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A la hora precisa del alba el detective George Washington Caucamán movió las aletas nasales, dejó que ellas le orientaran los ojos y las orejas hacia la quebrada todavía cubierta por la niebla, escupió la ramita de romero que había triturado durante el acecho y murmuró un «mala cosa», que puso en acción todos sus músculos.

Pampero también confió en su nariz y, conocedor de los hábitos del jinete, inclinó la cabeza al escuchar el tenue roce de la escopeta Remington saliendo de la funda.

Con un movimiento enérgico metió un cartucho del catorce en la recámara, levantó el arma apuntando al cielo bajo de la Patagonia y apretó el gatillo.

Sin esperar a que el eco terminara de multiplicar la detonación pasó un segundo cartucho a la recámara, apuntó la pajera hacia la niebla y dio la orden de rigor.

-¡Todos con las manos en la nuca! ¡Al que haga un gesto raro le vuelo las verijas!

En una maniobra coordinada por años de práctica combatiendo el cuatrerismo, otros dos detectives apuntaron sus armas al corazón de la niebla, y avanzaron cubriendo posiciones distintas.

Los cuatreros eran tres. Con los ojos todavía repartidos entre las legañas y la incertidumbre, otearon en todas direcciones sin ver más que la niebla. Luego se miraron entre ellos, a los caballos desensillados, y entendieron que no había escapatoria.

-¡Las manos en la nuca, mierda! -repitió Caucamán.

Los vio acercarse, obedientes y resignados los dos primeros, pero el tercero lo inquietó y volvió a agitar las aletas nasales.

-Atento, Pampero -susurró al caballo.

El hombre era alto y delgado. De sus hombros caía un poncho que, pese a la niebla, se notaba demasiado fino. Permanecía de espaldas y con los brazos en cruz. Gritó que le permitieran identificarse al tiempo que metía una mano bajo el poncho.

Caucamán vio brillar el negro culatín de la Uzi y dio la voz de alerta.

-¡Cuidado, tiene una matraca!

Aquel tipo no era un cuatrero pero sabía lo que hacía. Con movimientos precisos se echó el poncho sobre un hombro y descorrió el seguro de la metralleta, pero George Washington Caucamán tocó el suelo antes de que el otro girara el cuerpo e hizo ladrar por segunda vez la Remington. El hombre salió despedido hacia delante como si le hubieran asestado una brutal coz en las nalgas.

Mientras los detectives esposaban a los dos rendidos, Caucamán se acercó al herido. Se había puesto de costado y rechinaba los dientes.

-Ésta la vas a pagar caro. Te juro que la vas a pagar caro -dijo volviendo la cabeza para comprobar si todavía le quedaba algo de culo.

-Hazme una rebaja -respondió el detective.

Luego se escuchó el canto de una tórtola entre los alerces, Pampero relinchó satisfecho, y empezó a disiparse la niebla.