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Así como las loterías, quinielas y tragaperras fomentaron la ludopatía con licencia estatal, para solaz de los bancos y de los usureros, las líneas calientes reivindicaron una práctica sexual tan antigua como la humanidad, rescatándola de la condena eclesiástica y de un aparente monopolio juvenil. La paradoja era que la paja fue siempre gratis y el sexo telefónico la convirtió en un placer de lujo.

-Las tecnologías modernas también llevan a confusiones sexuales, Anita -comentó el detective George Washington Caucamán, mientras su compañera revisaba sus maltratados pies.

Anita Ledesma vivía en una pequeña casa del barrio San Isidro, y todo su mobiliario era práctico y funcional, como ella misma. Las paredes estaban decoradas con unas arpilleras que recordaban un pasado demasiado pegado al presente, el de los tiempos de la Vicaría de Solidaridad, y unos afiches de la Feria Chilena del Disco enseñaban a Víctor Jara sonriendo desde una vida prolongada en su ejemplo y sus canciones. La voz de Joan Manuel Serrat dejaba escapar cascadas de sentimientos desde una casetera, y a sorbitos hacían honores a una botella de Undurraga.

Abraxas, perro básico y sin mayores antecedentes raciales que un rabo dispuesto a dar señales amistosas hasta cuando dormía, ocupaba su lugar junto a la estufa, feliz de verse libre de las molestas garrapatas, y se veía inocente como sólo puede serlo un chucho de barrio, un quiltro en el buen decir de los mapuches, ajeno a su nombre, que no era más que el último recuerdo de los libros de Hermann Hesse, y que Anita, como tantas y tantos de su generación, había leído sin saber que con el tiempo serían parte del inventario generoso que dejan las grandes derrotas.

George Washington Caucamán sirvió las copas de vidrio tosco, verde, con un gallito destacando la gallardía de un relieve, y obedeció al «la otra patita», musitado por aquella mujer de cabellera espesa que, inclinada, se daba a la tarea de eliminarle los callos.

-Mire, amigo -había dicho en el café donde se dieron cita-, yo creo en los astros y ellos dicen que usted y yo terminaremos en la cama, de tal manera que, como las cosas están claras, le propongo saltarnos las ceremonias de conquista, seducción y mentiras, y que empecemos en cambio a conocernos de la mejor manera. En casa tengo suficientes espaguetis y varias botellas de vino.

-Supongo que llegó la hora de tutearnos -respondió Caucamán.

Entre los dos sumaban más de ochenta años, y tal cúmulo de tiempo predispone al amor sincero, libre de aspavientos, proezas fallidas o disculpas absurdas, y como no hay nada que perder el resultado es una enorme ganancia.

-¿De verdad crees que el sexo se presta a confusiones? -preguntó Anita dándole duro a la escofina.

-A veces ocurre. Recuerdo una historia que me contaron unos arrieros en la Patagonia. Hace varios años, cuando los milicos de Chile y Argentina estuvieron a punto de empezar una guerra, un frente de mal tiempo bloqueó y aisló a varias compañías de infantería muy cerca de la frontera con Argentina. Treinta días y treinta noches de lluvia sin pausas soportaron los pobres milicos, con todas las incomodidades que puedes imaginar. Así, al fin de ese mes de agua, un teniente de nuestro glorioso ejército se acercó al grupo de arrieros para preguntarles cómo aliviaban ellos los tormentos de la entrepierna. Le respondieron que de la manera más conocida, y que si se sentía muy apremiado podían llevarle una mula junto al río. El teniente, hombre de honor a fin de cuentas, se indignó y amenazó con fusilarlos por pervertidos. Pasó otro mes y a la lluvia se agregó la nieve. El teniente volvió a ver a los arrieros y con toda la vergüenza del honor en crisis les pidió que le concertaran una

cita con la mula. Los arrieros, hombres simples donde los haya, sin entender el motivo de semejante pudor le respondieron que conforme, que al día siguiente tendría la mula junto al río que crecía y crecía. El teniente acudió con puntualidad castrense, y luego de ordenar a los arrieros que se volvieran, se bajó los pantalones y empezó a fornicar con el animal; entonces, uno de los arrieros giró la cabeza y le dijo: mi teniente, usted se ha confundido, la mula es para cruzar el río, las putas están al otro lado. ¿Te das cuenta?

La risa de Anita despertó al perro, y así, sin dejar de reír se echó encima del hombre. George Washington Caucamán comprobó una vez más que sus ojos tenían el color lejano de la miel, y que sus labios sabían a miel y vino.