CAPÍTULO 14
ANTE TODO POLICÍAS
A eso de la una y media los párpados me empezaron a pesar demasiado para seguir leyendo en condiciones de entender algo. Pero Chamorro seguía allí, pegada a la pantalla del ordenador, aguardando en vano la irrupción de pab_penya_79. Para sobrellevar el tedio, ojeaba ficheros del ordenador de Neus, sin grandes resultados, o al menos ninguno que estimara oportuno comunicarme. Antes de retirarme a mis modestos aposentos le pregunté si iba a quedarse mucho rato.
—Aún trataré de aguantar un par de horas —dijo—. La gente aficionada a chatear a veces lo hace muy de madrugada.
No parecía tener sueño, aunque la mirada se le veía brumosa. Me admiré de su resistencia y, para subrayar su mérito, declaré:
—Yo estoy kaputt. Nos vemos mañana.
Por un día, no puse el despertador. Amanecí alrededor de las nueve y media, una hora más que tardía para mí, porque a medida que uno cumple años cada vez va siendo más difícil abandonarse a la experiencia placentera (por anuladora de nuestros dos lastres más pesados, el mundo real y el yo) que supone un sueño largo y profundo. De hecho, cuando consigo dormir un poco más de lo común, los crujidos y pinchazos que se producen en mis articulaciones y en mis vísceras al volver a colgarse de la percha llegan a hacerme dudar si el precio que uno paga está justificado por la pobre imitación de aquellos océanos de inconsciencia por los que se podía navegar en la edad juvenil.
No me di prisa en afeitarme ni asearme. Pude hacer lo primero sin apenas derramamiento de sangre, procurando que la cuchilla buscara a la velocidad justa los relieves de mi rostro, y lo segundo sin tener la impresión de baldearme de cualquier manera. Dejé que el agua caliente me agasajara la nuca y la espalda y me repicara en el cráneo, que es algo que me complace de forma peculiar. Es curioso pensar que sólo ese tabiquillo óseo protege todo lo que somos. Que cualquier burro, con casi cualquier cosa, puede darnos de baja de nosotros mismos quebrando el precario muro defensivo de nuestro cosmos. No es imprescindible, ni mucho menos, el refinamiento simbólico del piolet que utilizaron contra León Trotsky, ni el tortuoso impulso que animaba la mano que lo empuñó para abolirle al ruso el porvenir.
Desayuné con calma e hice un par de llamadas. Primero telefoneé a mi madre, que me reconvino como de costumbre por lo poco que me acordaba de ella, y a quien una vez más traté de convencer, sin mucho éxito, de que no sólo me venía a la mente en las escasas ocasiones en que tenía tiempo y espacio para llamarla y hablar, del modo en que me parece que un hijo debe hacerlo con su madre (y no con esa rutina sumaria con que tanta gente se da y pide novedades por ahí). Luego calculé que mi hijo estaba a punto de salir para el fútbol, y pensé que podría robarle cinco minutos. Me cogió él mismo el teléfono y, sí, se dejó robar cinco minutos, ni uno más. Pero me hice cargo y fueron suficientes para saber que todo andaba bien.
Aquella actividad deportiva, a su modo, lo confirmaba. Andrés sabía que yo detestaba el fútbol, incluso había intentado adoctrinarle para compadecer a los batracios que en él cifraban el clímax de su ocio dominical. Y él había reaccionado de la forma más saludable: haciéndose delantero centro. Eso quería decir que comenzaba a rebasarme, a superarme como presunto modelo y referente, lo que me fortalecía en la idea de que no lo había hecho del todo mal y me daba pie a pronosticar que al cabo de un número no excesivo de años llegaría a quererme como lo que soy: un pobre tipo que lo trató como pudo y supo, con irregular acierto pero siempre con un fondo de buena voluntad. Incluso me cabía contemplar que se apiadara razonablemente de mí en la vejez, y que cuando me diera por contarle alguna batallita lo tolerara y pusiera cara de atención.
Pregunté en la cafetería dónde podía encontrar una lavandería que tuviera servicio rápido. Me facilitaron una dirección en el mismo pueblo y allí me fui, con mi ropa maloliente, que en un tiempo récord recogí transformada en ropa ajena (es la sensación que siempre me da después de pasarla por algún proceso industrial de higienización). Después me dirigí al centro de operaciones, a la sazón vacío. Me entretuve mirando papeles y viendo en el ordenador el deuvedé del famoso reportaje sobre la prostitución barcelonesa, que me pareció tan poca cosa como me habían dicho los expertos en la materia en cuanto a su contenido informativo, aunque meritorio desde el punto de vista del acercamiento a los personajes. Sobre todo a la prostituta rumana, una rubia teñida que no tenía tan buen español como nuestro amigo Radoveanu, pero se explicaba lo bastante bien como para poder valorar hasta qué punto resultaban instructivos los extrarradios de la vida.
