NEREA Y SUSAN SE ENCUENTRAN CON SAÚL

Desapareció, ¿qué le vamos a hacer? Lo peor fue que tuve que pagar la carrera del taxi. Podía haberme dicho que se marchaba y me hubiese bajado al metro, que para eso llevo siempre el abono. No llevaba dinero suficiente y tuve que decirle al taxista que enseguida bajaba: «Es aquella ventana, tercero A, tardo cuatro minutos». Menudo corte el mío y menuda cara de mal café puso él, que miró y remiró el edificio, no sé si para evaluar si se la iba a pegar o para descubrir la puerta trasera por donde pensaba escaparme.

A todo esto, había desconectado el teléfono al entrar en el museo y, como había decidido no informar a la panda, al llegar a casa seguía apagado. Saldada mi deuda con el taxista, lo conecté y entonces vi el aluvión de mensajes que me habían enviado, unos de preocupación y otros de enfado. Lo suyo habría sido que les llamara para disculparme, pero me daba corte decirles que les había dejado plantados por un tío que me había dejado tirada dentro de un taxi. ¿Quién era? No lo sabía. ¿A qué se dedicaba? Ni idea. ¿Cómo se llamaba? Viendo cómo terminó la tarde, cualquier nombre sería sólo una hipótesis. ¿Qué habéis hecho? ¡Hablar de museos y de poesía!

Imposible contar eso, así que volví a apagar el teléfono y me fui a la cama pensando en cómo adornar la pifia de aquel sábado extraño.

Sólo Nerea, la fantasiosa de Nerea, creyó que en aquello había una historia. No sé bien por qué, a ella se lo conté por teléfono el domingo —ese día no salí: había celebración familiar— y vaticinó una «aventura excitante».

—Se dice —me comentó— que cierto tipo de personas, digamos extrañas, suelen entrar en contacto con gente corriente y…

—Ya —le corté—, extraterrestres.

—No necesariamente.

—Bueno, Nerea, dejémoslo —le dije, un poco desabrida—. Debería haber supuesto que saldrías por peteneras.

En cuanto a los demás, cuando el lunes los puse al corriente, tiraron de sensatez y concluyeron que algún experto en contar cuentos chinos se había quedado conmigo, una especie de exhibicionista, un encantador de serpientes, un chiflado que disfrutaba dando la vara, quizás un marica que se echó atrás cuando se vio comprometido a acompañarme hasta casa, un psicópata —menuda ocurrencia tuvo Paco— en busca de una víctima. «Has estado a punto de salir en el Telediario —dijo—. Chica de diecisiete años, desaparecida entre Neptuno y Callao, ha sido hallada descuartizada en el túnel del metro de Iglesia».

En fin, si te digo la verdad, olvidé pronto el chasco de Saúl. En parte porque el encuentro había durado poco y también porque, con la distancia de los días y el ajetreo, cuando me acordaba de Saúl no me parecía ya tan importante.

Otro asunto empezó a inquietarme por aquellas fechas y tal vez también tuvo algo que ver con que me desentendiese de Saúl.

Dos o tres años antes, Nerea nos propuso un juego. Se trataba de mirar fijamente a la nuca de la persona que llevábamos delante, entendiendo como prudencial una distancia máxima de diez o doce metros. Según su teoría, esa persona terminaría por volverse porque algo en su sistema nervioso —o en su aura o en su karma o en su más allá, porque en esto Nerea no era muy precisa— le informaría de que unos ojos estaban clavados en ella. No es que la víctima recibiese un fax con esas palabras, pero no podría resistir la sensación de girarse porque notaría que alguien la observaba con atención. Hicimos la prueba muchas veces y los resultados fueron desiguales, de forma que cada uno de nosotros pudo apoyarse en los éxitos o en los fracasos para reafirmarse en lo que pensaba antes del experimento.

Hasta aquí la descripción de lo de Nerea. Y desde aquí lo que me ocurrió a mí, que se trataba de que me sentía observada desde que ponía los pies en la calle. Al principio no me di cuenta pero una tarde, Amparo —una vecina— me preguntó qué me pasaba. «Nada —le dije yo—. ¿Por qué lo preguntas?». «Porque no dejas de mirar hacia atrás. ¿Es que esperas a alguien?».

