Con ser vencidos llevan la victoria

CERVATES

26 de enero de 1939

A LOS HOMBRES les ha dado siempre por andar, para eso tienen piernas; pero hasta ahora no sabía que era el aire lo que les empujaba. Sólo tienen una oreja pequeña a cada lado de la cabeza, bástales para correr al menor ruido; no saben estarse quietos, ni ven más allá de la punta de su pequeña nariz, locos con un tema: la velocidad; ya no les contentan ruedas, quieren alas. Ignoran que una vez nacidos arraigan aunque no quieran y que no valen tretas, quiebros, artimañas o martingalas: no cuenta la carne, sino la savia.

He nacido de pie. Siempre fui alta, mayor de lo que a mi edad corresponde; nací allá por los alrededores del mil ochocientos ochenta y tantos y he ido, como corresponde, ensanchando poco a poco mi tronco y mi paisaje. Figueras ha ganado en planta lo que yo en vista, cuando me creyó cercada yo la vencía por lo alto. Los azacanes, con sudores y tiempo, fueron construyendo sus cuarteles siguiendo la disposición de las tierras, figurándose alinear atabones a su capricho. Alcancé a ver hace muchos años San Martín, y cuando alzaron en la Rambla casas de tres pisos, para tapiar mi horizonte, desde las puertas de la ciudad ya divisaba yo Perelada.

En mis años mozos, cuando avisé sobrados, pasaron por mis pies los primeros automóviles. A mí no me sorprende nada, siempre fui un poco marisabidilla: lo sé y no me importa. Cubrieron el albañal, erigieron los palos del teléfono, cipos eternos de nuestra grandeza, los celemineros vinieron a mozos de la gasolina.

Sucediéronse podas: tanto da, ya pueden los hombres baratear nuestra vida, somos más que ellos, tienen miedo a la intemperie y por ello perecen, desnudos parecen flores ¡y se visten! Desgraciados. Chapodan el mundo para poder sustentarse, por falta de raíces. Lo que vale es el viento, y lo ignoran. Se empeñan en sacar grano del escajo, madera —vida de nuestra muerte— de la moheda. Moceros malolientes, sólo viven si mojonean, llámanlo abono para darse lustre, pero se esconden para ello, lo sé porque lo veo; mostradores, jactanciosos, nepotistas que en cuanto pintea pernean como gallinas o inventan paraguas; o aun se hacen vegetarianos como si sirviese para algo comer de lo que uno no está hecho: coman carne y déjennos en paz, o, si quieren, que sigan plantando renuevos en el ramblar aunque sólo sea para que los soldados acoplen rabizas al trastornarse el sol o que las ramas se somorgujen en las acequias, pero que no nos muelan a machetazos de años en años dando por razón que es por nuestro bien… Me voy por las ramas; a lo que iba: las escarpas del castillo no han variado, verdecen en primavera, tal como se debe; un castillo es una cosa seria. La carretera se amolla, hunde y enfanga con la lluvia; con los calores espolvorea el campo, la alquitranaron y se va dando lustre, allá ella con sus hitos.

A la redonda, el llano se muere de lejos, allí está Llansá, allá dicen que el mar y frente a la puerta mañanera del sol, tras los collados que me lo esconden, Rosas. Los Pirineos son mi norte, y a mucha honra; ellos cumplen con su obligación de nieve cuando toca.

Alaban mi memoria, sé de Napoleón por lo que cuentan, de los carlistas por mi familia, vuelta gran parte de ella ceniza sin remedio, por el frío que pasó aquella horda. Los hombres tardan en crecer y, de todas maneras, no van más allá del chaparro.

(Posiblemente los hombres son desgraciados por moverse tanto, pero más se lleva el viento).

Anoche se murió un niño a mi pie; murió verde y se lo llevó su madre camino de Francia, creyendo que allí resucitará; no creo en milagros. Tampoco comprendo por qué se mueren los niños: morir es cosa de quedarse seco. Lo saben de sobra los hombres, y lo dicen. También se muere uno de podredumbre, de tener las entrañas roídas por los gusanos. Los hombres se mueren carcomidos por fuera, la cara consumida por la sangre y las vendas, por el pus, la sarna, los piojos y el dolor. Por lo que oí anoche, también de hambre. ¿Qué es el hambre? La tierra da para todo. «Sí, lo que quieras —decía uno—. Pero anteayer, no recuerdo si era el martes o el miércoles, tanto monta, antes de salir de Barcelona, llaman en casa. Eran las dos de la mañana. Había alarma; noche clara, proyectores y toda la pesca. Sí, para un parto. Allá que te vas con el miedo a los antiaéreos y sin poder encender la lámpara de bolsillo, con una pila nuevecita que me había traído Vicente, de Perpiñán. El niño nace muerto: Falta de alimentación de la madre. Me asistía una vecina —venga Ud. a ver el mío—, me dice, cuando todo estuvo listo. Allá voy echando pestes, acaba la alarma y vuelve la electricidad. ¡Ah!, sí, porque el famoso parto tuvo lugar a la luz de las velas que habían ido a requisar por toda la escalera y en un refugio de al lado; ¿te das cuenta? El recibidor era una sala de respeto, cada vecino venía a por su bujía y a preguntar por la parturienta. De cine, chico. A nadie le oí decir: Mejor, más vale así. No, todos decían: Lástima, otra vez será. La madre estaba desesperada. Bueno, subo a casa de mi asistenta y veo el niño, un año. Este niño se muere. Le damos un baño caliente, una inyección de aceite alcanforado: Ya decía yo —me espeta la madre— no comía. Y nada más. Ni un grito de protesta, ni un lamento. ¡Qué pueblo, Dios, qué pueblo!».

