Epílogo
Caminante, no hay camino [...] y al volver la vista atrás, se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar.
Cuando pulso la tecla que dibuja el punto final de esta historia, me invade una extraña sensación, mezcla de nostalgia por un tiempo pasado que no siempre fue mejor, y de satisfacción por el deber cumplido, que ahora, como nunca, se hace patente en estas páginas.
Vivimos tan deprisa que no disponemos de oportunidad ni tiempo para tomar verdadera conciencia de cuanto sucede a nuestro alrededor, incluso obviando nuestro propio protagonismo en muchos casos, como si nuestro acontecer les perteneciera a otros. Quién no ha experimentado la relatividad del tiempo, lamentándose de la rapidez con la que crecen los hijos, de la ausencia ya lejana, aunque parezca mentira, de un ser querido, y lo duro que resulta enfrentarse a las viejas fotografías, que nos muestran escenas como si para nosotros fueran de ayer mismo y por las que la vida ha pasado inexorablemente cambiando hasta el color del papel. Nunca antes, en todos estos años, la realidad se había mostrado con tanta clarividencia, acentuando la certeza de haber participado activamente en la historia de España de los últimos treinta años, desde las trincheras, en primera línea. Ahora, más que nunca, me consta que he pertenecido a un equipo humano único que, con humildad, pero con dedicación y eficacia, aportó su granito de arena a la democracia y a la modernidad de este país. Como española, supone un privilegio haber formado parte de esta organización.
Fuera de nuestras fronteras, casi nadie recuerda que España se hallaba bajo una férrea dictadura hace solamente algo más de tres décadas. La mayoría de los hombres y mujeres que hoy recogen el testigo del futuro y se incorporan al mundo laboral han nacido ya en democracia y desconocen tanto la tramoya como los personajes que han hecho posible que nuestro país sea hoy lo que es. Con sus tópicos y peculiaridades, España forma parte de una comunidad internacional que comparte los mismos valores y principios, con voz y voto en los foros internacionales a los que pertenece y cuya consideración pasa por un papel incluso preeminente en algunas circunstancias.
Las naciones, con el paso del tiempo, han ido cediendo cuotas de soberanía en beneficio de asociaciones más amplias, de organizaciones más sólidas. En este mundo global ya no tiene ningún sentido «ir por libre» y se impone, como nunca, el instinto gregario que parece renacer, como el Ave Fénix, de una época pasada, recuperando su auténtico sentido.
No hay duda de que se cumplió la premonición de mi admirado Alfonso Guerra y «a España hoy no la conoce ni la madre que la parió», obra atribuible a muchos y orgullo de todos. Pero sería pecado de soberbia no admitir la existencia de problemas que, año tras año, legislatura tras legislatura y Gobierno tras Gobierno, continúan sobre la mesa y para los que la sociedad demanda a gritos una solución que no es posible demorar por más tiempo.
En primer lugar, un Pacto de Estado es necesario para acometer una reforma exhaustiva de la Administración de Justicia, que ha perpetuado durante años inercias gremiales y estructuras obsoletas, llevándonos a un callejón al que hay que dar una salida sin más dilación. Hablamos de uno de los poderes en los que se fundamenta el Estado de Derecho que, con lentitud insufrible y sentencias a veces propias de tiempos superados, aumentan la desconfianza de la ciudadanía, que percibe indefensión. El objetivo a alcanzar es que la Justicia actúe con rapidez, eficacia y calidad, con métodos modernos y procedimientos menos complicados; que cumpla satisfactoriamente su función constitucional como garante de los derechos de los ciudadanos y que proporcione seguridad jurídica al actuar con pautas lógicas y previsibles.
Es tiempo de compromiso con la calidad democrática y el bienestar que demandan la sociedad civil y muchos de los miembros de la judicatura que apoyan una reforma en toda regla. El proyecto se perfila como de urgente necesidad, por lo que debe ser afrontado mediante un acuerdo de los responsables políticos y jurídicos que aseguren la unidad y la continuidad de los esfuerzos.