Entonces tuve que reconocer que últimamente me había parecido que alguien jugaba conmigo al juego que nos había contado Nerea. De lo que no era consciente era de las veces que ese mensaje llegaba a mi cerebro. La advertencia de Amparo me sirvió para que en adelante estuviese más atenta y para que el asunto, al final, llegara a intranquilizarme. No era posible que a cada momento me sintiera observada. O pasaba algo o a mí me pasaba algo. Descartado que pudiese estar siendo seguida por un secuestrador, salvo que fuese tonto y creyese que por mí podría obtener algo más que las gracias por quedarse conmigo, se mantenía abierta la segunda posibilidad, la relativa al funcionamiento de mi cabeza. Antes de comentarlo en casa y de empezar a visitar al psiquiatra, recurrí otra vez a Nerea, la experta en cosas extrañas, con la que me cité un sábado por la mañana.

—No sé cómo me consultas a mí, si sabes que siempre salgo por peteneras.

—Venga, tú —me disculpé—, no seas así. ¿No querrás echarme en los brazos de mis padres?

Nerea, deseosa tanto de fabular como de ayudar, se dispuso a escucharme y me prometió toda la discreción del mundo, porque me daba vergüenza que el grupo entero se enterase de mi debilidad: «Tiene miedo, la chica tiene miedo».

—¿Y desde cuándo te pasa eso? —me preguntó, cuando di por concluido el relato, con la circunspección de un oncólogo que acaba de reconocer los peores síntomas.

—No sé. Quince o veinte días.

—¿Y es una sensación continua?

—Casi desde que salgo de casa.

—¿Dentro de tu casa no?

—¡Joder! ¡Sólo me faltaba eso!

—No te alteres —me dijo para asustarme más todavía—. Si un fantasma te persigue, no creas que se va a quedar en el portal…

—¿Lo ves? Ya estás con los fantasmas. En lugar de ayudarme a encontrar una explicación razonable, te lanzas de cabeza a lo imposible. Eres tú quien estás mal de la cabeza. Lo mío es sólo un tic pasajero, pero lo tuyo es duradero.

—Más te vale que yo esté en lo cierto. Si lo que te ocurre es otra cosa, me río yo de ese tic: estaríamos hablando de manía persecutoria, obsesión demente, principios de esquizofrenia… Tu futuro se relacionaría con palabras como fármacos, aislamientos, manicomio…

—Venga, hablemos en serio.

—Eso hago. Pero es que tú no quieres considerar todas las posibilidades. Todas —Nerea subrayó de nuevo la palabra—. Si estás predispuesta a despreciar las mías, no sé para qué me has llamado.

—Comprende que no puedo creerme lo del fantasma así como así.

Nerea se calló unos segundos, pasando por alto el menosprecio.

—¡El del museo! ¡El del museo!

—¿El fantasma del museo? ¿Pero es que no te acuerdas de que nunca hubo fantasmas en el Thyssen? Nos lo dijo Maite.

Nerea hizo memoria y puso cara de fastidio, pero sólo fue durante un momento porque enseguida se rehízo.

—Y ¿qué más me da que el fantasma sea famoso o no? Ya te dije que si había espectros en un palacio, puede haberlos en otro —insistió aprovechándose de la ausencia de Maite para hacer valer su estrafalario argumento—. El caso es que existe. Recuerda que lo viste allí, te acompañó y te dejó no muy lejos del museo. No es que fuese un chico descortés, es que su sustancia no le permite alejarse demasiado de su lugar de residencia. Es un fantasma típico. Los hay que recorren el mundo, pero otros permanecen atados a un espacio determinado: ya has visto las películas de castillos con fantasma, todas las pelis tienen una base de verdad. Si me ayudas, podemos hacer una investigación y verás cómo no eres la única visitante de ese museo que puede contar episodios parecidos.

—Sólo me faltaba eso. ¿Qué tenemos que hacer? ¿Irnos a la puerta y preguntar a los que salgan o abordar a todos los gafillas con abrigo que veamos para interesarnos por su última visita al museo y si se han sentido agobiados por un espectro?

—Tú ríete. Lo que tienes que hacer es olvidarte de él y no acercarte al museo en un círculo cuyo radio sea el de la distancia que media entre el palacio y el lugar donde cogiste el taxi. Terminará por olvidarte, ya verás.

El plan no tenía ni pies ni cabeza pero, al menos, era un plan, en opinión de Nerea. En la mía era un disparate.

