José Luis Rodríguez Zapatero

Defender la alegría como una bandera, defenderla del rayo y la melancolía...

«Presidente, estas señoras son una auténtica institución». Así nos presentó el nuevo secretario general, Nicolás Martínez-Fresno, que ya había ejercido este papel en la última etapa de Felipe González, así como también la dirección del departamento de Protocolo, durante bastantes años. El segundo acompañante, José Enrique Serrano, a quien conocíamos de largo, igual o mejor, alabó igualmente nuestro buen hacer. En fin, que éramos todos «perros viejos» en estas lides.

No tengo ninguna duda de que en el ánimo de ambos solo estaba hacernos un cumplido, pero la verdad es que no sé si me gustaba mucho eso de ser una «auténtica institución». Me sentía como los dinosaurios, imprescindibles para explicar la evolución de las especies, pero caducos y extinguidos, y cuyo único destino parece reducirse a la mera exposición en las vitrinas de los museos del ramo. Además, cuando uno tiene ante sí a un jefe más joven, le invade una cierta desazón, un regusto de nostalgia que incomoda y desasosiega.

Por lo demás, el primer encuentro fue distendido y agradable. El presidente, al que se veía satisfecho y muy animado, continuó la broma: «Ah, ¿sí?... O sea, ¿usted ya estaba aquí cuando el 23-F?» o «¡No me diga que usted trabajó con Adolfo Suárez! Estupendo, espero que tengamos ocasión, porque me van a tener que explicar muchas cosas... Es una suerte contar con colaboradoras tan expertas».

Y continuó con la rueda de reconocimiento y el periplo de presentaciones. José Enrique Serrano, encantador y discreto, como le recordábamos, nos guiñaba el ojo en un gesto de complicidad. ¡Las vueltas que da la vida! Ocho años atrás, Serrano, al traspasar los poderes al Partido Popular, entregó a Carlos Aragonés las llaves del despacho del director del Gabinete del presidente, y ahora este se las devolvía de nuevo.

José Enrique Serrano desembarcó en La Moncloa de la mano de Narcís Serra en la última etapa de Felipe González. Abogado y profesor, optó por ejercer la alta política siempre como actor secundario, llevando a cabo una labor impagable de asesoramiento en el amplio abanico de temas que el Gabinete del presidente tiene asignados. Aunque menos cercano que otros posibles candidatos, Zapatero optó por la seguridad y la experiencia de un hombre curtido en las mil batallas en las que tuvo que bregar a lo largo de los años duros de la corrupción y la amenaza constante al Estado de Derecho.

Durante estos primeros días, desde las filas del Partido Popular se ocuparon de recordar el historial de Serrano como arma arrojadiza contra el nuevo presidente, a tenor de su elección de una persona tan marcada por el «felipismo». Otros opinábamos que la designación suponía un signo de madurez.

José Luis Rodríguez Zapatero es un hombre tranquilo, que gana extraordinariamente en la distancia corta. Es mucho más atractivo de lo que aparece en televisión y sus ojos, azulísimos, son limpios y sinceros. Su carisma es de otro tipo y su estilo no es el del líder arrollador que maneja masas. Zapatero se mueve en otros parámetros; irradia paz, sosiego y optimismo y, tras la última etapa vivida en España, de confrontación y convulsión, tal vez muchos españoles deseábamos un poco de serenidad en nuestras vidas. Irremediablemente, su victoria electoral estaba ligada a la moderación, arrastrando el estigma de la tristeza por los acontecimientos que la precedieron.

Pero además de unas elecciones generales, el Partido Socialista había ganado un nuevo líder, después de una larga travesía por el desierto de la desorientación y la falta de liderazgo. Apoyado por once millones de votos, la cuota de sufragios más alta que nadie ha sido capaz de aglutinar en ninguna convocatoria electoral, Zapatero representaba un estilo alternativo, pero también la esperanza de un hombre nuevo, un dirigente sin hipotecas previas que aseguraba que el poder no le iba a cambiar cuando respondía a los jóvenes que le gritaban la noche electoral: «Zapatero, no nos falles».

Según dicen, el único que de verdad confiaba en sus posibilidades de victoria era él mismo, y pensaba: «Si lo de Bono, que sí que fue difícil, lo conseguí, ¿por qué no voy a ganar ahora a Rajoy?». Estaba convencido de ello, y cuando uno cree en sí mismo y en lo que piensa, consigue transmitirlo a los demás y el mensaje traspasa dermis y epidermis y se fija en la médula espinal de quienes están expectantes y deseosos de encontrar quien les transmita el mensaje que quieren oír. En honor a la verdad, es preciso decir que si alguien creyó en su éxito sin atisbo de duda, con más fuerza aún que él mismo, fue su mujer. Sonsoles Espinosa le profesa una fe sin fisuras y una confianza basada en el triunfo que repetidamente ha conseguido en todos sus desafíos políticos. No hay que olvidar que Zapatero, hasta ahora, no ha perdido jamás una votación trascendental.

Bueno, pues en aquellos días, mientras media España respiraba aliviada ante una victoria que se percibía como una ráfaga de esperanza y un soplo de brisa atenuante del drama vivido, la otra mitad asistía aturdida a un inesperado vuelco electoral sin acertar a adivinar dónde y cómo se había fraguado tan inesperada y contundente derrota.

Para nosotras, el futuro inmediato se dibujaba con optimismo, tras conocer a la nueva mujer que tomaría las riendas de la Secretaría, Gertrudis Alcázar. De oídas, sabíamos de su inteligencia y eficacia, pero los comentarios que la precedieron se quedaron cortos. Ella odia su nombre, pero funciona mejor que una marca comercial. «Dice Gertru que el presidente ha dicho», «Hay que hablar con Gertru urgentemente»... Y el presidente: «Háblalo con Gertru»... Gertru por aquí, Gertru por allá. No hay nada que tenga relación con el presidente que no pase primero por ella. Su poder mediático es mucho, teniendo en cuenta que el presidente confía en su criterio ciegamente. Todos conocen el peso de sus opiniones, pero ella se mantiene en una posición de prudencia y discreción extremas.

Desde ese primer sábado, entre nosotras y las nuevas compañeras que se incorporaron a la Secretaría provenientes de las filas del partido o de sus instituciones filiales, hubo un feeling perfecto y se vislumbró una rápida y eficaz colaboración destinada a producir buenos resultados. Almorzamos juntas y organizamos lo que sería el resto del fin de semana, puesto que el presidente trabajaría de inmediato en la promesa estrella de su campaña: la retirada inmediata de las tropas de Irak.

Efectivamente, el domingo 18 de abril de 2004, la actividad fue intensa en La Moncloa, y en el transcurso de la mañana el presidente dio la orden que suponía el regreso para mil trescientos soldados españoles que permanecían en Irak. El proceso de retirada se planeó escalonadamente y con una duración de entre treinta y cincuenta días.

En una comparecencia sorpresa, el lunes 19 de abril de 2004, y contra el pronóstico de muchos que aseguraban que, a pesar de su deseo, no podría cumplir su compromiso, el presidente apareció ante las cámaras, flanqueado por la vicepresidenta primera, María Teresa Fernández de la Vega, y el ministro de Defensa, José Bono, para anunciar el repliegue del contingente español «en el menor tiempo y con la máxima seguridad posibles», ante las escasas perspectivas de una resolución de la ONU para hacerse con el control político y la dirección militar del país.

En la noche del sábado anterior, Zapatero había recibido en La Moncloa a Javier Solana, alto representante de la Unión Europea en Política Exterior y de Seguridad. Durante el encuentro, contrastaron opiniones y valoraron información reservada con el fin de tomar la mejor decisión.

La credibilidad de Zapatero subió como la Bolsa al hacer «honor a la palabra dada y mantener su promesa de presidir un Gobierno que nunca actuaría de espaldas a la voluntad de los españoles». Tras el anuncio, cientos de personas se concentraron espontáneamente en la Puerta del Sol para celebrar la noticia.

Finalmente, y seis días antes de la fecha acordada en un principio, el último soldado español abandonó «sin novedad» territorio iraquí a las 14:57 horas del 21 de mayo de 2004. Así se lo comunicaba al ministro de Defensa, el general José Manuel Muñoz, jefe del contingente de Apoyo al Repliegue Español, cuando los últimos seiscientos soldados, en su mayoría legionarios, salieron del país árabe para iniciar un trayecto de ocho horas con destino a la base estadounidense Camp Virginia, en Kuwait. El traslado se realizaría en tres aviones, mientras el material que les acompañaba viajaría a bordo de tres buques.

Tras nueve meses de misión, el contingente español cedió a las tropas estadounidenses los cometidos operativos en el transcurso de una ceremonia en Diwaniya, que dejaba de ser Base España.

Así comenzaba la VIII Legislatura, con buen pie y, sobre todo, con una esperanza en el futuro basada en el cumplimiento de las promesas electorales, que iban a materializarse con una cadencia temporal prudente pero indefectible. Y con un Gobierno singular, del que formaban parte ocho mujeres, es decir, que por primera vez en la historia política española teníamos un Gobierno paritario, un Gobierno moderno, fiel reflejo de nuestra sociedad actual. Y para hacer hincapié en esta circunstancia, estas ocho mujeres, desconocidas hasta entonces para el gran público, decidieron acceder a la propuesta de la glamourosa revista Vogue para realizar un reportaje especial que celebraría el acontecimiento. La iniciativa no gustó a muchos y fue calificada en algunos círculos como una «sesión de pasarela» frívola e impropia de las máximas representantes del Ejecutivo español y del Partido Socialista.

El controvertido reportaje se realizó en el marco incomparable de los jardines y en la puerta de acceso al edificio del Consejo de Ministros, aprovechando la disponibilidad común de las agendas de las ministras, desde el final de la reunión del viernes, 9 de julio, y las cinco de la tarde; aproximadamente cuatro horas de intenso calor que combatieron con la buena sintonía entre ellas, dada su inexperiencia en el arte de posar.

La idea, ampliamente criticada, de sacar los sofás al espacioso porche es atribuible a los responsables de la revista, que lo propusieron con el fin de aportar al reportaje un toque de sofisticación. Tres maquilladores, cinco estilistas y un fotógrafo participaron en la puesta en escena, y los diseñadores españoles más consagrados se prestaron con sumo gusto para vestir eventualmente a las ministras. Entre ellos, Miguel Palacios, Roberto Torreta, Roberto Verino, Antonio Pernas y Adolfo Domínguez. También participaron firmas internacionales como Valentino y Giorgio Armani.

Hablaron de sus experiencias como mujeres y como profesionales, teniendo en cuenta que se estrenaban en puestos tan destacados de la política y asumían como un desafío personal su nueva etapa, sabiéndose en el punto de mira de ciudadanos y medios de comunicación, con el morbo añadido de ser mujeres.

No pararon de bromear con los reporteros. Carmen Calvo, la más alegre, apuntaba con sorna la dureza de la profesión de modelo y Elena Salgado, la más fotogénica, subrayaba que al menos los sueldos de las top eran bastante más sustanciosos. La más tímida, Elena Espinosa, confesaba, entre foto y foto, haber robado manzanas en alguna ocasión y, para terminar, una constatación: María Teresa Fernández de la Vega posee la personalidad más enérgica, reconocida en todo momento por las demás como la autoridad del grupo. Ante la pregunta de por qué las mujeres se cuelgan menos medallas que los hombres, la vicepresidenta, vestida completamente de blanco, respondió con contundencia que «las mujeres tenemos menos desarrollado el sentido de la vanidad».

Vanidad o no, a todas las mujeres nos gusta la moda y no se entiende que una mujer con un curriculum envidiable, brillante y eficaz en su vida personal y profesional, tenga que justificar la razón por la que se maquilla o por qué le gusta vestirse elegantemente. El poder no aporta belleza a nadie que no la posea de antemano y, en ningún caso, el éxito y el triunfo político o económico han de ser necesariamente excluyentes de la feminidad.

El propio presidente Zapatero participó activamente durante la sesión fotográfica, declarando con convencimiento que «los hombres y las mujeres solo somos iguales en dignidad y derechos; en todo lo demás somos equivalentes», que significa que valemos para lo mismo.

¿Será cierto que cada vez que una mujer destaca en su profesión y además es capaz de manejarse con éxito en terrenos propios de su condición femenina, se levantan las voces implacables de los que se creen en posesión de la moral verdadera?... ¡Ustedes mismos!

A los pocos días, el 20 de mayo, el Pleno del Congreso aprobaba por unanimidad la creación de una Comisión de Investigación de los atentados del 11-M con el objetivo de esclarecer los acontecimientos anteriores y posteriores a los hechos, así como las actuaciones realizadas sobre ellos por los poderes del Estado. Y, lo más importante, la implicación que para la seguridad pública tuvieron y tendrían tales hechos en el futuro.

Pero durante aquellos días, la actualidad tenía también otros protagonistas que, brillando con luz propia, acaparaban la atención de todos los medios de comunicación y, desde luego, de los españoles de cualquier condición y de todos los rincones de España. Por fin, tras varios noviazgos frustrados y conatos de compromiso, Su Alteza Real el Príncipe de Asturias, don Felipe de Borbón, contraería matrimonio con doña Letizia Ortiz Rocasolano, una joven periodista sin ascendencia noble ni sangre azul.

