Bogotá, 1906-1907

Manuel Quintín Lame y Violeta Saramago se mostraban asombrados y algo anonadados ante la intensidad de la capital de Colombia. Les desconcertó el tranvía que cruzaba por mitad del camino, aparecía y desaparecía por la ciudad, repleto de gentes que parecían tener siempre prisa. Les llamó la atención el nuevo trazado de las vías férreas que llegaban hasta La Dorada y Girardot para facilitar la comunicación entre la ciudad y los puertos del río Magdalena; lo llamaban el Ferrocarril de la Sabana. Les pareció un milagro la electricidad que iluminaba las plazas y el centro de la ciudad, y les gustó el ánimo bullicioso que se respiraba en el corazón palpitante del país. Todo era nuevo para ellos; sobre todo para Manuel, que no había visto un tranvía en su vida y se sorprendía cuando al caer la tarde las farolas eléctricas iluminaban las calles. Realmente hacía frío en Bogotá, por su gran altitud, y Quintín Lame se alegró de tener a mano su poncho oscuro de buena lana. La cordillera de los Andes imponía su presencia y prácticamente desde cualquier calle se podían ver los gélidos picos andinos, muchas veces nevados.

—Estamos igual que en la selva, rodeados de los Andes. Eso me gusta, pero hace más frío aquí —dijo Manuel ante la mirada complaciente de Violeta.

Buscaron la dirección del abogado recomendado y se encaminaron esperanzados hacia la «carrera» indicada en un papel arrugado que llevaba Manuel en la mano. A ambos les extrañó que a las calles en Bogotá las llamasen «carreras» y que en vez de nombres les hubieran puesto números para identificarlas. Inesperadamente percibieron que les costaba respirar, no tanto por el cansancio del viaje sino por el llamado «mal de altura»; y mientras caminaban observaron que los propios bogotanos de vez en cuando respiraban hondo, como para coger aire, pero ellos estaban acostumbrados. Afortunadamente, el despacho del abogado estaba cerca de La Candelaria, el centro colonial de la ciudad, desde el que se había proyectado el trazado urbano. Era un barrio bullicioso, lleno de comercios, cafés y casas muy antiguas. Al atravesar sus calles empedradas admiraron los edificios antiguos de los siglos XVII y XVIII, la mayor parte preciosas iglesias levantadas por los españoles y los jesuitas. Quintín Lame volvió a sorprender a Violeta cuando al pasar por delante de los monumentos comentó:

—Mucho antes de la conquista española, la sabana de Bogotá estaba habitada por los muiscas. Fue la primera gran ciudad muisca y se llamaba Bacatá. Los conquistadores destruyeron sus lugares de culto y sobre los restos construyeron estas iglesias que están ahora por todas partes.

La visita a Diego Luis Córdoba resultó cordial y el abogado se sintió honrado de conocer al «héroe indígena» del que tanto había oído hablar. Ni Violeta ni por supuesto Manuel conocían que su fama había llegado hasta la capital.

—La leyenda le precede, amigo mío —le dijo el abogado, ofreciéndole un cigarrillo.

Quintín Lame rehusó y sacó despacio del bolsillo de su levita una cajita de madera, hermosamente grabada a navaja, de la que extrajo un puro de los que fumaba habitualmente en la selva.

—Estos son mejores —dijo mientras el abogado le daba fuego.

Durante dos horas le explicaron el motivo de su viaje y la pretensión que tenía de formarse para presentarse a la Asamblea Nacional Constituyente. Violeta le preguntó abiertamente si consideraba que era un buen momento para ir pensando en esa posibilidad.

—Ciertamente corren nuevos aires en el Congreso y muchos delegados están por la labor de dar entrada a representantes de las comunidades indígenas. Y usted, señor Quintín Lame, es un referente que sin duda arrastrará votos entre su pueblo, y esperemos que también entre los ciudadanos menos reaccionarios de este país, en el que a los indios se les sigue considerando salvajes. Pero le advierto que el camino será largo y tortuoso —contestó el abogado con un tono de cierta superioridad.

—Conozco las dificultades y la tortura. Estuve encarcelado y con grilletes en los tobillos. Espero que con el paso del tiempo el lado cruel de mis carceleros haya desaparecido, y yo pueda representar a mi pueblo —replicó Quintín Lame con la paciencia y dignidad que le caracterizaban.

Al finalizar la entrevista, quedaron en que el abogado les facilitaría una lista con libros adecuados para el fin perseguido, y además les pondría en contacto con un estudiante de Derecho.

—Muy afecto a la causa —dijo—, con mucho tiempo libre y que les podrá acompañar en sus investigaciones por las bibliotecas. Es un joven brillante, con un gran futuro, y les puede ser a ustedes de gran ayuda para desenvolverse por Bogotá. Se llama Rodrigo Galán —puntualizó Diego Luis Córdoba al tiempo que se despidió porque esperaba otra visita, esta concertada de antemano.

El abogado le pareció a Violeta algo pedante y bastante pagado de sí mismo.

—Ni siquiera nos ha preguntado si teníamos dónde alojarnos —comentó molesta al salir.

—Nos ha dado una lista de los libros que he de estudiar: ese es un buen consejo, y nos ha indicado dónde encontrar a ese joven estudiante de leyes para que nos guíe de su parte. ¿Qué más quieres? A mí me parece un hombre bueno. Se le ve muy ocupado, ya me advirtieron eso —respondió comprensivo Quintín Lame.

Aun así, a Violeta no le gustó el tono empleado por el señor Córdoba con Quintín Lame. Y lamentó no haberse atrevido a preguntarle dónde podrían alojarse por unos días, ya que no conocían la ciudad.

—No te preocupes, mujer. Vamos a buscar algo antes de que anochezca y mañana iremos a la Universidad de los Andes a buscar a ese estudiante —la tranquilizó Manuel.

Ella sonrió al pensar que para Manuel el anochecer era como en los Bosques de Niebla, donde había que buscar abrigo rápidamente antes de que desapareciera la luz. De cualquier modo, tenía razón, estaban cansados del viaje. Lo mejor sería alejarse del centro colonial y buscar algún hospedaje en algún barrio barato. En ese momento recordó la dirección que le había dado Amelia. Buscó en la mochila y se acordó de que le había dicho que era un barrio bogotano: el de Perseverancia. Le gustó el nombre y se encaminaron hacia allí. Mientras, le explicó a Manuel que se trataba de una amiga que había conocido en el barco que la trajo a Colombia, y que ella les podría aconsejar un alojamiento en ese barrio. Se ahorró el resto de los detalles.

Al llegar a la dirección le rogó que la esperase fuera porque había pasado mucho tiempo y no sabía si la muchacha seguiría trabajando allí. No quería explicarle que su amiga trabajaba en un prostíbulo. Lugares, por otra parte, muy habituales en la gran ciudad.

En Bogotá, como en Medellín, el crecimiento urbano, la emigración de mujeres campesinas, la falta de empleo, los bajos salarios de las obreras y otras trabajadoras urbanas contribuían al incremento de la prostitución. A todo ello se unía el problema de encontrar un sitio digno donde alojarse. Violeta se enfrentaba a la misma situación que algunas campesinas recién llegadas que debían refugiarse en casas de inquilinato o pensiones donde el hacinamiento y la falta de privacidad facilitaban el camino hacia la prostitución. La prensa ya empezaba a denunciar la existencia de personas sin escrúpulos dedicadas a la trata de blancas en la estación del tren, aprovechándose de la ingenuidad de las campesinas al llegar por primera vez a Bogotá. Por otra parte, el burdel se había convertido en un lugar importante de sociabilidad masculina. En sus salones no solo se hacían tratos sexuales, sino que eran también refugio de intelectuales, bohemios y prósperos hombres de negocios que buscaban nuevos espacios para desahogarse, libres del rígido control social que las costumbres y la moral católica trataban de imponer en las ciudades. Con el tiempo, Violeta lo experimentaría personalmente.

El edificio por fuera era discreto y nada había que indicara el oficio que desempeñaban sus moradoras. Sin embargo, dentro todo cambiaba: lujo y decoración abigarrada, espejos con marcos dorados, chaises longues, mesitas bajas con luces tenues, y sinuosas escaleras que llevaban a los pisos de arriba. La madama la recibió intrigada y le informó de que, en efecto, Amelia trabajaba allí, solo que ahora estaba ocupada, y que podía esperar en el salón a que terminara su turno. De paso, le echó un vistazo y le dijo antes de desaparecer:

—Si quieres trabajo, preciosa, me buscas luego y hablamos. Las mujeres rubias por aquí son muy apreciadas.

Violeta se sonrojó como un tomate y le contestó que solo había venido a ver a su amiga.

Al cabo de media hora bajó por la escalera Amelia, ahora convertida en una mujer pelirroja, con un precioso y entalladísimo vestido largo verde esmeralda y un moño a medio recoger, despeinado, sujeto con horquillas doradas y con pequeñas piedras brillantes. Las dos mujeres se reconocieron enseguida y se abrazaron, contentas de volverse a ver. Se sentaron en un tresillo de terciopelo rojo y se contaron brevemente su vida durante todo ese tiempo en Colombia.

—Yo te hacía casada con un colombiano rico de las plantaciones esas de café donde fuiste y con criaturas pequeñas incordiando a tu alrededor —le dijo sorprendida Amelia al observar su sencillo y gastado traje sastre.

—No, nada de eso. Es un poco largo de explicar. Ahora te necesito para que nos orientes un poco en Bogotá. Voy a quedarme un tiempo aquí y de momento necesitamos un lugar donde pernoctar.

—¿Has venido acompañada de un hombre? —preguntó Amelia, y se asomó a uno de los balcones para mirar. Al otro lado de la calle vio a Manuel Quintín Lame, que esperaba tranquilamente fumando uno de sus habituales puros—. ¡Qué hombretón! Y parece indígena. Hija, qué gustos más raros tienes, y eso que pareces una mosquita muerta… ¿Por qué no lo haces pasar? Va a coger frío ahí fuera.

Violeta soltó una carcajada ante los comentarios de su amiga. La verdad es que no se imaginaba a Quintín Lame en un burdel, aunque fuera lujoso como este. No le quedó más remedio que explicarle la naturaleza de su estancia en Bogotá, resumida en que estaba ayudando a la causa indigenista y que ese hombre era un líder que dentro de unos años llegaría a ser el representante político de los pueblos nativos del país.

—Pero, entonces, ¿no estáis liados? —insistió Amelia.

—Que no, mujer, que no. Para mí es como un padre y yo soy una especie de consejera. —Trató de aclarar Violeta.

—Qué cosas más extrañas hacéis la gente de vuestra clase social. Siempre complicándoos la vida. Claro, como siempre lo habéis tenido todo tan fácil, ¡hala!, a buscar complicaciones.

—No te digo que no tengas razón, Amelia. Pero ahora aconséjanos un lugar para alojarnos. Estamos agotados, llevamos todo el día andando y mañana tenemos que estar a primera hora en la Universidad de los Andes.

Amelia le dijo que si la esperaba unos minutos, cuando terminara su turno, les podría acompañar a una pensión «muy honrada» que se encontraba justo a dos carreras de allí. De paso le informó que el barrio de Perseverancia era muy popular en Bogotá, conocido por ser el principal lugar de producción de chicha; y que justamente en esos días se celebraba el Festival de la Chicha, el Maíz, la Vida y la Dicha, llamado así en honor a las tradiciones ancestrales de alegría e identidad de los bogotanos.

—Así que has caído en el momento apropiado. A tu amigo el indio le encantará. —Y se alejó balanceando las caderas mientras subía las escaleras para cambiarse de ropa.

Violeta esperó y dedujo que a su amiga le había ido bien durante esos años. Al parecer el negocio de la alta prostitución había florecido gracias a las ganas de celebrar el nuevo siglo con el hedonismo, los placeres y la alegría que proporcionaban esos lugares a quienes se los podían permitir.

Cuando Amelia regresó parecía otra persona. Había cambiado su vestimenta provocativa por un traje sastre negro de corte impecable y recogido su escandalosa melena rizada dentro de un sombrero lila, tocado con dos plumas negras en un lado.

Hechas las presentaciones, Amelia le ofreció a Manuel la mano enguantada para que se la besara, pero él solo inclinó levemente la cabeza, como solían hacer los indios para saludar. Violeta sonrió divertida ante los gestos altivos de su amiga.

