CAPÍTULO 3
HIS, NOT MINE
A medida que van pasando los años y me voy haciendo mayor, creo cada vez con más convicción que hay algo cierto y nítido entre todas las sombras irreductibles que conforman la condición humana: que la vida sea una cruz insoportable, o una aventura curiosa y digna de ser recorrida, es una cuestión en la que influye notablemente lo bien o lo mal que uno haya podido dormir la noche anterior. Puede que el axioma no valga tanto para los menores de veinte años, y que entre los veinte y los cuarenta conozca numerosas excepciones. Pero de cuarenta para arriba, dudo que haya muchos que se salven. Cuando has dormido mal, eres un despojo y poco importa que en el día te aguarde un programa repleto de festejos (ítem más, cada uno de esos festejos será en ese supuesto una estación más de tu vía crucis). Por el contrario, cuando has dormido bien, ya pueden salirte al paso los problemas más enojosos, que buscarás y encontrarás la manera de quitarles importancia y, en algún que otro caso, incluso el modo de resolverlos.
Esa noche dormí estupendamente. Supongo que fue por el agotamiento nervioso de la víspera y la sucesión de acontecimientos precipitados: el viaje, la tensión de dos espinosos interrogatorios, la autopsia y la ulterior tormenta de ideas con Chamorro. Lo cierto es que me levanté de un humor extraordinario, que no se dejaba ensombrecer por la perspectiva que tenía por delante, una jornada consagrada en exclusiva a las menudencias burocráticas de la investigación criminal. Después del levantamiento del cadáver, la toma de los vestigios materiales del crimen y el primer contacto con las personas próximas a la fallecida, aquel día, nuestro segundo sobre el terreno, nos correspondía abordar un sinfín de aspectos accesorios: búsqueda de eventuales testigos de los movimientos de la víctima o de personas sospechosas; rastreo de presumibles itinerarios; inspección de ropa, enseres, documentación y cualquier otra fuente de posibles indicios indirectos.
Simultáneamente, otros miembros del equipo procederían a comprobar las huellas con las bases de datos y a obtener perfiles de delincuentes condenados por delitos similares y que pudieran haber actuado en el lugar y la fecha de autos. En fin, lo usual en la primera fase de la investigación, cuando el abanico es todavía demasiado amplio y hay que barajarlo todo para tratar de discernir una dirección precisa. Es el trabajo más aburrido y rutinario, por no contar que gran parte de él resulta baldío, y no oculto que prefiero con mucho el que se realiza en un momento posterior, cuando uno ya tiene una hipótesis que le guíe y actúa con la sensación de estar avanzando y no dispersándose en mil tareas. Sin embargo, aquella mañana me sentía animoso, y en condiciones de salir a desbrozar la selva sin dejar de silbar entre machetazo y machetazo.
Chamorro también parecía haber dormido bien. Por lo menos me la encontré despejada y amable cuando bajé a desayunar.
—El café está de repetir —me informó—, calentito y aromático. Y mira qué aceite me han dado para las tostadas.
Era bueno, de Priego de Córdoba, en una botellita de gourmet. Chamorro, según una costumbre meridional adquirida en la tierra donde durante gran parte de sus primeros años había vivido con su familia, Cádiz, solía desayunar pan con aceite de oliva. Y como el roce tiene esas cosas, me había pegado la afición. La verdad es que era un detalle por parte de los dueños del hostal, para lo que valía dormir allí. Nunca habría ocurrido en un hotel medio-bajo de una cadena, la otra clase de alojamiento que conocíamos. Ya se sabe que la prodigalidad no es una característica típica de las sociedades mercantiles.
—Acabo de hablar con el capitán. Dice que no cogías el móvil.
—Me estaba duchando, para no hacerte el día más duro de lo imprescindible —me justifiqué—. Luego he visto la llamada perdida, pero no ha dejado recado y tiene el número protegido. Como comprenderás, no voy a llamar a todos los que me llaman que lo tienen así…
—Bueno, eso se lo explicas a él, yo en tu intimidad no me meto. El asunto es que esta noche han estado currando como locos, que han empezado a cruzar huellas y que nada. Las hay de Neus, de Meritxell, del escritor, aunque más desdibujadas que las otras, y de la mujer que les hace la limpieza. Luego hay al menos de otras dos personas, pero no identificadas ni registradas en las bases de datos.