Por tratarse del heredero de la Corona, era de obligado cumplimiento, en la agenda previa al enlace, la visita institucional de los futuros esposos a las representaciones de los tres poderes constitucionales del Estado. Así que máxima expectación en La Moncloa el martes, 18 de mayo de 2004, ante la visita de don Felipe y doña Letizia para almorzar con el Ejecutivo.

A pesar de tratarse de un acto institucional, el encuentro discurrió en un ambiente distendido y muy alegre. Hacía una mañana espléndida, más bien calurosa, y todos los funcionarios de La Moncloa pululábamos absolutamente dispersos de nuestras obligaciones y preocupados por no perder detalle de cuanto rodeaba a la visita: trajes y peinados de las señoras, el aspecto de los novios, si aparentarían estar nerviosos o cansados y, sobre todo, ¡si se mostrarían enamorados...! Al paso de la caravana, sonrisas y saludos por parte de los Príncipes y fotos, muchas fotos.

Las muestras de afecto y simpatía fueron constantes, así como los deseos de felicidad para la pareja por parte de todos los miembros del Gobierno que asistieron al almuerzo; solo se perdió tan singular ocasión el ministro de Asuntos Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, que se encontraba en Bruselas para participar en una reunión comunitaria inexcusable.

El presidente del Gobierno y su esposa recibieron a los visitantes en la escalinata del edificio del Consejo de Ministros, donde posaron alegres y satisfechos para los periodistas gráficos. La Secretaría en pleno y todo el personal del edificio estábamos agazapados en ventanas y balcones para presenciar la llegada en directo.

La futura Princesa escogió para la ocasión —era primera vez que el Gobierno se reunía en su honor—, un traje de chaqueta y falda color vainilla, con zapatos y bolso del mismo color, y el cabello sujeto en un semirrecogido. Por su parte, la anfitriona, doña Sonsoles, haciendo gala de su eterna sencillez, lució un vestido recto y sin mangas color coral, con una fila de botones que recorría el lateral izquierdo, y zapatos beige con escaso tacón.

Tras saludar a los comensales y firmar en el Libro de Honor, se sentaron en la mesa imperial, presidida a ambos lados, por el Príncipe de Asturias y el presidente del Gobierno, flanqueados, el primero por doña Sonsoles y la vicepresidenta primera del Gobierno y, por doña Letizia y la ministra de Fomento, Magdalena Álvarez, el segundo.

El menú del almuerzo consistió en pañuelitos crujientes de bogavante con salsa de carabineros, solomillo de buey al queso picón de Tresviso y espuma de chocolate con fresas de temporada. Vinos: blanco Albariño Terras Gauda, y tinto Rioja Imperial CUNE Gran Reserva 1995.

El presidente, encargado de felicitar a los novios en nombre del Gobierno, se decidió, en el brindis, a recitar unos versos de su poeta favorito, Jorge Luis Borges, entresacados del poema «Los Justos», dedicado a los hombres y mujeres que cada día trabajan para hacer de este mundo un lugar mejor. Dice así:

El hombre que cultiva su jardín,

el que agradece que en la tierra haya música,

el que acaricia a un animal dormido,

el que prefiere que los otros tengan razón,

una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto,

es una imagen de los que aman, porque comparten...

Dicho esto, el presidente del Gobierno levantó su copa y expresó su deseo: «Que los recién casados compartan un camino largo y lleno de venturas. Que su felicidad sea el espejo de la felicidad de todos los españoles». Tras el ceremonial y durante el café, que tomaron de pie, los prometidos conversaron animadamente con todos los invitados.

Días después se celebraba en la catedral de la Almudena de Madrid la boda real, sin sorpresas y pasada por agua. Solo destacar la prevista pero notable ausencia del ex presidente Adolfo Suárez, cuya enfermedad le mantenía apartado de la vida pública y de cualquier acto de tipo social desde hacía tiempo, así como la ingente presencia de los nuevos cargos institucionales socialistas, apenas aterrizados, frente a la escasa representación del Partido Popular, recién salido del Gobierno.

Poco después de alcanzar la Secretaría General del PSOE, Zapatero fue invitado a participar en unos encuentros culturales que tuvieron lugar en la localidad vallisoletana de Serrada. Las jornadas culminaban con una pintada de dibujos en una tapia del pueblo. En el espacio que le habían reservado, Zapatero pintó con una brocha y pintura negra la línea espiral de un círculo sin fin. Cuando le preguntaron por el curioso dibujo, que no tenía nada que ver con los realizados por los otros invitados, respondió que esa espiral representaba su filosofía de la vida. Sin meternos en demasiadas profundidades, la explicación viene a ser que la línea circular significa el movimiento preferido por un hombre que huye del enfrentamiento directo y acostumbra a bordear las dificultades para acometer el problema desde una trayectoria envolvente que le permita acumular fuerzas y aliados. Él mismo y, por ende, los que le rodean son personas sencillas, humildes, sin pretensiones. A Zapatero le repatean los jactanciosos, le estomagan los que alardean de su poderío material o intelectual, le irrita sobremanera la gente que pretende dar lecciones. No hay que olvidar que llegó a la Presidencia del Gobierno sin pagar peaje, con las manos libres de compromisos, con pocas ataduras y con un equipo de amigos y compañeros leales, virtud que aprecia por encima de todas, y relacionados con la vida política y parlamentaria, puesto que esta y no otra ha sido su trayectoria vital desde que comenzó su militancia socialista a los dieciocho años.

José Luis Rodríguez Zapatero nació en 1960 en Valladolid, porque allí tenía su consulta el abuelo materno, un pediatra de prestigio. Pero su familia residía en León, donde ejercía como abogado su padre, Juan Rodríguez, que en su día fue director de los servicios jurídicos del Ayuntamiento leonés y decano del colegio provincial de abogados. Es el segundo y último hijo del matrimonio. De su madre, Purificación Zapatero, heredó el cabello castaño y los ojos azules, además, según dicen, del carácter tranquilo y algo introvertido. Pero, sin duda, el pariente más conocido del presidente, citado en multitud de ocasiones por él y por otros, es su abuelo paterno, Juan Rodríguez Lozano, capitán del Ejército bajo el mando de la República, que fue ejecutado por los nacionales el 18 de agosto de 1936 en el barrio de Puente Castro en León, durante la Guerra Civil, por negarse a participar en la sublevación de la ciudad.

Según el alcalde de La Pola de Gordón, municipio donde vivió Rodríguez Lozano, «El Capitán», como era conocido en su tiempo, fue un hombre muy querido en el pueblo, y los vecinos de más edad le recuerdan como «una buena persona». Zapatero reivindicó su figura desde la tribuna parlamentaria más importante del país, el Congreso, citando un fragmento de su testamento y haciendo suyas «un ansia infinita de paz, el amor al bien y el mejoramiento social de los humildes».

Su infancia transcurrió con normalidad, entre el colegio de las Discípulas de Jesús, los veraneos en Luanco o en Gijón, y su gran afición al fútbol, deporte en el que no destacó como jugador. Tras una pasajera frustración, se decantó por el baloncesto. Es aficionado a la pesca y disfruta del contacto directo con la naturaleza.

En agosto de 1976, cuando los partidos políticos aún no eran legales y él contaba solo dieciséis años, asistió a un mitin de Felipe González en Gijón. En ese mismo momento nacieron su vocación política y su admiración por el entonces líder socialista sevillano. Se afilió a las Juventudes Socialistas en 1979, al poco de cumplir la mayoría de edad.

Estudió Derecho en la Universidad de León y en su expediente académico abundan los notables y sobresalientes. En las aulas de la facultad conoció a su esposa, Sonsoles Espinosa. Él estudiaba cuarto curso y ella, segundo, y hablaron por primera vez durante la manifestación de apoyo a la libertad y la democracia que tuvo lugar el 24 de febrero de 1981, tras el intento de golpe de Estado del día anterior. José Luis, entonces delegado de curso y muy popular, había conseguido el aplazamiento de los exámenes cuatrimestrales programados para ese día.

Zapatero se licenció en 1982 con una tesina sobre el Estatuto de Autonomía de Castilla y León, y poco después fue contratado como profesor ayudante de Derecho Constitucional en la misma Universidad. En 1986 ocupó escaño por el PSOE en la circunscripción de León, siendo el diputado más joven de la Cámara.

El noviazgo con Sonsoles, que duró ocho años, fue difícil, debido a su activa militancia. Finalmente, en enero de 1990 se casaron en la ermita de Nuestra Señora de Sonsoles, en Ávila, disfrutando de una corta luna de miel en Sevilla. Como todo el mundo sabe, el matrimonio tiene dos hijas, Laura, nacida en 1993, y Alba, en 1995.

El presidente está en su despacho, porque la puerta está cerrada. El lugar de trabajo tiene mucho que ver con la personalidad y las señas de identidad que conforman el carácter de quien lo ocupa. Está suficientemente comprobado que el despacho del presidente Zapatero causa asombro en cuantos lo visitan, precisamente por su sencillez, sus exiguas dimensiones y la funcionalidad de los muebles y objetos que lo componen.

Estamos en la segunda planta del edificio del Consejo de Ministros y, al abrir la puerta, lo primero que llama la atención es la relajante vista del jardín de que se disfruta desde el único balcón que se abre en la pared que tenemos justamente en frente y cuyo dintel está bordeado por verdes y frescas enredaderas. La estancia, cuadrada, medirá alrededor de setenta metros cuadrados, y de sus paredes, pintadas en tono gris, cuelgan dos Mirós, dos Chillidas y un Clavé i Sanmartí.

Los muebles, muy modernos, mezclan grises y blancos, y sus materiales combinan el acero y el cristal. Solo las librerías son de madera, en perfecta armonía con un gran sofá de cuero color marrón claroscuro. Junto a ellas, un precioso globo terráqueo giratorio, regalo de los miembros del Gabinete al presidente en alguno de sus cumpleaños.

Completan el conjunto un televisor de gran tamaño y una mesita auxiliar con una foto de Sus Majestades los Reyes y otra del presidente con el Príncipe de Asturias. A espaldas del sillón de despacho propiamente dicho está la puerta que comunica con el cuarto de baño, exactamente del mismo tenor que los del resto del edificio. Aparte de teléfonos y objetos de escritorio, completan el conjunto varias fotos familiares; el presidente con su esposa, con sus hijas, y otra, especialmente bonita, de la madre entre las dos niñas con un primer plano de la cara de las tres, alegres y atractivas. Junto a la mesa reposa en el suelo la eterna cartera negra que han utilizado todos los presidentes del Gobierno para transportar documentos. Para completar ese toque personal que aporta calidez al lugar de trabajo, otros dos retratos llaman poderosamente la atención y hacen sonreír a cuantos reparan en ellos. El primero muestra al padre del presidente con un gesto pícaro y el dedo índice sobre la ceja derecha, en actitud de afecto y complicidad con su hijo y, el segundo, una foto entrañable en la que el presidente abraza divertido a su doble, el muñeco de guiñol del programa de televisión Las noticias del Guiñol de Canal+.

Zapatero es constante y esforzado, como un corredor de fondo y posee una gran capacidad de sufrimiento y una habilidad para encajar los reveses sin pestañear. Un déficit importante: un mal manejo de los idiomas, que parece una constante en los currículos de nuestros presidentes.

Su nombre ha quedado asimilado para siempre con el sustantivo «talante», utilizado con sorna desde los escaños de la oposición, pero es verdad que la moderación en su forma de gobernar y sus planteamientos pactistas le colocan en las antípodas del presidente del Gobierno anterior. Su estilo es reflexivo, muy didáctico; se nota que es profesor, enemigo de los golpes bajos y abierto al diálogo, facetas todas estas que le acarrean tantas críticas internas y externas como apoyos desde otros sectores en los que se valora el fair play, la perseverancia y la contención verbal.

Si recogemos los principales puntos de la declaración de principios que constituía su «Nueva Vía» y que mereció el respaldo mayoritario de su partido, podemos hacernos una idea de las cuestiones que preocupan a un Zapatero presidente o ciudadano de a pie: construir una sociedad que acepte a los inmigrantes; dar prioridad a la educación y crear empleo estable; proporcionar a los padres más tiempo para pasarlo con sus hijos y sus ancianos; promover la cultura; convertir a España en un país admirado por ayudar a los más necesitados; ayudar a estos con iniciativas de calidad; fomentar la democracia, adecentar la política y promover los valores por encima de los intereses coyunturales. Todo esto se traduce en los desafíos de un nuevo Gobierno que ha promovido las leyes más avanzadas en materia social, y en mayor número, en la historia democrática de España. Tal vez ayudaría un breve análisis de las más significativas por su repercusión en la vida ciudadana, así como por sus altas dosis de polémica y confrontación en la opinión pública.

Desde principios de la década de los noventa, diversas asociaciones de mujeres venían pidiendo una ley integral contra la violencia de género, una herramienta diseñada para combatir el problema, facilitar ayuda a las víctimas y erradicarlo. El 28 de diciembre de 2004, una de las promesas electorales de Zapatero, la primera que se puso sobre la mesa, se hacía realidad, con la aprobación de la Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género. El texto se aprobó por unanimidad y en su articulado se hace especial hincapié en las políticas educativas que insistan en la igualdad y en el respeto a los derechos de la mujer. Su aspecto más polémico: la discriminación positiva que se establece al penalizar el maltrato doméstico solo cuando el agresor es un hombre y la víctima, una mujer.