Se encaminaron hacia el alojamiento elegido para reponer fuerzas. A la entrada del hostal se despidieron y quedaron en volverse a ver para que Amelia, en su tiempo libre, les enseñara la ciudad de Bogotá y algunos de sus secretos.

Por la mañana se dirigieron a la Universidad de los Andes y Violeta agradeció encontrarse de nuevo en ambientes universitarios. Llevaban la carta de presentación que les había entregado el abogado como referencia. Preguntaron por un estudiante de Derecho llamado Rodrigo Galán, imaginando que no sería fácil encontrarlo entre tantos estudiantes, pero se equivocaron: todo el mundo conocía al joven Rodrigo, pues era uno de los líderes estudiantiles más activos y comprometidos con las protestas contra el Gobierno. En uno de los amplios pasillos de la facultad de Derecho les indicaron que estaban reunidos en asamblea, y que podían entrar si querían.

—Es el que está hablando en estos momentos —indicó un simpático estudiante que pasaba por allí, señalando la puerta abierta.

Entraron un poco cohibidos y se colocaron atrás para no molestar. La sala era enorme y dentro habría unos trescientos estudiantes y algún que otro profesor. Sobre la tarima, un joven moreno de rostro inteligente y verbo encendido enardecía al auditorio con sus proclamas y su oratoria brillante. Al escucharle, Violeta se estremeció. Tenía una voz potente y dulce, y al mismo tiempo transmitía autoridad. Desde su llegada a Bogotá notaba el suave español que hablaban en la capital, sin fuerte acento, muy dulce y cálido. No obstante, y para asegurarse de que era el chico que buscaban, preguntó cómo se llamaba el orador.

—Es Rodrigo Galán —contestó el chico que estaba a su lado, extrañado de que no lo conociera.

A Manuel Quintín Lame le gustaba lo que estaba oyendo. Sus mismas ideas, su mismo pensamiento, pero en boca de un joven que por edad podría ser su hijo.

—Tenemos suerte, Violeta, los dioses nos están iluminando el camino. Este joven nos ayudará en nuestros propósitos —le susurró al oído.

Ella asintió también emocionada; por ahora todo estaba saliendo bien, y además se sentían arropados por la hospitalidad y amabilidad bogotana. No esperaban que la gran ciudad resultara tan acogedora y cordial con ellos. Escuchó atenta sus palabras y observó como pudo, porque le tapaban las cabezas que tenía delante, el porte atractivo del líder estudiantil. Cuando terminó la arenga, estallaron los aplausos del auditorio y los silbidos entusiastas. Momento que aprovecharon para acercarse, sorteando el entusiasmo juvenil, a Rodrigo Galán, que se hallaba rodeado de sus incondicionales. Violeta fue abriéndose paso con Quintín Lame tras ella. Por fin, lograron subir al entarimado y Manuel, desde su estatura, le dio un golpecito en el hombro al estudiante para que se volviera y se percatara de su presencia. Entonces Violeta, en medio del bullicio ensordecedor, pues todos hablaban al mismo tiempo, le tendió la carta del abogado Diego Luis Córdoba.

Rodrigo Galán los miró algo extrañado por la curiosa pareja que hacían Violeta y Manuel, y leyó rápido la nota en la que le ponía en antecedentes de quiénes eran sus portadores. Mientras el joven leía, Violeta se fijó en sus gruesas cejas negras, que enmarcaban unos ojos de mirada intensa y penetrante. Tan intensa que se vio obligada a bajar los suyos por un instante cuando la miró. Supuso que cuando ese chico sonriera resultaría menos intimidatorio que con expresión seria.

—Por favor, me place mucho atenderlos. Vamos a un lugar más tranquilo —dijo Rodrigo, haciendo un gesto de cortesía con la mano para indicarles la salida.

Los tres salieron a los jardines de la universidad y hablaron detenidamente sobre el asunto que les había llevado hasta allí. El joven no conocía a Manuel Quintín Lame ni había oído hablar de él, pero le bastó con las referencias del abogado para ponerse a su entera disposición en todo lo que necesitaran. Además, Quintín Lame le dijo que sus palabras le habían llegado al corazón.

—Somos como el árbol viejo y el árbol joven que crecen juntos en la selva y se alzan erguidos para recoger la luz del sol.

Rodrigo sonrió complacido al escuchar estas palabras y agradeció el cumplido. Fue entonces cuando Violeta descubrió que su rostro se iluminaba con la sonrisa y su mirada se volvía tierna y envolvente.

Como las clases habían terminado, Rodrigo propuso pasear hasta el centro neurálgico de Bogotá: la plaza Simón Bolívar, desde donde se partía siempre a descubrir la ciudad. Allí admiraron la estatua del Libertador, el primer monumento público de la ciudad realizado en bronce por el escultor italiano Pietro Tenerani.

—En este país casi todos los monumentos y edificios importantes los han hecho o los siguen haciendo los extranjeros. Ahora la moda es contar con arquitectos e ingenieros franceses para todo, dejando a un lado a los propios colombianos —explicó el muchacho con ligera crítica.

—Yo soy extranjera, española, aunque no he levantado ningún monumento todavía —dijo Violeta en voz baja y tono irónico.

Sin dejar responder al muchacho, Manuel Quintín Lame replicó con excelente sentido del humor.

—¡Cómo que no! Tú me ayudas a levantar el monumento de la dignidad del pueblo indígena.

Rodrigo Galán volvió a sonreír de esa forma en que se transformaba y respondió a Violeta:

—Ya me he dado cuenta de que usted no es colombiana, señorita. Su acento, su piel y sus ojos hablan por sí mismos. Y muy bien, por cierto.

Ante aquellas palabras, la muchacha no pudo evitar volver a sonrojarse. Fue como si Rodrigo la acariciara mientras las pronunciaba, y la fastidiaba mucho ser así de vulnerable, porque no soportaba ponerse en evidencia.

Quintín Lame rompió la tensión del momento proponiendo ir a comer algo, pues estaba hambriento. Se acercaron a una esquina de la plaza Bolívar donde había una taberna en la que servían el ajiaco, comida típica de la región andina, consistente en una reconfortante sopa a base de pollo, maíz, patatas, aguacate y guasca (una hierba local). Y para celebrar el encuentro terminaron el almuerzo improvisado con un canelazo, bebida que también proveía de energía a base de aguardiente, caña de azúcar, canela y lima. Esa misma tarde se acercaron a la Biblioteca Departamental para echar un vistazo a los libros sugeridos por el abogado Córdoba. Rodrigo, como todos los estudiantes, era un asiduo del lugar y les orientó en la búsqueda y en la posibilidad de préstamo.

Violeta le explicó las intenciones de Quintín Lame de presentarse a la Asamblea Nacional Constituyente, y al joven le pareció una estrategia perfecta. Les dio confianza saber que podían contar con todo su entusiasmo juvenil para la causa indigenista. La tarde se les pasó en la biblioteca intercambiando información: Quintín Lame hablando sobre su lucha y el estudiante acerca de la fuerte contestación que se vivía en Bogotá contra el ambiente de corrupción generalizada de la administración pública. Manuel y Violeta le escuchaban entusiasmados y preocupados al mismo tiempo. La conclusión fue que no solo los indígenas y los campesinos eran reprimidos, sino que el descontento se ampliaba a los obreros e incluso a los comerciantes de Bogotá, hartos del compadreo escandaloso de la clase política. Rodrigo se encontraba a gusto con ellos. Eso se notaba porque les dedicó toda la jornada.

Terminaron en el barrio de Perseverancia, cerca del hostal donde se alojaban, tomando una de sus afamadas chichas como acompañamiento ideal en el momento de las confidencias más personales. El joven estudiante se soltó la lengua ante las preguntas de Violeta, cada vez más interesada en su persona. Tenía veintitrés años —aunque su apariencia era de más edad— y dedujeron, por lo que contaba, que era hijo de la élite bogotana: su padre era un empresario dueño de una planta eléctrica, y su madre, Leticia Gallardo, una dama de la alta burguesía de la ciudad. Más tarde sabrían que además sus padres eran amigos personales del presidente.

Pero estaba claro que Rodrigo Galán no presumía del estamento social del que procedía, sino todo lo contrario. Durante la conversación hubo momentos en los que se percibió cierto tono de desprecio hacia su familia. Lo que resultaba evidente era el carisma del joven como líder del movimiento estudiantil, y eso era precisamente de lo que se sentía más orgulloso.

—Cuando llegue el momento, ¿podré contar con vuestro apoyo para nuestra causa? Sería muy bueno que en la gran ciudad conozcan nuestro sufrimiento como pueblo —preguntó Manuel, animado por la chicha.

—Por supuesto, su lucha es nuestra lucha, amigo mío. Lo más importante es que nos unamos todos: los indígenas, los trabajadores, los estudiantes, en un objetivo común. Si somos muchos nos respetarán, si somos pocos nos seguirán explotando. Es así desde la prehistoria —razonó Rodrigo mientras, en un gesto habitual en él cuando hablaba, se pasaba la mano por su indomable flequillo negro que le caía todo el rato sobre los ojos.

A Violeta le gustaba escuchar su voz aterciopelada y las cosas que decía. Empezó a plantearse iniciar estudios de Derecho como una forma de ampliar conocimientos y de ayudar a Quintín Lame en sus propósitos. El ambiente universitario que había conocido por la mañana la atrajo y pensó que para empezar era un modo de ocupar su tiempo en Bogotá hasta que encontrara un trabajo con que ganarse la vida.

Tras pasar una semana en Bogotá, el líder indígena decidió volver a la selva con los suyos. Quería estudiar en la tranquilidad de los bosques los libros que habían sacado de la biblioteca a nombre de Rodrigo Galán, para evitar problemas, y prepararse para los pasos que debía dar si quería convencer a las comunidades indígenas de que fuera su representante en el Congreso colombiano. Pasados unos meses volvería a Bogotá, se reuniría con Rodrigo y Violeta, y si fuera preciso con el abogado Diego Luis Córdoba, para establecer el seguimiento de su preparación y comprobar los apoyos recabados hasta el momento. Por otra parte, Manuel se percató de que Violeta quería probar suerte en la gran ciudad, y que se la veía atraída por el estudiante. Además, tenía una buena amiga con la que contar si necesitaba ayuda, y por tanto consideró que podía dejarla sola. Se las arreglaría en ese ambiente bullicioso y lleno de tensiones revolucionarias a punto de estallar.

—Debo volver, Violeta. En Bogotá me distraigo mucho. Siempre estáis proponiendo cosas y me siento un poco abrumado, echo de menos la tranquilidad de los Bosques de Niebla. Tú ya tienes nuevos amigos aquí, y no estarás sola. Seguiremos en contacto, como decís vosotros los jóvenes. Además, me tenéis que examinar pronto de todo este equipaje que llevo para estudiar. Eso sí, echaré en falta la bombilla por la noche cuando lea los libros. —Y soltó una carcajada llena de fuerza y de promesas de futuro.

Esta vez Violeta lo abrazó. Quería a ese gran hombre como a un padre, y sabía que iba a notar su ausencia durante los meses que permaneciera en las montañas andinas.

—Por favor, Manuel, despídame de los niños del poblado y de su mujer. ¡Ojalá los vuelva a ver pronto! Y… para Leonardo le entrego esta carta, para que se la dé cuando lo vea.

—El muchacho va a sufrir, lo sabes… —murmuró el indio, cogiendo la carta.

La muchacha bajó los ojos compungida. Estaba visto que para el indio ella era como un libro abierto donde podía leer sus sentimientos y sus planes. Por eso creyó que ya era hora de sincerarse antes de que él se marchara.

—Manuel, le voy a abrir mi corazón, como dicen los indios. A Leonardo lo quiero y siento una fuerte atracción por él; pero pienso que no estamos hechos para compartir todos los aspectos de la vida. A veces, él se muestra demasiado obsesionado conmigo y eso me ahoga. Sé que no le gusta que yo sea una mujer libre. Supongo que le resultará difícil comprender mi forma de ser, Manuel; pero hay mujeres que necesitan sentirse libres incluso cuando están enamoradas. Esa es la cultura que reconozco como mía y la que mi padre me inculcó desde pequeña.

Quintín Lame la escuchó atentamente, le cogió las manos, que desaparecieron entre las suyas, enormes, y se las llevó a su corazón.

—Mujer dorada, sí que comprendo como eres. Necesitas volar alto como el cóndor —respondió.

