A eso de las dos, volví a mi casa y alcé los ojos hacia el primer piso. Las ventanas de la casa del general estaban abiertas. En una de ellas, apoyada en un almohadón, reposaba la cabeza rubia de una muchacha con la cara vuelta hacia el cielo.
En el primer instante, no comprendí lo que significaba todo aquello, pero luego me di cuenta de que aquella señorita estaba tomando un baño de sol. Era éste un sol de otoño, tan suave, que, exponiendo la mano a sus rayos, se tenía la impresión de que se sumergía en un tibio baño de miel. Los rubios cabellos de la muchacha resplandecían como una flamígera corona de espigas de trigo. Por unos segundos me detuve para admirarla. Luego, atravesé el portal. En aquellos momentos dejaba de interesarme.
Y, al día siguiente, los periódicos consagraron largas columnas a las audiencias del Soberano, en Viena. El nuevo Gobierno estaba constituido y el nombre del general Von Ralben no se hallaba mencionado en las crónicas de la Prensa.
Con esto, mis antiguas esperanzas volvieron a tomar aliento.
Dos días más tarde volví a ver a la señorita Von Ralben. Estaba apoyada de codos en la baranda de la gran galería de cristales que circundaba la casa. En el patio, un gramófono horrible tocaba roncas melodías. La muchacha lo escuchaba. Lleno de una audacia imprevista, me dirigí hacia ella, para poder pasar por su lado. La joven llevaba medias de seda blancas, blancos zapatitos calzaban sus deliciosos pies y un camisolín de batista frescamente planchado cubría su talle fuerte y resistente de avispa y su graciosa espalda de adolescente. Sus cabellos rubios, en los cuales el oro jugueteaba con reflejos pardos, eran maravillosos; sus pequeñas orejas semejaban delicados pétalos de rosa, y de su persona emanaba un perfume suave mezclado al fresco olor de la ropa blanca —el perfume que se respira al lado de una niña pura de cuerpo y de alma. En mi habitación dormí la siesta. Sentía muy cerca de mí a la niña.
Transcurridos dos días, volví a verla. Esta vez ante la casa. Lucía un vestido azul marino que armonizaba con el color del cielo nublado. Le abrí la puerta sin pronunciar una sola palabra; pero, con gesto elocuente, me miró, vaciló un instante y pasó. Yo llevé la mano al sombrero y ella inclinó imperceptiblemente la cabeza...
Fue la primera vez que la pude ver cara a cara: tenía bellos ojos azules, inteligentes y profundos, levemente alargados; las cejas, arqueadas y finas, de línea sutil, y una magnífica dentadura.
Pasaron cinco días sin que yo volviera a verla. La casualidad hizo que volviésemos a encontrarnos en la escalera. Al verme, desvió su mirada como para decirme: “Quizá usted se figura haber adquirido el derecho a saludarme porque hace unos días me abrió la puerta y me cedió el paso. Desengáñese; no responderé a su saludo.”
Comprendí su actitud y me abstuve de saludarla. Demasiada insistencia y precipitación hubieran podido malograrlo todo. Si ella deseaba mostrarse reservada y altanera, yo, por mi parte, correspondería a esta actitud.
Una noche en que regresaba a casa en coche la vi desde lejos apoyada en el ventanal. Di al cochero una propina desacostumbrada, de modo que me hizo una reverencia tan profunda que poco le faltó para que cayera de su asiento. No alcé los ojos hacia la ventana, como si ignorase que ella estuviese allí. No sé por qué motivo me imaginaba que con este acto me había acercado un poco más a ella. Desde entonces, empecé a clasificar mis días según la hubiera visto o no.
La casualidad quiso que nos encontrásemos frente a frente, e inmediatamente desvió la mirada hacia otro lado, de modo que casi perdí las esperanzas de poder acercarme nunca a ella.
Una mañana, en la oficina, Chokonay me dijo:
—¡Vive Dios!, mi frac aún no está listo y no sé cómo salir de este apuro.
—¿Para qué necesitas el frac?
—Mi tía me ha invitado a un baile de familia. Pero espera, deja que te mire. Quizá tu frac me iría bien... ¿Estarías dispuesto a prestármelo?
—¡Cómo no! Esta tarde puedes mandar a alguien para recogerlo.
—¿Dónde vives?
—En la calle B..., número 16, tercero, cuarta puerta.
Chokonay me miró asombrado.
—¡Es muy curioso! Es allí mismo donde voy, pero al primer piso.
—¿A casa de quién?
—A la casa de los Von Ralben. El sábado es el cumpleaños de Edith. Con este motivo dan una pequeña fiesta.
Le miré con ojos muy abiertos.
—¿Son parientes tuyos?
—Sí. También mi madre es hija del Conde de Wellbeck.
—Bien, pues... manda a buscar el frac... —le dije, mientras el corazón me daba martillazos en el pecho.
