo sucio. Para ser verdugo hay que nacer verdugo. Y yo nací otra cosa. Pero alguien lo tiene que hacer. Forma parte de la guerra. También ustedes tendrán, me imagino, trabajos limpios y trabajos sucios. ¿Es así o no es así? Yo seré flojo, puede ser, pero prefiero las faenas limpias. Como esta de ahora: sentarme aquí a charlar contigo, y no recurrir al golpe, ni al submarino, ni al plantón, sino al razonamiento. Mi especialidad no es la picana sino el argumento. La picana puede ser manejada por cualquiera, pero para manejar el argumento hay que tener otro nivel. ¿De acuerdo? Por eso también yo gano un poco más que los muchachos eléctricos. (Se da un golpe en la frente, como sorprendido por su hallazgo verbal.) ¡Los muchachos eléctricos! ¿Qué te parece? ¿Cómo a nadie se le ocurrió antes llamarlos así? Esta noche en el casino se lo cuento al coronel: él tiene sentido del humor, le va a gustar. (Calla un momento. Mira a Pedro, que sigue inmóvil y callado.) Si estás cansado de la posición, podés cruzar la pierna. (Pedro no se mueve.) Parece que optaste por la resistencia pasiva. El flaco Gandhi sabía mucho de eso. Pero una cosa eran los hindúes contra los ingleses y otra muy distinta son ustedes contra nosotros. La resistencia pasiva hoy en día no resulta, no resuelve nada. Es, cómo te diré, anacrónica. Desde que los yanquis —¿viste que digo yanquis, igual que ustedes?— impusieron su estilo tan eficaz de represión, la resistencia pasiva se fue al carajo. Ahora la cosa es a muerte. Por eso yo creo que, aun en esta primera etapa, no te conviene empecinarte. Fijate que ni siquiera me contestás cuando te pregunto algo. Eso no está bien. Porque, como habrás observado, yo no estoy aquí para maltratarte, sino sencillamente para hablar contigo. Vamos a ver, ¿por qué ese mutismo? ¿Será un silencio despreciativo? Pongamos que sí. Aquí, en esta guerra, todos nos despreciamos un poco. Ustedes a nosotros, nosotros a ustedes. Por algo somos enemigos. Pero también nos apreciamos otro poco. Nosotros no podemos dejar de apreciar en ustedes la pasión con que se entregan a una causa, cómo lo arriesgan todo por ella: desde el confort hasta la familia, desde el trabajo hasta la vida. No entendemos mucho el sentido de ese sacrificio, pero te aseguro que lo apreciamos. En compensación tengo la impresión de que ustedes también aprecian un poco la violencia que nos hacemos a nosotros mismos cuando tenemos que castigarlos, a veces hasta reventarlos, a ustedes que después de todo son nuestros compatriotas, y por añadidura compatriotas jóvenes. ¿Te parece que es poco sacrificio? También nosotros somos seres humanos y quisiéramos estar en casa, tranquilos, fresquitos y descansados, leyendo una buena novela policial o mirando la televisión. Sin embargo, tenemos que quedarnos aquí, cumpliendo horas extras para hacer sufrir a la gente, o, como en mi caso, para hablar con esa misma gente entre sufrimiento y sufrimiento. Mi tempo es el intermezzo, ¿viste? (Cambiando de tono.) ¿Te gusta la música, la ópera? Ya sé que no me vas a contestar… por ahora. (Retomando el hilo.) Pero lo que quería decirte es que sospecho que ustedes aprecian, no sé si consciente o inconsciente, la pasión que nosotros, por nuestra parte, también ponemos en nuestro trabajo. ¿Es así? (Por primera vez, el tono de la pregunta empieza a ser conminatorio. Pedro no responde ni se mueve.) Decime un poco… A vos no tengo que explicarte las reglas del juego. Las sabés bien y hasta tengo entendido que reciben cursillos para enfrentar situaciones como esta que vivís ahora. ¿O no sabés que entre nosotros hay interrogadores «malos», casi bestiales, esos que son capaces de deshacer al detenido, y están también los «buenos», los que reciben al preso cuando viene cansado del castigo brutal, y lo van poco a poco ablandando? Lo sabés, ¿verdad? Entonces te habrás dado cuenta de que yo soy el «bueno». Así que de algún modo me tenés que aprovechar. Soy el único que te puede conseguir alivio en las palizas, brevedad en los plantones, suspensión de picana, mejora en las comidas, uno que otro cigarrillo… Por lo menos sabés