El arma secreta del primer ejército de los Dragones

[Don Perrin & Margaret Weis]

—Calma, calma… —previno Kang.

Los draconianos sivak y baaz, que manejaban la balista, esperaban tensos y ansiosos la orden de su comandante.

El enemigo, la caballería ligera de los elfos, rondaba justo fuera del alcance de la balista, en busca de lugares por donde cruzar la línea de defensa de Ariakas. El comandante elfo buscaba el punto más débil de la línea, uno que las fuerzas notoriamente informales e indisciplinadas de los ejércitos de los Dragones hubieran dejado sin guardia.

Posiblemente aquel baboso de orejas puntiagudas estaría pensando que ya lo había encontrado. Kang sonrió. El elfo ordenó a una sección de diez jinetes avanzar para comprobar el flanco derecho de las líneas del enemigo. Kang hablaba en voz baja; sólo sus hombres podían oírle.

—Esperad, tranquilos, tranquilos… —Luego profirió la palabra—: ¡LANZAD!

Cuando el primer elfo cruzó un pequeño desfiladero seco y se dispuso a dirigirse hacia la derecha, la balista lanzó una enorme flecha dirigida al segundo elfo de la línea. El enorme proyectil dio de lleno en él y lo envió, junto con su caballo, contra el elfo que los seguía. Elfos y caballos cayeron en una gran confusión. Ninguno se puso en pie. El resto de los elfos se retiraron rápidamente, tras recoger sus dos bajas, hacia sus propias líneas. El grupo que manejaba la balista estalló en júbilo, enarboló su estandarte y agitó los brazos para que todo el ejército los pudiera ver.

Kang, un draconiano bozak muy corpulento, estaba de pie tras el grupo de draconianos baaz y sivak que manejaban aquel enorme aparato, muy semejante a una ballesta inmensa. Cruzó los brazos sobre el pecho y sonrió muy satisfecho.

—Ahora ya saben que podemos alcanzar el lecho del riachuelo. Pero todavía no saben que podemos llegar hasta el camino.

Los soldados se felicitaban entre sí dándose golpes en sus espaldas escamosas. Kang les permitió un momento para festejarlo… ¡Por la Reina Oscura! En los últimos tiempos no habían muchos momentos así. Estaba a punto de llamarlos de nuevo al orden cuando un draconiano sivak salió de entre la maleza y se detuvo frente a Kang.

El sivak hizo el saludo.

—Señor, lord Rajak desea verte en la tienda de batalla. Inmediatamente.

—¿Rajak? ¿Qué demonios quiere? —dijo Kang molesto—. Nosotros estamos bajo las órdenes del general Nemik.

Kang había sido ascendido a ingeniero de división e informaba directamente al comandante de la división. Seis meses antes había sido capitán del escuadrón de zapadores bajo el mando del entonces segundo ayudante de campo Rajak. Con la construcción de aquella balista, él y su comandante habían probado que podían encargarse de la ingeniería de combate. Nemik, uno de los pocos generales expertos que quedaba en el ejército de los Dragones, había hablado en términos muy favorables sobre el trabajo de los draconianos y los había tomado bajo sus órdenes directas.

Kang creía que era bueno estar bien considerado.

Pero, por lo visto, no lo era tanto. A Kang nunca le gustó Rajak y aquel sentimiento era mutuo. Para Rajak, los draconianos eran carnaza que se arrojaba al enemigo hasta que las unidades de combate «auténticas», es decir, las de los humanos, pudieran entrar en acción.

—Estamos bajo las órdenes del general Nemik —repitió Kang con testarudez.

—No, señor. —El sivak negó con la cabeza—. Ya no. Ayer Nemik fue ascendido a subcomandante de Ariakas, después de que Boromond muriera asesinado de un hachazo la pasada noche durante una escaramuza. Ahora lord Rajak es el comandante de la primera división.

—¡Por los ojos de la Reina Oscura! —Kang rechinó los dientes con frustración.

—¿Informo a lord Rajak de su llegada, señor? —preguntó el sivak—. Está esperando.

Kang estuvo a punto de decirle que lord Rajak podía coger una silla en el Abismo y sentarse cómodamente a esperarlo cuando Slith, su suboficial, le llevó aparte.

—Tienes que ir, señor.

—Ese hombre es idiota. —Kang estaba furioso—. Ya sabes lo que hará con nosotros. Nos pondrá en primera línea de combate o en alguna posición igualmente peligrosa. Desde que aquel puente cayó con él en el lago de Verson, la tiene tomada con nosotros. Y fue todo culpa suya. Le advertí que no debía hacer pasar aquellos mamuts peludos por ahí pero no quiso escucharme…

—Lo sé, señor —dijo Slith compadeciéndose de su comandante—, pero igualmente tienes que ir a hablar con él. —Y bajando la voz agregó—: Ya habrás oído los rumores. Esta guerra está a punto de finalizar y estamos en el lado de los perdedores. Gracias a Su Oscura Majestad, todavía estamos con vida y a mí me gustaría continuar así. No des a ese bastardo de Rajak la oportunidad de verter su rabia contra nosotros antes del fin.

