Un atentado

UN ATENTADO

A Ramón Xirau

a) Rafael Vila

Alto, bigotudillo, con gafas, de buen porte, familia bifronte (de un lado respetable, por otro una hermana no tanto, que pesaba en el recuerdo por ser la preferida), gustos señoritos; cigarrillos ingleses, whisky, corbatas londinenses, zapatones de idéntica procedencia, sin contar las telas de sus trajes, con grave desdoro para las de su país, que defendía feroz en cualquier otro aspecto. Esta manera de enfocar el problema de los tejidos de lana —de los de algodón nada tenía que decir— de Sabadell, de Tarrasa frente a los de los Shettlands o de Nottingham fue una espina que nunca se pudo arrancar, teniendo en cuenta su infinito amor a su Cataluña natal y a su lengua. Se desquitaba afirmando, sin permitir objeción, que no había tortells como los de Esteva Riera ni longaniza como la de Valls ni melocotones como los del pueblo de su madre.

Siempre había de ser más que nadie, en la vanguardia, en la punta. Veintidós años en 1936, habiendo leído todo «lo más avanzado», marxista, pero como el ser comunista le sabía poco se hizo trotskista que, a sus ojos, era lo más de lo más. Nunca dejarían de tener razón los más adelantados y ya que el mundo rodaba hacia la izquierda allí había de estar Rafael Vila.

Para los catalanes, el trotskismo fue una manera de aunar el comunismo con el anarquismo que llevan en las entrañas. Rafael Vila, alto, bigotudillo, con gafas, peroraba horas y horas, capaz de denunciar al lucero del alba, con tal de hablar mal de quien fuese. Además, ¿qué valía algo como no fuesen aquellos tortells?…

Y, ahora, ni eso existía ya: se lo aseguraba Juan Banquells que acababa de llegar de Barcelona.

b) Juan Banquells

Pequeño, renegrido, chupado por dentro, como si en tiempos hubiese sido mayor; venido a menos, se le notaba por las arrugas que lució —es mucho decir— desde muy joven: feo, más allá del mundo en que vivía: desde niño su deseo fue ser mayor. Siempre quiso tener cinco, diez años más que los que tenía. «Cuando tenga quince años», pensaba a los diez. «Cuando tenga treinta», se desvivía a los veinticinco. «Cuando me muera», pensó con agrado desde que cumplió cuarenta… Con una salud a prueba de cualquier cosa, que no fue poco lo que pasó.

Huérfano, lo recogieron unos tíos verduleros que viéndole tan esquifit no le hicieron mucho caso. Creció a la buena de Dios, que suele ser de mala manera. Los niños de su edad viéndole tan desmedrado abusaron de él naturalmente. Fue tres días a la escuela y no volvió. Jamás supo leer ni escribir, si algo aprendió de cuentas fue con los dedos. No carecía de despejo. «Cuando cumpla cuarenta años…». Los tuvo, los pasó, siempre con el deseo de ser mayor. Casó con una infeliz, florista a lo que ella decía, de las que ofrecen ramilletes a la salida de cafés y cabarets; se le fue con un chófer dejándole dos niños de uno y tres años. No supo qué hacer con ellos. Los dejó en la puerta del Banco de España, frente a la Cibeles, se largó a Zaragoza y luego a Barcelona.

c) Agustín Mijares

No tenía miedo, no le temblaba la mano, no fallaría. Quería hacer lo que iba a realizar, lo veía de frente y no sesgado como el hombre que saldría por aquella puerta —el 18—, al que iba a matar de cuatro tiros.

Agustín Mijares, con sus trece años, empuña la pistola con seguridad y piensa en el chasco que se van a llevar su hermano y sus compañeros. Amanece, la campana de los Dominicos tañe una vez. Deben ser las cinco y media. Las palmeras de la Gran Vía del Marqués del Turia pierden algo de su sombra y reflejos amarillos de la tristona luz municipal. Los macizos se recortan sobre la tierra apisonada. El viento despierta con el día, estremece levemente las ramas altas de los plátanos de Indias, sin fuerza para mover las duras hojas puntiagudas de las palmeras plantadas de trecho en trecho. Un sereno se recoge. A lo lejos, un portal se entreabre, sale una vieja con manto. El día próximo da una primera lechada al cielo. Quedan pocas estrellas. Agustín es capaz de ver todo menos esto. Enfila el paseo, fija la mirada en las aceras. Huirá por el descampado de la avenida Victoria Eugenia, atravesará la calle de Ruzafa y, tan pronto como llegue al mercado, estará a salvo. Por otra parte, a estas horas, el peligro de que le alcancen es casi nulo. Se meterá en un tranvía, lleno, desde las seis, de obreros que van a trabajar al barrio de Sagunto. Si le persiguen echará la pistola en el solar contiguo a la casa de don Rafael Recasens. Pero no cree que sea necesario. ¿Quién sospechará de él?

El portal de la casa de don Rafael Recasens, alto, ancho, con una hermosa verja garigoleada. El timbre luce su cobre en un círculo de mármol verde veteado de blanco. Tras el hierro forjado, un grueso cristal. Don Rafael Recasens sale a las siete de la mañana para ir a la fábrica. Va a pie. Todavía de buen ver.

En su casa, en casa de su hermano, han estado discutiendo toda la noche el atentado. Seis esperarán al patrón apostados cerca de la verja de la fábrica. Le vienen siguiendo los pasos hace quince días. Agustín, desde su cuarto, lo ha oído todo y decidido lo que va a realizar, primero porque le parece más sencillo y luego por ver la cara que pondrá su hermano Manuel.