Los hombres no tienen idea de lo que es tener pájaros en los dedos, los hombres y los animales se parecen a las piedras, no los mueve el viento, se guarecen de huracanes y ciclones, les faltan raíces para afrontarlos, son puro tallo, sólo crecen para afuera, si lo hacen para adentro no se les ve, y yo creo lo que veo: por eso lo cuento. Los hombres dan idea de lo que son los fenómenos pasajeros, son como las tormentas o mejor, como dicen, atormentados. Para ellos no existen las estaciones y tanto les da primavera u otoño; la vida no brota del hombre sino de su alrededor, bajan a ser espejo del mundo y por defenderse de su inferioridad inventan el sueño, intento de semilla, moleña por los aires: no son capaces, para empezar, de discernir entre una haya y un tilo, un plátano o un castaño y no hablemos de cerezos o de naranjos. Triste condición la de animal; si quieren dar algo de sí, han de morir en la porfía; la sangre es savia muy escandalosa y los hombres siempre parece que estén pariendo; no saben dar fruto más que entre dolores, y en cuanto a echar flores, van lucidos. No me comparéis una gallina con un almendro.

27.

—¿Has pensado alguna vez que podíamos perder?

—No pienso ná. No puedo pensar ná. Lo echaría tó a rodar y no tengo ná que echar a rodar.

Con oídos y sin lengua pasa un mundo por la carretera, se ha ido formando de la nada, lo ha traído el aire del sur y lo embotella en Figueras; la carretera de la Junquera es un embudo. Las resolanas se han convertido en garages. La dudad desborda de automóviles y camiones, es como una sangre negra que corre por las cien heridas que la noche le ha hecho. Mundo medio muerto que anda con dos piernas igual que si sólo tuviese una, mundo que sólo sabe andar y que sabe que con andar no resuelve nada, pero que anda para probarse que vive. Huyen de su sombra sin saber que sólo la noche resuelve el problema, andan, y por la noche encienden hogueras; con el fuego renacen las sombras. El mundo ha envejecido en cuarenta y ocho horas. Pasa un viejo viejísimo, de luto, como todos los viejos españoles. Estar de luto es el invierno. Una dijo: Mírale tan viejo y tiene miedo de morir. Andan. Vienen soplando por el mar las primeras claridades. La carretera está llena de camiones, de carabineros, de soldados, de automóviles, de guardias, de viejos, de mujeres, de carros, de periódicos rotos, de viejos, de tanques de gasolina, de tres cañones que han abandonado a mi derecha, de niños, de soldados, de mulos, de viejos, de heridos, de coches, de heridos, de mujeres, de niños, de heridos, de viejos. En cuclillas, frente a mí, una mujer en el talud, llora enseñando las piernas, enfundadas en medias color canela y, más arriba, sus muslos, color de la flor del almendro, llora que te llora. No se para nadie, cada uno con su cacho de carretera al hombro.

—La culpa es del gobierno.

—La culpa fue de los comunistas.

—La culpa la tiene la CNT.

—La culpa es de los republicanos.

Un niño está solo, con un paraguas.

—¿Y tu madre?

—En Francia.

—¿Y tu padre?

—Muerto.

Está solo, parado como un islote, en medio de todos, formando un remolino.

La gente llega, viene, va, camina, pasa, se mueve, se estira, se extiende, se desliza, se gasta, consume, envejece, muere. A tanto andar todo acaba. Las mujeres van más cargadas que los hombres, no se ayuda nadie. Los soldados con sus fusiles a la deriva van decididos no saben a qué.

—¿Y tú de dónde eres?

—De cerca de Bilbao. Un año que estábamos en Barcelona, con casa y tó. Y tó comprao de nuevo, donde El Siglo. Las colchas, la vajilla, tó. Tó s’a quedao allí. Ahora arrea otra vez p’alante. Una vergüenza. Los catalanes tienen la culpa.

Se para, jadea, pasa los costales que lleva encajados en la parte derecha de su cintura al lado contrario.

—Una vergüenza. Y no nos ayuda naidie, naidie.

Una voz. ¿Quieres que te lleven en berlina?