Una de las enmiendas aprobadas durante su tramitación parlamentaria contempla la modificación del Código Penal para que las amenazas y lesiones leves sean consideradas como delito cuando afecten a víctimas especialmente vulnerables, como niños, ancianos y minusválidos. Resulta difícil creer que hasta la entrada en vigor de la ley, estos extremos no estuvieran contemplados en nuestra legislación. Además, la ley pretende lograr una estrecha coordinación de todos los agentes implicados en el proceso, Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, fiscales, forenses, psicólogos, magistrados, etc., que deberán actuar como un bloque contundente contra una violencia que se percibe como la punta del iceberg de la discriminación, la desigualdad y el desequilibrio entre hombres y mujeres.

Para enmendar estos extremos, ya avanzada la legislatura, se aprobó la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres. Tras la culminación del proceso legislativo, el presidente del Gobierno decía que con la entrada en vigor de esta ley «hoy es el primer día de una sociedad distinta, que quedará transformada para bien, radicalmente y para siempre». El presidente dedicó este triunfo a «todas las mujeres que a lo largo de la historia han luchado contra la discriminación de su sexo y, en especial, a la memoria de Clara Campoamor, diputada en las Cortes de la Segunda República, que defendió el derecho al voto de las mujeres en 1931».

La ley trasponía sendas directivas europeas sobre igualdad en el ámbito laboral, lucha contra la discriminación y acoso sexual, y reformaba más de diecinueve normas relacionadas con el trabajo y las prestaciones sociales. La paridad en las listas electorales y el permiso de paternidad de trece días, ampliable progresivamente hasta los cuatro meses en 2013, son cuestiones llamativas del articulado.

Todos los grupos parlamentarios ratificaron la ley orgánica, salvo el Partido Popular, que se abstuvo en la votación.

Tras el triunfo socialista, otra de las promesas más arriesgadas y que muchos ciudadanos esperaban como agua de mayo era la ley que, modificando el Código Civil, posibilitaría el matrimonio entre personas del mismo sexo y, por extensión, otros derechos como la adopción, la herencia y la pensión. La Ley 13/2005 se publicó, después de mucho debate, el 2 de julio de 2005, y el matrimonio entre personas del mismo sexo fue oficialmente legal en España el 3 de julio del mismo año.

La tramitación de la ley fue conflictiva, aunque las encuestas concluían un apoyo a la normativa de casi el 70% de los españoles. Las autoridades eclesiásticas se opusieron en una lucha sin cuartel, con una defensa acérrima del modelo de familia tradicional como el único viable a los ojos de Dios y de la Iglesia. Manifestaciones a favor y en contra de la ley congregaron a miles de personas de toda España y, tras su aprobación, el Partido Popular presentó un recurso ante el Tribunal Constitucional.

El 11 de julio de 2005 se celebró en Tres Cantos (Madrid) la primera boda entre dos personas del mismo sexo, Emilio Menéndez y Carlos Baturín, que convivían en pareja desde hacía más de treinta años. El primer matrimonio entre mujeres se celebró en Barcelona once días después.

Durante el primer año de la ley, unas cuatro mil quinientas parejas del mismo sexo contrajeron matrimonio en España. Ese mismo año, la celebración del Día del Orgullo Gay se hizo coincidir con la publicación de la reforma legal en el Boletín Oficial del Estado y miles de manifestantes expresaron su apoyo a la nueva situación, considerándola un avance sin precedentes en España. El presidente del Gobierno, durante el debate final en el Congreso de los Diputados, calificó la ley como «un acto de decencia» y Mariano Rajoy, desde su escaño de líder de la oposición, acusó a Zapatero de «dividir a la sociedad desde la provocación que suponía el texto».

La Conferencia Episcopal era una olla a presión y el ruido de sotanas llevó al cardenal López Trujillo, presidente del Consejo Pontificio para la Familia, a llamar, desde el Vaticano, a la objeción de conciencia de los funcionarios católicos a la hora de tramitar estos matrimonios, «aunque esto les costase el empleo». El Foro Español de la Familia se rasgaba las vestiduras día sí y día también y un porcentaje significativo del total de las páginas de periódicos y revistas se dedicaban de una u otra manera a esta cuestión.

En un informe del BBVA titulado «Retrato social de los españoles», se reflejaba que el matrimonio entre personas del mismo sexo era aceptado por un 66% de la población, siendo los más numerosos los jóvenes entre quince y treinta y cinco años, las personas con estudios superiores, las no adscritas a una religión y los que se identifican políticamente con la izquierda y el centro-izquierda.

Hasta el final de 2008 se celebraron en España 12.648 matrimonios homosexuales, sin que haya acaecido ninguna maldición que nos equipare a Sodoma y Gomorra..., a no ser que la crisis económica que nos atenaza se asimile a las plagas de Egipto del siglo XXI.

Aún no se habían apagado los ecos de la polémica cuando entraba en el Boletín Oficial del Estado para su publicación la Ley 15/2005, de 8 de julio, por la que se modificaban el Código Civil y la Ley de Enjuiciamiento Civil en materia de Separación y Divorcio. Se trataba de agilizar los trámites y facilitar la disolución del vínculo, saltándose el periodo de separación como paso previo obligatorio y eliminando la necesidad de alegar causas para obtener el divorcio. O sea, que a los matrimonios heterosexuales se les facilitaba la ruptura y a los gays la boda. ¡En fin, el mundo al revés!

Y el Gobierno pensaba: vamos a cambiar de tercio y soseguemos los ánimos. Así se inició la tramitación de la Ley 28/2005, de 26 de diciembre, coloquialmente conocida como Ley Antitabaco. La medida se dirigía fundamentalmente a la prohibición de fumar en los centros de trabajo donde, por tradición, estaba permitido. En otros lugares públicos había que distinguir la zona de prohibición, con espacios habilitados para fumadores, medida a todas luces insuficiente. Total, un lío...

Las Comunidades Autónomas son las responsables de vigilar el cumplimiento de esta ley, pero algunas presididas por el Partido Popular, como Madrid, Valencia o La Rioja, han planteado normas propias que la suavizan o han obviado deliberadamente la creación del régimen sancionador pertinente. Ello ha llevado a que España tenga el dudoso honor de poseer una de las situaciones más caóticas de toda Europa en la materia, causando inseguridad jurídica a los ciudadanos en función del lugar en el que residen. La Unión Europea ha lamentado esta situación.

Como en tantos lugares de trabajo, la Ley Antitabaco modificó la vida y las costumbres de la Presidencia del Gobierno, «Espacio sin humo» en todos sus edificios e instalaciones, en los que de inmediato se retiraron todos los ceniceros. Decenas de trabajadores se agolpan cada día en las puertas y se apiñan en balcones y ventanas para echar el pitillo tras el almuerzo o el café.

Pero la reina de las leyes en cuanto a su aplicación absolutamente caótica en todo el territorio nacional es la Ley de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las Personas en situación de Dependencia. Conocida abreviadamente como Ley de Dependencia, fue presentada por el propio presidente del Gobierno, Rodríguez Zapatero, el 5 de marzo de 2006 en un acto público. Aprobada el 20 de abril por el Consejo de Ministros, inició su andadura gradual el 1 de enero de 2007. Puede que sea la ley de mayor importancia en un país que, como el resto de Europa, envejece a toda velocidad y que pretende sentar las bases para construir el futuro Sistema Nacional de Atención a la Dependencia, que financiará los servicios necesarios para las personas dependientes por enfermedad, vejez o accidente invalidante.

A día de hoy, solo siete Comunidades Autónomas pagan las ayudas que establece la Ley de Dependencia, mientras que el resto continúa con los interminables trámites para los eventuales beneficiarios. Los más optimistas confían en aplicarla antes de acabar el año 2010. En esta ocasión, también son Madrid y Valencia las más retrasadas y sus Gobiernos populares no consideran finalizado el proceso de debate con el Gobierno nacional sobre el desarrollo de la ley. Una vez más, la organización territorial de España dificulta el principio de igualdad y solidaridad entre todos los ciudadanos, vulnerando derechos irrenunciables.

¿Y qué me dicen de la Educación para la Ciudadanía? ¿Alguien recuerda una lucha más encarnizada por los contenidos de una asignatura escolar?

Tal vez convendría remontarse a los orígenes de esta iniciativa, que no corresponde a Zapatero y su Gobierno socialista, sino que cumple con una recomendación del Consejo de Europa de 2002, en la que se afirma que «la educación para una ciudadanía democrática es esencial para la misión principal del Consejo, como es promover una sociedad libre, tolerante y justa, además de contribuir a la defensa de los valores y principios de libertad, pluralismo y derechos humanos que constituyen los fundamentos de la democracia». Estas frases, por otra parte grandilocuentes, constituyen el sustrato de un texto recomendado por ese organismo internacional a sus Estados miembros. Entonces, ¿por qué tanto revuelo entre las filas populares y los miembros del clero, cuyo discurrir suele coincidir por caminos divinos e inescrutables?

Los puntos más criticados por la Iglesia católica y sus acólitos son los relativos a la educación sexual, la aceptación de familias multiparentales mediante una visión alternativa de los valores tradicionales y, en resumen, un fin laicista y de adoctrinamiento estatal. El entonces arzobispo de Toledo, Antonio Cañizares, señaló que los centros que impartan esta asignatura «colaborarán con el mal». Desde escaños y pulpitos, se animó a los padres a la objeción de conciencia, que fue rechazada por el Gobierno y, finalmente, el 28 de enero de 2009, el Tribunal Supremo, tras dos días y medio de deliberaciones para solventar el recurso interpuesto, unificó doctrina fallando en contra de la objeción a la asignatura por una amplia mayoría de veintidós votos a favor y siete en contra.

Y para hacer el triple salto mortal, redoble de tambores, porque el 31 de octubre de 2007, el Congreso de los Diputados aprobaba la ley por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas a favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil y la dictadura. Para entendernos: la Ley de la Memoria Histórica.

Con la llegada de la democracia se fueron promulgando una serie de decretos y leyes específicas que trataban de compensar las penalidades y sufrimientos de aquellos que padecieron los avatares de la guerra en el bando republicano o prisión en la época franquista. Todas estas disposiciones regulaban pensiones, indemnizaciones o reconocían derechos para las víctimas y sus familias. Por supuesto, la Ley de Amnistía 46/1977, de 15 de octubre, fue la primera.

La verdad es que el programa electoral del PSOE para las elecciones de 2004 no incluía mención alguna a la «memoria histórica». Pero el proceso se inició con la creación de una Comisión Interministerial, presidida por la vicepresidenta primera, María Teresa Fernández de la Vega, encargada de estudiar la situación de las víctimas de la Guerra Civil y el franquismo y buscar su rehabilitación moral y jurídica, además de la apertura de fosas comunes en las que se suponen yacen los restos de los represaliados. Sin duda, es en este último aspecto donde radica la polémica.

El Partido Popular y un variado elenco de medios de comunicación de carácter conservador criticaron estas propuestas alegando que abren viejas heridas y llegando a afirmar que con esta ley Zapatero pretendía «ganar la Guerra Civil, que se enterró con la Transición». En su defensa, el Gobierno alegaba que era necesario recordar para no cometer los mismos errores y que el objetivo es cicatrizar las heridas de una gran parte de los españoles que tiene que cargar con aquella humillación, además de no saber dónde se encuentran los cadáveres de sus familiares muertos.

En julio de 2007, Mariano Rajoy prometía derogar esta ley si conseguía ganar las siguientes elecciones, que no ganó. Sin embargo, durante su tramitación parlamentaria, el Partido Popular votó favorablemente varios de sus artículos.

Desde el 6 de julio de 2004, y a lo largo de varios meses, personajes relevantes del Gobierno actual y anterior, miembros de las Fuerzas de la Seguridad del Estado, especialistas en medicina forense y expertos en terrorismo, además de testigos y víctimas que vivieron para contarlo, respondieron a cuantas cuestiones les fueron planteadas por los miembros de la Comisión de Investigación de los Atentados del 11 de marzo, que, como hemos apuntado, comenzó sus trabajos en el mes de mayo.

Especialmente llamativas fueron las comparecencias de José María Aznar, en su calidad de ex presidente del Gobierno, que, resumiendo, afirmó que los atentados tuvieron como objetivo el vuelco electoral, asegurando que los que planificaron y escogieron la fecha no estaban en «montañas lejanas ni en desiertos remotos». En todo momento defendió la actuación de su Gobierno y de las Fuerzas de Seguridad.

El 13 de diciembre de 2004 comparecía José Luis Rodríguez Zapatero como presidente del Gobierno. Fue la intervención más larga, que concluyó con la seguridad rotunda de la autoría de los atentados por parte del fundamentalismo islámico y la relación entre la masacre y la actitud del Gobierno anterior en la guerra de Irak.

El último día de comparecencias fue el 15 de diciembre. Pilar Manjón perdió a su hijo en uno de aquellos trenes y, a pesar del tiempo transcurrido, quiero destacar aquí la dignidad de una madre destruida por la tragedia personal, pero que representó como nadie a la Asociación 11-M Afectados del Terrorismo, dando una lección inolvidable de compromiso y pundonor a la clase política y a toda la sociedad española. La señora Manjón acusó a partidos y medios de comunicación de utilizar los atentados en beneficio propio, criticando la actitud frívola que se vivía en la Comisión, donde abucheos y aplausos a los testigos eran constantes. En un momento de gran severidad y dramatismo, espetó a los comisionados: «¿De qué se ríen, señorías?». Su intervención causó una gran conmoción social y cambió drásticamente el ambiente de la sala.

