CAPÍTULO III
LA PRIMERA REVOLUCION
De acuerdo con nuestras conjeturas, Koba no se unió a los bolcheviques hasta algún tiempo después de la Conferencia de noviembre, celebrada en Tiflis. Aquella Conferencia acordó tomar parte activa en los preparativos, ya en curso, de un nuevo Congreso del Partido obrero socialdemócrata. Sin objeción alguna aceptamos la simple aserción de Beria según la cual Koba había salido de Bakú en diciembre en viaje de propaganda en favor de dicho Congreso. Esto no es improbable. Era evidente para todos que el Partido estaba escindido en dos. Por aquel tiempo, la fracción bolchevique había adquirido tal fuerza, que desde el punto de vista de organización era superior a la menchevique. Forzado a elegir entre ambas, verosímilmente Koba se decidió por la primera. Pero nos veríamos en dificultades para probar de modo positivo que Koba era ya miembro de la facción bolchevique a fines de 1904. Beria llega al extremo de exhibir varias citas de octavillas publicadas por aquellos días, pero no se atreve a afirmar que Koba escribiera ninguna de ellas. Esa tímida reticencia respecto a la paternidad de tales octavillas es más elocuente que las palabras. Los pasajes que Beria reproduce de prospectos escritos por otros que no son Koba, sirven, naturalmente, al propósito explícito de llenar una laguna en la biografía de Stalin.
Entretanto, las diferencias de opinión entre mencheviques y bolcheviques pasaron del terreno de los Estatutos del Partido al dominio de la estrategia revolucionaria. La campaña de banquetes emprendida por trabajadores del zemstvo9 y otros liberales, intensificada durante el otoño de 1904, en parte porque las aturdidas autoridades zaristas eran demasiado negligentes para intervenir en ello, planteó resueltamente la cuestión de las relaciones entre la socialdemocracia y la burguesía de oposición. El plan menchevique abogaba por una tentativa para transformar a los obreros en un coro democrático corno pedestal de solistas liberales, un coro suficientemente considerado y circunspecto, no sólo para «abstenerse de asustar» a los liberales, sino más aún, para reforzar la fe de los liberales en ellos mismos. Lenin acometió en el acto su ofensiva. Ridiculizó la mera idea de semejante plan, esto es, la idea de prestar un apoyo diplomático a una oposición impotente, abandonando la lucha revolucionaria contra el zarismo. La victoria de la revolución sólo puede asegurarse por la presión de las masas. Sólo un atrevido programa social puede levantar a las masas por la acción; y precisamente eso es lo que temen los liberales. «Hubiéramos sido unos locos preocupándonos de sus temores.» Un pequeño folleto de Lenin, que apareció en noviembre de 1904, templó los ánimos de sus camaradas y tuvo gran influencia en el desarrollo de las ideas tácticas del bolchevismo. ¿No sería este folleto el que decidió la conversión de Koba? No nos atrevemos a contestar afirmativamente. En años posteriores, siempre que tuvo ocasión de situarse por su cuenta con relación a los liberales, invariablemente se ha inclinado hacia la noción menchevique de la importancia de «abstenerse de asustar» a los liberales. (Así lo prueban las revoluciones de Rusia en 1917, de China, de España y dondequiera.) No es de excluir la posibilidad, sin embargo, de que en vísperas de la primera revolución, el plebeyo demócrata pareciese estar sinceramente indignado con el plan oportunista, que despertó gran descontento aun entre las masas mencheviques. Debe decirse que, en conjunto, entre los intelectuales radicales no había tenido tiempo de extinguirse la tradición de mantener una actitud desdeñosa hacia el liberalismo. Pero también es posible que sólo el domingo sangriento10 de San Petersburgo y la oleada de huelgas que barrió el país en su estela pudiese haber movido al cauto y suspicaz caucásico a sumarse al bolchevismo.
Los dos viejos bolcheviques Stopani y Lehman, en sus Memorias, minuciosamente detalladas enumeran a todos los revolucionarios con quienes tuvieron ocasión de tratar en Bakú y Tiflis fines de 1904 y principios de 1905; Koba no está en esa lista. Lehman cita a la gente que «estaba a la cabeza» de la Unión caucásica; tampoco figura Koba aquí. Stopani nombra a los bolcheviques que, unidos a los mencheviques, dirigieron la famosa huelga de Bakú en diciembre de 1904; Koba sólo está entre los que no menciona. Y, sin embargo, Stopani debía de saber a qué atenerse, puesto que él mismo fue miembro de aquel Comité de huelga. Las Memorias de ambos autores se publicaron en el periódico oficial de historia comunista, y tanto el uno como el otro, lejos de ser «enemigos del pueblo», eran buenos stalinistas pero ambos escribieron sus obras en 1925, antes de que la falsificación planeada por indicación superior se constituyera en sistema. En un artículo publicado no más lejos de 1926, Taratuta, antiguo miembro del Comité Central bolchevique, al tratar de «La Víspera de la Revolución de 1905 en el Cáucaso», no hace mención alguna de Stalin. En los comentarios a la correspondencia de Lenin y Krupskaia con la organización del Cáucaso, el nombre de Stalin no aparece ni una sola vez en el curso de las cincuenta nutridas páginas. Es sencillamente imposible hallar alrededor de la última parte de 1904 y la primera de 1905, traza alguna de las actividades de quien hoy se pinta como el padre y fundador del bolchevismo caucásico.