—Sois tós unos cobardes. Si yo pudiera, si yo pudiera…

Los carros son mil; pueden con ellos, sin esfuerzo, las caballerías, el peso no es mucho, el bulto sí: la carga de los que huyen no es pesada, sino grande. Los colchones abultan, las jaulas son aire, los conejos y las gallinas necesitan moverse. Las camas son de madera y sirven de varales, en las roscaderas van vasijas y cazos. No son carros con toldo de lienzo, de los de carretera adelante, son carros labriegos de llanta ancha y loriga chillona que no han salido de la heredad. Los bultos forman vejigones por encima de los adrales, por las bolsas de abajo; el carro se transforma en racimo bamboleante; la reata o el animal solitario lo arrastra con el hocico bajo, la melena y las crines sucias, la cruz y los ijares raspados, el corvejón en sangre, la caña y el espolón vueltos tierra. Cuando se atolla la carretera el parar no es descanso sino impaciencia; muerde el movimiento en las nalgas y lo echa todo a los demonios. Entonces alguna bestia alza su testuz y mira, tintinea la collera: las pupilas de los animales son dé cielo. Sobre el carro no hay sitio para nadie, a menos que una vieja haya venido a trasto negro, tumbado; no dirigen el bicho ni riendas ni tirantes, ni manda el bocado a derecha o izquierda, condúcelo la riada; cada carro un mundo con sus satélites a rastras, camino de la frontera francesa. Todos los rátigos son distintos; ningún carro se parece a otro, pero todos son iguales.

Despega un avión del campo de San Martín.

Un soldado: Nuestro.

Un manco: Nosotros a la Gloriosa la llamábamos la Invisible.

Una mujer arrastra dos niños, pañuelo negro en la cabeza, sobre él un saco descomunal, cada niño con su saco a cuestas.

—¿Para qué luchar más? ¿Es que no ven que estamos perdidos? Entonces ¿para qué? ¿Más muertos?

Y sigue.

Uno: ¿Quién te manda venir? Quédate.

La mujer no puede volver la cabeza, apretuja sus labios secos y sigue.

Miles de enmantados por la carretera, todos con su márfaga, menos los que andan con muletas y los que transportan esos inmensos artefactos enrejados de alambre, con sus brazos a cuestas.

—¿Dónde vas, Torre Eiffel?

Hay más cojos que mancos, y más mancos que heridos en la cabeza. He visto niños con una sola pierna andar con muletas, es un espectáculo desagradable. En un viejo sillón con ruedas empujan a un paralítico de pelo blanco y cara magra, cubierto con un gorrillo negro; lleva sobre las rodillas un trozo de hule rosa, por si el agua.

Los coches se paran, corren diez metros, se vuelven a parar, cubren la carretera, a lo lejos las gentes los amalgama unos con otros.

Un guardia, con su fusil: Esto es lo que quieren, pero no se saldrán con la suya.

La cara caballuna, la barba de ocho días, desgreñado, la gorra terciada, los dientes neguijosos. Le habla una muchacha.

—¿Pero, cómo ha sido posible? ¿Qué ha pasao?

—¿Qué qué ha pasao? ¿Pero es que te figuras que tiran chuscos? ¿O qué? Y venga de artillería, y venga de tanques, y pavas y más pavas. Un asco, y cómo cagan las condenás.

Se le une otro.

—Lo peor son los morteros; por uno que tenemos, ellos tienen cien. Si por casualidad disparas, te fríen; acabamos por no tirar.

La muchacha: Y chaquetear.

El guardia coge su fusil con las dos manos: Repite.

La muchacha: Y chaquetear.

El guardia: ¿Y tú?

Se encoje de hombros y sigue su camino. El otro dice:

—A nosotros nos coparon. Nos salvamos de milagro.

Y se une al anterior.

Un camión cisterna adelanta contra corriente, le miran sorprendidos. Le gritan.

—Han desembarcado en Rosas.

—Cuentus. En Vinc.

A fuerza de bocinazos se crea un camino hasta el control.

Todos los hombres tienen los rostros graves, las arrugas hundidas por el polvo. Vosotros no os dais cuenta de lo que es un rostro humano. Reconozco que no hay cosa que se le pueda comparar: Tienen de todo encerrado en tan breve espado: del fuego, agua, y tierra, de la que están hechos; esto les da cierto aire inconfundible.

Un coche negro, bandera republicana al viento, pretende, metiendo ruido, adelantarse a los demás. La algarabía crece al tono del claxon impaciente; los:

—Niño.

—Luis.

—Pepe.

—Ven.

—Corre, que una no oye porque forman el lecho y la madre de los ruidos humanos, salen ahora a la superficie como pájaros veloces. Un carabinero se acerca al coche tozudo, se aparta respetuosamente y se dirige a los que forman valla, les explica cosas que no llegan a mí. Un guardia de asalto se interpone.

—No pasa ni Cristo.

—Pero…

—Ni Dios. Si nosotros nos quedamos aquí, que se queden tós.

El que habla gritando es cetrino, con aladares grasientos. Como a cola de bodrio la gente se para o acude. El guardia está exasperado, le da al cerrojo de su fusil.

—He dicho que no pasa nadie, como no pase yo. O el control me deja pasar, o si me cogen a mi que nos cojan a tós.

El mozo suda.

—No pasa ni Dios, al que lo intente me lo cargo.

Pasar, pasar, pasar. Una voz:

—El control cumple con las órdenes recibidas.

—Ni órdenes, ni ná. Carabineros tenían que ser. Al que pase me lo cargo como hay Dios.

Y como ve que va perdiendo pie, que la gente lo tiene por loco, grita:

—El gobierno se ha fugado esta noche.

Se interpone un joven rollizo.

—Eso no es verdad, están reunidos ahora en el castillo.

—¿Tú qué sabes?

Baja Vayo del coche.

—¿Qué pasa?

El guardia:

—Que no pasa nadie como no me dejen pasar a mí.