Al escuchar estas palabras, Violeta supo que él la entendía a pesar de las diferencias que los separaban; y se sintió agradecida porque el destino le hubiera dado la oportunidad de conocerle. Lo acompañó hasta el ferrocarril de la sabana y cuando lo vio partir estaba decidida a reanudar la escritura de su biografía. «Ese va a ser mi principal proyecto en Bogotá», se prometió para sus adentros.

Violeta se sintió feliz de encontrarse sola en la gran ciudad, con nuevos amigos y nuevos planes que abordar. Lo desconocido nunca la había asustado, sino más bien todo lo contrario: le atraía, formaba parte esencial de su carácter arriesgado y aventurero. Ahora su prioridad consistía en encontrar una ocupación que le reportara algún dinero para sobrevivir y buscarse un alojamiento propio. De momento abandonó el hostal porque no podía permitirse pagar una habitación allí, aunque fuera en el barrio de Perseverancia. Mientras buscaba trabajo, Amelia le insistió en que viviera en su casa, una pequeña pero coqueta vivienda de dos plantas con un minúsculo patio trasero lleno de flores, que había comprado hacía más de un año en el mismo barrio donde trabajaba de prostituta.

—No seas remilgada, Violeta. Ahora soy yo la que viaja en segunda clase, y tú, querida, la que viaja en tercera. Así que vivirás conmigo hasta que encuentres algo, y me harás un favor porque no estaré sola y tendré una amiga con la que compartir mis pocos momentos de vida normal, ya me entiendes —le dijo Amelia con absoluta sinceridad, pero con su habitual tono de pretendida indiferencia.

—Gracias, Amelia. Estaba deseando que me lo dijeras.

—Comprenderás que no te iba a ofrecer antes mi casa con ese indio enorme que llevabas pegado a tus faldas. Una, aunque no lo parezca, tiene su reputación…

Violeta no pudo menos que reírse ante la ocurrente respuesta de su amiga. Tampoco era ajena al sentimiento de origen común que le despertaba Amelia. Ardía en deseos de estar en la casa las dos juntas hablando y recordando el paisaje de la Costa da Morte, sus lugares comunes, sus tradiciones, su tierra. Eso le parecía el mejor regalo que le podían ofrecer: recordar Galicia otra vez como si estuvieran allí, olvidando la lejanía de un inmenso océano que separaba ambos territorios. Por fin, tenía una amiga con la que poder compartir confidencias, y no le importaba absolutamente nada a qué se dedicaba para poder ganarse la vida. Y bastante bien, por cierto.

En la casa de Amelia convivían dos pajaritos enjaulados, dos gatos y un perro. Al verlos, Violeta pensó que había más fauna que en la selva. Los gatos no le gustaban nada, aunque estos eran preciosos. Con el perro seguro que haría buenas migas. De hecho, nada más tomar posesión del cuarto donde la instaló, el perro, que se llamaba Cholo, se coló en la habitación para pasar la noche a los pies de su cama, costumbre que repetiría todas las noches. Las dos jóvenes solían compartir las mañanas, aunque Amelia se levantaba muy tarde, casi a la hora del almuerzo.

Violeta decidió inscribirse en la facultad de Derecho y ponerse a disposición de la Asociación de Estudiantes, muy poderosa en Bogotá, para ayudarles en la divulgación de sus panfletos, reparto de propaganda y redacción de textos.

Una vez cumplido el trámite, Violeta y Rodrigo se veían todos los días y se hicieron inseparables. Se involucró cada vez más en las protestas estudiantiles contra el Gobierno conservador y escribió crónicas en gacetas universitarias.

El ambiente en la calle era explosivo, con fuertes movimientos sociales que clamaban contra el Gobierno y los trabajadores que enlazaban una huelga con otra. A la presión social se unió la política migratoria de llamada, y la ciudad se vio desbordada de campesinos y gentes en busca de trabajo, con lo que el índice de paro y pobreza aumentó considerablemente. Durante esos días fue noticia en los periódicos los muertos por hambre en Bogotá. Sobre todo, la gente estaba harta de los políticos que manejaban la administración local otorgando prebendas personales a sus más cercanos colaboradores. En este marco se sucedían las protestas contra esa camarilla de privilegiados y aumentaban las movilizaciones que contaban con el apoyo de los grupos liberales, de algunos sectores del partido conservador e incluso del clero. La creciente ola de escándalos financieros y administrativos movió al flamante alcalde de Bogotá a descabezar «la rosca» destituyendo a varios gerentes de importantes concesiones públicas.

En este ambiente de manifestaciones casi diarias y de brutal represión, el tumulto se agigantaba con la participación de obreros, empleados y otras gentes del pueblo. La terrible lucha callejera enardecía a los universitarios, que tomaron la dirección del movimiento en Bogotá. Rodrigo Galán afianzó su liderazgo y su implicación al frente de la Asociación Nacional de Estudiantes, y Violeta se involucró con entusiasmo apoyándole.

Entre las clases, el estudio, la redacción de la biografía de Quintín Lame y las manifestaciones estudiantiles, a Violeta el tiempo se le pasaba volando. También influía el hecho de compartir muchas horas de trabajo y de conversación con Rodrigo. A su lado se sentía tan cómoda como si lo conociera desde siempre. Algunas noches en que Amelia no trabajaba, si no había disturbios pasaban a recogerla y se perdían por La Candelaria derrochando juventud y amistad. Formaban un trío curioso: la extranjera llegada de la selva, el estudiante revolucionario y la prostituta pelirroja. Rodrigo alguna vez comentó a Violeta la posibilidad de vivir juntos, pero lo postergaban debido a que, al estar fichado por la Policía y cambiar constantemente de domicilio, la situación no les iba a resultar cómoda para iniciar una relación de pareja. Violeta lo prefería así, ya que se encontraba muy a gusto en casa de su amiga, donde gozaba de libertad de movimientos y podía recibir a Rodrigo cuando ambos lo desearan. De hecho, ni siquiera sabía si Rodrigo vivía en la casa de sus padres o compartía piso con otros estudiantes. Sabía que iba y venía, y que no tenía domicilio fijo. Lo único que tenía claro es que no podía escapar, ni quería, a la intensa mirada de sus ojos negros, que la dejaban paralizada cuando hablaba con su habitual vehemencia, y que se transformaban dulces y tiernos en la sonrisa. Violeta había encontrado en Rodrigo la inquietud intelectual y política, y a su lado vivió una época de esplendor. A veces, la sombra de Leonardo aparecía inoportuna, pero su recuerdo desaparecía rápido en los brazos de Rodrigo, al que consideraba un compañero perfecto para compartir sus ideales de justicia e igualdad.

Estaban tan unidos que en los círculos universitarios ya se les conocía como «la pareja roja». A menudo Amelia le aconsejaba que tuviera cuidado porque cualquier día podía llevarse un disgusto. No comprendía el comportamiento de Violeta.

—La verdad es que no os entiendo muy bien. Yo en tu lugar, teniendo un novio que pertenece a la burguesía de esta ciudad, con unos padres ricos y cercanos al presidente, me olvidaría de tanta manifestación en la calle y tensaría la cuerda para casarme cuanto antes. No sabes lo que te pierdes. Esos salones deben de ser una maravilla y no es fácil entrar ahí, ¡si lo sabré yo! Pero tú has tenido la suerte de encontrarte con un novio guapo, que bebe los vientos por ti y pertenece a ese ambiente. ¡Hija!, no sé qué se te ha perdido por las calles hostigando a la Policía. —Le soltó un día.

—Pero, Amelia, ya hemos hablado otras veces de esto, y tú siempre has mantenido que son todos unos corruptos y que si no fuera por tu trabajo también saldrías a gritar contra los de la rosca —replicó Violeta, confundida por sus palabras.

—Sí, sí, y lo mantengo; pero te estás metiendo mucho, me da miedo por ti y por Rodrigo. Hay tiros por las calles, ya no es solo un capricho de estudiantes jugando a hacer la revolución. Esta gente que está en el poder es muy peligrosa. Si lo sabré yo… que los tengo como clientes.

—Mira, si alguna vez entro en los salones de la alta sociedad bogotana me gustaría hacerlo por mis propios méritos, no por estar casada o ser la novia de Rodrigo. Y no te apures, que tenemos cuidado, sabemos lo que hacemos, no nos arriesgamos inútilmente —repuso Violeta con cariño ante su preocupación.

Para celebrar el final del curso en que se había inscrito Violeta, con excelentes resultados académicos, Rodrigo la invitó al restaurante de moda en la ciudad, recientemente abierto, Las Margaritas. Una magnífica y sencilla casa de comidas regentada por Ángel y Margarita Arenas y sus hijas. La señora Margarita heredó de sus abuelos toda una tradición culinaria y gracias a estos conocimientos decidió montar hacia 1890 una empresa de banquetes. —Oficio femenino muy común a finales del siglo XIX, que consistía en preparar comidas por encargo a las damas de la sociedad—. Tras el éxito de estos encargos, Margarita se trasladó con sus hijas y sus recetas tradicionales a una antigua cigarrería en el barrio Chapitero. Allí arrendaron una casita en la calle Galán, una curiosa coincidencia que siempre le hacía gracia a Rodrigo, y comenzaron a hacerse con una clientela fiel vendiendo deliciosas empanadas calientes a la salida de la misa de los domingos. Las ya famosas empanadas gustaban tanto que los domingos acudían los feligreses a comprarlas. Hasta que en 1902 abrieron el restaurante. Solo abrían los sábados, domingos y festivos porque los propietarios se esmeraban en elaborar ellos mismos los condimentos y productos que después servían.

Para llegarse hasta allí cogieron una calesa y entraron en el afamado restaurante con muchas ganas de probar el puchero bogotano, las sobrebarrigadas Las Margaritas, un sustancioso guiso de carne, y el ajiaco santafereño. Rodrigo quiso contarle algo muy especial a Violeta. El local estaba lleno ese domingo y tuvieron que acomodarse en una mesa pequeña donde apenas cabían los platos que comandaron, y debían moverse con cuidado si no querían acabar metiendo un codo en alguno; pero la pareja era joven, estaban enamorados y eran felices; así que no les importaban las incomodidades porque todavía estaban estrenando la vida y sus excitantes novedades, como ese restaurante tan reputado en la ciudad. Violeta se reía de la postura esquinada que tuvo que adoptar Rodrigo, que era un buen mozo, sentado en la mesita, controlando sus brazos y sus piernas para no tropezar con nada. Una estufa de carbón caldeaba el ambiente y esa mañana entraba una luz espléndida por los ventanales que daban a un espacioso patio interior repleto de flores y macetas. Rodrigo se pasó la mano por el flequillo lacio con tendencia a caer sobre cejas y clavó sus ojos intensos en los de la muchacha.

—Quería decirte que como este año termino mis estudios de Derecho y ya nos llaman «la pareja roja» —sonrió iluminando su cara—, podríamos oficializar nuestra relación y no sé… quizás hacernos novios. Es que tengo ganas de que todo el mundo lo sepa, gritarlo en las calles, nombrarte con orgullo, incluso cuando llegue el momento presentarte a mis padres como mi prometida. Me sentiría muy honrado si aceptaras, Violeta.

Ella lo miró con una inmensa ternura y se habría arrojado a sus brazos de no haber tenido una mesa llena de platos entre ambos. Llevaban tiempo juntos y parecían hechos el uno para el otro. También sabía que cuando conoció a Rodrigo este salía con una medio novia, una colombiana hermosísima, estudiante como él y perteneciente a la buena sociedad de la ciudad, hija de un notario. Pero cuando se habían encontrado en aquella asamblea surgió algo que les marcó, porque desde entonces no habían dejado de verse todos los días, sin excepción.

—Rodrigo, sabes, porque te lo he contado, que he conocido a algunos hombres, no muchos, y siempre noté que me faltaba algo. No sabría decir qué. Sin embargo, contigo siento que puedo compartir la vida. Eres mi amante, mi compañero y mi amigo. Te quiero muchísimo. ¡Cómo no iba a aceptar! —contestó Violeta.

—Pienso lo mismo que tú. Desde el primer día me quedé enredado o sumergido en el fondo de tus ojos verdes. ¡Vamos a brindar! —exclamó el joven, levantando su copa y acariciando el rostro de su amada.