La escuché mientras enviaba a mi estómago el primer sorbo de café. Estaba tan caliente y rico, que apenas me importó el cariz más bien desalentador de la información que me estaba dando.
—Una pregunta estúpida —dije, aún sumido en aquella ensoñación que me producía el aroma del café—. ¿Tú crees que existe alguna posibilidad de que Meritxell haya convertido a su jefa en un acerico?
Vi cómo el ceño de Chamorro se arrugaba, reprobador.
—Posible es casi todo, en la vida —concedió, sin embargo—. Y supongo que eso que dices es tan posible como que la propia Meritxell meta las dos manos en el cubo de la basura de un cocedero de mariscos.
—Lo mismo pensaba yo —asentí, mientras reflexionaba sobre la malicia que con los años hubiera podido contagiarle, y sobre lo que ella me habría contagiado a mí, aparte de las tostadas con aceite.
—No sé si tu fe en el nunca se sabe llega a tanto, pero de momento yo no perdería ni un segundo imaginándola culpable.
—No, sólo era un divertimento al calor del café, y de esas estimulantes noticias que me acabas de transmitir.
—Tengo alguna más —advirtió, como quien amenazara.
—Pues dale, que hoy encajo bien.
—Se han trabajado a fondo el coche de Neus, como les dijimos. Ya sabes, hipótesis provisional, Neus se trajo a alguien a pasar un buen rato. Si es por lo que han sacado del coche, ya podemos irnos buscando otra. Ni una sola huella dactilar que no fuera de la propietaria.
—Tal vez él viniera en otro coche. O pudo ponerse guantes.
—¿Tú te irías a la cama con alguien que lleva guantes en mayo?
—Bueno, depende. Si está buena y está a tiro…
Mi compañera me hizo comprender con su mirada que ella no.
—Es broma —dije—. Ya sólo voy a la cama con mi Dumbo de peluche.
—Y serás capaz de hacerlo y todo —apostó—. En fin, para rematarte el cuadro, también han conseguido cabellos en abundancia. Los del coche, todos teñidos con el rubio exclusivo que usaba Neus. En la cama y la habitación algunos otros más cortos y aparentemente morenos.
Interrumpí el mordisco que le estaba dando a mi tostada.
—Caramba, Chamorro, eso es algo, y no poco. De un golpe acabamos de descartar a unas cuantas minorías de españoles: pelirrojos, castaños y rubios. Y a una pila de forasteros, eslavos, nórdicos y demás.
—Sí, sólo deben quedarnos unos quince millones de sospechosos. Catorce millones novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve si te restamos a ti, que nunca te habrías ligado a Neus.
—Gracias. Pero a lo mejor me aproveché de que estaba drogada.
—A lo mejor.
—Está bien. Llamaré al capitán, para que no siga creyendo que se me han pegado las sábanas. ¿Qué hora tienes?
—Las ocho y media.
—Magnífico, aún todo el día por delante —constaté, mientras le tiraba las llaves del coche—. Vamos, hoy conduces tú, por lista.
El capitán Navarro no había dormido tan bien como yo. Al menos su voz sonaba bastante pastosa, y había perdido parte de la chispa que solía tener su conversación. Después de decirle que Chamorro ya me había puesto al corriente de sus avances, le propuse encontrarnos en la casa para hacer intercambio de ideas y profundizar un poco más. Me respondió con algo que casi llegó a sonarme como un exabrupto:
—En la casa estoy, Vila, esperando a vuecencia.
—Danos cinco minutos, mi capitán —respondí.
—Eso será arrollando todo lo que nos salga al paso —apreció Chamorro, mientras se abrochaba el cinturón de seguridad.
—Por una vez, creo que te convendrá portarte mal. Tira.