—¿Dónde vas?

—A reunirme con mi compañía.

—¿Dónde está?

—No lo sé.

Unos cuantos agarran al mancebo y lo apartan:

—Es el ministro.

—Bueno, y a mí ¡qué me importa!

—Va a la Agullana, a su ministerio, y vuelve.

—No pasa nadie.

Pero se sienta en el talud, los pies en el barro de la zanja, los ojos muertos de sueño, la barbilla hundida en el pecho, la mano asida al mosquetón. El ministro sube en su coche y pasa.

Nunca he visto tanta gente junta, ni tan vieja, ni tan negra. Una con manta repite, repite:

—Yo tengo todos mis papeles en regla, yo tengo todos mis papeles en regla.

Uno de uniforme para un coche, pistola en mano.

—Misión oficial.

Otro:

—Embajada de Francia.

Otro:

—Embajada de Cuba.

Por fin sube en el estribo de otra «Misión oficial». La carretera está negra en el atardecer, parece que la noche suba de ellos, pasan rozando mi pie miles de seres huyendo, hilera sin hilación, ayudándose unos, rechazándose otros ásperamente. Muchos heridos.

—Vino el mayor y nos dijo: No podemos asegurar la evacuación del Hospital, los que puedan marcharse por sus propios medios, que se vayan.

—Yo vengo de Vallcarca. ¿Y tú?

—No sé.

Hay quien no puede más, algunos lo dicen, uno se tumba.

—Morir por morir, tanto me da morir aquí.

Todo esto arremolinado de:

—¿Cuándo?

—¿Cómo?

—Luis, ¿falta mucho?

—Luis.

—Rafael.

—José.

—Ven.

—Corre.

—Luis.

—Luis.

Y lloros de críos, bocinazos y ruidos de motores cambiando velocidades, otros poniéndose en marcha. Ahora empieza a lloviznar. Dos vienen bajo una misma manta.

—La culpa es de Azaña.

—Y un jamón.

Un viejo empuja una carretilla, se cansa y para; empújala un niño, no puede con ella cinco metros más allá; le sustituye su madre, treinta metros más lejos pónese de nuevo el abuelo. Un soldado lleva a cuestas una oveja machorra.

Una mujer:

—A lo mejor no son tan malos.

Y anda. Las cosas van perdiendo sus colores. La noche cae en seguida, como un apagavelas. Siento mis ramas. Llueve y vuelve a llover. Los coches pita que te pitan, dándoles a los faros, apagan, encienden, para ver el rayadillo del agua y no tropezar; marcan el paso, se atropellan. Más heridos. ¿Dónde van? Huyen. ¿Por qué? Huyen. A estas horas me dan lástima. Sí, los hombres me dan lástima, por tontos. Un árbol será siempre un árbol y un hombre aunque quiera, no nos llega a las canillas. La noche se llena de hogueras, parecen luciérnagas, camino de Francia. Hace frío. El viento trae explosiones, pero la noche es un secreto.

28.

Las mujeres van vestidas de negro como si se hubiesen puesto de luto, pero sus bultos van envueltos en pañuelos de colores; las mantas son grises con tres rayas blancas. Pocos llevan zapatos: alpargatas y sandalias. Entre los colores que vuelven con la madrugada, lo más visible, lo único claro son los vendajes y los escayolados.

—Venían por la costa.

—Ametrallados y recontraametrallados. Delante de mí, ochenta muertos.

—¿Y los heridos?

—¿Es que no tenemos bastantes?

Otra vez ayer. Un viejo anda doblado, con dos bastones, menea entre ellos una cabeza sucia, un sombrero de ala ancha, gris y verde de años y aguas; debajo, le cerca la calva un pañuelo negro anudado a lo aragonés. Farfulla:

—No hablo pa ti, ni pa mí. Vino la gran puta y se lo llevó. Así como lo oyes; ¿qué voy hablar si mesmamente no sé? Se lo llevó.

A mis pies está desbebiendo un rajabroqueles, pregunta, con guasa, al quintañón, mientras embragueta:

—¿Dónde vas, abuelo?

Párase el hombre, levanta la frente, mira al botarate:

—A la mierda, hijo.

Y sigue.

Los hombres van siempre con la cabeza baja, no nos miran nunca; sólo se acuerdan de nosotros si solea o llueve, en busca de cobijo, como ahora. Péganse a mí dos adolescentes heridos, con el color perdido y la barba vieja.

—Yo soy de Andújar. ¿Tú?

—De Zaragoza.

Es la primera vez que veo andar gente bajo la lluvia. Siempre la he visto correr o pararse a esperar el escampo, como esos dos que se pegan a mí.

No, si no era de ningún partido, ni del sindicato siquiera. Dieciséis años, o ¿es que tengo cara de más de dieciocho? Mis hermanos sí. Dos de ellos. Los buscaron de seguida, pero se escaparon a Francia, por Navarra. Debieron de volver a Barcelona; a lo mejor andan por aquí. No he sabido ná de ellos. A mí no me querían afusilar: sólo marcarme. Sí, ahí, en la frente, mira, fíjate, una cruz, se ve mal. El que me lo hizo, por lo que se ve, no sabía. Un tío, que estaba ahí, en jarras, mirando, le dijo: Venga, hombre, venga. Y puso otra vez el hierro al rojo, en un fogón. La habitación era mú grande, en una casona antigua, cerca de la Seo. Se oía el río.

