EL CORAZÓN DE ORO

Alguna vez hay que hacer la prueba. Me refiero a esto: detenerse de pronto en la calle y convertirse por un momento en ser inmutable, en pasivo espectador de la vida que fluye con inválida urgencia. Es difícil lograr esa alucinación, esa especie de soledad acompañada, porque la calle tiene, a pesar de su caos tradicional, una armonía trófica de la que somos parte indiscernible, conducto a la vez que corriente, voluntad a la par que instrumento. No obstante, cuando se está en el extranjero, inesperadamente la proeza puede convertirse en alcanzable. En la Quinta Avenida y la calle 42, o en el Boulevard de Bonne Nouvelle y la Rue Mazagran, es posible que nos convirtamos en ese desapegado observador, en esa retina imperturbable que no pudimos ser en Dieciocho y Ejido. Por algo somos extranjeros en Nueva York o en París, por algo el aire, el afecto, los rencores, el idioma y hasta el hollín, no son allí los mismos que figuraron desde la infancia en el estable séquito de nuestro destino.

Los simulacros del patriotismo han corroído algunas verdades que, antes de ser puestas en octavas reales, había participado en el preocupado ritmo de algunos corazones. Pero la patria, como entelequia del país, como justificación última de las fronteras, quizá esté pasablemente representada por esa imposibilidad de volverse ajeno a una determinada realidad. Más que una bandera, un escudo o un himno, la patria es la casa y la mujer propias, la cadena de amigos, el sabor del cansancio, la voz de los hijos, el hueco del colchón, la playa en invierno, el plato predilecto. Cuando se está en el extranjero, no es imprescindible detentar el monopolio de la nostalgia para echar de menos esa suerte de patria individual, casi privada. Entonces la distancia borra lo accesorio, el derroche cotidiano de lo que no sirve; en la economía casi mágica de la nostalgia, lo que queda es lo auténtico, lo irremediable. La pasión inesperada por el lejano y propio alrededor, la emoción a mansalva con que se recibe la noticia doméstica, otorgan al viajero una lucidez premonitoria, un talento provisional y especializado que lo habilita para saber desde ya que a su regreso tendrá otros ojos para mirar lo suyo. Así, cuando viene en el barco y los cuatro puntos cardinales no son otra cosa que océano indiscernible, o cuando regresa en avión y nada puede saber a través del cristal esmerilado por las nubes, ya está viendo o entreviendo las calles de su ciudad; un cielo que tiene más estrellas que otros cielos; la arena con pisadas, con olas, sin pisadas; la roca coronada de gaviotas; el incanjeable olor del afecto familiar; el tránsito y la desesperación de las bocinas; la horrible, fastuosa, casi melancólica silueta del Palacio Salvo.

Después, cuando llega, y se siente por fin reintegrado a su diaria penuria, a su arduo conflicto con el medio, al fatigoso diálogo con el egoísmo de sus iguales, quizá piensa que acaba de asistir a un espejismo, que todo ese entrevisto paisaje de sentimientos y costumbres sólo pudo deberse a la desacostumbrada anestesia de la nostalgia. Sin embargo, es posible que si lo uruguayo tiene una esencia, esa esencia esté en aquella tristeza chata, nada vistosa, con muchos complejos y pocos motivos, una tristeza que sobrevive a las risotadas y es incapaz de desprenderse de un exacerbado sentido del ridículo.

El uruguayo es triste, triste desde el tango y hasta en su carnaval, pero lo más triste de esa tristeza es que carece de apoyatura en la inmediata realidad, no tiene verdaderas angustias a que asirse. En nuestra población no existe el indio, ese indio en quien la tristeza es algo así como su piel. Resta un hilo de folklore, pero ya no queda entusiasmo que lo patrocine.

Claro que el uruguayo no siempre ha sido así. Basta con oír el ritmo picado de los viejos tangos, de las bienhumoradas milongas orilleras; aun el carnaval (ese ruidoso funeral de hoy) en algún tiempo representó un disfrute. Cada clase sabía divertirse a su modo, y no necesitaba de la celosa marcación municipal para improvisar los ritos de su diversión, para convencerse de su propia alegría. Parecería que a la nueva juventud le faltase imaginación para dignificar sus ocios. Los pitucos han sabido difundir el mal gusto y el tedio; se arraciman en barras, se divierten a manotazos, pero experimentan un sagrado horror hacia su soledad. Nadie quiere estar solo. Y la alegría infalible sólo puede darse en quienes emergen de su propia melancolía con las cuentas claras.