—¿Te das cuenta de que eso significa que en Navidades no podré ir de tiendas ni de marcha por Sol?

—Llevas razón. Pero es un sacrificio que debes hacer por razones de fuerza mayor. Yo te ayudaré a convencer a la pandilla para que este año nos movamos por otra zona. Por ese lado, por lo menos, no te preocupes.

Nerea, pues, no renunció a su ocurrencia, compró en un quiosco un plano de Madrid y nos fuimos a la Plaza Mayor. Aunque ya era noviembre y las pocas terrazas que seguían abiertas estaban vacías, nos gustaba mucho acudir a ese lugar a observar a los turistas y catalogarlos por su residencia, por el motivo del viaje, por la cara de pavos que ponían, por ese tipo de cosas. Nos sentamos a los pies de la estatua y extendimos el plano. Nerea se quitó un cordón de la zapatilla, ató un Pilot a un extremo, sujetó la cinta a la altura de la plaza de Neptuno y con el bolígrafo marcó el límite del territorio prohibido.

—¡Bueno, aquí estamos a salvo! Por poco, pero lo estamos —confirmó, después de ratificar un par de veces que el trazo pasaba por encima de la calle Postas—. Mira —me invitó a comprobarlo tendiéndome el extremo del cordón.

—Hola, chicas, buenos días —nos dijo alguien que acababa de llegar.

Nosotras le dábamos la espalda al mundo, de manera que no nos dimos cuenta de que se acercaba. Cuando nos volvimos, Nerea no dijo nada porque no lo conocía, pero yo di un grito por culpa de Nerea. Si no me hubiese estado comiendo el coco con lo de los fantasmas, lo hubiese saludado con toda la naturalidad del mundo, pero así hice el ridículo.

—¿Qué te pasa, Susan? ¿Te he asustado? —me preguntó Saúl, con su voz tan bien templada, con sus maneras tan correctas.

—No, tú no —busqué una excusa por todas panes pero la plaza estaba casi vacía—, es que como estábamos en otra cosa, pues… pues que me he sobresaltado. Eso es todo.

Saúl aceptó con elegancia mi explicación, a pesar de que no se sostenía ni con muletas y Nerea, muy suelta, nos sacó con limpieza de aquel barrizal.

—Si no me equivoco, tú eres Saúl, ¿verdad?

—Sí, soy Saúl. Encantado de conocerte… —arrastró el saludo como hacen en las películas para invitar al otro a que se presente.

—Nerea. Soy Nerea. Susan me ha hablado de ti y al verte he supuesto que debías de ser tú. Seguramente eres el único amigo de Susan al que no conozco.

—Bueno, ¿qué haces por aquí, por-la-pla-za-ma-yor? —subrayé para recordarle a Nerea que estábamos con el fantasma que no podía llegar a la Plaza Mayor.

—Voy a trabajar.

—Oye, oye, pero ¿de dónde has salido? —le interrogó Nerea sin dejarle terminar.

—Bueno, vengo de mi casa —contestó, encogiéndose de hombros, como quien se ve obligado a explicar algo sin necesidad, y haciendo con la mano un gesto hacia atrás, más lejos todavía del círculo prohibido para el fantasma— y he visto a Susan, así que me he acercado a saludaros.

Nerea se volvió al plano, que continuaba abierto sobre el granito del pedestal y, con la vista, midió las distancias otra vez.

—Hmmm. No sé, todo esto no me convence. Esto no puede ser lo que parece.

Saúl aparentaba divertirse con la suspicacia de Nerea y se ofreció a enseñarnos su piso otro día, cuando tuviera menos prisa. No obstante, Nerea seguía sin darle tregua.

—¿Y cómo es que te vemos así, tan de repente?

—Mujer, uno se encuentra con alguien o no. Siempre que se ve a alguien se le ve de repente, ¿no? No se ve a nadie poco a poco.

Me reí abiertamente de la ocurrencia de Saúl y empezaba a cansarme de la actitud recelosa de Nerea que, de seguir así, iba a espantarlo.

—Oye —saltó de repente—, ¿conoces el zoo?

—¿El zoo? Pues la verdad es que no. No he ido nunca.

—¿Lo ves, Susan? —se entusiasmó: lo había pillado—. ¡Te lo dije!

—¿Qué le dijiste? —se interesó Saúl.