—¿El Ebro?

—Claro. El tío aquel se vino pa mí, cuando lo tuve a tiro le pegué una patá en las partes, y perdona. Se puso hecho una fiera, pero no me pegó. Yo no quería que me marcaran, por ná del mundo. ¡Ah sí!, me dijo. Con que nos rebelamos ¿eh?, ¿con que las gastamos así? Pues ahora verás. Y me insultó, y le faltó a mi madre. ¿Te das cuenta? Y dio orden que me subieran al camión. Yo ya sabía lo que quería decir eso. Pero en aquel momento no me importó ni poco ni mucho. Luego sí. Esperé dos horas y sólo pensé en mi madre. Después me subieron al camión y ya no pensé en ella hasta mucho más tarde, días después. A mí, como fue pensado y hecho, y no figuraba en la lista, no me ataron. Éramos once. Nos llevaron al cementerio, yo me di cuenta en seguida. Era de noche oscura. Nadie ecía ná. Conque llegamos, la puerta ya estaba abierta. ¿Tú no conoces el cementerio de Zaragoza? Entonces, ná. Nos llevaron por detrás. Se paró el camión y le preguntaron a uno que iba al lado del chófer: ¿Cuántos traes? —Diez y uno de regalo. El de regalo era yo. Yo sabía que me iban a afusilar, y sin embargo en el fondo no lo creía. Me sabía mal no conocer a ninguno de los que estaban conmigo. Para afusilarnos, como no se veía, pusieron el camión que nos había traído detrás de los que tenían que disparar. Así que veíamos nuestras sombras y las de los fascistas también. Porque nos pusieron de espaldas. Quizá porque les daba vergüenza vernos las caras, o no tenían pañuelos para vendar los ojos, aunque creo que no han vendado los ojos a naide. Ni falta que hacía. Era una pared de piedra, estaba toa salpicá de manchas grises y negras, y agujerillos, toa desconchá. El suelo estaba blando, blando. Dispararon sin avisar. No me tocó nin— gula bala, caí con los demás, en la sangre. Por lo visto me dieron por muerto y como era de noche no nos enterraron, lo dejarían pa la mañana. Cuando se fueron me escapé. Era una suerte ¿no? Vaya chasco al día siguiente cuando irían a enterrarme. Me fui pa Huesca. Antes yo no sentía la idea tan a fondo. Ahora sé que el fascismo es creminal. Si yo pudiese… Tantos fusiles aquí… Es que cuando veo lo que está pasando me muero de rabia. Prefiero morir a ser fascista. Fueron a enterrarme y no me encontraron.

El zagal ríe.

—Entonces fusilaron a mi madre, y a mis cuatro hermanos. Eso es el fascismo, y nada más que eso.

Hacia el Norte asoma un tanto de cielo muy claro.

—Primero no querían creerme cuando llegué a los nuestros. Era donde Ortiz. Me hirieron a los cuatro días. Luego estuve en Barcelona, y luego en Madrid. No he tenido suerte, me han herido tres veces.

—¿Y Eres de la CNT?

—Antes. Ahora soy comunista. Es mejor. Nos hacen más caso.

—¿De dónde vienes?

—De Arenys. Nos dijeron que nos fuésemos. Pero ganaremos. Tenemos que ganar. A la fuerza. Es preciso que ganemos. Preciso. Siempre pienso en la cara que pondrían cuando fueron a enterrarme y no me encontraron. Los contarían varias veces. Poco que darían por pescarme, pero ya pueden correr. Ya no llueve casi. ¿Vamos?

El hablador —ojos encendidos de fiebre— lleva su brazo en medio de un fantástico lío de alambres y lienzos; su compañero anda cojo, los dedos del pie izquierdo hacia los cielos.

Los más no hablan. Se les ha perdido la voz en los ojos. Andan. A las mujeres se les han ensanchado las caderas, llevan a rastras los recuerdos, los bultos, los hijos, los años.

—Lo mataron a palos en el cuartel del pueblo. Sí, en el 34. Éste también es de Sograndio.

La carretera se atasca, la muchedumbre se regolfa, el camino, de canal muere en remanso, en pantano, en presa; las gentes desbordan por las márgenes, las bocinas muerden el aire que pueden, pero el viento las borra. Ya no llueve, todo gris.

—¿No se pasa?

—¿Qué ha pasado?

—¿No se pasa?

—¿Qué pasa?

El vocerío se queda ronco, sin algazara. Como por abollón se van vendo poco a poco, sin ruido. Todo está repleto de autos atestados, como islas en medio de un mar de gente. Todos callan. Llegan seis, ocho ambulancias, hacen cola, como todos.

—Se escondió en el pueblo. Le dijeron que no le pasaría nada. Pero en cuanto salió a la calle se lo cargaron. Por eso me escapé yo. Salí por San Sebastián. Ahora va hacer un año.

—¿Dónde van todos éstos?

—Qué quieres, la resistencia tiene límites.

—Y frontera.