En segundo lugar, la reforma de la Ley Electoral, que se declara como una de las normas más injustas de nuestro sistema jurídico. Cada vez que se materializa la convocatoria de unos comicios, se alzan las voces que denuncian la arbitraria proporcionalidad del sistema electoral que rige en España. Tal y como está actualmente redactada, la ley alimenta el bipartidismo, favorece a los grandes partidos y a las formaciones nacionalistas y penaliza a los grupos pequeños que deben multiplicar por cuatro el número de votos para lograr escaños en algunas provincias.
Todas las iniciativas que se han puesto en marcha hasta ahora para efectuar algún cambio han sido infructuosas, porque tanto socialistas como populares se escudan en que una reforma de este calibre, que conllevaría, además, modificaciones constitucionales, sería impensable sin un amplio consenso. Pero no hay que olvidar que no solo es injusto, sino peligroso convertir a los periféricos en árbitros de la formación de los Gobiernos, como la experiencia ha demostrado reiteradamente. El principio democrático por excelencia, y que en absoluto puede obviarse, es que el voto de todos los ciudadanos tiene el mismo valor y no pueden seguir siendo admisibles las actuales distorsiones de un sistema que se muestra incompetente para llevar al Parlamento la voluntad de los ciudadanos.
El primer sistema electoral que entró en vigor en España se aprobó con prisa y por decreto pensando en las inminentes elecciones de 1977, pero con la idea de una reforma futura. La entrada en vigor de la Constitución, un año después, así como la aprobación de la Ley Orgánica de Régimen Electoral General de 1985, plasmando prácticamente íntegro el texto con sus virtudes y defectos, afianzaron los errores de un sistema que las tímidas reformas ulteriores no lograron modificar en esencia. Sin ninguna duda, este problema precisa de una solución acorde con la equidad y la ecuanimidad que requiere la estructura en la que descansa la soberanía popular.
El tercer problema, mucho más complejo que los anteriores, es el terrorismo y su vil amenaza sobre una ciudadanía a la que el Estado se manifiesta incapaz de proteger y cuyo saldo de destrucción y muerte va más allá de lo que un pueblo puede soportar. No digo nada nuevo al afirmar que la lucha contra el terrorismo ha sido una de las prioridades de todos los Gobiernos de la democracia, aunque la forma de abordar la haya tenido etapas distintas en función de la propia actividad terrorista y de la determinación del Gobierno de turno para poner en marcha líneas de acción de mayor o menor dureza frente a la banda terrorista y el entorno político que la sustenta. Todas las estrategias han perseguido siempre el mismo objetivo: la desaparición de ETA. Y la neutralización de la banda se ha buscado siempre mediante la combinación de decisiones de carácter político, medidas de ámbito judicial y policial, y la cooperación internacional. Pero no hay que negar ni tampoco olvidar la existencia de contactos y acercamientos entre representantes del Gobierno y de la banda terrorista, a los que han recurrido todos los Ejecutivos desde UCD, pasando por PSOE y PP. Por otra parte, en ningún caso consiguieron el fin perseguido. ¿Y por qué? Lo sintetizaremos en una sola frase. La premisa que articula ETA para resolver el conflicto, siempre la misma, no puede tener contrapartida posible: «El abandono de la lucha armada a cambio de la autodeterminación de Euskal Herria», considerándose el «alto el fuego» una concesión para facilitar el proceso de acuerdo. A partir de este razonamiento, está claro que no es posible ofrecer la soberanía requerida, debido a las limitaciones que imponen el Estado de Derecho y la Constitución. Por tanto, nunca se conseguirá el fin dialogado porque falla el intercambio, salvo que la negociación se circunscriba al abandono de las armas y a las posibles medidas de gracia que favorezcan su final, como consecuencia de la rendición de la banda. Es evidente que la renuncia voluntaria por parte de ETA a conseguir los objetivos por los que lleva luchando cincuenta años es más que improbable, de lo que se deduce la imposibilidad de llegar a un acuerdo.