Estaba deseando llegar a casa de Amelia y escribir una carta a sus padres contándoles lo bien que le iban las cosas en Bogotá. Ahora podrían estar tranquilos: ya había abandonado los Bosques de Niebla y sus peligros, sonrió. Tenía novio formal y era un chico de buena familia, como diría su madre Rosalía encantada de la vida. Había empezado nuevos estudios, y a partir de ahora disponía de una dirección a la que podrían enviar sus cartas. Pensó que era mejor no decir nada de los convulsos movimientos sociales que se vivían en Bogotá ni de su participación en ellos para no volver a preocuparlos. Era feliz en este momento de su vida, plenamente, y quería que su familia lo percibiera con un retrato que pensaba hacerse con Rodrigo en el estudio de un fotógrafo de la ciudad. En cuanto tuviera la fotografía les mandaría la carta, convertida en la presentación formal de su prometido a sus padres. Le encantaba la idea.

Esa noche, como le pasaba cuando estaba excitada, le costó conciliar el sueño. Se levantó y buscó en su mochila el cuaderno en el que estaba escribiendo la biografía de Manuel Quintín Lame. Así aprovecharía el tiempo, pasando a limpio las notas desperdigadas que había ido tomando durante el último año. A sus pies estaba el fiel Cholo, enroscado y a punto de caer en un placentero sueño. Se oyó el ruido de la puerta al abrirse. Era Amelia, que esa noche había terminado antes de lo habitual. Su anfitriona se extrañó de verla levantada a esas horas de la madrugada.

—Tengo novedades que contarte —le dijo Violeta, mientras la miraba despojarse de sus vestidos ceñidos con corsé, ¡todavía!, y bastante escotados. Vio cómo se quitaba con gesto cansado las enaguas y las medias, quedándose cubierta solo con un bonito batín de seda turquesa.

—¡Qué bien! Menos mal que alguien trae buenas noticias. Vengo agotada y hasta las narices de aguantar a hombres que me aplastan literalmente con sus barrigas grasientas, y me dan ganas de vomitar con el mal aliento de sus asquerosas bocas —suspiró Amelia, dejándose caer como un fardo sobre la cama de Violeta.

Este comentario le recordó el duro oficio de su amiga, y por un momento le pareció casi obsceno contarle la maravillosa propuesta de Rodrigo. Dudó un poco antes de hablar.

—Bueno, mujer, no te pares ahora. De vez en cuando me llevo una alegría al cuerpo con algún que otro caballero, no creas… —sonrió pícara Amelia, animándola a contarle las buenas nuevas.

Una vez enterada de la noticia, se alegró sinceramente y soltó «¡Bravo por Rodrigo!» con entusiasmo.

—¡Ya te veo en los salones al lado del presidente y señora! Está muy bien que sentéis la cabeza, que los años van pasando, y ya no somos unas adolescentes: ni tú ni yo —sentenció. Acto seguido se levantó de la cama, se acercó a un armario y sacó una botella de champán y dos copas de cristal tallado con el borde dorado—. Esto hay que celebrarlo, querida. Noticias así no se oyen todos los días, por lo menos en mi ambiente. Te lo puedo asegurar —dijo descorchando la botella con habilidad.

Las dos amigas estuvieron hablando hasta el amanecer, animadas por el champán que se estaban acabando mano a mano. En un momento dado Amelia recordó que se le había olvidado comentarle algo asombroso que le había sucedido el día anterior.

—No te lo vas a creer —le advirtió, misteriosa—. Ayer nos visitó un cliente muy elegante y de buen porte, y francés: pues era ¡Armand Doisneau! ¿Te acuerdas? Sí, sí, el mismo, el del barco, con el que compartías mesa y a mí me miraba todo el rato las manos, que por aquel entonces no eran de señorita sino bastas y rojas de limpiar pescado a todas horas. El mismo que después vimos cómo se lo llevaba la Policía en el puerto de La Habana. En cuanto lo vi, le dije a la madama que yo haría el servicio.

Violeta no daba crédito. La miró con los ojos muy abiertos, sin perder detalle del relato.

—Por favor, cuéntamelo todo, sin omitir ningún detalle —le rogó a su amiga. Y se tumbó en la cama junto a ella. Cholo, al verlas tan contentas, hizo lo propio y de un salto se encaramó también a la cama.

—La verdad es que al principio no me reconoció. Claro, imagínate, ahora soy pelirroja por todas partes. Cuando entramos en el reservado le debía de sonar mi cara, pero no dijo nada; eso sí, se le notaba algo cohibido. El caso es que después de estar juntos, le entré directamente y entonces me aclaró todo lo que le había pasado. ¡Qué drama, pobre hombre!

Y le relató la historia que Violeta ya conocía por el propio Armand.

—Pero ¿cómo es que la Policía lo soltó? —preguntó Violeta, impaciente.

—Pues eso me contó: que se lo llevaron a Francia y allí fue juzgado por el asesinato de su esposa, pero al final resultó declarado no culpable y se determinó que había sido un suicidio. Aunque el mal estaba hecho y su vida quedó destrozada, tanto personal como profesionalmente. Se marchó de Francia y volvió a Colombia para intentar rehabilitarse profesionalmente. No sé qué me dijo de que estuvo trabajando para un proyecto muy raro en Panamá, pero que salió mal porque ahora lo llevan los norteamericanos, y que luego se implicó en el Ferrocarril del Sur. Ahora está muy ilusionado con la idea de construir un hotel en El Salto del Tequendama. Fíjate que solo de oírlo me dio miedo. Bueno, la verdad es que ya no me acuerdo. Pero me pareció de locos construir un hotel al lado de un cortado frente a un salto de agua del río Bogotá que cae en picado no sé cuántos metros. Se mostró muy locuaz, como si quisiera desahogarse.

—¿Te reconoció entonces como la chica del barco de tercera clase? —sonrió Violeta con un deje de malicia.

—Por supuesto, comenzamos hablando de eso, de cómo yo había acabado aquí. Pero le dije, muy digna, que en mi caso desde el principio venía a Colombia a lo que venía, que lo tenía muy claro desde que embarqué en el puerto de Vigo —contestó Amelia sin inmutarse.

—Y ¿no te preguntó por mí?

—Sí. En algún momento de la conversación me preguntó por ti. Y le dije que por extrañas coincidencias de la vida ahora estabas en Bogotá, sin entrar en detalles… —dijo, haciéndose de rogar.

—Me gustaría verlo de nuevo. Era un hombre muy enigmático, y con un pasado trágico. Ya te dije que me lo contó antes de desembarcar. Yo entonces creí en él. Me parecía un hombre incapaz de asesinar a su esposa —reconoció Violeta.

—Sí, ya me fijé en el barco cómo te miraba el francés. Tú le gustabas mucho, se notaba de lejos.

—No digas tonterías, Amelia.

—Sabes que es verdad. Hubo algo entre vosotros. Una fuerte atracción no resuelta. Ya me entiendes…

Violeta no contestó, no quiso seguir por ese camino, le interesaba más el presente y saber que el francés estaba bien e intentaba rehabilitarse empezando una nueva vida, con cambio de nombre incluido, porque desde que terminó el juicio y puso los pies en América volvió a ser Armand Doisneau, cerrando así la anterior página de su historia. Según le explicó Amelia, quedaron en que volvería al burdel a no mucho tardar, y que vivía en Bogotá pero no le había dado su dirección.

Ante el gesto de decepción de Violeta, Amelia le aclaró:

—Violeta, has de saber que lo último que dan los hombres a una puta es su dirección.

Exhaustas de alcohol y conversación acabaron durmiéndose encima de la cama cuando ya el sol de la mañana calentaba los cristales del dormitorio, y Cholo ladraba con brío porque era hora de sacarlo a hacer sus necesidades.

Cuando Violeta se levantó, Amelia todavía seguía dormida envuelta en la tenue bata de seda. La cubrió con la colcha y sacó al perro a la calle. Seguía pensando en Armand, el misterioso Armand Doisneau, y en ese otro proyecto ambicioso y complicado de levantar un hotel al borde de un abismo. «Debe de ser tan difícil como lo que me explicó de las esclusas del canal de Panamá. Ojalá lo consiga, porque parece que le van los proyectos imposibles», pensó y reconoció que le gustaría volver a verlo algún día.

No tardó en producirse el encuentro a través de Amelia. El hombre volvió a la casa de citas y esta vez preguntó directamente por Violeta. Por iniciativa de Armand quedaron en encontrarse en el Cerro de Monserrate, uno de los símbolos de Bogotá y punto de referencia orientativo para los que no conocían la ciudad, ya que gracias a su elevada altitud se veía desde todas partes. Alcanzaba los 3.150 metros y estaba coronado por una iglesia blanca. Desde su cima las vistas eran espectaculares. Armand pensó que, si Violeta llevaba poco tiempo en Bogotá, merecía la pena que visitara ese lugar, porque desde arriba la vista abarcaba toda la sabana y la ciudad se convertía en un inmenso plano desplegado. Al ver la cara de sorpresa que puso Amelia por la elección del lugar, Armand se vio obligado a explicarle que se podía ascender en un funicular y que él esperaría a Violeta abajo, en la estación desde donde el tren vertical, como lo llamaba, ascendía despacio y seguro.

—Lo que son las cosas, yo llevo cinco años en Bogotá y ni sabía que se podía subir en un funicular. Siempre me habían echado para atrás los mil quinientos escalones que dicen que hay hasta arriba del todo —comentó Amelia, incrédula.

—Si usted nos quiere acompañar será un placer servirles de cicerone —contestó Armand, obligado al ofrecimiento.

Pero Amelia sabía que los dos tenían ganas de encontrarse de nuevo y que en esa cita ella sobraba.

A Violeta también le extrañó un poco el lugar propuesto, cuando todo el mundo hubiera elegido para encontrarse la plaza de la Candelaria o la plaza Bolívar, pero recordó que el francés era un ser especial que, como ingeniero, sentía pasión por todo lo relacionado con el ferrocarril, y un funicular no deja de ser un vagón de tren para salvar grandes pendientes. ¡Nada menos que 3.150 metros! Al pensarlo, lo entendió mejor y le despertó un enorme interés conocer el impresionante y legendario cerro colombiano. La cita fue al atardecer y Violeta se encaminó hacia allí expectante. Supuso que lo reconocería entre tanta gente; aunque Armand era ya un hombre en plena madurez, no creía que hubiera cambiado mucho en los cuatro últimos años. Sabiamente había elegido para la cita un día laborable porque durante los festivos el cerro se llenaba de visitantes y resultaban agobiantes las colas obligadas, tanto para subir el interminable sendero de peldaños como para coger el moderno funicular inaugurado a finales del XIX. En la estación de abajo apenas había veinte personas a esa hora de la tarde. Violeta intentó reconocer a Doisneau por su apariencia extranjera y pareció identificarlo en un hombre vestido con elegancia y el pelo prematuramente encanecido. «¡Cómo ha envejecido en estos pocos años!», pensó mientras apretaba el paso hacia él, a quien por el contrario no le costó ni un segundo reconocer la belleza y juventud de Violeta intactas en el tiempo.

—Violeta, ¡cómo le agradezco que haya venido! Está usted más hermosa aún que cuando la conocí en el Lusitania— exclamó, contento de reencontrarla.

—¡Qué feliz coincidencia! Encontrarnos precisamente en Bogotá, cuando nuestros puntos de partida eran tan lejanos. Me alegro mucho de verle, Armand. Ya me ha contado Amelia la feliz resolución de todo el proceso judicial. Me entristeció mucho ver cómo se lo llevaban detenido, y me desconcertó, lo reconozco. —Se sinceró Violeta.

—Por fin le puedo agradecer sus gritos de apoyo desde la cubierta del barco. No sabe, Violeta, el bien que me hizo que alguien como usted creyera en mí. Sus palabras me han acompañado durante todos estos años. —Armand besó sus manos y la invitó a subir al vagón del funicular.

Una vez dentro, Armand recuperó su tono profesoral y comenzó a explicarle que aquella magnífica obra de ingeniería se había construido a finales del siglo pasado.

—El primer funicular fue inaugurado en Lyon accionado por una máquina de vapor. Y yo fui uno de los ingenieros que trabajó en su construcción —explicó orgulloso.

—Ya me parecía a mí que la elección del lugar no era casual. Usted es un enamorado de todo lo que tiene que ver con el ferrocarril. ¡Esto es impresionante! ¡Qué altura! Me da un poco de vértigo mirar abajo. No se caerá este cacharro, ¿verdad? —dijo en voz baja agarrándose al brazo de Armand por si acaso, mientras él sonreía satisfecho de tenerla tan cerca.

