El secreto de Leonardo
Al morir India, Leonardo se quedó solo en el mundo y siguió viviendo en la plantación, trabajando como el resto de adolescentes en la recolección de los granos y al servicio de la santera que lo utilizaba como recadero para llevar mensajes o para limpiar la asquerosa nave que sirvió de hospital de campaña durante los meses del cólera. Nadie se hizo cargo de un chico de trece años que pertenecía a la hacienda como trabajador a pesar de su corta edad, y que sabía desenvolverse bastante bien ya que era el ambiente en que se había criado como inmigrante desde que llegara con su madre. Era un chico callado y sombrío, como debía corresponder probablemente a una criatura que estaba creciendo en soledad y que la mayor parte del tiempo era tratado como un esclavo. Una vez muerta la madre, Eliodoro nunca quiso saber nada del muchacho. No quería meterse en líos y no le pasó por la cabeza meterlo en la hacienda como sirviente. Hizo como su hermano Odilo: olvidarse de su existencia. Pero a los quince años Leonardo ya sabía demasiado de huelgas, levantamientos indígenas contra los patrones, opresión, abusos y maltrato. Un día pensó que no tenía nada que perder y se unió a la causa indigenista y revolucionaria. Los indios eran los únicos que lo trataban como a un ser humano y le habían cogido cariño. Conocían su triste historia, y cuando lo vieron atravesar los Bosques de Niebla y subir a las montañas lo acogieron como a un igual. Desde entonces, Leonardo era un joven más que vivía en uno de los poblados yanaconas. Y, además, era respetado por conocer la lectura y escritura, instrucción que le había enseñado su madre desde bien pequeño.
Cumplidos los dieciocho años, Leonardo sintió la necesidad de abrir el sobre arrugado y sucio que conservaba como un tesoro desde que falleciera India. Recordaba sus palabras: «Guarda esto que te doy y no lo abras ni lo leas hasta que seas un hombre. Mientras tanto, nunca se lo enseñes a nadie, guárdalo bien. Será nuestro secreto. No lo olvides: nuestro secreto». Leonardo había empezado una nueva vida en la aldea indígena y se sentía plenamente integrado. Ahora ya era un hombre, justo en la edad en que los yanaconas pueden luchar y entrar en combate para defenderse de sus adversarios e incluso morir. Era pues el momento de abrir el sobre y conocer su secreto. Su madre antes de morir había escrito:
Leonardo, aunque no lleves su apellido, sino el mío, tú eres un Saramago. Tu padre es Odilo Saramago: aquel médico que subía a la montaña de O Pindo y te daba caramelos y siempre te hacía sacar la lengua para mirarla, ¿te acuerdas? Eras tan pequeño que puede que no te acuerdes. Pero eres el hijo del médico de Lariño. No quiso reconocerte o no pudo, tenía familia y nos alejó de su lado para evitar el escándalo. Ahora, ya lo sabes. Te quiere, tu madre India.
Leonardo se alejó de la aldea para abrir el sobre y leer su contenido. Estaba sentado sobre el musgo al lado de un riachuelo que bajaba alegre de las montañas. Leyó dos veces las palabras de India y toda su corta vida pasó como una ráfaga por su mente: la belleza y el amor de su madre, la larga y extenuante travesía en barco, la muerte de ella, el miedo al cólera, el trabajo humillante en la plantación, la soledad que siempre había sentido, la huida a las montañas. Estrujó el papel en su puño al tiempo que sentía un odio inmenso, doloroso, casi físico. Acababa de descubrir su origen, quién era y de dónde provenía. Y esa certeza le revolvía por dentro, le hacía daño y le provocaba un deseo terrible de venganza. «Mi madre fue repudiada y obligada a huir conmigo, un niño pequeño. Él nos metió en una travesía interminable donde vimos a la gente morir de enfermedades y de hacinamiento antes de llegar a puerto. El poco tiempo que vivió lo hizo como una esclava en la plantación de su hermano. ¿Y ese monstruo es mi padre?», reflexionó Leonardo lleno de rencor. Lloró amargamente en la soledad de la selva, y también intentó recordar cuando tenía tres, cuatro, cinco años, al hombre que subía hasta la casa de India y le daba golosinas y le hacía sacar la lengua para comprobar que estaba sano y fuerte. «¡Claro que me acuerdo de ese hombre!», se dijo. Recordaba que era alto y fuerte y que él se alegraba mucho y se echaba a sus brazos, como su madre, cuando llegaba de visita a la choza.
La fuerza y la intensidad de la juventud de Leonardo hicieron que los únicos sentimientos que brotaran al conocer su secreto fueran el odio y la venganza hacia quien había expulsado a su madre y a él mismo de su lado. Consideró a Odilo Saramago responsable de la muerte de India, desahuciada por el cólera en una plantación de los Andes, tan lejos de su casa y repudiada por su amante. Estuvo a punto de arrojar al río el papel arrugado con su secreto, pero el instinto de venganza le paralizó el gesto y lo guardó en un saquito de piel que siempre llevaba colgado al cuello junto con otros abalorios indígenas.
Como es natural, Leonardo, desde que fue conocedor del secreto que tan fielmente guardaba su madre, consideró a los Saramago como unos auténticos monstruos de hipocresía y maldad, solo preocupados por las apariencias sociales, la corrección de las costumbres y la primacía de la familia tradicional sobre todas las cosas; y eso incluía el asesinato, la explotación, la corrupción, el abandono de los más débiles y la falta de compasión. Y su desprecio, como era lógico, se extendía al patrón Eliodoro Saramago que les había dado techo y comida, como a los perros, a cambio de explotarlos trabajando duro en la plantación para él. «De lo único que se preocupó fue de quemar rápidamente el cadáver de mi madre, para no dejar huellas», recordó con amargura.
Al principio y para dar rienda suelta al odio que acumulaba su atormentado corazón, Leonardo combatió contra el Gobierno en las selvas de Colombia y se postuló siempre voluntario en las incursiones y levantamientos indígenas que tenían como objetivo las plantaciones del Valle del Cauca, con más fiereza si eran propiedad de Eliodoro Saramago. La causa indigenista dio cauce para descargar sus ansiedades y el ímpetu de su juventud.
El día que Belinda bajó a la aldea del río para elegir un joven para el cumpleaños de Violeta, el azar enredó y el destino hizo el resto. De los tres muchachos buscados por la curandera para el ritual, Belinda escogió a Leonardo porque le pareció el más guapo. Le explicó que sobre las doce de la noche debía subir hasta su aldea y entrar en la escuela de niñas. Una vez allí, buscaría una puerta en la que habría colgadas unas orquídeas rojas. En esa habitación señalada practicaría el chichuca. Y le advirtió de que no debía olvidarse de tapar los ojos de la mujer, que se encontraría dormida en la cama.
Leonardo era un experto en ese rito amoroso. En lo que iba de año había consolado a varias viudas de los poblados vecinos. Para los jóvenes yanaconas era un honor ser elegidos para estos encuentros basados en el secreto y el anonimato de los intervinientes. Aquel día Leonardo cumplió con su cometido como otras veces, con habilidad y discreción. El cuarto estaba oscuro y solo se filtraba un rayo de luna que no iluminaba directamente la cama. Tapó los ojos de la mujer dormida con un pañuelo y le pareció una joven muy hermosa y algo pálida de piel; pero estaba acostumbrado a que sus hábiles manos acariciasen tanto a mujeres con cuerpos espléndidos como a viejas arrugadas que se excitaban de placer casi igual que las jóvenes. Él se concentraba para que las mujeres gozaran, al mismo tiempo que debía contenerse y marcharse con el máximo sigilo.
Aquella noche Violeta y Leonardo yacieron juntos sin conocerse y de forma anónima y casual. Tal y como debía ser el chichuca.
Los diez hombres elegidos para copiar el manuscrito de Quintín Lame fueron alojados en el poblado durante el tiempo que les llevara escribirlo. El líder indígena tenía prisa en adoctrinar a las comunidades cercanas y quería que manejaran su libro como guía espiritual e ideológica. Violeta estaba inquieta porque sabía que había que respetar el chichuca, y por ningún motivo indagar sobre la persona que lo ofrecía ni en quién lo recibía. Pero cada vez que estaba cerca del joven mestizo el aroma de su piel lo delataba. No podía evitar gozar de un olfato excelente, más acentuado si cabe al vivir en la selva. Por su parte, Leonardo en un primer momento no relacionó a la bella maestra blanca con la mujer que había consolado unos meses atrás en una noche oscura. Pero a medida que pasaban los días y la confianza y el trato con los jóvenes copistas avanzaba, la identidad de ambos se empezó a desvelar. Ella dio el primer paso porque ya los conocía por su nombre, y un día se atrevió a preguntarle:
—Tu nombre, Leonardo, ¿no es un poco extraño por estas latitudes? Parece más bien un nombre español.
—Tú también eres extraña para ser de aquí. Demasiado blanca, demasiado rubia —contestó el chico con sequedad, a la defensiva y hoscamente.
—No te quería molestar, perdona. Sí, soy española, y como habrás podido comprobar soy la maestra de las escuelas de esta aldea —dijo Violeta, rehaciéndose con autoridad.
Leonardo percibió que la mujer se había ofendido con su rudeza, y dio marcha atrás intentando comprobar algo que empezaba a presentir y que le desasosegaba tremendamente.
—Me he criado en la plantación de café de allá abajo. Tras morir mi madre, con quince años me uní a la causa indigenista porque toda mi vida me he sentido explotado por los blancos. Esta es mi familia y me siento uno de los suyos —dijo, moviendo un brazo para abarcar el espacio circundante.
Violeta no se pudo creer tanta casualidad y se sintió radiante de alegría, no por lo que le contaba el pobre muchacho, sino porque los dos provenían del mismo lugar: la plantación del tío Eliodoro.
—¡Es increíble! Yo también he pasado dos años en esa plantación, hasta que me harté de los sucios manejos de los que dirigen la hacienda y de cómo trataban a los trabajadores. Tras la Masacre de los Cafetales abandoné la plantación y busqué a Quintín Lame para ayudarle con las escuelas. Ellos también son mi familia —explicó.
El corazón de Leonardo latía a un ritmo vertiginoso cuando le preguntó directamente:
—Y ¿tú quién eres? ¿Cómo te llamas?
—Me llamo Violeta, Violeta Saramago. —Y añadió avergonzada—: Y Eliodoro Saramago es… mi tío.
Leonardo cayó en un profundo silencio. Dejó de mirarla, tratando de poner en orden sus presentimientos y también sus certezas. Se quedó totalmente abatido, como si un tornado hubiera pasado por su cabeza. Quiso salir de allí, correr hasta lo más profundo del bosque, huir de ese destino que parecía perseguirle desde que descubriera su secreto. No pudo aguantar más la tensión del momento. Se levantó del banco de la escuela, donde ambos estaban sentados, y salió fuera para no desbordar su dolor en lágrimas.
Violeta no entendió qué le pasaba, por qué reaccionaba así. Supuso que debió de haberlo pasado muy mal en la plantación y que seguramente los esbirros de su tío lo habían tratado siempre como a un niño esclavo, esos chiquillos que ella conoció abatidos por el agotamiento en las plantaciones, a los que volvían a poner en pie a latigazos. Sintió una atracción irrefrenable hacia Leonardo. Le hubiera gustado consolarlo y reconfortarlo en su desolación, conocerlo más y decirle que no estaba solo. Le parecía un hombre marcado por la desgracia en plena juventud, y ese misterio que ocultaba la atraía cada vez más. Miró el cuaderno escolar que había dejado sobre la tablilla y comprobó que llevaba la copia muy avanzada. Su escritura era de trazo seguro y límpido. Se entristeció al darse cuenta de que, dada la celeridad con que copiaba, ya no podría verlo mucho tiempo sentado junto a los otros muchachos en los bancos de la escuela. Al mismo tiempo pensó que era mejor así. «Es muy joven, no está bien que seduzca a un muchacho». Pero no estaba muy segura de que pudiera refrenar su deseo en cuanto lo volviera a ver.
Al día siguiente Leonardo no acudió a la escuela y eso preocupó a Violeta, porque le quedaban muy pocas páginas para terminar el manuscrito. Preguntó a los otros hombres si conocían dónde vivía y le dijeron que en las comunidades indígenas río abajo. A la mañana siguiente montó a caballo y fue en su búsqueda. Lo encontró cortando leña cerca del río. Desmontó procurando que no la viera y lo contempló un poco apartada. El muchacho, sudado y agotado por el esfuerzo, se quitó el poncho y la camisa y se metió en el río para refrescarse. Violeta lo vio salir del agua a contraluz y le pareció un dios. Admiró su cuerpo, que tenía la textura propia de las pieles sagradas. Su pelo largo y negro, liso y mojado, acentuaba todavía más el color de sus ojos verdes, extraños en un indio. A Violeta le costó interrumpir la contemplación de tanta belleza y el momento de paz del que gozaba Leonardo; pero pensó en el trabajo por hacer y en su obligación como maestra. Se acercó a él y casi lo asustó sin pretenderlo.
—¿Qué haces aquí? ¿Qué quieres? —saltó Leonardo, sorprendido de verla en su territorio.
—Estaba preocupada. Como has faltado un día y te queda tan poco para acabar de copiar el libro, he venido a buscarte. Te necesitamos.
—¿Quintín Lame sabe que he faltado al trabajo? —preguntó inquieto.
—No, no creo. Yo tengo que avisarle cuando estén acabadas las diez copias. Entonces os verá y pagará lo convenido. Si quieres puedes subir ahora conmigo y adelantar el retraso —añadió Violeta, tratando de persuadirlo mientras él se secaba con el poncho y se cubría el torso con la camisa.
El chico dudó un instante y a continuación montó en el caballo de Violeta y le ofreció un brazo para ayudarla a auparse a la grupa. Ella se abrazó a su cuerpo con suavidad y aspiró el olor embriagador de su piel húmeda y caliente.
—Cuando acabe mi trabajo arriba, volveré a recoger la leña que he cortado. Es para la aldea —dijo a modo de explicación al pasar por una pila de troncos.
—Entonces —preguntó intrigada Violeta—, ¿tú naciste en Colombia? ¿Tus padres también eran indios?
—Mi madre era india, se llamaba así, India, y era una mujer muy bella. Siempre he estado en la plantación. Y mi padre… no lo sé, nunca lo conocí —respondió Leonardo un poco abrumado.
—Tu madre debió de ser una mujer hermosa, porque eres un chico muy guapo. —Y con naturalidad apretó su cuerpo contra la espalda del joven para sentirlo mejor y mostrarle su afecto.
Él calló y llevó al paso el caballo hacia el poblado de arriba. Su desconcierto inicial al conocer a su supuesta hermana pasó a convertirse en odio hacia todo lo relacionado con el apellido Saramago, y ese sentimiento primaba sobre los demás que se agolpaban desordenadamente en su joven corazón. Leonardo comenzó a fraguar una sutil venganza. Tenía que mantener la cabeza fría si no quería acabar siendo una víctima como su madre. Por una parte, sabía que Violeta gozaba de la absoluta confianza de Quintín Lame y que, por tanto, debía obedecerla en todo. Y, por la otra, obviamente se percataba del interés que demostraba ella hacia su persona. Dedujo que tenía que aprovecharse de ambas circunstancias para conseguir sus propósitos. Vengar la memoria de India era su principal objetivo desde que conociera su secreto.
Terminado el trabajo de los copistas, Quintín Lame les agradeció su entrega a la causa indigenista y les pagó lo acordado: un saco de grano de café y otro de maíz, a la vez que los exhortó a divulgar su libro en sus respectivas comunidades. Violeta se despidió de todos y cuando se acercó a Leonardo le dijo que deseaba acompañarlo hasta su aldea. El buen tiempo había llegado a los bosques, y el río que corría por las inmediaciones del poblado era el lugar idóneo para bañarse y refrescarse cuando el sol apretaba. Violeta quería volver a ver el cuerpo de Leonardo saliendo del agua y los rayos de sol jugueteando con su dorada piel mestiza.
Después del baño se secaron al sol tumbados sobre el musgo, y Violeta tuvo que contener un intenso deseo de besarlo en la boca. Lo miró embelesada, recostada a su lado, sin rozarlo a la espera de su reacción de hombre. Fue entonces cuando Leonardo la atrajo y la besó apasionadamente. En ese instante, el joven no pensaba en venganzas ni en odios, solo respondía a los impulsos irrefrenables de su cuerpo. Y Violeta, por fin, pudo, de modo consciente esta vez, acariciar, tocar, besar esa piel sagrada que le recordaba a los dioses precolombinos.
Vivieron un amor apasionado y Violeta conoció junto a Leonardo cada rincón de la selva andina y lugares de una belleza sobrecogedora. Algo que agradeció, porque hasta entonces se había volcado en las escuelas del poblado y apenas conocía esos paisajes de los que tanto había oído hablar y que ansiaba descubrir. Sobre todo, quería ver el mar. Lo echaba de menos rodeada de tanta selva y frondosidad, necesitaba la amplitud de los espacios de la costa del Pacífico, respirar la brisa del mar, tan cercano a los Bosques de Niebla. Habló con Leonardo y prepararon una escapada. Se entusiasmó cuando el joven le dijo que la parte de la costa a la que irían era famosa por su belleza y por el avistamiento de ballenas.
—¡Como en Ézaro! —exclamó llena de alegría por la coincidencia, y le contó a su joven amante aquella lejana excursión en Galicia con sus amigos Inés y Juan y su hermano Andrés para ver el paso de las ballenas por la Costa da Morte.
—No sé cómo será en tu tierra de origen, pero donde vamos, a veces, las ballenas se acercan tanto a la orilla que pueden verse desde la playa o desde las colinas. Es un espectáculo grandioso —le explicó orgulloso Leonardo.
