Vamos a otro tema. Hacia fin del año 2008 se estatizaron —contra la voluntad de sus dueños— millones de pesos ahorrados (y heredables) que una multitud de argentinos había acumulado durante casi tres lustros, en un sistema financiero que era exitoso en tanto el gobierno no se metía a ordenarle comprar, por ejemplo, bonos devaluados. El argumento oficialista se basaba en que el Estado administraría mejor esos fondos y brindaría jubilaciones más altas, un argumento que, para gente con algo de memoria, suena a la burla que se hace a los tarados.
Cuando surgieron sospechas de que esa estatizacion podría tener consecuencias graves para todos, porque una parte del dinero arrebatado sería confiscada en el exterior debido a reiterados incumplimientos gubernamentales, se afirmó desde el mismo Estado que no se trataba de una «estatizacion», sino de un «gerenciamiento». ¿Gerenciamiento? Mejor se diga que nos mintieron en forma descarada. Sin sonrojos. Sin titubeo, como si fuésemos un chiquero de giles. Pero, acaso, ¿no lo somos?
Afuera no se tragaron el sapo, por supuesto. Robert Lucas, Premio Nobel de Economía, manifestó que esa medida equivalía a «robarle el dinero a la gente». «Eso no se espera de un gobierno que dice ayudar a sus ciudadanos», dijo, y agregó un párrafo elemental: «El proyecto gubernamental argentino de repatriar capitales no tendrá éxito después de semejante manotazo. La Argentina no es un sitio recomendable para quienes buscan seguridad». Un periodista añadió que la Argentina se despedía del mundo. Era cierto. Se aceleró la fuga de capitales, en vez de que llegasen nuevos y viejos a nuestra tierra, como se necesita y pretende (ahora). Pocas veces se hizo tanto daño a un país.
Es deprimente. Porque las desgracias no terminan ahí. Esa confiscación, que ardió en la piel como un ataque de urticaria, pronto fue alejada de las primeras páginas informativas y se achicharró hasta casi desaparecer. ¡Así nos ocurre siempre! Una cortina de humo tapa a la cortina anterior. Otro olvido en la larga lista de olvidos.
En el fragor del debate, sin embargo, hubo reflexiones que debemos tener en cuenta, como las del diputado Omar de Marchi, entre otros. Dijo que esta ley expropiatoria ponía en juego la independencia del «bendito» Poder Legislativo (¡chocolate por la noticia!). Una vez más el Ejecutivo, con apuro e improvisación, pretendía corrernos para capturar muchos millones. La voceada ideología de esta gestión «es plata —dijo—, para mantener un sistema prebendario que se basa en el sometimiento». Y más: «¿Hasta cuándo nos van a seguir arreando? ¿Es serio que en quince días alumbraremos un sistema previsional que tal vez rija durante los próximos cincuenta años?» No, no es serio —agrego yo—. Es trágico.
Un buen número de los que iban a votar en favor del saqueo por razones ideológicas «al oído confiesan que el tema merece una discusión más profunda. ¡Pero lo dicen en los pasillos de atrás!». «En el Congreso predomina una corte de adulones que, sesión tras sesión, corren desesperados para agradar a la reina».
Se usan argumentos de izquierda para incautar aportes privados que pagarán una de las fiestas más caras que ha tenido este país en las últimas décadas. A los diez millones de argentinos confiscados (más votos de los que sacó la actual Presidenta) «quiero decirles —ironizó el diputado— que les queda la resignación de saber, aunque sea, que están colaborando con la próxima campaña de los Kirchner…».
Desde el trono se había acusado de «usureros» a quienes ahorraban en las AFJP. ¡Qué caraduras! ¿Usureros porque eran previsores respecto a su propia ancianidad? Los llamó usureros quien menos podía hablar, porque tiene un apellido que en La Patagonia rebelde de Osvaldo Bayer se destaca por ejercer precisamente esa profesión en Santa Cruz.
Agrego una nota de color fecal: ciertos legisladores confesaron que, por fijaciones ideológicas, acordaban ponerle fin al régimen de capitalización privada, pero a condición de que el Estado sea mejor controlado. ¿Estaban ebrios? ¿Cuándo se conseguirá que nuestro Estado funcione bajo un control eficaz? ¿Alguna vez los dineros jubilatorios fueron respetados si aparecían otras urgencias? La historia de meter las pezuñas en la plata de los jubilados excede las seis décadas de impunidad. Esos legisladores denunciaban con énfasis que el gobierno quería aumentar su Kaja con los ahorros del pueblo, pero no denunciaban que lo hacía mediante la ilegal apropiación del dinero ciudadano. No denunciaban que se perpetraba el delito de deshonrar la propiedad privada, que el artículo 17 de nuestra Constitución califica de inviolable. Querían diferenciarse del oficialismo por ser estatistas «buenos», mientras los K son estatistas «malos». Algo análogo a lo ocurrido con el campo: debatían el monto de la expropiación, no la expropiación misma. No han leído la Constitución. O están contra la Constitución, vaya uno a saber.