Me asomé a la ventana. Me senté. Bostecé. Luego, haciéndome el indiferente para disimular mi intensa agitación, dije:
—Escucha: ¿podrías presentarme algún día a esa familia? Aquí, en Budapest, no conozco a nadie.
—¿Sabes bailar?
—Sí, bastante.
—¿Quieres venir el sábado conmigo a casa de los Ralben?
Mi corazón se paralizó momentáneamente y me encogí de hombros.
Chokonay se puso súbitamente serio.
—Pero, si me prestas tu frac, ¿qué traje podrías llevar tú?
—Es que tengo dos —le contesté con la garganta seca.
—Espera un momento. Voy a telefonear ahora mismo a Edith.
Descolgó el auricular y pidió el número de la casa de Ralben. Yo continuaba junto a la ventana con los brazos cruzados. Chokonay me ofreció un auricular para que yo también pudiera escuchar la conversación.
Chokonay. Oiga..., ¿eres tú, Edith? Soy yo, Pista.
La voz, cantando: ¡Hola!
Chokonay. ¿Quieres para el sábado un buen bailarín?
La voz: ¡Naturalmente! Pero, por favor, no nos traigas algún mozo de cuerda... Ya conoces a papá.
Chokonay. Descuida; el joven en cuestión es un empleado ministerial, rico terrateniente, que frecuenta la mejor sociedad, y, además, es un buen mozo. ¿Que más quieres? Envíale una invitación.
La voz: Perfectamente. Si tanto me lo recomiendas... ¿Adónde tengo que enviar la invitación? ¿A qué nombre?
Chokonay: Vive en la misma casa que vosotros, y se llama... (y dijo mi nombre), tercero, cuarta...
Larga pausa.
La voz: ¡Ah, es aquel muchacho moreno!
Chokonay: ¿Cómo? ¿Le conoces?
La voz: De vista. Tiene unos ojos muy bellos.
Otra pausa, esta vez más corta.
Chokonay: De modo que le enviarás una invitación, ¿no es eso?
La voz: Sí, ahora mismo.
Chokonay colgó el receptor y, haciendo un amplio gesto con la mano, exclamó:
—Voilà!
Con la excusa de que tenía que ir a la estación, salí precipitadamente de la oficina y me dirigí, corriendo, a mi sastre.
—Señor Kunz —le dije, casi sin aliento—. Ahora son las once y media de la mañana del jueves. Para el sábado a las cinco necesito un nuevo frac.
—Esto es imposible, señor.
—Debe ser posible. Cueste lo que cueste. A cualquier precio. Haga trabajar horas extraordinarias a un empleado, trabaje de noche..., pero, óigame bien: de-bo te-ner-lo. Le regalaré una petaca de plata. Señor Kunz, se lo repito, el frac debe estar listo para el sábado.
Finalmente, el señor Kunz me dio su palabra de honor de que el sábado tendría acabado mi frac.
Ya te habrás dado cuenta de que yo sólo tenía un frac y que éste se lo había prometido a Chokonay.
Cuando volví a mi casa encontré en el escritorio un sobre de color de violeta escrito con una letra femenina, escurridiza y fina; mi nombre no estaba bien escrito: le faltaba una t, y la aristocrática y estaba substituida por una simple i. Ya puedes imaginarte la indecible alegría que experimenté. Cogí entre mis manos la carta —no te burles de mí—, aspiré largamente su puro perfume de ensueño, semejante a aquel que un día sentí emanar de la persona de la señorita Ralben cuando en el corredor pasé tan cerca de ella.
¡Edith! Ahora ya sabía su nombre. Elevé mi mirada hacia el techo y suspiré, desbordante de deseos: ¡E-dith! Me acerqué a la ventana, cubierta del hielo del mes de noviembre, y, con la mano aún enguantada, escribí con grandes letras en el vidrio, empañado por el frío: Edith. Vacilando como un borracho, a causa de mi excesiva felicidad, me paseé de un lado para otro de mi habitación; y, hasta en las puertas del armario, cubiertas de polvo, tracé con el índice un Edith. Mi imaginación buscaba su boca, su boca fría, de finos labios, sobre la cual el sabor de aquel beso imaginario me producía la sensación de que mi boca hubiera tocado terciopelo, una flor, un ardiente, tizón o la perfumada carne viva de dos labios virginales. Estaba como loco, ¡oh, créeme!: en la vida, nada hay más excitante que el nacimiento del verdadero amor. Es el opio de los misteriosos y secretos deseos que se aspiran profundamente hasta el corazón. Es como el cálido perfume del heno y de la salvia. Es el misterio de lo ignoto, de lo infinito; es el sonido del arpa de la eterna primavera sobre las tendidas cuerdas del alma.