Tampoco pretende esta conclusión oponerse a la más reciente de las interminables aseveraciones acerca de la implacable campaña de Stalin contra los mencheviques. Todo lo que hace falta para reconciliar estas aparentes contradicciones, es correr la fecha un par de años, lo cual no es muy difícil, puesto que no hay necesidad de citar documentos ni de recelar refutaciones. Por otra parte, no hay motivos para dudar que, una vez tomada su decisión, Koba emprendió su lucha contra los mencheviques del modo más áspero, crudo y desaprensivo que pueda concebirse. Aquella inclinación hacia los procedimientos disimulados y las intrigas de que se le había acusado cuando formaba parte de los círculos seminaristas, o en su tiempo de propagandista del Comité de Tiflis o de miembro del grupo de Batum, encontraba ahora una expresión más amplia y atrevida en la lucha de facciones.
Beria cita Tiflis, Batum, Chituary, Kutais y Poti como lugares en que Stalin había sostenido debates contra Noé Jordania, Heraclio Tseretelli, Noé Ramishvili y otros dirigentes mencheviques, así como contra los anarquistas y los federalistas. Pero Beria prescinde caballerosamente de las fechas, y no sin intención. En realidad, la primera de esas discusiones, que fija con cierta apariencia de exactitud, tuvo lugar en mayo de 1905. La situación es exactamente la misma que en el caso de los escritos publicados por Koba. Su primera composición bolchevique, un folletito de escasas páginas, apareció en mayo de 1905, bajo el título un tanto singular de Pequeñeces sobre diferencias de Partido11. Beria estima necesario advertir, sin decir el motivo, que este folleto se escribió «a principios de 1905», descubriendo así de modo más flagrante que nunca su intento de cerrar la brecha de dos años. Uno de los corresponsales, evidentemente Litvinov, que no conocía a ningún georgiano, informó sobre la aparición en Tiflis de un folleto «que causó sensación». Esta «sensación» puede explicarse sólo por la circunstancia de que el auditorio georgiano nada había oído hasta entonces fuera de la voz de los mencheviques. En sustancia, dicho folleto no es más que un sumario ampuloso de los escritos de Lenin. No es extraño que no se haya vuelto a imprimir. Beria cita de él pasajes meticulosamente seleccionados, que explican fácilmente por qué el autor mismo se satisfacía en echar sobre ese folleto, como sobre los demás trabajos literarios suyos de la época, el velo del olvido.
En agosto de 1905, Stalin reprodujo el capítulo «¿Qué hacer?», de la obra de Lenin que trataba de explicar la correlación del movimiento obrero elemental con la conciencia de clase socialista. Según la exposición de Lenin, el movimiento obrero, abandonado a sus propios recursos, propendía irrevocablemente al oportunismo; la conciencia de clase revolucionaria se aportaba a los trabajadores desde fuera, por medio de los intelectuales marxistas. No es lugar éste de criticar tal concepto, que en su integridad más corresponde a una biografía de Lenin que a la de Stalin. El mismo autor de «¿Qué hacer?» reconoció más tarde el carácter tendencioso, y, en consecuencia, lo erróneo de su teoría, que había intercalado a modo de paréntesis como una batería en la batalla contra el «economismo», y su respeto por la naturaleza elemental del movimiento obrero. Después de su rompimiento con Lenin, Plejanov dio a conocer una crítica tardía, pero tanto más dura, a propósito de «¿Qué hacer?» La cuestión de introducir conciencia de clase revolucionaria en el proletariado «desde fuera» volvió a estar sobre el tapete. El órgano central del Partido bolchevique anotó «el espléndido planteamiento de la cuestión» relativa a la introducción de la conciencia de «clase desde el exterior» en un artículo anónimo aparecido en un periódico de Georgia. Aquel elogio se cita hoy como una especie de testimonio de la madurez de Koba como «teórico». En realidad, no se trataba más que de una de tantas observaciones alentadoras que solía hacer notar por su defensa de las ideas de los dirigentes de su propia facción. En cuanto a la calidad del artículo, puede dar una idea suficiente la cita siguiente que figura en la traducción de Beria al ruso:
«La vida contemporánea está montada según normas capitalistas. En ella existen dos grandes clases: la burguesía y el proletariado; entre ambas está entablada una lucha a vida o muerte. Las circunstancias de la vida empujan a la primera a sostener el orden capitalista. Las mismas circunstancias impelen a la otra para minar y destruir el orden capitalista. En correspondencia con estas dos clases, hay una doble conciencia de clase, burguesa y socialista. La segunda se ajusta a la situación del proletariado... Pero, ¿qué significación puede tener por sí sola la conciencia de clase socialista, si no se difunde entre el proletariado? ¡Se queda reducida a una frase vacía, y nada más! Las cosas tomarán un rumbo bien distinto cuando esa conciencia de clase se abra paso entre las filas del proletariado: éste se dará entonces cuenta de su situación y marchará cada vez más de prisa hacia la realización del sistema de vida socialista...»
Y así sucesivamente. Artículos tales se han salvado del olvido que merecían sólo por el destino ulterior de quien los escribió. Sin embargo, es perfectamente obvio que no explican por sí mismos semejante destino, más bien lo hacen más enigmático.