Poco tiempo después, la misma Presidenta se ocupó de aclarar —sin darse cuenta, porque habla tanto que no logra medir el alcance de sus palabras— algo espantoso. Dijo en forma elíptica que no había saqueado las AFJP para beneficiar a los ahorristas (mentira inicial), sino para tener con qué hacer frente a otros compromisos. No agregó algo obvio: que esa expropiación convertía a la ANSES en una suerte de Banco Nacional de Desarrollo, un banco —esto sí fue anunciado— que prestará sus recursos mal habidos a un once por ciento anual para que algunos cambien el auto o adquieran electrodomésticos. ¿Adonde nos quieren llevar? Hubiese sido mejor, si se pensase con patriotismo, dejar en paz a los aportantes de las AFJP (que el Estado debía auditar mejor, para eso está), y que pudieran seguir renovando los plazos fijos bancarios que les pagaban una buena tasa de interés. De ese modo se hubiese evitado otra fractura a la despedazada confiabilidad que caracteriza a nuestro país.
Sigo. La eliminación forzosa de las AFJP significó que, de modo indirecto, muchas empresas pasaran a ser propiedad parcial del Estado. Un regalo de Navidad. Esas empresas dejarán de esmerarse en ser rentables por una razón muy simple: girarán su prioridad hacia donde casi siempre se ha orientado el «eficiente» Estado argentino, para practicar la corrupción insaciable y llenarse de burócratas a los que ahora denominamos «ñoquis» gracias al perfeccionamiento de la lengua.
El Estado argentino no tendría que funcionar como funciona. Opino que tiene obligaciones indelegables. Opino que debería contribuir de forma decisiva a la equidad y el progreso. Pero en nuestro vapuleado país se volvió normal que el Estado se comporte de manera irresponsable, tendenciosa y arbitraria. No representa a la sociedad, sino a quienes empuñan el timón del gobierno. Cuando decimos «lo público» o «Estado», dejamos de tener en cuenta que entre nosotros «Estado» significa «gobierno», y gobierno significa las personas que lo usufructan, incluida desde luego la legión de Brancaleone compuesta por obsecuentes, amigos, socios y testaferros. Ahora y antes.
Morder el corazón de muchas empresas mediante la confiscación de las AFJP implica un acto de vampirismo que generará un gran costo público. Las empresas no funcionan solas ni garantizan ganancias. Pueden sufrir caídas como resultado de una mala gestión, que probablemente ocurrirá, porque no hay gestión estatal argentina que rinda jugosos frutos, sino cargas, desvíos y maniobras ilícitas. ¿No lo sabemos? ¿Quién pagará? La sociedad, claro. Siempre. La sociedad manipulada y embrutecida. En otras palabras, un asco. Además, se ha creado un Frankenstein. Es evidente. El titular de la ANSES maneja ahora 130.000 millones de pesos más. Por favor, relee esa cifra. Un Himalaya de dinero. Insisto en que se ha convertido en el mayor banco del país, sin controles siquiera del Banco Central y con una discrecionalidad para usar sus fondos que envidiaría Luis XIV. ¿Esto nos hacía falta? ¿Esto disminuirá la pobreza, mejorará la educación y la salud, incentivará el progreso? No se publica información sobre el estado actual de los fondos y tampoco funcionan las comisiones de control que establecía la ley.
Me queda un parrafito.
Dije que desde la mitad del siglo XX se convirtió en algo aceptable que el Estado argentino (honesto, confiable, diáfano…) meta las uñas en el dinero de los jubilados para tapar agujeros de cualquier naturaleza. Más grave y grotesco: fueron robados con el apoyo de ideologías que proclaman su opción por los pobres. Ahora los jubilados han quedado más inermes que nunca. Para colmo, son objeto de burla. La Presidenta, con una sonrisa, dijo en diciembre de 2008: «Quiero anunciar para este fin de año, como una especie de reconocimiento, una suerte de premio para estos hombres y mujeres que tanto hicieron por este país, una suma fija de doscientos pesos por única vez, para todos los jubilados». Los salames y zalameros que la rodeaban aplaudieron frenéticos. Ella prosiguió con datos que revelaban su solidez en matemáticas: «Este ingreso extra significa un 29 por ciento para el 76 por ciento de los jubilados, y del 21 por ciento para el 86 por ciento de la clase pasiva». ¿No era una cachetada? Los jubilados no necesitan limosnas, sino que se les pague la suma que les corresponde por ley: un 82 por ciento móvil, de acuerdo a lo determinado por la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Pero el Congreso y el Ejecutivo miran para otro lado y se tapan las orejas. En lugar de ese 82 por ciento móvil, se los quiere seducir con un regalo de morondanga, y por única vez.