Si se ponía, Chamorro podía ser una conductora bastante resolutiva. Durante el camino dejó boquiabiertos a un par de lugareños con sendas maniobras al filo de la ley, y al final consiguió plantarse en la casa en muy poco más de los cinco minutos prometidos. La gente de Navarro seguía husmeando por todos los rincones, aunque ya no quedaban muchos por mirar. Estaban ojeando papeles, fisgando en los revisteros, incluso examinando las pastillas de jabón y los botes de champú.
Nunca podía estarse al cien por cien seguro de nada, pero por cómo se lo habían tomado parecía bastante improbable que se pasara por alto algún rastro que pudiera sernos de ayuda para la investigación. El capitán, en cuyo rostro era tan visible el cansancio como la mala leche que tenía aquella mañana, nos puso al corriente de alguna novedad más, no por cierto de las que hubiéramos querido conocer.
—En el teléfono que dimos para que llamara cualquiera que hubiera visto a la víctima o a alguien sospechoso sólo hemos recibido tres llamadas. Me las están mirando, por si acaso, pero a la legua se ve que son los chiflados de guardia con ganas de popularidad. Nadie parece haber visto a Neus, ni a otra persona, entrar o salir de su casa.
—La casa está un poco a trasmano, y si ella vino directamente y quien fuera entró y salió a deshora, muy bien pudo suceder que no les viera nadie —conjeturó Chamorro, con sagaz pesimismo.
—No puede ser —dije—. Es cuestión de tiempo. Siempre hay alguien que ve algo, incluso cuando matan a un pelagatos. Tanto más con ella. Joder, era una famosa, alguien que da el cante allí donde va.
—Pues eso es lo que hay, por ahora —reiteró el capitán—. Y entre todas las minucias que estamos levantando por aquí, nada que vaya a darnos muchas pistas, me temo. El bote de nata tiene la etiqueta de un supermercado Caprabo, o sea, que puede ser de mil sitios, aunque haremos el gasto de tratar de localizar el lote y demás, que no se diga que somos haraganes. Aparte de eso está la agenda, un cuaderno con anotaciones de trabajo que tenía en el portafolios y el ordenador portátil.
—¿Algo en esa agenda y en el cuaderno?
—A bote pronto, nada. Para destriparlo, ya os dejamos a vosotros.
—Y el ordenador, ¿lo habéis encendido?
—Pide password —anunció, sin alterar su tono sombrío—. A ti, que has intimado más con el viudo, te tocará preguntarle si se la sabe.
—Bueno, nunca es fácil. No nos desanimemos.
—No, si yo no me desanimo —repuso el capitán—. Pero he mantenido hace un ratito una charla antipática con mi teniente coronel. Creo que esperaba que le dijera más de lo que le he dicho que tenemos. No descartes que tu teléfono suene de un momento a otro y te veas obligado a pasar por un trance similar con tu jefe.
—No, no lo descarto —asentí—. Pero seamos positivos, mi capitán, que no nos queda otra. ¿Dónde está el coche?
—En la cochera, donde ella lo dejó. Lo hemos vuelto a meter después de sacarle las huellas.
—Vamos a echarle un vistazo —dije.
Neus tenía un buen coche, y bonito, aunque no demasiado práctico. Un Mercedes biplaza de esos pequeños, que uno nunca sabe cómo no salen volando más a menudo, con tanto motor para tan poca carrocería. Era plateado y estaba impoluto, después de la vaporización con cianocrilato a que lo habían sometido para levantarle las huellas dactilares que pudiera haber en todas y cada una de sus superficies. Abrí el maletero. Contenía una prenda de abrigo, un botiquín intacto, la caja de las lámparas de repuesto y los triángulos de emergencia.
—Hemos mirado los bolsillos del anorak —dijo Navarro—. Nada.
Luego me introduje en el habitáculo. Olía aún levemente a perfume femenino, los vahos de cianocrilato no habían sido suficientes para extirpar del todo aquella fragancia. Pensé que ese aroma era uno de los pocos rastros personales que perduraban del ser viviente que había sido Neus Barutell. Era un perfume sofisticado, sin duda alguno que yo nunca habría podido olerle a una mujer a cuya nuca me hubiera sido dado acercarme. Cuando menos, no me resultaba familiar.