Después de romper con el Consejo de redacción de Iskra, Lenin, que por entonces tenía cuarenta y cuatro años, vivió durante meses vacilante (lo que era doblemente difícil para él, por estar tan en contradicción con su carácter), hasta que se convenció de que sus adeptos eran relativamente numerosos y su joven autoridad bastante fuerte. La culminación afortunada de las disposiciones para el nuevo Congreso atestiguaba sin la menor duda que las organizaciones socialdemócratas eran preponderantemente bolcheviques. El Comité Central conciliador, dirigido por Krassin, acabó capitulando ante el Buró «ilegal» de los Comités de la Mayoría, y participó en el Congreso que no pudo evitar. Así, el tercer Congreso, que se reunió en abril de 1905 en Londres, y del que los mencheviques se mantuvieron deliberadamente apartados, contentándose con una Conferencia en Ginebra, vino a ser el Congreso constituyente del bolchevismo. Los veinticuatro delegados, votantes y los catorce consultivos eran, sin excepción, aquellos bolcheviques que habían sido fieles a Lenin desde el momento de la escisión en el segundo Congreso y habían levantado a los Comités del Partido contra la autoridad conjunta de Plejanov, Axelrod, Vera Zasulich, Martov y Potresov. En este Congreso quedó legitimada aquella opinión sobre las fuerzas en movimiento de la Revolución rusa que Lenin desarrolló en el curso de su honrada lucha contra sus antiguos maestros y más íntimos colaboradores en la Iskra, y que desde entonces adquirió mayor significación práctica que el programa del Partido trazado en común con los mencheviques.
La malhadada y oprobiosa guerra contra el Japón iba acelerando la desintegración del régimen zarista. Después de la primera oleada grande de huelgas y demostraciones, el tercer Congreso pudo reflejar la proximidad del desenlace revolucionario. «Toda la historia del pasado año ha demostrado —decía Lenin en su informe a los delegados reunidos— que hemos menospreciado la importancia y la inevitabilidad de la revolución.» El Congreso dio resueltamente un paso adelante sobre el problema agrario al reconocer la necesidad de ayudar al movimiento campesino entonces en curso, incluso hasta el extremo de confiscar las tierras de los hacendados. Más concretamente que nunca, perfiló la perspectiva general de la lucha revolucionaria y la conquista del Poder, particularmente en cuanto al Gobierno revolucionario como organizador, de la guerra civil. Como dijo Lenin: «Aunque nos apoderemos de San Petersburgo y guillotinemos a Nicolás, habremos de enfrentamos con varias Vendées.» El Congreso emprendió, con más bríos que nunca, los preparativos técnicos para la insurrección. «Sobre la cuestión de crear grupos especiales de combate —dijo Lenin— he de decir que los considero indispensables.»
Cuanta más importancia se da al tercer Congreso, más se advierte la ausencia de Koba en él. Por aquel tiempo tenía en su haber unos siete años de actividad revolucionaria, incluso cárcel, destierro y evasión. Si hubiera sido persona de alguna entidad entre los bolcheviques, seguramente su historial le hubiera asegurado al menos su candidatura para delegado. Además, Koba estuvo en libertad todo el año 1905 y, según Beria, «tomó la parte más activa en la organización del tercer Congreso de los bolcheviques». Si esto es verdad, indudablemente tendría que haber sido jefe de la delegación caucásica. Entonces, ¿por qué no lo fue? Si por enfermedad u otra causa de excepción no hubiese podido salir al extranjero, los biógrafos oficiales hubieran sabido encontrar el modo de decirlo así. Su silencio sobre el caso se explica sólo porque no tienen a su disposición ni una leve explicación fidedigna de la ausencia del «líder de los bolcheviques del Cáucaso» en un Congreso de tanta importancia histórica. Los asertos de Beria a propósito de «la parte más activa» que Koba tomó en la organización del Congreso es una de tantas frases sin sentido de que está repleta la historiografía oficial soviética. En un artículo dedicado al XIII aniversario del tercer Congreso, el bien informado Osip Pyatnitsky no dice absolutamente nada sobre la participación de Stalin en los preparativos para el Congreso, mientras que el historiador cortesano Yaroslavsky se limita a una vaga observación, cuya sustancia es que el trabajo de Stalin en el Cáucaso «tuvo indudablemente considerable importancia» para el congreso, sin esclarecer la índole exacta de tal importancia. Sin embargo, de cuanto hemos podido averiguar hasta ahora, la situación aparece evidente: después de vacilar durante bastante tiempo, Koba se unió a los bolcheviques poco antes del tercer Congreso; no tomó parte en la Conferencia de noviembre en el Cáucaso; nunca fue miembro del Buró establecido por aquella y siendo un recién llegado, no le era dable esperar una credencial de delegado. La delegación estaba constituida por Kamenev, Nevsky, Tsjakaya y Dzhaparidze; éstos eran los dirigentes del bolchevismo caucásico por aquella época. Su ulterior destino afecta a nuestra narración hasta cierto punto: Dzhaparidze fue fusilado dieciocho años más tarde por Stalin; Nevsky fue tildado de «enemigo del pueblo» por orden de Stalin, y desapareció sin (tejar rastro; y sólo el anciano Tsjakaya se ha sobrevivido a sí mismo.