Cuando llegaron arriba, toda Bogotá se extendió ante sus ojos y el tiempo pareció detenerse en la cima del cerro con la caída del sol. El santuario blanco y solitario tenía un aire místico para los visitantes. Violeta y Armand recorrieron el cerro paseando y parándose cada poco para identificar la localización de un barrio o una plaza. Desde esa altura se percibía limpiamente el trazado urbano del norte acaudalado y del sur apretado como un damero donde residían los obreros. La ciudad parecía inmensa, inabordable desde esa altura. Los dos se preguntaron sobre sus vidas y sus proyectos en ese lugar del mundo en que se encontraban. Violeta supo que el ingeniero francés estaba trabajando en la estación terminal del Ferrocarril del Sur, con parada en el sobrecogedor Salto del Tequendama: una cascada natural de 157 metros sobre el abismo rocoso, que solamente se formaba cuando el río Bogotá iba crecido y se precipitaba perpendicularmente y de un solo salto al vacío.

—Es un lugar mágico, misterioso y con algo de atracción por el abismo —explicó Armand, añadiendo para enfatizar el misterio del lugar que se encontraba en territorio muisca—. Y la leyenda habla de que Bochica, deidad asociada al sol, rompió las montañas para desbordar las aguas que inundaban peligrosamente la sabana de Bogotá y canalizarlas hacia el actual Salto de Tequendama. De esta forma se salvó a la población de sufrir terribles inundaciones.

—Me ha contado Amelia que proyectaba construir un hotel allí —preguntó Violeta intrigada.

—De momento lo que hay en el Salto de Tequendama es una parada con una pequeña caseta, pero el sitio es tan espectacular que los viajeros siempre se bajan del tren para ver el salto y escuchar el estruendo que produce. Lo cierto es que cuesta que vuelvan al tren, se quedan como hipnotizados contemplando la caída del agua a escasos metros del mirador. Mi idea es convencer a socios con dinero para levantar un hotel de lujo allí mismo, sobre el precipicio. Creo que sería un buen negocio por su singularidad y belleza.

—¡Dios mío! Me estremezco solo de pensar estar allí. No sé si podría… —reconoció la joven imaginándose el lugar.

—Sí, lo sé, pero hay muchas personas a las que les gusta enfrentarse a la naturaleza o estar cerca de situaciones de riesgo. Sería un hotel pensado para esa gente muy rica y muy aburrida a la que le gusta mezclar el lujo más sofisticado con un poco de naturaleza salvaje; desde luego, contemplada desde un mirador o desde los cristales de un confortable dormitorio. De todas formas, es solo un proyecto descabellado que no sé si verán mis ojos —matizó.

—Parece un proyecto ambicioso; seguro que consigue financiación. Las ideas extravagantes en Colombia suelen triunfar —dijo Violeta, animándole.

Armand Doisneau dio gracias al cielo por oírla hablar, moverse, escucharla y volver a estar cerca de esa criatura que lo llenaba de una extraña paz. Le gustaría atreverse a acariciar su pelo, besar sus ojos y explorar su boca para perderse en su sabor, que intuía delicioso. Pero le paralizaba pensar que le doblaba la edad. Era un hombre acabado y marcado por el destino. Había fracasado demasiadas veces en su vida para enfrentarse a un nuevo rechazo. Prefirió seguir gozando de una amistad cargada de erotismo reprimido y contentarse con verla, disfrutar de su inteligencia y hermosura.

—¿Y qué es de su vida? No me diga que sigue sin compromiso una mujer tan bella y tan lista como usted; sería imperdonable.

Entonces Violeta le contó lo que había hecho en esos últimos años en las plantaciones de café, en los bosques de los Andes, y ahora en Bogotá, donde cursaba estudios de Derecho y estaba escribiendo la biografía de un gran líder indígena.

—No ha perdido usted el tiempo; se nota que es una mujer despierta y comprometida: una mujer del siglo veinte, sin duda. Pero no me ha contestado a la pregunta de si está usted comprometida, señorita Saramago —insistió el francés.

Antes de contestar, Violeta sonrió y pensó que hacía mucho tiempo que ya nadie la llamaba así: «Señorita Saramago».

—Sí, ahora estoy comprometida con un joven de Bogotá, también estudiante de Derecho. Es muy reciente, casi no soy consciente de ello. Es una persona maravillosa: un revolucionario consecuente con sus ideales.

—Vaya, parece que esta vez he llegado tarde. No tengo mucha suerte —dijo él en un tono que tanto podía parecer serio como frívolo.

Lógicamente, Violeta lo tomó por el lado frívolo y se rio del comentario.

Pasaron la tarde encantados de haberse vuelto a encontrar e intercambiaron sus señas respectivas para verse en otra ocasión. Al despedirse, en el portal de la casa de Amelia, Violeta percibió tristeza en la mirada de Armand, y le apenó comprobar lo mal que la vida le había tratado. Ya antes, caminando por las calles de Perseverancia se hizo el firme propósito de presentarle a Rodrigo para quedar próximamente los cuatro, junto con Amelia, para comer o tomar unas chichas por el entramado colonial de la ciudad. Le seguía dando la impresión de que estaba muy solo.

Al llegar a casa de su amiga, le sorprendió la presencia de Rodrigo, sentado tan tranquilo en el borde de su cama con la compañía de los dos gatos, a los que acariciaba suavemente. Tenía llave pero no solía presentarse en la casa sin quedar antes. A Violeta se le iluminó la cara al verlo, y se lanzó a sus brazos, dando a continuación un empujón a los gatos para que se largaran de la habitación. No soportaba su presencia cerca.

—Rodrigo, si me quieres abrazar, antes tienes que lavarte las manos, tengo alergia a estos animales. Sabes que no me gustan —le advirtió.

—¿No serán celos lo que tú tienes…? —Y la cogió y rodó con ella por la cama besándola intensamente.

—Por cierto, tenemos que hacernos un retrato en un estudio fotográfico. Quiero mandar una carta a mis padres y que te conozcan, que vean lo guapo y buen mozo que eres —le dijo Violeta entre beso y beso.

—¿Quién era ese hombre que te acompañaba? No lo conozco, parece extranjero, como tú —preguntó con intención Rodrigo.

—Ah, se llama Armand Doisneau. Luego te contaré su historia. Lo conocí en el barco que me trajo aquí. Pero ahora, mi querido novio, tenemos que preparar la cena, Amelia vendrá muerta de hambre del trabajo. —Y se liberó de sus brazos, lanzándole un almohadón sobre la cara.

Rodrigo corrió tras ella por el pasillo. Jugaron y se persiguieron por la casa como dos adolescentes.

La noción de juego, unida al amor, era una de las cosas que Violeta más apreciaba en una relación de pareja. Le gustaba volver a sentirse niña y luchar cuerpo a cuerpo con el hombre al que amaba, como hacía con Juan e Inés y con su hermano Andrés en la playa de Lariño. Curiosamente con Leonardo, pese a su juventud, no solían enredarse así, como chiquillos, salvo cuando habían estado en las playas del Pacífico. Sin embargo, con Rodrigo había recuperado ese placer infantil, esa camaradería que les hacía estar más unidos todavía.

Cenaron los tres juntos en la cocina y Violeta les explicó su encuentro con el misterioso francés y su intención de quedar los cuatro para sacarlo un poco de su soledad.

—Me da pena. La vida no le ha tratado demasiado bien. Además, es una persona muy culta, sabe de todo, resulta agradable estar con él —dijo.

—Por mí encantada, aunque me sigue pareciendo un hombre un poco turbio. Pero sea bienvenido todo lo que sea tratar a un hombre fuera de las luces rojas de mi oficio —dijo Amelia suspirando.

—Y por mí, sin problemas. Me gustaría saber más sobre ese extraño hotel de lujo que quiere construir en Tequendama. ¡Qué locura! —comentó Rodrigo.

Lejos de allí, en la choza de la vieja Valentina, Leonardo releyó la carta de Violeta. Hacía meses que se la había entregado Quintín Lame, y la leía todas las noches antes de acostarse, como un ritual masoquista y doloroso. Estaba claro que era su despedida y que no tenía intención de regresar a los Bosques de Niebla, pero él buscaba un resquicio, una palabra que iluminara la esperanza de volver a estar a su lado. Recordó lo que le dijo cuando se fue a Bogotá: «No podría estar mucho tiempo lejos de ti», aunque eso no lo había escrito en esa breve carta que le ardía entre las manos. Resultaba evidente que quería empezar de nuevo en Bogotá, que estaba harta de la selva, del barro en sus pies, de las incomodidades. Pensó que la hermosa mujer dorada se había cansado de los indígenas, «igual que se ha cansado de mi cuerpo». Se torturó pensando que había sido una experiencia más para una mujer atrevida y caprichosa, que lo sedujo para abandonarlo después sin atreverse a dar la cara, a decirle la verdad. Que lo había utilizado como Odilo Saramago utilizó a su madre hasta que se cansó de ella. Todo el odio y el rencor apagado durante ese tiempo de amor y convivencia con Violeta prendieron de nuevo en su corazón, con más resentimiento todavía. Con más fuerza. Se sintió traicionado y engañado. Le gustaría preguntarle a Quintín Lame si ella pensaba volver, si le había dicho algo al respecto; pero no se atrevió. Su orgullo infantil le impedía hacerlo. Para una persona como Leonardo, preguntar suponía rebajarse, humillarse delante del gran jefe, y no pensaba hacerlo. Prefería consumirse cada noche releyendo esa carta que se sabía de memoria y que significaba la pérdida de la mujer amada.

En esos pensamientos andaba sumido Leonardo cuando se abrió la puerta de la choza y entró la joven yanacona que le acompañaba a veces en silencio. Ella vio su rostro crispado y triste y se acercó a consolarlo, pero Leonardo la rechazó de un empujón, estrujó el papel en un puño y lo echó al fuego con un gesto violento. Sin volverse a mirarla le dijo que se fuera.

—Esta noche quiero estar solo.

Armand, Amelia, Violeta y Rodrigo se vieron en dos o tres ocasiones más antes de que Armand tuviera que incorporarse como ingeniero al Ferrocarril del Sur y estudiar con detenimiento el Salto de Tequendama. Ese lugar le fascinaba y quería adelantar el proyecto para conocer las posibilidades de construir un hotel al lado de la impresionante catarata. Antes de partir les anunció sus intenciones.

—Cuando regrese les invitaré a visitar la zona. Es un hermoso y corto viaje en tren hasta la parada en el mismo salto. Allí, in situ, verán que mi idea tiene posibilidades.

A los tres les pareció una idea excelente conocer aquel lugar extraño y mítico. Pero aún debía pasar tiempo para que pudieran realizar ese viaje.

Quintín Lame no tardaría mucho en aparecer por Bogotá para devolver los libros y actualizar su propósito de entrar en política, y Rodrigo y Violeta deberían ayudarle en su consecución. Siguieron acudiendo semanalmente a la Biblioteca Departamental de Bogotá para estudiar las leyes y poder aconsejar con fundamento al líder indígena. Por su parte, Violeta llevaba muy adelantada la biografía y pensaba con buen criterio que si Manuel consiguiera presentarse en el Congreso sería un magnífico final para su libro.

Una de esas tardes tranquilas y de estudio se toparon con una joven, María de los Ángeles Cano, que ya empezaba a ser conocida en los ambientes revolucionarios de Medellín. Era solo algo mayor que ellos, y enseguida se sintieron atraídos por su figura. Esa tarde estaba rodeada de trabajadores que habían acudido a la biblioteca para escucharla. Les leía párrafos de los grandes filósofos de la Revolución Francesa, y los obreros la escuchaban enardecidos. Por lo visto, la joven agitadora frecuentaba la biblioteca de Bogotá desde hacía poco y había solicitado permiso para convertirse en lectora de un grupo de obreros interesados por los libros, y con ese argumento tan razonable obtuvo la autorización para celebrar reuniones en las instalaciones de la biblioteca. Rodrigo había oído hablar de ella y sabía que la llamaban «la Flor del Trabajo» por su apoyo a las huelgas del proletariado minero y por su defensa de las luchas indígenas y estudiantiles.