La llave estaba en el contacto. La giré y el panel de instrumentos se iluminó. Recorrí maquinalmente todos los indicadores. Vi la velocidad máxima que recogía el velocímetro, un demencial 280, los kilómetros recorridos totales, 8761, los del último parcial, 515, la temperatura exterior, la hora, los diez o doce testigos multicolores de utilidades diversas y, al final, el indicador del depósito de combustible. Casi lleno.
—Mira esto, mi capitán.
—El qué —consultó Navarro, con desgana.
—Está hasta arriba de gasolina.
—¿Y?
—Pues si juzgara por la última experiencia que tuvimos con el indicador del depósito de combustible de un Mercedes, no sabría qué decirte. Te lo habrán contado. La anécdota se hizo famosa. Un día iba uno de los nuestros en un Mercedes decomisado a unos narcos y el coche se le quedó seco de repente, cuando creía que llevaba medio depósito. Y lo llevaba, sí, pero cargado de cocaína en vez de combustible.
—Ah, sí, oí la historia. Pero ¿qué nos aporta esto aquí?
Saboreé la incertidumbre del oficial. Poder hacer eso es uno de los placeres ruines de los que a un suboficial más le cuesta privarse.
—No creo que Neus transportase su stock de cocaína en el depósito. Debe de estar lleno de gasolina Extra 98, que para eso es el coche de una pija. Esa circunstancia quiere decir que repostó por el camino y no demasiado lejos de aquí. ¿Ves ahora por dónde voy, mi capitán?
—Testigos, a lo mejor.
—Testigos, seguro. Es un Mercedes de quince kilos, o de noventa mil euros, como prefieras. Y al volante, una que sale en la tele. Si el gasolinero no se acuerda de ella y de con quién iba es que hemos tenido la mala pata de que le haya caído un piano en la cabeza entre medias.
—¿Qué trecho podemos tener que controlar?
—Es un Mercedes 500, chupa de narices, y la aguja está casi en el tope. No creo que haya que retroceder más de cuarenta kilómetros en dirección Barcelona. Como mucho, media docena de gasolineras.
Navarro aflojó la mueca agria por primera vez en toda la mañana.
—Bueno, Vila, veo que por lo menos merece la pena que le regales tanto descanso a ese cerebro tuyo, porque se te ha despertado ocurrente. Ahora mismo agarro a dos chavales y les digo que se pateen las gasolineras que se encuentren de aquí a cincuenta kilómetros.
El capitán salió de la cochera. Quedamos solos mi compañera y yo.
—Recuerda, no hay más huellas dactilares en el coche que las suyas, es casi seguro que venía sola —me enfrió el entusiasmo Chamorro.
—Entonces, por lo menos, averiguaremos la hora a la que vino y si en su aspecto había algo anormal —respondí.
—Eso ya te lo anticipo yo. Al gasolinero seguro que le pareció de lo más anormal todo. Tú lo has dicho. Ella salía en la tele.
—No anticipes nunca acontecimientos, que es una ligereza, Virginia. Y ahora ayúdame a mirar bien debajo de los asientos.
No era porque desconfiara de la inspección que había hecho la gente del capitán Navarro, sino porque registrar a fondo un coche no es fácil y siempre vale más que lo hayan hecho catorce ojos en lugar de diez. En cualquier caso, no sacamos nada de nuestra búsqueda. Todo estaba limpio. El coche seguía oliendo a nuevo, y daba una impresión algo desoladora mirar un objeto tan costoso que había quedado sin dueño antes de haber llegado casi a tenerlo. El viudo podría revenderlo sin más merma económica que el impuesto de matriculación, porque con ocho mil kilómetros estaba mejor que recién salido de fábrica.