Entre unas cosas y otras, se me hizo más de la una. Empezaba a calcular que ya era admisible llamar a Chamorro para ver por dónde paraba cuando apareció en el umbral y dijo con voz espesa:
—Perdón, me he dormido.
—No pasa nada, Vir —la disculpé—. No teníamos ningún plan, yo también me he relajado, y por lo que a mí respecta puedes permitirte de vez en cuando alguna flaqueza. Sobre todo después de trasnochar como me imagino que lo hiciste. ¿A qué hora recogiste la tienda?
—Esperé hasta las cinco. Por si nuestro amigo había salido por ahí de farra y se enganchaba al ordenador al regresar a casa.
—¿Y?
—O estuvo de farra hasta más tarde, o cuando volvió se metió directo en el sobre. Nada de nada.
Mi compañera tenía mala cara. Estaba ojerosa, con los párpados hinchados, e incluso pude advertir algunas arrugas en su rostro. No sin alguna melancolía, constaté que el tiempo iba pasando inexorablemente y que Chamorro iba dejando de ser, en todos los aspectos, la lozana principiante que yo había conocido y que, en cierto modo, siempre estaría ahí para mí, indisociable de mi percepción de ella.
—Te veo perjudicada, compañera.
—Es por estar tanto tiempo con la pantalla —alegó—. Cuando me acosté tenía un dolor de cabeza monumental. Y lo malo es que no he traído ibuprofeno, no repuse el envase de reserva del bolso de viaje.
Me extrañó aquella imprevisión en Chamorro. El ibuprofeno era uno de sus mejores amigos, y también, indirectamente, de los míos. No en vano aquella sustancia le permitía sobrellevar con niveles aceptables de mal humor los días críticos del mes, que, como no podía ser menos, siempre le coincidían con viajes o con puntas de trabajo.
—Lo que tienes que hacer es ir al oculista.
—Siempre hay tiempo de convertirse en cuatro ojos. Aún aguanto.
—Hablando de otro tema. ¿Vas a querer venirte a la comida?
—¿Es indispensable? —consultó, con una expresión remisa que no era nada propia de ella.
—Indispensables hay pocas cosas. No, no creo que lo sea.
—Pues mira, si no te importa, me parece que me quedo. Descanso un poco, cubro el frente, estoy pendiente de la máquina de los teléfonos y me vuelvo a conectar para esperar al príncipe azul.
—Está bien. Como te apetezca. Es sábado. Y en realidad tu deberías estar en Madrid, yendo de compras o tumbada a la bartola.
—¿Yendo de compras? Qué carca eres a veces, tío. Que mi abuelo crea que eso es todo lo que puedo hacer con mi tiempo libre, pase. Pero válgame Dios, cuando tú naciste hasta existían ya los Beatles.
—Bueno, apenas, estaban empezando… —me excusé.
—Nada, que me quedo. Así la reunión es más recogida.
El almuerzo, más que recogido, fue casi íntimo: sólo cuatro personas.
Además, Robles y su exsubordinado concertaron la cita en un restaurante bastante pequeño y apartado, en una localidad a medio camino entre Barcelona y Gerona. Yendo con el subteniente, ya me imaginaba que llegaríamos con un buen rato de adelanto. Al final esperamos sólo quince minutos, porque ellos se presentaron también antes de la hora. Eran dos hombres altos, ambos en el filo del 1,90, más o menos del mismo porte que Robles. Aquella concentración de torres a mi alrededor me hacía parecer el hobbit de la película, pero por mi bien he aprendido a no dar mucha importancia a esas situaciones. Además de ser dos tipos bien plantados, se distinguían por su elegancia. Aunque iban de sport, ambos llevaban ropa de marca, que les sentaba como un guante (en detalles así se les notaba que ganaban mucho mejor sueldo que nosotros, o por lo menos mucho mejor que yo). El ex guardia civil ya ni siquiera parecía un picoleto, con su fino polo oscuro de manga larga. Y en cuanto al otro, el mosso de pura sangre, habría podido pasar sin despertar sospechas por un joven profesional liberal en día de ocio. La verdad era que daba gusto verlos, y que si se comparaba su aliño indumentario con el estilo bastante más soso y anticuado del común del personal benemérito al vestir de paisano, había que reconocer que en aquel aspecto nos superaban con creces.
