A TODO LUJO EN EL PALACE

Saúl me sacó del museo y me ayudó a subir a un taxi que esperaba en la puerta. Mientras recorríamos el pequeño patio delantero, confirmamos nuestra próxima cita. «Salgo a las siete y media —dijo Saúl—. A las ocho menos cuarto en la habitación».

—¿Dónde la llevo? —preguntó el conductor.

—Al aeropuerto.

—A estas horas, seguro que va a América. Pero lleva un equipaje algo escaso —me dijo el taxista.

—Pues sí, voy a Brasil, pero el equipaje lo está facturando mi hermana, que se me ha adelantado —inventé sobre la marcha—. Ella tiene más prisa que yo por despegar.

En Barajas, entré por una puerta, busqué la salida más próxima para coger otro taxi que me llevara a mi auténtico destino:

—Al hotel Palace.

Ése fue el mejor momento de la noche. Me sentí como una de esas mujeres fatales del cine negro. Lo siento, me gustan algunas de esas películas antiguas, cuando la chica, muy elegante y envuelta en esa atmósfera neblinosa y distante, dice: «Lléveme a la puerta del hotel y haga el favor de olvidarse de mí y de que ha hecho esta carrera».

El taxista miró por el retrovisor, no dijo nada y empezó a conducir hacia el sitio desde el que yo acababa de llegar. En cuanto a mí, con el plumas en la mano para que no se dañase el cuadro, me repantigué en el asiento trasero para disfrutar de la travesía de Madrid como si fuera la del Océano Atlántico entero.

Iba a ser una operación de distracción perfecta. Nadie podría imaginar nunca, que la chica epiléptica del Thyssen había dormido a menos de un minuto del lugar de los hechos.

El portero del Palace, criatura de la noche y acostumbrado a todo, me franqueó la entrada. En recepción me atendieron con amabilidad y respeto profesional, y un botones demasiado cortés me condujo hasta la habitación. Dejé que me enseñara el recinto como si yo no supiera lo que eran la cama y el servicio y le di, pomposamente, una buena propina.

Está bien eso de ser rico, aunque sólo sea una noche. Una hace y dice cosas que ni siquiera se imaginaba. Y visita hoteles fastuosos.

Corrijo. Hay que ser rico más de una noche porque si sólo dispones de una, y además es tan corta como la mía, no sabes si bañarte o ducharte. Y además temes que si pierdes demasiado tiempo en el baño te sepa a poco disfrutar de una cama tan grande como para meter de golpe a Enrique VIII y todas sus mujeres. Bueno, hice lo que pude, que no fue mucho, porque el agua caliente de la ducha me sentó como una caja de somníferos y me quedé dormida arrebujada en el albornoz, sin tiempo de meterme en la cama. Esto lo hice más tarde, a eso de las cinco y media, cuando mi cuerpo sintió que iba a resfriarse y me despertó para que me abrigara.

A las ocho menos cuarto en punto, Saúl volvió a sacarme del sueño con un beso en la sien.

—Esto tiene que ser parte de un sueño —dije.

—No. Es completamente real.

—¿Te das cuenta de lo que hemos hecho?

—No temas ni te arrepientas. No es nada malo.

Esta vez se equivocaba al interpretarme. Medio dormida todavía, ni tenía miedo ni juzgaba la moralidad de lo que había ocurrido. Sólo manifestaba mi asombro por la magnitud de lo que habíamos hecho. En realidad, seguía bajo el síndrome de la actriz de cine y lo único que me apetecía era aplaudir el ingenio de Saúl al planear el golpe y repetir lo bien que nos había salido todo.

—Tienes que estar cansado. ¿Por qué no te das una ducha? Te sentirás nuevo.

Saúl aceptó mi idea pero antes llamó al servicio de habitaciones y pidió dos desayunos completos y una ración de churros.

—¿Has visto si tenemos ropa limpia?

—Se me olvidó —dije, con cara de pena.

¡Cómo se me pudo pasar con lo que me gusta probarme ropa nueva!

Saúl abrió el armario y comprobó que un gran almacén había colgado, de sendas perchas, dos bolsas con una indumentaria nueva para cada uno de nosotros.

—Si quieres, pruébatela ahora. Yo pedí la talla que me dijiste. No sé si te gustará el color.

Cuando Saúl salió de la ducha esperaba el veredicto sobre su gusto eligiendo ropa y no ocultó su decepción cuando vio que yo todavía estaba en la cama.

—¿No tienes curiosidad por saber qué te he comprado?

