8. En la frontera

Del 11 al 14 de marzo de 1938.

Templado llevó a Lola Cifuentes a Puigcerdá. Pasaron la noche en el hotel. Consiguió Julián lo que quería, sin pena ni gloria. Lola le dejó hacer, fría, distante y sonriente. Al día siguiente —como quien no quiere la cosa— Templado la hizo pasar la frontera. En la línea divisoria se despidieron.

—Quiero pedirte perdón, paticojo.

—Perdón, ¿de qué?

—De que seas un infeliz.

—No entiendo.

—Sí, entiendes. Ya te dije que te costaría caro.

—El gusto ha sido mío.

—Me hubiese gustado quererte, Aleluya. Porque eres un infeliz. Un pintiparado para marido.

—¿Se me ven los cuernos?

—No. Pero el sitio para ellos y la popa amplia para los apaleamientos.

—Favor que me haces.

Lola miró fijo a Templado.

—Vente —le dice.

—¿A dónde?

—Conmigo. A París.

—No lo sueñes.

—Te denuncié anoche.

—¿Sí?

—Dejé escrito —para que lo entreguen esta noche— que me sacabas.

—¿A Monllor? ¿A Rivadavia?

—¿Vienes?

—No, hija. Pero gracias por el aviso. Dime, ¿qué mosca te ha picado que de pronto te hace sentirte buena?

—Hubo un momento, esta noche, en que creí que te quería.

Se le asoman las lágrimas. Templado es feliz. Intenta abrazarla.

—¡Quita, cochino! Sólo piensas en eso. Y, además, te pasas a Francia.

—Tengo pasaporte.

—El que te van a dar para el otro mundo si no te vienes conmigo.

Templado es tan fatuo que ahora, de pronto, cree que lo anunciado por la muchacha es invención.

—¿Vienes?

—No, preciosa.

—¿Me perdonas?

—Sí, hija. Y despidiéndonos como en las películas: vuélvete y no me veas marchar. Empieza a hacer frío y entro de guardia a las cuatro. Que seas buena.

Templado vuelve hacia el coche que Huertas le ha prestado.

¿Qué me ha llevado a hacer esta idiotez?, —piensa—. El juego y la inconsciencia, mi gusto y —¡qué caray!— porque me divierte y es guapa. Y es capaz de haberme denunciado la muy canalla. ¡Cómo se me va a poner Rivadavia!

Isabel Rubió envió un recado a Teresa Guerrero diciéndole que no fuese al teatro: Burgos había anunciado que bombardearían Barcelona cada dos horas hasta que el gobierno se rindiera. Ya estaba la actriz en su camerino cuando se lo dijeron. Doña Isabel le remitía, además, leche condensada, galletas y chocolate que había recibido por mediación del consulado holandés. Teresa dio algo de ello a Matilde.

—¡Qué buenas son ustedes señoritas!… ¡Y luego decían que las del teatro! Eso era antes, ¿no?

La bombilla brilla desnuda frente al espejo; sobre el cristal de la mesa se alinean los afeites: toda suerte de rosas y ocres en tubos ahítos y maltrechos. En el sofá de peluche un par de medias tristes, una faja, un juego de parchís.

Entra Julio Jiménez a avisar que la función se ha suspendido. Teresa y Cristina se miran sonrientes. Matilde le pregunta a su marido si vuelven a casa. El hombre pretexta una reunión del sindicato.

En Perpignan, López Mardones fue a vivir a un hotel pequeño que un periodista francés le recomendó. El fondista era un hombre viejo, delgado, con un castelarino bigote blanco y una gran afición a la pintura. Pintábalo todo: paredes, macetas, ceniceros, cuadros, esterillas, mesas, minutas, llenaba el espacio de pájaros y flores con una ingenuidad infantil un poco retorcida y rebuscada:

—Hay que perfeccionarse —decía el huésped—, hay que trabajar. Dentro de dos años me retiraré y entonces tendré tiempo de pintar y aprender.

La que le permitía el gusto era su mujer, gordona, de más tripa que pechera, no siendo ésta grano de anís: papadas a lo ubre; mejillas a lo asentaderas y la mano expertísima para condimentar perdices a la catalana, salmonetes a la provenzal y asar chuletas al amor de los sarmientos, puntal fiel de una prosperidad ininterrumpida. Los conocedores de viandas llenaban el comedorzuelo oscuro, sin luz directa, donde las no muy abundantes bujías de una electricidad desfalleciente medio iluminaban las pinturas del bendito del hotelero.