Robles estrechó la mano del ex guardia y me dijo:
—Éste es Asensi. Mira qué buen color, desde que colgó el tricornio. Y éste —le informó al otro— es el sargento Bevilacqua. Pero como suena a nombre de modisto gay y podía despistar le pusimos Vila.
—Recuérdame que no te deje presentarme más, Robles —le pedí.
—Qué pasa, no serás homófobo, ¿eh? —se burló.
—Es así, no puede evitarlo —dijo Asensi, mientras me tendía la mano. Su sonrisa era franca y la mirada inteligente y cordial.
—Yo soy Riudavets —intervino entonces el jefe de Asensi, dirigiéndose a Robles—. David lo tiene en un pedestal, todo un honor conocerle.
—Asensi me conoció cuando todavía era impresionable, no le hagas mucho caso. Y si me quieres hacer un favor, me tuteas.
—Cómo no. Mucho gusto —se dirigió a mí, mientras mi mano desaparecía en la celda cálida y aparatosa de sus dedos—. También me ha dado mi compañero las mejores referencias, tanto tuyas como de tu unidad. Aunque no hacía falta. Vuestras hazañas pueden leerse en los periódicos. Casi intimida un poco que nos pidáis asesoramiento.
Riudavets era menos risueño y tenía un aire más reservado. Pero tampoco me disgustó, en la primera impresión. Parecía un tipo serio y cauteloso, y por ello no me permití considerar que lo que acababa de decir fuera una malicia, aunque así habría podido interpretarse, recordando un par de infortunados patinazos a los que debía mi unidad la mayor parte de su notoriedad pública en los últimos tiempos.
—Para lo que dicen los periódicos cuando se ocupan de nosotros, mejor sería no salir —observé, sin poner demasiado énfasis—. Los éxitos siempre habrá algún listo que se los apunte para él, así que en la tómbola informativa de este país los de infantería sólo llevamos papeletas cuando se sortea un marrón. Entonces sí, premio seguro.
—Sí, tienes razón. No me había dado cuenta —se disculpó—. No hablaba por lo último, sino por la trayectoria de estos años.
—Ya lo sé, descuida. Menos mal que alguien se acuerda de lo de antes, porque los que se quedan en lo último y en el escándalo montado alrededor ya son un buen contingente. Y alguno viste toga.
—Eso sí que es un problema.
—Pues sí. Porque nadie quiere salir en los papeles y lo fácil es cogérsela con papel de fumar. Ahora tenemos que amarrar que no veas a la hora de pedir una diligencia. Y no te digo ya una detención.
—Bueno, en eso andamos todos —dijo Riudavets—. Y lo difícil es hacerle entender al que no está en tu lugar que las garantías son cojonudas, y que nosotros somos los primeros interesados en que se respeten, para no meter la pata, pero que hay un montón de hijos de perra por ahí que van en moto mientras nosotros los perseguimos en patinete.
Sólo con escucharle aquello, me di cuenta de que me encontraba ante un policía profesional con el que iba a entenderme. Cualquiera podía mantener el discurso seráfico-humanitario, de una parte, o el de la férrea mano dura contra el malhechor, de la otra. Pero atreverse a formular aquella queja, con aquellos precisos matices, exigía algo más.
Nos colocaron en un rincón, de nuevo detrás de un biombo. Últimamente parecía que me dedicara a algún tipo de industria clandestina. Abundando en mis reflexiones anteriores, se me ocurrió que era un signo de los tiempos que los policías nos encontráramos en lugares oscuros mientras los grandes estafadores se lucían en las revistas y los traficantes de todo tipo de mercancía ilegal, incluida la carne humana, hacían ostentación de sus deportivos, sus yates y sus mansiones. O que la coordinación entre dos cuerpos policiales se articulara así, a través del contacto personal, y que, mi experiencia me lo decía, aquella fuera la mejor forma de compartir información y hasta de colaborar desde el punto de vista operativo, si llegaba a ser necesario hacerlo. Todo aquello acreditaba, a mi humilde juicio, la obsolescencia estrepitosa del sistema para hacer frente a la realidad de una nueva era que nos desbordaba por todas partes. Pero éste, en definitiva, no era más que el razonamiento desdeñable de un engranaje de la máquina. A los que estaban a los mandos, aquella inercia no les producía gran perjuicio. Al revés, les ahorraba tener que aprender a vivir de otra manera.