Matías: yo, dentro de una hora, con una pistola, me mataré en esta silenciosa habitación del hotel, semejante ya a una tumba. Ahora estoy escribiendo mi carta de adiós y desearía, si tuviese fuerzas para ello, poder escribir sin interrupción dos días con sus respectivas noches. Escribiría con el corazón sofocado por la emoción; escribiría un libro entero, un libro sonoro del cual saldría una sola y potente voz: ¡Amor!, como un grito juvenil, salvaje y tumultuoso: ¡Amor! Con una voz espantosa semejante al feroz gruñido del oso que, en primavera, busca compañera en la intrincada selva; semejante a un largo y feliz grito femenino entre las almohadas de un cálido lecho... Oye: me encuentro ahora en la alta y accidentada ribera de la muerte, y puedes creerme si te digo que tan sólo esto ha sido para mí la parte más bella de la vida. Acuden a mi memoria aquellos momentos en los cuales mi fantasía, desbordante, abrazó por primera vez a aquella muchacha; revivo aquellos instantes y su recuerdo afluye a mi corazón como una misteriosa corriente que galvaniza en un movimiento la mano rígida y obstinada de un muerto... ¡Dios mío!, ¿por qué debo morir?... ¡Oh, no puedo continuar...!
Sábado, las ocho de la noche. Me había puesto ya el frac. Me miré al espejo: una sombra blanca y negra me estaba contemplando. Un joven de esbelta figura, de profundos ojos, con presencia arrogante y esbelta, de anchas espaldas, de moreno rostro, boca dura y, en fin, vestido con un elegante traje... ¡Me sentía tan extraño a mí mismo! En la silenciosa habitación, sentado en un balancín y con la barbilla apoyada en la mano, estaba esperando a Chokonay.
Llegó puntual, llevando mi viejo frac, que resultó serle un poco grande.
—Mira —me dijo—, observa este desgraciado frac. Mis espaldas están bailando en él.
Dio media vuelta y se contempló en el espejo.
Le aseguré que aquel frac le iba como un guante. Luego bajamos al primer piso. Yo seguía silencioso los pasos de Chokonay, que, una vez más, con la angustia pintada en el rostro, me preguntó:
—Oye, dímelo sinceramente: ¿no les haré reír con este frac?
—¡No, hombre! ¡Todo lo contrario! —le dije, empujándole para que avanzase.
El perchero de la espaciosa antesala estaba repleto de sombreros, de chisteras, de gorros militares, de capas y dormanes de húsares. En las sillas había extendidas ricas pellizas femeninas forradas de seda. En las salas interiores centelleaban los candelabros y se percibía de manera confusa el susurro de ligeras y femeniles voces, de risas nerviosas, de fuertes charlas masculinas.
—Sígueme —me dijo Chokonay.
Me sentí palidecer.
En la primera sala, Chokonay abrióse paso entre un grupo de invitados que estaban conversando y tocó ligeramente el brazo del general, que se hallaba al lado del piano. El general llevaba pantalones negros, con flamante franja encarnada, y todo el pecho cubierto de condecoraciones.
—Permítame, querido tío Otto, que le presente un amigo.
El general se volvió hacia nosotros, me examinó con atención, acercando su rostro a mi cara, escuchó mi nombre frunciendo ligeramente las cejas y, después de juntar sus tacones a la manera militar, haciendo sonar las espuelas, me dijo:
—Encantado de conocerle.
Me estrechó cordialmente la mano, y luego, llevándose la suya a la barbilla, me dio la espalda y continuó su conversación con un señor bajito que estaba a su lado y que le escuchaba con sus atentos ojos cubiertos de centelleantes lentes.
Luego, pasamos al saloncito donde se hallaban las señoras de edad. Entre ellas reconocí inmediatamente a la señora del general. Chokonay me presentó:
—Querida tía, te presento un bailarín excepcional.
La generala, con afable sonrisa, me tendió la mano. Hice una profunda reverencia y se la besé.
—Me han dicho que vive usted en esta misma casa.
—Sí, Condesa.
Me incliné nuevamente, esta vez ante unas damas ancianas, y pronuncié mi nombre.
Chokonay me condujo al jardín de invierno, donde estaba reunida toda la juventud. Mi mirada, ya desde lejos, descubrió a Edith.
—He aquí la víctima —dijo Chokonay, presentándome.
Edith me tendió su fresca y fina mano, que dejó entre las mías quizás un poco más de lo corriente o, tal vez, sólo fue una apreciación mía.
—Hace mucho que le conozco a usted de vista —me dijo.
No contesté y me incliné ligeramente. En el jardín se había hecho una pausa y seguían las presentaciones; apretones de manos, nombres apenas susurrados. Yo me di cuenta de que era el blanco de todas las miradas. Comprendí, por el silencio que se había formado en torno de mí, que mi aparición había causado sensación profunda en los reunidos. Me aparté un poco del centro, hacia la pared, en donde Chokonay estaba revolviendo una caja de puros. La conversación se animó de nuevo; pero, al volver yo la cabeza hacia aquel grupo, pude ver que algunos ojos estaban aún fijos en mi persona; también los de Edith. Vestía ésta un traje blanco y llevaba el cabello peinado en dos mofletes llenos de reflejos dorados. Admiré su graciosa figura de gacela. Estaba hablando con un teniente de ulanos, de alta estatura y rostro coloradote.