Haz chistes. La muerte es cosa de cada quisque. El aguantar es de todos. Si falla alguno, quiebra todo. Esta gente no sabe lo que quiere, pero sabe muy bien lo que no quiere. Por eso huyen. No es que tengan miedo, no quieren ser fascistas. ¿Comprendes? Es claro como el agua: no quieren ser fascistas.

—¿Qué esperan encontrar en Francia?

No lo saben. No quieren ser fascistas. Esto es todo.

Se les acerca una mujer con un niño en brazos; por verles mejor vestidos supóneles, por carisma, hombres de ciencia. Les tiende el crío:

—Tiene fiebre, señor, tiene fiebre.

Uno de ellos toca el zagalillo.

No, no tiene fiebre. Venga conmigo.

El tiempo de volverse y la mujer se ha filtrado entre la riada.

—¿Por qué no corres y la alcanzas?

—Está muerto.

—Pero si no quieren ser fascistas ¿por qué huyen y no luchan?

—Tienen más miedo de caer prisioneros que de morir.

—El que muere no cae prisionero.

—No se muere siempre. La gente se explicará difícilmente la pérdida tan rápida de Cataluña, y más cuando se enteren de que se puede decir que desde la toma de Tarragona Franco no ha disparado un tiro. Y, sin embargo, la razón es esta que te doy: La gente no ha huido por cobardía, sino por miedo, por miedo de caer prisioneros, de venir a ser fascistas. Por miedo de ser fascistas. Dejando aparte, que ya es dejar, su bárbara superioridad en material, les ha bastado plantar su bandera en una cumbre para que los nuestros, apostados a dos o tres kilómetros se replegaran por miedo al copo. Esa palabra: copo, nos han copado; no ha hecho tanto mal como los Fiat. No por cobardía, por miedo. Hay muchos que no se explican cómo ciertas unidades nuestras ayer en completa derrota se batían magníficamente el día siguiente; la explicación está ahí, sentíanse enlazados con otras fuerzas, cubiertos los flancos. Yo creo que siempre ha sido así, porque cuando están copados de verdad mueren antes de rendirse. Las razones de nuestra derrota son demasiado complejas para achacarlas a un solo sentimiento, pero la falta de unión, en todos los sentidos, ha sido fatal para nosotros.

—¿Y los enlaces?

—Eran los primeros en ver las banderas enemigas.

—Y claro, vino el desenlace.

—Déjate de necedades. Ya sé que exagero un poco, pero cuando hubo que recurrir a las formaciones de última hora, era tarde. El miedo a ser presa de los fascistas sólo se puede combatir hombro contra hombro. Cuando uno se ve perdido intenta arreglárselas a su manera. Lo grande es que la gente no le echa la culpa a quien la tiene, y que todo el mundo sabe cómo se llama, sino a sí mismo: al compañero; el comunista, al no comunista; el anarquista, al no anarquista, etc.

—Siempre es más fácil acusar a alguien que se tiene a mano.

Las gotas, entretenidas por nosotros, hacen ruido al caer contra el mantillo, la grava o el asfalto. El viento se levanta trallero, arreando nubes; llega el cielo. La gente sigue pasando con un lentísimo arrastrar de pies; forman el contrapunto los lloramicos y las bocinas. La gente se ha hecho a la lentitud, sigue cuanto puede, sin pedir explicaciones, más callada, cansada, vieja, negra que nunca.

Las sirenas. Todos quedan, un segundo, indecisos; luego se desparraman en una desbandada prodigiosa, en regueros, por el campo o hacia Figueras, en mal de refugios. Muere toda albórbola. ¿Se oyen motores? Unas viejas se han tumbado en las cunetas mientras, carretera adelante, la gente se afufa hacia los abertales. Quiénes se adargan mojándose las nalgas y algo más en una acequia, quiénes se guarnecen contra un muro, quiénes se previenen con un árbol, quiénes se precaven en una zanja, quiénes piensan que la llanura les protege, quiénes se abroquelan entre caballones y cuérnagos; muchos suponen que su estrella los defiende y miran hacia arriba donde les ha cogido la primera carrera. El cañón antiaéreo hace pellas en el cielo, compitiendo vanamente con las nubes. Veo los aviones, antes que nadie. Cinco brillantes trimotores que vienen del mar. Unos cuantos cariparejos discuten marcas y motores subidos en una azotea. Casi todos los coches han quedado vacíos; en medio de la carretera han abandonado una escudilla, a mi pie se ha perdido una gorra, un metro más allá un corsé. Con el sol de costado los aviones fucilan. Cesan de gañir las sirenas. Solo ladra, encadenado, el cañoncillo tenaz. Ni un motor, ni un perro, ni un galio; sólo, acercándose, la escuadrilla. Corren algunos en busca de mejor talanquera. Debe de ser impresionante para los hombres pensar que su muerte puede estar allí arriba, llegando tan sin sentir, deslizándose por los aires. Dicen que los aviones van muy de prisa, yo creo que siempre se exagera; aún no están encima. El llanto de un mamón. Están justo en mi cénit. Ya pasan.

—Allá va.