—Pues que no podías conocer el zoo.

—No me gusta ver a los animales encerrados, eso es todo. Cuando era pequeño, el colegio organizó una excursión y yo me negué a ir. Simulé que estaba enfermo y me quedé en casa.

—¿Y el Bernabéu? ¿Has estado en el Bernabéu? —preguntó de nuevo por un sitio característico pero muy alejado del círculo del fantasma.

—Es que… tampoco me gusta el fútbol.

—¿Lo ves? —repitió eufórica—. Todo esto empieza a encajar.

—Me apuesto una coca-cola a que no has viajado en avión, así que tampoco has estado nunca en el aeropuerto, ¿verdad?

—Llevas razón, pero puedo explicarlo.

—Ya. Ahora me dirás que te dan miedo los aviones, ¿verdad?

—Es verdad, volar me da pánico. Pero no soy el único. Eso le pasa a mucha gente.

—No, si una coincidencia vale, pero tantas ya son sospechosas. Debes de ser el único tío de tu edad que no ha estado en ninguno de esos sitios…

—Verás —la interrumpí—, es que Nerea cree que eres un fantasma.

—¡Vaya! No creía yo que tener gustos diferentes le convirtiera a uno en un pedante.

—No, no hablo de pedantería, sino de espectros, de seres del otro mundo, ectoplasma y cosas así —le aclaré—. En concreto, cree que eres un fantasma que vive en el museo Thyssen, ya ves.

Saúl miró a Nerea con incredulidad y ésta le respondió, cruzada de brazos, con una mirada desafiante. Después Saúl se echó a reír sonoramente y le preguntó si de verdad creía eso.

—Es una posibilidad, desde luego —repuso, todavía cruzada de brazos, y con el aspecto de un insobornable inspector de policía.

—¡Me encama! Es lo último que esperaba que creyesen de mí. ¡Un fantasma de verdad! En fin, quizás llegue a serlo, no voy a discutirlo, pero de momento ya veis, chicas, soy de carne y hueso.

Saúl se palpó el cuerpo para apoyar lo que decía. Aquello era el punto final de la conversación. Comprendí que si no hacía nada para evitarlo, lo siguiente era que nos despidiésemos y cada uno continuase por su lado. Ya te he dicho que olvidé pronto a Saúl, pero ahora que lo tenía otra vez al lado, me parecía que sería tonta si lo dejaba marchar.

—Bueno, podías acompañarnos…

Saúl miró el reloj.

—Es que tengo que ir a una tienda. Es aquí cerca, pero no quiero que me cierren.

—¿Y si te acompañamos? —le pregunté, camarina.

—Bueno, si os apetece… No tardaré mucho. Luego podemos tomarnos un vermú o la coca-cola de la que hablaba antes Nerea.

—¿Te refieres a la que te he ganado?

Saúl, tan cortés, se comprometió, sonriente, a invitarnos y Nerea empezó a doblar el mapa, aunque sin dejar de pensar en qué parte de sus cálculos se había equivocado.

Salimos de la Plaza Mayor por el Arco de Cuchilleros y caminamos por la Cava. Ya no recuerdo de qué hablamos, aunque sí que la charla estuvo animada. Tampoco tuvimos tiempo de sentirnos incómodos por el silencio porque al poco llegamos al sitio donde iba Saúl. La fachada de la tienda era antigua y las puertas, de madera oscura. En realidad había un gran portón dentro del que se había practicado un vano menor que enmarcaba una puerta con cristales para que pasasen las personas. La grande se abriría sólo para sacar alguno de los trastos que había allí adentro. ¿Que qué trastos? Pues otras puertas también enormes; el dosel de una cama, un carro de pértigo, una campana de bronce… yo qué sé. Saúl nos había llevado a una tienda de antigüedades, un sitio muy original al que llevar a dos chicas con una de las que, por cierto, había ligado unos días antes.

La tienda tenía dos ambientes, uno más amplio a la entrada y otro más reducido al fondo. Saúl nos pidió que esperáramos en el primero mientras él buscaba a la dueña, y desapareció por el final del establecimiento, oscuro como boca de lobo. Cuando dejamos de verle, yo esperaba la reacción de Nerea.

—No, si ahora me dirás que el chico es completamente normal, ¿verdad que sí?