El aspecto negativo de las tendencias centrípetas del bolchevismo se pusieron por primera vez de relieve en el tercer Congreso de la socialdemocracia rusa. Los hábitos peculiares de una máquina política se iban ya formando en la clandestinidad. Ya iba surgiendo como tipo el joven burócrata revolucionario. Las condiciones de conspiración, es cierto, ofrecían escaso margen, para formalidades democráticas tales como electividad, responsabilidad y control. Pero no cabe duda de que los hombres del Comité restringieron estas limitaciones mucho más de lo necesario, y eran más intransigentes y severos con los trabajadores revolucionarios que con ellos mismos, prefiriendo imponer su voluntad aun en aquellas ocasiones que requerían prestar atento oído a la voz de las masas. Krupskaia observa que, como en los Comités bolcheviques, tampoco en el mismo Congreso hubo apenas delegados obreros. Los intelectuales predominaban. El «hombre de Comité —escribía Krupskaia— solía ser persona presumida; estaba poseído de la enorme influencia que las actividades del Comité ejercían sobre las masas; por regla general, al «hombre de Comité» no reconocía democracia alguna dentro del Partido; intrínsecamente, sentía desdén por el «centro extranjero», que rabiaba y gritaba y armaba trifulcas: «debería probar las condiciones del trabajo en Rusia para variar...». Al mismo tiempo, no era partidario de innovaciones: el “hombre de Comité” no deseaba adaptarse, ni sabía cómo hacerlo, a situaciones que cambiaban rápidamente». Esta concisa, pero expresiva caracterización ayuda muchísimo a comprender la psicología política de Stalin, pues él era el «hombre de Comité» por antonomasia. Ya en 1901, al comienzo de su carrera revolucionaria en Tiflis, se opuso a que entraran trabajadores en su Comité. Como «práctico» (esto es, como empirista político), reaccionaba con indiferencia, y luego con desdén, frente a los emigrados, frente al «centro extranjero». Desprovisto de cualidades personales para influir directamente en las masas, se aferraba con redoblada tenacidad a la máquina política. El jefe de su universo era su Comité (el de Tiflis, el de Bakú, el caucásico, antes de llegar a ser el Comité Central). Con el tiempo, su ciega lealtad a la máquina del Partido habría de desarrollarse con extraordinaria fuerza; el hombre de Comité se hizo hombre supermáquina, secretario general del Partido, genuina representación de la burocracia e incomparable director de ella.
En el folleto Nuestros problemas políticos, escrito por mí en 1904, y que contiene no poco de prematuro y erróneo en mi crítica de Lenin, hay, no obstante, páginas que ofrecen una caracterización bastante justa del modo de pensar de los «hombres de Comité» de aquellos días, que «se habían adelantado a la necesidad de contar con los trabajadores después de haber encontrado éstos apoyo en los «principios del centralismo». La pugna que Lenin se vio obligado a sostener el año siguiente en el Congreso contra los altos y poderosos «hombres de Comité», confirmó cumplidamente la justeza de mi crítica. «Los debates asumieron un carácter más apasionado —refiere Lyadov, uno de los delegados—. Comenzaron a surgir allí agrupamientos, como teóricos y prácticos, «literarios» y «hombres de Comité». En el curso de estas disputas, el trabajador Rikov uno de los más jóvenes, se destacó resueltamente. Consiguió reunir en torno suyo una mayoría de los «hombres de Comité». Las simpatías de Lyadov estaban con Rikov. «No pude contenerme —exclamó Lenin en sus concluyentes observaciones— al oír que no había obreros aptos para miembros de Comité.» Recordemos aquí la insistencia de Koba al pedir trabajadores de Tiflis que reconociesen «con la mano sobre el corazón» que entre ellos ninguno había en condiciones de recibir las órdenes sagradas de la casta sacerdotal. «La cuestión se está dilatando —persistía Lenin—. Evidentemente hay una enfermedad en el Partido.» Esta enfermedad era el despotismo de la máquina política, el comienzo de la burocracia.
Lenin comprendía mejor que nadie la necesidad de una organización centralizada; pero veía en ella, sobre todo, una palanca para realzar la actividad de los trabajadores avanzados. La idea de hacer un fetiche de la máquina política no sólo le era ajena, sino que repugnaba a su naturaleza. En el Congreso se burló de la tendencia de casta de los «hombres de Comité», desde un principio, y le declaró apasionada guerra. «Vladimiro Ilich estaba muy excitado —confirma Krupskaia—, y otro tanto sucedía con los hombres de Comité.» En aquella ocasión, éstos consiguieron el triunfo, y a su frente Rikov, futuro sucesor de Lenin en el cargo de presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo. La resolución de Lenin proponiendo que cada Comité constase necesariamente de una mayoría de obreros, no pudo aprobarse. Y también contra la voluntad de Lenin, los hombres de Comité acordaron colocar el Consejo de redacción en el extranjero bajo el control del Comité Central. Un año antes, Lenin hubiera preferido una escisión a consentir en que la dirección del Partido dependiese del Centro ruso, expuesto a los registros policíacos e inestable por eso en su composición. Pero entonces estaba persuadido de que la palabra decisiva sería la suya. Habiéndose fortalecido en la lucha contra los antiguos dirigentes autoritarios de la Socialdemocracia rusa, estaba mucho más seguro de sí mismo que en el segundo Congreso, y más sereno, en consecuencia. Si, como dice Krupskaia, se excitó durante los debates, o más bien parecía excitado, tanto más circunspecto se mantuvo en las medidas de organización que acometió. No sólo aceptó en silencio su derrota respecto a dos cuestiones sumamente importantes, sino que incluso ayudó a incluir a Rikov en, el Comité Central. No tenía la menor duda de que la Revolución, la gran maestra de las masas en cuestiones de Iniciativa y empresa, sería bastante para derrumbar, simultáneamente y sin gran dificultad, el juvenil y ya inestable conservadurismo de la máquina política del Partido.
Además de Lenin, para el Comité Central fueron elegidos el ingeniero Leónidas Krassin y el naturalista A. A. Bogdanov, físico y filósofo, coetáneos de Lenin ambos; Postolovsky, que abandonó poco después el Partido, y Rikov. Los suplentes eran el «literario» Rumyantsev y los dos prácticos Gussev y Bour. No hace falta decir que nadie pensó en proponer a Koba para miembro del primer Comité Central bolchevique.