Las conclusiones determinaron que el Gobierno de José María Aznar no previno la amenaza del terrorismo islamista radical de forma adecuada y tergiversó los datos de la autoría de los atentados en los días posteriores.

Sin la intención de ahondar innecesariamente en uno de los capítulos más dolorosos de la reciente historia de España, pero sí con el objetivo de llamar la atención sobre una de las hipótesis que yo considero más acertadas sobre cuanto ocurrió, me he permitido incluir un breve comentario, que quiere poner punto final al tema.

Un trabajo de investigación realizado por El Mundo titulado «Los agujeros negros del 11-M» y publicado en el diario, el viernes, 23 de abril de 2004, tras desgranar los acontecimientos posteriores a las explosiones de los trenes y contrastar testimonios y declaraciones, concluía lo siguiente:

El 10 de marzo, miércoles, el Gobierno de Aznar está muy tranquilo. Las encuestas le dan ganador. El propio Felipe González lo comenta con un grupo de amigos esa misma tarde: «No tendrán la mayoría absoluta, pero van a ganar las elecciones».

En los días previos y en secreto, se prepararon golpes de mano espectaculares contra la cúpula de ETA. Al presidente Aznar le tenían preparado un regalo de fin de curso. Todo el mundo sabía que para José María Aznar la lucha contra ETA constituyó uno de los ejes centrales de su gestión. Así que, las Fuerzas de Seguridad le iban a dar una satisfacción que serviría, además, como maniobra decisiva para arrasar en los comicios. Se había elegido cuidadosamente la fecha del gran golpe: la noche del viernes, 12 de marzo, justo el momento de finalizar la campaña e iniciar la jornada de reflexión.

El secreto de la operación era absoluto y todos los agentes que participaban no abandonaron su puesto de vigilancia ni un minuto. Se sabía, además, que recientemente ETA había conseguido la utilización correcta de mochilas bomba detonadas a partir de teléfonos móviles.

En la mañana del 11 de marzo, el desconcierto era total. Las primeras noticias del atentado hablaban de diez o doce mochilas o bolsas que estallaron en los trenes utilizándose teléfonos móviles como detonadores. Todos los etarras estaban en su sitio, así que ninguno de los vigilados pudo ser el autor de la masacre.

En ese momento de estupor sucedió algo que provocaría que el Gobierno cometiera el mayor de los errores. Un miembro de los Cuerpos de Seguridad envió por teléfono desde el lugar de los hechos la primera valoración del explosivo: «Titadine. ¡Es el explosivo de ETA!». La palabra clave se extendió por instituciones y agentes. Pero el error solo podía ser intencionado, porque ningún experto en la materia confundiría el Titadine con la Goma 2, por innumerables razones.

Un grupo de mandos y agentes policiales, más cercano al Partido Socialista y que sospechaba de la falta de transparencia en la investigación, se constituyó en un equipo al margen y pasaron información al PSOE, que estaba así al tanto de cuanto ocurría en tiempo real, lo que les permitía montar una estrategia alternativa y eficaz contra el Gobierno, que se metió solo en su propia trampa, prisionero de sus mentiras.

Así comenzó la fabricación de una pelota que poco a poco se fue haciendo más grande y que acabó arrastrando en su caída a un Gobierno que, cada vez más acorralado, se negaba a aceptar incluso la ayuda internacional que se le ofrecía desde el FBI norteamericano hasta los Servicios Secretos israelíes, que cuentan con los mejores especialistas en terrorismo islámico y que estaban dispuestos a viajar a Madrid desde Tel-Aviv de inmediato.

Las incongruencias no terminaron con la derrota electoral y extendieron sus tentáculos hasta las extrañas circunstancias en que tuvo lugar la operación de Leganés, en la que la totalidad de los miembros de la célula terrorista se inmoló antes de que se iniciara el asalto de los Geos, cuando todo el mundo sabía lo importante que era cogerlos vivos para desvelar lo sucedido el 11 de marzo de 2004. Lamentablemente, la bomba que esparció los cuerpos de los terroristas en un área de sesenta metros enterró toda esperanza de conocer la verdad. Además, uno de los miembros del Grupo Especial de Operaciones, Francisco Javier Torrontera, falleció en el asalto, resultando heridos de diversa consideración otros quince policías y tres civiles.

En este reportaje de gran valor periodístico, las conclusiones que se infieren de las investigaciones desgranan, una por una, decenas de incongruencias, contradicciones e informaciones erróneas que solo pueden ser fruto de la manipulación y el engaño, puesto que es imposible acumular de forma involuntaria mayor cantidad de ineptitud e incompetencia, tratándose probablemente de la investigación policial más importante de nuestra historia reciente.

«¡España se rompe!», repetía Mariano Rajoy una y otra vez con el fin de llamar la atención de los ciudadanos sobre los problemas derivados de los tres temas que en materia autonómica estaban encima de la mesa y sobre los que, ni de lejos, Gobierno y oposición se pondrían de acuerdo en su tratamiento. El dichoso «Plan Ibarretxe», la reforma del Estatut de Cataluña y la deuda histórica con Andalucía.

El enfrentamiento entre las tres Comunidades Autónomas y el Gobierno central en estos momentos es máxima, así que Rodríguez Zapatero tendrá que hacer gala de una prodigiosa cintura, sabiendo de antemano que, haga lo que haga y cómo lo haga, le van a llover las críticas. «Apoyaré la reforma del Estatuto que apruebe el Parlamento catalán», dijo antes de ser presidente. Y ahora tocaba cumplirlo.

Para abreviar, y en medio de una fractura insalvable, la reforma del Estatut se aprobaba el 30 de marzo de 2006, con ciento ochenta y nueve votos a favor, ciento cincuenta y cuatro en contra y dos abstenciones.

La votación tuvo lugar tras seis horas de debate, llevado desde su escaño por María Teresa Fernández de la Vega, que declaraba que «el nuevo Estatut dejaría una gran huella en la historia de la democracia española» y por un Mariano Rajoy que se ocupó personalmente de la oposición al texto, calificándolo de «inconstitucional en todos sus renglones, suponiendo el fin del Estado como lo diseñaron los españoles en 1978».

En cuanto a la política vasca, más de lo mismo, solo que los resultados del 14-M cambiaron personas y estrategias y, por primera vez, la incertidumbre en Euskadi no era de signo negativo. Todos hablaban de un «nuevo ciclo político», pero Zapatero, en una de sus primeras entrevistas concedidas a una cadena de radio, declaraba: «Ibarretxe sabe que ni el PSE ni el nuevo Gobierno van a respaldar su plan», aunque ofrecía un «diálogo abierto e intenso» para lograr el fin de la violencia y la integración de Euskadi en una España plural.

Como muestra de buena voluntad, la derogación del artículo del Código Penal que introdujo el Gobierno de José María Aznar, en el que se consideraba delito y susceptible de ser castigado con duras penas de prisión e inhabilitación la convocatoria por parte de un cargo público de elecciones o referendos sin la autorización de las Cortes.

El Plan se basaba en la diferenciación del pueblo vasco como un pueblo con identidad propia dentro de Europa, y con derecho irrenunciable a decidir su futuro, es decir, derecho de autodeterminación. Para ser llevada a cabo, la propuesta soberanista contemplaba la convocatoria de un referéndum en Euskadi.

Tras meses de tiras y aflojas con un Zapatero firme en su negativa, el 11 de septiembre de 2008, el Tribunal Constitucional declaraba, por unanimidad, la inconstitucionalidad de la ley impulsada por el lehendakari y aprobada por el Parlamento vasco.

En las elecciones autonómicas de 2009, el Partido Socialista sumó sus escaños al Partido Popular y a Unión, Progreso y Democracia, desplazando al PNV del Gobierno vasco tras treinta años de hegemonía.

Ya solo quedaban los andaluces.

El tradicional maltrato financiero a Andalucía por parte del Gobierno central y la prohibición de las investigaciones con células madre por parte de los Gobiernos de Aznar, que interpuso un recurso contra la ley andaluza que posibilitaba dichas investigaciones, reavivó el fuego de la discriminación secular de la región.

En mayo de 2004 se retiraba el recurso contra la ley autonómica, «cesando uno de los agravios e injusticias que el PP había cometido con Andalucía», según declaraba el consejero de presidencia de la Junta, Gaspar Zarrias.

Zapatero no podía olvidar que Andalucía y Cataluña habían contribuido de manera significativa al triunfo del PSOE, colocándole directamente en La Moncloa. Demostraba así su agradecimiento y su coherencia con los anuncios previos a su investidura.

Otras transformaciones empezaban a plasmarse en la decoración de los edificios emblemáticos de la Presidencia del Gobierno de la mano de Sonsoles Espinosa, quien, poco a poco, se embarcó en la aventura de recuperar el primitivo aspecto de los palacetes. La opinión de los arquitectos e interioristas consultados fue unánime. Había que desterrar tapices y terciopelos y sustituir el mobiliario antiguo, exceptuando el de valor histórico o artístico, por modernos muebles de diseño actual. El resultado conseguido en las primeras salas animó a continuar con el resto, según lo fueran permitiendo las disponibilidades financieras. Teniendo en cuenta la recesión económica que padecemos, por el momento ha habido que suspender tales prácticas.

En honor a la verdad, hay que decir que las estancias remodeladas han recuperado su tono ecléctico, conseguido a través de la conjugación de ambientes originales, que mantienen el matiz institucional imprescindible, con una decoración moderna, en tonos grises y blancos y, en definitiva, un toque internacional que liga perfectamente con estos palacetes neoclásicos. El conjunto se adereza con cuadros y obras escultóricas de autores contemporáneos, cedidos, por supuesto, por el Patrimonio Nacional.

Tal vez por su carácter emblemático, merece la pena que nos detengamos en la descripción de la sala del Consejo de Ministros, así como en la mención de algunas curiosidades sobre su funcionamiento.

El Consejo de Ministros se encuentra en la primera planta del palacete y es la primera sala a mano derecha, después de traspasar la puerta principal. Solo esta estancia y el despacho del presidente cuentan con medidas de seguridad extraordinarias dentro del edificio.

La sala, un rectángulo perfecto, cuenta con unas dimensiones, grosso modo, de nueve por dieciocho metros, lo que le proporciona una superficie de ciento sesenta metros cuadrados aproximadamente. De estos, unos treinta están ocupados por la magnífica mesa de nogal ovalada y muy alargada donde se sientan los miembros del Gobierno siguiendo el orden de precedencias establecido, sistema que atiende a la antigüedad en la creación de cada departamento ministerial. A día de hoy, un extremo de la mesa la ocupa el presidente del Gobierno, que tiene enfrente, en el extremo opuesto, a la ministra de Igualdad, por ser su departamento el de más reciente creación.

El orden correlativo es el siguiente, teniendo en cuenta que empezaremos por el presidente e iremos girando, en sentido contrario al de las agujas del reloj, hasta llegar de nuevo a la cabeza del Ejecutivo: Presidencia del Gobierno, Vicepresidencia Primera, Vicepresidencia Tercera, Ministerio de Justicia, Ministerio del Interior, Ministerio de Educación, Ministerio de Industria y Turismo, Ministerio de Cultura, Ministerio de la Vivienda, Ministerio de Igualdad, Ministerio de Ciencia e Innovación, Ministerio de Sanidad y Política Social, Ministerio de Medio Ambiente, Medio Rural y Marino, Ministerio de Trabajo e Inmigración, Ministerio de Fomento, Ministerio de Defensa, Ministerio de Asuntos Exteriores, Vicepresidencia Segunda y, de nuevo, llegamos al lugar del presidente.

Todas las butacas son iguales, en madera y cuero color verde oliva, excepto la del presidente, de respaldo más alto y con solo un cojín en el asiento, a rayas verdes y doradas. Solo él dispone de un escabel para apoyar los pies. En cada posición figura un puesto de mesa con el nombre del departamento, un ordenador personal con una chapa identificativa en la tapa, un portalápices y una caja de plata con caramelos surtidos. Una libreta con el membrete «Consejo de Ministros» en cada página se sitúa a la derecha del ordenador y, tras este y de frente a cada puesto, un micrófono que cada ministro activará antes de intervenir con el objetivo de ser escuchado por todos. Como curiosidad, un dispositivo aparece solo en el micrófono del presidente, que tiene la potestad en exclusiva de cortar las intervenciones de los demás miembros del Gabinete cuando lo considere oportuno. Además, desde cada ordenador se maneja el mecanismo que despliega las pantallas ocultas en el techo, donde se proyectan las presentaciones que los ministros consideran necesarias en relación con la normativa que espera la luz verde del Consejo para comenzar su andadura. Por último, un único timbre se sitúa en el espacio del presidente para llamar a su ayudante, y solo este puede irrumpir en el Consejo para comunicar un recado o entregar un documento mientras dura la reunión. Como todo el mundo sabe, las deliberaciones del Consejo de Ministros tienen carácter secreto.

El resto de la sala se completa con dos librerías donde se colocan ordenadamente la colección completa de los «textos legales» y a ambos lados del ventanal lateral, en simetría, dos lámparas de pie y las banderas de España y de la Unión Europea. Tras la ministra de Igualdad, dos mesas adornadas con faldones, sobre las que descansan más libros y un retrato de Sus Majestades los Reyes, flanqueando la doble puerta que comunica con la sala contigua, donde esperan el ayudante del presidente y el personal cualificado que atenderá a los miembros del Gobierno en caso de ser requeridos. Además, en esta sala, el Ejecutivo tomará un tentempié al terminar la reunión.