Un débil silbido que se agrava en abanico. Un tono que crece como pirámide que se construyese empezando por su punta. Un rayo hecho trueno. Una bárbara conmoción carmesí. Un soplo inaudito de las entrañas del mundo, falso cráter verdadero, que enroña y desmantela paredes; descalabra, entalla y descuaja vigas; descoyunta hierros; descrita y enrasa cementos; desfaja, amarillece, desbarriga, desperna y despeña vivos que vienen en un fragmento de segundo a bulto y charco. Quema, rompe, retuerce, descuaja coches y desmigaja sus cristales; derrenga carromatos, desconcha paredes; desploma ruedas convirtiéndolas en brújulas; desfigura la piedra en polvo; descuadrilla un mulo, despanzurra un galgo, descepa viñedos; descalandraja heridos y muertos; destroza una joven y desemeja un carabinero de buen tomo agazapados frente a mí; deszoca por lo bajo a dos o tres viejos y alguna mujer; diez metros a mi izquierda descabeza a un guardia de asalto y cuelga en mis ramas un trozo de su hígado; descristiana tres niños en la acequia del lado bajo; desgrama y deshoja a cincuenta metros a la redonda, y, más lejos todavía, derrumbando tabiques en una casilla descubre alizares de Alcora; despelleja el aire convirtiéndole en polvo hasta cien metros de altura, desoreja hombres dejándolos, como ese que tengo ahí, colgado enfrente, desnudo, con sólo sus calcetines de seda bien puestos, los testículos metidos en el vientre, sin rastro de pelo en ninguna parte, las vísceras y los mondongos al aire, viviendo; los pulmones descostillados, la cara desaparecida —¿dónde?—, los sesos en su sitio, bien visibles y todo él negro, color pólvora.

Mi rama principal está decentada y alabeada, y la mayoría han dado en tierra. En una de las que me quedan está colgado un pañuelo negro y algunas cintas de colores. Entre el polvo, el campo empieza a aullar. Cantan gallos. Los alaridos se encarrujan por el polvo acre. A través del ahogo veo la gente empezar a moverse. Sangre. Toda yo me duelo. Sangre. La tierra está llena de polvo, de sangre, de hierros, de ramas, de cristal. Ya me pueden chapodar, ya no soy la tercera parte de lo que era. Sangre, sangre. El polvo se queda en el aire como si el aire estuviese hecho polvo. La gente empieza a llamarse. Las congojas, los lloros, los hipos, y la sangre, la sangre. Salen a relucir los pañuelos. Huele acre, huele áspero, huele picante. Se mueven los hombres entre el polvo amarillento, llevan polvo en los hombros, en la cabeza, todos canos, viejos. Entre dos arrastran una especie de saco sanguinolento con papandujas colgando donde hubo cabeza, tampoco le quedan pies, apártanlo a mi lado. Toda la tierra empapada de sangre. Ya llegan ambulancias, bajan de ellas cestones de mimbre, amarillos por fuera, grises de sangre seca por dentro en los que van echando la carne suelta que encuentran, abundan los pies. Los cuerpos se hacinan en otra camioneta; como no hay bastantes ambulancias ponen los heridos sobre los cadáveres.

Allá se van las camionetas con sus toques de campana. Ya hay una compañía de zapadores para desbrozar y desramar la carretera, ya vienen del pueblo gentes por la leña, ya acuden las gentes de sus escondites, ya se dejan oír claramente los lloros. Creo que podré vivir sin asnillas.

Dos muchachas van hacia Figueras quebrando el camino al azar del lodo y de la sangre.

—No pienso nada de la guerra; porque no quiero. Ya hay quien piensa por mí. Lo demás son cosas que hay que aguantar.

Se vuelve a su compañera:

—No me impaciento.

Lentamente, nacido por mil partes, vuelve a formarse el humareo río, vaga tropa por los aires.

Ahí vienen, de mirones, un francés periodista, a quien conozco porque va y vuelve cada semana en su coche vacío de ida, cargado de panes y paquetes al regreso. El otro es español, hecho uva. Mira la carretera, el embudo que está ahora a mi derecha y le hace una gran reverencia al francés.

La paix et l’ordre dans la justice! ¿Y qué más, carota cebón? ¿Y qué más? Te habla un muerto, un muerto de los vuestros, de los fabricados por vuestras propias manos. Un muerto. Un hombre podrido por vuestra paz de pasos para atrás, de no resistencia, de vuestra paz de no intervención, de vuestra paz de maricones. «Si la paz puede salvarse a cualquier precio, sálvese». ¡Cómo no ha de poder salvarse! Aquí estoy yo muerto y podrido para atestiguarlo, y los checos también, y los que vendrán después; pues no faltaba más. Ya lo creo que se salvará, mentecatos, ciegos cagados de miedo, bobos agarrotados a vuestra miseria, que agujereáis la tierra con vuestras patas de perro lameculos con el noble afán de esconderos. «Y en julio de 1936 di la orden de intervenir». Claro que sí, Hitler mío[3] y nosotros callados, por si acaso, y el padre Blum, bum, bum llorando, y nosotros muertos. Treinta meses de sangre y piedras, treinta meses de creer que mañana pensaríais que vuestro culo pirineo bien valía dos docenas de balas y una tercera parte de cañón. Y ahí estáis todos, enteritos todavía, esperando que los españoles agradecidos, cándidos corderitos míos, vayan a combatir con vosotros si la espada lo demanda. Es posible que pobres tontos como yo sigan pensando que no habrá más remedio que luchar a vuestro lado; pero pocos, pocos, pocos[4]. Todos los demás, millones de españoles y de checos os vendrán a romper la cara, a haceros tragar vuestras palabras, y bien empleado os estará. Si, Don Yvole; sí, Don Bonete; sí, Don Blum, bum, bum: a la puñetera caca, a la puñetera caca…

Se le atragantaron las últimas palabras al farruco, de veras emocionado, y diéronle arcadas. Vino a dar contra mi cuerpo, fuésele la cabeza como pingajo, apoyó su antebrazo izquierdo contra mi corteza, se esparrancó y expelió a tierra una descomunal vomitona.