Entonces salí de la cama y me mostré desnuda delante de él. No pensé en Saúl cuando lo hice. Sólo en mi. No podía haber compartido con él una experiencia tan intensa y dejarlo marchar sin abrazarlo, sin besarlo con verdadera furia, sin enroscarme en él, sin dar mil vueltas sobre aquella cama de harén. Caminé hacia él y me pegué a su cuerpo con fuerza pero en silencio, sólo sintiendo que ese gesto justificaba aún más la noche que habíamos pasado y esperando notar que su cuerpo reaccionaba al contacto con el mío.

Y se acabó. No voy a contarte más, lo lamento, aunque sé que vendría a cuento explicar lo que siguió a aquella escena teniendo en cuenta que Saúl no había dejado de insistir en que había atravesado los siglos por amor a Pauline Möss. Lo sé, digo, pero eso tendrás que suponerlo o añadirlo tú según te parezca más creíble en función de lo que has leído hasta ahora y de lo poco que te queda por leer. Me parece correcto reservarme esto para mí sola.

Desayunamos y me puse una ropa preciosa que me quedaba como un guante. Saúl cogió la ración de churros y yo me colgué de su brazo para caminar hacia el taller de Inge, el Noruego. Antes, Saúl dejó el maletín con el cuadro en la caja fuerte del hotel y prometió liquidar la habitación y los gastos antes de las doce. Era lunes, el día había amanecido fresquito pero soleado y mis compañeros estarían en clase. A esas horas tocaba Ética y me parecía que el del instituto era un mundo de broma. En ese momento me hubiese reído, escéptica, si alguien me hubiese dicho que era mi mundo y que al día siguiente iba a reintegrarme a él.

—¿No te preguntas de dónde sale el dineral que me he gastado?

—¿Por qué lo dices?

—Porque quiero explicártelo. Seguro que en algún momento has pensado que es un adelanto de lo que me van a pagar por vender la tabla.

Llevaba razón, claro que sí, pero de verdad que en ese momento no me interesaba. No quería saber nada que estropease el placer de aquel luminoso paseo por la carrera de San Jerónimo o que enturbiase el recuerdo que me quedaría de las últimas horas que había vivido. Seguro que más adelante se tambalearía mi ánimo, con confesiones de Saúl o sin ellas. Pero eso sería más tarde.

—Me da igual, de verdad.

—Pero a mí no. Quiero que lo sepas.

Le interrumpí con vehemencia:

—He dicho que no quiero saber nada.

En casa de Inge nos reprocharon que ésas no eran horas de llevar churros. Las nueve las habían dado hacía mucho tiempo.

—Como queráis —dijo Saúl—. Pero yo he cumplido.

—Hemos pasado un mal rato. Nos dijiste que al amanecer.

—Dije que no antes del amanecer.

—Bueno, no discutamos. Danos la tabla.

—No hay tabla.

—¿Qué? —bramó Christine.

—No hay tabla porque no hay encargo de Volk.

—Explícate.

—Volk salió de la cárcel hace bastante tiempo. Lo soltaron a cambio de que contase en qué museos había colocado falsificaciones. Los años de cárcel le sirvieron para comprender que todo el arte del mundo no valía lo que un día de aire fresco. El caso es que devolvió todos los originales y tus obras, Inge, las quemaron, no queda ninguna. Ahora Volk sólo se dedica a los negocios y hace lo posible por no acordarse de ti ni un solo día.

—Pues no entiendo nada.

—Yo soy el único que quería ese cuadro por razones que no voy a explicaros y urdí una pequeña trama para que Inge me hiciese una copia, ya que por las buenas no la habría hecho nunca, ¿verdad?

»Los dos hombres con quienes habéis hablado, el que vino a haceros el encargo y el que se entrevistó en Carabanchel con Christine, eran actores que contraté para este trabajo.

—Entonces, nuestro dinero… —dijo, rápidamente, Christine.

—Lo necesitaba para pagarle a los actores y para hacer frente a algunos gastillos —dijo, tomándome del hombro con toda la intención. «De aquí ha salido ese dinero», me decía— que eran inevitables. Como comprar una buena reproducción; ya os enteraréis. El resto lo tengo aquí.

Saúl sacó del bolsillo de su americana nueva un paquete envuelto en el mismo papel de aluminio que Christine le había dado cuando se llevó la falsificación, y se lo tendió al matrimonio.

—¡¿Y el dinero que le vas a sacar a ese cuadro?! —protestó Christine.

Ella tenía la mano sobre el paquete pero que no quería cogerlo por si eso podía suponer que renunciaba a tener más participación en el producto de la venta que suponía que haría Saúl.