Partieron hacia la zona costera del Pacífico conocida como la ensenada de Utría, a mitad de camino entre el Valle y Nuquí, enclaves obligados de conocer especialmente durante la temporada de cría de las ballenas, que por increíble que pareciera jugaban en una angosta ensenada a pocos cientos de metros de la costa. Leonardo le explicó que todos los años las ballenas que vivían cerca de las aguas antárticas de Chile hacían un viaje de más de ochocientos kilómetros a la costa pacífica de Colombia para dar a luz y criar a sus ballenatos en aguas cálidas.
—Aquí se les llama rorcuales, también conocidas como yubartas o jorobadas. Dicen que ha llegado a haber hasta ochocientos ejemplares frente a la costa colombiana. Las ballenas que llegan alcanzan los dieciocho metros de largo y pesan hasta veinticinco toneladas, son enormes. Su presencia impresiona, ya verás qué espectáculo —dijo el muchacho, contento de enseñarle parajes que conocía bien.
Y Violeta pensó emocionada que en este país todas las cosas hermosas estaban al alcance de la mano.
—Es como si brotaran a un paso, a tus pies. —Se refería, claro está, a la vegetación que brotaba hasta invadirlo todo, a las orquídeas de mil colores diferentes, a los pájaros extraños, a las ballenas que llegaban hasta las playas para ser admiradas, a la belleza de las etnias indígenas.
Cuando llegaron, Violeta comprobó que las explicaciones de Leonardo se habían quedado cortas. En la ensenada de Utría no hacía falta coger ningún barco para verlas. Estaban ahí mismo, cerca de la tierra. Los cetáceos penetraban en la ensenada y se ponían a jugar muy cerca de la costa. Entonces pensó que pocas cosas había más tiernas que ver a un ballenato del tamaño de un vagón asomando el morro en la superficie o cogiendo impulso para dar un magnífico salto e introducirse en el mar luciendo su espléndida cola antes de hundirse de nuevo. Después de contemplar a las ballenas, la pareja emprendió varios recorridos cortos para perderse entre la vegetación exuberante, húmeda y prodigiosa de color de los manglares cercanos.
—Si estamos atentos —dijo Leonardo—, al caer la noche quizá podamos ver setas que se iluminan en la oscuridad.
—¿De verdad? Parece increíble —comentó Violeta.
Cogida de su mano, parecía la chiquilla de diecinueve años que fue, titubeante ante la presencia segura y experta de Leonardo, que con su machete se abría camino y le indicaba por dónde pasar para no mojarse demasiado o no caer en aguas empantanadas donde un cuerpo podía hundirse en cuestión de minutos. El espíritu aventurero de Violeta estaba plenamente colmado con los paisajes y lugares cada vez más hermosos y misteriosos que le mostraba su joven amante. En Jobí, en los alrededores de Nuquí, se hicieron con una canoa de tronco tallado, que prestaban los indígenas de la zona para llegar hasta las cascadas de Chontadura y Antaral. Esta última alimentaba una gran poza a sus pies y se animaron a darse un baño para quitarse el barro de los manglares y el calor sofocante de la jornada. Violeta se quitó la ropa y se lanzó al agua con un estilo impecable. Era buena nadadora y atravesó la poza con brazadas rítmicas y consecutivas. Leonardo la observó admirado desde la roca a que se encaramó para verla mejor. Pensó que parecía un pez.
—¡Venga! Tírate al agua. No seas cobarde. Está caliente. De verdad, está deliciosa —gritó Violeta desde el otro lado de la poza, de unos veinticinco metros de circunferencia.
Leonardo sonrió y se lo pensó. No es que tuviera miedo; era que sabía nadar lo justo para no ahogarse, consciente de que su estilo era lo más parecido al de un perro, manteniendo la cabeza fuera y batiendo brazos y piernas sin armonía alguna para no hundirse, decidió permanecer en la roca. No quería hacer el ridículo delante de ella. Cuando Violeta regresó a su lado y lo abrazó para mojarlo intencionadamente, Leonardo le dijo:
—Nadas como un pez. Yo nado muy mal. Bueno, como todos los indios de los Bosques de Niebla. No vivimos cerca del mar —aclaró a modo de justificación por no haberse tirado a la poza. No quería quedar como un cobarde.
—Es que yo nací cerca del mar, al lado. La playa de Lariño, en Galicia, era como el huerto de la casa, para que te hagas una idea. Y mi padre nos enseñó a nadar desde muy pequeños a mi hermano y a mí, porque el mar en Galicia es tremendo, muy peligroso, y conviene saber flotar o defenderse de su oleaje. Pero es verdad lo que dices: la mayor parte de los pescadores gallegos no saben nadar. Es absurdo, ¿no? En los naufragios hay gente que muere por no saber nadar. —Le contó Violeta.
Leonardo la escuchaba pero su pensamiento había entrado en ese agujero escondido lleno de odio que guardaba su corazón al oír sus palabras: «Mi padre nos enseñó a nadar desde muy pequeños a mi hermano y a mí». Se volvió a sentir excluido de todo lo que le hubiera podido corresponder: un padre que le enseñara a nadar desde pequeño, unos hermanos con los que jugar en su infancia, una casa junto al mar. Trató de recordar esa tierra lejana: Galicia, en la que también le hubiera correspondido crecer y hacerse un hombre, pero solo conservaba vagos recuerdos de su madre en una casa arriba de la montaña y de otra mujer vieja y fea, seguramente su abuela. Trató de hurgar más en su memoria y recordó que siempre había estado solo, junto a esas dos mujeres que le cuidaban y le protegían, sin amigos y sin hermanos. Y luego, de eso sí que se acordaba porque lo pasaron mal, la interminable travesía en un barco donde dormían sobre sus ropas y maletas, hacinados como animales, pasando hambre y frío, siempre rodeados de mar por todas partes. Por eso no le gustaba el mar. No le traía buenos recuerdos.
—¿Qué pasa? A veces caes en unos silencios… Es como si te hundieras en un mundo en el que nadie puede entrar. ¿He dicho algo que te haya molestado? —preguntó Violeta, inquieta ante su silencio, porque empezaba a observar que esas «ausencias», como ella las llamaba, le ocurrían a menudo.
No contestó. Le cogió la mano y se lanzaron a la poza. Al salir a la superficie Leonardo reía, la abrazaba y la besaba, mientras se hundían en el agua y volvían a flotar para respirar entre beso y beso.
Se secaron al sol y, aprovechando la canoa prestada, se desplazaron hasta Punta Huína. Leonardo propuso pasar la noche en un lugar que supuso le gustaría. La travesía en canoa duraba treinta minutos entre paisajes paradisíacos hasta alcanzar una playa preciosa, con una mezcla de arena dorada y negra, bordeada de cocoteros y chozas donde vivían pequeñas comunidades indígenas, junto con descendientes de esclavos africanos. Leonardo conocía su lengua y sabía que los acogerían por una noche en ese lugar privilegiado.
Uno de los signos de hospitalidad de estas pequeñas tribus indígenas consistía en reunirse junto a las hogueras cerca de la playa cobriza para cantar algo parecido a extraños lamentos y tocar pequeños tambores, todo en honor de los visitantes. Violeta estaba feliz. Liberada de las extenuantes clases en la selva tras enseñar a leer y escribir a los niños del poblado, con el permiso obtenido por Quintín Lame para que se tomara unas vacaciones y acompañada de Leonardo descubriendo lugares de ensueño, pensaba que la realidad era mejor que los sueños que abrigaba desde niña. Daba palmas y seguía el compás de esa música endiablada de sus anfitriones mirando sonriente la belleza serena del muchacho que la acompañaba. No se cansaba de contemplarlo. Siempre le decía en los momentos de intimidad:
—Eres como un dios, tan hermoso como un dios, Leonardo.
Y, en esas ocasiones, Leonardo le replicaba incrédulo.
—Y qué sabrás tú cómo son los dioses.
Entonces ambos se reían y se acariciaban con ardor.
Frente a ellos, en el círculo alrededor de la hoguera, un hombre prieto, de raza negra, hacía rato que los observaba detenidamente. Se acercó y se sentó a su lado sonriente, mientras fumaba un tabaco de olor dulzón y penetrante.
—Vosotros tenéis los mismos ojos, la misma mirada, el mar metido ahí dentro. Pero sois muy diferentes, de razas distintas. Sois unas extrañas criaturas. ¡Bienvenidos! —Y les dio la mano, sin preguntarles nada respecto a su procedencia.
Leonardo y Violeta se miraron extrañados por el comentario del hombre y sonrieron halagados.
—Sí, es verdad, tenemos los ojos del mismo color. ¡Qué coincidencia! —comentó Violeta mirando a Leonardo como si lo acabara de descubrir en ese momento.
Después se acercaron unos niños nativos que llevaban collares de cabalongas, unos frutos secos que se cultivaban en el Chocó para protegerse del mal de ojo, maldición que según la creencia popular podían echar algunas ancianas, y les pusieron un collar alrededor del cuello. Violeta se rio de la cantidad de collares y cosas que llevaba en el cuello Leonardo, y que nunca se quitaba. Y, curiosa, le preguntó:
—Y ese saquito de piel que llevas siempre colgado, ¿qué es?
—Es un secreto —contestó él, lacónico.
—Ya… seguro que es algún tipo de droga —respondió Violeta, haciéndose la enterada.
Después de pernoctar una noche continuaron la ruta preparada por Leonardo. La verdad es que había pocos destinos tan salvajes y espectaculares como la región pacífica de Colombia. Allí, más que toparse con el mar, la jungla se metía de cabeza en él. Descubrieron maravillados cascadas que caían desde riscos cubiertos de bosque y rompían en espléndidas playas de arena gris. Se bañaron en auténticas piscinas termales que yacían ocultas entre la espesa selva. Y gozaron de la hospitalidad de diminutas aldeas indígenas que se aferraban como hormigas a las riberas de los ríos. Esos lugares paradisíacos también eran elegidos por los delfines y las ballenas para jugar cerca de la costa, y por las majestuosas tortugas marinas, que se acercaban aún más para el gozo de los humanos que llegaban hasta allí para observarlas.
Como Violeta nunca había visto una tortuga marina, Leonardo quería mostrárselas. Para llegar a ellas, la manera más segura era caminando por la playa y vadeando un par de ríos con el agua hasta la cintura. La otra opción era por la jungla, a través de un sendero agreste muy cerrado. Optaron por el camino del agua y el esfuerzo mereció la pena, al encontrarse las tortugas marinas en plena temporada de desove. Llegaban de junio a diciembre para poner sus huevos en la playa, y el mejor momento para verlas era por la noche. Así que Leonardo y Violeta se tumbaron en la arena, un tanto alejados de la orilla, a la espera del anochecer. El espectáculo de la puesta de sol en el Pacífico era una buena excusa para tumbarse y esperar tranquilamente a que la oscuridad las hiciera salir del agua. Mientras este milagro de la naturaleza se producía, Violeta, tumbada sobre la arena, abrió sus brazos y sus piernas en cruz y sus ojos atravesaron el cielo rojizo sin nubes, como hacía con Juan para recobrar el aliento después de recorrer la playa a la carrera. Leonardo le preguntó intrigado por la postura que había adoptado.
—¿Qué haces?
—Nada especial. Cuando era una cría descansábamos así después de hacer carreras por la playa con mi hermano y mis amigos. No sé, cuando estoy bien, como ahora contigo, me acuerdo de Galicia. No lo puedo evitar —contestó sin dejar de mirar al cielo.
—Tienes suerte de tener recuerdos. Yo tengo pocos, y no son buenos —comentó el muchacho, apesadumbrado.
—Por favor, Leonardo, no te vuelvas a poner triste —rogó Violeta con voz mimosa—. Algún día me tendrás que contar tu vida, te sentirás mejor.
—Si seguimos hablando ahuyentaremos a las tortugas. Chisss, ¡cállate!
—Pero al menos dime una cosa: ¿eres feliz cuando estás conmigo?
Por toda respuesta, Leonardo se colocó encima de ella, acarició su pelo mojado por el sudor y la penetró suavemente. Mientras hacían el amor se oyó un sonido de arrastre lento y pesado: eran las tortugas que se acercaban confiadas a la playa para comenzar el ciclo de la vida.
Llevaban una semana de viaje recorriendo esa parte de la costa del Pacífico, la más cercana al Valle del Cauca, y Leonardo pensó que como final de viaje antes de regresar a los Bosques de Niebla, Violeta debía conocer una playa que a él le había gustado mucho cuando se la enseñaron: la de Guachalito. Era una playa larga y limpia, de aguas transparentes y tranquilas. Decorada de orquídeas y platanillos en abundancia, estaba prácticamente invadida por la jungla. Entre tanta exuberancia se encontraban champiñones como platos que crecían en los árboles, y las palmeras cocoteras se mecían dócilmente sobre la arena gris. Allí se bañaron de nuevo, corrieron y jugaron como jóvenes cachalotes revolcándose en la arena, hasta que sus cuerpos asemejaban esculturas de barro. Se miraron, rieron y se lanzaron al agua para limpiarse. Eran completamente felices.
De regreso a las montañas del Cauca les embargó una sensación de plenitud. Violeta pudo saciar su necesidad de ver, oler, sentir el mar y los paisajes increíbles que lo rodeaban en ese punto del universo. También había colmado la atracción irresistible que le provocaba Leonardo, y que no se atrevía a satisfacer en el poblado ante las miradas curiosas de los demás. Era consciente de que, pese a sus hechuras de hombre, Leonardo era un muchacho todavía, y ella una mujer de veinticuatro años. No quería que en la aldea la juzgaran como una seductora de jóvenes indígenas. Lo que ignoraba todavía era que la sociedad yanacona era mucho más abierta y permisiva que la suya. En cuestiones relacionadas con el sexo y el amor, los indígenas no solían poner límites ni barreras y eran más libres que en el llamado mundo civilizado. Incluso había tribus donde los hermanos practicaban el sexo entre ellos y desconocían el significado de la palabra «incesto». Pero Leonardo, aunque se había criado buena parte de su corta vida en este ambiente permisivo, procedía de una cultura distinta que le hacía debatirse constantemente en un dilema moral, aun sin ser consciente de ello.
Para un joven de diecinueve años resultaba difícil encauzar el cúmulo de sentimientos que representaba Violeta. No olvidaba que era la sobrina del patrón, que era su hermana, que seguramente representaba lo más preciado y querido por Odilo Saramago y que sentía un incontenible deseo hacia ella. En esos días de convivencia se dio cuenta de que estaba perdidamente enamorado de ella, y de que ya no tenían sentido sus planes iniciales de vengarse de Odilo Saramago a través de su hija. Cuando supo quién era Violeta pensó en contarle el secreto que les unía para desenmascarar a su padre y volcar así todo su odio, pero al conocerla fue incapaz de hacerlo. Le pudo más el amor que le profesaba y no quiso perderla. Así que optó por abandonarse a sus sentimientos y gozar de la felicidad que encontraba en ella.
La divulgación del pensamiento de Quintín Lame surtió efecto y los adictos a su causa no cesaban de aumentar. Su libro se extendió por las tribus y aldeas de los Bosques de Niebla y su liderazgo se fortaleció. Ahora que Violeta había regresado, quiso que le ayudase también a difundir en el exterior sus reivindicaciones. «Tenemos que convencer a los otros para que aprendan a respetarnos. Vamos a luchar con sus mismas armas», le explicó para convencerla.
Violeta le ayudó a dar forma a sus palabras para resumir su pensamiento en textos en los que Quintín Lame exponía la delicada situación de los pueblos indígenas al borde del exterminio, con el objetivo de que cesaran las apropiaciones ilegales de sus tierras, los saqueos y la explotación de los indios que trabajaban como jornaleros en las plantaciones. Violeta sugirió distribuirlos por el Valle del Cauca y esperar la reacción de los dueños de las plantaciones y las compañías norteamericanas, que como una mancha de aceite silenciosa extendían su poder e influencia por las regiones con más recursos de Colombia. Incluso se ofreció a bajar al valle, visitar la hacienda e investigar cómo estaba la situación.
—Nadie mejor que yo para eso, Manuel. Pasaré mucho más inadvertida que cualquiera de vosotros. Mi familia no sabe dónde he estado todo este tiempo. Se creen que ando por Bogotá —dijo persuasiva.
A Quintín Lame no le satisfizo la idea.
—Puede ser peligroso. No me gusta que una mujer se arriesgue tanto. Eso es cosa de hombres —respondió.
Violeta hizo como si no hubiera oído el comentario. Quintín Lame era un gran hombre, pero en su fuero interno seguía pensando que las mujeres debían estar protegidas por los hombres y no podían ocuparse de ciertas cosas.
—Puedo aprovechar el viaje y llegar hasta Cali para que se impriman estos escritos. —Se le ocurrió sobre la marcha, porque cada vez estaba más ansiosa por enterarse qué estaba pasando en la hacienda.
—Bien, pero avisaremos primero a Dionisio para que te acompañe hasta el valle —decidió Manuel.
A Violeta le pareció razonable.
Había pasado ya un año desde que abandonara la finca, y necesitaba saber si habían llegado cartas de su padre, ya que la dirección de la hacienda era el único lugar donde podían llegar noticias de su familia. Supuso que su tío las guardaba a la espera de que ella diera señales de vida. No obstante, había un problema menor, pero problema al fin y al cabo: no podía presentarse en la hacienda ni en la ciudad de Cali vestida como una india, por más «mujer dorada» que fuese. Se descubriría de dónde venía, y eso de momento no le interesaba. Para solucionarlo mandó un mensaje a Dionisio: cuando subiera a las montañas debía traerle un vestido adecuado para la ocasión. Todavía guardaba sus viejos botines y unas medias en su mochila. Afortunadamente era verano y no necesitaba mucha ropa.
Leonardo subía cada noche para dormir junto a Violeta. Cuando le informó de sus planes, se alteró. Le pareció una idea arriesgada y, sobre todo, temió que al llegar al valle se quedara allí y no regresara nunca a los Bosques de Niebla.