Para apartarme de tan desalentadoras divagaciones, me apliqué a situar a Riudavets y Asensi en el contexto de nuestra investigación. Confieso que fui un poco más vago y genérico que con otros, lo que venía a delatar, supongo, cierto recelo inconsciente por mi parte. Nadie es impermeable a su entorno, y las bromas del capitán Cantero, sumadas a la visión entre competitiva y condescendiente que era moneda más o menos común en el Cuerpo frente a otras policías, y en especial las más nuevas, me influían a la hora de plantear mi relación con aquellos dos hombres. Con todo, y aunque me ahorrase muchos detalles, debí de darles la impresión de confiar suficientemente en ellos. Cuando menos, Asensi se apresuró a manifestar, después de mi resumen:
—El jefe me corregirá, si digo algo que no debo. Pero por nuestra parte, cuenta con la ayuda que podamos daros. Y no tengas miedo de ser tan concreto como creas oportuno. Dinos qué necesitas.
Riudavets no ratificó expresamente el ofrecimiento. Pero tampoco lo desautorizó. Así que decidí tantear un poco el terreno:
—Hay un aspecto accesorio, pero en el que podéis prestarnos una ayuda insustituible. Se trata de la coartada del viudo. No tenemos muchas razones para sospechar por ahora que esté implicado, pero para hacer las cosas bien, deberíamos contrastar lo que nos dijo. La casa de la Costa Brava está en vuestra zona. Si vamos nosotros a lo mejor alborotamos más y nos cuesta más trabajo. Me da que vuestra gente sobre el terreno lo puede comprobar sin demasiado esfuerzo.
—Cuenta con ello —dijo Riudavets—. Conozco por allí a alguien.
—Por lo demás, me imagino que tendréis vuestras antenas repartidas por ahí. Si en algún momento recogierais algo, cualquier rumor, o cualquier especulación, os agradecería que nos lo trasladarais.
—Claro, eso por descontado —asintió Riudavets—. Que yo sepa, no nos ha llegado ningún soplo. Además ya sabes que en Barcelona estamos todavía aterrizando y te puedes imaginar lo que es hacerse cargo de semejante melón. De hecho, y para serte sincero, es el gran desafío para nosotros. Hasta ahora nos hemos desplegado en zonas rurales o ciudades pequeñas. Pero Barcelona es una gran área metropolitana y eso son palabras mayores. Todo lo que puedo decirte es que veo al personal bastante despistado con el caso Barutell. Nadie se atreve a hacer una hipótesis y todo el mundo habla de algo misterioso y turbio. Bueno, algunos se preguntan si no fue sólo un loco que asaltó su casa.
—Eso ya te digo que tenemos razones para creer que no.
—Tampoco te desvelo ningún secreto, es lo que han empezado a escupir en los programas del corazón. Tal vez porque decir eso, que hay algo oscuro o un psicópata detrás de todo, les da más audiencia. Al viudo nadie apunta, eso es curioso, al fin y al cabo los asuntos de cuernos siempre venden. Pero Altavella es un tipo muy respetado, y quien tenga información sobre esa flexibilidad con que la pareja se tomaba el matrimonio, por lo que nos has contado, será gente más o menos discreta y próxima a ellos que no va a ir pregonándolo por ahí.
—Bueno, dales tiempo.
—También es verdad. Aquí ya todo es cuestión del cheque que les pongan delante. Dependerá de si detenéis pronto a alguien o no.
—Verás, en cuanto a eso —creí que debía serle franco—, hemos abierto una vía que creemos que puede conducirnos al acompañante de la muerta, que por ahora es nuestro principal sospechoso. No sé si conseguiremos culminarla, pero si es así, es posible que en algún momento tengamos que actuar en vuestra zona y hasta pediros algún soporte con cierta urgencia. Me han dicho que el conducto normal es lento y demasiado burocrático y, si vamos, iremos en caliente.
—Sí, todo pasa por un departamento centralizado. Qué quieres que te diga. Apúntate mi móvil y me llamas en cuanto haya algo. Al final, lo hacemos todos así, y mira, puedes tener tus reparos, pero es por el bien del servicio. Además, hay otra cosa. Cuando hemos necesitado algo de vosotros, aquí Asensi se ha movido y asunto resuelto. Y yo no puedo ponerme en plan perro con quien se porta bien conmigo.