—Qué hermosa casualidad haberla encontrado aquí, porque me han dicho que vive en Medellín. Tenemos que presentarnos y conocerla. Es una aguerrida combatiente por las libertades. Estoy seguro de que llegará a convertirse en toda una leyenda —dijo Rodrigo entusiasmado, acercándose al grupo.

—Nos servirá de gran ayuda si también apoya a Quintín Lame en su objetivo —añadió Violeta, observando la figura pequeña y vibrante de esa mujer que tenía a todo el mundo encandilado en la habitualmente silenciosa biblioteca.

Ninguno de los dos jóvenes era consciente en esos momentos de la importancia que iba a tener para ambos el encuentro con María de los Ángeles Cano. Para Rodrigo supondría la reafirmación de sus ideales revolucionarios y un tremendo apoyo para la Asociación Nacional de Estudiantes, cada vez más unida a las reivindicaciones de los obreros y también más hostigada por la Policía. Y para Violeta significaría la entrada de su mano en el mundo del periodismo.

Terminada la lectura, María Ángeles fue invitada a los barrios obreros para que pronunciara allí sus afamados discursos que movilizaban a las masas. Violeta y Rodrigo se acercaron para presentarse y, si accedía, acompañarla a los suburbios del sur de Bogotá.

—Mi compañera y yo formamos parte del movimiento estudiantil y es un grandísimo honor conocerla y escucharla. Nos gustaría poder acompañarla esta noche y ofrecerle nuestro apoyo más sincero. No se imagina lo que supone para nosotros ponernos a su disposición para lo que necesite en esta ciudad —dijo un educado Rodrigo.

—¡Estamos encantados de conocerla! Hay tantas cosas de las que nos gustaría hablar con usted y que nos diera su consejo… —intervino Violeta, que siempre que podía iba directa al grano.

—Será un placer, muchachos, podéis venir con nosotros. —Y la Cano, complacida, se reunió con el grupo de obreros que parecían tener el dominio de la situación.

La Flor del Trabajo tenía treinta y ocho años y era hija de una familia de clase media ilustrada, su padre era educador, y sobrina del célebre Fidel Cano, fundador de El Espectador, el periódico más influyente de Colombia. Provenía, pues, de un ambiente cultural lleno de lecturas y tertulias a las que asistían habitualmente los intelectuales y artistas más conocidos. Creció en una familia que pertenecía a la estirpe del radicalismo liberal y con gustos literarios afrancesados muy influidos por Victor Hugo, Lamartine y los enciclopedistas. Una mujer, en suma, de ideales muy parecidos a los de Violeta. Es decir: hija de su tiempo, de espíritu inquieto y con una disposición abierta a comprometerse con las contradicciones de la época; y, por supuesto, contra el proceso de extensión del capitalismo bajo los nuevos bríos de Estados Unidos, que en ese inicio del nuevo siglo eran cada vez más ambiciosos.

Violeta fijaba su atención en ella. Por fin encontraba a una mujer joven que sobresalía y era públicamente reconocida y adorada, al menos por las clases más oprimidas de la sociedad, que eran mayoría. Observó que no usaba ningún artificio de belleza facial ni corsé ni faja alguna. Tenía un talle fino y era delgada pero negligente en el vestir. Se advertía que no perdía mucho tiempo en la elección del color ni del modelo del vestido que llevaba. Sin embargo, su actitud era arrogante cuando hablaba al público que la escuchaba. Dotada de una extraordinaria facilidad de palabra, se apreciaba su amplia cultura, y sus discursos los enriquecía con matices brillantes y elocuentes contenidos. Violeta sintió admiración por ella, por su fragilidad aparente, con su traje sastre oscuro nada favorecedor y un sombrero calado hasta las orejas que encerraba su hermoso pelo negro. Le gustaba su arrogancia cuando era necesario practicarla y su timidez en la cercanía del trato individual. Le atrajo su valentía al defender a los trabajadores de las minas, del petróleo y de las bananeras; así como su apoyo a las luchas indígenas y estudiantiles, que iban a ser la clave. —Aunque todavía no lo supieran— para la derrota de la hegemonía del régimen conservador.

Así fue como encontró en la Flor del Trabajo un modelo de conducta mucho más cercano a su edad y sus circunstancias. Igual le había sucedido cuando siendo una jovencita conoció a Emilia Pardo Bazán en Madrid. Violeta supo que la Cano había empezado su andadura periodística y literaria escribiendo poesía, hasta que cambió todo eso por la agitación social contra la minoría de privilegiados que manejaban el poder en su exclusivo beneficio. Le contaron que estaba recorriendo Colombia de norte a sur practicando la política a su manera cercana al pueblo. Estaba enardecida por esta mujer y se leyó todo lo que hasta entonces se había escrito sobre ella. Una noche, al llegar a la casa de Amelia leyó en voz alta a Rodrigo lo que había escrito un tal Torres Giraldo sobre la Flor del Trabajo: «María Cano es la única mujer de Colombia y de América que ha logrado encarnar en un momento de la historia toda la angustia y los anhelos de su pueblo. De mar a mar y del macizo andino hasta la Sierra Nevada de Santa Marta lleva su voz, como campana de oro, despertando a las gentes del largo sueño del colonialismo español y del nuevo dominio del imperialismo yanqui».

Estaban decididos. En cuando llegara Manuel Quintín Lame tratarían de concertar una reunión con María Cano para que apoyara su causa. Necesitaban unir la fuerza y la modernidad de esos dos imanes poderosos que luchaban por las mismas ideas. Cansados de maquinar ideas, de trabajar, y de haber acompañado a su nueva heroína en su periplo por los barrios obreros de Bogotá, se tumbaron en la estrecha cama de Violeta y, antes de caer rendidos por el sueño, Violeta le confesó.

—¡Menos mal que María no es una belleza espectacular!, como muchas mujeres colombianas, aunque tiene mucho encanto, de lo contrario estoy segura de que te hubieras enamorado de ella. Si no lo estás ya…

—Hay que reconocer que es muy atractiva. Es una gran mujer; pero yo ya ando ocupado enamorándome perdidamente de una española aventurera que cayó por Bogotá, y no la voy a dejar escapar por mucho que se empeñe en enredarme. Y ahora durmamos, por favor, que estoy agotado —respondió Rodrigo dándose la vuelta para dormir, y a punto de caerse de la cama.

Con el paso del tiempo, tanto Rodrigo como Violeta comenzaron a sentir la necesidad de disponer de un espacio en común para vivir. Rodrigo empezó a trabajar como ayudante en el despacho del abogado Córdoba y ganaba unos pesos, pero no los suficientes para afrontar un alquiler en una zona decente de Bogotá. Su intensa dedicación al movimiento estudiantil, que lideraba en Bogotá, le hizo perder varios cursos y convertirse en un estudiante tardío más volcado en la revolución que en finalizar su carrera de Derecho. Por su parte, Violeta ya tenía casi ultimada la biografía de Quintín Lame, y al enterarse de que María Cano era sobrina del famoso periodista Fidel Cano Gutiérrez, fundador de El Espectador, le solicitó el favor de hablar a su tío sobre ese asunto. Para preparar el camino le entregó una serie de pequeñas crónicas que había escrito sobre el movimiento estudiantil y que se distribuían por la calle, y los escritos propagandísticos sobre la figura de Quintín Lame que todavía se repartían entre las comunidades indígenas. Con esos avales, le pidió que tanteara la posibilidad de una entrevista con su tío. No quería hacerse ilusiones, pero soñar también formaba parte de la vida, así que Violeta esperó impaciente que la entrevista con Fidel Cano se concretara.

El Espectador se había fundado en 1887 a pesar de las dificultades por las que atravesaba la prensa independiente en aquellos años. Era un diario muy comprometido con el progresismo y su circulación fue suspendida en varias ocasiones por considerarlo subversivo. El director estuvo en prisión más de una vez por este motivo. Para Violeta, conocer a Fidel Cano y poder escribir para el diario suponía su mayor aspiración. Un sueño inalcanzable que a través de los buenos oficios de la Flor del Trabajo podría abordar. María Cano cumplió con el favor solicitado y entregó a su tío los textos de Violeta. Además, le contó que estaba escribiendo sobre la vida de Manuel Quintín Lame. Este último extremo le interesó mucho al editor. Hojeó los papeles entregados por su sobrina y le gustó.

—Tienen frescura, son directos, y están redactados en un español neutro, correcto y escueto, sin los adornos y las florituras tan al gusto de por acá —manifestó al tiempo que aceptó concertar una entrevista.

Violeta se vistió con sus mejores galas y llevó consigo los cuadernos donde escribía la biografía de Quintín Lame, aún sin terminar, para mostrárselos al director. La entrevista resultó un éxito, pero no en el sentido que esperaba de entrar a trabajar en el diario, sino que Fidel Cano le propuso publicar por entregas la biografía de Manuel Quintín Lame. Y, por supuesto, el acuerdo conllevaba una contraprestación económica muy razonable. «Está claro que a los periodistas solo les interesa la exclusiva del líder indígena. Lo mismo que me propuso Gabriel García Ponce en Cali», pensó Violeta un tanto decepcionada. Aun así, era una buena oferta y aceptó siempre que obtuviera la autorización de Manuel Quintín Lame.

—Es un primer paso muy interesante para usted. Lo vamos a publicar con su firma y cada semana saldrá una entrega de sus escritos. Naturalmente, habrá que pulirlos un poco, pero no se preocupe por ello. Eso es cosa nuestra. Piense en la gran repercusión que va a tener la biografía en toda Colombia. Espero que Quintín Lame acceda a su publicación; ayudará a la causa indigenista y al proyecto que persigue de presentarse a la Asamblea Nacional Constituyente —concluyó Cano, que sabía de las intenciones del líder yanacona tras la larga conversación mantenida con la joven.

Violeta intentó preguntarle si cabría la posibilidad de entrar a trabajar en el diario. Necesitaba un trabajo y ganar dinero para poder vivir con Rodrigo con independencia. Pero le imponía un poco la fama de aquel hombre de trayectoria impecable, los espesos bigotes que poblaban sus mejillas y su porte seguro y firme. Al final no se atrevió. Pensó que ella ni siquiera tenía estudios relacionados con el periodismo, era solo una maestra que estaba hablando con toda una leyenda del periodismo colombiano. Sabía que si no estuviera la biografía de Quintín Lame de por medio ni siquiera habría tenido lugar aquella entrevista. Pero Fidel Cano, como buen conocedor de la naturaleza humana, intuyó la desazón de su interlocutora y aclaró:

—No se entristezca. Ahora me es imposible contratarla, aunque me gusta cómo escribe. Eso vaya por delante, señorita Saramago. Lo que me trae vale mucho para cualquier periódico. Es una gran exclusiva si el señor Quintín Lame da su beneplácito, claro está. Pero lo que le propongo es el inicio de una colaboración que puede dar otros frutos en el futuro. No lo descarte en modo alguno. Por lo que hemos hablado, tiene usted profundos conocimientos de los núcleos indígenas, de la vida en las plantaciones de café, y su origen español es una baza para el diario, no lo voy a negar; así que váyase contenta. Ah, y cada semana pásese por administración para recibir sus emolumentos. El resto corre de mi cuenta.

Ya estaba todo dicho. Violeta debía entregar sus cuadernos tal y como estaban escritos a Fidel Cano, y la redacción del diario se encargaría de «trocearlos» y mantener la atención de los lectores cada semana con una nueva entrega. No podía perder esta oportunidad; era la segunda vez que veían una gran exclusiva en la vida de Quintín Lame, y no podía rechazarlo. Hablaría con él en cuanto llegara a Bogotá y seguro que estaría de acuerdo. «Es perfecto. Tengo que decirle a Manuel que es perfecto, ahora que ya nos estamos preparando para el gran salto a la política, resulta que el mayor periódico de Colombia va a publicar su vida y su pensamiento. Es lo que me pedía siempre en los Bosques de Niebla: quiero que me ayudes a difundir mi pensamiento en el exterior. Pues ahora se lo ofrecen a través mío en bandeja», reflexionó al entregarle sus cuadernos al editor.

Antes de despedirse de Fidel Cano se atrevió a pedir un adelanto por la entrega de los cuadernos. Ya que no había conseguido un trabajo remunerado con dedicación diaria como soñaba, al menos quería salir de la entrevista con unos pesos que le permitieran tanto a ella como a Rodrigo emprender una vida juntos. Cuando salió a la calle vio entrar en la redacción a jóvenes entusiastas, entregados y seguros de sí mismos, y les envidió. Había estado muy cerca de conseguirlo.