—Tu tío es una mala persona. ¿No has pensado que puede tomarte como rehén y obligar a Quintín Lame a rendirse? —le advirtió.
—Leonardo, mi tío no sabe dónde estoy. Si lo supiera ya me hubiera llegado alguna noticia en todos estos meses de ausencia. Además, yo no voy de mensajera de Quintín Lame, mi cometido es otro.
—¿Cuál? —preguntó inquieto el muchacho.
Ella suspiró al comprobar la ingenuidad de Leonardo. Él debería saber que lo que planearan, hablaran o determinaran Quintín Lame y ella era asunto confidencial, no podía saberlo nadie más. Solo así se mantendría la operación a salvo.
—No te lo puedo decir, lo siento. Pero no te preocupes. Sé lo que hago —se excusó.
—Entonces, ya no volverás… —dijo el chico, triste, sin atreverse a mirarla.
—Pero ¿qué tontería estás diciendo? ¡Claro que volveré! Recuerda que soy la maestra de dos escuelas, y todavía hay mucho trabajo por hacer —contestó Violeta, y acarició su espalda con ternura.
Pero Leonardo había caído en uno de sus pozos de silencio. Se incorporó de la cama, se vistió y, sin volverse, salió de la escuela. Se alejó por el bosque envuelto en la niebla convencido de que Violeta le iba a abandonar. Violeta no lo llamó, no intentó retenerlo. Estaba muy cansada tras una dura jornada de trabajo en las escuelas y después de ultimar los detalles de su misión con Quintín Lame. Solo quería dormir, y casi agradeció poder hacerlo sola. Antes de caer rendida por el sueño pensó que Leonardo reaccionaba, a veces, como un crío inmaduro, desconfiado y vulnerable.
Llegó el día de partir y Violeta se encontró un poco extraña vestida otra vez de señorita, con faldas, botines de piel y medias. Se recogió la melena en la nuca y se pintó los labios con un carmín que le trajo Dionisio de parte de su mujer. Dionisio la acompañó a caballo hasta los lindes de la plantación por senderos que solo conocían los indios de las montañas. Desde allí llegaron al poblado donde dejaron los caballos. No convenía dejar pistas. A medida que Violeta se acercaba a pie a la finca, el corazón le latía más deprisa. No estaba muy segura de tener respuestas para todas las previsibles preguntas de su tío después de abandonarle, pero tenía que intentarlo. Atravesó las interminables filas de plantas de café hasta divisar la finca. «Sigue tan bonita como siempre», pensó al contemplar el amarillo, verde, rojo y azul de las fachadas, con sus flores colgadas en los balcones. Llevaba bien amarrado un bolso antiguo y viejo —demasiado viejo para el simulacro— que también le había traído Dionisio, donde llevaba envueltos en un pañuelo los textos que pretendía encargar en una imprenta de Cali. Un chiquillo negro la reconoció al verla atravesar la plantación y corrió como una bala hacia la hacienda para avisar al señor que la señorita Violeta había regresado.
—¡La señorita Violeta ha llegado! ¡La señorita Violeta está aquí!
Al oír los gritos del chaval, Eliodoro salió al pórtico de la mansión con el habano entre los labios, oteando el horizonte. Tras él, Elvira Zárate de Saramago con gesto de desagrado y sorpresa murmuró:
—Qué se le habrá perdido aquí. Nada bueno, seguro.
Violeta atisbó sus siluetas y se llenó de coraje para enfrentar la situación. «¿Me habrá perdonado el modo en que me marché sin despedirme? ¿Sabrá que he estado en las montañas con los indígenas? ¿Me echará de casa nada más verme?», pensaba. De su tía, claro está, no esperaba nada. Nunca congeniaron, y sabía que siempre la había visto como a una extraña, como una usurpadora del papel que sus hijos eran incapaces de representar. Pero a su tío Eliodoro le seguía teniendo afecto a pesar de comportarse como un negrero con los trabajadores. Sus cartas iluminaron y acompañaron su infancia, y eso era difícil de olvidar. Esperó no equivocarse con el recibimiento.
—¡La hija pródiga ha vuelto! Tienes buen aspecto, querida. Dame un abrazo. —Y abrió sus brazos para acoger el esbelto cuerpo de su sobrina.
Violeta suspiró aliviada y se dejó mecer por el corpachón de su tío, que, al igual que cuando había llegado tres años atrás al puerto de Barranquilla, la apretó hasta dejarla sin respiración en señal de bienvenida. Doña Elvira esbozó un amago de sonrisa de compromiso y la volvió a inspeccionar de arriba abajo, deteniéndose en el bolso demasiado grande y viejo para una señorita que, al parecer, venía de Bogotá.
—Gracias por recibirme de nuevo. Aunque no me despedí formalmente la noche en que me marché, ya le había contado mis intenciones. No quise hacerlo más doloroso —dijo Violeta agradecida.
—¿Y tus maletas? ¿No traes equipaje esta vez? —preguntó intrigada doña Elvira.
—No, tía. No vengo para quedarme. Estaré aquí hasta mañana, que debo ir a Cali. Es solo una visita que hago a la familia.
—De eso nada. ¡Cómo que de visita! Una Saramago nunca está de visita. Esta es tu casa. Anda, entremos que tengo tres cartas de tu padre. Está enormemente preocupado, y con razón, Violeta. No se puede desaparecer así de un día para otro —le reprochó su tío.
Era lo que más deseaba hacer: leer las cartas de su padre en la intimidad de su antigua habitación. Pero todavía no había llegado el momento.
—Bueno, señorita, pasemos al despacho. Me tienes que contar muchas cosas, supongo.
Mientras cruzaban el salón con sus hermosos muebles coloniales y su intensa luz tamizada por las cortinas, Violeta trató de preparar una respuesta coherente para su tío. Le contó una historia sobre la muchacha gallega que había conocido en el barco, con la que había estado viviendo hasta entonces, que iba a cambiarse de domicilio, y por esa razón no tenía todavía una dirección que darle. Prometió que en cuanto tuviera acomodo en Bogotá le escribiría notificándole su paradero. Le explicó lo primero que se le ocurrió: que tenía intención de estudiar leyes en Bogotá, y que se había ido muy enfadada por todo lo sucedido en las huelgas de los cafetales.
—Estoy bien, tío Eliodoro —añadió—. No debe preocuparse por mí. Además, comprenderá que no voy a pasarme la vida encerrada en las plantaciones. Colombia es un país que merece la pena descubrir y tengo intención de hacerlo —explicó convencida.
—Bien. Lo pasado, pasado está. Las cosas han cambiado un poco en la hacienda. Ya te contaré con calma durante la cena —dijo sin entrar en detalles.
Eliodoro Saramago le entregó las cartas de su padre, y le confirmó que eran la respuesta al cable que ella le había pedido que le enviara a su hermano cuando decidió abandonar la hacienda tras los disturbios de los cafetales. También le reprochó haber desaparecido durante un año teniendo en vilo a toda su familia en Galicia y a él mismo, que al fin y al cabo era responsable de su seguridad.
—Ah, y sigues teniendo tu habitación preparada. Tal y como la dejaste —le comunicó antes de salir del despacho.
Violeta las cogió con ansiedad y advirtió que no habían sido abiertas. «Todo un detalle por su parte», pensó y se retiró rápidamente a su habitación. Estaba deseando ver la letra de su padre.
En el salón, doña Elvira Zárate abordó a su marido para hacerle una serie de observaciones sobre la visita de Violeta.
—¿Te has fijado? Esa muchacha viene muy bronceada para vivir en Bogotá. Y su aspecto deja mucho que desear. Ese vestido, ese bolso… No viste como una señorita y está más delgada. ¿No te has dado cuenta? Yo creo que nos engaña. A saber dónde ha estado y con quién se junta.
—Tú siempre pensando bien de todo el mundo —le contestó él en tono irónico—. Más te valdría pensar en lo inútiles que son tus hijos, y los mantengo. Violeta ya es toda una mujer y quiere ser independiente. ¿Tan difícil de entender es eso?
—Bueno, si se va pronto, mejor. Así no seremos responsables de lo que haga estando fuera de esta casa. ¿Ya no te acuerdas de las cosas que te dijo, de cómo te trató? A tus hijos no les hubieras permitido que te levantaran la voz. En fin, sigo pensando que anda metida en líos. No hay más que verla…
Tras leer las cartas en su habitación, Violeta admiró de nuevo los pequeños detalles que la hacían tan acogedora: la cama mullida con el cabecero de barrotes dorados, la colcha de colores suaves, los cojines bordados con hermosas filigranas, el balcón por el que se filtraba una luz atenuada y cálida, el escritorio de madera noble sobre el que estaba ahora inclinada releyendo una y otra vez las cartas de su querido padre. La alcoba olía a flores y a limpio. «Es un lugar donde se está bien. Un lugar para quedarse», meditó por un instante al compararla con su humilde cuarto en la selva andina.
Odilo Saramago le expresaba su gran preocupación por haber abandonado ella la hacienda y la casa de Eliodoro. Le rogaba e insistía en que, estuviera donde estuviese, escribiera y les contara lo que había pasado, porque solo tenían la versión de su hermano, que naturalmente había continuado su correspondencia con Odilo. Solo al final de la tercera carta aparecían las frases que tanto esperaba leer:
De todas formas, hija mía, si te has marchado de allí sé que tendrás tus motivos, que incluso puedo llegar a imaginarme. No obstante, ten mucho cuidado allí donde estés. Colombia es un país peligroso y no queremos que te pase nada malo. Creo que te mueve la juventud y tu generosidad para con los más débiles; pero, por favor, Violeta, no rompas el vínculo familiar con tu tío Eliodoro, por si algún día lo necesitas; nosotros estamos demasiado lejos para ayudarte. Solo podemos hacerlo con palabras y con nuestro inmenso cariño y confianza en ti.
Se le enrojecieron los ojos de lágrimas al recordar a su amado padre y comprobar su sufrimiento por no saber nada de ella durante tanto tiempo.
Antes de bajar al comedor para la cena escribió una larga carta a sus padres y hermano, para tranquilizarlos. En cuanto llegara a Cali la franquearía en la oficina de Correos. Contaba la verdad, aunque rogaba a su padre que de momento no desvelara su paradero al tío Eliodoro. Violeta había llegado a la conclusión de que sus padres estarían más inquietos sin noticias suyas que si les confesaba la realidad. Y así lo hizo, explicando que vivía en los Bosques de Niebla de los Andes, donde trabajaba como maestra enseñando a los pequeños indígenas a leer y escribir. Y que abrazaba la causa indigenista frente a los abusos —no los detallaba para no preocuparlos más— del Gobierno, la Iglesia, las autoridades locales y los terratenientes. Esperaba que Odilo estuviera orgulloso de ella cuando supiera en qué andaba. Se sintió mucho mejor después de escribir la carta y meterla en el bolso junto con los escritos de Quintín Lame para la civilización. Acto seguido, se arregló frente al espejo del pequeño lavamanos de su habitación y bajó al comedor dispuesta a obtener una buena información para la causa.
Por suerte, Diego y Simón no estaban en la finca. Su padre los tenía ocupados en Puerto Buenaventura cargando el grano en el barco que exportaba el café a América del Norte. Desde la marcha de Violeta no había tenido más remedio que ponerlos a trabajar a su lado, eso sí, bajo un severo control. Violeta se encontraba animada y, antes de que doña Elvira desplegara su batería de preguntas, abrió fuego de forma directa.
—Y ¿qué ha sido de su amigo norteamericano? ¿Sigue por aquí? —Fue la primera pregunta.
—Hace ya unos meses que la United lo destinó al departamento del Magdalena, en la región del Caribe. Ahora se dedica a la producción bananera, que como sabes es la base de la floreciente economía de la zona. Nos vemos una vez al mes en Bogotá si coincidimos por negocios —contestó Eliodoro, un poco obligado.
—Ya me imagino. Cambia de rumbo para explotar otra zona rica del país. Yo pensé que después de lo ocurrido aquí habría desaparecido del mapa, pero por lo visto sigue expoliando Colombia con vuestro beneplácito —respondió valiente Violeta, buscando provocar a su tío para sonsacarle más información.
Sin dar tiempo a que respondiera su marido, doña Elvira, presa de un acaloramiento que se le notaba incluso en el tono colorado de su cara, intervino indignada:
—Mr. Thomas Foster es todo un caballero, y en esta casa se le debe mucho; porque si la plantación continúa es gracias a su ayuda en momentos de enorme dificultad. Hombres emprendedores como él son los que necesita este país, no los vagos y anticuados indígenas que solo quieren seguir viviendo como salvajes sin producir, sin desarrollarse y evitando que Colombia entre por derecho propio en el siglo veinte.
Violeta no podía creerse que su tía estuviera defendiendo a un hombre que había llamado al Ejército para que disparara contra los huelguistas, y que había sido el gran urdidor de la Masacre de los Cafetales. Le dieron ganas de levantarse y marcharse de nuevo, pero se contuvo porque estaba allí con una misión y debía controlarse ante «esa vaca ignorante y presuntuosa».
—Sería más oportuno que cambiáramos de tema, ¿no les parece a las señoras? —terció Eliodoro, conciliador.
Continuaron la conversación en un tono más apaciguado, y Violeta averiguó que casi toda la recolección de la hacienda se exportaba ahora a Estados Unidos y que como jornaleros apenas contrataban a campesinos indígenas de la zona, sino a africanos que trabajaban prácticamente por techo y comida. También preguntó a su tío si sabía dónde estaba Dionisio desde que se marchara de la hacienda.
—Pues no sé nada de él, ni me importa. Es un alma sensible, como tú, que desde las huelgas no pudo aguantar la presión y se fue. Creo que sigue viviendo en el poblado y trabaja en lo que sale para dar de comer a sus hijos. Una pena, era un buen capataz —dijo Eliodoro.
A Violeta la tranquilizó saber que también ignoraba que Dionisio trabajaba para la causa de Quintín Lame.
Eliodoro alabó la intención de su sobrina de dedicarse al estudio de las leyes colombianas. Y llegados a ese punto, y de forma casual, la joven obtuvo una información muy útil para Quintín Lame.
—Con el tiempo deberías dedicarte a la política, Violeta. Creo que vales para ello: tienes coraje, preparación y vocación de servicio. Además, por lo que se oye en los círculos de Bogotá, están abriendo mucho la mano y la Asamblea Nacional Constituyente quiere aires de renovación y de representación de distintos grupos sociales. Incluso hablan de dar entrada a delegados indígenas. Me gustaría que una Saramago llegara al Congreso. ¡Una mujer! Y una mujer de armas tomar… —Y rio su propio comentario.
—Ni se me ocurriría entrar en la política. Mis deseos van encaminados hacia otros horizontes —contestó Violeta.
—¿Y se puede saber qué horizontes son esos? —Volvió a la carga doña Elvira.
—Sí, claro, cómo no. Me gusta la enseñanza. Recuerde, tía, que yo era maestra en Galicia. Me parece algo muy loable transmitir los conocimientos propios a los demás. Es una hermosa tarea.
—Querida sobrina, tú te puedes dedicar a lo que quieras. Pero insisto: creo que la política se pierde a todo un personaje —insistió Eliodoro.
De esta conversación Violeta sacó en claro que podría ser el momento oportuno para que Quintín Lame se postulase a la Asamblea Nacional. Recordaba que cuando llegó a las montañas le escuchó hablar de que abrigaba ese sueño. «Seguro que se convertiría en representante de las comunidades indígenas. Se lo tengo que contar en cuanto regrese a las montañas», se dijo satisfecha.
Terminada la cena, hablaron de su visita a la ciudad de Cali y Violeta logró disuadir a su tío de que la acompañara.
—La mayor parte del tiempo la voy a dedicar a recorrer tiendas de ropa, porque quiero renovar mi vestuario, y mi amiga de Bogotá me ha dicho que allí está todo mucho más barato —comentó rápida Violeta, para añadir a continuación—: Seguro que te aburrirías, tío.
Ante ese comentario, Eliodoro desistió de acompañarla, mientras que su esposa pensó que buena falta le hacía hacerse con un vestuario más acorde con su posición, porque iba vestida igual que una campesina en domingo.
Violeta en esta ocasión embarcó en uno de los buques a vapor que navegaban por el río Cauca para llegar a su destino. Cali era una ciudad interior dura y abrasadora, con pasión por la vida. Solo se disipaba el calor del día por las noches, cuando llegaba la fresca brisa de la montaña. Era entonces cuando sus habitantes parecían salir del sopor y revivían en multitud de lugares dedicados a la música. La ciudad entera se movía a ritmo de salsa cuando llegaba la noche, sin importar el barrio de procedencia. Al caminar por sus calles, Violeta apreció el rico legado afrocolombiano de etnias y razas. Cuando la había visitado de pasada con el mulato Dionisio no se había fijado tanto en sus gentes. En ningún otro rincón del país resultaba tan evidente la diversidad y armonía racial de Colombia. Hacía tiempo había leído que a lo largo de los siglos los españoles enviaron a miles de esclavos africanos para que trabajaran en las plantaciones de caña de azúcar y algodón del valle, y en las zonas más altas producir café y uva. Le pareció una ciudad divertida y sin pretensiones; aunque a ella, que venía de los Bosques de Niebla, todo le resultaba ruidoso y extravagante. Lo primero que hizo al llegar fue acercarse a una oficina de correos y telégrafos para enviar la carta a su padre. Solo con eso dio por bien empleado el haber bajado de las montañas. Ahora tenía que preguntar por una imprenta para encargar copias de los textos de Quintín Lame. En un pequeño café donde hizo un alto para descansar un poco le indicaron que, si el trabajo no era extenso, lo mejor sería que se acercara al edificio del periódico local El Caleño, donde podrían imprimirle lo que necesitaba. No había pensado en esa posibilidad y le pareció una excelente idea.