En 1934, el Congreso del Partido Comunista de Georgia, sirviéndose como base del informe de Beria, declaró que «nada de cuanto hasta ahora se ha escrito refleja el verdadero y auténtico papel del camarada Stalin, quien realmente dirigió la lucha de los bolcheviques en el Cáucaso durante buen número de años». El Congreso no explicó los pormenores. Pero todos los viejos autores de Memorias e historiadores habían sido proscritos, y algunos incluso fusilados. Luego, para rectificar todas las iniquidades del pasado, se decidió fundar un «Instituto Stalin» especial. Así té dio Origen a una purga inexorable de todos los viejos pergaminos, que inmediatamente se cubrieron de nuevos textos. Jamás ha habido bajo la bóveda celeste una invención de falsedades en tan gran escala. Mas la situación del biógrafo no queda por eso totalmente desamparada.
Sabemos que Koba volvió del destierro a Tiflis en febrero de 1904, siempre invariable y triunfalmente «dirigiendo la actividad de los bolcheviques». Con la excepción de breves escapadas, pasó la mayor parte de los años 1904 y 1905 en Tiflis. Según las Memorias más recientes, los obreros solían decir: «Koba está desollando vivos a los mencheviques.» Sin embargo, parece ser que los mencheviques de Georgia apenas se resintieron de tal intervención quirúrgica. Sólo en la segunda mitad del año 1905 entraron los bolcheviques de Tiflis en la fase de «formar en línea» y «pensaron» en editar noticiarios. ¿Cuál era, pues, la índole de la organización a que Koba perteneció durante la mayor parte de 1904 y la primera mitad de 1905? Si no es que se mantuvo apartado por completo del movimiento obrero, lo que es increíble, a pesar de todo cuanto hemos oído de Beria, tiene que haber sido miembro de la organización menchevique. A principios de 1906, el número de prosélitos de Lenin en Tiflis había aumentado hasta trescientos; pero los mencheviques contaban con unos tres mil. La simple correlación de fuerzas condenaba a Koba a una oposición literaria en el punto crítico del desarrollo revolucionario.
«Dos años (1905-1907) de labor revolucionaria entre los trabajadores de la industria petrolífera —atestigua Stalin— me endurecieron.» Es decididamente improbable que en un texto cuidadosamente redactado y revisado de su propio discurso, el orador sólo acertase a confundirse respecto al lugar exacto en que estuvo durante el año en que el país sufrió su bautismo de fuego revolucionario, y también durante el año 1906, en que toda Rusia continuaba en las angustias de las convulsiones y vivía en constante temor del desenlace. ¡Tales acontecimientos no se pueden olvidar! Es imposible librarse de la impresión de que Stalin evitó deliberadamente aludir a la primera revolución porque sencillamente nada tenía que decidirse acerca de ella. Como Bakú le ofrecía un fondo más hermoso que Tiflis, retrospectivamente se trasladó a Bakú dos años y medio antes de lo que era justo. En verdad, no tiene por qué temer objeciones de historiadores soviéticos. Pero la pregunta: «¿Qué hizo en realidad Koba durante 1905?», sigue sin contestar.
El primer año de la Revolución se inició con el fusilamiento de los trabajadores de San Petersburgo cuando marchaban con una petición al zar. El llamamiento escrito por Koba con ocasión de los sucesos de 22 de enero tiene por remate el siguiente conjuro:
Juntemos nuestras manos y agrupémonos en torno a los Comités, de nuestro Partido. No debemos olvidar un solo minuto que los Comités del Partido pueden guiarnos dignamente, que sólo elos pueden iluminar nuestra ruta hacia la Tierra Prometida...
Y así por el estilo. ¡Qué seguridad hay en la voz de este «hombre de Comité»! Durante aquellos mismos días, horas quizá, Lenin escribía en un artículo de uno de sus colaboradores la siguiente arenga a las masas insurgentes:
¡Abrid paso al furor y al odio que se han acumulado en vuestros corazones durante tantos siglos de explotación, sufrimiento y martirio!
Todo Lenin está en la anterior frase. Odia y se rebela en unión de las masas, siente la rebelión en sus huesos, y no pide a los rebeldes que obren sólo con el permiso de los «Comités». El contraste entre estas dos personalidades en su actitud frente a lo que unía a ambas políticamente (frente a la Revolución) no podía expresarse más concisa ni más expresivamente.
La creación de los Soviets comenzó cinco meses después del tercer Congreso, en el que no había habido sitio para Koba. La iniciativa partió de los mencheviques, quienes, sin embargo, nunca pensaron en la dirección que su hechura había de tomar. La facción menchevique predominaba en los Soviets. Los mencheviques de filas fueron arrastrados por los acontecimientos revolucionarios; los dirigentes cavilaban perplejos sobre la súbita oscilación a la izquierda de su propia facción. El Comité de San Petersburgo de los bolcheviques se asustó al principio ante la innovación de una representación neutral de las masas en armas, y nada pudo encontrar mejor que ofrecer al Soviet su ultimátum: adoptar inmediatamente un programa socialdemócrata o disolverse. El Soviet de San Petersburgo en su totalidad incluso el contingente de obreros bolcheviques, acogieron este ultimátum sin inmutarse y no hicieron caso de él. Sólo después de llegar Lenin en noviembre se produjo un cambio radical en la política de los «hombres de Comité» hacia el Soviet. Pero el ultimátum había causado estragos al debilitar decididamente la posición de los bolcheviques. En aquel trance, como en los demás, las provincias siguieron el ejemplo de la capital. Por aquel tiempo, las profundas diferencias de criterio al estimar la importancia histórica de los Soviets había comenzado ya. Los mencheviques trataban de evaluar el Soviet simplemente como una forma fortuita de representación obrera: un «parlamento proletario», un «órgano de autonomía revolucionaria», etc. Todo aquello era sumamente vago. Lenin, por el contrario, sabía escuchar atentamente a las masas de San Petersburgo que llamaban al Soviet «el Gobierno proletario», y al punto dio su verdadero valor a aquella nueva forma de organización, considerándola la palanca de la lucha por el Poder.
