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Doña Camila abrió su ropero y sacó unas sábanas bordadas.
—Toma, hija, las guardo hace veinticinco años…
No pudo decir, como tanto tiempo se lo había figurado: «Son para las bodas de mi hijo». Le pareció que algo se le atragantaba y los ojos se le llenaron de lágrimas, pensando, una vez más, cuán distinta era la realidad de lo que había imaginado.
—Muchas gracias, señora…
—¿Me vas a seguir llamando señora?
—Me da vergüenza…
—No es ninguna vergüenza llamar a alguien madre.
La que lloró ahora fue Remedios, que no solía ser propensa a esas manifestaciones de pena o de júbilo. Era la primera vez que iba a salir esa palabra de su boca, y ¡a quién iba dirigida!
Encontraron por fin un piso en la calle de Echegaray. No era del gusto de nadie, pero, por cansancio, lo aceptaron todos. Doña Camila porque ya no estaba para subir escaleras y, además, el escogido era un entrepiso; Remedios, porque lo mismo le daba y lo que quería era salir cuanto antes de la calle del Peñón, en la que la vida se le hacía muy difícil, porque a últimas horas a la seña Paca le entraron reconcomios morales y no le predecía sino infortunios. Agustín decía a todo que sí. La única que rezongaba era Petra porque el cuarto para la criada era de lo más reducido y oscuro que puede imaginarse; tampoco la cocina era cosa del otro mundo, pegada a un patio que más parecía chimenea que otra cosa. La casa tenía dos habitaciones amplias, pero de techo bajo —por ser entresuelo—, que daban a la calle. Las mujeres, bajo la indicación de doña Camila, decidieron que fueran la alcoba del matrimonio y del niño, y el despacho de Agustín; frente al recibidor, una puerta corrediza de cristales daba al comedor; en los adentros estaba la cocina, el cuarto de Petra y otro pequeño, «para los trastos». Doña Camila dijo que mientras no creciera el niño «o vinieran otros» estaba bien, más adelante ya se cambiarían. Por otra parte, era lo más decente y barato que encontraron cerca de la casa de los «abuelos».
Para amueblar el pisito recurrieron a las amistades comerciales de Agustín. Almacenes Rodríguez le hicieron un quince por ciento de descuento. En el escoger también tuvo voz predominante doña Camila. No hubo manera de hacerle comprender que el matrimonio prefería dos camas gemelas.
—A mí ésos que duermen en dos camas me parecen que no están casados.
Ante este razonamiento, ni Remedios ni Agustín tuvieron ya nada que oponer. De todos modos ya estaba resuelto que Petra dormiría con Remedios y que el mozo ocuparía la cama de la que, quisiera o no, hubo de convertirse en criada. Del despacho no hubo que preocuparse mucho; pasó a su nuevo domicilio su archivero y su mesa; lo único que compró, a plazos, fue una máquina de escribir. Con unas sillas, todo quedaba arreglado. El problema más grave fue la colcha que doña Camila se empeñó en regalar al matrimonio, escogióla con mucho amor y cuidado de raso azul. Remedios no tenía manías, pero sí repulsión instintiva por ese color.
—Tal vez por el poco favor que me ha hecho el cielo…
Quiso cambiarlo por otro color de rosa; se opuso Agustín: sería un desaire para con su madre.
—Claro, tú no lo tienes que ver.
Desde el día de la ficticia boda se hablaban de tú.
—Comprende, mujer, que para ella es una ilusión.
—Tú déjalo de mi cuenta.
—Pero que ella no se moleste.
Si se molestó o no, no lo dijo, pero el cubrecama se cambió por otro color de rosa.