—No te creas que esto funciona siempre tan bien —explicó Asensi—. Porque aquí mi jefe es un tío legal. Pero han pasado cosas escandalosas. Desde un grupo de mossos y otro de guardias yendo a la vez por el mismo malo y no liándose a tiros de milagro, hasta jefes que reciben información del otro cuerpo y se la abrochan para apuntarse la medalla cuando a ellos les convenga. Hay mucho que mejorar. Aunque es verdad que la mayoría de la gente va entrando en razón.
Al escucharle, me entró una curiosidad que no pude reprimir:
—Y tú, ¿cómo lo llevas? Porque debe de ser todo un cambio.
Asensi esbozó una sonrisa sardónica.
—Pues ya ves, después de doce años de picolo, casi un shock. También me he divertido un montón, no creas. Mi primer destino en esto de la mosseria fue en seguridad ciudadana, de patrullero. Iba con un chaval de veinte años, más tiernito que una crema catalana bajo la costra. No veas cómo palidecía cuando le decía que teníamos que meternos a poner orden en una pelea en un bar de un barrio chungo, y que como alguien le oliera el acojone íbamos a acabar los dos hechos carne picada. O con qué cara de espanto me miraba cuando le recordaba la vieja regla de oro de la Benemérita: paso corto, vista larga y mala leche. Pero oye, después de cinco o seis sustos, lo endurecí. Aplicando el método Robles, que uno siempre sigue a los maestros. Ahora, en policía judicial, estoy mucho mejor. Entre la gente hay ganas de hacerlo bien, de ser tan buenos como los que más, y conciencia de que eso es algo que no se improvisa y que nos va a llevar tiempo, como a cualquier otra policía. Pero ya hay tíos como Riu, y lo siento si se me pone colorado, que es de primera de verdad. Veinte homicidios y todos resueltos. Y alguno nada fácil. Lo que yo creo es que hay que mejorar alguna cosa de funcionamiento, y si lo explico espero que no me abra un expediente.
Riudavets lo miró con gesto de extrañeza.
—Collons, Asensi, ¿te he amenazado yo alguna vez? —protestó—. Me parece que te respeto bastante más que todo eso.
Asensi alzó las manos.
—Es verdad, ya quisiera yo haber tenido jefes tan dialogantes en la picolicie, y no lo digo por nadie. Mi impresión —prosiguió— es que aquí pesan demasiado el reglamento y las formalidades. Tú fíjate: a los chavales les dicen que no vayan a tomar nada a los bares de los pueblos, o al menos que no se entretengan allí como hacían los civiles, para dar impresión de policía más trabajadora, más seria. Lo que no sabe el genio que sacó esa instrucción es la cantidad de cosas de las que se enteraba un guardia durante media hora en el bar. Y coño, que eso te acerca a la gente, que sin llegar al compadreo es algo que te hace falta para ser poli. Luego les extrañará que tengamos fama de estirados.
—Siempre se lo digo a los compañeros —se adhirió Riudavets—: no te puedes creer que eres de golpe y porrazo y por ciencia infusa más listo que unos tíos que llevan siglo y medio haciendo lo que hacen. Y aunque a Asensi le guste polemizar conmigo, a él le consta que mi teoría es que el modelo mejor que podemos seguir sois vosotros. La Policía nos vale menos, por muchas razones, entre otras que no están en el campo. Luego lo podremos mejorar, cómo no, y en algunas cosas quizá ya lo hemos hecho, por ejemplo en cuestión de sistemas informáticos para procesar el trabajo, que eso sí es verdad que los tenemos de primera categoría. Pero no se resuelve todo con cacharritos.
La autocrítica parecía honesta. Y más que meditada.
—Para qué nos vamos a engañar —tomó la palabra de nuevo Asensi—: este tinglado se montó con afán político, como una seña de identidad más, pero ahora se han dado cuenta de que hay que ser ante todo policías. Para plantarles cara a los narcos o a los chorizos, igual me da, de poco te vale la senyera y decir que tú eres diferente, porque el malo ni tiene patria ni respeta a la madre que le parió. Te tiene que temer. Y el temor hay que saber ganárselo, lo mismo que el respeto.
—Lo de la identidad es verdad —corroboró Riudavets—. Y mira que yo soy catalán hasta la médula y me joden como al que más todos los tópicos y la caricatura que hacen por ahí de nosotros. Pero a veces hay que reconocer que lo ponemos a huevo. Mira si no esto.
Se sacó del bolsillo trasero del pantalón la cartera y me mostró la placa. Me quedé mirándola. Vi el escudo, las barras amarillas y rojas, en fin, nada que a primera vista me pareciera anormal.