En los escritos de Koba del año 1905, escasos en forma y contenido, no encontramos absolutamente nada a propósito de los Soviets. Esto no obedece sólo a que no los hubiera en Georgia, sino simplemente a que no paró mientes en ellos, no les dio importancia. ¿No es sorprendente? El Soviet, como máquina política poderosa, debió de haber causado impresión en el futuro secretario general a primera vista. Pero es que lo miraba como una máquina política extraña, que representaba directamente a las masas. El Soviet no se sometía a la disciplina del Comité, y requería métodos de dirección más complejos y flexibles. En cierto modo, el Soviet era un potente competidor del Comité.
Así, durante la Revolución de 1905, Koba estuvo de espaldas a los Soviets. En lo esencial, estuvo de espaldas a la Revolución misma, como cobijado a su sombra.
La razón de su resentimiento era su incapacidad para hallar su propia ruta hacia la Revolución. Los biógrafos y artistas moscovitas se esfuerzan constantemente por presentar a Koba a la cabeza de una u otra manifestación, «como blanco de tiro», como fogoso orador, como tribuno. Todo eso es puro embuste. Aun en sus años últimos, Stalin no llegó a ser un orador; nadie le ha oído pronunciar discursos «fogosos». En todo el año 1907, cuando todos los oradores del Partido, comenzando por Lenin, iban por todas partes roncos de tanto hablar, Stalin no tomó parte en un solo mitin. No podía ser de otro modo en 1905. Stalin no era orador ni aun en la escala modesta en que lo eran otros jóvenes revolucionarios del Cáucaso, como Knunyants, Zurabov, Kamenev, Tseretelli. En una reunión del Partido, a puerta cerrada, sabía explicar bastante bien ideas que había hecho firmemente suyas.
Pero no tenía nada de agitador. Solía hacerse violencia para emitir frases con gran dificultad, sin tonalidad, calor ni énfasis. La debilidad orgánica de su naturaleza, el lado inverso de su pujanza, consiste en su absoluta incapacidad de entusiasmarse, de elevarse sobre el nivel rutinario de las trivialidades, de hacer surgir un vínculo vital entre él mismo y su auditorio, destacar entre su auditorio lo mejor de su persona. Y como no sabía enardecerse, tampoco era capaz de enardecer a otros. La fría malevolencia no es bastante para adueñarse del alma de las masas.
El año 1905 tuvo sellados sus labios. El país que había estado callado durante mil años comenzó a hacerse oír por primera vez. Todo aquel que era capaz de expresar su aborrecimiento contra la burocracia y el zar encontraba oyentes infatigables y agradecidos. No cabe duda de que Koba también ensayaría; pero la comparación con otros oradores extemporáneos resultó adversa para él. No podía soportar aquello. Aunque insensible a los sentimientos ajenos, Koba es en extremo susceptible, muy delicado en sus propios afectos y, por muy extraño que parezca, caprichoso hasta la extravagancia. Sus reacciones son primitivas. Como se figure olvidado o descuidado por alguien, se siente propenso a volver la espalda a los hechos y a las personas, acurrucarse en un rincón, fumarse malhumorado una pipa y soñar en la venganza. Por eso, en 1905 se retiró a la sombra con secreto resentimiento y se convirtió en una especie de redactor. Pero Koba estaba lejos de ser periodista. Discurre despacio, sus juicios son extremadamente simplistas y su estilo demasiado laborioso e infecundo. Cuando desea producir un efecto contundente, recurre a expresiones soeces. Ninguno de los artículos que escribió entonces hubiera sido aceptado por un Consejo de redacción algo escrupuloso o exigente. Verdad es que las publicaciones clandestinas no solían ser notables por sus excelencias literarias, pues en su mayor parte estaban escritas por gentes que recurrían a la pluma por necesidad y no por ser aquélla su profesión. De todos modos, Koba no se destacó. Su estilo revelaba un esfuerzo por lograr una sistemática exposición del tema; pero aquel esfuerzo se manifestaba generalmente por una disposición esquemática de material, la enumeración de argumentos, preguntas retóricas artificiales y pesadas repeticiones recargando el aspecto didáctico. La ausencia de ideas propias, de forma original, de vívida imaginación, marca una por una sus líneas con el sello de lo trivial. Aquí tenemos a un autor que nunca expresa libremente sus propios pensamientos, sino que tímidamente hace uso de los ajenos. La palabra «tímidamente» puede parecer extraña aplicada a Stalin: y, no obstante, le caracteriza en su titubeante estilo de escritor con suma precisión, desde sus tiempos del Cáucaso hasta los actuales.