—¿Quién es aquel teniente? —pregunté a Chokonay, por decir algo.
—El Conde Ahrenberg. Ignoro su nombre de pila.
Yo estaba inquieto.
Pero Chokonay, sin duda alguna, no debió de darse cuenta de ello.
—¿Si este... si este... Ahrenberg...?
Chokonay me continuaba explicando quiénes eran las personas allí presentes. Al fin, me señaló una señora joven, muy delgada, y me dijo:
—Es la mujer de Ahrenberg.
Estas palabras me reanimaron.
Aún no había hablado con Edith, pero nuestras miradas se encontraban frecuentemente.
Nos sentamos a la mesa. En el níveo mantel, brillaban confusamente los cubiertos de plata, las copas de cristal y las porcelanas. Esparcidas por la mesa había profusión de flores. En el mango de los pesados y argénteos cubiertos destacaban las nueve puntas de una corona grabada. Yo estaba sentado enfrente de Edith. A su derecha se hallaba un joven de pelo amarillento y con la cara llena de granos. A su izquierda estaba el Conde de Ahrenberg, quien tenía a su lado un joven grueso que me llamó poderosamente la atención: su cabeza parecía la de un cerdo, llevaba un monóculo y comía y bebía desmesuradamente. Al hablar, dejaba de pronunciar la erre. Decía: güégote, por ruégote; queguido amigo, el vino es vegdadegamente guico. Y dirigiéndose a la señora de Ahrenberg:
—Pegmítame, queguidísima condesa...
Aún me acuerdo de su nombre: se llamaba Turkevey. Recuerdo también que, al presentarse, pronunciaba su apellido con unas erres exageradas y enérgicas; así, decía Turrkevey... Evidentemente, consideraba su apellido como una cosa importantísima, pues descendía de la famosa y antigua familia de los Turkevey.
Junto a mí tenía una muchacha cuyos ojos de pez se estremecían cada vez que yo le dirigía la palabra; pero en toda la noche no llegué a sacar de su boca una sola sílaba. Al otro lado, tenía a una rechoncha señora que, esgrimiendo su servilleta como un arma, sostenía una animadísima conversación con un oficial de húsares. De vez en cuando, se volvía hacia mí para excusarse de que me diese la espalda.
Entre estas dos mujeres me sentía completamente solo, de lo cual estaba muy satisfecho. Edith parecía aburrirse con sus vecinos de mesa. Detuve mi mirada en ella y la fijé insistentemente; era una mirada un tanto dominadora. Ella, al principio, movía la cabeza de la misma manera que cuando el sol nos molesta a la vista. Luego, paulatinamente, se habituó a la situación y me contestó con una larga mirada. Si yo hubiera sido escritor habría podido hacer un libro titulado El mudo lenguaje de los ojos; y, de haber sido un Wagner, acaso compusiera una sinfonía sobre Los combates de las miradas.
Imagínate expresado musicalmente cómo un hombre y una mujer que aún no se conocen se lanzan a un duelo mudo, a una silenciosa lucha de amor, tan sólo con miradas, ora altivas, ora tímidas, humildes, evasivas, ora insistentes, inflamadas, ora consentidoras, pensativas, prohibitivas, atónitas, jubilosas, defensivas, suplicantes o estáticas. ¿Te imaginas todo esto expresado en música, interpretado por una orquesta de violines, oboes, flautas y agudas trompas? ¿Has experimentado alguna vez esas sensaciones indefinibles que despierta en el alma una mirada de mujer que tímidamente dice “Sí”?
La mirada de Edith, tras de una actitud defensiva me había dicho que “sí”. ¿O, quizá, fue tan sólo que mi agitada fantasía así se lo imaginó? Yo había bebido mucho vino, buenos y ricos caldos. También a Edith le brillaban los ojos. Sin embargo, aún no habíamos cambiado ni una sola palabra.
Después de la cena, la sala fue despejada de los muebles que la ocupaban y empezó el baile.
Yo me dirigí al jardín de invierno y me senté en un semiobscuro rincón. Quería que Edith viniese hacia mí. Quería que fuese ella la que acudiera en mi busca.
Eran ya las dos y comenzaba a temer que Edith no viniese, aunque, alguna que otra vez asomó a la puerta de la estancia, cosa que hizo tan repetidamente, que me causó el efecto de que quería asegurarse de que yo seguía en el mismo sitio.
Finalmente, vino hacia mí y se sentó a mi lado. Estaba fumando un cigarrillo. Tenía los ojos brillantes y los cabellos un tanto desordenados.
—¿Por qué no baila usted?