El periódico local era en realidad un semanario que constaba de cuatro páginas enormes, «sábanas» llamaban a este formato, y su sede estaba en un modesto edificio de planta baja con un exiguo mostrador en el que no había nadie atendiendo, aunque al fondo se oía el ruido monótono de la rotativa en constante actividad. Ese sonido la tranquilizó y esperó a que alguien entrara o saliera para hacer su encargo. Sacó del bolso y del pañuelo que las envolvía las hojas manuscritas con la letra de Manuel Quintín Lame y las sujetó con precaución. Al rato apareció un hombre joven, moreno, de nariz grande de indio, poblado bigote, pelo ensortijado, espesas cejas encima de unos ojos sonrientes y una deslumbrante sonrisa enmarcada en unos labios carnosos. A Violeta le pareció el rostro más simpático que nunca había visto. Pensó que con una sonrisa tan espectacular era fácil sentirse bienvenida. Tras los saludos iniciales de cortesía, extendió sobre el mostrador los textos del líder indígena y le explicó lo que deseaba.
—Sé que esto no es una imprenta propiamente dicha, pero he pensado que en una imprenta podrían rechazarlos por considerarlos propaganda contra el Gobierno. Además —se atrevió a decirlo todo—, necesito las copias hoy mismo.
Y rezó para que la sonrisa y los dientes blancos de ese hombre tan afable no desaparecieran de inmediato.
Gabriel García Ponce pasó de la mirada admirativa hacia la joven que estaba al otro lado del pequeño mostrador a la atenta revisión de unos textos firmados por un tal Quintín Lame. Apoyó las manos a ambos extremos del mostrador y preguntó asombrado:
—¿Esta es la firma de Manuel Quintín Lame? ¿El líder indígena del Valle del Cauca?
—Sí.
—¿Cuántas copias necesita?
—No sé. —Dudó Violeta, porque ese detalle Manuel lo había dejado a su elección—. Con cien será suficiente, de momento.
—Señorita, estos textos son una bomba. Ha hecho bien en no intentarlo en la imprenta, allí los hubieran censurado o requisado. Mire, le voy a sugerir algo mejor: vamos a publicarlos en el semanario con todo alarde editorial, será una gran exclusiva: «Quintín Lame se dirige a la nación por primera vez». ¿Qué le parece? —propuso entusiasmado el periodista, que ya se imaginaba los grandes titulares.
Violeta se sintió desbordada por la iniciativa del joven, pero en la selva había aprendido a ser precavida, y además tenía que cumplir las órdenes de Quintín Lame, que se reducían a tener copias suficientes para repartir en determinados núcleos indígenas, plantaciones, jornaleros y haciendas.
—Se lo agradezco mucho, señor, pero no estoy autorizada a que estos textos se publiquen en un periódico. Quizá sea demasiado pronto para eso. Le agradecería mucho si pudieran hacer las cien copias y pasaría luego a recogerlas. Pagando lo que se deba, por supuesto —consiguió articular, porque en el fondo y si por ella fuera hubiera aceptado la brillante propuesta del periodista, que no era otra cosa que lo que pretendía Quintín Lame: «La difusión en el exterior de nuestras reivindicaciones». Pero no se atrevió a hacerlo sin consultarlo con Manuel.
El joven periodista no se rindió y defendió con elocuencia su propuesta tratando de convencer a Violeta. Hasta que ella, paseando su mirada envolvente por el local, le preguntó muy atinadamente.
—¿Qué tiraje tiene su periódico local? ¿Se distribuye únicamente en Cali?
—Entiendo su preocupación, señorita. Somos un pequeño periódico local que no va más allá de Cali. Eso es verdad, pero el impacto sería espectacular —replicó Gabriel, resignado.
Al ver que a ella no le convencían sus dotes persuasivas y consciente del valor del material que tenía en sus manos, claudicó y accedió a realizar su encargo.
—Lo he intentado, pero es usted dura de pelar —suspiró Gabriel y recuperó la sonrisa luminosa y afable—. Imprimir las cien copias llevará su tiempo. Habrá que esperar a la madrugada para hacerlo, cuando el periódico se haya impreso y las máquinas estén paradas. Me tocará convencer a algún aprendiz de que me ayude en la tarea. Podría venir a recogerlos mañana a primera hora.
El rostro de Violeta se entristeció, consciente de que le estaba pidiendo demasiado a ese amable hombre, pero no podía esperar a mañana. Al día siguiente tenía que estar ya en la aldea. Quintín Lame la esperaba.
—Lo siento. Sé que es mucho pedir, pero me resulta imposible esperar a mañana. No vivo en Cali, y tengo que viajar a los Bosques de Niebla para entregar el encargo —dijo, bajando la mirada.
—Pues entonces, haremos una cosa. Como de todas formas hay que esperar a la madrugada para imprimirlos, tómese el día libre y al atardecer se viene por acá, la invito a cenar y a descubrir los locales musicales de esta ciudad que nunca duerme. Es un buen plan. Píenselo —dijo el periodista, inasequible al desaliento.
Violeta salió de El Caleño contenta. Ese tal Gabriel García Ponce le había causado buena impresión y parecía inclinado a defender los intereses de los indígenas colombianos. Y, lo más importante, se fiaba de él. Al fin y al cabo, le había entregado el pensamiento de Quintín Lame. Reconoció que había sudado lo suyo ahí dentro, y a punto había estado de decirle que adelante, que publicaran en el periódico los textos, pero ahora creía que había obrado bien. Siempre podrían hacerlo más tarde con autorización del líder indígena.
Aprovechó el resto del día, asfixiante a esas horas de la tarde, para darse una vuelta por el centro, mirar tiendas y comprarse algo bonito para la cita de la noche. Le gustaba la sensación de verse de nuevo en la civilización, con los retos del progreso al alcance de la mano, y con la perspectiva de la agradable compañía de un hombre no mucho mayor que ella, apuesto, con el que se podía hablar de cualquier tema, y con una profesión que le parecía uno de los oficios más hermosos del mundo. «Un contacto excelente que podremos utilizar para la causa», pensó también con el sentido práctico que la caracterizaba. Y, todo hay que decirlo, con la firme intención de practicar el juego de la seducción con un hombre con el que podía batirse intelectualmente. Por un instante se le apareció la imagen de Leonardo, su hermoso rostro mestizo, y le volvieron los deseos de amarlo, pero la cita para la que se preparaba era distinta. Tenía que ver más con el galanteo entre dos culturas parecidas que con el deseo o la atracción sexual que sentía por el muchacho.
Miró el dinero que le restaba después de descontar el importe que calculaba le podían cobrar por los folletos, y se permitió el lujo de entrar en una tienda regentada por orientales, donde eligió una falda larga ajustada a las caderas que se ensanchaba a medida que bajaba hasta los tobillos, de color crudo, y se encaprichó de una blusa de estilo japonés abotonada en diagonal, de cuello alto y cerrado y con mangas que solo cubrían el comienzo de los hombros, de fondo negro y flores exóticas bordadas en diversos colores. Estaba preciosa y con un toque de sofisticación muy moderno. También compró —no lo pudo evitar— un saquito de terciopelo granate que se cerraba anudado por un cordel dorado, y lo metió en el bolsón junto con el resto de las ropas que se había quitado para cambiarse.
Caminó por las calles de Cali orgullosa de su aspecto. Hacía tiempo que no se miraba en un espejo de cuerpo entero y se vio hermosa. Los hombres volvían la cabeza cuando se cruzaban con ella, y las mujeres también porque la encontraban extraña, quizá porque no iba a la moda. Violeta iba a su aire.
Al atardecer se acercó a El Caleño para recoger a Gabriel García Ponce, que justo salía del cuarto de máquinas donde se estaban componiendo las galeradas del semanario cuando ella entró.
—Si me da unos minutos termino una corrección y enseguida estaré libre —le dijo desde la puerta entreabierta del fondo. El periodista se percató del cambio de vestuario de la joven y de lo guapa y elegante que iba. No se creía la suerte que tenía: le había llegado un documento excepcional de manos de una mujer hermosa, «con la que voy a cenar y rumbear ahorita mismo», pensó alegre.
Cuando Violeta lo vio salir a su encuentro le rogó que le guardara el bolso grande en el local mientras iban a cenar por ahí. Por fin se sintió liberada de aquel complemento anticuado y viejo, que después le sería muy útil para cargar con los papeles, y lucir con coquetería femenina el saquito de terciopelo comprado para la ocasión.
—¡Está usted deslumbrante, Violeta! ¡Qué suerte tengo de acompañarla! Le enseñaré algunos locales de la ciudad —exclamó entusiasmado Gabriel.
—Yo sí que estoy agradecida por su ayuda y sus atenciones —respondió ella.
Se encaminaron hacia una casa de comidas del centro de Cali, un pequeño local llevado por una familia. Allí pidieron tamales, sancocho y empanadas. Violeta, acostumbrada a las arepas que todos los días comía en la selva, también quiso probarlas allí. Estaban buenísimas. Se chupó literalmente los dedos con el tamal que le sirvieron, deliciosamente preparado: envuelto en hojas de plátano, con masa de harina de maíz, relleno de arroz, pollo y verduras.
—Es el mejor tamal que he comido desde que estoy en Colombia —comentó hambrienta y casi con la boca llena.
Gabriel disfrutaba viendo el apetito de Violeta y la dejaba saciarse con todos los platos dispuestos sobre la mesa.
Estaba ansioso por hacerle preguntas sobre quién era, si era una mensajera —como parecía— de Quintín Lame, cómo se habían conocido y en qué situación se encontraba el movimiento indígena del Valle del Cauca. Ardía en deseos de conocer la historia de esta sorprendente mujer, a todas luces extranjera, y saber qué se le había perdido en Colombia ayudando a los insurgentes indios. Sobre todo, quería que le contara cómo era Quintín Lame. Ese personaje que ya empezaba a ser una leyenda en los ámbitos urbanos. Pero esperó pacientemente el momento adecuado, mientras la contemplaba comer embelesado por su naturalidad y belleza.
—Hacía tiempo que no comía tan bien. ¡Qué felicidad! —dijo Violeta una vez saciada y satisfecha.
Los dos rieron el comentario. A continuación contestó las preguntas de Gabriel con tranquilidad y confianza. Con ese hombre le pasaba lo mismo que con el mulato Dionisio: podía confiar en su palabra y su honestidad, aunque fuera un periodista. Gabriel le había jurado que no usaría el material que le había dejado para hacer copias, y que no publicaría nada hasta que le llegara un aviso con la autorización expresa de Quintín Lame. Ese fue el acuerdo, y ella supo que él lo respetaría. En resumen, le contó la historia de su vida: el salto a ultramar para conocer Colombia, sus años en la plantación, la brutal represión de las huelgas en los cafetales, la huida a las montañas y su trabajo al lado de Quintín Lame, que la acogió como a una hija y al que ayudaba en la recuperación de los derechos de su pueblo. Se encontraba estupendamente contando su recorrido vital a aquel desconocido de simpático rostro y sonrisa cautivadora, que iba tirándole del hilo con maestría profesional mientras se mostraba hipnotizado con su historia.
—O sea, que es usted española, y todo empezó, por lo que me cuenta, con la fascinación que le producían siendo niña las cartas de su tío Eliodoro desde Colombia. Es increíble el poder de las palabras escritas y la huella que dejan —reflexionó Gabriel a modo de resumen.
—Así debe de ser… Pero eso usted lo sabrá mejor, que se gana la vida escribiendo —le contestó Violeta sonriendo.
—Cierto. Escribir es como una droga. Cuando no escribo, me muero; y cuando lo hago, también —explicó García Ponce resumidamente los desasosiegos por los que pasaba el escritor en su acto creativo. Empezaba a abrirse ante el interés que mostraba ella.
Salieron del pequeño restaurante cuando las calles comenzaban a animarse con gente que se sacudía el agobiante calor del día para vivir la noche y el lenguaje común de la música. Violeta estaba fascinada con la vitalidad nocturna de esa ciudad tan cercana al Valle del Cauca, a la que apenas conocía. Entraron en un local abierto a la calle donde sonaba una salsa cautivadora y sensual. Pidieron algo de beber.
—La noche es larga, Violeta. Hay que beber y bailar —dijo Gabriel, ofreciéndole asiento en unos taburetes de madera arrimados a la puerta, desde donde veían cómo las parejas se movían con un ritmo envidiable.
Bebieron chicha, la cerveza de maíz fermentada con la que se embriagaba todo el mundo en Colombia.
—Bueno, pues me parece que ya he hablado demasiado, y aún no sé nada de usted. Creo que ahora le toca desvelar un poco el misterio que le rodea, Gabriel —dijo Violeta mientras se quitaba con gesto coqueto los prendedores que sujetaban su pelo en un moño y soltaba su espléndida melena de color oro viejo, que cayó sobre sus hombros.
Gabriel se quedó un instante mudo, turbado por la imagen de la joven con el pelo suelto. Se recompuso como pudo, y comenzó a hablar de su pasión por la escritura y de su gusto por la música. Una pasión que cultivaba desde hacía años con relatos que escribía y guardaba para cuando se decidiera a enseñarlos. Mientras tanto, daba rienda suelta a su excelente pluma escribiendo para periódicos locales historias reales, no inventadas. Evidenciando el amor a su oficio, explicó que la realidad siempre superaba la ficción más increíble que uno se inventara.
—Sobre todo en un país tan intenso y de tan marcados contrastes como el nuestro. —Se sinceró con la joven, y le confesó que estaba escribiendo, a ratos sueltos, robando el tiempo aquí y allá, un libro que podría titularse El huracán, aunque aún no estaba seguro.
Y, animado por el interés de la joven, prosiguió con sus confidencias literarias.
—Escribo para que me quieran más. Creo que es una de las aspiraciones fundamentales de cualquier escritor —dijo, y se atrevió a acariciar la mano de Violeta. Se le veía entusiasmado con su proyecto literario.
La joven gallega lo escuchaba hablar y sentía una profunda admiración por aquel hombre. Todo en él rezumaba vitalidad y fuerza: su modo de mirar, de expresarse, de escuchar, de comer, de beber, de vivir. Estaba convencida de que dentro de unos años Gabriel sería un escritor importante.
Pasearon, descansaron en cafés, conversaron insaciables queriendo saber más el uno del otro, bailaron mezclados con el gentío salsero de Cali, y tuvieron que percatarse de la hora que era para reaccionar y correr hacia el local del periódico para imprimir durante el resto de la noche los textos de Quintín Lame.
Gabriel la hizo pasar a un pequeño gabinete y le señaló un tresillo destartalado donde podría descabezar un sueño. Él desapareció en el cuarto de máquinas junto con el aprendiz para poner en funcionamiento la rotativa. Violeta se durmió arrullada por el sonido rítmico de la linotipia, que le recordaba al traqueteo sedante de un tren.
Al cabo de unas horas apareció Gabriel en el gabinete con su blanca guayabera cubana totalmente sudada, pegada al cuerpo, y despertó a Violeta con mimo, ya que yacía en una postura incómoda pero profundamente dormida. Para que reaccionara le pasó por la nariz las hojas recién cortadas y con olor a tinta húmeda todavía, a fin de que se percatase de la realidad.
—¡Dios mío!, Gabriel, ya están copiadas. ¡Qué maravilla! —exclamó Violeta, abriendo los ojos y desentumeciéndose por la postura forzada que había tenido que adoptar en el tresillo para poder conciliar el sueño.
—Aquí están. El papel recién impreso huele a gloria bendita. Dígale a Quintín Lame que ha sido un placer realizar su encargo. Y que si me necesita, ya sabe su mensajera que estoy dispuesto a hacer públicos su pensamiento y sus demandas —repuso Gabriel, satisfecho del trabajo realizado para la causa.
No aceptó el dinero que le ofreció Violeta por el trabajo, pero le dijo que le diera algo al aprendiz que le había ayudado a esas altas horas de la madrugada con las máquinas.
—No debemos hacer cómplice de nuestras pasiones al trabajador al que he sacado de la cama a horas intempestivas —dijo solidario.
Se despidieron en el local de El Caleño porque Violeta debía embarcar de nuevo en el vapor fluvial que la llevaría a las plantaciones del Cauca. No le quedaba mucho tiempo, y reconoció que le apenaba apartarse de su lado. Se fundieron en un largo abrazo y Gabriel buscó su boca para besarla con deseo. Violeta sintió el contacto suave del poblado mostacho del periodista y escritor pidiendo permiso para ir más allá.
—Te voy a mojar esa preciosa blusa que llevas. Estoy sudado —le dijo Gabriel tuteándola con naturalidad, dadas las circunstancias.
Violeta se despegó un momento de sus labios para responderle con el mismo tono cercano.
—Me encantan tu sudor y tu olor. Al menos, me llevaré algo tuyo de recuerdo.
Estaba amaneciendo cuando subió las escalerillas que conducían a los pasajeros a la segunda cubierta, donde se situaban los camarotes, el restaurante y la cabina del capitán, cargada con el pesado bolso donde llevaba su preciado botín literario y propagandístico. Plenamente consciente de que había estado a punto de darse media vuelta y correr como una loca hasta el local de El Caleño para seguir besando a ese hombre al que había empezado a amar sin darse cuenta. Agotada por las prisas y las emociones se acodó en la barandilla admirando la enorme rueda de paletas que sobresalía de la popa y empezaba a girar lentamente removiendo las aguas tranquilas del río Cauca. Ese vapor iba directo, sin paradas, hasta el último puerto fluvial del valle donde se las arreglaría para llegar hasta las plantaciones. Entonces dio rienda suelta a sus fantasías pronunciando aquel nombre una y otra vez: «Gabriel García Ponce, Gabriel García Ponce. A lo mejor algún día leo un libro suyo y me encuentro con que uno de los personajes se parece a mí». Y sintió una gran satisfacción por haberlo conocido.