La llegada de Quintín Lame fue celebrada con inmensa alegría por Violeta y Rodrigo. Ella le informó de la oferta que le había hecho El Espectador como una gran ocasión para dar a conocer su ideario. Sin dudarlo, esta vez Quintín accedió y se alegró de que Violeta hubiera conseguido un trabajo que le permitiera su independencia. Estaba pletórico de optimismo porque había conseguido nuevas adhesiones de distintas comunidades indígenas que confiaban ciegamente en su persona para representar sus intereses en la Asamblea.

—No obstante, estoy cansado porque he caminado mucho, he vuelto a recorrer poblados al norte y al sur para anunciarles mis intenciones. Si tú, mujer dorada, dices que es bueno que hablen de mí en los periódicos, entonces adelante. Lo que tú escribas es como si lo hiciera yo —afirmó Manuel.

Aprovecharon su estancia en Bogotá para que María de los Ángeles Cano lo conociera y para preparar la búsqueda de apoyos políticos. Durante semanas los cuatro amigos se reunieron en la Biblioteca Departamental para preparar la campaña que debería llevarle al Congreso colombiano. Quintín Lame, en esas largas horas de discusión y de estrategias, se sentía más cansado que cuando luchaba en las guerrillas de la selva. En cuanto transcurría una hora de intensos debates desaparecía de pronto, salía a la calle, daba unas vueltas por los alrededores y volvía a sentarse, entonces ya dócil como un cordero. Todos comprendían su agotamiento pero quedaban pocos días para la investidura de los nuevos delegatarios de la Asamblea Nacional Constituyente y todos los cabos debían atarse convenientemente. Mientras tanto, para ir calentando motores y dar a conocer su figura al gran público de la ciudad, vieron la luz varios artículos en El Espectador firmados por Violeta Saramago sobre la vida del jefe yanacona.

Violeta, Rodrigo, María Cano y Manuel se emocionaron cuando leyeron la última entrega publicada en el diario bogotano. En uno de sus párrafos se leía: «Su obra ha adquirido con el tiempo una dimensión inusitada, de modo que es posible afirmar que aquel indio despreciado, perseguido, encarcelado, humillado por un sector de la sociedad colombiana e ignorado por la mayoría, se ha ido revelando como una de las figuras más importante, influyente y decisiva en la transformación de nuestro país en los últimos años». El artículo hablaba del espíritu rebelde e inquieto de Manuel Quintín Lame que le había servido para llegar a las puertas del Congreso de Colombia.

—Son palabras hermosas, que me llenan de una gran responsabilidad para con mi pueblo. Parece que hablen de otra persona, me siento extraño con las cosas que dicen —dijo halagado y confuso el indio.

Todos sonrieron y le animaron a seguir hasta el final, ahora que ya faltaba tan poco para conseguirlo.

—Estas palabras podrán parecerle extrañas viéndolas impresas, Manuel, pero están reconociendo su gigantesca labor, su esfuerzo sin tregua por reconstituir los Cabildos arrasados, su preocupación constante por dar una educación a su gente, su propio afán por aprender. Y es el momento de que se recojan los frutos de todo su inmenso trabajo —le respondió Violeta llena de admiración, enseñándole un editorial escrito por el director de El Espectador con el título de «Un hombre fronterizo».

Lo que más llama la atención de los pensamientos del indio que se educó en las selvas colombianas es su interés por la educación, no solo por su autoformación personal, sino por dotar al pueblo indígena de una instrumentación académica que le permita enfrentarse en pie de igualdad al ciudadano letrado de la sociedad colombiana, especialmente a las figuras de poder, y lograr así un lugar justo y diferenciado en la sociedad mayoritaria de blancos.

Con la publicación de la biografía de Quintín Lame por entregas, Violeta se sintió muy orgullosa. Por primera vez en mucho tiempo se sentía además importante. Era una extraña sensación ver impreso por vez primera su nombre y apellido en un periódico. Satisfacción, era la palabra que mejor describiría esa sensación, y le gustaba. Le gustaba mucho. Además, Fidel Cano no escatimó en alardes editoriales y cada artículo se ilustraba con un magnífico dibujo del rostro de Quintín Lame de perfil. Para celebrar que estaban todos reunidos fueron al nuevo alojamiento alquilado por Violeta y Rodrigo. Era pequeño pero la amistad cabía en cualquier espacio donde hubiera ganas de encontrarse y conversar. Amelia se incorporó cuando terminó sus horas de trabajo. La verdad es que sentía que Violeta abandonara su casa, pero entendía perfectamente los deseos de intimidad de la pareja.

La nueva vivienda de Rodrigo y Violeta se encontraba en La Candelaria, en la parte más antigua. Era un segundo piso de una casa vieja de dos plantas que ellos pintaron de alegres colores colombianos. Gozaba de mucha luz y estaba en una zona céntrica y bulliciosa. De momento, y con el dinero adelantado por el editor, Violeta pudo pagar seis meses de alquiler, y aún le quedó algo para gastos. Rodrigo colaboró con los escasos emolumentos que le pagaba el abogado Córdoba hasta que finalizara sus estudios de doctorado. En la entretenida conversación que mantenían sentados sobre una alfombra, ya que todavía escaseaban los muebles, Violeta se enteró por boca de Rodrigo que sus padres se habían ofrecido a amueblar el piso con muebles que no tenían uso en su enorme mansión, pero él lo había rechazado.

—Podemos perfectamente vivir por nuestra cuenta, y no a costa de mis padres —dijo convencido.

A Violeta la cogió por sorpresa que no se lo hubiese comentado antes, pero comprendió que en las últimas semanas habían estado ocupados en demasiadas cosas con la llegada de Quintín Lame, las reuniones con la Flor del Trabajo y la preparación de «asaltar la Asamblea con los indios», como solía decir Rodrigo —nunca delante de Quintín Lame— con su peculiar y juvenil sentido del humor. Pensó que si se lo hubiera consultado hubiera aceptado encantada, porque la casa necesitaba muebles, y porque empezaba a desear conocer a los padres de su prometido; algo que Rodrigo dilataba en el tiempo. Llamaron a la puerta con el toque de nudillos característico de Amelia, y Rodrigo se levantó del suelo para abrir. No venía sola. Traía atado de una linda correa dorada a Cholo, que corrió hacia Violeta y se instaló a sus pies, ronroneando de satisfacción como un gato.

—Buenas tardes a todos, lamento venir acompañada del chucho, pero es que —y se dirigió a Violeta— desde que te has ido de casa el pobre está muy triste, no come y se pasa el día encima de tu cama. Así que he pensado que os lo quedéis; además, tú lo cuidas mucho mejor que yo. Lo mío son los gatos, lo reconozco —explicó Amelia, quitándose las pieles que cubrían su cuello y el aparatoso sombrero verde que recogía su pelo rojo.

María Cano trató de disimular la sorpresa que le produjo la entrada de aquella mujer tan extravagante, exageradamente pintada y vestida como si fuera a una fiesta de disfraces. Violeta se dio cuenta enseguida de que ambas mujeres no iban a congeniar, eran absolutamente opuestas. Procedió a presentarlas; el resto ya conocía a Amelia.

—Pero bueno, ¿es que en esta casa no hay sillas? —exclamó Amelia, contrariada al tener que sentarse sobre la alfombra y arrugar su precioso vestido de tafetán rojo.

Violeta miró a Rodrigo enarcando las cejas como diciéndole que podría haber aceptado el ofrecimiento de sus padres; y, a la vez que abrazaba al perro, encantada de quedárselo, comentó:

—Querida amiga, ahora la última moda en Bogotá es sentarse sobre una alfombra. ¿No te habías enterado? —Y rio con ganas, mientras que Manuel, extrañado, lo consideró una excentricidad urbana.

—Muy graciosa. Ya veré si me sobra alguna silla en casa y la traigo, aunque solo sea para poder sentarme como Dios manda cuando venga a visitaros.

Y Amelia cambió de tema para informarles de que le había costado llegar hasta la casa porque cruzando la plaza Bolívar, destino final de todas las manifestaciones en Bogotá, se encontró con el lugar bloqueado por la fuerza pública y una multitud de obreros y estudiantes que marchaban hacia la Asamblea Nacional. Rodrigo la interrumpió para preguntarle si había oído disparos.

—Yo no he oído nada, pero es que en cuanto he visto la que se estaba organizando di media vuelta y me metí por la carrera Nueve para llegar hasta aquí. ¡Menudo rodeo he tenido que dar! —suspiró Amelia.

María Cano se levantó como impulsada por un resorte, seguida de Rodrigo y de Quintín Lame. Los tres se acercaron a la puerta y se despidieron apresuradamente.

—Tenemos que ver qué está sucediendo —explicó nerviosa María.

Violeta hizo ademán de acompañarlos, pero Rodrigo le rogó que se quedara en casa con Amelia y Cholo.

—No tardaremos —dijo María.

Violeta se acercó al balcón y los vio alejarse a la carrera. Sintió un escalofrío.

—Esta manifestación no la teníamos controlada. No sabíamos que se iba a producir. Parece que se están complicando las cosas —dijo, volviéndose hacia Amelia.

—Por lo que se oye, hay órdenes de reprimir cualquier alboroto. Andaos con cuidado tú y tus amigos. Sobre todo ahora que empezáis una vida en común, procurad no meteros en líos, que bastante tenemos con tirar adelante cada uno con lo suyo —le aconsejó su amiga.

—¡Dios mío! Si perdiera a Rodrigo no podría soportarlo —susurró Violeta en voz muy baja.

No sabía por qué estaba tan intranquila esa tarde. Eran duchos en manifestaciones de protesta, habían ido a muchas y tenían programadas unas cuantas para esos meses. Sabían medir bien el peligro y en cuanto veían armas de fuego se retiraban. Sin embargo, ahora ya no lo podía evitar: sentía un mal presagio que no se disipaba con el paso del tiempo y la conversación tranquilizadora de Amelia. El silencio en la calle era denso y no anunciaba nada bueno en un barrio tan alegre como La Candelaria.

Por fin, tres horas más tarde regresaron Rodrigo y Quintín Lame. Se retrasaron porque habían acompañado a María Cano hasta la casa de su tío. Al día siguiente partía para Medellín. En cuanto apareció Rodrigo por la puerta, Violeta se le lanzó al cuello y lo cubrió de besos.

—Temí que pasara algo. Tenía mucho miedo por vosotros.

Rodrigo contó que el ambiente estaba realmente tenso, con detenciones de estudiantes y obreros. Se habían disparado armas, pero no intervino el Ejército, y no se sabía muy bien de dónde procedían los tiros.

—Ahí está el peligro: que empiecen a disparar indiscriminadamente. Esas no son formas de reprimir una marcha de protesta —explicó Rodrigo alterado.

A Violeta todo eso le sonaba a la matanza de los cafetales.

Afortunadamente los meses siguientes fueron más tranquilos y los ánimos se calmaron por una temporada, aunque las revueltas callejeras y las huelgas siguieron agitando a la sociedad de Bogotá de manera cíclica con subidas y bajadas de intensidad. Entretanto, Manuel Quintín Lame se presentó en el Congreso y llegó a la Asamblea Nacional Constituyente, en la que obtuvieron escaño tres delegatarios indígenas. Con el tiempo, y gracias a sus innegables conocimientos de los códigos y las leyes, estudiados siempre de forma autodidacta, logró que se transformara la Constitución, que comenzó tímidamente a recoger algunas de las reivindicaciones históricas de los pueblos indígenas colombianos. De esta forma, el líder de la guerrilla indígena que operaba en el departamento del Cauca, y que llegó a reunir a seis mil indios para hacer valer sus derechos, consiguió entrar en la política con las mismas armas que el hombre blanco y abandonar la lucha en las montañas, siempre que se respetase su pensamiento que él resumía en su consigna de lucha: «Unidad, tierra, cultura y autonomía». Ese glorioso día, el diario El Espectador le dedicó su portada y una larga entrevista con el hombre fronterizo que se había educado en la selva y llegó a dominar los libros de leyes para aplicarlas en el respeto y el reconocimiento a su pueblo.