—¡Chist! Habla más bajo, porque no sabemos si nos está oyendo. Yo no te dije que fuese normal —continué, susurrando—, pero ahora no me contarás que ha venido a comprar los muebles que tuvo en vida…

—¿Es que tienes otra idea mejor? A ver, explícame por qué tenemos que quedarnos aquí mientras él se pierde por ahí dentro.

—¡Y yo qué sé! Además, eso no nos importa. Supongo que tendrá que hablar algo personal. O creerá que hablar de antigüedades puede aburrirnos. Pero qué más da, joder. Sí que eres quisquillosa. Además —añadí todavía otra posibilidad—, a lo mejor la persona con la que tiene que hablar no quiere que entre nadie más.

—Pues yo no me quedo aquí —concluyó Nerea, y echó a andar—. Allá tú.

—Está bien. Espérame, voy contigo —me resigné.

El segundo ambiente era más reducido porque el techo era mucho más bajo. Más al fondo y a la izquierda, una bombilla de poquísimos vatios indicaba dónde terminaba el establecimiento, pero no servía para identificar los objetos. Más allá todavía, una rendija de luz denunciaba la presencia de una puerta, pero era seguro que no se había abierto recientemente, de modo que Saúl tenía que estar cerca de nosotras. Tanteamos a nuestro alrededor y descubrí, a nuestra derecha, otra portezuela. Presioné la manija y cedió dando paso a una escalera estrechísima que se dirigía hacia arriba: desde lo alto, una luz mostraba el camino que conduciría a una habitación donde debería de estar Saúl. Sin pensar en la conveniencia de meternos donde no nos habían llamado, seguimos hacia arriba, Nerea un paso por delante. A dos escalones del final, nos detuvimos para escuchar la conversación que mantenía Saúl con una mujer con acento extranjero.

—Entonces, ¿estás seguro de que podrás hacerlo?

—Por supuesto. El Gordo Yon me dijo de qué iba y los detalles no me parecen complicados. Si el trabajo fuera en la acera de enfrente le diría que no: entrar ahí son palabras mayores.

—¿Lo harás solo?

—Eso no es cosa suya, si me lo permite. Creo que necesitaré a una persona pero, si lo dice por el dinero, no se preocupe porque no habrá incremento. Yon contaba con eso cuando habló con usted.

—Bien, dame entonces un teléfono para que te llame cuando esté listo.

—Prefiero sistemas más tradicionales. Yo pasaré por aquí todos los días y cuando vea una alfombra en la ventana que hay sobre el cartel de Antigüedades sabré que ya puedo venir.

—Por cierto…

La mujer no terminó de hablar porque Nerea se precipitó en la habitación, a punto de reventar de curiosidad si no veía a la dueña de esa voz áspera y atormentada con las erres.

—Perdón —balbuceó—, es que habíamos perdido a nuestro amigo y nos hemos dicho: a ver si está aquí arriba.

En ese momento tuve que entrar yo y vi, igual que Nerea, que la mujer, esbelta y de pelo lacio, nos miraba con sorpresa y desaprobación.

—¿Son amigas tuyas? —le preguntó a Saúl sin dejar de mirarnos.

—¿Qué hacéis aquí? No os he dicho que no me siguierais. Por favor, esperadme abajo, que ahora mismo voy.

Yo no vi a nadie más, pero Nerea aseguró que al fondo de la sala había un hombre que parecía proteger algo en su regazo. Lo que le faltaba para comprobar que allí ocurrían cosas muy sospechosas.

—Puedes bajar con ellas, si quieres. Nosotros ya hemos terminado.

Aquella mujer se mostraba muy imperativa. El «si quieres» era pura fórmula porque según lo dijo equivalía a un «márchate de aquí ahora mismo». Saúl se despidió con un «Entonces hasta lo convenido», que se refería sin duda al asunto de la alfombra, y empezamos a bajar seguidos por la mujer, que casi nos empujó hasta la calle y cerró con llave la puerta del establecimiento cuando nos fuimos.

—Os había dicho que me esperarais, no que me buscarais —nos reprochó Saúl de inmediato.

—No te fíes nunca de dos mujeres juntas —bromeó Nerea, queriendo quitarle importancia.

—Si no es por mí. Es que esa mujer tiene un pronto muy fuerte.

—Oye, pero ¿de qué hablabais? —le pregunté.