Kang tuvo que admitir de mala gana que Slith tenía razón. Gracias a los altercados y disputas entre los comandantes de la Reina Oscura, los ejércitos de los Dragones estaban siendo expulsados de territorios ya conquistados y se les obligaba a replegarse hacia la ciudad de Neraka. Las batallas que ahora se libraban no eran victorias gloriosas como al principio: ahora eran batallas desesperadas. Nadie quería morir por algo que, evidentemente, era una causa perdida. La deserción estaba a la orden del día. Incluso los leales a la causa, como Kang y sus hombres, no se mostraban dispuestos a perder la vida en un acto sin sentido. Por eso, para Kang el manejo de las armas de largo alcance era un puesto excelente, pues podía causar bajas en el enemigo con muy poco riesgo.

Tras dejar a Slith al mando y ordenar a sus hombres que prepararan la balista para dispararla a su vuelta, Kang se encaminó hacia la tienda de batalla. Ante ella, ondeaba la bandera de la primera división, señal de que el comandante de la división se encontraba allí dentro. Los guardianes humanos se pusieron firmes con desgana y, a pesar de que Kang poseía mayor graduación, cuando entró no le saludaron.

—¡Ah, Kang! Entra y siéntate. —Lord Rajak vestía una armadura de piel negra, tan nueva que todavía relucía. Junto a él estaban sentados otros dos comandantes de regimiento y un enorme guerrero minotauro.

—Como sin duda ya sabrás —prosiguió Rajak—, me han promovido a general y ahora estoy al mando de la primera división. Voy a necesitar comandantes de regimiento eficientes y, sinceramente, Kang, tú no estás entre ellos. No te ofendas, pero todos sabemos que vosotros, los lagartos, sois un poco torpes, ¿no te parece?

Kang rabiaba. El draconiano tuvo que echar mano de todo su autocontrol para no arrancarle de cuajo la cabeza a su comandante y convertirla en su cena.

—Quiero que conozcas a Tchk’pal —prosiguió Rajak a la vez que señalaba al minotauro con un gesto—. Ahora él va a ser vuestro nuevo comandante, el comandante del tercer regimiento de la primera división.

La rabia de Kang se convirtió en confusión por unos instantes.

—Mmm, señor, esta división no tiene tercer regimiento…

—Mi querido draco —dijo Rajak haciendo un gesto perezoso con la mano—, vosotros, tú y tu pequeña banda de ingenieros, sois el tercer regimiento. Para mí es obvio que este ejército desperdicia recursos valiosos en vosotros, los draconianos. Es mejor dejar la ingeniería a los humanos, pues ellos sí tienen la capacidad mental necesaria para encargarse de ello. Ahora vosotros vais a encontrar vuestra verdadera vocación, lo que siempre habéis querido ¡Vais a formar el grueso de las tropas de combate de la primera división! Y el comandante Tchk’pal tendrá el honor de encabezaros.

Las escamas de Kang se contrajeron de pánico. No sólo acababa de perder el rango, por si fuera poco lo iban a enviar al frente a las órdenes de un guerrero minotauro. Y aquél no era un guerrero minotauro cualquiera.

—Ya conoces la fama de Tchk’pal como guerrero valiente —dijo Rajak.

—La conozco —respondió Kang sombríamente.

Tchk’pal era el único responsable de que en la actualidad no quedara ningún minotauro con vida en el primer ejército de los Dragones. Él los había conducido a todos a la muerte en varias cargas suicidas: unos ataques estúpidos detrás de las líneas enemigas sin esperanza alguna de prosperar, por lo menos, para quienes estaban bajo el mando del minotauro. De algún modo Tchk’pal siempre había logrado regresar.

—Tú tener soldados preparado —dijo el minotauro en lo que para él era la lengua de los draconianos—. Yo hablar soldados.

Los clérigos oscuros decían que Sargas, el dios del minotauro, era el consorte de la Reina Oscura. Kang no podía aprobar de ningún modo la elección de compañero de Su Majestad.

Kang saludó taciturno y abandonó la tienda.

Regresó al refugio subterráneo de mando corriendo por el camino. Los cuarteles de descanso y vivienda de los doscientos draconianos que tenía a su mando eran unas cabañas de barro. Ahí estaba además la zona de construcción de dispositivos de guerra como la balista. El refugio había sido excavado en la falda de una colina.

Kang abrió con ímpetu la puerta de madera y se detuvo para adaptar la vista a la agradable oscuridad después de soportar la deslumbrante luz solar del exterior.

Slith y los comandantes de las siete tropas de ingenieros estaban sentados a la mesa, esperando el regreso de Kang.

—¡Eso es rapidez! —dijo Slith y al ver el modo como colgaban las alas de Kang, el suboficial agregó—: Ha ido muy mal ¿eh?

Kang tomó aliento. No estaba acostumbrado a correr.

—Nos han convertido en el tercer regimiento de infantería.

Slith clavó sus garras en la mesa y dejó marcas profundas en la madera. Gloth, uno de los bozaks, y ciertamente, de pocas luces, hizo un gesto sorprendido y dijo:

—¡Infantería! Esto significa las líneas del frente. Eso podría causar bajas.