—Ninguno —contestó Saúl, con seriedad—. Te doy mi palabra de que no obtendré ni un solo céntimo por ese cuadro. Nadie lo obtendrá. En todo esto, no existe el menor interés económico.

—Aun así no estoy de acuerdo —Christine seguía con la mano en el paquetito del dinero—. Si es cierto todo lo que dices, nos debes dinero por el trabajo de Inge. Nos has utilizado para tener ese cuadro. Al menos, debes pagarnos por el trabajo de mi marido —insistió.

—No —corrigió Saúl—. Antes de que yo apareciese, vivíais cocidos en el miedo. Os asustaba vuestro pasado y le teníais pánico a Volk. No habéis salido de aquí desde hace años. Cada vez que entra un cliente nuevo pensáis que puede ser él quien venga a cobrarse los asuntos pendientes. Gracias a mí, sin embargo, todos esos miedos se han disipado. Volk ya no es un problema. A partir de ahora seréis mucho más felices. ¿Eso no vale dinero? ¡Mucho! —contestó él mismo—. La felicidad no se paga con dinero.

—De todos modos, ¿no te parece que es demasiado dinero por una noticia? —protestó Christine.

—Inge —se dirigió ahora Saúl directamente al falsificador—, ¿no es un buen colofón para tu carrera colgar un cuadro en el museo Thyssen? La satisfacción de saber que has imitado a la perfección a Van Eyck, ¿no es una buena recompensa? Nadie podrá saberlo nunca, claro. Pero tú sí lo sabes, y no creo que para un artista como tú pueda haber una recompensa mayor. ¿Me equivoco, Inge?

—O sea, que finalmente has robado el original —concluyó Christine, entre curiosa e irritada.

Pero Saúl no le contestó y siguió mirando a Inge.

—Llevas razón —reconoció Inge con humildad—; aunque me había prometido no volver a hacerlo, para alguien como yo, que no he sabido pintar nada propio que mereciese la pena, esto sí es… sí es… importante. Si es verdad que mi cuadro está ahora en el Thyssen me doy por pagado, desde luego. Incluso aunque te lleves ese dinero…

—Pues resuelto, ¿no te parece, Christine?

—¡Eres un demonio! —exclamó Christine, arrebatándole el dinero que mantenían sujeto entre los dos—. Que Satanás te lleve al infierno.

En este momento me produce una nostalgia bárbara recordar el resto de aquella mañana, así que eludiré las cuestiones menores y sólo te cuento el contenido de nuestra última conversación, de la que son testigos los salones del hotel Palace.

—¿Qué vas a hacer? —le pregunté.

—Me voy a Brujas. Voy a llevar el cuadro a Pauline y espero que así mi vida recupere la normalidad.

—O sea, que insistes en que tu historia es cierta.

Saúl sonrió con un asomo de nostalgia y contestó de forma lacónica:

—Por supuesto.

—Perdóname que siga siendo un poco desconfiada, pero no puedo evitar hacerte una pregunta.

Tomé aire y empecé a hablar.

—Si todo esto es mentira, te vas a reír de mí un montón de tiempo, pero, cuando lo hagas, recuerda que no me he creído ni una palabra de lo que has contado. Simplemente, me ha parecido que eras un tipo con el que merecía la pena tener una aventura que poder contar a las amigas.

—¿La pregunta?

Volví a respirar hondo antes de escucharme decir aquel sinsentido.

—Si cuando dejes la tabla en el… en la… vamos, en el panteón de Pauline se deshace el embrujo, ¿te morirás de golpe porque te caerá de una todo el tiempo que ha pasado o sencillamente el reloj volverá a ponerse en marcha para ti?

Saúl se encogió de hombros.

—No lo sé. De todos modos, hasta hace poco tiempo, yo prefería que todo terminase porque estaba en verdad cansado… Sin embargo, ahora desearía que el reloj se pusiera de nuevo en marcha porque me gustaría que te quedaras conmigo.

Lo miré algo confusa.

—¿Me estás pidiendo que salga contigo?

—Ven conmigo a Brujas. Verás como todo saldrá bien y tendremos toda la vida por delante. ¡Hace tanto tiempo que no he podido imaginar algo semejante con una chica! Vente, por favor…

Puedo decir que no me lo pidió sino que me lo imploró. Me acerqué a él y le di un beso largo, suave y cálido.

—No puedo irme. Si regresas después de hacer lo que debas, aquí estaré.

Y dicho esto, me levanté y empecé a caminar hacia la puerta, sin pensarlo más y sin querer verlo más. En la calle pedí un taxi y bajé frente a la puerta del instituto cuando mi gente acababa de terminar las clases.