Luego Chamorro y yo hicimos una inspección detenida de la distribución de la casa, las ventanas, las puertas, los accesos. Como nos habían dicho los nuestros, no mostraban el menor signo de violencia. La hipótesis con la que debíamos pues manejarnos era que quien fuera había accedido a la parcela por la única entrada abierta en el muro que la circundaba (o bien lo había saltado sin ser visto) y a la casa por una de sus dos puertas. Esto último, salvo que se las hubiera arreglado para abrir alguna ventana sin romperla, o hubiera aprovechado que alguna estuviera abierta, en cuyo caso luego había tenido cuidado de cerrarla. La distancia que había desde la carretera se salvaba por un camino asfaltado, y en la parcela se penetraba por una senda también pavimentada que desembocaba en un aparcamiento de grava compacta. Si el asesino, como parecía a esas alturas probable, no había venido con Neus, sino por su cuenta y en otro vehículo, no íbamos a disponer de huellas de neumático para atestiguarlo. Una lástima, porque identificar un coche ayuda sobremanera en el seno de nuestra civilización, en la que el automóvil es la expansión natural (y una de las principales) de la personalidad del individuo que lo conduce. Cuando uno tiene controlado el coche del sospechoso, aunque sólo sea el modelo que es, empieza a saber mucho de él, y a nada que le sonría un poco la fortuna, puede echarle el guante con no demasiado esfuerzo.
Eran apenas las diez y media y ya habíamos hecho un montón de cosas. Me resulta deliciosa esa sensación que se tiene a veces de que el día no avanza, de que uno es capaz de resolver muchas tareas sin que el reloj le acorrale. En momentos así, mi mente trabaja a tal velocidad y con tal desenvoltura que sería capaz de enfrentarme al problema más abstruso y enrevesado sin la menor preocupación. Y no me vino mal esta disposición de ánimo, cuando nos enfrascamos con los objetos personales de la difunta. Allí sí que había tela que cortar. Comenzamos por el bolso. En su interior encontramos lo que cabe prever cuando se trata de un bolso femenino, con la singularidad de que todo lo que usaba Neus era de primeras marcas. Respecto de la calidad y el coste de alguna de las piezas, como por ejemplo el estuchito de maquillaje o la barra de labios, fue Chamorro quien me ilustró. Por un momento pensé que algún verano o alguna navidad podía rascar un pellizco de la paga extra para darle una alegría, que tampoco está nunca de más hacer felices a quienes te rodean. Pero por desgracia las marcas se me olvidaron luego. También en el bolso llevaba Neus unas cuantas tarjetas de visita: de una tienda de muebles rústicos, de un salón de belleza, de una compañía de radio-taxis y de una librería inglesa de Barcelona. Y naturalmente, el teléfono móvil. Un capricho de color cobre, cuatribanda, multimedia, Bluetooth, UMTS y no sé cuántas chorradas más. Todas las que estaban disponibles en ese momento del desarrollo tecnológico, aposté. Tenía unas cuantas fotografías en la memoria (nada de interés, tres paisajes, dos niños, un perro), las últimas veinticinco llamadas recibidas y las últimas veinticinco enviadas. Eso sí podía darnos pistas, y le ordené a Chamorro que las anotara para preparar un listado y pedir información a la compañía telefónica. En el listín de teléfonos del aparato sólo había cuatro números, todos ellos comprendidos entre las llamadas recibidas y enviadas: Meritxell, Altavella y otro par de personas. Deduje que el cacharro era nuevo, y que no le había dado tiempo a apuntar nada. Así debía de ser la vida de los ricos, pensé, siempre rodeados de artefactos con los que aún no han terminado de hacerse. Como buen pobre, me desasosegó.
Supongo o imagino que a quien se muere todo pasa a importarle un pimiento, pero cuando fisgo en los entresijos de una vida ajena, cuando rompo todas las cerraduras de sus cajones secretos para buscar lo que constituye mi misión, y de paso me tropiezo con todo lo demás, no puedo dejar de pensar que es una verdadera faena que te maten. Aparte del mal trago que ello comporte, tu vida toda se abre al escrutinio de un cualquiera al que a lo mejor ni habrías saludado. Pierdes el derecho a ser otro distinto del que pareces, o incluso a ser varios a la vez, sin que nadie pueda reprochártelo o juzgarte por ello. Aquellos cincuenta números nos iban a dar todas las relaciones, confesables o inconfesables, que Neus había establecido en los últimos días a través de su teléfono móvil. Y no era la primera vez que investigando esa información nos habíamos encontrado con resultados sorprendentes.