Kang tomó aire para agregar la noticia verdaderamente mala, cuando ésta cruzó por sí sola el umbral de la puerta.

—¡Basta cháchara! —Tchk’pal apareció en la puerta de entrada con una enorme hacha de guerra en sus manos peludas. Desprendía un olor bovino que resultaba especialmente repulsivo a los draconianos—. Disponer filas de tropa. Yo hablar lagartijos sobre batalla de mañana.

¡Lagartijos! Kang, rabioso, lengüeteó y mostró los dientes. Gloth, conocedor del temperamento de su comandante, se estremeció involuntariamente.

—Sí, señor. De inmediato, señor. —Kang saludó de mala gana y con lentitud a su nuevo comandante de regimiento.

El resto de los oficiales draconianos se deslizaron fuera del refugio y marcharon corriendo hacia sus tropas.

El sol se encontraba a medio camino en el cielo y bajaba hacia el bosque. Las almenas estaban en dirección este, hacia los ejércitos del Áureo General, su archienemiga. Aquel ejército llevaba seis meses persiguiéndolos y forzando una retirada tras otra. Los espías decían que el Áureo General ya no dirigía las tropas, que había sido secuestrada por la Reina Oscura y que entre las tropas reinaba una gran confusión.

Kang no se lo creía. Si fuera cierto, eso haría que los elfos lucharan con más fuerza. Y parecía, por lo menos, que sus oficiales podían actuar de forma conjunta y que no se daban puñaladas por la espalda entre ellos. De todos modos, él no tenía influencia en las decisiones de los mandos. El primer ejército de los Dragones había recibido órdenes de detener la retirada, organizarse y plantar cara a elfos y caballeros. Todo el primer ejército de los Dragones había levantado un asentamiento y esperaba el asalto.

Los doscientos draconianos del tercer regimiento estaban formados ante las murallas de barro y madera. A lo largo de ellas, había siete balistas dispuestas, cada una de ellas a cargo de un equipo de veinte draconianos. Tchk’pal estaba delante de las murallas blandiendo la enorme y sangrienta hacha de guerra de un lado a otro.

Kang deseó que el minotauro se cortara algo valioso.

—Gloria encima vosotros, guerreros draconiano —anunció Tchk’pal—. Mañana haber batalla grande. Mañana morir cientos de guerreros. ¡A lo mejor mayoría de vosotros! No escondemos tras suciedad. Atacamos, hacemos cara a enemigo y cortamos cabeza. Encontrar gran gloria para Reina de la Oscuridad y Sargas, dios de la guerra.

El minotauro continuó arengando así durante casi una hora. En algún momento, cuando agotaba sus conocimientos de lengua draconiana, Tchk’pal pasaba al idioma de los minotauros, que muy pocos draconianos entendían. Éstos lo miraban con expresión desconcertada.

Slith estaba junto a Kang, el cual movía la cabeza con desaprobación.

—Tú hablas el idioma de esa vaca. ¿Qué diablos está diciendo? —preguntó en voz baja Kang.

—Me está helando la sangre —repuso Slith—. Una batallita de minotauros o algo por el estilo. Continúa diciendo gloria, muerte y honor en cada frase. Y también eso de «saltar al corazón de la batalla». Ya conoces ese modo de hablar de la guerra. Me está poniendo nervioso. Como Gloth dice, alguien podría perder la vida. Y yo que ya empezaba a creer que saldríamos de ésta. —Slith se acercó más y bajó la voz—. Ya sabes lo que se dice. ¿Y qué si el Áureo General ha sido secuestrada? Tienen otros generales ¿no? Estamos perdiendo, y por mucho. Todo el mundo lo sabe. ¿Sabes en qué he estado pensando? —Sus ojos rojos adquirieron un aspecto soñador—. Nosotros, es decir, tú, yo y los muchachos, nos escapamos de aquí y fundamos un pequeño asentamiento en las montañas Kharolis. He oído decir que ahí viven enanos. Los enanos son unos bastardos muy activos. Tienen cultivos, ganado, sacan piedras de las montañas y todo este tipo de bobadas. De vez en cuando, siempre que necesitásemos víveres podríamos asaltar sus aldeas. Podríamos darnos una buena vida…

—Esto es realmente tentador, Slith. —Kang contempló con admiración a su suboficial.

—Oh, bueno. —Slith se encogió de hombros. El tono de su voz se volvió amargo—. ¿Pero a quién quiero engañar? No viviremos lo suficiente para ver las montañas Kharolis.

—Tenemos que hacer algo con nuestro nuevo comandante, y pronto —dijo Kang en un gruñido—. Todas estas tonterías sobre la muerte, la gloria y el honor. Nos matarán y seguro que nadie cantará baladas sobre nosotros.

Tchk’pal continuaba con su arenga. Muchos draconianos, de pie bajo aquel sol cálido, empezaban a dar cabezadas. De pronto Tchk’pal pasó a hablar en el lenguaje de los draconianos.