Naturalmente, sería equivocado suponer que tales artículos no encauzaban hacia la acción. Eran muy necesarios. Respondían a una necesidad perentoria. Su fuerza provenía de la necesidad, pues expresaban las ideas y consignas de la Revolución. Para el lector de la masa, que no podía hallar nada de aquel género en la Prensa burguesa, aquello era nuevo y flamante. Pero su pasajera influencia se limitaba al círculo para el cual eran escritos. Ahora, es imposible leer esas frases formuladas de una manera seca, torpe y no siempre gramaticalmente correctas, singularmente decoradas con las flores artificiales de la retórica, sin sentirse cohibidos, turbados, molestos, ni reír a veces al observar destellos de un humorismo inconsciente. Todos los escritores bolcheviques, destacados u oscuros de la capital o de las provincias, colaboran en el primer periódico legal de los bolcheviques, Novaya Zhizn (Vida Nueva), que comenzó a publicarse en octubre de 1905, en San Petersburgo, bajo la orientación de Lenin. Pero el nombre de Stalin no figuraba entre ellos. Fue Kamenev, y no Stalin, el designado para representar al Cáucaso como redactor en aquel periódico. Koba no nació escritor, y nunca ha llegado a serio. Que utilizara la pluma con más diligencia de la acostumbrada durante 1905, sólo pone de relieve el hecho de que el otro método de comunicar con las masas aún era en él menos innato.
Muchos de los hombres del Comité resultaron cortos de talla para el período de mítines interminables, huelgas tumultuosas, manifestaciones callejeras. Los agitadores tenían que arengar a las multitudes en la plaza pública, escribir repentizando, tomar graves decisiones en el momento mismo. Ninguna de las tres cosas puede contarse entre las aptitudes de Stalin; su voz es tan débil como su imaginación; el don de improvisar es ajeno a este pensador de torpe mente, que avanza a tientas. Otras luminarias mucho más brillantes apagaron sus modestas luces en el firmamento caucásico. Por eso contempló la Revolución con envidiosa alarma, y casi con hostilidad; no era su elemento. «Continuamente —escribe Yenikidze—, además de ir a mitines y atender un montón de asuntos en los locales del Partido, pasaba las horas sentado en su pequeño cubil, lleno de libros y periódicos, o en la redacción, igualmente “espaciosa”, del periódico bolchevique.» Basta evocar por un momento el torbellino del «año loco» y recordar la grandeza de su patetismo, para valorar debidamente este retrato de un joven solitario y ambicioso, que se encerraba, pluma en ristre, en un cuartucho (que seguramente tampoco estaría excesivamente aseado), entregado a la estéril búsqueda de la frase esquiva que en cierta tenue medida pudiera estar a tono con el momento.
Los sucesos se sucedieron incesantes. Koba permaneció al margen, descontento de todo el mundo y de sí mismo. Todos los bolcheviques de nota, entre ellos muchos que por aquellos años eran los dirigentes del movimiento en el Cáucaso (Krassin, Postolovsky, Stopani, Lehman, Halperin, Kamenev, Taratuta y otros), dieron de lado a Stalin, sin mencionarle en sus Memorias, y él mismo nada tiene que decir acerca de los otros. Algunos como Kurnatovsky y Kamenev, indudablemente estuvieron en relación con él en el curso de sus actividades revolucionarias. Otros pueden haberle conocido, pero no le conceptuaron distinto del promedio de los «hombres de Comité». Ni uno siquiera de ellos le distinguió tan sólo con una palabra de estimación o de camaradería, y tampoco dio a los futuros biógrafos oficiales el menor punto de apoyo en forma de una referencia benévola.
En 1926, la Comisión oficial de historia del Partido publicó una edición revisada (esto es, adaptada a la nueva tendencia posleninista) de materiales de origen sobre el año 1905. Entre más de cien documentos, unos treinta eran artículos de Lenin; otros tantos eran artículos de diversos autores. Y, a pesar del hecho de que la campaña contra el trotskismo se aproximaba por entonces al paroxismo do su furor, el Consejo de redacción de fieles creyentes no pudo menos de incluir en la antología cuatro artículos míos. Sin embargo, en las 455 páginas del libro no figura una sola línea de Stalin. En el índice alfabético, que comprendía varios centenares de nombres, sin omitir a ninguno de los destacados de algún modo durante los años revolucionarios, el de Stalin no aparece siquiera una vez; sólo Ivanovich se menciona como asistente a la Conferencia del Partido en Tammerfors, en diciembre de 1905. Es de notar que en 1926 el Consejo de redacción aún no sabía que Ivanovich y Stalin eran la misma persona. Esos detalles imparciales son mucho más convincentes que todos los panegíricos retrospectivos.
Stalin parece estar al margen del año revolucionario, 1905. Su noviciado transcurrió durante los años prerrevolucionarios, que pasó en Tiflis, Batum y luego en la cárcel y deportado o desterrado. Según su propia confesión, se hizo «aprendiz» en Bakú, eso es, en 1907-1908. Así queda el período de la primera Revolución totalmente eliminado como período de entrenamiento en el desarrollo del futuro «operario». Dondequiera que interviene como autobiógrafo, Stalin no menciona aquel año grande, que dio personalidad y moldeó a los más distinguidos líderes de la vieja generación. Esto debía tenerse siempre presente, pues dista mucho de ser accidental, en su autobiografía, el siguiente año revolucionario de veras, 1917, había de constituir un punto tan nebuloso como el de 1905. Nuevamente encontramos a Koba, ahora Stalin, en una modesta oficina de redacción, esta vez Pravda, de San Petersburgo, escribiendo sin apresuramiento comentarios insípidos sobre hechos llenos de sabor. Aquí hay un revolucionario constituido de manera que una revolución auténtica de las masas le trastorna haciéndole saltar de su rutina y despidiéndole a un lado. Nunca fue tribuno, ni estratega o dirigente de una rebelión, sino tan sólo un burócrata de la revolución. Por eso, para encontrar campo adecuado a sus peculiares talentos, se vio condenado a pasar el tiempo en un estado semicomatoso hasta que se aplacaron los furiosos torrentes de aquel acontecimiento.