Otros dos grandes ventanales, situados frente a la puerta, proporcionan luz a la sala, en la que se dan cita, quizá, los cuadros más emblemáticos de todo el complejo presidencial: siete obras firmadas por Miró y que cuelgan de estas paredes desde la presidencia de José María Aznar, por su expreso deseo. Admirarlas es todo un privilegio.

Por último, y como detalle anecdótico, citar un pequeño cuarto insonorizado, con las paredes forradas de corcho, que ha quedado como reliquia de otros tiempos, en los que los ministros se encerraban para hablar por teléfono y mantener así la privacidad de sus conversaciones. Hoy, en la era de los móviles, ya no se utiliza por razones obvias.

La documentación que maneja el Ejecutivo en el Consejo de Ministros consta de dos partes bien diferencias, distribuidas en dos índices: el rojo y el verde, según el criterio previo de la Comisión General de Secretarios de Estado y Subsecretarios, que se reúne todos los miércoles en sesión preparatoria del Consejo de Ministros del viernes siguiente. Es lo que nosotros denominamos «decisiones en colores».

El índice verde está compuesto por los asuntos que no tienen objeción alguna, en los que se ha llegado a un consenso definitivo y que serán estudiados por el Gobierno en primer lugar. Cabe la posibilidad de que pasen en «verde condicionado» cuando queda algún pequeño detalle por subsanar. En la mayoría de los casos, se trata de condicionantes de tipo económico impuestos por Hacienda. El índice rojo está formado por los asuntos que deben ser debatidos directamente por el Ejecutivo. Unas veces, por falta de acuerdo entre Ministerios; otras, para que todo el Gabinete conozca en qué se está trabajando y aporten su visión. Los anteproyectos de Ley, los proyectos de Real Decreto Legislativo y los Reales Decretos Leyes, los nombramientos de altos cargos y algunos informes que los Ministerios presentan figuran siempre en este índice.

En infinidad de ocasiones, los medios de comunicación vuelven a la carga, una y otra vez, respecto a los gastos que el mantenimiento y las remodelaciones de la Presidencia del Gobierno llevan consigo. Es verdad... Pero sin olvidar que una organización tan compleja como esta requiere de una constante puesta a punto, pero también proporciona cantidad de puestos de trabajo indirectos, creando riqueza desde el interior de esta miniciudad que repercute después en el exterior.

Recientemente, se ha acometido una importante remodelación del edificio INIA, sede del Ministerio de la Presidencia, el más grande del complejo. La limpieza y restauración de sus fachadas, cuya construcción data de 1958, la puesta a punto de ascensores, cuadros eléctricos, redes de saneamiento, medidas antiincendio, obras de adecuación del Centro de Proceso de Datos, santuario informático del Ministerio, etc. En fin, que la factura se acercaba a los cuatro millones de euros, pero el gasto no parece necesitar extraordinaria justificación.

A lo largo de 2006, el Departamento de Seguridad de la Presidencia del Gobierno decidió acometer una serie de medidas tendentes a reforzar la seguridad del complejo, funcionando también como sistemas para el control horario de los funcionarios y facilitando información precisa sobre el número y la identidad de las personas que en cada momento se encuentran en el interior.

Después de los años transcurridos, la conclusión que se deriva de cuantos cambios han tenido lugar en materia de seguridad es que la solicitud de explicaciones al respecto es tarea inútil. Las decisiones del Departamento de Seguridad «van a misa» y los trabajadores decimos «amén» a cuantas normas se nos imponen en tal sentido.

Es importante recordar, según la información publicada en el número 318 de la revista Seguritecnia, que «el complejo de La Moncloa es un espacio perimetrado de veinte hectáreas, que cuenta con casi nueve mil elementos de seguridad que se encuentran operativos diariamente en un 99,8%, distribuidos en trece edificios». Sin duda, una gran organización que funciona con precisión.

Con periodicidad casi certificada, cuando llega el verano, los medios de comunicación reavivan la manida polémica en torno a las vacaciones de los presidentes y si deben ser ellos mismos o el Estado, quien se encargue de correr con los gastos. El morbo aumenta cuando el inquilino de La Moncloa es nuevo y novedosas las costumbres familiares. Después de un par de años, desciende mucho el interés.

Tras hacerse público el viaje privado que realizó el presidente Zapatero junto con su esposa, hijas y suegra a Londres, utilizando un Falcon de la Fuerza Aérea Española, se destapó la caja de los truenos al conocerse los planes para el descanso veraniego de la familia en el Palacio de La Mareta en Lanzarote.

Hussein de Jordania mandó construir este palacio a finales de los años setenta, pero el monarca hachemita no llegó a hospedarse nunca en La Mareta, a pesar de sus frecuentes visitas a la isla. Sin embargo, uno de sus hijos la escogió para pasar su luna de miel.

Después, el rey Hussein cedió la residencia a su amigo el rey Juan Carlos y el inmueble pasó a formar parte del Patrimonio Nacional a finales de la década de los ochenta. Numerosas personalidades internacionales se han alojado en este lugar. El primero, el ex canciller alemán Helmut Kohl, durante la cumbre hispano-alemana celebrada en Lanzarote en mayo de 1992. En agosto del mismo año, pasó tres semanas en La Mareta el ex presidente de la URSS, Mijail Gorbachov, y su esposa Raisa, quienes efectuaban largas caminatas bordeando la costa.

La Familia Real también ha utilizado sus instalaciones como lugar de descanso. La primera vez, en abril de 1993, tras la muerte del conde de Barcelona. En diciembre de 1999, el Rey y su familia regresaron a Lanzarote para pasar juntos la Navidad y recibir el año nuevo, pero el 2 de enero de 2000 fallecía en La Mareta la madre del Monarca, doña María de las Mercedes. Como dato curioso citaremos la presencia aquel día en el palacio de José María Aznar y Ana Botella, que estaban invitados a almorzar.

La Mareta debe su nombre al lugar en el que fue construida. Allí existía una mareta, una especie de aljibe sin techar o depósito excavado en el suelo que servía para recoger las aguas de lluvia de la zona y dar de beber a los animales que pastaban en el lugar. Y es que Lanzarote está llena de maretas.

El palacio está orientado al sur y emplazado al abrigo del litoral, lo que convierte este enclave en una excelente zona de pesca. De hecho, es habitual ver a numerosos pescadores que, a lo largo de la costa que bordea la residencia o en pequeñas embarcaciones, faenan en estas aguas.

La Mareta fue diseñada por el artista canario César Manrique y cuenta con dos piscinas, embarcadero, helipuerto y una cancha deportiva, además de un búnker de seguridad por si surgiera cualquier problema.

Con anterioridad a las siguientes vacaciones, Sonsoles Espinosa se desplazó en varias ocasiones a la isla con el fin de supervisar las obras de acondicionamiento y mejora planeadas para la residencia, lo que elevó al cielo los gritos de un sector de la opinión pública. Como consecuencia, las vacaciones tendrían de nuevo como destino Doñana y, en esta ocasión, los gritos en el cielo los ponían las hijas del presidente, teniendo en cuenta que el Coto es la antítesis del ambiente marchoso que reclama la gente joven en verano.

Sonsoles Espinosa es, fundamentalmente, una madre de familia, pero su imagen personal difiere bastante del canon que impone su estatus y su papel como esposa de un primer ministro europeo. Para empezar, es muy alta y esbelta, por lo que, a priori, no es fácil que pase desapercibida. Luce un peinado moderno y un corte de pelo masculino y asimétrico, con un tono rubio muy adecuado a sus facciones, marcadas y angulosas, que además le proporciona un aspecto fresco y juvenil. Tal vez la primera impresión sea dura, pero en cuanto sonríe y pronuncia las primeras palabras, es una mujer adorable, cálida y sencilla.

Desde que conoció a su marido, su vida no ha sido fácil. Nació en Ávila en 1961, y su padre, Rafael Espinosa Armendáriz, militar, fue destinado a León, donde se trasladó con su familia cuando Sonsoles era muy pequeña. Aunque es licenciada en Derecho, siempre ha sentido pasión por la música. Dio clases de flauta en un colegio privado de León, formando parte al mismo tiempo del prestigioso coro universitario de la ciudad.

Su traslado a Madrid fue duro y supuso el cambio de la placidez de la vida de provincias por el ajetreo de la capital. Los políticos lo llevan implícito en el sueldo, pero sus familias pagan a veces un alto precio, dejando en el camino trabajo y afectos. Esto es lo que le pasó a Sonsoles Espinosa, que se centró en sus hijas y en el canto para superar su pseudomelancolía. En Madrid comenzó haciendo sustituciones como soprano en el coro del Teatro Real y, más tarde, la contrató el coro de RTVE. Ahora, además, practica con asiduidad el submarinismo y la natación, actividades que, al parecer, convienen a las sopranos, porque aumentan la capacidad pulmonar. Además, el matrimonio, siempre que sus obligaciones se lo permiten, disfruta perdiéndose en el monte de El Pardo para practicar senderismo o jooging. Un coche les traslada hasta el lugar, en mañanas salteadas, cuando la zona está tranquila, lejos de la vigilancia de La Moncloa, pero al abrigo de las miradas de periodistas y curiosos.

Dicen que en la noche electoral del 14-M, Sonsoles lloró al ver a un palmo de sus narices la prueba fehaciente de que su marido sería el siguiente presidente del Gobierno, teniendo que asumir sin remedio lo que se le venía encima. Puedo asegurar que, a pesar del tiempo transcurrido, no ha cedido un palmo en su celo por proteger su intimidad y en arañar horas a las jornadas de su esposo para seguirlas viviendo en familia.

José Luis y Sonsoles forman una magnífica pareja y, en las fiestas navideñas o en cualquier otra ocasión en que, fuera de las cámaras, hemos compartido una cerveza y un rato de charla, son constantes entre ellos las miradas y los gestos. Inconscientemente, el presidente coge a su esposa por el hombro y le susurra un comentario al oído, haciéndole reír, y ella se cuelga de su brazo mientras continúan la charla interesándose por la salud de algún compañero que se recupera de alguna dolencia o preguntan a alguna de las empleadas por su nieto que acaba de nacer. ¡Increíble..., les cabe todo en la memoria!

¿Y Laura y Alba? Ambas son los ojitos derecho e izquierdo de su padre, de quien saben que consiguen lo que quieren. Durante estos años han pasado de la niñez a la adolescencia, con cambio de ciudad y de colegio en dos ocasiones, y puedo asegurar que esto aquí no es nada fácil. La mayor, Laura, se parece más a su padre, por su tez morena y su cabello más oscuro. Es una adolescente típica, en una edad típicamente difícil, aficionada a la cultura japonesa, a sus videojuegos, series y cómics. La pequeña, Alba, tiene el aspecto de su madre, con su mismo pelo rubio, pero las facciones y la expresión de la cara son también del padre. ¡Y los ojos...! Si unimos las fotografías de padre e hijas y tapamos todo menos los ojos, no hay forma de saber de quién se trata.

Las niñas son las mejores amigas, comparten aficiones y viajes. Juntas pasaron un verano en Londres para seguir un curso intensivo de inglés, como tantos adolescentes españoles, y disfrutaron especialmente en un desfile del Día del Orgullo Gay en Madrid, participando de la fiesta desde la carroza del PSOE.

Son unas muchachas dulces y alegres que nunca han dado que hablar, ni motivos de queja por parte del personal con el que habitualmente se relacionan. Como último apunte, añadir que uno de los ordenanzas más antiguos del Palacio, Murillo, cumplió la edad reglamentaria para la jubilación y entre todos los compañeros organizamos una pequeña fiesta de despedida, con el consiguiente reloj de regalo y una gran tarjeta, en la que todos firmamos con una breve dedicatoria. La de las hijas del presidente decía algo así: «Gracias, Murillo, por ser tan simpático y amable y abrirnos la puerta del coche todos los días. Ya no tendrás que hacerlo y el último día nosotras te abriremos la puerta a ti. Muchos besos. Laura y Alba».

A raíz de los atentados del 11-M de Madrid, continuación de los de Nueva York y Washington, y los que vendrían después: Londres, Bali, Casablanca, etc., era evidente que el mundo marchaba por un camino que no auguraba sino destrucción, venganza, aumento del racismo y la xenofobia, y una confrontación entre dos mundos que parecía dominar la política global en los albores del siglo XXI.

El 21 de septiembre de 2004, el presidente español propuso, ante la 59.ª Asamblea General de la ONU, una alianza entre Occidente y el mundo árabe y musulmán que combata eficazmente el terrorismo internacional por otro camino que no sea el conflicto bélico.

La iniciativa incluía como puntos fundamentales la cooperación antiterrorista, la corrección de las desigualdades económicas y el diálogo intercultural. Antes de que la ONU se pronunciara, la propuesta consiguió, desde el lado islámico, el patrocinio del primer ministro de Turquía, Tayyip Erdogan, añadiendo además el respaldo de una veintena de países de Europa, Latinoamérica, Asia y África.