Minutos después al pasar por el espacioso restaurante en dirección a su camarote vio diversos ejemplares de El Caleño sobre las mesas. Cogió algunos y los hojeó para entretenerse. En casi todos había crónicas políticas firmadas por García Ponce. Se detuvo a leer una titulada «Historia de Colombia». En ella contaba que la historia de Colombia era una historia de guerra y derramamiento de sangre, ya fuera por la crueldad de la conquista española, por la lucha por la independencia o por las cruentas guerras civiles entre conservadores y liberales que habían dividido al país en dos bloques irreconciliables. La feroz rivalidad entre ambas fuerzas tuvo siempre como consecuencia insurrecciones y guerras fratricidas que se sucedieron cíclicamente. Durante el siglo XIX Colombia sufrió hasta ocho guerras civiles. Solo entre 1863 y 1885 hubo más de cincuenta sublevaciones antigubernamentales. Hablaba en su crónica de cómo una revuelta liberal había desembocado en la reciente Guerra de los Mil Días, que concluyó con la victoria de los conservadores y un brutal saldo de cien mil víctimas. Más adelante explicaba que, recientemente, Estados Unidos se había valido de las luchas internas para alentar un movimiento secesionista en Panamá —hasta 1903, departamento colombiano—, y que con la creación de una estimulada república independiente los norteamericanos consiguieron el control para construir el ansiado canal a través del istmo central, garantizando de esta forma su conclusión y sus enormes beneficios.
«El despertar del siglo XX, firmada la paz, trajo dos efectos: un país arruinado que precipitó la separación de Panamá y la aparición de la figura del general Rafael Reyes como una esperanza para mejorar el país. Seamos optimistas, puesto que la economía ha comenzado a prosperar, sobre todo gracias al café y las infraestructuras impulsadas por Reyes en un período de paz que esperemos dure mucho tiempo. La paz es como la felicidad. Se dispone de ella solamente a plazos y se sabe lo que se tenía después de que se ha perdido», finalizaba el cronista.
Violeta leyó todas sus crónicas con avidez, y así se puso al día de la situación política en Colombia desde un punto de vista más objetivo y ecuánime que las opiniones partidistas de su tío Eliodoro o las apasionadas reclamaciones de Quintín Lame. Cogió varios ejemplares y los guardó en el viejo bolso, que ya estaba a reventar. Pensó que constituía un buen material para sus amigos indígenas y para la enseñanza en las escuelas de los Andes.
Cuando llegó a la aldea cercana a la hacienda de su tío y se encontró con Dionisio, le entregó parte de los impresos para que los repartiera entre el campesinado. Estaba cumpliendo la segunda parte del plan encomendado por Quintín Lame.
—¿Cómo ha ido todo? —preguntó Dionisio, y se extrañó de verla vestida tan elegante, aunque con la ropa un poco arrugada por el viaje, con esa blusa rara oriental y esa falda ajustada en las caderas y larga hasta los pies, con su hermoso pelo suelto.
—Bien, ha ido todo bien, Dionisio. Eliodoro parece no sospechar nada, aunque tampoco puedo poner la mano en el fuego, porque los gallegos somos muy dados a disimular lo que realmente pensamos. Pero en principio no me relaciona con las sublevaciones indígenas ni con Quintín Lame. Hablando con él he obtenido una valiosa información de cómo están las cosas en Bogotá y por aquí. Por cierto, salió tu nombre en la conversación —explicó Violeta, mirando con picardía el rostro intrigado del mulato.
—¿Y qué dijo el amo?
—Dionisio —le recriminó la muchacha—, Eliodoro ya no es tu amo. Pues me dijo que eras un buen capataz pero débil, como yo, por habernos marchado de la hacienda cuando se produjo la Masacre de los Cafetales. No sabe muy bien qué haces ahora ni a qué te dedicas. Parece que no le importa mucho; así que puedes aprovechar su falta de interés para divulgar y repartir los escritos de Quintín Lame por las plantaciones del Cauca. Pero ¡ten mucho cuidado! No te arriesgues innecesariamente. Tienes mujer y muchos hijos a los que cuidar.
—Gracias, Violeta. Lo tendré en cuenta. Ya sabrá que por aquí no contratan campesinos indígenas para la plantación ni para la recolección del café. Su tío lleva tiempo esclavizando solo a los africanos que trabajan como jornaleros por techo y comida.
—Sí, lo sé. Me lo ha contado él mismo —reconoció con tristeza.
Le habría gustado contarle que había conocido a un hombre excepcional que, además, podría ayudarlos en la divulgación de su ideario. Necesitaba hablar a alguien sobre Gabriel García Ponce, comunicar los sentimientos nuevos que había experimentado a su lado, pero se reprimió porque primero debía saberlo Quintín Lame. Prepararon los caballos para subir hasta el poblado yanacona antes de que bajara la niebla y la temperatura se instalara en los diez grados. Antes, en la casa de Dionisio, se había cambiado de ropa y vuelto a poner su desgastado vestido de campesina. En la selva no quería llamar la atención.
Quintín Lame y su grupo de notables estaban masticando hojas de coca cuando vieron llegar a Violeta con el bolso repleto de impresos. Eufórico, el líder la abrazó y la meció entre sus enormes brazos como si fuera una niña. Ella nunca lo había visto tan contento. El indio se emocionó al ver sus textos en letra de imprenta.
—¡Como los bandos o los edictos! —exclamó orgulloso. Y los enseñó muy ufano al resto del grupo.
Violeta le dijo que tenía que hablar con él de toda la información obtenida en su breve viaje fuera de las montañas, y le devolvió los pesos que le había dado para pagar la imprenta más algunas monedas de oro que le entregó el indio antes de partir, por si acaso las necesitaba para algún imprevisto.
—La mujer dorada hace milagros o resultas muy convincente —exclamó entusiasmado Manuel, cogiendo el dinero y el oro.
—No, simplemente es que encontré en Cali a una persona que lo admira y se encargó de imprimirlos en el periódico donde trabaja. No quiso cobrar por ayudar a su causa —dijo con humildad.
El hecho de que a Manuel lo conocieran en una ciudad pareció llenarlo de vanidad y de curiosidad. Violeta le contó al detalle su encuentro con el periodista y su disposición a publicar sus escritos cuando lo estimase oportuno.
—Nos puede ser de gran ayuda para conseguir adeptos y desenmascarar a los tiranos que oprimen a mi pueblo —reconoció Quintín Lame, para añadir algo que Violeta estaba deseando oír—: Pero has hecho bien siendo paciente. Ahora no es el momento. Primero tenemos que sembrar y que conozcan más los pensamientos del hombre que se crio en la selva; el segundo paso será verlos publicados en un periódico, pero de Bogotá.
Violeta sonrió pensando que el asunto no era tan fácil, pero ya se lo explicaría cuando llegase el momento. Sobre todo quería informarle con detalle sobre el comentario que se le había escapado a su tío en la hacienda: la posibilidad de que Manuel Quintín Lame se presentara a la Asamblea Nacional Constituyente y lograra una representación. Sinceramente, lo veía capacitado para entrar en política y arrastrar a más delegados indígenas.
—Sí, ya te entiendo: quieres decir que es mejor luchar con la palabra que con las armas. Pero para eso tengo que estudiar las leyes, no solo las de los resguardos, tengo que conocer las leyes de Colombia. Es un largo camino… —dijo Manuel.
—Así es —respondió Violeta.
Belinda se acercó a los hombres para saludar a Violeta y agradecerle su entrega. De paso, le pidió permiso a su marido para llevársela a pasear porque tenía algo que decirle. La preocupaba la actitud del muchacho del poblado de abajo durante su ausencia. Violeta, algo alarmada, calló y la miró con sorpresa. Belinda bajó sus hermosos ojos oscuros y sonrió quitando importancia a la confidencia.
—Durante tu ausencia subió todas las noches y se quedó sentado a la puerta de tu dormitorio, cada noche, sin moverse. Cuando llegaba el alba, se levantaba y se marchaba a su aldea. Creo que a veces lloraba en silencio.
Violeta comprendió que su relación era un hecho conocido en la aldea, como no podía ser de otro modo. Tampoco tenía nada que esconder, pero había procurado ser discreta con su vida sexual. No le gustaba exhibir sus sentimientos delante de los demás, y más en un ambiente y una sociedad tan diferentes a los suyos, aunque estuviera fascinada por la cultura y la forma de ser de los indígenas que la habían acogido. Antes de darle las gracias por la confidencia, oyó a su espalda la voz grave de Manuel, que la llamaba y agitaba una pequeña bolsa de cuero en una mano.
—¡Violeta! ¡Violeta! Esto es para ti. Si luchamos para que nos paguen de manera justa por nuestro trabajo y no nos exploten, tú debes ser pagada por tu trabajo como maestra. No es todo lo que mereces, pero es tuyo, amiga mía. Algún día lo necesitarás.
En la bolsita que le entregaba Quintín Lame estaba el dinero que le acababa de devolver, más varias monedas de oro y un sencillo colgante de cordón de piel con una pequeña esmeralda atravesada en el centro.
Mientras lo abría ansiosa, ante la mirada risueña de Belinda, vio cómo Manuel se retiraba a grandes zancadas.
—Es demasiado, no lo puedo aceptar. ¡Es una fortuna! —exclamó mientras acariciaba entre sus dedos la piedra preciosa de color verde intenso, a la vez que preguntaba si era una esmeralda, porque no las había visto en su vida.
—Sí, es la piedra verde de los muiscas. Ellos explotan los yacimientos de estas piedras. Remueven la tierra con trozos de madera resistentes y hacen correr el agua, con el fin de recoger las piedras brillantes. La extracción se realiza en la estación de las lluvias. Ha habido épocas en que las tribus vecinas cambiaban el oro por las esmeraldas, mantas y algodón de los muiscas. Todavía se hace, aunque quedan menos yacimientos porque el hombre blanco llega y arrasa la tierra en su búsqueda. Manuel ha dicho que la piedra es del mismo color que tus ojos —le explicó Belinda mientras la ayudaba a colgársela del cuello.
Violeta la abrazó con ternura y dijo que la aceptaba con orgullo, viniendo de ellos.
—Me siento muy honrada de poder estar a vuestro lado y serviros de utilidad en la escuela. Gracias, muchas gracias, me hacéis muy feliz con este regalo. —Al contacto de la esmeralda con su piel sintió una oleada de calor que la invadía por dentro—. Ahora me tengo que ir —le dijo a Belinda, despidiéndose de ella.
La mujer de Quintín Lame intuyó hacia dónde encaminaba sus pasos.
Llegó a la choza donde habitualmente estaba Leonardo en el poblado de abajo y vio salir a una joven india cubierta con el poncho que solía utilizar el hombre. Ella la miró desafiante al cruzarse. Encontró a Leonardo desnudo y tumbado boca arriba sobre una esterilla. Ni siquiera se movió cuando la vio entrar en su habitáculo. Solo cerró los ojos. Violeta se acercó a él, y se acuclilló a su lado para hablarle suavemente. Antes admiró su cuerpo, sus proporciones perfectas, el tono meloso de su piel, sus músculos —en ese momento tensos—, y pensó que era el hombre más hermoso que podía existir. «Un milagro de la naturaleza», se dijo. Tomó una de sus manos cerrada en un puño y la abrió para relajar la tensión que acumulaba.
—Leonardo —susurró—, estoy aquí.
—Pensé que ya no volverías, que te habías quedado en la hacienda para siempre —dijo él, abriendo los ojos.
Por toda respuesta, la joven le acarició el rostro y besó sus ojos, que parecían lagos profundos. Luego tocó su sexo erguido y se montó encima para colmarse y agradecerle su amor. Ese amor callado y vigilante que Leonardo le profesaba de forma incontenible y desbordante.
Una vez saciada su pasión, le explicó que Quintín Lame le había encomendado otra misión: la difusión de los papeles que había traído de Cali. Diez personas serían las encargadas de repartir los escritos por diferentes zonas donde hubiera grupos indígenas y plantaciones, y una de ellas era Violeta.
—He pensado que me puedes acompañar y así podremos estar juntos mientras dure la misión, como cuando fuimos a ver las ballenas. ¿Te gusta la idea? —preguntó Violeta con coquetería.
—Podríamos ir al valle del Magdalena, a Tierradentro y a las tierras al sur del Huila. No están lejos y esa zona la conozco bien. Están separados por unos montes que se pueden cruzar y los ríos son las vías de comunicación. Son lugares sagrados y misteriosos, y a ti eso te gusta, lo sé —dijo convencido Leonardo—. Hay más de quinientas estatuas grandes, ídolos, que salen de la tierra volcánica. Son monstruos que hablan en el silencio de los bosques. Además, se pueden recorrer los valles a caballo por senderos entre cascadas, ríos y cañones. —Leonardo estaba contento con la idea de pasar unos días a solas con Violeta, sin tener que compartirla con nadie, como cuando viajaron a la costa del Pacífico.
A Violeta le agradaba cómo hablaba Leonardo de la religión y los ritos funerarios. Había oído hablar de las antiguas estatuas de San Agustín distribuidas por ondulantes colinas verdes y en medio de la selva, donde de forma sorprendente aparecían enigmáticas figuras. Sabía que era una de las zonas de más valor arqueológico de Colombia y que atesoraban los restos más importantes de la cultura precolombina. Estaba deseando descubrir esos paisajes mágicos. Pero antes debía consultar con Quintín Lame las rutas asignadas a cada uno de los diez emisarios de sus mensajes.
—Ese colgante que llevas en el cuello es nuevo. ¿De dónde lo has sacado? Debe de ser muy valioso —se interesó inesperadamente Leonardo.
—Me lo acaba de dar Manuel por ayudarle en su trabajo. Es una esmeralda. Dice que es del color de mis ojos —contestó Violeta como obligada a dar explicaciones. Eso no le gustaba. No le gustaba el tono que a veces empleaba Leonardo para dirigirse a ella.
Para su sorpresa, Quintín Lame se unió a la expedición por las tierras al sur del Huila. El espíritu religioso de Manuel apreciaba mucho una cultura que vivía, y todavía vive, en armonía con el cosmos y la naturaleza. Tenía en alta estima el pensamiento cosmológico que había inspirado aquellas tallas de piedra, y aunque hacía años había recorrido algunos de esos monumentos funerarios, quería regresar y adoctrinar a los grupos nativos, los Páez, con sus escritos de orgullo autóctono impresos en papel de imprenta.
—Cuando era muchacho viajé con mi padre, que era chamán, al valle del Magdalena para conocer las estatuas de San Agustín. Mi padre me transmitió todo su saber sobre esas culturas primitivas que han vivido siempre en los valles fluviales del Magdalena y el Cauca. Ya comprobaréis que los antiguos poblados de San Agustín conservan intacto este legado. Es un lugar místico que nos habla de lo que somos como pueblo andino, y en un paisaje demoledor. Os serviré de guía, me gustará volver allí —dijo emocionado Quintín Lame.
—No podríamos tener mejor guía —contestó Violeta, y le preguntó tímidamente si les podía acompañar Leonardo.
—¡Ah! Ese chico de la aldea de abajo al que le gusta la mujer dorada. Que venga también. Ha hecho un buen trabajo de copista. Nos ayudará en nuestro propósito. El viaje dura tres días, iremos a caballo.
Violeta sonrió al mismo tiempo que enrojecía de vergüenza.
A Leonardo, sin embargo, no le gustó la noticia de que el jefe los acompañara en su itinerario. Su carácter introvertido y desconfiado le obligaría a guardar distancias con Violeta. No se atrevería a manifestar su amor por ella en presencia de Quintín Lame.
Las rocas volcánicas arrojadas a grandes distancias por los volcanes de la zona habían resultado irresistibles para los indígenas más hábiles, que las transformaron en imponentes monumentos. El fruto de su trabajo a lo largo del tiempo fueron más de quinientas estatuas de tamaño natural, la mayor de siete metros de altura, distribuidas por las colinas que rodeaban San Agustín, y algunas que aparecían vigilantes en medio de la selva. Muchas de ellas eran figuras antropomórficas, muy realistas, y otras parecían monstruos enmascarados, como las describió Leonardo.
El recorrido resultó excitante, más teniendo como anfitrión a Manuel, que se apasionaba explicando las historias que le contaba su padre cuando era niño. De vez en cuando bajaba del caballo, se arrodillaba ante aquellos ídolos y permanecía un rato en silencio, concentrado y absorto, respetando la huella de sus antepasados y los mensajes que sin duda le transmitían los gigantes de piedra. Mientras tanto, ni Violeta ni Leonardo se atrevían casi a respirar porque comprendían que Quintín Lame había entrado en comunión con los espíritus. Realmente, los tres estaban haciendo un viaje místico.
A Violeta le impactó una misteriosa figura femenina en avanzado estado de gestación y otra extraordinariamente realista que parecía representar un parto. En ella se veía claramente a un hombre que levantaba por los pies a una criatura recién nacida. También se encontraron con estatuas que representaban animales sagrados, como el águila, el jaguar y la rana, todas de gran tamaño, y que surgían repentinamente entre la frondosidad de la selva. Como siempre le solía suceder en estas ocasiones, Violeta daba gracias a Dios de ir acompañada por dos hombres de la tierra, porque a veces se estremecía de miedo ante la fuerza y magnetismo que irradiaban aquellos monumentos.
Cuando llegaron a una de las estatuas más conocidas en la zona, un gigante de siete metros llamado el Doble Yo, Quintín Lame pidió a Leonardo y Violeta que observaran atentamente para distinguir las cuatro figuras talladas en la estatua. Les explicó que ese gigante vigilante representaba el día y la noche, el bien y el mal, la vida y la muerte. Leonardo lo escuchó atentamente y comprendió que a él le pasaba lo mismo: su vida se debatía entre dos fuerzas opuestas que le hacían sufrir constantemente y le impedían encontrar la paz. Pensaba en su amor casi obsesivo por aquella hermanastra, y en el odio que se mantenía encendido, como las brasas, hacia el padre que los engendró a ambos. Ese rencor le volvía desconfiado y vengativo, y al mismo tiempo infeliz.