La escisión entre mayoría y minoría se había ratificado en el tercer Congreso, que declaró a los mencheviques «una porción escondida del Partido». Éste se hallaba en un estado de extrema desunión cuando los sucesos preliminares de otoño de 1905 ejercieron su beneficiosa influencia y en cierto modo suavizaron la hostilidad entre ambas facciones. En vísperas dé su partida del destierro en Suiza, tan largo tiempo esperada para ir a Rusia en octubre de aquel año, Lenin escribió a Plejanov una afectuosa y conciliadora carta, en la que se refería a su antiguo maestro y oponente, como «el ascendiente más eficaz entre los socialdemócratas rusos», y solicitaba su cooperación, declarando que «nuestras diferencias tácticas de opinión van siendo rápidamente orilladas por la misma revolución...». Y así era. Pero no por mucho tiempo, pues la misma revolución no resistió gran cosa.
No cabe duda de que en un principio los mencheviques tuvieron más iniciativa que los bolcheviques para establecer y utilizar organizaciones de masas. Pero como partido político, flotaban tan sólo con la corriente, y casi se ahogaron en ella. Los bolcheviques, en cambio, se ajustaron más despacio al curso del movimiento; pero lo enriquecieron con sus vibrantes consignas, producto de su estimación realista de las fuerzas revolucionarias. Los mencheviques predominaban en el Soviet; pero la dirección general de la política del Soviet se desenvolvía por lo general sobre pautas bolcheviques. Oportunistas hasta la misma médula de sus huesos, los mencheviques fueron transitoriamente capaces de adaptarse aún a la propia subversión revolucionaria; pero no supieron guiarla ni permanecer fieles a sus tareas históricas durante el reflujo de la Revolución.
Después de la huelga general de octubre (que arrancó el manifiesto constitucional de manos del zar, y engendró en los distritos obreros un ambiente de optimismo y audacia), las tendencias unitarias cobraron irresistible vigor en ambas facciones. Por todas partes surgieron Comités federativos o de unificación de bolcheviques y mencheviques. Los dirigentes sucumbieron a esta tendencia. Como paso preliminar hacia la fusión completa, cada facción convocó su Conferencia previa. Los mencheviques se reunieron en San Petersburgo hacia fines de noviembre. En aquella ciudad, las «libertades» de nuevo cuño se respetaban aún. Pero los bolcheviques se reunieron en diciembre, cuando la reacción estaba de nuevo en todo su apogeo y se vieron obligados a celebrar su cónclave en tierra finesa, en Tammerfors.
De primera intención, la Conferencia bolchevique se concibió como un Congreso extraordinario del Partido. Pero la huelga ferroviaria, el levantamiento de Moscú y toda una serie de incidentes excepcionales en las provincias, obligaron a muchos delegados a quedarse en casa, haciendo la representación muy poco representativa. Los cuarenta y un delegados que llegaron al punto de destino llevaban el mandato de veintiséis organizaciones con un total de votos de cuatro mil, aproximadamente. La cifra parece insignificante para un Partido que se proponía derribar al zarismo y asumir su puesto en el inminente Gobierno revolucionario. Pero aquellos cuatro mil habían aprendido ya a expresar la voluntad de centenares de miles. Sin embargo, por su escaso número, el Congreso se transformó en una sencilla Conferencia. Koba, usando el seudónimo de Ivanovich, y el obrero Telia fueron como representantes de las organizaciones bolcheviques de Transcaucasia. Los bulliciosos sucesos que acontecían por entonces en Tiflis no impidieron a Koba abandonar su redacción.
Las minutas de las discusiones de Tammerfors, que se desenvolvían mientras San Petersburgo estaba siendo cañoneado, no se han podido hallar. La memoria de los delegados, abrumada por la grandeza de los episodios de aquellos días, ha retenido bien poco. «Es una lástima que las minutas de aquella Conferencia no se hayan conservado —escribía Krupskaia treinta años después—. ¡Fue una reunión tan entusiasta! Se celebró en el momento crítico de la revolución, cuando todos los camaradas se disponían para la lucha. Hicieron prácticas de tiro entre las sesiones... Ninguno de los delegados a la Conferencia podría haber olvidado aquello. Estaban allí Lozvsky, Baransky, Yarolavsky y muchos otros.
Recuerdo a esos camaradas porque sus informes sobre la situación en sus distritos fueron de excepcional interés.» Krupskaia no nombra a Ivanovich; no se acordaba de él. En las Memorias de Gorev, miembro de la Mesa de la Conferencia, leemos esto: «Entre los delegados estaban Sverdlov, Lozovsky, Stalin, Nevsky y otros.» No carece de interés el orden en que se citan estos nombres. También es sabido que Ivanovich, que habló en favor del boicot de las elecciones a la Duma del Estado, fue elegido miembro del Comité encargado de dicho asunto.
La marejada levantaba olas tan altas, que aun los mencheviques, asustados por sus propios errores oportunistas recientes, no se atrevían a confiarse del todo a la frágil tabla del parlamentarismo. En interés de la agitación propusieron tomar parte solamente en la fase inicial de las elecciones, sin llegar a ocupar sus asientos en la Duma. La tendencia predominante entre bolcheviques era de «boicot activo». En su peculiar estilo, Stalin describía la posición de Lenin por entonces, en la sencilla celebración del quincuagésimo aniversario de éste, con las siguientes palabras:
«Recuerdo cómo aquel gigante, Lenin, reconoció por dos veces los errores de sus métodos. El primer episodio sucedió en. Finlandia, en 1905, en diciembre, con ocasión de la Conferencia de bolcheviques de toda Rusia. Entonces se planteó la cuestión de la conveniencia de boicotear la Duma de White...