—Fíjate en la forma. ¿No te recuerda algo?
—Pues… —dudé.
—Es clavada al escudo del Barça. Si es que parece hasta de broma.
Bien mirado, tenía razón. Por si no me desconcertaba lo bastante aquella salida, de alguien tan aparentemente circunspecto como Riudavets, vino a rematarla con una revelación sorprendente:
—Y lo más grande del asunto es que yo soy merengue de toda la vida, que es algo que muy bien puede ser un catalán de Gerona, aunque haya quien no se lo crea, empezando por mis compañeros.
—Doy fe, yo que sí soy del Barça —anotó Asensi, jocosamente—. Lleva meses sufriendo. Y los que le quedan, lo siento, Riu.
—Yo sí me lo creo —dije—. El mundo es complejo, y cualquier mente humana un laberinto lleno de contradicciones. Si aprendiéramos a aceptarlo con naturalidad, y a ser un poco más leales a la realidad de las cosas, nos ahorraríamos muchos disgustos, bastante saliva y alguna sangre. Pero el personal traga mejor los pensamientos comprimidos. Aunque al final se acaben indigestando o causando úlceras.
—Estamos de acuerdo —dijo Riudavets—. Y yo añadiría algo. A mucha gente le falta pisar más la calle. Al cabo de un par de años viendo lo que hay por ahí, te vuelves inmune a según qué mamonadas.
Prolongamos la sobremesa charlando de asuntos relacionados con el trabajo de cada día. Teníamos muchos problemas comunes, y pocas diferencias en la manera de enfocarlos. Me alegré de que se me hubiera ocurrido la idea de hablar con ellos, porque sentí que aquella noche me iba a acostar con algunos prejuicios menos de los que abrigaba al levantarme, lo que siempre es digno de celebración. Quizá la sabiduría de un hombre no se mida tanto por las luces que adquiere como por las sombras de las que acierta a despojarse en el camino de la vida. También les comenté la hipótesis que en algún momento habíamos considerado, y que a aquellas alturas ya casi daba por amortizada, de que la muerte de Neus pudiera tener algo que ver con su labor como informadora acerca de ciertos submundos.
Riudavets me dijo:
—Tengo un compañero que controla bastante el tema. Si quieres que le pregunte por algo o que le enseñe alguna cosa…
Lo sopesé. Qué podía perder con ello.
—Te mandaré unos papeles. Para que les eche un vistazo, si tiene un momento. Sin prisa y sin ninguna presión. Por si le sugiere algo.
De vuelta a la comandancia, Robles, que había hablado poco o nada durante la comida, me preguntó mi impresión sobre el encuentro. No me precipité a responderle, porque sabía que iba con intención.
—No son ningunos pardillos, como todavía cree mucha gente en Madrid —dije—. O por lo menos éstos no lo son. Y si nos hacen falta, me parece que los tendremos ahí, que al final es lo que me importa.
—Eso no lo dudes. De Asensi ya te respondo yo. Y el otro parece buen elemento. Les quedan diez años —sentenció, con la altanería del profesional curtido—. Dentro de diez años supongo que sí, serán una policía en condiciones. La prueba del nueve la pasarán cuando a sus antidisturbios dejen de acogotarlos los niñatos, como pasa ahora.
—Hombre, seamos más generosos, Robles.
—Por qué. Yo ya soy viejo. Digo lo que me sale de los cojones.
—Faltaría más. No seré quien te niegue el derecho, mi subteniente.
Robles me dejó en la comandancia hacia las seis. Cuando fui a ver a Chamorro la encontré delante del ordenador, con cara de estar más aburrida que una ostra y más cabreada que una mona. Pese a todo, y aunque la respuesta cabía adivinarla, me permití inquirir:
—¿Alguna novedad?
—No —dijo—. Fracaso total.
—Habrás comido algo, por lo menos.
—Un sándwich.
Reflexioné brevemente. Se imponía usar mi autoridad.
—Apaga eso. Nos vamos.
—¿A dónde?
—A dar una vuelta. Hacer turismo. Tomar el aire. Cenar.
—Hay que ser constante con esto —protestó—, puede entrar en cualquier momento, y más siendo sábado, que es el día que…
—Chamorro, es una orden. Ponte en pie. Y no me repliques. Como tu superior que soy, sé lo que es mejor para ti como tú misma no lo sabes: ésa es la filosofía militar, que suscribiste al jurar bandera. Además, soy egoísta. No quiero tener la semana que viene un despojo a mi lado. Vamos a despejarnos, ya habrá tiempo de continuar con eso.