—¡Lástima de Pernod! —le dijo al Francés.

Éste, con amistad:

—Ya sabes que el pueblo no…

El español, limpiándose los mocos con el revés de la mano:

—Sí, ya sé. ¿Tienes un pañuelo? Porque con eso de no tener jabón desde hace más de un año…

El otro le da el mocante, y se van.

—Pero nosotros tenemos razón.

—Ça t’fail une belle jambe.

Eso se lo dice un gabacho viejo a un cojo que le discute. Un aire frío contra mis ramas resentidas, como dice aquel: «un aire que corta la cara». La ralea del halcón, palomas; la del azor, perdices; la del gavilán, gorriones; la del avión, mujeres, niños y militares sin graduación. Se salen de madre. Hace tiempo que no me habían podado. Pero si los aviones suponen que pueden conmigo las bombas, se equivocan: lo que importa es la savia, que tronco y hojas vienen solos. Los hombres debieran de saber que un pie cortado vuelve siempre a crecer. Hay más días que hojas llevar.

Un cariampollado le dice a un vendado de la cabeza:

—En la última prensa, de ellos, que he leído, caigo sobre un artículo Pemán que empieza así: «Por eso Dios, generalísimo de esta cruzada…».

Cunde el río de enmantados, toques de ambulancias. Sigue el rollizo:

—Sí, como el 31 de diciembre, en Barcelona. A las nueve de la noche, no sé si Burgos o Radio Nacional lanza a los éteres: «Ya sabemos que los rojos han recibido de los rojos de Buenos Aires cinco ambulancias; van a ser pocas». Dos horas más tarde, para festejar el año nuevo, bombardearon el centro de la ciudad. Y eso que ya no teníamos frente.

Otra vez las sirenas. ¿Qué color tiene el miedo? ¿Es gris o es negro? El miedo es rayado y parte a los hombres en lágrimas delgadas, o por la mitad; los hiende, hiere sin sangre; los iguala, los junta, los apega, los mezcla, los deshace; les hace olvidar el tiempo, desear la muerte, creer en el olvido, en los milagros, acogerse a los sueños. Corren tras no se sabe qué, porque el miedo regala sofismas. El miedo es libre y entra a chorros; sin que se sepa cómo cae del cielo, se contagia como el viento; se le puede resistir en la primavera con la hoja verdezuela, en el otoño o en el invierno no se puede contra él.

Rasga el silencio el ritmo lento de una tropa en marcha. ¿De dónde viene? Tras el ruido arrastrante y átono de la cálifa ¿qué es ese martillear de la tierra, de dónde nace este rumor escondido? Los agazapados levantan cabeza, se asoman los escondidos, se acercan los que se creen intrépidos, vienen niños a las orillas de la carretera. Una tropa está en marcha y viene del lado de Francia. ¿Qué loca esperanza se levanta como un vaho? Ya se divisan, ya están ahí, de a seis en Fila, morenos los rubios como hogaza castellana, tostados como mozos andaluces los de cepa morena. Mil trescientos hombres que vuelven porque quieren, leve escudo para tanta ignominia. Mil trescientos hombres de las brigadas internacionales que vuelven porque su sangre extranjera es sangre española. Un, dos, un, dos. Van dejando jacilla, duro el puño derecho rasgando el aire de derecha a izquierda, de izquierda a derecha. Sonríen, la fuerza es de todos, la pena española. Los que huyen se apelotonan en las veras, sin cuidado de la alarma; lúceles de pronto el rostro ido; levantan los puños, el brazo en rama. Levantan el puño los que vienen.

—No pasarán.

—No pasarán.

Una misérrima vieja acogida a mí tronco les grita:

—Pasarán por arriba, pero no por abajo.

—No pasarán.

No lo cree nadie, se queda el grito ronco ardiendo en las gargantas. Lloran.

—No pasarán.

Ya entran en Figueras, ya se oyen los clamores. La gente se queda quieta esperando el final de la alarma, con sal en los ojos y un amanecer en la cara.

Sube de nuevo la marea. Es de noche, la gente hacia la frontera.

—Yo voy al Centro.

Nadie pregunta ¿cuándo volveremos? Todos están seguros de que será cuestión de unos meses; dos, tres, seis a lo sumo. El mundo no podrá permitir tanta ignominia.

—Ahora sí, no tendrá más remedio que intervenir Francia.

—Ahora, con los alemanes en la frontera…

Berrea una niña, como de cinco años, y una mayor, que está a su lado, —¿qué tiene, nueve, diez años?—:

—Cállate, que te van a oír los aviones.

Y la peque se calla.