que mientras estás aquí, conmigo, no tenés que mantener todos los músculos y nervios en tensión, ni hacer cálculos sobre cuándo y desde dónde va a venir el próximo golpe. Soy algo así como tu descanso, tu respiro. ¿Estamos? Entonces no creo que sea lo más adecuado que te encierres en ese mutismo absurdo. Hablando la gente se entiende, decía siempre mi viejo, que era rematador, o sea, que tenía sus buenas razones para confiar en el uso de la palabra. Te digo esto para que te hagas una composición de lugar y no te excedas en tus derechos, si no querés que yo me exceda en mis deberes. Puedo respetar el derecho que tenés a callarte la boca, aquí, frente a mí, que no pienso tocarte. Pero quiero que sepas que no estoy dispuesto a representar el papel de estúpido, dándote y dándote mi perorata, y vos ahí, callado como un tronco. Tampoco esperes imposibles de parte del «bueno». Sobre todo cuando el «bueno» conoce algunos pormenores de tu trayectoria. Pedro, alias Rómulo. Más aún —y para que no te autotortures además de lo que vayan a torturarte—, te diré que no tenés ninguna necesidad de hablar de Tomás ni de Casandra ni de Alfonso. La historia de esos tres la tenemos completita. No nos falta ni un punto ni una coma, ni siquiera un paréntesis. ¿Para qué te vamos a romper la crisma pidiéndote datos que ya tenemos y que además hemos verificado? Sería sadismo, y nosotros no somos sádicos, sino pragmáticos. En cambio, sabemos relativamente poco de Gabriel, de Rosario, de Magdalena y de Fermín. En alguno de estos casos, ni siquiera sabemos el nombre real o el domicilio. Fijate qué amplio margen tenés para la ayuda que podés prestarnos. Ahora, eso sí, para completar esas cuatro fichas, y como sabemos a ciencia cierta que vos sos en ese sentido el hombre clave, estamos dispuestos —no yo, en lo personal, digo nosotros como institución— a romperte no sólo la crisma, sino los huevos, los pulmones, el hígado, y hasta la aureola de santito que alguna vez quisiste usar, pero te queda grande. Como ves, pongo las cartas sobre la mesa. No podrás acusarme de retorcido ni de ambiguo. Esta es la situación. Y como de alguna manera me caés simpático, te la digo bien claramente para que sepas a qué atenerte. O sea, que te tengo simpatía, pero no lástima ni piedad. Y por supuesto hay aquí, en esta unidad militar —que nunca sabrás cuál es—, gente que, por principio y sin necesidad de saber nada de vos, no te tiene simpatía, y es capaz de llevarte hasta el último límite. Y no sólo a vos. Ellos, los de la línea durísima, prefieren a veces traer a la esposa del acusado, y, cómo te diré, «perforarla» en su presencia, y hasta hay quienes son partidarios de la técnica brasileña de hacer sufrir a los niños delante de sus padres, sobre todo de su madre. Te imaginarás que yo no comparto esos extremos, me parecen sencillamente inhumanos, pero si vamos a ser objetivos, tenemos que admitir que tales extremos constituyen una realidad, una posibilidad, y no me sentiría bien si no te lo hubiera advertido y un día te encontraras con que algún orangután, como esos que anoche te dieron sus piñazos de introducción, violara frente a vos a esa linda piba que es tu mujercita. Se llama Aurora, ¿no? Seguro que en ese caso te quitarían la capucha. Son orangutanes, pero refinados. ¿Cuánto tiempo llevan de casados? ¿Es cierto que el último veintidós de octubre celebraste tus ocho años de matrimonio? ¿Le gustó a Aurora la espiguita de oro que le compraste en la calle Sarandí? ¿Y qué me contás si llegan a traer a Andresito y empiezan a amasijarlo en tu presencia? Esto último, como te decía, aún no ha sido aprobado como recurso, pero los asesores lo tienen a estudio, y, claro, siempre habrá alguno que tendrá que ser el pionero. Nunca estaré de acuerdo con esos procedimientos, porque confío plenamente en el poder de persuasión que tiene un ser humano frente a otro ser humano. Más aún, estimo que los muchachos eléctricos usan la picana porque no tienen suficiente confianza en su poder de persuasión. Y además consideran que el preso es un objeto, una cosa a la que hay que exprimir por procedimientos