—No sé bailar.
—Pero, ¿no me ha dicho Chokonay...?
—He mentido a Chokonay. No bailo.
Hubo un breve silencio.
—¿Y por qué ha mentido usted?
—Deseaba a cualquier precio estar hoy aquí.
Tanta sinceridad pareció sorprenderla, y, con los ojos muy abiertos, me preguntó, interesada:
—Pero... ¿porqué?
Sin mover la cabeza, y como si me dirigiese a la torneada pata de la mesa que estaba contemplando, dije con extraña y monótona voz:
—Porque la quiero. Porque la quiero mortalmente. La he visto tres veces en mi vida y la quiero...
Luego siguió un silencio, tan prolongado, que tuve la sensación de que no sería turbado nunca más. Al fin, Edith dijo suavemente:
—No le creo.
Nada contesté.
Edith se levantó y se dirigió hacia la salida. Yo permanecí inmóvil; ni siquiera moví la cabeza. Hacía rato que el cigarrillo se me había apagado entre los dedos. Edith deseaba —así lo creí— que la siguiera. Sin embargo, no lo hice. En el umbral se detuvo y volvió su rostro hacia mí, pero permanecí inmóvil.
Un cuarto de hora más tarde volvió y se sentó nuevamente a mi lado. Yo seguía aun en la misma postura. No me dijo nada. Yo tampoco hablé: una sola palabra hubiese profanado aquel silencio maravilloso.
Después de cierto tiempo, se puso nuevamente en pie y salió. Esta vez la seguí. Una habitación vacía separaba el jardín de invierno del guardarropa. Esta habitación estaba a obscuras. Eran cerca de las tres de la madrugada. Muchos invitados se habían ya marchado. En la obscuridad de la habitación me acerqué a Edith. Cogí su mano y la apreté entre las mías. Y entonces besé a Edith von Ralben. La besé en la boca, en aquella boca fría y altanera.
Tuve la sensación de que mis labios habían tocado terciopelo, una flor o quizá, un tizón encendido. Pero todo esto no duró sino unos segundos; ella corrió hacia el guardarropa y yo volví al jardín de invierno. Ignoro el tiempo que permanecí allí, inmóvil, con el cigarrillo apagado entre los dedos. Súbitamente, entró Chokonay. Estaba triste.
—Oye, te lo ruego, dime la verdad. Este frac, ¿no me resulta demasiado largo?
Le miré con una expresión que quería decir: “¿Estás loco?” Y esto, visiblemente, le tranquilizó.
—Te digo esto, porque las hermanas Barabas han estado toda la noche riéndose de algo. Yo tengo la impresión de que querían burlarse de mí.
Entonces, levantando los brazos y canturreando un aire de ópera, pasó a la otra sala —en donde se bailaba todavía—, con movimientos de danzarín. Estaba ya un poco embriagado.
Me fui con los últimos huéspedes. Con Edith, después del beso, no pude hablar más, ni tampoco yo deseaba hacerlo. Ella, intencionadamente, me evitaba. Nuestro primer encuentro había iluminado fugazmente la oscuridad de aquella noche cual un maravilloso fuego de artificio de nuestra juventud, que estalló esparciendo mil chispas de colores en aquella sala vacía, con la audacia de aquel beso que nos había llenado de un sublime e inexplicable sentimiento para el que toda palabra hubiera resultado imperfecta y absurda. ¿Cómo expresar el fuego, el color y la música de aquel silencio?
Sin embargo, yo tenía que despedirme de ella antes de abandonar su casa. Me tendió su mano, casi con resistencia y sin mirarme a los ojos.
Subí rápidamente a mi casa, me eché, vestido, en el canapé y permanecí largo rato inmóvil. Cuando, finalmente, me desperté de mi ensimismamiento, a través de la ventana se difundía una luz suave, un resplandor lácteo. Era un alborear de invierno.
Al día siguiente, volví a encontrarla ante la casa. Contestó a mi saludo con una sonrisa un poco triste y pareció decidida a seguir su camino sin detenerse. Yo había preparado toda una declaración: frases que me había repetido cien veces como un actor que estudia su papel. Sin embargo, en aquel instante, comprendí que mis palabras hubieran sido intempestivas, vacías, absurdas y triviales. Si le hubiera dicho: La quiero, me hubiera mirado seguramente con estupor y no me habría comprendido. Yo no sabía cómo enriquecer la conversación. Finalmente, le dije la siguiente tontería:
—¿No la ha cansado el haber trasnochado ayer?
Apenas hubieron salido estas palabras de mis labios, cuando ya estaba avergonzado de su estupidez.
—No —contestó ella lentamente. En su mirada, vi una tímida protesta, el deseo de que no me refiriese a cuanto había pasado entre nosotros. Al mismo tiempo, me parecía entrever en su actitud una severa corrección para mí: “Su pregunta quiere ser una alusión, ¿no es cierto? Usted se siente superior, usted se vanagloria. Me he equivocado con respecto a usted. Considero lo que ayer pasó entre nosotros como un sagrado secreto, un delicioso ensueño, del que ya sólo se debe conservar el recuerdo.”