—Éste es plan de batalla para mañana. Buscamos punto más fuerte de enemigo y atacamos. Aniquilaremos toda resistencia tras nosotros. Abrimos gran agujero. Será glorioso.

—Abrir grandes agujeros, de acuerdo —dijo Slith con hosquedad—, pero en nuestros cuerpos. Señor… —El sivak se acercó—. ¿Qué te parece hacer una pequeña visita a nuestro comandante esta noche, en su tienda? —dijo mostrando y blandiendo su daga.

—¿Qué haremos con su cuerpo? —preguntó Kang.

—¿Carne asada para el desayuno?

—No —dijo Kang tras pensar un momento frotándose la barbilla escamosa—. A mí, sin ir más lejos, me resultaría indigesto. Probablemente acabaríamos con retortijones y diarrea. Y sin duda Rajak querría saber qué le pasó a su vaca favorita.

—Podríamos decirle que ha desertado.

Kang miró torvamente al minotauro, que ahora estaba describiendo el mejor modo de matar elfos en un combate mano a mano.

—¿Él? ¿Desertar?

Slith se quedó pensativo.

—Sí —dijo de mala gana—, entiendo tu punto de vista, señor. Pero entonces ¿qué hacemos?

—Saltar en el corazón de la batalla… —musitó Kang. Luego sonrió y chasqueó los dientes.

Slith lo miró con esperanza mezclada con una extraña sospecha.

—Conozco esa mirada, Kang. La conozco muy bien. O nos salvas a todos, o nos matas antes de que Tchk’pal lo haga.

—Slith, cuando finalice este discurso tan inspirado quiero que tú personalmente tomes el mando de la segunda tropa. Id al almacén de ingeniería y localiza los planos para construir una catapulta. Luego, a trabajar. Esta noche quiero tener una catapulta construida.

—¿Una catapulta? Señor, ya tenemos las balistas.

—Maldita sea, ya sé lo que tenemos. Haz lo que te digo: una catapulta.

—Sí, señor —dijo Slith dubitativo.

Tchk’pal finalizó su discurso con un aullido, supuestamente un grito de guerra de los minotauros que erizaba las escamas; Kang supuso que el minotauro esperaba que al oírlo todos harían chocar las armas y lo vitorearían. Pero aquel aullido tuvo un solo efecto: despertó a la tropa. Los draconianos lo miraban con asombro, boquiabiertos. Tchk’pal frunció el entrecejo. No imaginaba una respuesta tan poco entusiasta.

Entonces Kang profirió una aclamación enardecida y el resto de draconianos, animado por sus mandos, se unió a él. Tchk’pal sonrió halagado. Fue lo suficientemente generoso como para mandar romper filas. Los draconianos, con un aspecto sombrío, volvieron de nuevo a sus cuarteles.

Después de subir a las almenas, el minotauro se unió a Kang, el cual estaba hablando con Slith.

—Ya tienes las órdenes, suboficial. Adelante.

Slith saludó y se encaminó hacia las barracas del almacén que estaban detrás de ellos. Tchk’pal miró a Slith.

—¿Qué ocurre, draco? Yo no dar ninguna orden a muchacho lagartija.

—Hemos preparado una fiesta para esta noche, señor. La hacemos en honor de nuestro nuevo comandante y nos preparará para la gloria de la batalla de mañana.

—¿Una fiesta? —El morro de Tchk’pal se estremeció de placer—. ¿Para mí? Excelente yo no espero esto. Vosotros, muchachos lagartija, no tenéis ánimo para batalla. Pero esto ayuda. Pero… —El minotauro levantó una mano—. Nada de cerveza, vino o licores tóxicos de tipo ningún. Todas tropas tener cabeza despejada para batalla grande de mañana.

—Por supuesto, señor. —Kang hizo una inclinación—. Tenemos una bebida muy especial. La llamamos sidra difícil, señor.

—¿Difícil? ¿Por qué, difícil? —El minotauro miró con suspicacia.

—Porque es difícil de obtener, señor. Es de manzanas.

—Así que manzanas ¿eh? —Tchk’pal se relamió—. Suena saludable. Ya conoces dicho que comer una manzana por día mantiene a clérigos oscuros alejados.

—Eso esperamos, señor —dijo Kang—. Puede estar tranquilo y tomar litros de sidra.

Cuando el sol de la mañana se levantó, el corazón de Kang se vino abajo. Tchk’pal, quien supuestamente debía de estar totalmente borracho a esas alturas, todavía aguantaba en pie, todavía golpeaba su puño contra la mesa y todavía voceaba a todo pulmón cantos de guerra.

—¡Cantad con mí! —exclamaba y los draconianos se veían forzados a cantar entre dientes uno o dos versos.

Kang miró al minotauro con aspecto sombrío. Era increíble. Tras ocho horas de beber la sidra más fuerte, aquella vaca maldita todavía se mantenía en pie. Él y Gloth habían tomado entre los dos unos quince litros aquella noche. Y el minotauro había bebido él solo unos trece litros por lo menos. Kang estaba preocupado. El minotauro parecía más sobrio que un Caballero de Solamnia y las existencias de sidra habían bajado peligrosamente.

