Un asturiano
UN ASTURIANO
—¡Asturias!
—¿Asturias?
—¡No habíamos de pasar! ¿Quién ha defendido Irún? ¿Quién defendió San Sebastián? ¿Quién les detuvo en Bilbao?: Los asturianos, nada más que los asturianos.
En Bilbao todo es muy bonito, todo está muy bien arreglado, todo muy limpio. Y los milicianos o los soldados, como los llamaban allí, ¡qué bien vestidos los ángeles del Señor! Daba gloria verlos, con sus botas charoladas, sus calcetines blancos, sus cascos relucientes y andando dándole a la mano: un, dos, un, dos. Tan bien alineados que daba gloria verlos… Lo digo de verdad, ¿eh?
No llevábamos salvoconductos ni hacían falta. ¿Para qué?
—¿Asturias?
—¡Adelante!
¡No habíamos de pasar! Como que donde ven u oyen Asturias todos se descubren. ¡Y bueno hubiera sido que no lo hubieran hecho! Llevábamos unas pistolas ametralladoras que eran un portento. Se nos había acabado el dinero. Íbamos a Bilbao, a arreglar eso de alguna manera. No teníamos papel para imprimir más, ni troqueles para acuñar metal, que ése no faltaba. Pasamos por Santander. Ya os digo; no llevábamos un mal papel, pero bastaba con el letrero: Asturias.
—¿Asturias?, —preguntaban en los controles.
—¡Adelante!
Llegamos a Bilbao. Allí todo tan limpio, tan bien ordenado, tan todo por la derecha, guardias para la circulación, en los cruceros, con sus cascos y todo (con la falta que hacían en los frentes). Y otra vez lo mismo: sin papeles ni nada.
—¿Asturias?
—¡Adelante!
Así llegamos, los banqueros que venían conmigo y yo, a ver al Ministro de Economía, de Hacienda o de lo que fuese.
—¿A quién anuncio? —preguntó un ordenanza de lo más ordenado.
—Una comisión de Asturias.
El sésamo. Nos recibió en seguida, de pie, tan correcto, tan bien afeitado, con corbata y todo. Nos dio la mano y nos hizo sentar.
—Bueno, ¿a qué debo el gusto de verlos por aquí? —Así, hablándonos de usted y todo.
Se lo explicamos: falta de papel, de troqueles.
Nos enseñó la moneda divisionaria que habían hecho en Francia. Preciosa, preciosísima. Mucho más preciosa que las francesas. Con una República que no se podía pedir más.
—Pero ustedes no la pueden hacer.
—¿No? ¿Por qué?
—La emisión nos ha costado un millón de francos.
—¡Ah, claro!
—El papel es más barato.
—¿Tiene papel?
—No sé.
—Vamos a ver.
Nos hizo acompañar a una fábrica de papel. Porque en Bilbao hay una fábrica de papel.
Por las calles, mientras cruzamos la ciudad, aquellos soldados tan bien vestidos, con sus botas de color, sus calcetines blancos y sus cascos, ¡qué bien andaban! Daba gloria verlos, acostumbrados como estábamos a los nuestros, desgalichados, con las alpargatas rotas, llenos de barro, sin afeitar, pegando tiros.
Llegamos a la fábrica y de buenas a primeras tropiezo con lo que buscábamos: un papel precioso, que tenían tirado en una esquina, de cualquier manera, y que era igual al que nos habían indicado: con un sello al agua, unos aeroplanitos preciosos. Ni hecho de encargo. Volvimos al Ministerio. Nuevos saludos, nuevos ofrecimientos, nuevos apretones de manos. Pagamos el papel.
—Es una lástima —se atrevió a reventar el ministro aquél.
—¿Lástima? ¿De qué?
—De que estén ustedes echando a perder la economía.
—¿La economía, señor Ministro?
—Sí, la economía.
—¿Cómo es eso?
—¿No es cierto que reparten el champagne a manos llenas?
—¿El champagne, señor Ministro? Dirá usted la sidra.
—Sí.
—¡Pues poca que tenemos!
—Sí, pero no es esto lo malo; sino que he oído o me han dicho que recomiendan ustedes que cuando se la beban rompan los cascos.
—Sí. ¿Y qué?
—Pues…
—Así tienen trabajo en las fábricas de vidrio, señor Ministro.
—¿No comprenden ustedes que es una barbaridad? ¿Con qué pagarán ustedes los nuevos?
—Con los billetes que le acabamos de pagar, señor Ministro. Y aunque estemos equivocados, ¿qué? ¿Peleamos peor por eso? ¿Tomaron los vascos el Naranco o los cuarteles de Gijón?
Uno de los banqueros acudió al quite.
—¿Tienen ustedes níquel? —preguntó.
El Ministro se quedó de piedra.
—¿Níquel? No. ¿Para qué?
—Para acuñar moneda.
—No.
—¿Y troqueles? —pregunté yo.
—¿Troqueles? ¿Troqueles?… Quizás.
—Entonces está todo resuelto.
—¿Qué acuñarán ustedes? —preguntó el Ministro, con una sonrisilla de superioridad.
—Bronce.
—¿Pero ustedes tienen bronce?
—Claro está.
—¿De dónde lo sacaron?
—De las campanas; el primer día mandamos bajarlas de todas las iglesias.
No os podéis figurar la cara que puso el catolicón aquél.
—Pero las campanas, señores, las campanas… están benditas.
—También bendicen los obispos los cañones con que nos…
Aquí dije una palabra que reventó como un tomate maduro en la cara del señor Ministro.
Nos llevamos los troqueles. Emitimos moneda. Con el papel, hicimos los billetes más bonitos que nunca se imprimieron.
A la vuelta tampoco llevábamos salvoconductos, sino el letrero aquel: Asturias… Y los controles, nada más verlo, nos decían:
—¿Asturias?
—¡Adelante!
México, 1944