Continuamos con la agenda. A efectos de organizar su vida, Neus no se había pasado aún a la cacharrería electrónica, seguía anclada en el viejo y farragoso papel. Mejor para nosotros. Las agendas electrónicas no sólo son más difíciles de examinar, si uno quiere ser exhaustivo, sino que también obran el efecto de uniformar todas las anotaciones y despojarlas de cualquier peculiaridad o intensidad emocional. Por el contrario, el garabato a mano siempre informa de la velocidad, el estado de ánimo e incluso el interés con que fue trazado, lo que no resulta nada baladí para los fines que nosotros perseguimos. Y en un caso como el de Neus, es decir, alguien con una personalidad poderosa y aun arrolladora, las páginas de su agenda podían adquirir, y de hecho adquirían, un valor y una significación especiales. Lo malo era, precisamente, el tamaño de esa personalidad, y la cantidad de sitios a donde había llegado. La agenda de Neus era de una inmensidad y una diversidad difícilmente asimilables. No sólo había en ella cientos de nombres y de números de teléfono, sino que entre ellos se hallaban gentes de todas las condiciones y no pocos a los que cabía presumir que no iba a ser nada fácil acceder. Mientras pasábamos las hojas, nos iban entrando sudores fríos. No podíamos tocar a toda aquella muchedumbre, en primer lugar porque no íbamos a tener tiempo, y en segundo lugar porque a unos cuantos de ellos nuestros jefes nos iban a exigir que justificáramos de manera muy cumplida la necesidad de molestarlos. Ya se sabe que todos somos iguales ante la ley, pero la igualdad de unos es más evidente que la de otros. No se trata de que existan discriminaciones, como postulan toscamente los malpensados y los ignorantes, sino de una cuestión de percepción, la eterna fuente de los conflictos humanos. No es que la dignidad como persona de un rey sea mayor que la de un barrendero, sólo sucede que la dignidad de la persona real se nota más (por los escoltas, los pelotas, la ropa buena).
Políticos, periodistas, cineastas, escritores, empresarios, aristócratas de alto y bajo rango (incluidos algunos de sangre real, por cierto). Todas estas especies sociales habitaban el abigarrado ecosistema de la agenda de Neus, lo que nos convertía a mi compañera y a mí, mientras la desbrozábamos, en algo así como un par de becarios del National Geographic en pos del abominable hombre de las nieves, es decir, dos idiotas con menos futuro que un malabarista manco. Después de pasar todas las hojas, y mientras observaba estupefacto cuánta gente podía apellidarse de alguna manera que comenzara por zeta, me pareció que más valía tomárselo con humor y le dije a Chamorro:
—Podemos hacerlo esta vez al revés de lo habitual. Empezar a investigar aquellos nombres que no nos sugieran nada.
—Sí, es un método tan poco prometedor como cualquier otro —asintió, sin dejar de leer los nombres allí apiñados.
Las citas de la agenda de Neus formaban un galimatías comparable al del listín de teléfonos. Las páginas de cada día estaban repletas de notas y tachaduras, y comprendimos que Navarro y los suyos hubieran preferido limitarse a hojearlas, dejándonos a nosotros la labor de adjudicarles algún significado y extraerles alguna utilidad. Después de un somero repaso, cerré la agenda y se la entregué a mi colega.
—Virginia, es tuya. De mujer a mujer, te encomiendo que le saques el jugo y me propongas alguna idea al respecto. Tómate tu tiempo.
—Pues muchas gracias —dijo—. Por el tiempo.
El cuaderno era otra historia. Allí apuntaba Neus sus ideas, esquemas para las entrevistas y los programas, argumentos y esbozos sobre las cuestiones más variopintas. Reconocí (bajo el nombre del personaje correspondiente, tampoco tenía mucho mérito) las notas que había preparado para una de las últimas entrevistas que le había visto hacer en televisión. En los márgenes, multitud de abreviaturas, dibujitos, rayas. Tenía una especie de obsesión por hacer cadenas de triángulos, con los que formaba estrellas, mosaicos y figuras vagamente antropomórficas. Recorriendo el cuaderno me tropecé un par de veces con las mismas dos letras encerradas dentro de uno de los triangulitos: R.K. Mantuve la atención y aún las encontré otra media docena de veces. Sólo era eso, las dos letras, trazadas con aplicación dentro del triángulo. Ninguna anotación explicativa o adicional, salvo en uno de los últimos dibujos. Allí, bajo el triángulo que encerraba las dos letras, podía leerse, igualmente con caracteres de molde: HIS, NOT MINE.