Slith se asomó por el umbral de la puerta y entró en el refugio. Hizo un gesto silencioso a Kang para que le siguiera al exterior.

Tchk’pal, bebiéndose otra jarra de sidra, prometía contar otra emocionante batalla. No se dio cuenta de la marcha de Kang, ni de que Gloth había caído redondo.

La catapulta se erguía justo detrás de las murallas principales. El brazo principal era de madera y medía más de veinte centímetros de grosor; los demás listones excedían los treinta centímetros y las cuerdas eran muy gruesas.

—Buen trabajo —dijo Kang y agregó sombríamente—. Sólo espero que tengamos la oportunidad de emplearlo.

—Pensé que te encargarías de nuestro estimado comandante —dijo Slith mirando con preocupación hacia el refugio subterráneo—. ¡Por nuestra Reina, si parece preparado para dirigir la carga en cualquier momento!

—Lo sé —dijo Kang ceñudo y nervioso—. Tengo un plan, pero él ya debería estar borracho como un enano. Y ahí lo tienes, tragando ese líquido como si fuera leche. Si me hubiera bebido yo sólo la mitad de lo que se ha trasegado ése perdería el sentido durante un año.

El sonido claro de una trompeta élfica resonó por el aire. Kang y Slith se miraron y gruñeron.

—Tal vez no la ha oído.

Un alarido espeluznante atronó desde el fortín subterráneo.

—La ha oído —dijo Kang.

Tchk’pal salió al exterior arrastrando consigo a Gloth. El minotauro permaneció en pie, guiñando la vista ante el primer sol de la mañana. Sonaron trompetas del otro lado del campo. Un segundo después atronaron las trompetas de alarma de todo el ejército de los Dragones. En el campo, el gran ejército del Áureo General estaba empezando a formar.

—¡Rápido, Slith! —dijo Kang entre dientes—. Voy a distraerle. Dale un golpe en la cabeza.

Slith se marchó rápidamente. Por el rabillo del ojo Kang vio cómo su suboficial tomaba una gruesa rama de árbol.

—¡Señor! —exclamó Kang colocándose delante de Tchk’pal—. El… mmmm… enemigo se está acercando.

Y efectivamente, el enemigo venía por detrás. Slith avanzó volando por detrás del minotauro. El draconiano, empleando las alas para elevarse, ascendió un poco en el aire y descargó con toda la fuerza de sus músculos un golpe con la rama justo en la coronilla de la astada cabeza del minotauro.

Tchk’pal parpadeó, se balanceó unos instantes y levantó la mano para frotarse la cabeza. Luego, con una mirada siniestra, volvió el rostro hacia el sorprendido y tembloroso Slith.

—Por Sargas, ¿qué diablos creer que tú haces? —rugió el minotauro—. ¿Acaso intentar abatir a mí?

—N-n-n-n-o, s-s-señor. Sólo es, es… —tartamudeó Slith— una vieja costumbre draconiana, señor. ¡Inmediatamente antes de una batalla! —Se volvió y desplomó la rama de árbol contra la cabeza del desprevenido Gloth.

El draconiano cayó como un saco de patatas.

—«Si un árbol te da, tu espada mejor matará» —agregó Kang desesperado—. Es un viejo… proverbio draconiano.

—¿De veras? —Tchk’pal parecía interesado—. Gusta saber costumbres nuevas.

A continuación hizo ademán de tomar la rama de árbol; Kang y Slith asustados, se preparaban para resistir el golpe cuando una trompeta les salvó: la trompeta del enemigo.

Las orejas de Tchk’pal se levantaron.

—¡Ah! La batalla, por fin —dijo encaminándose hacia las murallas. Al ver la catapulta se detuvo un momento—. No ordenar una catapulta. Quitar de ahí eso. No necesitar hoy ninguna máquina guerrera para chicas. Lucharemos contra orejudos ésos en combate mano a mano.

—Señor, si me permite ¿No sería mejor suavizarlos algo al principio? —Kang hizo un último intento—. Primero utilizamos los arqueros y las balistas y lanzamos fuego con la catapulta para sacar de en medio la mayor cantidad posible antes de cargar…

—¡Bah! Parecer general Nemik. ¿Qué pasar, lagartija? ¿No confiar en mí? —Tchk’pal miró fijamente a Kang.

—No es eso, señor —dijo Kang imperturbable—. Por cierto, señor, ¿se siente bien? —Miró esperanzado al minotauro—. Está algo pálido por la zona del hocico.

—Nunca me sentir mejor —dijo Tchk’pal—. Infernar a los muchachos lagartija. —Posó su mano peluda y maloliente en la espalda de Kang—. Hoy gloria estará de parte nuestra. Draco, ¿saber? Necesitar más zumo de manzana. Tengo sed.

Kang se volvió hacia Slith, que tenía un aspecto abatido.

—Que el regimiento forme filas en las almenas, zafarrancho de combate. Preparados para la lucha cuerpo a cuerpo.

Slith musitó algo en draconiano sobre la carne asada, saludó y avanzó lentamente y sin entusiasmo hacia las murallas. Luego empezó a dar órdenes.