Su primer atentado. Sabe que no será el último. Le parece natural. Lo es, para él.

Agustín nació el 8 de abril de 1907 en la calle de En Bañ. Su padre murió diez años más tarde, en la cárcel, y su madre recibió un balazo en la frente. Manuel, su hermano mayor, tiene doce años más que él; lo llevó a rastras. Vivieron en Barcelona. Hace poco que han vuelto a Valencia. Manuel es del ramo de la madera, como lo fue su padre. Trabaja de cuando en cuando si no anda escondido, que es casi siempre, o en la cárcel, que es muchas veces. Entonces Agustín queda al cuidado de algunos de sus compañeros. Recuerda tres casas en Barcelona, una en Granollers, otra en Castellón. El mundo está formado por patronos y obreros; los patronos en combinación con la policía y la Guardia Civil (el Gobierno en lo alto) matan obreros a mansalva; éstos se defienden como pueden. Como son más y tienen razón acabarán por vencer, no importa que caiga el que sea.

Lo que Agustín no acaba de comprender es cómo siendo tantos los obreros y teniendo tantas razones para hacerlo, no se levantan todos a la vez y arrasan en un momento a sus enemigos. Le parece que falta organización. Cuando sea mayor y le escuchen pondrá orden en todo. El problema se puede resolver en veinticuatro horas si cada pobre se encarga de acabar con un rico. Y aún sobrarán. Después la vida será fácil y agradable.

d) Ramón de Bonifaz

Solía acabar sus conferencias diciendo: «El hombre es un ser bastante despreciable. Lo echa todo a perder, no comprende nada; desagradecido, poco admirador de lo que vale la pena. (De mí, pensaba, si todos me rindieran la pleitesía que merezco no habría problemas). Así pues: vengan guerras. ¿Qué razón hay para que no las haya? Siempre fueron, una tras otra y, a veces, a la vez. ¿Entonces? ¿Es que el hombre es mejor, es que mejora, es que alguien ha notado alguna mejoría? Si fuese así me gustaría saberlo. No, compañeros, no: todo está como estaba sólo que multiplicado. Hay más imbéciles, más idiotas, más gente despreciable, más envidiosos, más gentes haciendo el amor porque no piensan por qué lo hacen, más brutos, más animales, más hombres crueles. En cambio, el número de sabios no aumenta, el número de genios es constante. Sólo la bazofia se multiplica. ¿Tienen algo que decir?».

Nadie replicaba. Don Ramón se envolvía en una especie de toga saliendo, superiorísimo. Al llegar a su casa le pegaba la tunda correspondiente a doña Berta y dejaba sin cenar a sus hijos más pequeños —a veces tres, a veces cuatro—, sin más razón que la que aprendieran cómo es el mundo y la justicia de los hombres.

Muy mirado, escrupulosamente limpio, gran admirador de Inglaterra, avaro y, yo diría, hasta guapo. Protestante, desde luego.

Le respetaban mucho. Daba clases particulares de economía, de derecho comparado y de esperanto.

e) Enrique Almirante

—En el mundo, comprendes, hay algo que está mal hecho. De raíz. Desde el principio. ¿No has visto nunca esas manadas de bueyes o de terneras o de corderos que llevan al matadero para que mañana sean convenientemente abastecidas las carnicerías? Imagen espantosa de la muerte. ¿Qué daño han hecho estos animales? Y van a morir para ser comidos. Nada me parece más horrible. Mírales los ojos. Ya sé, decís: es la vida. Lo que hay que hacer —para darse cuenta— es mirar los ojos de los hombres… Pero lo animales no han hecho ningún daño… Desde un punto de vista moral la vida es una porquería. Defiendes a un perro, a un niño, a un caballo para comértelos mejor. No tiene el menor sentido.

¿No has visto nunca camiones de terneras yendo al rastro? ¿No has visto sus ojos? ¿O corderos? ¿O conejos? ¿No se ha fijado nunca en los ojos de los perros? Claro, usted se los come.

—¿Y queréis que este mundo tenga arreglo? Mientras alguien coma carne, mientras se sacrifiquen animales, este mundo no tendrá arreglo.

Magro, desorbitado, el cuello de la camisa siempre sin abrochar, más bien sucio.

No lo pensaron mucho: aquellos cerdos tenían dinero, dinero robado, dinero que —por lo menos en parte— les pertenecía. Durante tres meses recorrieron las instituciones que los refugiados habían organizado. Sólo les dieron míseras subvenciones para ir tirando.

No era cuestión de salir de pobres sino de justicia. El trabajo era difícil de conseguir, había que perder demasiado tiempo, sin contar que ninguno —siendo hombre— quería pasar hambre. Por algo habían hecho la guerra. Ya estaba bien.

Asaltar aquella camioneta no era cosa del otro mundo: pasaba por un callejón. Se le cerraba con cualquier cosa —fue carrito de mano—, los guardias se achicarían ante las pistolas. Se sacaba la plata y en el coche de Julián Ortega, al que se lo pedirían prestado con motivo de ir a Tlalnepantla, desaparecerían en un santiamén. Eran veinte mil pesos que, en 1940, no eran cualquier cosa.

Salió mal. Rafael Vila y Juan Banquells quedaron tendidos, comiendo barro. Bonifaz, malherido duró quince días. Los demás murieron en la cárcel: Enrique Almirante, de una puñalada; Agustín Mijares de un cólico acerca del cual los médicos no se pusieron de acuerdo.