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En Zaragoza, el aspecto de Agustín sorprendía a sus amigos. Pensaban que no era para tanto. Había ido a ver a un antiguo comisario de policía, y le encargó que hiciera lo posible para dar con el paradero de Remedios. Solía pasar todos los días por el despacho del polizonte para saber si había recibido alguna noticia. Samuel Rodrigañez estaba de vuelta de cuanto sus pocos clientes le pudieran decir y su única habilidad era entretenerles las esperanzas con tal de sacarles el mayor jugo posible. Lo hacía por necesidad: ocho hijos son muchos y más si tienen dos madres, así vivan éstas separadas por todo lo ancho de la ciudad.
Rodrigañez era un hombre más que obeso, con papadas por todas partes y todas lucientes, entre la grasa se divisaban dos ojitos vivos que no siempre se movían a la par, con lo que sus interlocutores no sabían, a veces, dónde mirar al hablarle. Los brazos cortos, las manos de muñeca de celuloide, los dedos oscurísimos de nicotina y una voz atenorada no estaban hechos para impresionar favorablemente a nadie. Pero su labia era interminable y su lema: «Lo último que se pierde es la esperanza», le daban resultado; sólo que escaso por el menguado número de clientes. Pero no podía establecerse ni en Madrid, ni en Barcelona, ni en Sevilla por incompatibilidad «de carácter» con la policía oficial que le toleraba en Zaragoza, porque era pariente lejano del arzobispo.
—Me parece que vamos por buen camino —le decía a Agustín—; mi agente de Valencia me señala una mujer de las señas de la que a usted le interesa. Desde luego era lo más normal, y parece mentira que no se nos ocurriese antes. Mire usted, señor de Alfaro, lo natural es siempre la mejor pista, y lo demás son novelas policíacas. ¿Qué iba a hacer esta señora? Tomar el tren. Ir ¿a dónde? ¿A Madrid? No. Ella suponía que allí usted daría con ella inmediatamente. ¿A Barcelona? Yo he notado, en mis largos años de experiencia, que las más diversas personas de las distintas partes de la península (¡Qué bien hablas, Rodrigañez!), no suelen ir a Barcelona, de buenas a primeras, en sus fugas. Posiblemente por lo del catalán y los catalanes. Entonces, ¿qué conjetura quedaba? La más sencilla: tomó el mixto de Madrid, bajó en Calatayud a esperar el enlace con el Central de Aragón. Estoy haciendo gestiones para confirmar esta hipótesis en Calatayud mismo. Acabo de enviar un agente, que espero esté de vuelta esta misma noche. Como ve usted, no pierdo un momento. Comprendo su impaciencia, señor de Alfaro, y, desde luego, le pido todavía un poco de tiempo, para confirmar que esta pista es buena; seria lo es, desde luego, y no creo que tardemos en dar con la simpática fugitiva. Ahora bien, si fuese usted tan amable de abonarme nada más que los gastos que he tenido que hacer —éstos sí extraordinarios y fuera del presupuesto— al enviar un agente a Calatayud, se lo agradecería mucho.
Rodrigañez quisiera frotarse las manos, pero sentado no alcanza la una con la otra y se contenta con sacar brillo a su chaqueta pasando repetidamente sus manos gordezuelas por los flancos de la descomunal panza.
¡Qué talento tienes Rodrigañez, y qué lástima que el hambre lo eche a perder! No son las propias ganas de comer que, a pesar de su voluminosísima humanidad, don Samuel es de parco yantar, sino el famélico pío pío de la parvada, sin hablar de las necesidades, menos perentorias pero más elevadas, del vestir y de la educación. No recuerda el descomunal esbirro día en el que no le reconcomiera la falta apremiante de algún dinero. No es la miseria, la pobreza, sino eso que tan gráficamente llaman la necesidad. No puede descabezar un sueño sin la preocupación de dónde sacar los cinco duros que le hacen falta, sea a Juana, sea a Amparo. (Amparo cosa curiosa, también se llama Juana, y hubo un tiempo en que las llamaba Juana I y Juana II, pero a consecuencia de un lío, precisamente de dinero, decidió cambiarle el nombre a la segunda por el patronímico número dos de la larga serie que la adornaban desde el lejano día de su bautizo). No le alcanzó nunca el sueldo para cubrir satisfactoriamente los gastos de ningún mes y, a pesar de su fundamental honradez, siempre había tenido que recurrir a pequeñas triquiñuelas para poder mantener a su larga prole. De ahí surgieron dificultades con sus superiores, su salida del cuerpo y su establecimiento como «detective».
—Y aunque sea meterme en cosas que no me importan —le dijo a Agustín, después de embolsarse las treinta pesetas que acababa de sacarle con su maña más corriente—, pero llevado por el interés personal que me merecen mis clientes, quiero indicarle que no es muy prudente que se le vea tan a menudo en compañía de persona tan sospechosa como Alberto Chuliá.
—¿Chuliá? Es incapaz de matar una mosca.
—No se fíe. Esos anarquistas son incapaces, como dice usted muy bien, de matar una mosca, pero no les importa lo más mínimo despachar al otro mundo a una docena de cristianos, o al señor arzobispo en persona.
—Lo único que tiene Chuliá es imaginación.
—Volcánica, señor de Alfaro. Y hay que desconfiar de los volcanes: estallan como las bombas, sin avisar.
—¿Sabe usted por qué se queda en Zaragoza?
—No.
—Se le ha ocurrido que subiendo, sólo un metro, el nivel del canal podrán convertir en regadío trescientas mil hectáreas de secano de Gallur hasta cerca de Huesca. Lo da por hecho.
—Todo eso no son más que apariencias. Lo hace por despistar; él vino aquí a otras cosas. Un anarquista no puede dejar de serlo. Ahora bien, no tome usted esto más que como lo que es: una advertencia amistosa basada en la gran simpatía que tengo por usted.
La relación de Agustín con Rodrigañez llevó al primero a San Sebastián y a Valencia, en busca de Remedios, con el natural resultado negativo; pero, según el polizonte, las señas eran mortales y nuestro hombre no quiso esperar, en ambos casos, los resultados finales de la investigación. Perdió el tiempo y la paciencia, sin contar la intranquilidad en que vivió hasta convencerse que la persona en la que creyeron reconocer a Remedios era otra. Pasó entonces horas que no tenían fin, preocupado ante todo por no saber qué actitud tomar en cuanto se enfrentara con la fugitiva. Al final lo dejaba a la ocasión y a lo que saliere, pero la imagen de la mujer amada se le hacía físicamente presente con el traqueteo del tren y le dolía.
Más de seis meses le duró la ilusión, bien alimentada por don Samuel. Viósela, al decir de éste, por última vez en Bilbao, donde embarcó para Buenos Aires. Quería el policía seguir allí las investigaciones, embargado con la perspectiva de los gastos de una búsqueda por el extranjero, pero dióse Agustín por vencido y decidió volver a Madrid. Su cometido en el almacén estaba, si no terminado, en buen camino de final resolución y don Prudencio podía hacerse cargo del negocio sin cuidado de ninguna especie, teniendo, además, en cuenta que su yerno había dado con buenas contratas en Sevilla, muy amigo que se hizo del duque de Higuera, terrateniente apegado a sus vastísimas tierras y, a lo que en el Casino de Labradores propalaban malas lenguas, a la legítima del contratista.