También el guarango es un triste. En cierto modo, presagia la versión más grosera de la anticursilería intelectual que nuestra generación (la de los nacidos alrededor de 1920) inaugura en el país. El guarango es, quizá, el precursor del crítico, algo así como su deformación a priori. El guarango resulta un crítico sin fuerza, sin lucidez, sin eficacia. Se precipita sobre los valores establecidos; los pisotea con su burla estridente; los avergüenza con su implacable risa, que siempre está más cerca del odio que del goce; pero no trata de sustituirlos con nada. Ni el guarango ni el crítico proponen nuevos rumbos, sabias reconstrucciones; pero mientras el crítico destruye con un sentido coherente y, a veces, es eficaz en la destrucción, el guarango destruye por el gratuito placer de destruir. En realidad, hay muchos destructores que se creen críticos y son sólo guarangos. La destrucción del crítico puede servir de base para nuevas construcciones; la del guarango, en cambio, no sirve para nada.

Acaso todos estos enfoques concurran al mismo panorama y sirvan para demostrar que el uruguayo siente una especie de alergia ante cualquier amago de intensidad. Sus emociones son a corto plazo. Disfruta del estallido hasta que se da cuenta de que se ha puesto sentimental. Entonces se retrae y empieza a burlarse de quienes todavía no se han retraído. En el Estadio, se convierte en energúmeno cada vez que debe celebrar un gol, porque sabe que en ese instante todos son energúmenos, solidarios u hostiles energúmenos, y no queda nadie (último e hipotético depositario de la anticursilería) para burlarse de su pasión a término.

De ahí que no sea difícil que el observador se vea arrastrado a formular una decepcionante teoría acerca de nuestro pueblo. Pero yo me resisto. Algo que nadie podrá negar es que este país tiene abundancia de individuos espléndidos, capaces, generosos, que asisten con absoluta lucidez al paralelo crecimiento de la insinceridad y la corrupción; tipos de fondo noble y limpia ejecutoria, que estarían dispuestos a colaborar en cualquier obra de saneamiento político, de regreso a la franqueza; modestos ciudadanos que quieren realmente a su país y contemplan impotentes el resquebrajamiento de la conducta.

A gente de este tipo no puede acusársela de cobarde. Quizá sean valientes, aislados y potenciales valientes, que no están seguros de la existencia de sus aliados, hombres y mujeres que sin duda serían capaces de los mayores sacrificios si supieran que están acompañados, si estuvieran convencidos de que otros espíritus afines están listos para apoyar su entereza. Ese valor solitario que a veces es sinónimo de suicidio (no me estoy refiriendo a ninguna variante de terrorismo, a ningún heroico Rigoberto López que, por fortuna, aquí no es necesario, sino a la hazaña cotidiana de decir la verdad social, la verdad política y comprometerse por ella), ese valor individual, si tiene conciencia de su repercusión y de sus ecos, si se sabe partícula de un valor colectivo, puede llegar a constituir nada menos que la salvación, la única salvación posible, del país.

No pienso negar que, en lo que me es personal, me siento más cómodo políticamente en la izquierda que en la derecha, pero no caeré en la tendenciosa simplificación de afirmar que la grave crisis que atraviesa la nación sea un problema exclusivo de diestros o de zurdos. Mucho más importante que los programas (cumplidos o no) de izquierda o de derecha, y sin perjuicio de reconocer, como ha sido mencionado en anteriores capítulos, la raigambre económica de otras carencias, creo que la crisis actual se basa primordialmente en una malversación de los fondos morales de nuestro pueblo. El antifaz de la democracia no alcanza a ocultar los ojos de la canalla. Bajo una capa de fanático institucionalismo, bajo un respeto a la letra y no al espíritu de la ley, hay una tremenda estafa a lo mejor que tiene este país, hay una inicua defraudación de la esperanza. Por eso he preferido dejar deliberadamente fuera de este libro, toda consideración erudita sobre partidos tradicionales, colegiado, ruralismo, y otros temas que parecerían de cajón en cualquier diagnóstico sobre la realidad nacional. Creo firmemente que lo que nos ha llevado a esta apatía casi desesperada, a esta situación de colapso social, tiene más que ver con las claudicaciones teóricas o las plataformas ideológicas.

Si se considera que, pese a la poderosa maquinaria de la propaganda, pese al anacrónico maccarthismo de algunas instituciones y a la persecución de que es objeto la Universidad, pese al metódico y calculado servilismo de nuestro gobierno en la mayor parte de sus actitudes internacionales; si se considera que, pese a todo ello, existen aún uruguayos que razonan por sí mismos, quiere decir que no todo está perdido.

Nuestro pasado ostenta una de las más puras figuras de América. A veces parece increíble que un pueblo tan insignificante en el momento de su eclosión histórica, haya podido generar nada menos que a Artigas. La verdad es que hoy, en 1960, aún no lo hemos merecido. Por algo el culto del Prócer se ha convertido en un rito no sólo vergonzante sino discriminador. Se recuerda de Artigas aquello que conviene o, mejor aún, que no molesta. De vez en cuando los partidos tradicionales polemizan agriamente a propósito de Oribe o de Rivera y para ello traen a cuento viejas anécdotas, desempolvan olvidados documentos. En cambio, se insiste en fomentar una inocua y escolar imagen del Precursor. Para ello, se dirigen los focos conmemorativos hacia la Batalla de las Piedras, pero se prefiere dejar en la sombra erudita el Reglamento Provisorio de 1815; se trata de centrar la cuota obligatoria de admiración en algunas frases aisladas, en vez de examinar y pormenorizar las claves sorprendentes de su reforma agraria.