El 20 de octubre de 2005, las Naciones Unidas proclamaron una resolución en la que se llamaba a la comunidad internacional a hacer un mayor esfuerzo por la paz y el diálogo entre civilizaciones. El I y el II Foro de la Alianza se celebraban respectivamente en Madrid y Estambul, como capitales promotoras de la iniciativa. En la primera, es oportuno destacar las ofertas de la reina Noor de Jordania y la jequesa qatarí Mozah Bint Nasser al Missned, con el compromiso por parte de ambas de aportar cien millones de dólares para realizar diversos proyectos de la organización.

En la capital turca participaron ochenta y tres países y diecisiete organismos internacionales, pero la estrella indiscutible fue el flamante presidente de Estados Unidos, Barack Obama.

Como rechazo al concepto, cabe destacar, entre otros, el de José María Aznar desde FAES, que defiende que el nombre correcto para este plan debería ser «Alianza de los civilizados», argumentando que «la civilización es una, con distintas expresiones culturales, diferentes experiencias históricas, bajo diversas creencias y raíces religiosas».

Para terminar, añadir que la Alianza fue distinguida con el Premio Diálogo de Civilizaciones 2007, que recogieron en la Universidad de Georgetown, en Washington, los mandatarios turco y español como máximos exponentes de la misma.

Dentro de nuestras fronteras y con nuestro particular problema de terrorismo con denominación de origen, Zapatero decidió, tras un análisis pormenorizado de las condiciones, iniciar un proceso de paz como intento del Gobierno de la VIII Legislatura de acabar con el terrorismo de ETA en España mediante la negociación con la banda y su entorno.

Desde el primer momento, el tema suscitó no poco debate de la opinión pública española, con movilizaciones sociales y constantes convocatorias de manifestaciones contrarias al proceso, por parte del Partido Popular y de la Asociación Víctimas del Terrorismo, que lograban sacar a la calle a cientos de miles de personas.

El presidente del Gobierno pidió el plácet al Congreso de los Diputados, cosa que nunca se había hecho antes, con el fin de conseguir el máximo respaldo a la operación, además de hacer pública su intención de negociar. Además del PSOE, partido que sustenta al Gobierno, apoyaron el proceso el resto de los grupos parlamentarios, a excepción del Partido Popular. Además, la iniciativa contó con el respaldo de los dos principales sindicatos españoles, UGT y CCOO, e instituciones como la Iglesia católica o la ONU.

El 10 de febrero de 2006, el presidente del Gobierno declaraba su convicción de que el fin del terrorismo podría estar cerca, y el 22 de marzo siguiente la banda anunciaba un alto el fuego permanente. A partir de aquí, las cosas no discurrieron por el camino lógico; ni los miembros de Herri Batasuna acababan por declarar su rechazo al terrorismo y su intención de integrarse en la vida pública española, ni los etarras acababan de dar, según sus premisas, con las condiciones previas para sentarse a negociar. Mientras, el PP y la Asociación Víctimas del Terrorismo, a 25 de noviembre de 2006, iban ya por la quinta manifestación en contra de la política antiterrorista del Gobierno socialista.

Finalmente, y en un clima de enorme confusión, ETA hacía explosionar, el 30 de diciembre de 2006, un coche bomba en el aparcamiento de vehículos de la terminal T4 del aeropuerto de Barajas de Madrid, con el resultado de dos fallecidos de nacionalidad ecuatoriana. En la tarde de ese mismo día, el presidente del Gobierno ordenaba suspender todas las iniciativas para el desarrollo de un proceso de negociación con ETA, dejando claro como el agua que la violencia es incompatible con el diálogo. Mientras, el líder de la ¿legalizada Batasuna, Arnaldo Otegi, culpabilizaba al Gobierno del fracaso, negándose a condenar el atentado.

Otra vez en la casilla de salida y un nuevo intento frustrado, pero para frustración la del presidente del Gobierno, que había apostado con un órdago a riesgo de su propio desgaste personal. Y perdió... Perdió Zapatero, el Gobierno y todos los españoles. Tras el atentado de Barajas, los británicos Tony Blair y Gerry Adams aconsejaron a un Zapatero desanimado y sin esperanzas que escuchara a ETA e intentara salvar el proceso hasta sus últimas consecuencias, pero todo fue inútil, porque la primera premisa para abordar el diálogo, el adiós definitivo e inequívoco de ETA a las armas, nunca se cumplió. El Gobierno y la sociedad española «han escarmentado» con todo lo ocurrido y, desde luego, ninguna posibilidad de negociación podría darse en el futuro cercano.

En cualquier caso, cabe decir que el proceso de paz contribuyó a la debilidad de la banda, que vive ahora sus peores momentos. Recuperado el clima de unidad entre las fuerzas policiales, jueces y fiscales, parece posible deducir que su final está más cerca que nunca, aunque aún nos sigue haciendo sufrir.

A lo largo de la VIII Legislatura, Zapatero remodeló el Gobierno en seis ocasiones y, en todas ellas, mantuvo inamovibles a las dos personas sobre las que hacía descansar su programa de gobierno. Los dos vicepresidentes han tenido un protagonismo singular en esta etapa, avalado, en ambos casos, por un pasado de gran solvencia.

María Teresa Fernández de la Vega es la primera mujer que ostenta una Vicepresidencia del Gobierno en la historia de España. Nació en Valencia, en 1949, y estudió Derecho en la Universidad Complutense de Madrid. Titulada en Derecho Comunitario por la Universidad de Estrasburgo, en 1974 ingresó en la judicatura, entrando enseguida a formar parte de la asociación Jueces para la Democracia. Se afilió al PSUC en 1979 y ocupó diversos cargos públicos desde 1982, en que el Partido Socialista accedió al Gobierno. Como secretaria de Estado de Justicia participó en la instrucción de los sumarios del GAL y en la investigación del caso Roldán.

El 24 de abril de 2004, durante las ocho horas que duró el primer viaje de Zapatero al extranjero, se convirtió en la primera mujer que asumía las funciones del presidente del Gobierno en nuestra historia democrática, y el 28 de mayo siguiente presidió el Consejo de Ministros, siendo la primera en hacerlo en la historia de España, sin ser monarca. El acontecimiento despertó mucha expectación por parte de los medios de comunicación y, tras el Consejo, las mujeres de La Moncloa lo celebramos junto a la «vice», brindando por el logro conseguido que, según declaraba, «era el logro de todas, porque cuando una mujer da un paso, todas avanzamos». Su manera de hacer política ha roto moldes y su labor en favor del Tercer Mundo ha supuesto el inicio de una nueva era en las relaciones de España con África y América Latina. Además de ser respetada por su trayectoria política, es una mujer muy querida por sus compañeros de Gabinete, que le demuestran constantemente su afecto. Se declara valiente, pero sensible, temerosa de la enfermedad y las tormentas... y no es homosexual, aunque los medios se hayan empeñado en adjudicarle varias novias. Está en posesión de algunas distinciones y ha escrito, entre otras obras, La reforma de la jurisdicción laboral y Derechos Humanos y Consejo de Europa.

A la siniestra del presidente en el Consejo de Ministros, se sentaba el que fue su primer vicepresidente segundo, Pedro Solbes Mira, alicantino de nacimiento y con una trayectoria política como pocas tenemos en España. Es doctor en Ciencias Políticas y licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid. También se licenció en Economía Europea por la Universidad Libre de Bruselas. Ha sido subdelegado, delegado, consejero, asesor, vocal, secretario general, director general, y todo un elenco de cargos y nombramientos, algunos incluso anteriores a la Transición. Tras el triunfo socialista de 1982, su nombre pasó a formar parte decisiva del proceso de integración de España en las Comunidades Europeas. En 1991, Felipe González le nombró ministro de Agricultura, por su amplia experiencia y su conocimiento de la materia, en un momento en el que España debía suscribir la Reforma de la Política Agraria Común. Después ocupó la cartera de Economía y Hacienda y, pese al éxito de su política de austeridad, la legislatura entró en crisis al no contar el Gobierno de González con los apoyos necesarios para sacar adelante los Presupuestos Generales del Estado de 1996.

El Gobierno de José María Aznar le propuso y fue designado comisario de Asuntos Económicos y Monetarios en la Comisión Europea, conociéndosele pronto con el apodo de «Míster euro».

La gestión comunitaria de Solbes fue brillante, defendiendo a capa y espada la exigencia del cumplimiento de las normas establecidas para todos los países sin excepción, lo que le supuso ataques furibundos por parte de Francia y Alemania. Zapatero lo rescató en 2004 para la política nacional y apostó por él para dirigir la política económica de su Gobierno, en detrimento de Miguel Sebastián, que se perfilaba como el candidato con más opciones. El papel de Solbes nunca fue cómodo. La mayoría de las veces se encontraba en minoría dentro del Gabinete y a veces sus compañeros se quejaban de su constante crítica a los anuncios que el presidente consideraba claves para despegar en las encuestas electorales. «Resulta irritante», comentaban algunos. Pero Zapatero sabía que «la continuidad de Solbes suponía la mitad de la campaña electoral» de 2008 y, fuera de nuestras fronteras, nadie dudaba de que era nuestro representante más apreciado en los círculos financieros. Para restar importancia a las desavenencias, otros miembros del Ejecutivo argumentaban que se consideraba normal que el responsable de la economía velase por las cuentas del Estado y vigilase con celo que no hubiera iniciativas que pudiesen dilapidar parte de lo conseguido en España en el terreno económico.

Pero más allá de sus conocidas divergencias en relación con las medidas —la devolución de los cuatrocientos euros, el cheque bebé o la política energética—, otras voces aseguraban que el distanciamiento tenía más que ver con la forma de gobernar del presidente que con la diferencia de criterio sobre medidas concretas. Reuniones con banqueros o empresarios a las que no le convocaba, decisiones que se anunciaban en público sin estar los temas cerrados en el terreno económico; numerosos indicadores que, con el paso del tiempo, fueron minando la confianza del vicepresidente y su elevado concepto del servidor público. Tras las elecciones, la crisis económica aún no parecía tan grave, pero, poco a poco, los datos se tornaron cada vez más preocupantes y los choques con el presidente aumentaron su frecuencia. Después, para no votar los Presupuestos Generales de 2010, renunció a su escaño como diputado por Madrid.

No cabe duda de que nadie es insustituible, pero Solbes dejó el listón muy alto. Políglota —habla inglés, francés y alemán—, Pedro Solbes se define como «un hombre corriente absolutamente en todo». Está casado con María Pilar Castro, también funcionaría, con la que tiene tres hijos. Durante sus cinco años como comisario europeo, vivió solo en Bruselas, puesto que su mujer y sus hijos continuaron en Madrid, adonde él se desplazaba los fines de semana.

Ahora preside la Junta de Supervisión del Grupo Asesor Europeo sobre Información Financiera, un organismo que facilita consejo a la Comisión Europea en asuntos financieros y seguro que dispone de más tiempo para disfrutar de la vida en familia y preparar sus magníficas paellas, de las que presume, según sus amigos, justificadamente.

Uno de los grandes retos de Zapatero en su primera legislatura pasaba por reconducir la política exterior española, en choque frontal con la del Gobierno anterior. En la misma medida en que se distanciaba de Estados Unidos y de la política de Bush, se acercaba al tradicional eje francoalemán, considerado el corazón de Europa. Tras la aprobación por parte de España en referéndum del «Tratado por el que se establece una Constitución para Europa», para el que tanto PSOE como PP pidieron el voto afirmativo, Zapatero redefinió con mayor énfasis su posición dentro de la Unión, distanciándose más si cabe de las posiciones del Reino Unido, Italia y Polonia, socios tradicionales del Gobierno norteamericano.

Miguel Ángel Moratinos, incansable ministro de Asuntos Exteriores, ha practicado una política de claro acercamiento a la ONU, de reencuentro con la Unión Europea y de profunda amistad y cooperación con América Latina y el Caribe, así como con Marruecos, cuyas relaciones con España quedaron muy deterioradas durante el Gobierno de Aznar. Como todos sabemos, las de España con Estados Unidos, pasan ahora por uno de sus momentos más dulces, con la llegada de Barack Obama a la Casa Blanca.

¿Y la Iglesia? ¡Contentos los tenía Zapatero! Menudo rosario de leyes se había sacado de la manga, una tras otra. Hay que reconocer que se atrevió con todo y, aunque España, de derecho, es laica desde hace tres décadas, de hecho, la jerarquía eclesiástica nunca había visto reducirse tanto su parcela de poder y en tan poco tiempo. ¡Y para colmo, ahora les tocaban el bolsillo... o el cepillo!

En diciembre de 2005, la Comisión Europea exigió a España la aplicación del IVA a la Iglesia católica, que llevaba quince años haciéndose la remolona, desde que, en 1989, la Comisión dirigiera un escrito de queja a la Representación Permanente de España ante la Unión Europea, en el que advertía de la incompatibilidad entre el Acuerdo de Asuntos Económicos con la Santa Sede y el derecho comunitario. El texto aseguraba que «la Iglesia católica en España es la única confesión religiosa que goza de considerable financiación pública, además de ingentes beneficios fiscales derivados de la exención del IVA». ¿Y quién le iba a poner el cascabel al gato? Pues la vicepresidenta Fernández de la Vega, negociadora de lujo, que parecía tener buena prensa entre las autoridades eclesiásticas; por lo menos, mejor que Zapatero, a quien los obispos acusaban de persecución de lo religioso y de practicar un «laicismo beligerante».

Finalmente, se llegó a una fórmula de consenso, teniendo en cuenta que el Acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede sobre Asuntos Económicos se firmó para tres años, y veinticinco después seguía marcando las relaciones entre la Iglesia y el Estado.