—Entendido. Pero lo voy a dejar encendido, por si acaso.
—Ay, Virgi —suspiré—. Ni que tuvieras acciones de la empresa.
De camino hacia Barcelona, recordé que llevaba en el coche el cedé de Raimon que me había regalado Altavella. Aunque temí que a ella no le gustara demasiado, me entraron ganas de escucharlo. Introduje el disco en la ranura y empezó a sonar una canción lenta y cargada de emoción. Pronto comprendí que se refería a una pareja y a su vida compartida. En el momento musical culminante, decía el cantautor:
Hem viscut junts, ben junts
ara fa ja molts anys,
qui sap què ens portarà,
què ens portarà demà.
I volem viure junts
els temps nous que vindran,
i volem lluitar junts
per tot el que hem lluitat[4].
Por el gesto impasible, deduje que Chamorro no estaba entendiendo gran cosa de la letra. Tampoco me preguntó por lo que significaba, y no me apresuré a ofrecerme como traductor. Aquella letra y aquella música me hacían pensar de golpe en demasiadas cosas. En Altavella y Neus, en primera instancia, pero también en mí mismo y en algunos trozos rotos de mi historia, incluso en lo que Virginia y yo habíamos vivido juntos. Sentí erizarse mi piel con una violencia que casi me sacudió. Si seguía por ahí, corría el peligro de ponerme sentimental.
—Voy a darte una vuelta por lo que no viste de Barcelona —le dije, tratando de sonar a la vez despreocupado y enérgico.
—Ya que estamos, podríamos ir a visitar eso del Fórum.
Meneé la cabeza.
—Lo siento, soy objetor frente a los eventos institucionales programados. No estuve en la Expo, y cuando las olimpiadas, que me pillaron aquí, me abstuve rigurosamente de acercarme a ellas. Si quieres te coges mañana el coche y te vas a verlo tú sola. Yo paso.
—Vale, no he dicho nada. A ver, tu plan alternativo. Ahora recuerdo que ibas a descubrirme no sé qué de la Sagrada Familia.
—Muy bien, empecemos por ahí.
Llegamos aún a tiempo de hacer algo que suponía que ella habría omitido de niña: subir a lo más alto de una de las torres. La experiencia de trepar por las escaleras en espiral, cada vez más empinadas y cerradas en su giro, ya era de por sí inolvidable, por fatigosa y claustrofóbica. Pero la de ver la ciudad desde los cien metros de altura de la torre pude advertir que la impresionaba, como no podía ser menos.
—La gente se queda mirando las fachadas, las estatuas y todas esas cosas —dije—. A mí me gusta encaramarme aquí, a la máxima expresión de la soberbia del arquitecto. Siempre que venía me imaginaba lo que sería subir a la torre central que nunca llegó a construirse, y que iba a levantarse hasta los 170 metros, según el proyecto de Gaudí.
Chamorro me examinó con suspicacia.
—¿Y por qué, este afán de subir? ¿Aires de grandeza?
—No. Porque mirar una ciudad desde arriba es a la vez como si estuvieras y no estuvieras en ella. Una mezcla de proximidad y lejanía. No sabría explicarlo del todo. Te llevaré a ver otro ejemplo.
Fuimos al Parc Güell. No lo conocía, y se admiró de la escalinata, la sala hipóstila, los viaductos. La dejé disfrutar de todo bajo la luz suave del atardecer. A mí no dejaba de afectarme, más que nada porque evocaba otros atardeceres allí.
En especial me sentí flaquear al pasar por el viaducto de los Enamorados, desde el que se contemplaba una vista de la ciudad que recordaba bien y que Chamorro propuso sentarse a admirar. Pero mi meta estaba más allá de los monumentos.
—Subamos un poco más.
Cuando empezamos a adentrarnos en la parte alta del parque, entre las pocas casas de la frustrada colonia Güell, Chamorro observó:
—Aquí ya no hay nada, parece.
—No te fíes de las apariencias.
Llegamos a lo alto de la colina. Atravesamos la plataforma y la llevé al borde desde el que se dominaba toda la ciudad. Empezaban a encenderse las luces que punteaban en amarillo las venas y las células del organismo urbano. Al fondo, se difuminaba en violeta el mar.
—Vaya —observó Chamorro.