—Gloth —dijo Kang dirigiéndose a su otro oficial—, dale al comandante otra jarra de sidra. Tiene que estar en forma para luchar y tiene sed. En marcha.

—Apenas nos queda —dijo Gloth en voz baja.

—Tengo una botella de aguardiente enano bajo mi camastro —respondió Kang en un susurro—. Añádelo a la sidra.

Gloth volvió con una jarra. El minotauro la bebió de un trago largo y profundo. Al terminar se secó los ojos.

—¡Grandioso Sargas! ¡Qué bueno está! —dijo Tchk’pal con fervor propinando un palmetazo en la espalda a Kang que estuvo a punto de lanzarlo por encima de las murallas.

Mientras se reponía, Kang miró hacia el lugar donde el ejército del Áureo General empezaba a cerrar filas. La caballería pesada iba al frente, preparada para la carga. Kang jamás había visto tantos elfos. No sabía que hubiera tantos elfos en todo aquel mundo maldito.

—¡Eso es lo que pienso de vosotros, escoria elfa!

Tchk’pal arrojó la jarra vacía delante de las murallas; ésta se hizo añicos contra las piedras que había abajo. Con la jarra se desvanecían también todas las oportunidades de los draconianos para sobrevivir. Kang hizo un gesto negativo con la cabeza y confió su alma a la Reina Oscura.

Desde algún punto de las murallas se oyó un chillido.

—¡Un dragón! ¡Un Dragón de Cobre!

Kang gimió. Sólo faltaba eso.

El dragón se elevó a la vista de todos. El sol hacía brillar sus escamas de cobre, y la luz adquirió un tono plateado en la punta de la terrible arma conocida como la Dragonlance. La caballería de los elfos, dispuesta delante de los draconianos, tomó como señal la aparición del dragón y se lanzó a la carga. El suelo retumbaba bajo el ruido de los cascos de los caballos. Unas voces élficas entonaron una misteriosa canción que aterrorizó a los draconianos.

Tchk’pal miró hacia Kang.

—Hoy es buen día para morir. ¿No de acuerdo, draco?

—Un día glorioso para que uno de nosotros muera —musitó Kang.

—¿Qué dices, draco?

—Digo que estoy impaciente por seguirlo en la batalla, señor —se corrigió Kang.

Tchk’pal sonrió en señal de aprobación.

—A mi señal, saltaremos de las murallas e iremos a su encuentro de cabeza, asta contra asta, garra contra garra.

—Sí, señor —dijo Kang. Se sentía fatal.

—¡A LA CARGA! —exclamó Tchk’pal. Alzó su hacha y cayó de bruces.

Kang se lo quedó mirando con desconfianza, no quería albergar falsas esperanzas. Propinó una patada al minotauro yaciente. Tchk’pal respondió con un ronquido.

—¡Slith! ¡Gloth! ¡A mí! —gritó Kang.

Tomó a su comandante por debajo de las axilas. Los otros dos draconianos lo cogieron cada uno por una pierna.

—¿Y ahora, qué? —preguntó Slith.

—Quería estar en lo más reñido de la batalla —gruñó Kang—. Tendrá lo que quería. Por ahí.

Los otros dos miraron, vieron y sonrieron. Con esfuerzo, lograron bajar al minotauro bebido de las murallas. No sin esfuerzo, consiguieron por fin meterlo en la cuenca de la catapulta.

—¡Qué idea tan magnífica! —dijo Slith admirado—. Encontrarán el cuerpo en el campo de batalla, muy lejos. Todos pensarán que ha muerto por las heridas recibidas en el combate. Nadie sospechará de nosotros. Señor, eres un genio.

Slith se puso en posición y posó su espada encima de la cuerda de retención.

—¡Espera mis órdenes! —exclamó Kang.

Subió corriendo a la muralla y vio que la caballería de los elfos estaba casi sobre ellos.

—¡A vuestros puestos! Preparados para la batalla —chilló.

Los draconianos se dispersaron. Se dispararon tiros de ballestas por todo el frente de la muralla. Los grupos encargados de las balistas empezaron a hacer funcionar sus armas.

El avance principal del enemigo arremetió contra el segundo regimiento, situado a la derecha de la posición de Kang. Éste esperó. Tras la caballería pesada, avanzaban unas largas líneas de infantería. Cuando los elfos cruzaron el lecho seco del riachuelo, Kang ordenó disparar con las balistas. El efecto fue inmediato. En las ordenadas líneas de las tropas de avance hubo de pronto grandes huecos. Las líneas del enemigo empezaron a flaquear. Los draconianos cargaron de nuevo las armas para efectuar un segundo disparo.

Sin embargo, el desperfecto ocasionado por las armas grandes llamó la atención del jinete del dragón. Entonces el Dragón de Cobre se giró en lo alto y se lanzó hacia abajo con la intención de destrozar las murallas. La caballería pesada cambió la dirección de su ataque hacia el frente de Kang y embistió. Entonces Kang se volvió hacia Slith y lo miró. El sivak estaba dispuesto con la espada en la mano.

En aquel preciso instante Tchk’pal volvió en sí. Miró a un lado y otro y se vio en la cuenca de la catapulta. Aquello le devolvió la sobriedad.