Tanto Quintín Lame como Violeta y Rodrigo sabían que se había dado un gran paso, aunque el camino era de largo recorrido. A partir de ahora, los delegatarios indígenas tendrían que prepararse para luchar duramente en la Asamblea Nacional Constituyente para hacerse respetar en esa otra jungla más peligrosa, la de la clase política.

Antes de volver a los Bosques de Niebla del Cauca, el líder indígena quiso demostrar su agradecimiento a Violeta y Rodrigo con algo que él conocía y deseaba enseñarles, siempre en el más absoluto de los secretos. Confiaba en aquellos jóvenes a los que ya consideraba como sus hijos, y sabía que lo mantendrían oculto. Hacía ya tiempo, en la selva, le había hablado a Violeta sobre las llamadas culturas doradas. Pueblos que sacaban el oro de las montañas y los ríos. Tribus como los tayronas, los muiscas, los quimbayas y los zenúes, y en menor medida las culturas calima, yotoco y nariño, pero sobre todo los muiscas —como buenos orfebres que eran— consiguieron guardar y proteger algunas piezas de oro anteriores a la llegada de los europeos. Al ser Bogotá antiguo territorio muisca, solo debía recordar y situar en qué parte del altiplano estaba el lugar que él conocía bien. Aunque había pasado mucho tiempo, confiaba en la buena salud del chamán muisca amigo suyo que guardaba el espléndido tesoro de las diferentes culturas indígenas.

—Deseo mostraros una parte del tesoro de los muiscas que pocos saben dónde se guarda enterrado para evitar su expolio. Hemos conseguido salvarlo hasta de los españoles. —Aquí miró a Violeta y soltó una sonora carcajada—. Y solo cinco chamanes conocen la ubicación de las piezas. Hay un pacto por el cual cuando uno muere, el siguiente se ocupa de su custodia y de su transmisión a otro más joven. Es un pacto que hace muchos años se selló rindiendo culto al sol, la luna, el agua y la tierra. Y entre estos cuatro elementos se encuentra en lugar seguro. Mi regalo es que lo veáis, y si algún día la llamada civilización llega hasta allí y lo expolia, vosotros debéis defender su procedencia, que no es otra que la del pueblo muisca —les explicó Manuel.

Rodrigo y Violeta se miraron emocionados ante la importancia de semejante revelación y la confianza demostrada.

—¿Acaso está hablando de la balsa Muisca? —preguntó Rodrigo sin poderse reprimir.

—Sí, entre otros objetos de gran valor para nuestro pueblo.

—Leonardo y yo estuvimos en la laguna Guatavita y me contó la leyenda de El Dorado. Entonces, ¿es verdad que existe? —intervino Violeta.

—Lo vais a ver con vuestros propios ojos, pero debéis guardar silencio.

Los tres cogieron el tren que recorría la sabana de Bogotá y los paisajes del altiplano de forma tranquila y agradable. Los muchachos se encontraban felices por compartir la visión de ese legado con uno de sus guardianes: Quintín Lame. Cuando llegaron a un pequeño poblado alejado de las antiguas minas, ya sin explotar, Manuel se adelantó y preguntó por el viejo chamán Agustín. Vivía todavía, aunque ya ciego. Había alcanzado la edad de cien años, por lo que no salía de su choza hasta que llegaba el buen tiempo y el invierno se disipaba. En cuanto Quintín Lame entró en la oscura habitación, el chamán lo reconoció por el olor. Desde que había perdido poco a poco la vista, Agustín había agudizado un sentido del olfato privilegiado que le permitía reconocer a las personas por su olor corporal. No importaban los años transcurridos desde la última vez que se hubiesen visto, sabía perfectamente que ese hombre que todavía no había proferido sonido alguno era Quintín Lame. Se saludaron emocionados de reencontrarse y Quintín se acuclilló a su lado, ofreciéndole uno de sus habituales puros, que Agustín aceptó encantado. Entonces le contó el objeto de su visita: ver una vez más el tesoro de los muiscas. Y le pidió su permiso para enseñarlo a los dos jóvenes que le acompañaban y que tanto le habían ayudado en la difusión de su pensamiento. El viejo Agustín afirmó que si Quintín confiaba en ellos, él también lo haría.

Los cuatro se encaminaron por un sendero que conducía a una mina de oro abandonada y cerrada por peligro de desprendimientos. Quintín Lame casi no recordaba el camino que debían seguir para llegar al lugar donde permanecía oculto el tesoro, por lo que el chamán los guio con sumo cuidado. Dejaron a un lado las galerías abiertas y apuntaladas y se adentraron en un estrecho pasadizo por el que tuvieron que reptar a cuatro patas para llegar a una especie de sala de seis metros de ancho por tres de alto. Agustín les aguardó fuera sentado en una roca de la galería. Al principio no se veía nada, la oscuridad era total, pero al menos podían ponerse de pie y respirar sin dificultad. El chamán les dijo que esperasen en silencio y sin encender fuego alguno, pues pasados unos minutos sus ojos se acostumbrarían a la oscuridad y verían brillos intensos que salían de las piedras. Solo entonces podrían descubrir las relucientes piezas de oro escondidas entre las rocas.

Se quedaron maravillados al contemplar las piezas. En primer término aparecieron figuritas precolombinas de mujeres zenúes del norte, que atestiguaban el importante papel desempeñado por la mujer en las ceremonias de culto. También encontraron las pequeñas figuras ornamentales de guerreros, los famosos tunjos, que se arrojaban a la laguna de Guatavita. Pero cuando los ojos ya empezaban a acostumbrarse a la escasa luz de la sala de «La Ofrenda», un poco más atrás, se toparon asombrados con la preciosa estatuilla del Cacique quimbaya, realizada íntegramente en oro. Era una figura de hombre sentado con las piernas abiertas y las manos reposando en sus rodillas. Llevaba colgado al cuello lo que podría ser un poporo, y tenía el rostro de un hombre joven de torso atlético con marcados rasgos de la etnia quimbaya. Quintín Lame les explicó que esa pieza provenía de la zona del eje cafetero, al norte del Valle del Cauca. El Cacique quimbaya era de tamaño reducido, como casi todas las piezas escondidas, medía unos 22 centímetros de alto por 13 de ancho. Fijándose más, descubrieron otra pieza reluciente y asombrosa: el Poporo quimbaya, un objeto que se utilizaba para beber infusiones de coca, solo que este estaba realizado en oro y era de una singular belleza de líneas y volúmenes. Violeta se atrevió a coger entre sus manos una curiosa figurita que parecía un pájaro, realizado con maestría, de forma esquemática y con incrustaciones geométricas.

—Es uno de los numerosos artefactos que fabricaban los quimbayas —le explicó Quintín Lame, misterioso.

El momento esperado llegó cuando apareció ante sus ojos, encima de una roca perfectamente plana y segura, la balsa Muisca. Brillaba con una intensidad deslumbrante y su fragilidad llamaba la atención. Junto a la famosa pieza había un manuscrito guardado en una piel que Manuel sacó con delicadeza y antes de comenzar a leer les dijo que se trataba de un escrito fechado en 1638, obra de Juan Rodríguez Freyle. Luego leyó:

—«En aquella laguna de Guatavita hacían una gran balsa de juncos, adornada lo más vistosa que podían. Estaba toda la laguna coronada de indios y por toda la circunferencia el humo de los fuegos y sahumerios impedía la luz del sol. Desnudaban al heredero del cacique y lo untaban y rociaban todo con oro polvo, de tal manera que iba todo cubierto de ese metal. Metíanlo en la balsa, derecho, y a los pies le ponían un gran montón de oro y esmeraldas para que las ofreciera a su Dios. Partiendo la balsa sonaban cornetas y fotutos, con un gran vocerío que atronaba montes y valles, y al llegar al medio de la laguna hacían señal de silencio. Hacía el indio dorado su ofrecimiento echando todo el oro y esmeraldas que llevaba en medio de la laguna. Concluida la ceremonia comenzaba la grita con grandes corros de bailes y danzas a su modo. De esta ceremonia se tomó el nombre de El Dorado».

Los tres permanecieron extasiados ante la belleza de la narración y miraron con devoción la pieza dorada con sus ricas filigranas de oro brillante y luminoso. Extrañamente, a medida que aparecían ante sus ojos los objetos del tesoro, la sala se iluminaba y podían discernir con claridad los detalles de las piezas realizadas por estas culturas indígenas con habilidad y maestría.

—¡Es portentoso! ¡Las figuras son preciosas! —exclamó emocionada Violeta.

—Gracias, Manuel, por mostrarnos la herencia de nuestros antepasados. Nos sentimos muy halagados y honrados. Es una suerte que las hayan podido preservar durante tanto tiempo a salvo de la codicia de los profanadores de tumbas —añadió Rodrigo, agradecido.

—Aquí es donde mejor están hasta que llegue el momento en que la luz alumbre con justicia la mente de los gobernantes y se puedan mostrar al pueblo en lugar adecuado y seguro, como merece nuestro legado cultural. Mientras tanto, comprenderéis que hay que mantenerlo oculto —dijo Quintín Lame.

Totalmente de acuerdo con mantener en secreto el tesoro de las culturas indígenas, agradecieron a Quintín Lame el preciado regalo que les había ofrecido. Rodrigo y Violeta llevarían en su corazón el recuerdo de esa visión magnífica que les acompañaría siempre, pero que no podrían transmitir a nadie.

Esa mañana en la casa de la familia Saramago reinaba la alegría. Había llegado la última carta de Violeta con las noticias de su nueva vida en Bogotá y la foto en que aparecía con su prometido. Odilo leía despacio, disfrutando con cada frase, mientras Rosalía y Andrés escuchaban con una sonrisa en los labios. En la fotografía, realizada en un estudio de Bogotá, se veía a Rodrigo sentado en un banco de madera, con una mano apoyada en la rodilla y con la otra tomando la mano de Violeta, que aparecía de pie tras él, levemente separados por el banco, con una espléndida sonrisa de orgullo mirando retadora a la cámara. Rodrigo también miraba a la cámara, pero su rostro se veía serio y concentrado en una pose de dignidad. Llevaba su peculiar flequillo domado hacia atrás y vestía un impecable traje negro con corbata y cuello duro. Violeta lucía hermosa con un vestido de color claro entallado a la cintura con un bonito cinturón de pedrería, cerrado hasta arriba del cuello con blonda de encaje y con mangas abollonadas en los hombros a la moda del momento, sin sombrero y con el pelo recogido en la nuca. Posaban delante de un fondo habitual en los estudios de la época: un paisaje romántico de nubes, columnas y árboles agitados por la brisa. Formaban una buena pareja y se notaba que irradiaban felicidad.

—¡Qué guapos están! Violeta ha cambiado en estos años, se ha hecho más mayor. Está preciosa, pero se nota la transformación, ya no es la chiquilla alocada que se pasaba el día corriendo descalza por la playa. Ahora es toda una mujer. Y el novio es un buen mozo. ¡Qué ojos tiene el colombiano! Y qué moreno es. ¡Ay, Dios mío! Tendrán unos hijos hermosos, ya los estoy viendo. ¡Qué alegría más grande! —dijo Rosalía, que, emocionada, no paraba de hablar y de mirar la fotografía una y otra vez en busca de algún detalle perdido.

—Parece que mi hermanita ha sentado la cabeza. Mejor así. Sí que es verdad, madre: se les ve felices. Y por fin ha dejado la selva, que no era lugar para ella —añadió su hermano Andrés.

Odilo Saramago continuó releyendo la carta, que era como un bálsamo para su ánimo, después de tantos años preocupado por las andanzas de su hija. Apreció que Violeta se sentía realizada, con proyectos de trabajo interesantes y que había encontrado de nuevo el amor, pero esta vez al lado de un hombre cabal. «No como el miserable de Alonso Castro de Madariaga y sus viles engaños de conquistador trasnochado», pensó. Le pidió la fotografía a su esposa y miró otra vez, con más detenimiento, el rostro de Rodrigo Galán.

—Tiene la mirada dura pero limpia. Creo que este joven sabrá cuidar y amar a nuestra Violeta. —Lanzó un profundo suspiro de alivio y se encendió un puro para celebrar las buenas nuevas llegadas, por fin, desde Colombia. En ese momento sintió que no había felicidad mayor que tener buenas noticias de los hijos, notar su plenitud, sus logros y sus energías—. Violeta merece encontrar sosiego y estabilidad en su vida. Es una mujer generosa y valiente. Ahora le toca a ella ser feliz —dijo, retirándose hacia su despacho.