—¿De qué? —dijo, ganando tiempo—. De un pequeño asunto que tengo que hacer. Poca cosa, lo que ocurre es que en estos mundos tan cerrados cualquier filtración puede suponer que se pierda un montón de dinero; de ahí que se enfadara un poco cuando os ha visto. Si un hombre tiene una pieza muy valiosa y sólo lo sabes tú, puedes comprársela a un precio razonable, pero si lo saben otros tres anticuarios y todos muestran interés por ella, lo normal es que te levanten el negocio o que tengas que pagar mucho más.

—¿Entonces estás haciendo de intermediario para una de esas compras? —preguntó Nerea.

La verdad es que a mí me daba apuro interrogarle de aquella manera. Siempre he pensado que las personas a quienes se les pregunta demasiado están en su derecho de mandar a tomar viento fresco a quienes no dejan de molestarles.

—Algo así podríamos decir, sí.

—¿Y dónde tienes que entrar y dónde no son palabras mayores? —insistía Nerea, perro que no suelta su presa.

—¿Has visto qué cosas más interesantes había en la tienda? Yo creía que en el Rastro sólo vendían objetos inservibles —intervine, poniéndome de parte de Saúl un poco servilmente, lo reconozco.

—Esto no es el Rastro, mujer.

—Ya lo sé, pero los domingos…

—Los domingos nada. Estas tiendas tienen su público y, por lo general, no acude al Rastro. La mayoría de estos objetos tienen un gran valor. Mira, esa puerta es de madera de roble —nos informó, señalando la de otro establecimiento parecido—. Fíjate, está hecha de uno, dos, tres, cuatro… seis tablones enormes. Pero son tablones enteros. Alguien cortó varios robles y extrajo esas piezas.

—¿Y?

—Pues que hoy no pueden hacerse las puertas así. ¿De dónde sacas un árbol tan grande? Hoy todo está hecho con pequeñas tablas encoladas y trabajadas de forma que parecen una sola pieza. Estas tiendas poseen los restos de una vieja manera de hacer las cosas, antes de las industrias y de que en las ciudades viviesen las personas a millones.

—Vamos, como si fuesen museos —propuso Nerea.

—Sí. Como museos de objetos populares. No son obras de arte, pero también nos muestran cómo vivían antes las personas.

—¿Y por qué te interesan?

—Porque no me gusta el fútbol, por ejemplo.

—No… si ya te digo que resultas un pelín raro…

—Oye —intervine yo—, ¿y por qué esos portones no son arte y los cuadros que vimos el otro día sí?

Que Saúl era un apasionado de estas cuestiones ya te lo he contado, pero Nerea no podía saber hasta qué punto, así que no dejó de mirarlo sorprendida de que, no ya en el mundo, sino en nuestra ciudad pudiese haber chicos como aquél.

—Eso tiene muchas respuestas. O una sola un poco larga. En realidad, hubo un tiempo en que el carpintero y el pintor no eran oficios que la gente considerara de manera muy diferente. Los dos eran, simplemente, artesanos. Después hubo un cambio y los pintores empezaron a ser llamados artistas y obras de arte lo que ellos hacían, mientras que los ebanistas no llegaron a tanto.

—¿Sólo es eso? Entonces todo esto es una especie de timo. Podríamos estar estudiando a los ebanistas del siglo XIX en lugar de a los pintores con tal de que las cosas hubiesen sido de otro modo… —sugirió Nerea, a quien temía como a un día de tormenta: no sabía a qué lugar quería llevarnos con su conversación.

—Pues quizás sí, yo qué sé. Aunque el pintor ha puesto, por lo menos muchas veces, una sensibilidad especial en sus obras. Lo del pintor no sólo es habilidad para hacer un objeto artístico, sino la manera personal en que transmite vida a ese objeto. Seguramente tú no te quedas igual después de ver un portón que después de ver un buen cuadro. Ni siquiera aunque lo que veas sea un magnífico artesonado que haya costado meses de trabajo de un taller entero de extraordinarios carpinteros. Pero de todas maneras —añadió después de una pausa—, eso es algo bastante personal, no puedo convencerte de que veas las cosas como yo.

Fue tan tarde como entonces cuando caí en la cuenta de que Saúl podía resultarme muy útil. No puedo decir que la cogiera al vuelo, pero llegué a tiempo de que me ayudase a salir de un atolladero.

—¡Un momento, un momento! ¡Pies quietos todo el mundo! —exclamé entre grandes aspavientos.