¿Ha pensado alguien en someter la realidad presente del país al juicio de Artigas? A un personaje político se le ocurrió reclamar que sus futuras cenizas fueran depositadas junto a las del Héroe, pero acaso se le olvidó que Artigas no está en sus cenizas sino en su ideario, y que es a ese ideario al que todos deberíamos arrimar y ajustar nuestros actos, Consejeros Nacionales incluidos. De lo contrario, corremos el riesgo de que la venerable sombra del Fundador de la Nacionalidad, ajuste sus reclamos a lo que son ahora nuestras actitudes, y en vez de aconsejarnos: «Sean los orientales tan ilustrados como valientes», nos pida que seamos tan valientes como ilustrados.

Artigas supo sacrificar el disfrute de una seudogloria, maculada y perecedera, a la ardua gloria de su insobornable dignidad. Miraba a su pueblo con cariño y no con menosprecio. Era valiente, era honesto, era lúcido. ¿Qué pasaría si el pueblo uruguayo decidiera afirmarse en esos rasgos? ¿Qué pasaría si ese mismo pueblo reclamara que quienes dirigen su destino, tuvieran presente el ideario artiguista?

Tal vez sea eso lo más justo: que Artigas diga la última palabra. Una última palabra que puede encontrarse dondequiera se busque; por ejemplo, en el artículo sexto del Reglamento Provisorio: «Por ahora el Sr. Alcalde Provincial y demás subalternos se dedicarían a fomentar con brazos útiles la población de la campaña. Para ello revisará cada uno, en sus respectivas jurisdicciones, los terrenos disponibles; y los sujetos dignos de esta gracia, con prevención, que los más infelices serán los más privilegiados. En consecuencia los negros libres, los zambos de esta clase, los indios y los criollos pobres, todos podrán ser agraciados con suerte de estancia, si con su trabajo y hombría de bien propenden a su felicidad, y a la de la Provincia». Que los más infelices serán los más privilegiados. A primera vista, no parece una definición de la política del actual gobierno blanco, aunque éste se haya limitado a sustituir la palabra infelices por latifundistas.

¿Tendrán acaso las disposiciones artiguistas el mismo tufillo foráneo olfateado por Benito Nardone en las palabras «reforma agraria» que desde hace un tiempo viene comoviendo la antigua, agotada estructura de América Latina? De todos modos, en 1815 faltaban tres años para que naciera Marx, de manera que parece improbable que Artigas pueda ser llamado filocomunista o cretino útil.

El corazón de oro, el viejo corazón de oro que latió en la etapa formativa y heroica de nuestra independencia, aun hoy sigue latiendo. No siempre se le oye, sencillamente porque la vida moderna es escandalosa y afirma a gritos su predilección por lo frívolo. Pero el corazón de oro ha sobrevivido y acaso allí llegue a tomar impulso la pasión que nos falta, la buena, generosa pasión, que aún puede redimirnos de nuestro actual pecado de pusilanimidad.

A diferencia de otras naciones latinoamericanas, el Uruguay no tiene necesidad de cruentos sacrificios para lograr una estabilidad democrática. Afortunadamente, tal estabilidad ya la tenemos. La nuestra debería ser una revolución desde dentro mismo de la democracia, pero sobre todo una revolución de la conciencia. Naturalmente, ella reclamaría de sus adeptos todas las disponibilidades del valor para enfrentar el auge de la calumnia en su impresionante fuerza corporativa, para compensar el descrédito a cuenta de las promesas de fracaso, para evitar la mutilación de las buenas intenciones, para derrotar la cotidiana afrenta a la simple rusticidad de lo humano. Probidad, honradez, veracidad, entereza. No nos sonrojemos, por favor. Después de todo, estas palabras siguen representando, aun en mil novecientos sesenta, aun ahora que estamos de vuelta de casi todo, los mismos valores que hace ciento cuarenta y cinco años, cuando Artigas luchaba por inaugurar nuestra nación. Basta de guarangos, de viveza criolla, de garra celeste. Quizá haya llegado el momento de demostrar que somos un pueblo adulto y que, por lo tanto, podemos sostenernos al nivel de nuestras responsabilidades domésticas y continentales.

Ya que la historia nos ha dejado sin tradiciones, tratemos de convertir la decencia en nuestro folklore. El futuro ha sido siempre un viejo caprichoso; de modo que nadie puede saber qué suerte nos destina. Pero quién sabe. Hoy el distintivo es la cola de paja; mañana puede ser el corazón de oro.

Montevideo, junio 1960.