López Mardones se regaló allí dos días. Solían ir a comer varios policías españoles que nuestro hombre saludaba con un despreciativo, ¡hola!, yéndose a sentar solo en un rincón a relamerse con los ajos cocidos, gordos, blandos, blancos, a lo patata recién nacida que constituyen la salsa y el ser de la perdiz a la catalana.

López Mardones fue a ver a Gustavo el francés. Era un hombre bajo, ya cano, de faz regular, con un bulto en el lazo izquierdo del cuello —a lo bocio— que deformaba la línea de la cabeza. Una mirada brillante e irónica; siempre mal afeitado, los trajes como de segundo dueño; vivía de las menos. Mejor carterista no lo había, ni más conocido. Veintiocho condenas y la «relegación»; evadido dos veces de la Guayana, conocía toda América y Europa. Hombre equilibrado e inteligente, había nacido ladrón, en Argel, de padres desconocidos, educado por un español, apandador de lo ajeno, padre a su vez de otro chaval: a los dos les había enseñado desde niños a vivir de lo que se pescara, como único trabajo decente y digno. Por eso cuando Gustavo el francés habla de sus actividades dice siempre: mi trabajo:

—Cuando trabajaba en Buenos Aires.

—Cuando hice la feria de Gerona.

Enviado a Cayena a los veintitrés años, ya condenado ocho veces en Francia, se fugó a los cinco meses, a través del Maroni. Ya entonces las sabía todas y sacó mil francos en piezas de oro de a veinte, en un tubo que llevaba en el ano.

—No es el tamaño lo que molesta, —dice—, es el peso.

Cárceles de Buenos Aires y Santiago; vuelto a Burdeos, lo cazaron en Marsella tres años después y lo devolvieron al presidio. Esta vez estuvo allí quince años, en el campo de los reincidentes.

—Lo malo no era el trabajo, sino el sol. Pero pude con él, y con ellos.

Se volvió a escapar por el mismo camino y de la misma manera, pero esta vez fue en balde porque cuando, años después, lo detuvieron, se enteró de que había sido amnistiado: la persona de quien usufructuaba el nombre y los papeles, había tenido dos hermanos muertos en el frente.

Le conocían en el mundo entero: Gustavo el francés, amigo del «Moro», del «Paja», del «Torero»: los grandes carteristas del siglo. Tenía sus ideas bien establecidas frente al mundo.

—Todo es cuestión de dinero. Y para tenerlo, cogerlo. Bien arrambla con él el gobierno: no voy a ser menos.

Vivió en Barcelona dos años, en la calle del Hospital, liado con una mechera. Su especialidad era entonces las estaciones, de madrugada.

—Me levantaba a las tres, los días en que sabíamos que los policías que estaban de turno entraban en combinación. De lo más honrados. Si trabajábamos dos, se hacía tres partes. Si trabajaba uno solo, mitad y mitad. Los tranvías… Entonces había oro. El país donde más abundaba era Bélgica. Me acuerdo del día del incendio en la Exposición, con las fieras sueltas por el Parque. ¡Qué día!

—¿No has trabajado nunca en Alemania?

—No. Conozco el país por lo que cuentan los compañeros. No es bueno. El alemán es fácil de conseguir fuera de casa, pero allí hay demasiada politesse. No le gusta que le empujen. Protesta, grita. En el extranjero no dice nada, no se atreve, pero en su país no hay modo de tropezárselo. Siempre guardan las distancias. En las colonias alemanas de América del Sur pasa lo mismo. El país ideal es España, a pesar de la competencia. ¡España!

—¿Qué país te gusta más?

—¡España! Barcelona y Madrid, pero sobre todo Barcelona. Y luego allí, ¡el trabajo es tan fácil! Todo se arregla. La cárcel es mala, pero la policía es buena. Además a mí me gusta vivir de noche. ¡Cuántas veces he ido a dormir de día, después de trabajar las Ramblas de madrugada! ¡Ah, Barcelona después de la guerra del 14! Aunque no se dieran golpes de gran importancia, daba gloria…

—¿Dónde ganaste más dinero?