A pesar de todo, logramos encontrar aquel tono justo de conversación que nos permitiese hablar alegremente.
—Imagínese usted que la Condesa de Ahrenberg estuvo celosa toda la noche —me dijo ella—. Y, disimuladamente, recriminó varias veces a su marido.
—¿Y de quién estaba celosa?
—¡Caramba! ¿De quién si no de mí? —exclamó, con un relámpago de malicia en los ojos.
—Es evidente que sus celos no son inmotivados.
—¡No diga eso! Ahrenberg es muy simpático, pero de esto a estar enamorada de él...
Por fin, había salido la palabra. Los dos nos dimos cuenta de ello y nos callamos.
La acompañé hasta la puerta de su casa y, antes de separarnos, le pregunté en voz baja:
—¿Cuándo la volveré a ver?
Esto era a la vez una súplica y una confesión.
Tras un instante de vacilación, me contestó:
—Venga mañana por la tarde, a eso de las cinco; estarán también otros amigos.
Y desapareció rápidamente.
Al día siguiente, minutos después de las cinco, ya estaba allí. Temía que mi visita fuese interpretada desfavorablemente, pero la generala me recibió con mucha amabilidad. En el saloncito se hallaban algunas señoras acompañadas de un caballero barbudo. Las señoras eran típicas “damas estropajosas”; el señor barbudo era presidente de una liga de caridad. Todos hablaban en alemán.
Me senté en un sillón y esperé lleno de curiosidad a ver lo que pasaría conmigo, ya que nadie se preocupaba de mí. Tan sólo la generala me dedicaba de vez en cuando una sonrisa.
Poco después entró Edith, que permaneció algún tiempo silenciosa y alejada de mí. A nuestro alrededor, la conversación era como un leve runrún, y, en medio de las olas de palabras, yo sentía la impresión de que nosotros dos éramos dos silenciosas rocas blancas en la rápida y tumultuosa agua de un torrente.
Súbitamente, Edith se puso en pie y, desde el umbral del jardín de invierno, me invitó con un gesto a que la siguiera. Cuando me puse en pie para obedecerla, sentí que mi sangre se helaba en las venas y tuve la sensación de que, de repente, los demás habían callado y todos los ojos estaban fijos en mí; me parecía percibir la voz de la generala que me preguntaba: “Oiga usted, joven, ¿adónde va con Edith?” Sin embargo, cinco personas por lo menos estaban hablando a la vez, y tan sólo a mí me pudo parecer extraño que nosotros nos separásemos de aquella reunión cuyos miembros ni se habían dado cuenta de ello.
—Aquí no nos dejan hablar —me dijo Edith, alegremente, apenas llegué a su lado—. Vámonos a mi cuarto.
Atravesamos la sala en que la noche anterior yo la había besado. La habitación de Edith estaba en el otro extremo de la casa.
En las paredes, en blancos marcos ovalados, había varias artísticas estampas inglesas; un canapé cubierto de terciopelo blanco. Junto a la ventana, un pequeño escritorio. Edith me ofreció un sillón tan maravillosamente blando, que, bajo mi peso, su fondo casi rozaba el suelo. Ella se sentó en el diván, cruzando graciosamente las piernas y uniendo las manos sobre su regazo.
Miré a mi alrededor; todo estaba caracterizado por una sencillez casi monacal. Mi mirada se posó en el lecho, encima del cual había un cuadro de la Virgen; sobre la mesita de noche vi una fotografía de los padres de Edith. Fijé prolongadamente mi mirada en su cama y creo que ella adivinó mis pensamientos, que expresaban el deseo de revolver la ropa de su lecho.
Durante largo rato reinó el silencio.
—¿Conque este... este es su cuarto? —dije, finalmente, como en éxtasis, y alargando los brazos como si quisiera abrazarlo todo.
—Sí —murmuró ella, sonriendo.
Desde su habitación, se abría otra puerta más. Edith se levantó, la abrió y escuchó como si hubiera oído algún ruido. Luego entornó la puerta, evidentemente con la intención de que pudiésemos oír a tiempo si alguien se acercaba por allá. Para atravesar aquella habitación vacía y llegar a la puerta entornada de la estancia en que nos hallábamos, pasarían, por lo menos, uno o dos segundos. ¡Una eternidad! Por el otro lado, había tres alcobas también vacías. De esta parte, no nos amenazaba ningún peligro.
Me senté en el diván junto a ella. No protestó. Entornó sus ojos e inclinó ligeramente hacia atrás su cabeza. Todo su rostro reflejaba una felicidad mezclada a un virginal terror. De sus labios irradiaba una suave sonrisa.
Al más pequeño ruido, nos sobresaltábamos.