Quintín Lame sugirió por fin que hicieran un alto en el camino para que descansaran los caballos y ellos.
—Os voy a llevar a un espacio sagrado de adoración y culto donde se realizan los baños rituales y las ceremonias para seguir con la tradición de la purificación de la tierra —anunció. Y les dijo que una vez allí debían descalzarse e introducir los pies en las fuentes ceremoniales conocidas como Lavapatas.
Leonardo no conocía ese lugar, y, cuando llegaron, Violeta se quedó impresionada de la belleza del sitio y del ingenioso proceso de su creación. Estaban ante un complejo laberinto de conductos y pequeñas balsas a diferentes niveles, con figuras talladas en el lecho rocoso del río, decorado con imágenes de serpientes, lagartos y figuras humanas. Manuel les explicó que esos baños se usaban para las abluciones rituales y la adoración de las deidades acuáticas.
—Quienes lo hicieron y aprovecharon la erosión del agua para construir este cuidadoso sistema de canales y piletas eran sabios ingenieros que no sabían leer ni escribir —explicó orgulloso el líder indígena.
—La decoración de las pinturas y los relieves es maravillosa, se aprecian todavía los colores de las representaciones antropomorfas. ¡Es puro arte! —exclamó Violeta, sumergiendo los pies entre las piedras suaves y adornadas con figuras bañadas constantemente por el agua.
—Y es una prueba más de la relación tan estrecha que existe entre todos los seres de la naturaleza —comentó Manuel, mojándose también los pies, alegre como un niño.
Los tres viajeros gozaron de este descanso reparador entre el murmullo del agua y las balsas que refrescaban sus pies. Era un momento de plenitud envueltos en la belleza de un entorno matizado con olores y formas, con la evidencia abrumadora de presencias mágicas y la energía de las huellas que habían trascendido el paso del tiempo. Y como apuntaba Quintín Lame, esas huellas los llevaban del pasado al presente. El indio aprovechó el alto en el camino para sacar de su mochila unas hojas de coca y se puso a masticarlas. Les ofreció a Leonardo, que las aceptó sin vacilar, y a Violeta, que rehusó porque desconocía su efecto y pensaba que no era momento de experimentaciones. Todavía les quedaba mucho recorrido por delante.
—Deberías probar, son plantas de uso medicinal y estimulante. Van muy bien contra el cansancio y quitan el hambre —le explicó en tono paternalista Quintín Lame.
Reanudaron el camino y al salir de la selva se toparon con las paredes montañosas de La Chaquira y sus espectaculares imágenes de deidades talladas en las paredes de la montaña sobre la imponente garganta del río Magdalena. Violeta tuvo que frotarse los ojos para creerse lo que estaba viendo. Eran tremendas figuras con los brazos y los pies hacia los lados como señalando los puntos cardinales. Se preguntó qué métodos habían utilizado para poder tallar en la montaña con el abismo a sus pies. «Es imposible», musitó en voz baja.
Al ver la cara de asombro de los muchachos, el líder indígena explicó:
—Esta imagen corresponde a la representación de un chamán unida a la de un felino, y simboliza el poder de la sabiduría de los chamanes. También hay ahí escrito sobre la roca —añadió señalando con el dedo— una revelación cósmica que nos habla del nacimiento y la ocultación del sol, de los ciclos de la naturaleza y de su gran influencia en los fenómenos cotidianos.
—Estamos en plena sacralización de la naturaleza —reflexionó Violeta, esta vez en voz alta.
—¿Qué quiere decir eso? —preguntó intrigado Leonardo.
—Pues que los dioses están aquí —contestó rápida Violeta.
Quintín Lame soltó una carcajada, satisfecho por la ocurrente respuesta de la mujer dorada.
Al caer la tarde se aproximaron a un poblado nativo para entregar los escritos de Quintín Lame y reunirse con los notables de los clanes vecinos. Manuel tenía que explicar su doctrina y captar adeptos. Esa noche dormirían allí y por la mañana continuarían viaje hacia Tierradentro. Los anfitriones acomodaron a los tres visitantes en una choza de barro con techo de hojas de palma. Les proporcionaron esterillas y mantas para la noche, cuando la temperatura bajaba considerablemente. Quintín Lame se acurrucó en un rincón y a los pocos segundos su respiración se convirtió en un prolongado ronquido. Violeta y Leonardo, que habían aproximado sus esterillas, rieron bajito y se asombraron de semejante potencia sonora. La muchacha, un poco molesta por el ruido constante, le dijo al oído a Leonardo que no iba a poder dormir con tal concierto. Él la abrazó por detrás y, así enlazado a su espalda, le dijo:
—No pienses en eso. Cierra los ojos y siente el calor de mi cuerpo. Te dormirás pronto.
Efectivamente, a los pocos minutos Violeta notó cómo su cuerpo desaparecía y se fundía en la calidez del de Leonardo. Y se durmió profundamente.
Cuando empezaba a amanecer, Quintín Lame se levantó y al ver a los jóvenes abrazados y dormidos como troncos se los quedó mirando y pensó que hacían buena pareja, «son dos hermosos ejemplares». A continuación tocó en el hombro a Leonardo para que se despertara. Había que partir.
Para llegar a Tierradentro caminaron por senderos más duros y difíciles hasta descubrir las sobrecogedoras tumbas subterráneas. Hasta entonces se había desenterrado un centenar de estas curiosas estructuras funerarias, únicas en toda América. Estaban excavadas en tierra volcánica y su profundidad variaba en función de la autoridad en vida del fallecido. Algunas alcanzaban hasta los nueve metros de profundidad. Los techos abovedados de las tumbas más grandes se apoyaban en enormes pilares. Muchas estaban pintadas con motivos geométricos rojos y negros sobre fondo blanco, y ante ellas montaban guardia imponentes estatuas que tenían como misión ahuyentar a los profanadores de tumbas.
—¿Os dais cuenta de que los que poblaron las tierras húmedas tenían avanzados conocimientos matemáticos para enterrar a sus muertos? —les dijo Quintín Lame.
A medida que recorrían las tumbas apreciaron las diferencias de los símbolos y sus extraños significados. Ambos jóvenes esperaban que Quintín Lame lo explicara, pero el líder entraba en trance en cada espacio fúnebre y permanecía unos minutos en silencio abducido por los espíritus de los muertos. Respetuosamente, los chicos esperaban fuera de la tumba, algo cohibidos por la presencia de las estatuas que guardaban y protegían su interior. Violeta volvió a sentirse hechizada por esa cultura primitiva llena de sabiduría y misterio. En el recorrido por Tierradentro percibieron que las tumbas además de enterramientos a los muertos eran, asimismo, una exaltación a la vida. Así lo demostraban las imágenes representadas con úteros, falos erectos, mujeres en gestación, representaciones solares, animales sagrados, etc. Por fin, tras cuatro horas de recorrido Quintín Lame salió de su autismo místico y comentó que en todo lo que habían visto había un pensamiento cosmológico que inspiraba las tallas en la piedra.
—La nuestra es una cultura que vive en armonía con el cosmos y la naturaleza. Los símbolos que adornan las tumbas nos cuentan la vida que llevaban los primitivos pobladores de estos lugares: cómo cazaban, cómo eran sus viviendas, y la importancia del agua para vivir y trasladarse de unos lugares a otros. Por eso, ante tanta belleza hay que luchar por salvar nuestra identidad étnica —argumentó Quintín Lame.
De regreso, Violeta observó que había notado diferencias étnicas entre los pobladores indígenas de los territorios que iban cruzando, y le preguntó a Manuel sobre ello.
—Así es, los grupos indígenas que conservan su modo de vida tradicional se encuentran en los montes meridionales cerca de Ecuador (como nosotros, los yanaconas), en Sierra Nevada de Santa Marta y en el Amazonas. Somos distintos entre nosotros por varias causas, sobre todo por el grado o la falta de contaminación con la civilización de los blancos, por el clima y por el terreno donde nos instalemos. Los que viven cerca del mar Caribe son distintos a los que estamos en la selva andina o a los indios del Amazonas. Supongo que será igual en tu país —concluyó Manuel.
Violeta lo pensó, pero se dio cuenta de que en España no había viajado lo suficiente como para poder apreciar las diferencias entre los pobladores de distintas latitudes. «Solo conozco Galicia y una semana que estuve en Madrid», pensó. De todas formas, contestó que eran dos países que no se podían comparar.
—Es que en mi país no hay grupos indígenas diferentes, Manuel.
—¿Quieres decir que sois todos iguales? —preguntó sorprendido Quintín Lame.
—Étnicamente sí, somos todos de la misma raza indoeuropea; aunque muy diferentes dependiendo de las mismas razones que usted ha enumerado: el norte, el sur, las montañas, el mar. Todas esas cosas influyen en la forma de ser de sus habitantes. —Trató de explicarle.
Leonardo se quedó pensativo, intentando seguir la conversación sobre las razas y la apariencia física, y, aunque algo cohibido, apuntó:
—También tendrá que ver la mezcla de sangre entre unos y otros. Yo, por ejemplo, creo que soy criollo porque mi madre era mestiza y mi padre blanco europeo, aunque nunca lo conocí —se atrevió a añadir.
—Debe de ser así, muchacho. Ahora entiendo mejor tu piel oscura y tus ojos claros —dijo con naturalidad Quintín Lame—. Bueno, dejémonos de conversación que nos queda un largo trecho para regresar a casa —concluyó.
Violeta miró con ternura a Leonardo. Comprendió que su comentario era mitad orgullo y mitad tristeza. Esa tristeza que le invadía cuando mencionaba sus orígenes y la pena por un padre ausente de su vida. Intuyó que guardaba un misterio que ni él mismo conocía y del que nunca hablaría. Pero optó por hacer como Quintín Lame: no darle importancia y dejar que el muchacho madurase y abandonara ese negro nubarrón que de vez en cuando ensombrecía su vida.
Subieron a los caballos que esperaban en las cercanías de Huila y cabalgaron sin interrupción hasta el Valle del Cauca. Por el camino Violeta agradeció a Quintín Lame su compañía en ese recorrido casi religioso por San Agustín y Tierradentro.
—Hemos aprendido muchísimo a su lado. Y ahora todavía admiro más su cultura y su civilización —reconoció sinceramente.
—Aún te queda mucho que visitar, Violeta; pero es verdad que Colombia es un país principalmente andino. La mayor parte de la población habita en las montañas de Bogotá, Medellín y Cali. La costa caribeña ya es otra cosa, porque ha recibido muchas influencias durante siglos y su ritmo de vida es más lento. Los costeños son más tranquilos, menos laboriosos que nosotros, y hablan un español poco claro —dijo riéndose Manuel—. Nuestro castellano es más puro.
—Pues uno de mis sueños es conocer el Caribe y sus maravillosas playas de agua cálida. Algún día iré —se explayó Violeta.
—Estoy seguro de que lo harás. Creo que a la mujer dorada no se le pone nada por delante. Como también sé que algún día abandonarás los Bosques de Niebla —respondió Manuel.
Al oír estas palabras, Leonardo calló dolido, y los tres siguieron cabalgando y atravesando paisajes sobrecogedores aunque esta vez sin detenerse.
Una vez en la aldea, volvió la rutina de la vida cotidiana, pero Quintín Lame estaba espoleado por la sugerencia de Violeta sobre intentar dar el salto a la política representando el voto indígena. No lo había echado en saco roto y le daba vueltas y más vueltas. Ya había conseguido la representación de los resguardos; ahora se trataba de dar un paso más. Conseguiría textos y libros y estudiaría las leyes de Colombia. Para ello contaba con la ayuda de Violeta. Incluso irían a Bogotá para sacar libros prestados de la Biblioteca Departamental y los asimilaría en la selva. A Quintín le gustaban los retos y se le veía ilusionado con este último. «Una forma de lucha pacífica para que nuestro pensamiento y cultura salgan de los bosques y las selvas y lleguen a quienes deciden qué es bueno y qué malo», reflexionó a su modo el indio.
Sin embargo, los planes de Quintín Lame hacían peligrar la permanencia de Violeta cerca de Leonardo, quien temía que la gran ciudad de Bogotá la absorbiera y no regresara nunca a los Bosques de Niebla. Por otra parte, era consciente de que él no tenía cabida en esos viajes instructivos que preparaba el líder indígena, no contarían con él. Debía pensar en alguna estrategia que cautivara la atención de Violeta. Preocupado por estos presagios fue a consultar a la santera de su aldea, una especie de chamán y curandera que atesoraba grandes conocimientos de cómo eran los pueblos indígenas antes de la conquista española. Era una anciana descendiente de los legendarios muiscas. Nadie conocía exactamente su edad, ni ella misma, pero parecía que siempre había estado ahí y nunca había sido una muchacha joven. Todos los niños y jóvenes de los poblados vecinos la conocían y acudían de vez en cuando a su choza para escuchar sus fabulosas historias. Desde su llegada a los bosques huyendo de la plantación, Leonardo la había ayudado en la recogida de plantas y en la elaboración de ungüentos sanatorios. Sin ser consciente de ello, era como si reprodujera sus primeros años de infancia con la abuela meiga en el monte O Pindo. Valentina, que así se llamaba la vieja india, lo acogió como una madre y le transmitió su sabiduría sobre el pueblo muisca.
Ahora lo escuchó con atención. Comprendía sus tribulaciones y la inquietud de su corazón enamorado. Sabía que Leonardo acudía en busca de consejo que lo guiara porque no quería perder a la chica.
—¿Y dices que preparan viaje a Bogotá? En ese caso háblale de El Dorado y de los sacrificios humanos que practicaban mis antepasados, los muiscas. Lo sabes casi todo de ellos. Cuando llegaste aquí te conté su historia como si fueran cuentos, pero sabes que es la realidad de ese gran pueblo que fueron los primeros habitantes del altiplano colombiano. Quedan todavía algunas tribus concentradas en la sabana de Bogotá; a la mujer dorada le gustará conocerlas, y tú serás el mejor guía. Prepara el terreno, háblale del oro, de las ceremonias y los sacrificios rituales. Le fascinará conocerlo y querrá saber más. Es entonces cuando tendrás que acompañarla —le aconsejó Valentina.
Claro que se acordaba. Recordaba que los muiscas eran el mayor grupo indígena, junto con los mayas y los incas, en la época de la conquista española. Ellos inspiraron los mitos de El Dorado con sus ofrendas de oro, tunjos, los llamaban, y su chicha, con la que se embriagaban hasta perder el sentido. En su imaginario infantil todavía conservaba las imágenes del misterioso reino selvático rebosante de tesoros, rodeado de montañas de oro y esmeraldas.
La vieja le había contado que los muiscas eran magníficos orfebres. Fabricaban figuras y objetos de adorno como diademas, collares, narigueras, tiaras, pulseras, pectorales, máscaras y los famosos y codiciados tunjos, que eran piezas decoradas con hilos de oro. En general, fabricaban figuras antropomorfas y zoomorfas planas, como la espectacular Balsa Muisca de la que tenía que hablar a Violeta para despertar su interés.
Valentina enseguida notó que a Leonardo le parecía bien la idea de atrapar el interés de la chica con la cultura de los muiscas. Lo observó pensativo, acuclillado a su lado en la choza oscura y llena de los misterios que guardaba celosamente. En un momento dado, levantó su cuerpo enjuto y seco, que parecía a punto de partirse en dos, y cogió algo guardado en una especie de cofre que siempre tenía cubierto con una piel de jaguar. Era una pequeña tiara de oro, muy fina y plana, que parecía adecuada para la cabeza de un infante. Se la mostró a Leonardo.
—Toma. Cuando llegue el momento, se la enseñas a la mujer dorada y le cuentas lo que te voy a confiar ahora. Al verla, ella sabrá que es verdad la historia que encierra este objeto sagrado.
Los diminutos ojos oscuros de Valentina brillaron como dos flechas de fuego cuando comenzó a contarle su historia.
—Cuando llegaste aquí siendo todavía un niño, pensé que los dioses te habían enviado para compensarme del sacrificio de mi hijo. Nunca te conté esta historia, Leonardo, porque eras muy joven y venías herido por la muerte de tu madre. A tu corazón no le cabía más dolor. Debías crecer libre de rencor y aprender a amar nuestra cultura, que es la tuya. Ahora ya eres un hombre y debes conocerla, porque solo así sacaré mi pena y podré morir en paz.
»Como sabes, en la religión de los muiscas los sacrificios humanos eran un ritual sagrado que se hacía para aplacar a los dioses. El sol necesitaba de alimento humano. Cada familia debía ofrecer un hijo a los sacerdotes; el mejor, el más perfecto, no debía tener ningún defecto físico. A partir de ese momento, ese niño era criado por ellos en unos aposentos especiales, con buen trato y buena comida, como una persona sagrada hasta la edad de quince años. Entonces era sacrificado a Xue, y este sacrificio era un honor para la familia y para la víctima, por haber sido elegido para la ceremonia. Los sacerdotes se formaban desde la infancia, pues eran los responsables de dirigir las ceremonias religiosas. Nadie más que ellos podía entrar en el interior del Templo del Sol. Se pintaban el cuerpo y se embriagaban con chicha durante el día más largo del año, el veintiuno de junio, cuando el sol muestra toda su energía y poder. Era la fecha indicada para rendir culto a Xue a base de sacrificios humanos muy sangrientos. Consumían los ojos de los niños, que eran extraídos en el momento mismo del ritual. Todo eso se hacía en la Ciudad del Sol para adorarle. Mi hijo fue sacrificado y lo entregué a la edad de cinco años. Fue el elegido. Lo único que me queda de él es esta pequeña tiara que le pusieron sobre la cabeza cuando se lo llevaron al Templo del Sol.