La solución no parece fácil, ya que tampoco la lucha legal-policial contra los violentos, a pesar de sus éxitos indiscutibles, se ha mostrado determinante, porque la cantera de la que se abastece el terrorismo es consustancial a una buena parte de la sociedad vasca, que siente suyas las reivindicaciones nacionalistas radicales.
En cualquier caso, ojalá más pronto que tarde el pueblo español y sus dirigentes encuentren la fórmula que acabe con esta lacra que atenta directamente contra el progreso de un país y que es un claro obstáculo en el posicionamiento de España como un Estado pleno en su desarrollo, más allá de sus indicadores económicos y sociales.
Otro tipo de problemas son los que se derivan de la corrupción política, tan al uso en nuestros días. Cuando esta salta a la primera página de la prensa de forma continua, una de sus consecuencias es que la clase política en sí misma se convierte en un problema. Al hilo del razonamiento, cuando esto ocurre, la principal preocupación de los representantes políticos no es limpiar su imagen, sino ensuciar la de sus adversarios electorales, es decir, la estrategia del ventilador, desparramando la porquería en todas direcciones.
El mensaje que alerta de un caso de corrupción, o sea, presunto enriquecimiento ilícito mediante la utilización de cargos y fondos públicos, llega a la población a través de los medios de comunicación, pero en la mayoría de los casos los ciudadanos lo perciben como acontecimientos ajenos a ellos, a su vida cotidiana. Esta baja percepción de las consecuencias directas de la corrupción es uno de los factores que hace que el voto apenas se mueva, al menos a corto plazo. Por tanto, si los partidos políticos no sufren los efectos negativos del problema, está claro que el que finalmente paga cara la corrupción es el ciudadano, que ve cómo una parte de sus impuestos se evapora por agujeros diversos en detrimento de una mejora de los servicios públicos y, en definitiva, de la calidad de vida. Y los ciudadanos, cuando finalmente llegan al hastío, deciden «no votar» en las elecciones como rechazo a la clase política.
El planteamiento debe ser cristalino: la corrupción daña lo más vulnerable y esencial para el desarrollo social, económico y político de un país, como es la confianza en las instituciones y en los representantes públicos, tanto en una dimensión interna como en nuestra imagen exterior que se ve erosionada gravemente.
La estrategia debe perseguir la deslegitimación de tales prácticas. Tolerancia cero con los corruptos. Deshacerse sin vacilaciones de las manzanas podridas y encabezar, desde los propios partidos, las acciones judiciales a que hubiere lugar, de forma que la responsabilidad política y la penal caminen a la par, y no reducir aquella a esta en una maniobra para retrasar la toma de decisiones, lo que resulta demoledor para la salud del sistema democrático.
Otros problemas pendientes de resolver por la constante falta de consenso son los relacionados con una eventual reforma de la Constitución, que afectaría a la sucesión de la Corona, la denominación de las diecisiete Comunidades Autónomas, una reforma del Senado que profundice en su carácter de cámara territorial y una eventual y clara referencia a la Constitución europea.
El cambio que tiene que ver con la supresión de la prevalencia del varón en la sucesión al trono, medida que por supuesto no afectaría a los actuales derechos del príncipe Felipe, y el apartado que define nuestra relación con Europa, no presentan mayores problemas. Las dificultades aparecen en cuanto se mencionan asuntos relacionados con el articulado del espinoso Título VIII de nuestra Carta Magna, que regula la organización territorial de España y cuya sola mención es condición suficiente para que se levanten en alto las espadas.
No es quizá el momento de buscar, en este sentido, otras fórmulas de convivencia que nos permitan mirar de una vez por todas hacia un horizonte más amplio, encontrar un modelo más moderno y acertado para disipar tensiones y eliminar para siempre la autodeterminación como recurrente espada de Damocles de nacionalismos exacerbados. Pero lo que es cierto, sin discusión, es que nuestro modelo autonómico data de 1978, cuando España era un país completamente diferente al de hoy, que se debatía entre lo militar y lo espiritual y la revolución tecnológica estaba por llegar. ¿Por qué da tanto miedo la reflexión? A lo mejor, la España que diseñaron aquellos ya no es adecuada para nosotros.