—Si viniese alguien —me dijo ella, ansiosamente—, siéntese de nuevo en el sillón.
Luego se cubrió el rostro con la mano. Ya éramos cómplices. Fue ella la que me sugirió cuál debía ser mi actitud.
Por la parte del jardín de invierno, oímos girar un picaporte.
Rápido como un relámpago, me senté nuevamente en el sillón. Pudimos percibir el susurro de un vestido de seda. La generala entró en la habitación. Cogió entre sus manos el rostro sonrosado de Edith y lo besó.
—Oye, pequeña, ¿has visto mis llaves? No las encuentro en parte alguna.
Y volvió a salir de la habitación.
Con oído atento escuchamos cómo se alejaban sus pasos. Y, cuando la puerta de la tercera habitación se cerró tras de la generala, volví a sentarme al lado de Edith.
Cuando, hacia las siete, me despedí de ella en la antesala, le pregunté:
—¿Cuándo la volveré a ver?
Me miró con expresión tranquila y me contestó:
—Mañana a las cinco.
Días después, pude enterarme de que la generala era nuestra secreta aliada. El general solía pasar todas las tardes en el Círculo Militar.
Un día, le pregunté a Edith:
—¿Sabe el general que vengo aquí todos los días?
Edith estaba fumando un cigarrillo y, despidiendo una bocanada de humo, se encogió de hombros y me dijo:
—No; pero, ¿qué importa? Basta con que lo sepa Cecil.
Tenía la costumbre de llamar Cecil a su madre.
El quinto día de nuestras relaciones, no fui al despacho.
Telefoneé diciendo que estaba enfermo. Me quedé en cama hasta el mediodía, fantaseando y fumando abundantemente. A primeras horas de la tarde, fui a pasear por los montes de Buda.
Al día siguiente, decidí volver al ministerio.
Tanto Chokonay como Margit me recibieron diciéndome que tenía muy mala cara. Margit sacó un pequeño espejo y me lo ofreció:
—Mírese un poco y se convencerá. ¡Qué cansados tiene los ojos!
Chokonay me llevó aparte y me dijo:
—No te olvides de ir a visitar a la familia de Edith. Son gente que tiene muy en cuenta eso de las visitas; y, como quiera que fui yo el que te presenté, lamentaría mucho que me hicieses quedar mal, ¿sabes?
Abracé a Chokonay expansivamente y le aseguré que así lo haría.
Diez días después, una noche, Edith (según me lo contó ella al día siguiente) se echó en brazos de su madre y le confesó que nosotros nos amábamos.
La generala puso unos ojos de besugo (así me lo dijo Edith) como si la noticia la hubiese sorprendido enormemente. Por mi parte, tengo la seguridad de que ella estaba al corriente de nuestros amores y que no ignoraba que, cada vez que ella salía de la habitación, aunque tan sólo fuese por unos segundos, Edith y yo nos besábamos; pero la generala tenía, en verdad, un alma angelical y era muy comprensiva.
Edith me aconsejó que escribiese a Cecil una bella carta en la que se lo confesara todo; ella misma se encargaría de entregársela.
Hasta medianoche, estuve sumergido en la tarea de escribir aquella carta que, después de muchos ensayos, que consumieron toda una caja de papel de cartas, al día siguiente entregué a Edith, quien la guardó en su seno. Sin decirle nada, le besé la pequeña desnudez redonda que el guante dejaba cerca de la muñeca. Ambos estábamos muy serios.
A las doce y media llegué a la oficina. Margit tenía los cabellos en desorden y la cara alterada. Evidentemente, había sido besada por Chokonay. Este me preguntó:
—Oye: ¿te has acordado de enviar tu tarjeta a casa de la generala?
Con la palma de la mano me di un golpe en la frente y contesté, fingiendo gran consternación:
—¡Santo Dios!
Chokonay me miró escandalizado.
—Te has olvidado, ¿verdad? ¡Ya estás fresco! Puedes tener la seguridad de que no volverán a invitarte nunca más.
Al regresar a mi casa me entregaron una carta de Edith.
Me invitaba a cenar, ya que su padre se hallaría fuera de casa hasta después de medianoche.
Me puse el smoking. Edith llevaba un elegante vestido de noche.
—Cecil —me dijo muy excitada— ha leído tu carta —cuando nos encontrábamos solos, naturalmente, nos tuteábamos— y después de cenar quiere hablarte...
En el ojal de mi smoking, como para que reposara sobre mi corazón, Edith me había puesto un ramito de muguetes.
Fue una velada deliciosa. Durante la cena se habló muy poco y —sin que supiera decir por qué—, a veces, hablábamos en voz mucho más baja que de costumbre. La generala no hizo ninguna alusión a mi misiva. Después de tomar el café, puso sobre la mía su bella mano algo marchita y me dijo:
—Hijo mío, venga usted al salón. Tenemos que hablar un poco...
