XXII

El cuadro marítimo de la guerra entre Brasil y las Provincias Unidas comienza a sufrir modificaciones. La superioridad en número, recursos y capacitación, no alcanza para llamar a sosiego a la escuadra de Brown. El dominio brasileño del Plata ya es cuestionable. En las Provincias Unidas prende la esperanza en una victoria que parecía imposible. El Gobierno, entusiasmado con la pericia del Almirante, le propone realizar una expedición corsaria sobre las costas del Brasil para contrarrestar las depredaciones autorizadas por Pedro I. Y para que sufran la calamidad de los ataques en su propio territorio. Con ese fin le extiende doce patentes de corso en blanco. Brown las recoge de manos del Presidente de la República. Un duende maligno cruza como golpe de viento recordándole las humillaciones pasadas con el anterior crucero. Comprime las patentes, saluda y se aplica a la acción.

Durante dos meses perturba el comercio y la navegación del Brasil. Provoca la alarma en puertos y fortificaciones. El Imperio, que se consideraba inmune a este tipo de ataques, improvisa medidas tan urgentes como ineficaces. Convoca al almirante Norton, a cargo de la escuadra en el Río de la Plata, para que venga a espantar a los corsarios. Se conjetura que son muchos, que cuentan con numerosos buques. Ignoran que la bulliciosa y terrorífica escuadra de Brown se compone de tan sólo dos barquichuelos, a los que utiliza con ingeniosa variedad de recursos y ardides. Cuando regresa a Buenos Aires, Brown ha hundido o quemado quince naves y sembrado la consternación.

Desde entonces adquiere para amigos y enemigos el don de la ubicuidad. Está frente a determinado puerto. Está en alta mar. Está en el fondeadero controlando la reparación de buques. Persigue con una falúa a embarcaciones brasileñas. Encabeza un convoy. Asiste al teatro. Instruye a los oficiales. Retorna con presas. Ha pasado la jornada visitando enfermos.

Cuentan que al ingresar en el hospital comenzaban la amputación de la pierna de un marinero; al advertir su presencia, la víctima se sobrepone al dolor y perfora el aire con el grito que sacude los combates: «¡Viva la Patria! ¡Viva Brown!». Brown se demora consolándolo.

Dedica parte de su sueldo para ayudar a las monjas Catalinas. Destruye convoyes cariocas. Su nombre corretea por las olas, se desplaza con el viento. Es repetido en ríos, islas, cuchillas, pampas. Lo mencionan los gauchos con cariño, lo mencionan los brasileños con temor.

Brown sigue siendo el hombre agridulce que aprecian quienes lo conocen de cerca. Madruga siempre. Es frugal en las comidas, no bebe más que té y un vaso de vino después de la cena; aborrece el café porque le recuerda sus bochornosas tribulaciones en las Antillas. Es ordenado y pulcro; su ropa de cama se ventila diariamente en el patio de su casa o sobre cubierta cuando está embarcado, su traje no tiene máculas ni arrugas antes del combate. Se ocupa con devoción por los deudos de las víctimas y aporta generosamente en las suscripciones públicas destinadas a socorrer heridos. Sus soldados lo adoran. Y aunque a veces perturbe su creciente extravagancia, no dejan de referirse a él con respeto y admiración. Su fuerte osamenta sostiene a un hombre complejo y atormentado. Nutrido por viejos rencores. Y una descarnada nobleza.