—¿Qué te pasa? —preguntó Nerea.

—¡No sé cómo no se me había ocurrido! —continué, llevándome las manos a la cabeza, tirándome literalmente de los pelos—. Vamos a ver, querido, tú de todo esto sabes un puñado, ¿no es así?

Saúl, el ladino, sonrió sin modestia.

—Pues ya está. Me lo pido. Lo siento, Nerea, tú búscate la vida.

Nerea, que se dio cuenta de por dónde iban las cosas, empezó a protestar, pero sabía que no tenía nada que hacer porque Saúl y la idea eran míos, completamente míos.

—Mira, el jueves tengo que presentarle a Maite un trabajo sobre el museo del otro día, ¿te acuerdas? —Saúl afirmó con la cabeza—, así que seguro que no te importa que quedemos una tarde y me ayudas, ¿vale?

Saúl se hizo el interesante. No creas que dijo que sí de golpe. Los tíos se han aprendido eso de que no tienen que correr detrás de nosotras en cuanto abramos la boca y ahora no hay quien le pille los dedos a uno. Pero, bueno, le puse una cara de melindrosa insoportable, le cogí del brazo y le acaricié el hombro y aceptó, aunque para no quedar mal puso su condición.

—De acuerdo, te ayudaré. Pero no te saldrá gratis. Me deberás un favor, ¿de acuerdo?

—Hecho. Te debo un favor. Vamos, te lo deberé. No quieras cobrar antes de tiempo…

Nerea asistió a la negociación con cara de circunstancias. Noté que se sentía como si fuese la carabina que llevaban antes los novios para no levantar las sospechas ante sus padres. Iba a tomar la palabra para cambiar de tema pero Saúl se le adelantó y me preguntó más detalles sobre el trabajo. Lo preguntaba, me dijo, para prepararse un poco, no fuera a ser que no pudiera hacerme el favor ni cobrarse luego el servicio.

—De lo que queramos. De una sala, de un cuadro, del museo entero. Por eso no sé todavía cómo empezarlo. Es lo malo que tiene esa mujer, que nos deja demasiada libertad y eso nos hace un lío.

—Bueno, si quieres podemos hacerlo sobre el cuadro en el que nos encontramos.

—En eso había pensado, claro. Es la única pintura que me ha hecho ir dos veces a un museo, y no creo que haya muchas más en el mundo. Seguramente ninguna.

Saúl sonrió:

—Eso no se puede decir nunca —dijo.

—De lodos modos —añadí—, que me guste a mí no quiere decir que sea el mejor cuadro para ti. Quizás sepas más de otros o de los de otra sala, yo qué sé…

Saúl hizo un gesto de despreocupación, un «ése mismo vale», y la lengua empezó a soltársele.

—Ese pintor era un hombre fascinante. Trabajaba para un duque que le apreciaba más que a ningún otro de los centenares de personas que tenía a sueldo porque leía mucho, conocía el latín y el griego, hacía mezclas como los alquimistas; se decía que tenía que ser uno de ellos para conseguir los colores que ponía en sus pinturas. Era uno de los hombres más cultos de la ciudad y, sin embargo, no protestaba cuando le hacían encargos absurdos, como cuando el Ayuntamiento de su ciudad le pidió que pintase unas estatuas como si fuera un pintor de brocha gorda. Muy poco tiempo después, cualquier pintorcillo de tres al cuarto hubiera considerado humillante ese mismo encargo.

—¿Y eso te fascina? —se interesó Nerea, que quiso evitar que nos diera una conferencia en plena calle.

—Claro que sí. Fue el mejor, pero demasiado pronto. Fue tan bueno que le permitían transgredir normas que habían permanecido durante siglos. ¿Sabes?, fue el primer pintor que firmó sus cuadros, el primero que consideró que su pintura era tan importante como para que su nombre perdurase tanto como lo hiciesen sus tablas. No sólo eso, como si fuese un noble, tenía su lema, una frase que le pertenecía. La frase era «Lo mejor que pueda». ¿Veis qué astucia? —preguntó sin esperar respuesta—. Sus palabras eran pura modestia: soy un pintor que hace su trabajo lo mejor posible, sólo soy un hombre humilde. Pero resulta que para proclamar que era un hombre humilde utilizaba una herramienta que pertenecía sólo a la nobleza. ¡A su manera, era un rebelde!