Al oír estas palabras, Edith se sonrojó hasta el lóbulo de sus orejas, se puso en pie, salió corriendo de la habitación e interpretó al piano, situado en la habitación vecina, una desenfrenada marcha de cow-boys norteamericanos.
Nosotros, entre tanto, habíamos pasado al salón. La generala, cerró la puerta y me hizo sentar ante sí.
—He recibido su carta... —me dijo con voz tranquila, mientras me miraba sonriendo como si quisiera ocultar con su sonrisa su profunda emoción. Y no dijo nada más. Quizá ni siquiera tuvo la intención de añadir algo. Deseaba que hablase yo... A través de la puerta, se oía el piano de Edith, que ahora tocaba un vals lento... Hablé...
Le hablé de mí. Le conté cosas de mis padres. Le dije que poseía cerca de quinientas hectáreas de tierra; una pequeña casa que no desmerecía el nombre de castillo; un gran jardín rico en nogales; que no tenía a nadie en este mundo; que no tenía deudas; que no bebía ni jugaba; que gozaba de excelente salud. ¿Enfermedades de la juventud? No: de esto podía estar completamente segura. Le expliqué que no tenía intención de quedarme en el ministerio, pues pensaba dedicarme a la política. Y añadí que amaba a Edith y que deseaba hacerla mi mujer.
Hablé lentamente, con largas pausas, como si de vez en cuando un recuerdo, una frase, me hicieran languidecer. ¡Gran Dios! ¿No se trataba, al fin y al cabo, de mi vida?
La generala me escuchó atentamente, en silencio, como un sacerdote recoge la confesión de un feligrés.
Cuando terminé de hablar, ella tenía los ojos llenos de lágrimas. Con voz emocionada, me dijo:
—Yo quiero inmensamente a mi hija. Ella también me quiere mucho y nada en el mundo es para mí más preciado que la felicidad de mi Deti —así llamaba a Edith.
Luego, a su vez, se puso a hablar de ella y de su familia. Me explicó que había sido una muchacha muy pobre, aunque su padre fuera coronel de dragones. Conoció a su marido en Klangenfurt, cuando no era más que capitán. Él era rico. Su autoridad era incontestable y el destino de Edith dependía de sus decisiones. Me aseguró que el general, bajo su severidad y rigidez, tenía muy buen corazón. Desconfiado por instinto, era raro que se aficionase a alguien. Pero el que lograba captarse sus simpatías podía contar con él durante toda su vida. Me dijo que, de momento, era preferible no decirle nada: con el tiempo se presentaría, forzosamente, una ocasión favorable. Ella, de todas maneras, nos protegería facilitándonos, con su táctica femenina, el cumplimiento de nuestros deseos.
Lleno de gratitud, le besé la mano. Ambos estábamos demasiado conmovidos para pronunciar una sola palabra. Finalmente, la generala se levantó y dijo:
—Espérese aquí, que ahora le mando a Edith.
Y me dejó solo, lleno de mil confusos pensamientos que rodeaban mi corazón como cuando en primavera las densas nubes de pesados perfumes se extienden por encima de las matas de jazmín.
Un instante después, Edith entró corriendo en la habitación. Con deliciosa coquetería llevó su índice a los labios y prestó oído hacia la habitación vecina, de la que había cerrado la puerta para evitar toda sorpresa. Luego se abandonó en mis brazos. Permanecimos así largo rato. Yo escondí mi rostro entre los pliegues de su blusa y confieso que, de esta manera, traté de esconder una lágrima; la más bella de mi pobre vida.
¡Oh, no sabes cuánto me gustaría poder describirte aquella hora inolvidable! Estábamos convulsa y salvajemente abrazados. Estábamos ardiendo y nuestro propio ardor nos consumía.
Su pequeña y tibia mano tenía abrazado mi cuello. Ahora mismo, en este instante, cuando ya siento el frío hálito de la muerte, percibo aún todo su calor en mi nuca. Dulce ardor. Llama de la existencia. Beso cálido de primavera. ¿Con qué palabras podría expresarte todo esto? Ella había cerrado los ojos y, con el rostro echado hacia atrás, esquivaba mis besos. Su cara tenía una tan suave y conturbada expresión, que sería inútil que yo intentara describirla. ¡Con qué concreción veo ahora sus ojos y la sinuosidad maravillosa de su boca! ¡Cuán claramente vuelvo a ver, en este momento, su faz extasiada, sus espaldas de adolescente, sus pequeños senos, su dulce boca entreabierta y febril y sus pequeñas manos tenazmente hundidas en mis cabellos!
El picaporte giró chirriando y nosotros, precipitadamente, nos separamos. Sin aliento, nos sentamos apartados uno de otro. Luego renació el silencio y volvimos a abrazarnos.
Sin embargo, antes de medianoche, quise volver a casa, pues no tenía ganas de encontrarme con el general.