—Fíjate en esto —le dije a mi compañera—. Estas dos letras aparecen por todo el cuaderno. Y aquí junto a estas tres palabras en inglés.
—His… ¿no debería haber algo antes de la coma?
—No, si es un pronombre. Se traduciría: Suyo, no mío. De él.
—De él, ya, hasta ahí llego… ¿Deduces que R.K. es un hombre?
—No sabemos si con esas iniciales, si es que son iniciales, se refiere al poseedor o a lo poseído. El que posee sí es un hombre, porque el pronombre posesivo que escogió marca género masculino. Y lo que también parece que podemos afirmar, signifiquen lo que signifiquen esas dos letras, es que ocupaba los pensamientos de Neus con la intensidad suficiente como para escribirlas ocho veces. O sea, alguna.
—R.K. Pocos apellidos españoles empiezan por K.
—¿Es un apellido extranjero? ¿Son las iniciales de dos palabras extranjeras que no tienen que ver con ningún nombre propio?
Chamorro sopesó en silencio mis dos interrogaciones. Agregué otra:
—¿O es sólo una gilipollez con la que nos estamos entreteniendo como dos bobos aprendices de Miss Marple porque hasta el momento no hemos sido capaces de encontrar nada que realmente nos sirva?
—Suyo, no mío —dijo en voz alta, prescindiendo de mi reticencia—. Eso tiene pinta de querer decir algo que le importaba, estoy contigo. Lo que uno lamenta que no sea suyo sino de otro, hasta el punto de escribirlo una y otra vez con esa letra tan perfilada, no debe de ser algo intrascendente. Tenga o no que ver con su muerte, ahí ya no me mojo.
—Okey, cabo. R.K., otro enigma para darle vueltas.
Entre unas cosas y otras, hacer aquella primera revisión de los papeles y las pertenencias de Neus nos llevó un par de horas. Y todavía nos quedaba el ordenador portátil. Le pedí a Chamorro que lo fuera encendiendo, mientras yo buscaba en mi agenda el número de Gabriel Altavella y meditaba cuál sería la mejor manera de pedirle la clave de acceso al aparato y de hacer frente a las ocurrencias con que al hilo de tal solicitud pudiera tener a bien obsequiarme. Si es que no se limitaba a decirme que obviamente ignoraba esa clave y que en las cosas de su mujer no tenía la fea costumbre de cotillear. Andaba, en fin, anticipando todas estas posibles jugadas, cuando apareció alguien que me hizo cambiar al instante el objeto de mis preocupaciones.
—Vila —me llamó el capitán Navarro, desde el umbral de la habitación donde estábamos—. Has hecho bingo, cabrón. Tengo a dos chicos en una gasolinera a treinta kilómetros de aquí. Han dado con el gasolinero que atendió a Neus. La vio con alguien, me dicen. A mí me parece que te interesa dejar eso por ahora y acercarte allí cagando leches.
—No me digas, ¿así de fácil? —dudé si creerlo.
—Como lo oyes.
Seguía estupefacto, tratando de asimilar. Entonces sonó mi móvil.
—¿Qué pasa, Rubén, que ya no me quieres? —me saludó, apenas descolgué, una voz de hombre. Era Pereira, mi comandante.
—Mi comandante, cómo dice usted eso.
—Ya sabes por qué te lo digo. ¿No tienes nada para contarme?
—Preferí no molestarle en tanto no hubiéramos hecho ningún avance, mi comandante. No he querido llamarle para contarle lo que ya me contó usted ayer. Todo lo que nos hemos ido encontrando es congruente con el móvil pasional o sexual, sin que podamos decantarnos aún por uno o por otro. No tenemos huellas identificadas, ni un perfil definido del sospechoso, etcétera. Entendí que no valía la pena que le llamara para decirle sólo eso. Pero parece como si me hubiera adivinado el pensamiento. Acabamos de encontrar algo. El depósito del coche de la difunta estaba lleno de gasolina, así que hemos investigado las gasolineras cercanas y hemos dado con quien la atendió cuando paró a repostar. Y tiene una información interesante. No estaba sola.