Había otra pareja, sentada con los pies colgando ante el panorama. Los imité, y Chamorro hizo lo propio, a mi lado. De pronto, me arrepentí de aquella torpe reproducción de episodios que me dolía llevar en la memoria. Tenía una sensación extraña, de usurpación de mi propia vida. Mi compañera notó algo, y trató acaso de distraerme.
—Merecía la pena subir —dijo—. ¿Qué es aquello de ahí atrás?
—El Tibidabo. Si quieres y tenemos tiempo podemos ir otro día. La vista es aún más amplia, pero a mí me gusta menos que ésta. Desde aquí la ciudad está más cerca, casi parece que pudieras tocarla.
—Sí, es como sobrevolarla a vista de pájaro —apreció.
—Hace diez años venía por aquí a menudo. Cuando quería aclararme la cabeza. Y a veces también para oscurecérmela —bromeé.
—¿Algo de nostalgia?
—Siempre la hay, de todo lo que dejaste de vivir. Pero ya va siendo tanto que se me amontona. Empieza a costarme distinguirlo.
Chamorro inspiró hondo. Y se atrevió a decirme:
—¿Te acuerdas de algo, de alguien en especial?
—Algo y alguien, sí. Pero no es una bonita historia. O sí, quién sabe. No soy quién para juzgarlo, no ahora, por lo menos.
No quise decir más. Ni ella preguntó.
Después, y mientras anochecía, dimos una vuelta por las faldas del Carmelo, otro paisaje que siempre me había parecido singular, con sus rampas y callejones. Sobre un muro leímos una pintada que vino a desdramatizar el instante, tras mi confesión en lo alto del mirador: SI EL PERRO ES TULLO, SU MIERDA TAMBIÉN LO ES. Luego recuperamos el coche y bajamos a cenar al centro. Al pasar junto a una galería comercial, Chamorro me dijo que aparcara un momento a la entrada, porque quería mirar si tenían algo. Volvió al cabo de diez minutos con una caja no demasiado grande. No pude dejar de indagar:
—¿Qué has comprado?
—Un micrófono para el ordenador.
—¿Y eso?
—Sólo cuesta cinco euros.
—Sí, un buen precio. Pero ¿para qué lo quieres?
—Ya lo verás.
Así como ella antes había respetado mi reserva, me pareció fuera de lugar tratar de romper la suya. Fuimos a cenar a un restaurante de cocina autóctona, donde la inicié en varias especialidades catalanas que no parecieron desagradar mucho a su paladar. La velada la dedicamos a hablar de nada y de todo, con una doble precaución, tanto por su parte como por la mía: ni mencionamos a Neus Barutell, ni mi vida pasada en Barcelona. Fue relajante, que era de lo que se trataba. A las once y media levantamos el campo. De camino hacia el coche, descubrí una tienda de miniaturas. Chamorro se mostró comprensiva:
—Adelante, hombre, fisga todo lo que quieras.
El contenido del escaparate era bastante convencional, con una salvedad reseñable: la figura de un carabinero republicano, de los que allá por agosto del 36 defendieron hasta la muerte las murallas de Badajoz, frente al asalto de las finalmente victoriosas tropas africanas. Mi especialidad única son los soldados derrotados, y ya llevaba tiempo buscando aquella pieza, así que me tomé nota de la tienda para volver en cuanto tuviera oportunidad de visitarla en horario comercial.
Esa noche, antes de dormir, tuve el valor de abrir el libro de Vicent Andrés Estellés y empecé a leer el poema que no debía:
No hi havia a València dos amants com nosaltres.
Feroçment ens amàvem des del matí a la nit.
Tot ho recorde mentre vas estenent la roba.
Han passat anys, molts anys; han passat moltes coses…[5]
Si uno juega con fuego, no debe sorprenderle que acabe quemándose. No conseguí llegar más que hasta ahí, hasta ese cuarto verso, antes de que mi mirada se empañara por completo. Durante muchos años, durante la mayor parte de mi existencia en realidad, yo he sido incapaz de derramar una sola lágrima. Pero llega un momento en que un hombre se ve en la necesidad de llorar, salvo que sea un trozo de madera petrificada que haría mejor en hundirse en el río del olvido.
No impedí, pues, que el llanto se desbordara y corriera por mis mejillas. Allí estaba, sintiéndome a la vez un poco imbécil y un poco mejor que mientras reprimía mis sentimientos, cuando mi teléfono móvil se puso a interpretar con estridencia la obertura de La Gazza Ladra.
—Sí —dije, tratando de evitar que se me quebrara la voz.
Chamorro me anunció entonces, eufórica:
—Rubén, he conectado.