»Por eso, cuando llegaste a la aldea a la edad de quince años pensé que Xue me devolvía a mi hijo, y te acogí y te enseñé todo lo que sé, que no es mucho porque soy una pobre y vieja india, cansada de vivir tan largo. Hoy, mi pena pesa menos porque la he sacado de mi corazón.
La anciana Valentina terminó de contar su historia y sintió un cansancio infinito. Acercó la tiara con manos temblorosas al joven y añadió:
—Pronto moriré. Leonardo, ahora tú eres la reencarnación de mi hijo y por eso te entrego su tiara. Debes buscar la felicidad y abandonar el rencor que todavía anida en tu corazón. Eres hermoso y fuerte, no te consumas en el odio y disfruta la vida junto a la mujer dorada. ¡Ve y háblale de los muiscas! De lo bueno y de lo malo. Te seguirá.
Leonardo la miró con cariño. Le habría gustado abrazarla pero no se atrevió a hacerlo. No imaginaba que la vieja Valentina tuviera una historia tan cruel y dramática. Estaba como paralizado por el relato. De pronto reaccionó y le preguntó si en el territorio muisca se seguían celebrando ceremoniales con sacrificios humanos.
—No creo. Hace tantos años que no salgo de esta aldea, que no lo puedo asegurar. Pregúntaselo a Quintín Lame. Él lo sabrá —contestó.
—¿Y por qué te fuiste de la tribu muisca?
—Cuando mi hijo fue sacrificado pensé que me consolaría ese honor para nuestra religión, pero fui débil, no pude soportar más sacrificios de niños y cómo los entregaban sus madres, como hice yo. Sentí un vacío muy hondo y abandoné el altiplano antes de que me repudiaran. Y ya está bien de preguntas —dijo la vieja, cansada ya de recordar—. Prepara una infusión de hojas de coca que necesito reponerme. ¡Y luego déjame sola!
Leonardo salió de la choza tras haberle preparado el estimulante brebaje. Fuera respiró hondo la humedad de la selva y pensó que debería contarle a la vieja hechicera su secreto, igual que había hecho ella con él. Se sentiría más aliviado y le aconsejaría el modo de proceder. Pero no esa noche. Esa noche la anciana estaba agotada y quería estar sola. Vaciar su corazón de recuerdos le había supuesto, a su edad, un tremendo esfuerzo.
Esa misma noche, Leonardo, estimulado por el relato de Valentina, comenzó a contarle la leyenda de El Dorado a la joven.
—Cuando termines la labor que te ha encomendado Quintín Lame en la ciudad podríamos recorrer esos lugares míticos de los muiscas en los alrededores de Bogotá —le propuso para asegurarse de que volvería.
A Violeta le pareció una idea atractiva. Pero después dijo que lo pensaría, porque no sabía cuándo iba a regresar.
—¿Y tú has estado en esos territorios? —preguntó Violeta intrigada.
—No, esa zona no la conozco, pero la vieja chamán de mi aldea es muisca y me ha contado todo lo que sabe de su cultura y de su cruel religión. Me gustaría conocerla contigo —respondió Leonardo, que todavía no le había hablado de los sacrificios humanos ni le había enseñado la tiara de oro que le había dado Valentina.
A ella le sorprendió que Leonardo hablara de una anciana chamán de su poblado y sintió curiosidad por conocerla, pues nunca antes la había mencionado. Le dijo que antes de partir con Quintín Lame para Bogotá le gustaría verla y hablar con ella. El chico, sabedor de la insaciable curiosidad de Violeta, aceptó encantado.
Nada más entrar en la choza, encontraron a Valentina envuelta en una manta colorada, inmóvil y con los ojos cerrados. A Leonardo le extrañó que la anciana chamán estuviera dormida a esas horas del día, en las que siempre andaba trajinando con los pucheros y las plantas que recogía en el bosque. Se acercó temeroso y comprobó que su cuerpo estaba frío. Probablemente había muerto la noche anterior, después de la larga conversación que mantuvieron sobre su pasado.
—¡Dios mío! —exclamó Violeta, y permaneció unos pasos atrás, conmocionada por la muerte de la mujer que quería conocer.
Vio cómo Leonardo se arrodillaba junto al cadáver y le acariciaba el rostro curtido y arrugado. Valentina tenía una expresión tranquila, no daba la sensación de haber sufrido, sino de haber encontrado por fin el descanso que ansiaba. El muchacho se fijó en la ropa que llevaba puesta, que era distinta a la de todos los días. Parecía claro que Valentina había preparado minuciosamente su propia muerte. Se había envuelto en una fina manta de algodón blanco pintada con motivos geométricos de carácter simbólico y cubierto por encima con la gruesa manta roja en señal de luto.
—Es un ritual muisca. Ella me contó que así envolvían los cadáveres. —Acertó a decir Leonardo.
Violeta se daba cuenta de la desolación de Leonardo y callaba, abrumada por esa muerte imprevista.
—Se ha ido. Ella quería irse, le costaba seguir viviendo cargada de años y achaques. No sé cómo no me di cuenta anoche cuando me pidió que la dejara sola. Me hubiese gustado despedirme de ella, agradecerle sus cuidados cuando me recogió y todo lo que me ha enseñado en estos años. Nunca le di las gracias, nunca le demostré el cariño que le tenía —gimió Leonardo sin poder contenerse.
Los dos jóvenes permanecieron arrodillados largo rato junto al cuerpo consumido de Valentina, velando su espíritu y deseándole un feliz viaje allá donde se hubiera ido. Después, encendieron antorchas en las cuatro esquinas de la choza y quemaron incienso. Solo entonces, con la luz del fuego, se dieron cuenta de que entre las manos cruzadas sobre el pecho de la anciana sobresalía algo brillante: era la pequeña tiara de oro que le había dado a Leonardo.
—¿Qué es eso que tiene ahí? —preguntó Violeta.
Entonces Leonardo recordó las palabras de la anciana, «háblale de los muiscas», y le contó la pérdida del hijo sacrificado para aplacar al dios Sol y cómo se desarrollaba el rito.
—El sacrificio tenía lugar en las altas cumbres que miran al este. Los sacerdotes conducían ceremonialmente a la criatura y la colocaban en el suelo sobre una manta fina. Con cuchillas de caña degollaban al niño y recogían su sangre en totumas para untar con ella las piedras donde caían los primeros rayos de sol del amanecer. Después, el cuerpo de la víctima recibía sepultura o era dejado expuesto a Xue para que los rayos lo quemaran. Estos sacrificios macabros tenían su sentido para aplacar al sol, y eran ceremonias populares de gran importancia en los pueblos muiscas. En su cultura se sucedían a menudo y se acompañaban de procesiones rituales con mucho lujo y ostentación. Este objeto de oro se lo pusieron a su hijo en la cabeza cuando con cinco años se lo llevaron los sacerdotes para criarlo hasta su sacrificio en la Ciudad del Sol. Es el único recuerdo que le quedaba de su hijo —continuó explicando—, y ayer por la noche me lo entregó después de contarme su triste historia.
Violeta lo escuchó estremecida y con lágrimas incontenibles.
—Pobre mujer, pensar que tuvo que pasar por todo eso. No sabía que estos ritos tan crueles se siguieran practicando aquí. Yo estudié que en las religiones celtas se mataba ritualmente a las víctimas para aplacar a los dioses, pero ¡en la edad del Bronce!, no en la actualidad.
—No puedo quedarme con esto, pero tampoco puedo rechazarlo —dijo de pronto Leonardo—. Me quema en las manos. Siento que Valentina me ha mandado un mensaje… Se lo debo. Tengo que cumplir este presentimiento. —Y se levantó para arrodillarse de nuevo junto al cuerpo de la anciana, como esperando una respuesta a su desconcierto.
—¿A qué te refieres? No te entiendo. —Se alarmó Violeta.
—Debo ir al altiplano y buscar el Templo del Sol. Allí enterraré la tiara bien hondo en la tierra sagrada para que nunca más se vuelvan a celebrar sacrificios humanos —contestó rotundo Leonardo sin apartar los ojos del cadáver.
En ese momento Violeta comprendió que debía acompañarlo a la tierra de los muiscas para cumplir el último deseo de Valentina. «Me las arreglaré con Quintín Lame, pero ahora es Leonardo quien me necesita», pensó.
Habló con Manuel, que enseguida comprendió que su viaje de «iniciación política», como él lo llamaba, podía esperar. Quintín Lame conocía a la anciana Valentina y la respetaba mucho. Lamentó su muerte y ordenó que las aldeas vecinas se unieran en la celebración del funeral de la hechicera.
—Será despedida como se merece. Fue una gran mujer, con un pasado terrible —dijo.
Violeta lo escuchó y pensó que Quintín Lame nunca le había hablado de los terribles sacrificios humanos que se practicaban en Colombia, así como en las culturas azteca, maya e inca. Lo entendió y no preguntó nada. Fue en otra época, y sabía que el líder indígena huía de los descréditos que conllevaban esos ritos ancestrales que la civilización tildaba de salvajes y los extendía, intencionadamente, a toda su cultura autóctona.
Enterraron a Valentina en pleno bosque, con los mismos ropajes que se había puesto para morir, cerca de la aldea donde había vivido muchos años. Se decía que tenía más de ciento veinte años pero nadie estaba seguro de su edad. Por orden de Quintín Lame cavaron un pequeño habitáculo profundo en la tierra y lo decoraron con símbolos muiscas y yanaconas, y lo cerraron con una gran piedra que representaba la dignidad que la anciana mantuvo en vida. Durante tres días toda la aldea guardó el duelo, que consistía en colocar en su choza flores frescas, exóticas orquídeas cogidas en lo más profundo del bosque, y cuencos de chicha para consolar a sus allegados. Y durante las tres noches se clavaron dos antorchas a la entrada de la choza para mostrar la autoridad de quien allí había residido.
Pasado el duelo, fue el propio Quintín Lame quien aconsejó a Violeta que acompañara al muchacho a cumplir con la última voluntad de la fallecida. Ella se lo agradeció muchísimo, porque demostraba una vez más la generosidad de su carácter; y, fiel a su espíritu práctico, le dijo con total espontaneidad:
—Podemos aprovechar el viaje a tierras de los muiscas para llevar sus escritos y repartirlos entre la población, ahora que se prepara para entrar en la política.
Quintín Lame sonrió ante el comentario de Violeta y, pasados unos segundos, dijo:
—Lo cortés no quita lo valiente, como decís vosotros los españoles con buen sentido de la oportunidad. Sí, puedes llevar unos cuantos.
Y partieron hacia una de las culturas prehispánicas más antiguas. Los muiscas eran uno de los mayores pueblos autóctonos de Colombia, unos seiscientos mil a la llegada de los españoles. Ocupaban Boyacá y Cundinamarca, cerca de Bogotá. En esa época el territorio muisca abarcaba las cuencas y valles de los ríos Bogotá, Negro, Guavio, Garagoa, Chicamocha y del río Suárez hasta Vélez. Sin embargo, ahora el territorio muisca quedaba reducido a la sabana de Bogotá, donde se concentraban varias aldeas que todavía mantenían el antiguo estilo de construcción. A esta parte se dirigieron Leonardo y Violeta, hacia el valle de los Alcázares, llamado así porque los muiscas edificaban palacios compuestos por bahíos rodeados por dos o tres empalizadas concéntricas, semejantes a los alcázares árabes del sur de España.
Llegaron al valle, que ofrecía una magnífica visión con las sierras nevadas de la cordillera Central en el horizonte. Estaban en lo que los nativos llamaban el núcleo del cacicazgo de Bogotá, gobernado por los zipas. Leonardo le explicó que el cacique de Bogotá había opuesto resistencia a la conquista de los españoles, pero muchos temían su poder y prefirieron sacudirse su dominio aliándose con los europeos. A Violeta le pareció muy avanzado el modo de construcción de sus poblados, comparados con las sencillas aldeas yanaconas.
Al muchacho se le veía feliz haciendo gala de sus conocimientos ante Violeta, que le escuchaba fascinada tras descubrir los territorios de una cultura tan rica como cruel. Hablaron con los nativos que encontraban en su viaje hacia el Templo del Sol, y apreciaron que guardaban pequeños discos de oro, utilizados antes como moneda y ahora conservados como tesoros de sus antepasados. Una mujer muisca se quedó mirando el colgante con la esmeralda que llevaba Violeta y les explicó que actualmente la mayor parte de la población vivía de la extracción de esas piedras verdes.
Colombia era el primer productor mundial de esmeraldas y sus minas contenían todavía hasta el noventa por ciento de las reservas mundiales. Leonardo quiso conocer el proceso de extracción y se encaminaron hacia las principales zonas mineras en Muzo, Coscuez, La Pita y Chivor, todas en el departamento de Boyacá. Les acompañó un nativo minero, con la amabilidad característica de la gente colombiana, y les contó que aunque los muiscas ya extraían esmeraldas en la época precolombina, los colonizadores españoles, enloquecidos por aquellas piedras verdes, habían esclavizado a los indígenas para extraerlas y acabaron sustituyéndolos por mano de obra esclava procedente de África. A Violeta le sonaba esa historia tantas veces escuchada en diferentes lugares y que, muchos años después, tiranos como su tío seguían practicando en las plantaciones de café.
—Muchos de los mineros que están entre nosotros son descendientes de aquellos esclavos, y no se crean ustedes, viven solo un poco mejor que sus antepasados. —Contó el indio muisca con una leve sonrisa de resignación en sus labios.
Jerónimo, que así se llamaba el minero, dijo que los ricos depósitos de esa región eran la causa de muchos problemas sociales y también de la continua destrucción de la naturaleza.
—Porque las excavaciones aumentan y cambian el paisaje. No cesamos de penetrar en la selva para buscar piedras verdes, y vamos arrasando todo a nuestro paso. Por eso a esta riqueza la llamamos la «Fiebre Verde», porque vuelve locas a las personas —explicó.
Violeta no pudo evitar pensar que los norteamericanos pronto llegarían hasta allí para explotar la riqueza natural de los muiscas con más crueldad e injusticia que las luchas tribales que en ocasiones se producían entre aldeas por la extracción de ese mineral precioso. Jerónimo les enseñó un yacimiento cercano en la ladera de una montaña, donde pudieron apreciar como si de un milagro se tratara las vetas de mineral verde o azulado incrustadas en la roca y que, limpiando un poco con agua o pasando simplemente la mano, aparecían deslumbrantes y cegadoras.
Luego le preguntaron por El Dorado, ese lugar mítico ubicado en la parte central de Nueva Granada, donde se suponía que los muiscas tenían grandes reservas de oro.
—Queremos llegar a la laguna de Guatavita y conocer esos paisajes —aclaró Leonardo.
El minero entonces se agachó en la tierra para descansar y los miró incrédulo y nuevamente sonriente.
—Ustedes vienen creyendo que van a encontrar oro en nuestros territorios. Hace muchos años que ya no hay oro. Quedan las leyendas y las historias de nuestros antepasados. Aquello pasó hace mucho tiempo y se terminó con la llegada de los conquistadores. Se lo llevaron todo. Al menos quedan, o eso dicen, algunos objetos preciosos hechos por los muiscas, pero no se sabe dónde. Yo creo que se hallan escondidos y alguna vez saldrán a la luz.
—¿Se refiere a la Balsa Muisca? —preguntó ilusionado Leonardo.
—Sí, entre otros objetos de nuestra cultura. Pero ustedes son muy jóvenes para andar por ahí expoliando tesoros. No pierdan su tiempo, muchachos —aconsejó el minero muisca.
—No, no es eso. Nosotros venimos para cumplir con la última voluntad de… mi abuela —improvisó Leonardo sobre la marcha para evitar dar más explicaciones—, que descendía de los muiscas, y debemos oficiar un rito en el Templo del Sol. Ella nos lo pidió y por eso estamos aquí.
—Ah, pues siendo así… ¿Conocen los rituales que se realizaban allí? —preguntó con intención el nativo.
Violeta y Leonardo se miraron algo desconcertados porque percibían cierta ironía en sus palabras.
—Conocemos los sacrificios humanos que el pueblo muisca hacía para aplacar a Xue; pero nosotros solo vamos a cumplir con la última voluntad de nuestra abuela, y le aseguro que nada tiene que ver con esos antiguos rituales de muerte —contestó Violeta, tomando la iniciativa.
Leonardo se estremeció al escuchar en boca de Violeta «nuestra abuela». Sabía que lo había dicho por seguir con el engaño y no dar más explicaciones acerca del motivo de su presencia allí, pero en ese posesivo sintió la hermandad que les unía y que ella ignoraba.
—Entonces ya sabrán que El Dorado nace de la antigua tradición del zipa de ofrendar dones a la diosa Guatavita en su laguna —repuso Jerónimo, retomando el tema de la laguna que los viajeros querían visitar.
Una vez señalado el camino, se despidieron del minero y agradecieron su ayuda. Ya conocían el camino para llegar hasta lo que durante muchos años fuera un lago sagrado. Antaño muchos creían que El Dorado se encontraba en esa laguna circular situada solo a cincuenta kilómetros de Bogotá, rodeada de montañas y centro ritual de los muiscas. Donde hacía trescientos años el zipa, su cacique o gobernante, cubierto de oro en polvo arrojaba valiosas ofrendas en el lago desde su piragua ceremonial y después se sumergía en sus aguas para ganarse el poder divino.
La visión de la laguna resultaba preciosa y todavía conservaba un aura de magia cuando llegaron al atardecer, antes de ocultarse el sol. El paisaje circundante era imponente, con una sensación de atmósfera sobrenatural. Se sentaron en la orilla en silencio, tratando de revivir el pasado. Leonardo, transcurrido un tiempo de respeto, explicó lo que sabía por boca de Valentina.