—¿Ah, no? ¿Y con quién estaba?
—Pues en eso justamente andábamos, mi comandante, saliendo para la gasolinera para hablar con el empleado y poder amarrar bien la descripción del acompañante. Es que acaban de llamarnos.
—Vale, Vila, ya creía que estabas sobándote el mondongo, pero veo que conservas un residuo de vergüenza. No te entretengo. Cuéntame algo cuando lo sepas. De momento esto ya me va bien.
—Me alegra poder serle útil, mi comandante.
Cuando colgué, Navarro me miraba con expresión socarrona.
—Desde luego, tío, algunos nacéis con una flor en el culo.
—No se crea, mi capitán. Como dice Sinatra, a veces perdí y a veces gané. Y mi balance global no es como para echar cohetes.
—No, si jodidos estamos todos. Pero yo me he desayunado una bronca y a ti te dan las gracias. Comparativamente, tú me dirás.
—Bueno, hay que rematar la jugada. ¿Dónde está esa gasolinera?
Navarro me dio las indicaciones para llegar. También me anunció que tenían ya empaquetadas y etiquetadas todas las pruebas y que su intención era levantar el campo antes de mediodía.
—Por desgracia, tengo más asuntos que resolver, y por aquí sólo queda lo que ahora averigüéis vosotros —añadió—. El viudo salió con el cadáver para Barcelona hace una hora. Si necesitáis algo, llamadme.
—Dependerá de lo que nos diga el gasolinero. Esto os ha tocado a vosotros porque aquí fue la fiesta, pero si Neus vino con alguien, tengo el barrunto de que por este pueblo no vamos a tener gran cosa que hacer. Me temo que las razones habrá que ir a buscarlas en otra parte.
—¿En Barcelona?
—Bueno, sería lo más normal. ¿Sabes cuándo será el entierro?
—Mañana.
—Pues hablaré con mi comandante, pero si pudieras llamar tú a nuestra gente de Barcelona para pedirles apoyo, no estaría de más. A lo mejor conviene tener preparado un equipo allí mañana para asistir a la ceremonia con las antenas desplegadas y los ojos bien abiertos.
—¿Tienes alguna idea?
—Déjame pensar después de hablar con este hombre. Luego te llamo y te propongo algo más concreto, a ver qué te parece.
—Vale, iré dando un toque a los de Barcelona.
—Con la agenda, el cuaderno y el ordenador nos quedamos nosotros, si no tienes inconveniente. Andamos a medias con ello aún.
—¿Llamaste ya al viudo por lo de la clave?
—En eso estaba. Le llamo ahora de camino.
—Pues que tengas suerte —dijo, con maligno placer.
Dejé que condujera otra vez Chamorro, y mientras íbamos hacia la gasolinera marqué el número del teléfono móvil de Gabriel Altavella. Me lo cogió a los cinco pitidos. Su voz sonaba fatigada y tensa a la vez. Le expliqué el asunto de la manera más suave y respetuosa que pude. Cuando acabé de hacerlo en la línea se hizo un silencio que se prolongó durante varios segundos. Luego replicó, abruptamente:
—No sé cuál era esa clave. Y le exijo que no intenten averiguarla. Lo que haya en ese ordenador forma parte de la intimidad de mi mujer.
Respiré hondo. Conté hasta cinco. Hablé con serenidad.
—Lo entendemos, y no vamos a inmiscuirnos en ella indebidamente. Pero la información que contenga el ordenador puede ser relevante para la investigación. Podemos pedir al juez que nos autorice a desproteger el equipo y no le quepa ninguna duda de que nos lo autorizará.
—Pues entonces, pídanselo. Yo iré poniendo al corriente a mi abogado, para que haga lo que legalmente proceda para impedirlo.
Y colgó. Desde luego, con aquel hombre no iba por buen camino.