mecánicos, a fin de que largue todo su jugo. Yo, en cambio, nunca pierdo de vista que el detenido es un ser humano como yo. ¡Equivocado, pero ser humano! Vos, por ejemplo, así como estás, callado e inmóvil, podrías ser simplemente una cosa. Quizá lo que estás tratando es de cosificarte frente a mí, pero por quieto y mudo que permanezcas, yo sé que no sos un objeto, yo sé que sos un ser humano, y sobre todo un ser humano con puntos sensibles. Puntos sensibles que, claro, no poseen las cosas. (Pausa.) ¡Ya pensaste en los huevos, claro! Cuando alguien habla de puntos sensibles, es de cajón: las mujeres piensan en las tetas, y los hombres en los huevos. Un matiz que es muy importante no olvidar. Ya lo decía el pobre Mitrione, que se las sabía todas: «Dolor preciso, en el lugar preciso, en la proporción precisa elegida al efecto.» Es claro que, desde el punto de vista de tus respetables convicciones, es bravo plantearse a sí mismo la mera posibilidad de hablar, de entregar datos, referencias. No es simpático que a uno lo acusen de traidor. Pero aquí hay un elemento que acaso vos ignores. Un tratamiento de los que dispensamos sólo a gente que nos cae bien, como vos, muchacho. Te damos la posibilidad de que nos ayudes y, sin embargo, no quedes mal con tus compañeros. ¿Qué te parece? A lo mejor creés que es imposible. Te parecerá vanidad de mi parte, pero para nosotros nada es imposible. ¿Querés que te lo explique? El plan tiene cuatro capítulos. Primero. Vos hablás, cuanto antes mejor, así no tenemos necesidad de amasijarte: nos decís todo, todito, acerca de Gabriel, Rosario, Magdalena y Fermín. Fijate que podíamos ponerte una lista con veinte nombres, y, sin embargo, de buenos que somos, incluimos sólo cuatro. Cuatro, ¿te das cuenta? Una bicoca. Segundo. Llevamos a cabo algunos procedimientos, de acuerdo a los informes que espontáneamente, ¿entendés?, espontáneamente, nos proporciones. Es claro que esos procedimientos nos sirven, entre otras cosas, para comprobar si efectivamente estás colaborando, o, por el contrario, querés tomarnos el pelo. No te aconsejo la segunda opción. Si, en cambio, confirmamos la primera, no te vamos a soltar enseguida, claro. Eso por tu bien, para que tus compañeros no sospechen. Dejamos pasar un tiempo prudencial y después te largamos. Lindo, ¿no? Tercero. Inventamos un documento en clave, o una lista de teléfonos, o cualquier otra cosa en la que nos pondríamos fácilmente de acuerdo, y hacemos público que la razzia se debió al descubrimiento fortuito de esa nómina o lo que sea, y sobre todo a nuestra capacidad deductiva, así de paso quedamos bien. Como ustedes lo tienen todo compartimentado, cada célula creerá que la lista proviene de otro berretín. Cuarto. Te soltamos por fin, y vos, cuando te juntes con los muchachos, les decís que negaste todo con tanta firmeza que nos convenciste de tu inocencia. ¿Qué te parece? (Pedro sigue inmóvil.) Te advierto que no podés esperar, verosímilmente, una solución mejor que esta que te estoy proponiendo. Tené en cuenta que no se ha empleado nunca hasta ahora, de modo que las sospechas sobre vos no harán carrera. Más aún, tengo la impresión de que vas a salir favorecido en cuanto a prestigio y autoridad. Y de paso te librás de toda esa porquería. Sos muy joven para destruirte porque sí, para arruinarte. Podrías volver con Aurora y con el pibe. ¿No se te hace agua la boca? Aurora te recibiría como a un héroe, y, claro, al principio tendrías algún remordimiento, pero con una mujercita como la tuya los remordimientos se esfuman en la cama. Eso sí, tenés que responderme. Hasta ahora soporté que no dijeras nada. Pero pocos detenidos tienen el privilegio de recibir una propuesta tan generosa. ¿Por qué me habrás caído tan bien? De manera que tenés que responderme. Para que vos y yo sepamos a qué atenernos. Concretemos, pues; frente a esta propuesta, ¿estás dispuesto a hablar, estás dispuesto a darnos la información que te pedimos? (Se hace un largo silencio. Pedro sigue inmóvil. El Capitán sube el tono.) ¿Estás dispuesto a hablar? (La capucha de Pedro se mueve negativamente.)