Si dirigimos la mirada hacia el exterior, tal vez no nos guste demasiado lo que vemos. El fin de la guerra fría y la caída del Telón de Acero alejaron el peligro de una conflagración mundial y extendieron la democracia, pero trajeron la proliferación de conflictos bélicos localizados en muchos puntos del globo, incluida la propia Europa. Además, la superación del concepto mismo de frontera no ha eliminado los nacionalismos, las limpiezas étnicas y los movimientos xenófobos frente a los flujos migratorios masivos. El resultado es un mundo más abierto, más interdependiente, pero también más inestable y necesitado de continuos esfuerzos para mantener la paz.
Las diferencias que separan el primer mundo del tercero no se estrechan, sino que se agudizan hasta el límite de la hambruna, las pandemias y la extinción del planeta de poblaciones enteras. ¿Hasta cuándo podrá soportar la humanidad la cifra de un niño muerto cada tres segundos por falta de alimentos? No es posible la respuesta mientras nos consumimos en una crisis económica, resultado de la falta de acuerdo global sobre una ética social y laboral que nos permita convivir con equilibrio y sin que el nivel de confort y progreso de unos se sustente sobre el sacrificio agónico de otros.
Está claro, el modelo no sirve. El capitalismo voraz y el liberalismo feroz han destapado su ineficacia como en su día pasó con el comunismo. Ahora se habla de un tiempo nuevo, de «refundar el capitalismo» y del multilateralismo como nueva fórmula para afrontar el nuevo milenio. Ignoro cuál es la solución y si esta vendrá de la mano del liberalismo, del capitalismo, de la izquierda, de la derecha o de la religión. Lo que sí sé con certeza es que el mundo se encuentra en una difícil encrucijada y ha de decidir qué camino escoger para recuperar el sentido social, democrático y justo que ha de regir el nuevo orden mundial.
En esta disyuntiva, España no puede perder la oportunidad de redefinir el papel que ha de jugar en el futuro y posicionarse inequívocamente al lado de la justicia universal y los derechos humanos.
De puertas para adentro, parece estar de moda la «italianización» de la vida política, pero no conviene olvidar que la crispación suele ser precursora de la decadencia futura. Asombra que, pasados treinta años de democracia, los acuerdos sean imposibles en materias fundamentales que deberían permanecer al margen de cualquier debate partidista y babeliano, cuando en sus líneas básicas coinciden votantes del PSOE y del PP. La falta de diálogo y la intolerancia previa impiden el debate necesario para consensuar asuntos que, por su importancia para el futuro de España, deberían trascender los cuatrienios de las legislaturas.
Tal vez en este punto radican la desconfianza de los ciudadanos y la inercia electoral que hace que ningún proyecto o programa despierte nuestras dormidas conciencias y nos devuelva el entusiasmo que un día los españoles enarbolamos y que nos alzó con el triunfo de una Transición política ejemplar.
Nuestra decidida apuesta, dirigida con acierto y altura de miras por una clase política para la que España era su prioridad indiscutible, nos puso en el lugar que hoy ocupamos. Estoy segura de que la misma estrategia funcionaría para afrontar los retos de la España de hoy, comprobado como está que la mayoría de los ciudadanos coinciden, en lo fundamental, en su visión institucional, política, económica y social del país. Puede que en la raíz de este razonamiento se encuentre la clave de la perplejidad que ahora experimentamos los que hemos vivido otros tiempos, o quizá se deba, como los psicólogos sabemos, a que los acontecimientos que vivimos alrededor de los veinticinco años son los que se fijan en nuestro cerebro como los más importantes de nuestra vida. Tal vez por eso quedan tantos nostálgicos de la Transición entre nosotros.