—En Argentina. En el Banco del Río de la Plata. Es el mejor Banco, el que tiene más movimiento. Sobre todo a fin de mes. Rara era la vez en que no se sacaba algo de importancia. Yo hacía siempre los cinco primeros días de cada mes. Si tenías suerte de que los policías estuvieran en combinación contigo, aquello era pura seda. Luego volví a Santiago. Anduve allí mezclado en un asesinato. Sucedió en mi casa. (Llegué a tener allí un bar con sala de juego). Naturalmente yo sabía quién había disparado, pero no iba a decirlo. Eso son cosas de hombres. Allí le dan mucha importancia a eso y me cerraron la casa con una herradura.

—¿E Italia?

—Ni hablar. Hay un policía por casa, igual que ahora en la España de Franco. Vengo de allí, no me interesa. En cada manzana hay dos vigilantes. No les importan los robos, sino lo político; pero molestan para trabajar.

—¿Qué piensas hacer?

—Dentro de algún tiempo, retirarme.

—¿Dónde?

—En Italia. Mis padres, a lo que dicen, eran italianos. Además puesto a vivir tranquilo mejor es que haya mucha policía para guardarle a uno. Lo digo en serio.

—¿Para ti lo mismo da policía que política?

—¿No ve usted que tiene las mismas letras? Y las mismas raíces, señor, las mismas. No se engañe, la que gobierna es la policía. Un ministro, administra pero administra lo que a la policía le da la gana, pero si no, ¡va aviado!

Al día siguiente Gustavo el francés le preguntó a López Mardones, por las buenas.

—¿Usted quería ver a Peruzzi, no?

—A eso he venido.

Salió el italiano de un cuarto interior. Se saludaron como si tal cosa. Se entendieron en un periquete tan pronto como el dueño de la casa los dejó solos. Peruzzi denunciaría el intermediario contra una cantidad que fijaron. Quedaba por averiguar quién traería los documentos de Perpignan.

López Mardones telefoneó a Monllor, que dio las órdenes necesarias para que el cónsul pagara lo convenido. Tan pronto como tuvo el dinero en las manos —en espera de más cuando los datos se revelaran fidedignos— Peruzzi denunció a Pradal. López Mardones sospechó entonces que tratándose de un militar era posible que los planos salieran de España en la mismísima valija, como encargo particular. No se atrevió a telefonearlo a Barcelona, y esperó.

A los dos días llegó un Buick viejo con un señor joven y el valijero de nuestra embajada en París. López Mardones conocía a este último.

—¿Con quién vienes?

—Un chico que va de segundo secretario a Estocolmo.

—¿Dónde vais a comer?

—Yo aquí, no puedo separarme de la valija.

López Mardones se dirigió al joven:

—¿Y usted?

—Hombre, yo…

—La verdad —dijo López Mardones—, yo esperaba a un amigo. No ha venido. Tengo encargadas unas perdices. ¿Quiere usted acompañarme?

El joven se dejó tentar y fueron a la fonda. (Gustavo a lo lejos). El joven había ganado, por una herida en un brazo, la estima del ministro y la prebenda, como si el valor personal fuera suficiente para dar a la lengua lo que ésta requiere y cierta discreción de la cual evidentemente el joven diplomático carecía, pajarero, cursilito y, a lo que se rumoreaba, más amigo de los hombres de lo que su condición masculina requería. Por de pronto, tras la comilona, el joven se encontró sin su cartera, que contenía una cifra nueva. Se puso malo aunque luego la encontraron, rodada no se sabe cómo, cerca de los retretes.

Gustavo hizo seña a López Mardones indicando el fracaso: la cartera no contenía los planos.

A lo noche llegó otro coche conduciendo a un subministro de la Generalidad, su mujer y un industrial de Barcelona. Traía éste lo esperado. Esa misma madrugada, López Mardones volvió a Barcelona con los planos que Gustavo el francés hurtó con facilidad.

Monllor felicitó a López Mardones y le volvió a ofrecer un puesto. Éste lo volvió a rechazar. Hablaron de las gentes mezcladas en el asunto.

—Tengo la seguridad de que Julián Templado anda también metido en todo esto —dijo el como nunca bien oliente personaje.

—¿La seguridad?

—Sí. Pregúnteselo a Julio Jiménez.

—No es esto sólo —rezongó Monllor.

Y llamó por teléfono a Rivadavia.