—Y un vanidoso.

—¡Pues quizás también! —Saúl reaccionó con mucha viveza, como si no le hubiera gustado la observación de Nerea—. Pero también a eso le puso su ingenio porque como entonces nadie firmaba los cuadros, se valía de mil artimañas para dejar escrito su nombre. Por ejemplo, en el marco de un espejo escribía: «Jan van Eyck estuvo aquí». ¿Qué os parece? ¿No es interesante un hombre así? ¡Y eso porque no lo conocisteis! —exclamó, convertida la viveza en un impulso vehemente, irrefrenable—, ¡porque no escuchasteis con qué autoridad dirigía su taller, porque no visteis cómo lograba que sus colores brillasen tanto que lo que habíamos hecho los demás pareciesen borrones!

—¿Cómo? —intervino Nerea.

—¿Qué más da que viviese hace más de quinientos años? —siguió hablando, sin escuchar la pregunta, pero recuperando poco a poco la calma que le era tan propia—. Eso no importa. También habrá un momento en el que el teléfono móvil tendrá más de quinientos años, pero hoy nos resulta fascinante, ¿no? Y, además, teníais que ver qué tablas. Susan ha visto que las figuras parecen salirse de ellas. De lejos, parecen esculturas y de cerca, aún hoy, son como fotografías.

—Oye, oye, no cambies de tema: ¿has dicho que ese pintor hacía maravillas con los borrones que habíais hecho otros?

Saúl la miró sin comprender la pregunta.

—Digo que has hablado como si tú lo hubieses conocido —aclaró.

—¿Yo? ¿A quién?

—A ese pintor.

—¿A Van Eyck? —Saúl sonrió de una forma que a Nerea le resultó extraña, según me dijo después—. Murió en 1441, ¿tan viejo te parezco?

—No me lo pareces, pero debes saber que mantengo intactas todas mis dudas sobre ti…

—¿Sigues dándole vueltas a lo del espectro? —Saúl rió abiertamente y miró el reloj—. Tienes una amiga muy ingeniosa. En fin, tengo que irme —terminó.

—¿Y eso?

—Tengo que trabajar. Empiezo dentro de cuarenta minutos y todavía debo ir a casa a cambiarme. Se nos ha hecho tardísimo.

—¿A cambiarte de qué? —le pregunté.

—Pues de ropa. ¿De qué va a ser?

—Oye, oye, no te vayas sin darme tu teléfono. Te llamaré para lo del trabajo.

—No te preocupes, yo te busco —dijo, retirándose.

—¿Cuándo? Que…

—Antes del jueves, estate tranquila —añadió ya, bastante lejos, antes de echar a correr.

—¡Ese tío está loco! —exclamó Nerea cuando volvimos a lo nuestro—. ¿De dónde lo has sacado? Te está bien empleado por ir sola a esos sitios. A los museos se va una vez al año y sólo en compañía de nuestro abogado. ¡Qué alucine, tía!

—¿A que es un chico especial?

—¿Chico? ¿Especial? Te daré algunas posibilidades antes de que llegues a la de «chico especial». A las que te sugerimos después de que te dejase plantada en el taxi puedes añadirle ahora la de un camello conchabado con una extranjera, un loco que se cree un pintor antiguo y un policía municipal con turno de tardes. Porque no sé qué pensarás tú, pero eso de «Ya me pasaré cuando esté colgando la alfombra», no es muy corriente ni tiene el aspecto de tratarse de nada limpio, a ver si no por qué no puede darle su número de teléfono a su clienta. Y a ver, por cierto, por qué tampoco te lo da a ti.

»Y todo esto —añadió después de tomarse un respiro— sin descartar que sea el fantasma de antes porque —subrayó el porque para que le dejase terminar— he descubierto dónde estaba mi error. El sitio donde cogiste el taxi sí estaba en su radio de acción, lo que explica que lo hayamos visto hoy. En cambio, tu casa sí le queda demasiado lejos y por eso no quiso acompañarte… La hipótesis del fantasma sigue abierta, querida.

—Pues estoy buena… Menuda ayuda tengo contigo —protesté antes de cogerme a su brazo y de que nos echáramos a reír a mandíbula batiente.

Era sábado, teníamos la tarde por delante y pensábamos estrenar la minifalda que nos habíamos comprado la semana anterior.