—El baño en oro se hacía únicamente cuando se proclamaba como cacique a la persona elegida, que debía llegar totalmente pura de pensamiento, aplicarse ungüentos y oro en polvo sobre la piel, para luego penetrar en la laguna, y al salir… era un hombre sabio. Después se ofrecía a la laguna oro, los famosos tunjos, esmeraldas y otras piedras preciosas…
—¡Qué maravilla, Leonardo! Por eso la legendaria imagen de El Dorado era realmente una ceremonia fastuosa de carácter mágico-religioso que solo acontecía con motivo de la investidura del cacique de Guatavita. No era pues algo frecuente. —La muchacha estaba extasiada con el desarrollo de la historia mientras contemplaba las aguas tranquilas de la laguna sagrada.
—Valentina me contó que todo acto que afectara a la naturaleza debía tener su equilibrio, y esta era la forma en que los muiscas devolvían lo mejor que tenían al lugar sagrado. Y yo debo hacer algo parecido: enterrar la tiara de oro y devolverla a la naturaleza —dijo muy serio Leonardo.
—Estoy tratando de imaginar cómo era la Balsa Muisca, pero no me hago mucho a la idea. ¿Tú lo sabes?
—Valentina guardaba un dibujo hecho por un campesino muisca en una piel de cuero después de verla con sus propios ojos. Cuentan que era preciosa, de oro, y que deslumbraba al mirarla. Era una figura plana que hablaba de la leyenda de El Dorado, y en ella se representaba al cacique en el centro de la balsa puesto en pie, ricamente adornado, y a los remeros que deslizaban la balsa despacio, muy despacio por el lago, también engalanados con suntuosos collares y tiaras de oro. La vieja decía que era una pieza pequeña, de dos palmos de largo por uno de ancho —recordaba Leonardo la descripción de la chamán.
«Esperemos que alguien con sensibilidad la haya puesto a buen recaudo y no se haya destruido o vendido a algún ignorante», pensó Violeta con preocupación.
Ya solo les quedaba llegar a la Ciudad del Sol y conocer su templo, que todavía se mantenía en pie y cumplía su función religiosa, aunque sin la crueldad de los sacrificios humanos. Era una construcción tradicional de los muiscas pero más grande. Tenía forma cónica y estaba levantado con materiales de caña y barro, rodeado de columnas estrechas y altas que sostenían la techumbre circular. Desde lejos parecía más pequeño, pero a medida que se acercaban aumentaban sus dimensiones y producía una sensación de grandeza pese a su sencillez. En su interior se tamizaba una luz cenital que iluminaba el centro donde se situaba una especie de mesa donde en tiempos se debía de inmolar a los niños sacrificados al dios Sol. Violeta y Leonardo sintieron un escalofrío al comprobar en la piedra del altar marcas que hablaban de las horribles torturas a que se sometía a la víctima. La base de la piedra conservaba un tono marrón, de sangre antigua, que los siglos no habían borrado. Salieron del templo sobrecogidos.
Esperaron el amanecer para ver dónde señalaban los primeros rayos del sol y, mirando al Este, como hacían los muiscas en sus enterramientos, excavaron un hoyo cerca del templo. Leonardo introdujo con sumo cuidado, envuelta en un paño de algodón, la tiara de oro del hijo de Valentina y la enterraron. Con este gesto Leonardo quiso desprenderse del horrible recuerdo de un niño inocente que fue sacrificado al cumplir los quince años, y también rendir un homenaje a Valentina para que nunca se volvieran a repetir rituales tan macabros. Cumplida la tarea, se abrazaron y lloraron emocionados en un acto íntimo de purificación.
De vuelta hacia los Bosques de Niebla, repartieron los impresos de Quintín Lame por las aldeas que encontraron a su paso y hablaron con los caciques más abiertos a la idea de que uno de los suyos ostentara la representación indígena en las altas esferas de Bogotá. En este recorrido por los territorios muisca Violeta conoció una faceta de Leonardo que ignoraba: su lealtad a la memoria de la vieja chamán y también su amor, aunque a él le costara reconocer ese sentimiento. Admiró su decisión de enterrar la tiara de oro y no quedarse con un objeto tan valioso. Regresaron al poblado más unidos que nunca y con la sensación del deber cumplido.
Al llegar, Quintín Lame le dijo a Leonardo que se podía quedar con la choza de la anciana Valentina.
—Es tuya. Eras el ser más cercano y querido por ella, es justo que vivas allí si lo deseas.
La verdad es que era bastante más espaciosa que la pequeña cabaña donde vivía el joven, así que aceptó gustoso.
—¿No te da miedo vivir aquí? —le dijo Violeta.
—¿Por qué me iba a dar miedo? —contestó molesto Leonardo.
—No sé, como era hechicera y murió aquí… Pero igual tienes razón y solo son prejuicios míos. Yo nunca podría vivir aquí dentro —reconoció la muchacha, y salió al exterior a respirar aire fresco.
Leonardo se mordió la lengua. En un instante Violeta había roto la ilusión que empezaba a acariciar en silencio: proponerle más adelante vivir juntos en la choza de Valentina. Pero se dio cuenta de que pertenecían a dos mundos distintos a pesar de que la mujer dorada llevara dos largos años en la selva. Ella no sabía que Leonardo había vivido un tiempo en esa choza cuando llegó a la selva siendo un adolescente, cuidado por la vieja chamán. Tampoco sabía que esa choza con sus olores, su penumbra, su atmósfera especial, le evocaba las mismas sensaciones que había experimentado en la cabaña de su abuela, la meiga del monte O Pindo; y que aunque entonces tuviera solo cinco años su subconsciente guardaba ese pasado y lo revivía sin querer. Aun así, Leonardo insistió un poco más, y antes de que se marchara a la aldea de arriba para atender las escuelas le pidió algo.
—Entra conmigo y verás que se está bien —dijo persuasivo.
Violeta sonrió al ver el hermoso rostro de Leonardo suplicando. Sabía muy bien lo que quería, pero no podía complacerle, era superior a sus fuerzas.
—No puedo, Leonardo. No podría hacerlo. Debo atender las escuelas, he estado demasiado tiempo fuera —repuso, y salió corriendo.
Los niños del poblado de Quintín Lame la recibieron con alegría. La echaban de menos y le contaron que todos esos días, en su ausencia, habían seguido yendo a la escuela para escribir en sus cuadernos y hacer dibujos en las paredes. Al entrar seguida de un montón de chiquillas y chiquillos risueños comprobó sorprendida que todo estaba ordenado, y que en el lugar donde ella solía sentarse habían dispuesto un manto de flores. Emocionada trató de abrazarlos y les dijo que ella también los había echado muchísimo de menos. Violeta pensaba que esos niños eran lo mejor de la selva y que cuando se marchara los iba a añorar allí donde fuera. Los pequeños no la soltaban y le pedían que les contara cosas de su viaje a la tierra de los muiscas.
—Como si fuera un cuento —dijo uno de los pequeños tirándole de la falda.
Extrañada, la joven se preguntó cómo sabían los niños dónde había ido, y enseguida cayó en la cuenta de que en el aula estaban dos de los hijos pequeños de Quintín Lame.
Con el paso del tiempo, una de las novedades que introdujo fue mezclar niños y niñas en sus clases. De este modo aprovechó la nueva escuela para sentar allí a los más mayores, a los que intentó inculcar conocimientos más adecuados a su edad. Desde el primer día los niños admitieron el cambio con naturalidad, y ningún padre o madre se acercó a protestar por la decisión adoptada. Admiró el respeto que mostraban los indígenas por su trabajo y, cada vez que pensaba en ellos, los consideraba más civilizados y permisivos que la sociedad de la que ella procedía.
Esperó que esa noche Leonardo subiera para dormir juntos, pero pasaron las horas y el muchacho no apareció. Extrañada y aprovechando que no hacía demasiado frío, se echó el poncho por encima y dando un paseo bajó hasta el río a su encuentro. Quizás había estado algo brusca cuando opinó con naturalidad sobre la choza de la vieja Valentina, y notó la tristeza en sus ojos. Quiso disculparse, aunque tenía claro que no podría acostarse con él en ese lugar. Le daba aprensión. El poco tiempo que había estado allí notó un olor raro: el olor de los viejos.
A pocos pasos de la choza se paró en seco. Una silueta de mujer acababa de entrar. Era la joven indígena que ya había visto tiempo atrás en la cabaña de Leonardo. «Parece que a ella no le da aprensión estar en la casa de la anciana», pensó Violeta. No quería sacar conclusiones precipitadas, así que, escondida entre los árboles, esperó a que saliera; pero al parecer no se trataba de una visita rápida ni de un recado. El paso del tiempo hizo evidente el motivo de la presencia de la joven india. Se dio media vuelta y subió entre la niebla caída y la noche oscura hacia la escuela.
Esa noche no pegó ojo pese al cansancio acumulado. Aunque era consciente de que dos personas libres y sin compromiso, como ellos, podían estar con quien desearan, se sentía molesta. Era su forma de pensar y, por tanto, no podía exigir a Leonardo fidelidad; pero tampoco engañarse tratando de aparentar que no le dolía su comportamiento. «Además, los indígenas son mucho más libres en sus relaciones sexuales, y eso debo entenderlo. No tiene mayor importancia», trató de convencerse. Poco a poco sucumbió al sueño y dejó de pensar en la piel dorada de Leonardo, que sin duda ahora estaría gozando otra mujer.
Los días posteriores no le dejaron mucho tiempo para pensar en Leonardo, porque Quintín Lame tenía todo listo para ir a Bogotá en busca de libros de leyes; se había estado preparando y acariciaba la idea de llegar al Congreso para representar a los suyos.
—Todo cambia, Violeta, y en este nuevo siglo creo que debemos recorrer otros caminos, sin olvidar los levantamientos como modo de mostrar nuestra fuerza. Pero quiero probar la política de los blancos antes de hacerme viejo —le dijo con convicción a Violeta.
—Entonces, ese levantamiento que lleva tiempo preparando para juntar a seis mil indígenas ¿no va a producirse? —preguntó ella, esperanzada.
—Hay que mantener la amenaza. Esa será una de nuestras bazas frente a los hostigamientos del hombre blanco —replicó astutamente el indio.
La inteligencia y astucia de Manuel siempre la sorprendían. «Sin duda es un hombre dotado por los dioses para conducir a su pueblo», pensó. No obstante, y aun reconociendo estas cualidades en el líder y amigo, debía decirle algo que le producía cierto temor ante su posible reacción. Pensó, con buena lógica, que no podía ir a la capital vestido como en los Bosques de Niebla. Bueno, poder claro que podía, y en Bogotá seguro que algunos indios paseaban así por sus calles poniendo un toque de exotismo a la gran urbe; pero Violeta quería que le respetaran desde el primer momento. Había estado en Cali y sabía lo que pasaba: la gente sonreía despectiva cuando veía a los indígenas emborracharse en las tabernas. Se atrevió y en medio de la conversación le mencionó algo relacionado con un cambio de vestuario para la ocasión. Su respuesta orgullosa no admitió dudas.
—Si no puedo entrar vestido como lo que soy en una biblioteca de mi país, entonces no merece la pena hacer el esfuerzo de participar en la política.
Violeta no discutió —empezaba a hacer como su padre— y pensó en dar un rodeo a su sugerencia. Habló con Belinda León, a ver si entre las dos lograban convencerlo.
—Él nunca se va a disfrazar de lo que no es —argumentó Belinda.
—No se trata de ponerse un disfraz, Belinda. Simplemente es que cambiamos de territorio y conviene respetar las normas que rigen en ese territorio urbano. Recuerda que cuando fui a Cali cambié de ropa y me vestí como van allí las mujeres, para no llamar la atención. Solo es eso. —Intentó razonar Violeta.
—¿Y cómo tendría que vestirse? —replicó Belinda, entrando ya en el terreno de discusión.
—Pues yo creo que tendríamos que llamar de nuevo a Dionisio y que subiera un traje de su talla. Ya sabe, chaqueta y pantalón y zapatos. Y respecto al pelo… —Aquí Violeta pensó con cuidado qué decir— bastará con que se lo sujete con un cordel en la nuca.
—Pero tendrá que llevar su poncho. En Bogotá hace frío —repuso preocupada la esposa.
—Claro —asintió Violeta, y se imaginó rápidamente el aspecto curioso que tendría un hombre de su envergadura vestido como un caballero y con un poncho encima.
La estrategia envolvente surtió efecto y a las pocas semanas Manuel Quintín Lame, a regañadientes, apareció vestido con el traje que le había subido Dionisio, unos botines de buen cuero, camisa blanca, y encima su poncho de excelente lana marrón oscuro.
—Por si hace frío —musitó en voz baja.
—¡Está guapísimo! —exclamó Violeta, dando una vuelta alrededor de él.
Belinda, con las manos cruzadas sobre el vientre, lo miraba y remiraba sin atreverse a pronunciarse. Al final dijo que lo veía raro.
Leonardo subió a despedirse de ambos. Presentía que ese viaje iba a ser más largo que los otros. Violeta le explicó que tenían varias visitas que hacer en la ciudad, informarse bien y hablar con gente que les pudiera aconsejar en su propósito de introducir a Manuel en los círculos políticos.
—¿Cuánto tiempo estarás fuera? —preguntó cabizbajo.
—No sé, depende de que encontremos a la gente, de que nos reciban… Es una gran ciudad y llevará su tiempo. Pero si lo que quieres saber es si volveré, claro que volveré: no tengo otro sitio donde ir. Además, no podría pasar mucho tiempo lejos de tu lado —le dijo Violeta, acariciándole el pelo brillante y negro como una lámina de agua en la noche oscura.
Días antes de la partida, Violeta dedicó bastante tiempo a reflexionar sobre su vida en la selva. Se daba cuenta de que recluida en el aislamiento de las montañas se estaba perdiendo algo. En Cali ya había percibido la vitalidad de la ciudad, cómo todo el mundo celebraba la entrada en el siglo XX con sus esperanzas de progreso y modernidad; esa especie de euforia colectiva ante el porvenir que mostraban las gentes, incluso las menos favorecidas por la fortuna. Era como un contagio alegre y optimista que invadía todas las esferas sociales. Por eso estaba ansiosa por llegar a Bogotá y perderse en la gran ciudad para vivir esos cambios. Presintió que su etapa en los Bosques de Niebla tocaba a su fin y necesitaba nuevos horizontes. Deseaba a Leonardo, pero era consciente de que la diferencia de edad y de cultura constituían realidades que los separarían en algún momento, y que cuanto más tiempo pasara peor sería para el muchacho. La obsesión que a veces parecía manifestar el joven por ella empezaba a agobiarla y no deseaba una dependencia de esa naturaleza. No tuvo valor para despedirse de Leonardo ni para contarle sus inquietudes; prefirió dejar las cosas como estaban y esperar a que el azar o las circunstancias en Bogotá decidieran y le marcaran el camino.
Tuvo que reunir fuerzas y disimular sus sentimientos cuando en la escuela se despidió «temporalmente» de los niños, porque en el fondo sabía que quizá no volvería a verlos. Se emocionó cuando Belinda León le dijo que cuidara de su hombre en la gran ciudad, y que regresaran pronto.
Mientras bajaban de los montes envueltos en la densa niebla, Violeta se acordó de cuando subió por primera vez en busca de Quintín Lame, llena de incertidumbres y miedos. Entonces no tenía muy claro si sería capaz de vivir en la selva, alejada de todas las comodidades conocidas y sin un cometido concreto en el que apoyarse. Y ahora, cabalgaba junto a Quintín Lame convertida en su amiga y consejera.
—¿Qué piensas, Violeta? Te veo muy reconcentrada —dijo el líder indígena volviéndose hacia ella, ya que iba delante abriendo el camino con su machete.
La muchacha interrumpió sus reflexiones y acercó su caballo a la altura del de Manuel.
—Estaba pensando en cuando llegué aquí. ¡Ya han pasado dos años!
—Sí. Esas cosas se piensan cuando se va a abandonar un lugar. Has hecho una gran labor con las escuelas, conmigo y con la causa indígena. Debes sentirte orgullosa. Yo estoy muy orgulloso de ti. Quizá ya es hora de que pienses en lo que te gustaría hacer, es un buen momento para empezar.
A veces Manuel Quintín Lame le hablaba como un padre. Sus palabras le hacían bien. Era como si le adivinara el pensamiento.
—Gracias, Manuel. Estoy muy bien con vosotros y no tengo ni idea de lo que me gustaría hacer; pero es verdad, puede que tenga razón y sea el momento de cambiar. Ya veremos. Pero ahora lo que me preocupa es qué vamos a hacer cuando lleguemos a Bogotá. He estado pensando y no se me ocurre nada, salvo ir a la biblioteca a mirar libros, pero yo no sabré aconsejarle sobre su utilidad para el objetivo que buscamos. Eso me tiene inquieta.
—Pues no te atormentes porque yo sí sé dónde ir. Iremos a ver a Diego Luis Córdoba, un abogado de Bogotá que trabaja en la defensa de los derechos humanos, en especial para las comunidades negras, indígenas y campesinas. Es nuestro hombre. Tengo su dirección. Lo buscaremos y hablaremos con él. Él nos guiará en esta nueva selva de papeles, leyes y normas, hasta que encontremos un camino que nos ilumine.
Violeta respiró aliviada, y admiró la habilidad de Manuel para encontrar soluciones a casi todos los problemas. En su mochila llevaba también la dirección de Amelia, la joven gallega que había conocido en el Lusitania. Tenía intención de ir a visitarla si es que todavía continuaba dedicada a ese oficio que le confesó con toda naturalidad en el barco. Tampoco se olvidó de llevar la piedra de la playa de Lariño; esa especie de amuleto que la acompañaba siempre, y más ahora que intuía que iba a comenzar una nueva etapa en su vida.