Pero, por aquel entonces, a mí todo aquello me daba igual. Algunos funcionarios y trabajadores andábamos muy revolucionados con la posibilidad de que el Ministerio de Asuntos Exteriores nos concediera la Cruz de la Orden del Mérito Civil en reconocimiento a los servicios prestados al presidente del Gobierno durante veinticinco años o más y, en consecuencia, por nuestra contribución al sistema democrático en España. La propuesta fue elevada en nuestro favor por el secretario general, señor Martínez-Fresno y, como ya se sabe que las cosas de Palacio van despacio, la resolución llegó un año después. Dada la trascendencia que para nosotros tenía el tema, los compañeros me confiaron la misión de pedirle al presidente que fuera él quien nos impusiera la condecoración personalmente. Fácil: en cuanto le expliqué el asunto, aceptó encantado. Gertru quedó encargada de buscar hueco en la agenda y, como estaban cerca las celebraciones patronales de la Guardia Civil y la Policía, nos sumamos a los actos.

¡Qué emoción! Aquel 6 de octubre de 2007 quedará siempre en el lugar de la memoria donde uno guarda los momentos importantes de la vida. Todos juntos, veinticinco años más viejos que cuando empezamos, pero con la misma ilusión y la misma fuerza que el primer día, esperábamos ahora a ser condecorados, entre el orgullo de nuestros familiares y los aplausos de nuestros compañeros, además de las felicitaciones y el cariño del presidente y de su esposa, y de todas las autoridades que asistieron al solemne acto. 

Uno a uno escuchamos nuestros nombres y subimos al estrado con el corazón latiendo acelerado y los ojos brillantes por la emoción. Mientras el presidente prendía la medalla en mi solapa, yo le explicaba cuánto significaba para mí que fuera él quien me acompañara en estos momentos y lo orgullosa y agradecida que me sentía. Él, abrazándome con afecto, respondió: «Ángeles, soy yo el que debe darle las gracias. Es un lujo tenerla en mi Secretaría». Jamás olvidaré ese gesto y esas palabras, que han pagado con creces el esfuerzo y la dedicación de tantos años.

Después vinieron las fotos, la alegría y la fiesta, de la que disfrutamos tanto que aún nos gusta recordarla de vez en cuando.

No cabe duda de que todas las visitas oficiales a España de jefes de Estado o de Gobierno se planifican y organizan con detalle y esmero, pero hay algunas que traen especialmente de cabeza a los diplomáticos del Ministerio de Asuntos Exteriores, encargados de la tarea, y a los sufridos funcionarios de los departamentos de Protocolo implicados.

Uno de estos casos, sin duda, lo constituyó la visita de Muammar Al-Gaddafi, presidente de Libia, a quien recibimos en diciembre de 2007. Era la segunda vez que pisaba suelo español tras treinta y ocho años de mandato. La primera fue, de forma fugaz, en Palma de Mallorca, en 1984.

El líder libio llegó a las once de la mañana a Sevilla con agenda privada, para pasar el fin de semana, procedente de París, donde había realizado una visita oficial de cinco días, claramente marcada por la firma de importantes contratos y acuerdos de colaboración entre Francia y Libia.

Ya en París, durante su visita a la Asamblea Nacional Francesa, fue boicoteado por la oposición de izquierda y Sarkozy duramente criticado por doblegarse ante un dictador que no respeta los derechos humanos. ¡Pues bastante le importaban a Gaddafi los dimes y diretes de los franceses, los españoles y todos los europeos juntos! Por mucho que le criticaban, todos le hacían reverencias. ¡Poderoso caballero es don dinero! Actividades como dar un paseo en barco por el Sena obligaron, «por razones de seguridad», a bloquear sucesivamente los puentes durante varios minutos según recorrían el río Gaddafi y su comitiva.

Durante su estancia en Andalucía, la intención del beduino era dedicar la mayor parte del tiempo al descanso y a la caza, pero después dejó plantados a los organizadores de una montería en su honor.

Pues eso..., que el invitado ya estaba en Sevilla, con su particular kit para las salidas internacionales: una carpa, un camello, cinco aviones y un séquito de aproximadamente trescientas cincuenta personas, incluyendo dignatarios, funcionarios, efectivos de seguridad, guardia personal, agentes de protocolo e incluso mayordomos y camareros, sin olvidar treinta mujeres vírgenes guardaespaldas que le protegerían en todo momento. Se trata de una parte de su famosa «guardia amazónica», que está compuesta por doscientas muchachas vírgenes y expertas en artes marciales y en el uso de las armas de fuego. En 2006, cuando el libio visitó Nigeria para participar en una Cumbre africana, se produjo un incidente internacional a cuenta de estas «ángeles de Gaddafi», que tomaron al asalto el aeropuerto fuertemente armadas. El Gobierno nigeriano le negó la entrada en el país durante varias horas, hasta que finalmente el mandatario libio aceptó participar en la Cumbre «desarmado».

Sobre las cinco y cuarto de la tarde y con una comitiva de dieciséis coches de alta gama, hacía su entrada en el fastuoso hotel hacienda La Boticaria, de la localidad sevillana de Alcalá de Guadaira. Numerosos curiosos y periodistas contemplaban el espectáculo entre fuertes medidas de seguridad, cuando a las mismas puertas del establecimiento y siguiendo el rito musulmán, Gaddafi sacrificó un cordero.

Mientras saludaba a la dirección del complejo hotelero, decenas de operarios montaban su jaima, donde permanecería a la espera de que el presidente de FAES y ex presidente del Gobierno, José María Aznar, acudiera a La Boticaria para compartir una cena en privado. El motivo de la deferencia es que Aznar fue el primer presidente español que visitó Trípoli, en 2003, y también el primer líder internacional que lo hacía tras el levantamiento por parte de la ONU del embargo comercial y aéreo impuesto al régimen de Libia desde 1992. La medida era consecuencia de su negativa a cooperar en la investigación del atentado del avión de Pan Am, que se estrelló en la localidad escocesa de Lockerbie y en el que perecieron doscientas setenta personas. Tan agradecido se mostró Gaddafi con Aznar por su gesto, que le regaló un magnífico caballo árabe, de nombre El rayo del líder.

Gaddafi decidió canjear la jornada de caza por una visita imprevista a Málaga para ver el mar desde la zona de El Morlaco y cenar en un conocido restaurante de la capital malagueña. ¡Solo un ligero cambio de planes!

Bueno, pues por fin ya le teníamos en Madrid, con una agenda muy comprimida para estar de regreso en Trípoli antes de la fiesta del Sacrificio, la más importante para los musulmanes. Tras su llegada a Barajas, mantuvo su primer encuentro con el presidente Zapatero en El Pardo, donde se alojaría durante poco más de veinticuatro horas. Como si de un circo ambulante se tratara, de nuevo a montar la jaima para recibir a los invitados, puesto que dormiría en el interior del Palacio. Cinco toneladas de leña para calentar la tienda beduina le aguardaban a su llegada.

Después, visita al Museo del Prado a puerta cerrada, donde se interesó por Goya y Velázquez, y para acabar la jornada, cena en La Moncloa, vestido de occidental. Pero... al regresar, le esperaba una sorpresa: María La Coneja, bailaora de la compañía de Rafael Amargo, le amenizó la fiesta hasta la media noche. La Coneja, experta en actuaciones para mandatarios extranjeros, calificó a Gaddafi de «patriarca gitano» y confesó que en pocas ocasiones había visto a sus espectadores tan obnubilados. Según cuentan, Muammar estaba tan absorto en la actuación que llegó a tocar tímidamente las palmas.

Se lo pasó tan bien que los empresarios españoles interesados en el mercado libio, durante su visita del día siguiente, hicieron negocios por un montante calculado entre once y doce mil millones de euros en proyectos comerciales y de infraestructuras. ¡No está nada mal! Así que, entre reverencias y agasajos, el alcalde de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón, le entregó la Llave de Oro de la ciudad.

Al día siguiente almorzó en privado con los Reyes en el Palacio Real. Llegó en su propio automóvil, una limusina de color verde oscuro, en lugar del Rolls Royce habitual de las visitas de Estado, vestido con chilaba, además del manto color marrón y el tradicional gorro negro. Desde el podio, el Rey y su invitado escucharon los himnos nacionales de Libia y España, mientras se disparaban las veintiuna salvas de honor.

Gaddafi tiene un aire entre místico y excéntrico, y es un dictador cruel y peligroso. Nació en el desierto de la ciudad de Sirte, en el seno de una familia de beduinos. Se graduó en Derecho con veinte años y después ingresó en una academia militar, completando su formación en el Reino Unido. Asumió el poder en 1969, tras un golpe de Estado, y durante los años ochenta, sus enfrentamientos con Estados Unidos, que le acusaban de dar apoyo al terrorismo, culminaron en un ataque americano con misiles a territorio libio en 1986, en el que murió Jana, una de sus hijas adoptivas. No se sabe con certeza cuántas mujeres han sido sus esposas, con consentimiento o sin él, pero ha tenido ocho hijos. El mayor, Sayf Al-Gadafi, ya le representa en algunos actos oficiales.

Personajes como estos son los que en La Moncloa nos sacan de la rutina y aportan color y originalidad a los actos oficiales, aunque supongan en muchos casos problemas de conciencia. Gaddafi no es ahora más democrático que hace treinta años, pero los multimillonarios contratos que firma con Europa parecen convertirle en un «buen presidente africano».

Muchos opinan que Zapatero ya no es el mismo, que se ha hecho vanidoso, quizá porque ha sido menospreciado demasiadas veces. Algunos le acusan de excesiva concentración de decisión política en su persona, de minusvalorar a su Gobierno y a la Administración, de no confiar en casi nadie y de vivir fuera de la realidad. Uno de los más duros en sus críticas es el propio Felipe González, que arremete contra el presidente acusándole de padecer el síndrome de La Moncloa mucho antes que ninguno de sus inquilinos.

¿Pero en qué consiste esta patología que afecta a los habitantes del palacete sin remisión y extiende sus efluvios, con más virulencia si cabe, en los siguientes niveles del poder? Es fácil. Se trata de un conjunto de síntomas que acaban derivando en verdadero Alzheimer que hace olvidar todas las promesas y los buenos propósitos de los candidatos electos antes de tomar posesión de su cargo. Y ahí está el meollo de la cuestión: poseen el cargo... Y entonces todos los razonamientos que tienen que ver con procurar el bienestar de los ciudadanos, servir al pueblo, prometer no cambiar, seguir en contacto directo con los votantes, etc., todo eso se diluye más deprisa que un azucarillo en agua cuando se atraviesa la verja del complejo en un coche oficial con cristales tintados y se sienta uno en el sillón desde donde se dirige el país. Lo que un político quiere es gobernar, liderar, dirigir, y es estúpida la pose de disimulo. Es como si los deportistas de élite no reconocieran que la finalidad de sus actuaciones es ganar, vencer o dominar.

El poder abduce, fagocita, posee una vertiente transformadora de las personas y si hace estragos entre los que lo ostentan de forma temporal, qué no hará en los dictadores, en los sátrapas de los regímenes totalitarios que se perpetúan durante décadas, aplastando sin misericordia a cualquiera que levante la voz en su contra.

Aunque menos de las que sería deseable, me consta que hay personas que saben ejercer el poder de una forma positiva; el poder como autoridad, sin caer en la prepotencia, ni en la arrogancia ni en la soberbia. Despiertan respeto y admiración entre sus subordinados, pero nunca temor, miedo o envidia, porque admiten la crítica y la opinión encontrada. Lo ideal, como apuntaba Ortega y Gasset, es que el poder se otorgue a personas con verdadero altruismo, que no solo tengan las manos limpias, sino también la mirada, que vengan a servir y no a ser servidos. El «cargo», cuya raíz gramatical es la misma que la de «carga», no puede convertirse en una auténtica «carga» para los que otorgan el «cargo».

Pero no debemos quedarnos en la superficie del problema. No todo es culpa del síndrome; también lo es la necedad, la ineficacia y la mediocridad de quienes ostentan el poder, que parece corruptor en sí mismo y no hay humano que se libre de su maléfico influjo, aunque en algunos casos sus efectos son más evidentes que en otros.

Adolfo Suárez, Felipe González, José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero experimentaron el síndrome. Solo Leopoldo Calvo-Sotelo quedó incontaminado, debido, posiblemente, al escaso tiempo que detentó el poder. La enfermedad suele dar la cara a partir de la segunda legislatura y se hace especialmente resistente a cualquier antídoto si las urnas proporcionan la mayoría absoluta.

A Adolfo Suárez, convencido de sus axiomas, se le fue el tema de las manos y llegó a ofrecerse de nuevo al Rey, tras haber dimitido y designado sustituto, para recuperar la Presidencia del Gobierno después del 23-F. Tal vez rozó el delirio cuando la Transición se convirtió en un éxito reconocido dentro y fuera de España, y Suárez, pensando en exportar el modelo, llegó a sugerir la misma estrategia para solucionar el problema de Oriente Medio, que comparaba con un «gran ajedrez», como si uno pequeño no tuviera los mismos cuadros y las mismas piezas.

Felipe González derivó en un cierto caudillismo y el país se le quedó pequeño, por lo que prefirió ampliar horizontes y traspasar fronteras en su empeño por llevar a cabo misiones de naturaleza internacional, a la vez que se enteraba de los problemas de España por los periódicos.