—¡Que Sargas se os lleve, dracos! —bramó mientras intentaba salir—. ¡Sacadme de aquí! ¡Os mataré a golpes por…!

—¡LANZAD! —gritó Kang.

Slith cortó la cuerda de retención. El brazo principal de la catapulta se irguió y envió el minotauro por los aires.

—¡Al ataque! —dijo Kang mientras veía cómo el minotauro volaba graciosamente por encima de las copas de los árboles.

—¡Qué el Abismo me trague! —gritó sorprendido Slith corriendo hacia la muralla para mirar—. ¿Ha visto eso, señor?

El Dragón de Cobre lanzó un chorro de ácido sobre una de las balistas de la muralla. El arma explotó y el equipo que la manejaba se dispersó para resguardarse del ataque. El Dragón de Cobre se disponía ya a matarlos uno por uno cuando el minotauro, desplazándose como un rayo por el aire, fue a dar de lleno en el pecho del dragón.

—¡Alabada sea la Reina Oscura! —dijo Kang con respeto—. ¡Le ha clavado las astas! —Se volvió hacia su suboficial—. ¡Buen tiro, Slith!

—Gracias, señor —respondió Slith.

El dragón, su jinete elfo y el minotauro cayeron como si fueran sacos de patatas, levantando una gran nube de polvo.

—Una muerte gloriosa —dijo Kang con solemnidad.

—Y honrosa —agregó Slith. Luego alzó la voz y dijo—. ¡El comandante ha muerto! ¡Un momento de silencio por el comandante muerto!

—No creo que te hayan oído —dijo Kang al cabo de unos segundos.

Slith se encogió de hombros. Por su parte, Kang volvió a dar órdenes.

—¡Accionad las balista! ¡Arqueros, tirad a discreción!

Las balistas que quedaban dispararon a diestro y siniestro contra la caballería de elfos que se acercaba, mermando las filas del frente. Los caballos giraban, corcoveaban y piafaban, aterrorizados por la sangre y el ruido. La infantería, que venía detrás de ellos, se detuvo en seco.

—¡Lanzad! —exclamó Kang.

Los proyectiles de las balistas hicieron mella en el enemigo. La caballería de elfos dio la vuelta y se retiró. Los caballos chocaban contra las líneas de infantería que iban detrás y mataban a los propios soldados elfos, provocando así una retirada desordenada.

—¡Vamos a desearles un feliz regreso a casa! —chilló Kang.

—Saltó de las murallas seguido por sus hombres. Estaban a punto de dar caza a los elfos que se retiraban con la idea de matar unos cuantos rezagados y dar muerte a los heridos cuando Kang vio por el rabillo del ojo una armadura brillante.

Temió haberse equivocado y giró para enfrentarse a aquella nueva amenaza cuando descubrió que se trataba de los Jinetes de la Muerte de Nemik, el regimiento de caballería superior del primer ejército de los Dragones. Iban a la carga, adelantaron a los draconianos y se lanzaron al combate llevándose por delante las fuerzas que tenían ante sí.

Kang reagrupó a sus hombres atrás. Su trabajo había terminado.

—¡A formar!

La orden se repitió por toda la línea. Lentamente los draconianos formaron en línea de batalla.

Aquél era su día. La estrategia de Kang había funcionado.

Ordenó a sus hombres el regreso a las murallas. Al volver se detuvo para ver el cuerpo abatido del Dragón de Cobre.

Tchk’pal yacía junto al dragón. Tenía la parte superior de la cabeza cubierta de sangre. Las dos astas todavía estaban incrustadas en el pecho del dragón. Kang lo miró con una secreta admiración. Una lanza podría haber chocado y rebotado contra aquella bestia tan fuerte, pero ni siquiera las escamas más duras o la piel más gruesa podían resistir el impacto de un minotauro catapultado.

El jinete elfo del dragón yacía muerto debajo de su montura. Kang partió en pedazos al jinete con su espada. Así, el Áureo General, o quien estuviera al mando, sabría que los draconianos habían matado a aquel oficial.

—¿Dónde está nuestro intrépido líder? —preguntó Slith detrás de él.

Kang señaló con el dedo. Los dos se encaminaron hacia allí para echar un vistazo a los restos del minotauro. Mientras discutían si era aconsejable o no acarrear el cuerpo de aquella vaca para presentarla a lord Rajak, el minotauro se movió.

—¡Por el gran Chemosh! —Las alas de Kang se agitaron involuntariamente y lo elevaron unos centímetros por el aire antes de que lograra recuperarse de aquel espanto.

Slith estaba paralizado por el terror.

Las enormes astas del minotauro todavía estaban incrustadas en el pecho del dragón. Tchk’pal empezó a revolverse y girar para separarse del dragón empujándolo con los brazos.

—¡Kang! ¡Kang! —chillaba Tchk’pal—. ¡Te veo, Kang!

—Somos draconianos muertos —dijo Slith en voz baja—. Es capaz de acordarse de lo que le hicimos. Señor, tal vez debiera clavarle sin más la espada por accidente.