Sin perder la perspectiva y recuperando el protagonismo que confiere este trabajo a la Presidencia del Gobierno como institución, me parece interesante reseñar algunas peculiaridades, quizá desconocidas para la mayoría de los ciudadanos y que dan idea de la preocupación de la clase política por dar un tratamiento digno a sus presidentes de Gobierno cuando dejan de serlo.
El estatuto de los ex presidentes, que se aprobó por Real Decreto en 1992, y su posterior modificación de 2008, no contó con especial oposición y establece las prerrogativas protocolarias y las condiciones presupuestarias de que gozarán los presidentes del Gobierno a partir del momento de su cese. Entre otras, se establecen los puestos de trabajo sufragados por el Estado a que tendrán derecho, la dotación presupuestaria para gastos de oficina o alquiler de inmuebles relacionados con su actividad posterior, un automóvil con conductor oficial, así como el personal de seguridad que determine el Ministerio del Interior.
Igualmente, la norma establece los términos de su pensión y la que, por motivos de fallecimiento, causaren en favor de sus familiares. En la última modificación y tras la muerte del ex presidente Calvo-Sotelo, se estableció la aplicación de todos los extremos arriba detallados en favor del cónyuge o persona unida por análoga relación de afectividad, tras el fallecimiento.
En 2005 y después de la entrada en vigor de la Ley Orgánica que regula el Consejo de Estado, el alto órgano consultivo abre sus puertas a los ex presidentes del Gobierno, de tal manera que podrán incorporarse a la institución con categoría de consejeros vitalicios, cuyo estatuto personal y económico será el correspondiente a los consejeros permanentes, sin perjuicio del que les corresponde como ex presidentes.
Estamos llegando al final del recorrido y como la Historia nunca marcha hacia atrás, doy por andado el camino que nunca volveré a pisar.
Y regreso al paseo de los plátanos y camino entre los chopos y las araucarias que he visto crecer y ellos a mí envejecer. Y contemplo con los ojos del alma este Palacio, en cuyas estancias se alojaron personajes como el dictador iraquí Sadam Hussein, el negus de Etiopía, Haile Selassie, o el rey de los persas, Mohamed Reza Pahlevi. De la belleza de estos jardines y del rumor de sus fuentes disfrutaron, entre otros, el poeta Antonio Machado o el presidente de la Segunda República, Manuel Azaña, mientras admiraban la Casa de Campo, cuya vista desde aquí es magnífica.
Veintiún niños han jugado al escondite tras los matorrales y han montado en bicicleta por estas veredas, mientras transcurría parte de su infancia y juventud o les llegaba la hora del amor y el compromiso, entre cámaras de seguridad y un protagonismo involuntario derivado de la condición pública de sus padres.
Ligeramente se percibe el aroma del río, y aunque a lo lejos se oye el tráfico de la carretera de Castilla, denso a esta hora de la tarde, quiero disfrutar por última vez de la tranquilidad y el sosiego de este vergel, auténtica isla de paz en un Madrid bullicioso y cosmopolita que no descansa nunca.
Antes de terminar, quiero dedicar mi último recuerdo a todos cuantos desde aquí han dirigido los destinos de España, a sus familias y colaboradores, a los que aportaron su trabajo y su entusiasmo en la tarea de conseguir un país democrático y moderno y una sociedad más justa y solidaria; a toda una generación de españoles que luchamos por la paz y la libertad que a nuestros padres les faltó y cuyos valores supremos e irrenunciables heredarán nuestros hijos. A todos, el agradecimiento y el homenaje más sincero.
Es tiempo de levantar el vuelo, de torear en otras plazas y, pese a que el futuro se me antoja incierto, porque el futuro siempre lo es, espero que la vida me regale una nueva oportunidad de ser útil a los ciudadanos y tan feliz como, sin duda, lo he sido en estas estancias palaciegas y entre tantas gentes que han pasado por mi vida.