José María Aznar aprendió de su antecesor que no se deben desatender los asuntos de casa, pero se le olvidó que lo que no se puede es gobernar como si el país fuese un coto privado. Le dominó el mesianismo y se volvió egocéntrico y despótico. Los desatinos y desvaríos le llevaron a ejercer su santa voluntad contra viento y marea y a apoyar la política agresiva de Estados Unidos en contra de la opinión del 80% de los ciudadanos. Muchos de sus colaboradores pensaban que el presidente había perdido el rumbo y se precipitaba hacia la pérdida de la mayoría absoluta que tan meritoriamente había conseguido. Pero lo que perdió fueron las elecciones.

José Luis Rodríguez Zapatero también se ha infectado. El primer síntoma que lo demuestra no es el alejamiento de la realidad, sino la intolerancia a las críticas. Pero ¿por qué? Porque los que gobiernan están convencidos de que lo hacen bien o muy bien, premisa que les refuerzan los que les rodean y, por tanto, no escuchan lo que se les dice si no coincide con lo que esperan oír. Claro está, quedan fuera del razonamiento las críticas provenientes de la oposición, que se interpretan como la tarea lógica que le corresponde, cuando no se justifica con deslealtad o escasa amplitud de miras ante los problemas del país.

Zapatero ha entrado más bien en el síndrome de la madrastra de Blancanieves. Se mira al espejo y se pregunta, o, mejor, afirma directamente, que él es lo mejor que le ha pasado a España en su historia reciente. Este comportamiento megalómano va en progresivo detrimento de las buenas intenciones que caracterizan los primeros pasos de todos los gobernantes.

Pero no nos engañemos. El síndrome de La Moncloa igualmente podría denominarse síndrome del Banco Santander o de Caja Madrid o de la Torre Picasso. Afecta por igual a la cúpula de cualquier organización, por muy democráticamente que funcione, porque todo el que tiene poder acaba rodeado de una corte de aduladores que le presentan una visión distorsionada de la realidad y le conducen al ostracismo, a la insensatez y a un proceso degenerativo que para los observadores habituales nos resulta tan patético como inevitable.

A pesar de la durísima y destructiva oposición ejercida por el Partido Popular durante toda la legislatura, el Ejecutivo de Zapatero logró estar en cabeza en los sondeos de intención de voto, adelantándose incluso en más de siete puntos a mediados de 2007. Pero a comienzos de 2008 la ventaja del PSOE había quedado reducida al 1,5%, siendo Zapatero el líder mejor valorado. Finalmente, la cita con las urnas se fijó para el 9 de marzo, aunque se barajaron varias fechas, con el fin de no hacerla coincidir con los días cercanos al 11-M y evitar que su triste recuerdo pudiera ser objeto de manipulación electoral.

Una de las novedades de la campaña, que comenzó el 21 de febrero, fueron los debates televisados entre Zapatero y Rajoy, candidatos a la Presidencia del Gobierno por el PSOE y el PP, respectivamente. Hacía quince años que los dos principales candidatos no se medían ante las cámaras en un debate. Las audiencias alcanzaron los trece millones de espectadores en el primero y casi doce en el segundo.

Reseñar, igualmente, la victoria sin paliativos de Pedro Solbes frente a Manuel Pizarro, candidato a la Vicepresidencia económica del Partido Popular, en el cara a cara que protagonizaron ambos en Antena 3 como arranque de campaña. Al día siguiente, el Gobierno, puesto en pie, esperó la llegada de Solbes al Consejo de Ministros, recibiéndole con una larga y cerrada ovación.

La PAZ, Plataforma de Apoyo a Zapatero, nació con el objetivo de apoyar en esta ocasión al candidato socialista, materializándose en un manifiesto firmado por más de dos mil artistas y personas del mundo de la cultura. Además, se grabó un vídeo en el que cantantes muy conocidos y relacionados con la izquierda ponían música a los versos de Mario Benedetti «Defender la alegría», mientras colocaban el dedo índice sobre su ceja derecha, como símbolo de apoyo al presidente, cuyas cejas puntiagudas son una de sus señas de identidad y así se le representa en el lenguaje de los sordomudos.

El 7 de marzo, y a cuarenta y ocho horas de la cita con las urnas, ETA irrumpía en la campaña y asesinaba al ex concejal socialista Isaías Carrasco. Murió prácticamente en el acto como consecuencia de los cinco tiros que recibió por la espalda en presencia de su mujer y de una de sus hijas cuando salía de su domicilio en Mondragón.

La trágica noticia sorprendió al presidente del Gobierno en Málaga, mientras participaba en un mitin. Su rostro, demudado ante la terrible noticia, fue captado en directo por las cámaras de televisión. Poco después, suspendidos los actos de campaña por parte de todas las fuerzas políticas, Zapatero, apretando los dientes, comparecía ante la prensa desde el Palacio de la Moncloa para declarar que «los españoles no admitimos retos de quienes se enfrentan a nuestros derechos y defenderemos con machacona insistencia nuestras instituciones y nuestras libertades». Y con esta tristeza, pero con el ánimo firme, fuimos de nuevo a votar el 9 de marzo de 2008.

Cuando llegué al colegio electoral con mis votos y mis sobres, el presidente de la mesa sonreía mientras me miraba fijamente a los ojos. Dijo mi nombre en voz alta e introdujo las papeletas en las urnas. Una fugaz, pero intensa emoción me recorrió entera. Mi hijo Luis, ejerciendo sus funciones, presidía la mesa, auxiliado por un señor de avanzada edad y una joven embarazada. Con el convencimiento de que había traspasado correctamente el testigo democrático, regresé a casa con una sensación entre orgullosa y satisfecha y diciéndome a mí misma: ¡Buen trabajo!

«Mamá, ¿tú crees que voy a ser Presidente?». Ella contestó: «Sí, lo vas a ser». Estas fueron algunas de las últimas palabras que José Luis Rodríguez Zapatero intercambió con su madre poco antes de morir. Quería asegurarse de que ella recibía el homenaje de su hijo, así, en privado, ella que había seguido su trayectoria política día a día y a la que la enfermedad sentenciaba a no vivir lo suficiente para verle investido. Castellana pura y seca de carácter, solo su hijo José Luis conseguía que doña Purificación se enterneciera hasta el extremo.

Como su madre, Zapatero es un castellano austero, en sus ideas y en sus maneras, pero también es tierno y afectuoso. Le gusta ser distinguido por unos pocos rasgos, a los que da mucha importancia, como el buen humor, el optimismo o el talante abierto y positivo, que se han convertido en sus cualidades estrella. Enfrente parece tener a su alter ego, Mariano Rajoy, cuyo pesimismo raya en el catastrofismo, basando su oposición en la negación sistemática del pan y la sal a un Zapatero que siempre verá el vaso medio lleno, aun cuando cueste apreciar su contenido. Es verdad que el optimismo antropológico de Zapatero, del que le acusan incluso algunos de sus correligionarios, puede ser peligroso y preocupante cuando se acerca demasiado a la delgada línea que lo separa de la ligereza y la frivolidad. No es bueno concluir que somos felices y comemos perdices, cuando los indicadores económicos son malos y se prevén peores.

Zapatero se considera un hombre afortunado y así lo ha confesado en más de una ocasión: «He tenido mucha suerte. Las cosas me han ido bien hasta aquí, con mi familia, mi mujer y mis hijas. Hay días en que me levanto con una carga de tensión evidente por lo que he hecho o por lo que tengo que hacer. Pero hay tantas cosas estimulantes en la vida que una simple mirada agradable puede suavizar un momento difícil. La vida es un tránsito entre la nostalgia y la esperanza».

Tanto él como su familia llevan una vida muy sencilla, incluso aburrida, y con una rutina que facilita enormemente la tarea de todos los que están a su alrededor. Como es lógico, el personal del Palacio valora mucho estas costumbres: la sencillez en las comidas, los horarios disciplinados, el final de las jornadas —es una familia que se recoge pronto— y hábitos poco sofisticados y sin exigencias. Los camareros trabajan tan a gusto que le han confesado al presidente su deseo de jubilarse con él.

A Zapatero le gusta la ensaladilla rusa, la música de Supertramp o los cómics de Tintín. Es hincha del F. C. Barcelona y aficionado al baloncesto. Como en tantos matrimonios, José Luis y Sonsoles discuten, en la mayoría de los casos, por sus hijas, con quien su padre es demasiado tolerante en opinión de la madre. Forma parte de su filosofía de la vida: «Mejor incentivar con estímulos y no con imposiciones». Es consciente de que a su familia le «debe tiempo» y valora como el oro la actitud comprensiva y generosa de las tres mujeres con las que comparte su vida.

Resulta difícil hacer balance de una etapa de gobierno que no ha terminado, sobre todo sin la perspectiva que facilita una cierta distancia en el tiempo. Pero si nos ceñimos a la VIII Legislatura, tal vez podríamos hablar de cuatro años de verdadero avance en lo social y de auténtica progresía en derechos ciudadanos. Zapatero se sitúa a sí mismo en el espectro político «más que como un socialdemócrata, como un demócrata social». Y no ha habido un presidente del Gobierno más social que él.

Muchas e importantes cosas han ocurrido en nuestro país y los españoles tienen hoy más derechos y más libertad que antes de 2004. Numerosos colectivos han visto atendidas, en este periodo, demandas que reclamaban desde hace décadas. La igualdad de todos los ciudadanos es hoy más real que nunca y los grupos más necesitados o más vulnerables están hoy más protegidos de lo que lo habían estado jamás. Cada ley, cada medida y cada decisión que el Gobierno ha impulsado tienen como fundamento mejorar la vida de las personas, ampliar sus derechos, aliviar la carga de los más desfavorecidos y, en definitiva, hacer de España un país más próspero y moderno de lo que lo era con anterioridad.

Tal vez su gobernanza carezca del brillo relumbrón que ha caracterizado el balance de gestión de sus antecesores. Son otros los tiempos y otras las circunstancias, pero yo, desde aquí, quiero resaltar la patente preocupación de este hombre por la paz y la justicia, en su vertiente igualatoria de todos los ciudadanos en sus derechos y libertades.

Por todo ello, gracias ZP, en nombre de todas las mujeres y, en especial, de las que sufren violencia de género, de los homosexuales, de los dependientes, de los discapacitados, de los sordos, de los inmigrantes, de los autónomos, de las familias de los represaliados por el franquismo, de todos los que seguimos confiando en la convivencia pacífica y la solidaridad y en que un futuro mejor es posible. Estas cualidades y su «trabajo en bien de la humanidad» son los que le valieron el ser nombrado doctor honoris causa por la Universidad Nacional Mayor San Marcos de Lima y, más recientemente, el mismo nombramiento por parte de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, por su contribución «al fortalecimiento y la expansión de los derechos de la mujer».

José Luis Rodríguez Zapatero es el adalid de la asertividad, el campeón de la empatía. Es un pacifista convencido, partidario del diálogo y la negociación para solucionar los conflictos. No pudo doblegar al terrorismo, a pesar de su empeño casi obsesivo, pero su «enigmática sonrisa», a mi juicio, no tiene nada de maquiavélica, por mucho que se empeñe José García Abad en su biografía El Maquiavelo de León. Pero obligado es decir que el talante y el buen rollo no están reñidos con la eficacia y la contundencia cuando las circunstancias las reclaman, además de ser pecado de ingenuidad el optimismo profesional cuando se niega sistemáticamente la realidad, por muy pesimista que esta sea. Al final, tanta sonrisa y tanto alborozo explotan en la cara y las consecuencias las acaban pagando todos los ciudadanos.

Como todo el mundo sabe, el 9 de marzo de 2008, el Partido Socialista revalidó su victoria, sumando ciento sesenta y nueve escaños, cinco más que en 2004, frente a los ciento cincuenta y cuatro del Partido Popular, que aumentó también en seis el número de sus diputados. Por esta regla de tres, el avance de los grandes en detrimento de los partidos minoritarios consolidó y reforzó el bipartidismo en España. Zapatero no logró la mayoría necesaria para su investidura, por lo que se sometió a una nueva votación, el 11 de abril, siendo investido presidente del Gobierno por mayoría simple. Era la segunda vez que esto ocurría, después de que Leopoldo Calvo-Sotelo no sumara los votos necesarios en primera vuelta, lo que dio lugar a los sucesos del 23-F.

Tras prometer su cargo ante Su Majestad el Rey, José Luis Rodríguez Zapatero hizo pública la composición de su nuevo Gobierno que, por primera vez en la historia de España, contaba con un número mayor de mujeres que de hombres.

A partir de ahí, España y el resto del mundo se enfrentan a una crisis económica de primera magnitud, con un crack de los mercados financieros internacionales, una recesión sin precedentes y unos niveles de desempleo que borran la sonrisa de los más optimistas. Sumidos en este pozo de penuria económica, España inicia en enero de 2010 su cuarta Presidencia de turno de la Unión Europea, que no volverá a ostentar, por lo menos hasta el 2024.

Defendiendo la alegría, pero con realismo y acierto, todos esperamos que el Gobierno de Zapatero, el Consejo Europeo, las Naciones Unidas, el G-20, el G-8, todos los Ges y todos los líderes mundiales que deciden juntos los destinos del planeta, encuentren el camino correcto para que la humanidad afronte y resuelva con solvencia y equidad los retos del siglo XXI.

Pero esto es y será otra historia.