Un grito se elevó detrás de ellos.

—Demasiado tarde —musitó Kang—. Alguien nos ha visto.

Miró atrás y vio que lord Rajak, rodeado de sus guardas humanos, examinaba el campo de batalla. Habían divisado el cuerpo del Dragón de Cobre y se acercaban a investigar. Kang les saludó y se puso firme. Tchk’pal, cubierto de sangre, logró ponerse en pie tambaleándose y asiéndose la cabeza dolorida. Rajak los miró sorprendido.

—Debo decir que estoy gratamente sorprendido. Mi nuevo tercer regimiento ha vencido. Tchk’pal, estás cubierto de sangre. ¿Qué te ha ocurrido?

El minotauro rugió, frunció el ceño y abrió la boca.

—Señor —dijo Kang antes de que el minotauro pudiera articular palabra—, es increíble. Nuestro comandante de regimiento ha matado él solo al dragón. Le ha corneado, señor. Un acto de valentía como éste, creo, jamás había sido efectuado por ningún otro minotauro. Y luego él solo la emprendió contra la caballería del enemigo. Cayó sobre ellos como un rayo, señor. Como caído del cielo.

Slith se atragantó y tosió.

—Ha sido algo digno de verse —prosiguió Kang fervoroso—. ¡Gloria y honor a nuestro comandante! ¡Hip, hip, hurra! —vitoreó.

Slith lo coreó con algo de retraso.

Tchk’pal estaba boquiabierto, perplejo, aturdido.

Rajak se acercó al dragón muerto. Contempló los orificios dejados por las astas en el pecho del dragón. Rajak miró a Tchk’pal con temor reverencial.

—¡Por nuestra Reina Oscura! Nunca había visto nada parecido. ¡Bien hecho, Tchk’pal! Como ha dicho el draconiano, mereces gran gloria y honores. Me encargaré de que te recompensen como mereces. Comandante del regimiento, acompáñame.

—Pero… pero… —Tchk’pal miraba atrás, hacia Kang—… ellos… yo…

—No seas modesto, Tchk’pal —dijo Rajak—. Este ejército necesita héroes. Eres una honra para todos nosotros. Vosotros, ayudadle.

Dos soldados humanos sujetaron en posición firme a Tchk’pal y lo escoltaron, tambaleante; manoteando y farfullando, de nuevo hacia las murallas.

—Señor, eso ha sido brillante —dijo Slith—. Nunca se atreverá a contar la verdad.

—A Rajak no le dirá la verdad —contestó Kang agitando la cabeza negativamente—. Pero espera que pueda hablar con nosotros. Todavía es nuestro comandante ¿O acaso lo habías olvidado?

Slith se quedó con la lengua fuera, luego la dobló por la punta y la guardó en la boca. Juntos regresaron hasta las murallas con expresión sombría. Gloth se acercó para dar el informe.

—Señor, hemos perdido cuatro hombres, con el comandante incluido, y una balista. Tengo ya a la tercera tropa trabajando en la construcción de una nueva. —Al ver que Kang hacía un gesto negativo con la cabeza preguntó—: ¿Qué ocurre?

—No cuentes al comandante. Está vivo —dijo Kang.

—¿Vivo? —Gloth dejó caer su espada y estuvo a punto de perder un pie—. ¿Cómo ha podido resistirlo? Que Sargas se lo lleve y…

—¡Atención! —Kang hizo un saludo.

Tchk’pal subía hacia las murallas.

—Ahora se va a armar —susurró Slith.

Kang se preparó para aguantar lo peor. Tchk’pal se acercó al comandante de los draconianos, lo tomó por los hombros y le besó a ambos lados de la cara. Kang estuvo a punto de desmayarse por el hedor y el susto.

—¿S-s-s-eñor? —tartamudeó.

—Bien hecho, mis soldados —dijo Tchk’pal con una sonrisa—. Yo ganar honor y gloria ante el comandante de la división. —Los ojos del minotauro se acercaron e indicando la catapulta con un pulgar, dijo—: Vosotros saber, idea mía. Los dos os acordáis de ello.

—¡Oh, sí señor! —dijo Kang.

—Su idea, sí señor —agregó Slith—. Genial. Simplemente, genial.

—Sí. Es verdad. —Tchk’pal sonreía de nuevo—. Y ahora otra idea, todavía mejor…

Los draconianos gimieron para sus adentros mientras se preparaban para oír lo que el destino les deparaba. Tchk’pal se volvió y miró detenidamente la catapulta.

—Lo volveremos a hacer —dijo—. Mañana me lanzar dentro de la batalla. Pero esta vez más lejos y más alto. Quiero volar dos veces más alto y dos veces más rápido. ¿Podréis dracos?

Los dos draconianos se miraron entre sí y sonrieron.

—Su próximo vuelo será glorioso, señor —prometió Kang.

—Puede estar seguro de ello, señor —dijo Slith.

—Excelente. —Tchk’pal estrechó con sus brazos peludos las espaldas de ambos—. Y ahora, lagartijas, vamos a celebrarlo. ¿Tenéis más de aquel delicioso zumo de manzana?