Una de las muchas reacciones que mereció este regalo fue firmada por Celso Araujo en una carta de lectores del diario La Nación: «Después del anuncio de la señora Presidenta, como jubilado aportante, me siento como un perro al que le tiran un hueso para que no ladre mientras se llevan las vacas».
Los gobiernos deberían intentar que aumente la confianza de sus ciudadanos para que no fuguen al exterior ahorros y capitales. Sobre este punto no me cansaré de machacar, porque hace más de medio siglo que aumenta la tendencia a mandar dinero al exterior: nadie confía en el respeto que aquí se brinda a la propiedad privada. Lo hizo el mismo Kirchner cuando fue gobernador de Santa Cruz, y hoy no parece dispuesto a repatriar los centenares de millones dólares que giró hacia un perico mundial del que no rinde información clara (ni turbia siquiera) pese a denuncias insistentes y la actitud innoble de fiscales y jueces que no se atreven a enfrentarlo. Para colmo, él y su mujer gritan que los argentinos sean patriotas y traigan de vuelta sus dineros. El dinero de los giles, no el de ellos, que de giles no tienen nada.
Como escribió Javier González Fraga: «El gobierno tiene un discurso progresista, pero una gestión muy regresiva que favorece a los que más tienen. Por eso se explica que la pobreza esté aumentando, y que también surjan o aumenten fortunas en sectores fuertemente regulados como el petróleo, el juego y las obras públicas».
Al empezar la actual crisis financiera mundial muchos argentinos quisieron repatriar sus ahorros y hasta sus joyas. Pero el manotazo a las AFJP los detuvo en seco. Se preguntan: ya que estamos, ¿por qué no estatizarían (perdón: «administrarían») también los plazos fijos? ¿Por qué no se procedería de igual forma con nuestros autos, o motos, a los que el Estado mantendría más limpios, con un service periódico a cargo de simpáticos ñoquis? Los seguros pertenecerían a compañías del Estado, también llenas de funcionarios y abnegados ñoquis. Los autos y las motos serían permutados cuando los precios convengan más, con agencias también estatales, a cargo de otros buenos individuos. Todos los vehículos pasarían a ser propiedad del Estado y nos quitaríamos el dolor de cabeza de tener que cuidarlos. De esa forma, por vías múltiples, aumentaría el volumen de la Kaja, que tantos beneficios aporta al país.
También nuestras viviendas deberían ser estatizadas (otra vez me equivoco: «administradas»): el Estado las pintaría, alquilaría en nuestra ausencia, arreglaría sus desperfectos apenas se produzcan y protegería mejor que el mejor de los encargados.
No debería faltar, desde luego, para mantener la coherencia, transferir al Estado las frágiles cajas de seguridad porque, ¿dónde habría una inmunidad superior a la de un Estado como el argentino, tan lleno de virtudes?
No olvidemos que nos referimos al «Estado». Es decir, el Estado que nos pretenden hacer creer —hacer creer— que no es sólo el gobierno, ni el matrimonio presidencial, ni su (¿camelotiana?) Mesa Redonda de amigos. Nooooo. Es un Estado insomne que se ocupa por el bienestar de los ciudadanos y una ecuánime redistribución del ingreso.
Ironías aparte, vuelvo a decir que el Estado es imprescindible. Pero su función consiste en poner límites a la voracidad del poder, a las frecuentes injusticias, a los desvíos de la legalidad, a los fraudes. El Estado no debe ser ni el Ogro Filantrópico que describió Octavio Paz, ni el monstruo totalitario que imponen las dictaduras. Ni grande ni chico: eficaz. Por desgracia, muchos no aprendieron las nefandas lecciones que nos han dejado modelos de un Estado criminal y depredador como los hubo y los hay para elegir. Para muchos no han servido aún los 72 años del régimen imperial bolche, los 50 años de la infortunada Cuba, los 36 años de los famélicos españoles dominados por Franco, los 21 años de los arrogantes fascistas alentados por Mussolini y los 12 años de la opresión estatista nazi en Europa continental. Agrego el sufrimiento de China, Vietnam, Camboya, Corea del Norte, Europa oriental y las numerosas dictaduras de derecha e izquierda, chorreantes de sangre, en América latina, África y Asia, entre las que tenemos a la Argentina con ejemplos de autoritarismo, dictablanda y dictadura, que algunos ni se atreven a denunciar, menos cuando ejercen el poder. Pueblos enteros fueron víctimas de Estados en apariencia bienintencionados, pero idénticos en su voracidad recaudadora, centralizadora, oligárquica, monopolizadora, dirigista, burocrática, despótica, insensible, cruel y gastadora irrefrenable de lo que no produce o produce mal.